27 Fuego amigo

Gareth Bryne caminaba a través del campamento instalado en el lado arafelino, a varios cientos de pasos de la frontera con Kandor, al este del vado, sin hacer caso de los soldados que saludaban a su paso. Siuan avanzaba junto a él con pasos apresurados y al otro lado iba un mensajero que le transmitía informes. Los seguía un enjambre de guardias y ayudantes cargados con mapas, tinta y papel.

Todo el maldito lugar ardía y se sacudía con explosiones del Poder. Una batahola de estruendo y desastre... Era como encontrarse en mitad de un desprendimiento de rocas.

Ya había dejado de molestarle el penetrante olor a humo. Al menos se habían apagado algunos fuegos; esas encauzadoras seanchan se habían situado junto al río y sacaban agua a raudales.

Cerca, un astillero de lanzas de armas se fue al suelo en medio de un estrépito metálico cuando una descarga de Poder Único alcanzó el campamento a corta distancia de donde estaban ellos. Bryne dio un traspié y una rociada de tierra los alcanzó; las piedrecillas chocaron ruidosamente contra el yelmo y el peto.

—Sigue hablando, hombre —espetó a Holcom, el mensajero.

—Eh... sí, señor. —El delgaducho mensajero tenía cara de caballo—. Las Aes Sedai del Rojo, del Verde y del Azul situadas en lo alto de las colinas están aguantando. Las del Gris se han replegado, y las del Blanco informan que están quedándose sin fuerzas.

—Las demás Aes Sedai también estarán casi agotadas —dijo Siuan—. No me sorprende que las Blancas sean las primeras en admitirlo. Para ellas no es motivo de vergüenza, sino simplemente otro hecho más que hay que tener en cuenta.

Bryne contestó con un gruñido y tampoco hizo caso de otra rociada de tierra que les cayó encima. Tenía que seguir adelante. Las tropas de la Sombra tenían ahora muchos accesos. Intentarían atacar sus centros de mando. Eso era lo que él haría, si estuviera en su lugar. El mejor contraataque a esa estrategia era no tener ningún centro de mando, al menos no uno que resultara fácil de localizar.

Bien mirado, la batalla marchaba conforme a lo planeado. A veces, cuando todo iba bien, uno se llevaba una sorpresa; en un campo de batalla lo normal era estar dispuesto a rehacer las tácticas de principio a fin, pasando por los intermedios. Pero, por una vez, todo marchaba como la seda.

Las Aes Sedai castigaban a los sharaníes desde las colinas situadas al sur del vado, castigo que se incrementaba con las constantes andanadas de flechas que disparaban arqueros situados justo debajo, en las laderas. Debido a ello, el comandante de la Sombra —nada menos que Demandred en persona— no podía destinar todas sus tropas a atacar a los defensores del río. Tampoco podía lanzar todas sus tropas contra las Aes Sedai —que de todos modos huirían con el Viaje—, por lo cual dedicarse él mismo a esa tarea de pleno sería ponerse en peligro a cambio de conseguir poco. Así pues, había dividido sus fuerzas, enviando a los trollocs al flanco derecho, hacia las colinas —sufrirían un número sustancial de bajas, pero así presionaría a las Aes Sedai— y haría avanzar a los sharaníes para que entablaran combate con el grueso de las tropas de la Torre Blanca, en el río.

Los seanchan tenían ocupada a la mayor parte de los encauzadores enemigos, pero eso no impedía que algunos lanzaran bolas de fuego al campamento de Bryne, al otro lado del río. No tenía sentido que él se preocupara por ser alcanzado. Allí estaba tan seguro como lo estaría en cualquier otro sitio, aparte, tal vez, de retirarse a la Torre Blanca. No soportaba la idea de estar a salvo en lugar seguro, en alguna estancia de algún sitio, a millas del campo de batalla.

«Luz —pensó—. Eso será probablemente lo que harán los comandantes en el futuro. Una posición de mando segura a la que sólo se podrá llegar a través de accesos.» Pero un general tenía que palpar el discurrir de la batalla. Y eso no podía hacerse estando a millas de distancia.

—¿Cómo les van las cosas a los piqueros situados en cada una de las colinas? —demandó.

—Muy bien, milord —contestó Holcom—. Tan bien como puede esperarse tras horas de contener a los trollocs.

Bryne había colocado las líneas defensivas de los piqueros a media altura de las colinas; cualquier trolloc que se las arreglara para atravesar ese cordón caería con las flechas de los arqueros emplazados más arriba, todo ello sin necesidad de interrumpir la labor de las Aes Sedai.

—No obstante —prosiguió el mensajero—, los piqueros que defienden al Ajah Rojo a mitad de ladera necesitarán refuerzos pronto; han perdido un buen número de hombres en el último asalto.

—Tendrán que aguantar un poco más. Esas Rojas son lo bastante fieras para encargarse de los trollocs que consigan abrirse paso a través de las formaciones de piqueros. —Esperaba que sí. Otra explosión arrasó una tienda cercana—. ¿Y qué tal los escuadrones de arqueros que están arriba? —inquirió Bryne, apartando de una patada una alabarda caída.

—Algunos empiezan a andar cortos de flechas, milord.

En fin, sobre eso él poco podía hacer. Echó una ojeada hacia el vado, pero aquello era un verdadero caos. Lo exasperaba estar tan cerca del combate y no saber cómo les iban las cosas a sus tropas.

—¿Alguien tiene información sobre lo que está ocurriendo en el vado? —gritó mientras se volvía hacia sus ayudantes—. ¡No puedo ver una maldita cosa aparte de cuerpos bregando y esas bolas de fuego cayendo atrás y adelante y cegándonos a todos!

—Esas mujeres seanchan encauzan como si tuvieran hierros candentes en... Quiero decir que se lo están haciendo pasar muy mal a los sharaníes, milord. —Holcom estaba pálido—. Nuestro flanco izquierdo ha sufrido bastantes bajas hace poco, pero al parecer ahora están contraatacando de forma admirable.

—¿No había puesto a Joni al mando de los lanceros allí?

—El capitán Shagrin ha muerto, milord —dijo otro mensajero que se había acercado; tenía un corte reciente en el cuero cabelludo—. Vengo de allí.

«Así me abrase.» En fin, Joni siempre había querido caer en batalla. Bryne controló sus emociones.

—¿Quién tiene el mando ahora? —preguntó al mensajero.

—Ino Nomesta —respondió el hombre—. Consiguió que recobráramos el ánimo y nos organizó después de que Joni cayó, pero me manda para advertir que nos están presionando mucho ahora.

—¡Luz, Nomesta ni siquiera es oficial! —Aun así, había entrenado a— hombres de caballería pesada durante años y probablemente no había un hombre mejor que él sobre una silla de montar—. De acuerdo, regresa allí y dile que voy a enviaros refuerzos.

Bryne se volvió entonces hacia Holcom.

—Ve a buscar al capitán Denhold y dile que mande su escuadra de caballería en reserva a través del vado para reforzar nuestro flanco izquierdo. ¡Veamos qué pueden hacer esos illianos! ¡No podemos perder este río!

El mensajero salió a toda carrera.

«Tendré que hacer algo pronto para aliviar la presión sobre esas Aes Sedai», pensó Bryne.

—¡Annah! ¿Dónde estás? —llamó a gritos.

Dos soldados que estaban cerca fueron apartados de un empellón cuando una joven corpulenta —antes guardia de mercaderes y ahora soldado de infantería y mensajera a las órdenes del general Bryne— pasó entre ellos.

—¿Sí, milord?

—Annah, ve a preguntar a ese monstruo imperial de dirigente seanchan si es tan amable de prestarnos parte de su jodida caballería.

—¿He de hacerlo exactamente con esas palabras? —preguntó Annah con una sonrisa en los labios al tiempo que saludaba.

—Si lo haces, muchacha, te arrojaré por un precipicio y dejaré que Yukiri Sedai pruebe contigo unos cuantos tejidos suyos de caída por el aire. ¡Largo!

La mensajera esbozó una mueca burlona y salió disparada hacia la zona de Viaje para que la enviaran al campamento seanchan.

—Te estás volviendo un gruñón —dijo Siuan.

—Ejerces buena influencia en mí —espetó él.

Alzó la vista cuando una sombra pasó por encima, y se llevó la mano a la espada al esperar ver otra escuadrilla de Draghkar. Por el contrario sólo era una de esas bestias voladoras seanchan. Bryne se relajó.

Una bola de fuego derribó a la criatura del cielo. El animal cayó dando vueltas y moviendo las alas quemadas. Bryne maldijo y saltó hacia atrás cuando el monstruoso animal se estrelló en el sendero, un poco más adelante, por donde corría Annah la mensajera. Dando tumbos, el cadáver de la criatura rodó por encima de ella y chocó contra una de las tiendas de suministro que estaba llena de soldados y oficiales de intendencia. El jinete del raken cayó al suelo una fracción de segundo después.

Bryne recobró la compostura y corrió hacia allí. Se paró debajo de un sector de lona y postes de la tienda caídos que cubría el sendero. Dos de sus guardias encontraron a un soldado medio aplastado por un ala de la bestia muerta y lo sacaron. Siuan se arrodilló al lado, extrajo el angreal que llevaba en la bolsita, y realizó la Curación.

Bryne llegó a donde Annah había caído. La encontró aplastada donde la bestia había rodado al caer.

—¡Maldición! —Apartó pensamientos y emociones por la muchacha— muerta para plantearse qué hacer a continuación—. ¡Necesito que alguien vaya a hablar con los seanchan!

De su séquito sólo quedaban en el campamento dos guardias y un escribiente. Necesitaba que los seanchan le dejaran algo más de su caballería; empezaba a tener la sensación de que era mucho lo que dependía de mantener seguras a las Aes Sedai de las colinas. Después de todo, la Amyrlin estaba allí arriba con ellas.

—Parece que tendremos que ir nosotros —dijo Bryne mientras se apartaba del cadáver de Annah—. Siuan, ¿estás lo bastante fuerte para abrir un acceso con ese angreal?

Ella se puso de pie y trató de disimular el agotamiento, pero él lo notó.

—Sí puedo, aunque será tan pequeño que tendremos que pasar gateando a través de él. No conozco bastante bien esta zona. Tendremos que regresar al centro de campamento.

—¡Así me abrase! —maldijo Bryne, que se volvió cuando una serie de explosiones sonaron en el río—. No hay tiempo para eso.

—Puedo ir a buscar a algún mensajero —se ofreció uno de los guardias.

El otro ayudaba al soldado que Siuan había Curado; el hombre se sostenía de pie a duras penas.

—No sé si quedan más mensajeros a los que recurrir —dijo Bryne—. Hagamos...

—Iré yo.

Bryne vio a Min Farshaw que se ponía de pie a corta distancia y se sacudía el polvo de la ropa. Casi había olvidado que había mandado a la joven ayudar como escribiente en uno de los regimientos de abastecimiento.

—No parece que pueda trabajar como escribiente aquí en un futuro próximo —añadió Min mirando la tienda de suministros caída—. Puedo correr tan bien como cualquiera de vuestros mensajeros. ¿Qué hago?

—Encuentra a la emperatriz seanchan —le indicó Bryne—. Su campamento se encuentra a unas pocas millas al norte de aquí, en el lado arafelino. Ve a la zona de Viaje; allí sabrán adónde han de enviarte. Dile a la emperatriz que tiene que enviarme algo de caballería. Nos hemos quedado sin nuestros escuadrones de reserva.

—Lo haré —repuso Min.

No era soldado. En fin, al parecer la mitad de los soldados de su ejército no lo habían sido hasta unas cuantas semanas atrás.

—Ve —le dijo con un sonrisa—. Apuntaré los días de trabajo en lo que me debes.

Ella se puso colorada. ¿Acaso creía que iba a dejar que una mujer olvidara su juramento? Le daba igual con quién estaba relacionada. Un juramento era un juramento.


Min corrió entre las líneas de retaguardia del ejército. En el campamento ya había más tiendas y carros —llevados desde los depósitos de Tar Valon o de Tear— para reemplazar los que se habían perdido durante el asalto inicial sharaní. Resultaron ser obstáculos que había que rodear mientras buscaba la zona de Viaje.

La zona era una serie de cuadrados marcados con cuerdas, numerados con tablones pintados que se habían puesto en el suelo. Cuatro mujeres con chales grises hablaban en voz baja mientras una de ellas mantenía abierto un acceso para un carro de suministros cargado de flechas. El apacible buey no alzó la vista cuando una bola de fuego semejante a un cometa cayó en el suelo, cerca, y arrojó piedras al rojo vivo al aire y sobre un montón de petates que empezaron a arder.

—Tengo que ir al campamento seanchan —les dijo Min a las Grises—. Órdenes de lord Bryne.

Una de las hermanas Grises, Ashmanaille, la miró. Se fijó en los pantalones ajustados y los rizos y luego frunció el entrecejo.

—¿Elmindreda? Dulce pequeña, ¿qué haces aquí?

—¿Dulce pequeña? —se extrañó una de las otras—. Es una escribiente, ¿verdad?

—Tengo que ir al ejército seanchan —repitió Min con la respiración agitada por la carrera—. Órdenes de Bryne.

Esta vez parecieron oír lo que decía. Una de las mujeres suspiró.

—¿En el cuatro? —les preguntó a las otras.

—El tres, querida —repuso Ashmanaille—. Podría abrirse un acceso en el cuatro desde Illian en cualquier momento.

—El tres —dijo la primera, que se lo señaló a Min con un gesto de la mano. Un acceso pequeño se abrió en el aire allí—. Todos los mensajeros gatean —comentó—. Tenemos que conservar la fuerza, y los accesos han de hacerse todo lo razonablemente pequeños que sea posible.

«¿Y eso es razonable?», pensó Min, irritada, mientras corría hacia el pequeño agujero. Se puso a gatas y se metió casi arrastrándose.

Salió a un redondel de hierba que estaba quemado para marcar su localización. Cerca había un par de guardias seanchan con lanzas adornadas con borlas y los rostros ocultos tras los yelmos semejantes a cabezas de insectos. Min dio un paso para acercarse, pero uno de ellos alzó la mano.

—Soy mensajera del general Bryne —dijo.

—Los mensajeros nuevos esperan aquí —contestó uno de los guardias.

—¡Es urgente!

—Los mensajeros nuevos esperan aquí.

No le dieron más explicaciones, así que se cruzó de brazos, salió del círculo ennegrecido, por si acaso se abría otro acceso, y esperó. Desde allí veía el río y un gran campamento militar que se extendía a lo largo de la orilla.

«Los seanchan podrían cambiar el curso de la batalla —reflexionó—. Son tantos...» Allí se encontraba lejos de la batalla, unas cuantas millas al norte del campamento de Bryne, pero aun así estaba lo bastante cerca para ver los destellos de luz cuando los encauzadores creaban sus mortales tejidos.

Se sorprendió dándose golpecitos con los dedos en los brazos cruzados y se obligó a permanecer inmóvil. El ruido de las explosiones se oía como sordos golpetazos. Los sonidos llegaban después de los destellos de luz, como el trueno que sigue al rayo. ¿Por qué sería?

«¿Y eso qué más da?», pensó Min. Necesitaba caballería para Bryne. Al menos estaba haciendo algo útil. Había estado intentando prestar ayuda, echar una mano cada vez que alguien la necesitaba. Era sorprendente la cantidad de cosas que había que hacer en un campamento de guerra aparte de luchar. No eran trabajos que requirieran específicamente su colaboración, pero era mejor que estar sentada en Tear preocupada por Rand... O estar furiosa con él por prohibirle que fuera a Shayol Ghul.

«Allí habrías sido una carga, y lo sabes», se dijo a sí misma. Él no podía ocuparse de salvar el mundo y protegerla de los Renegados al mismo tiempo. A veces, era difícil no sentirse insignificante en un mundo de encauzadores como Rand, Elayne o Aviendha.

Echó una ojeada a los guardias. Sólo uno tenía una imagen suspendida sobre su cabeza. Una piedra ensangrentada. Moriría al caer de algún sitio alto. Tenía la impresión de que habían pasado décadas desde que no veía algo esperanzador alrededor de la cabeza de una persona. Muerte, destrucción, símbolos de miedo y oscuridad.

—¿Y quién es ella? —preguntó una voz con el peculiar acento seanchan.

Una sul’dam se acercaba, una sin damane. La mujer llevaba un a’dam en una mano y se daba golpecitos en la palma de la otra con el collar plateado.

—Una nueva mensajera —explicó el guardia—. No había venido a través de los accesos hasta ahora.

Min hizo una profunda inhalación y empezó a decir:

—Me envía el general Bryne...

—Se suponía que tenía que mandarnos mensajeros que hubiéramos acreditado —la interrumpió la sul’dam. Tenía la piel oscura, y el cabello rizado le caía hasta los hombros—. La emperatriz, así viva para siempre, ha de estar protegida. Nuestro campamento ha de ser disciplinado. Cada mensajero debe estar fuera de sospecha, nada de dar oportunidades a asesinos.

—Yo no soy una asesina —replicó Min en tono frío.

—¿Y los cuchillos de las mangas? —preguntó la sul’dam.

Min dio un respingo.

—El modo en que los puños te caen lo hace evidente, pequeña —dijo la sul’dam, aunque no era mayor que Min.

—Una mujer sería estúpida si fuera por un campo de batalla sin algún tipo de arma —arguyó Min—. Dejad que transmita mi mensaje a uno de los generales. La otra mensajera murió cuando uno de vuestros raken recibió el impacto de una bola de fuego y cayó del cielo en nuestro campamento.

—Soy Catrona —dijo la sul’dam, que enarcó una ceja—. Y harás exactamente lo que yo te mande mientras estás en el campamento.

Se dio la vuelta e hizo un gesto a Min con la mano para que la siguiera.

Min caminó deprisa, aliviada, detrás de la mujer. El campamento seanchan era muy distinto del de Bryne. Tenía raken para llevar y traer mensajes e informes, por no mencionar que había una emperatriz a la que proteger. Lo habían instalado lejos de la contienda. También parecía más limpio que el de Bryne, el cual había sido arrasado casi por completo y reconstruido, aparte de que lo compartían gentes de muchos países y formación militar diferente. El campamento seanchan era homogéneo, lleno de soldados entrenados.

Al menos fue así como Min decidió interpretar su orden y su disciplina. Soldados seanchan formados en líneas, en silencio, a la espera de que los llamaran a la batalla. Los sectores del campamento estaban marcados con postes y cuerdas, todo organizado de forma clara. Nadie iba y venía ajetreado. Los hombres caminaban con sosegada resolución o esperaban en la formación, en posición de descanso. Podrían criticarse cosas de los seanchan —y ella tenía varias cosas que añadir a «esa» conversación—, pero desde luego eran organizados.

La sul’dam la condujo a un sector del campamento donde varios hombres trabajaban haciendo anotaciones en grandes libros colocados en escritorios altos. Llevaban túnicas y tenían la cabeza medio afeitada, lo que los señalaba como sirvientes de rango alto. Muchachas jóvenes vestidas con ropa indecente llevaban bandejas laqueadas entre los escritorios y ponían en ellos finas tazas blancas con un humeante líquido casi negro.

—¿Hemos perdido algún raken hace un rato? —preguntó Catrona a los hombres—. Fue uno al que alcanzó en vuelo una marath’damane enemiga, y podría haberse estrellado en el campamento del general Bryne.

—Acaba de llegar un informe con esa noticia —dijo un sirviente al tiempo que hacía una inclinación de cabeza—. Me sorprende que ya os hayáis enterado.

La ceja enarcada de Catrona se arqueó un poco más mientras inspeccionaba a Min.

—¿No esperabais que fuese verdad? —inquirió Min.

—No —contestó la sul’dam, que con un movimiento de la mano envainó un cuchillo en la funda que le colgaba a un costado—. Sígueme.

Min respiró con alivio. En fin, había tratado con los Aiel; no creía posible que los seanchan fueran tan quisquillosos como ellos. Catrona encabezó la marcha a lo largo de otro sendero del campamento y Min empezó a ponerse muy nerviosa. ¿Cuánto tiempo hacía que Bryne le había mandado transmitir su petición? ¿Sería ya demasiado tarde?

Luz, mira que les gustaba a los seanchan tenerlo todo bien protegido. En cada intersección de senderos había dos soldados con lanzas que observaban, vigilantes, a través de aquellos espantosos yelmos. ¿No deberían estar todos esos hombres allí fuera, luchando? Por fin, Catrona la condujo a una especie de construcción que habían montado. No era una tienda. Tenía paredes que parecían de seda drapeada.

Los guardias de allí eran unos tipos grandes, con armaduras en negro y rojo y un aspecto avieso. Catrona pasó entre los dos mientras ellos saludaban. La mujer y Min entraron en la construcción, y Catrona hizo una reverencia. No hasta el suelo —al parecer, la emperatriz no se encontraba allí— pero sí muy pronunciada, ya que dentro había muchos miembros de la Sangre. Catrona le lanzó una mirada feroz.

—¡Inclínate, necia! —espetó.

—Creo que seguiré de pie —replicó Min, que se cruzó de brazos y miró a los comandantes que estaban dentro.

Delante de todos se erguía una figura conocida. Mat vestía ropajes seanchan de seda (ella había oído comentar que se encontraba en ese campamento), pero en la cabeza lucía su sombrero de siempre. Un parche le cubría un ojo. Así que su visión se había cumplido por fin, ¿eh?

—¡Min! —exclamó Mat al verla, y sonrió.

—Soy tonta de remate —dijo ella—. Podría haber dicho que te conocía y me habrían traído de inmediato aquí, sin tanto alboroto.

—No sé yo, Min. Les encanta eso de montar jaleo por cualquier cosa, ¿no es cierto, Galgan?

Un hombre de hombros anchos, con una fina cresta de cabello blanco en la cabeza, por lo demás pelada, miró a Mat como si no supiera qué pensar o qué responder.

—Mat —dijo Min, recordando su misión—, el general Bryne necesita caballería.

—No me cabe duda —respondió él con un gruñido—. Ha estado presionando mucho a sus tropas, incluso a las Aes Sedai. A ese hombre habría que darle una medalla aunque sólo fuera por lograr algo así. Jamás he visto a una de esas mujeres ceder un ápice ni para dar un paso y ponerse a resguardo si quien lo sugiere es un hombre, aunque esté cayéndole encima un chaparrón. ¿Primera legión, Galgan?

—Sí, servirá —dijo Galgan—. Siempre y cuando los sharaníes no se las ingenien para cruzar el vado.

—No lo harán —afirmó Mat—. Bryne ha montado una buena posición defensiva que castigará a la Sombra, con un poco de estímulo. Laero lendhae an indemela.

—¿Qué habéis dicho? —preguntó Galgan, ceñudo.

Min tampoco lo había captado. ¿Algo sobre una bandera? Últimamente había estado estudiando la Antigua Lengua, pero Mat la hablaba muy deprisa.

—Hummm, ¿qué? ¿No lo habíais oído nunca? —se extrañó Mat—. Es un dicho del ejército caído de Kardia.

—¿Quién? —Se notaba que Galgan estaba desconcertado.

—No importa —dijo Mat—. Tylee, ¿te importaría conducir a tu legión al campo de batalla, suponiendo que el buen general lo apruebe?

—Sería un honor, Príncipe Cuervo —repuso una mujer que se encontraba cerca; llevaba peto, y el yelmo que sostenía bajo el brazo lucía cuatro plumas—. Estoy deseando ver las tácticas del tal Gareth Bryne más en directo.

Mat miró a Galgan, que se frotó el mentón mientras inspeccionaba los mapas.

—Id con vuestra legión, teniente general Khirgan, como sugiere el Príncipe Cuervo —ordenó el general.

—Y tenemos que vigilar a esos arqueros sharaníes —añadió Mat—. Van a desplazarse hacia el norte a lo largo del río para disponer de una posición más ventajosa desde la que disparar al flanco derecho de las tropas de Bryne.

—¿Cómo estáis tan seguro de eso?

—Porque es evidente —dijo Mat al tiempo que daba golpecitos con el dedo en el mapa—. Enviad un raken para aseguraros, si lo preferís.

Galgan vaciló, pero a continuación dio la orden. Min no sabía si todavía su presencia era necesaria, así que empezó a retirarse, pero Mat la asió por el brazo.

—Eh. Me vendría bien... eh... usarte, Min.

—¿Usarme? —inquirió con voz inexpresiva.

—Utilizar tus habilidades —aclaró Mat—. A eso me refería. Últimamente estoy teniendo problemas con las palabras, y al parecer sólo me salen tonterías. Sea como sea, podrías... Eh... Bueno, ya sabes...

—No veo nada nuevo a tu alrededor —dijo ella—, aunque supongo que por fin lo de un ojo en una balanza tiene sentido para ti.

—Sí. —Mat hizo una mueca como si le doliera algo—. Eso es jodidamente obvio. ¿Qué me dices de Galgan?

—Una daga incrustada a través de un cuervo.

—Qué jodienda...

—No creo que se refiera a ti —añadió Min—. Aunque no sé decirte por qué.

Galgan hablaba con nobles de segunda fila. Al menos, tenían más cabello que él, lo que en los seanchan indicaba un rango más bajo. Charlaban en voz muy baja, en susurros, y Galgan echaba ojeadas a Mat de vez en cuando.

—No sabe qué pensar de mí —comentó en voz queda Mat.

—Qué cosa más rara. No se me ocurre ninguna otra persona que haya reaccionado así contigo, Mat.

—Qué graciosa. ¿Estás segura de que esa daga no se refiere a mí? Los cuervos... En fin, los cuervos suelen estar relacionados conmigo, ¿verdad? Aunque sea a veces. Ahora soy el puñetero Príncipe de los jodidos Cuervos.

—No se trata de ti.

—El tipo intenta decidir cuándo asesinarme —susurró Mat, que observó a Galgan con los ojos entrecerrados—. Acaban de ponerme justo un escalón por debajo de él en la jerarquía del ejército, y le preocupa que quiera suplantarlo. Tuon dice que es un militar totalmente entregado a su trabajo, por lo cual esperará a que la Última Batalla haya acabado para atacarme.

—¡Es horrible!

—Lo sé. No jugará a las cartas conmigo antes. Confiaba en poder ganármelo. Ya sabes, perdiendo a propósito unas cuantas veces.

—No creo que pudieras conseguir eso.

—De hecho, discurrí hace siglos cómo perder, puñetas. —Parecía hablar muy en serio—. Tuon dice que sería una falta de respeto por parte de ese hombre que no intentara matarme. Están chiflados, Min. Están jodidamente chiflados.

—Estoy segura de que Egwene te ayudaría a escapar si se lo pides, Mat.

—Bueno, no he dicho que no sean divertidos. Sólo que están chiflados. —Se enderezó el sombrero—. Pero si otro cualquiera de ellos lo intenta...

Se interrumpió cuando los guardias situados en la puerta, fuera, cayeron de hinojos y luego se postraron del todo en el suelo. Mat suspiró.

—«Nombra a la Oscuridad y tendrás su ojo puesto en ti.» Yalu kazath d’Zamon patra Daeseia asa darshi.

—¿Qué...? —preguntó Min.

—¿Tampoco conoces ese dicho? —se extrañó Mat—. ¿Es que la gente ya no lee?

La emperatriz seanchan entró por la puerta. A Min la sorprendió verla con un amplio pantalón plateado en vez de con un vestido. O... En fin, tal vez era un vestido. Min no distinguía si era una falda dividida para montar o si era un par de pantalones con perneras muy holgadas. La prenda de arriba era ajustada, de seda en color escarlata, y encima llevaba una especie de toga en color azul, abierta por delante y con una cola larguísima. Parecía la vestidura de una guerrera, una especie de uniforme.

Las personas que estaban en la estancia se pusieron de rodillas y después se inclinaron hasta tocar el suelo, incluso el general Galgan. Mat siguió erguido.

Rechinando los dientes, Min se postró sobre una rodilla. Después de todo, esa mujer era la emperatriz. Min no se inclinaría ante Mat ni los generales, pero lo correcto era mostrar respeto a Fortuona.

—¿Quién es esta mujer, Knotai? —preguntó la emperatriz con curiosidad—. Se tiene por alguien importante.

—Oh, bueno, no es más que la mujer del Dragón Renacido —repuso Mat como sin darle importancia.

Catrona, que estaba inclinada en el suelo a un lado de la estancia, emitió un sonido estrangulado. Alzó la vista y miró a Min con los ojos desorbitados.

«Luz, probablemente cree que me ha ofendido o algo por el estilo», pensó Min.

—Qué curioso. Eso la convertiría en tu igual, Knotai —dijo Fortuona—. Por supuesto, parece que tú has olvidado inclinarte de nuevo.

—Mi padre se sentiría mortificado —contestó Mat—. Siempre ha estado orgulloso de mi buena memoria.

—Vuelves a avergonzarme en público.

—No más de lo que me avergüenzo a mí mismo. —Sonrió y después vaciló, como si analizara lo que acababa de decir.

La emperatriz sonrió también, sin bien era una sonrisa claramente depredadora. Se internó en la estancia y la gente se levantó, por lo que Min hizo otro tanto. Mat empezó a empujarla de inmediato hacia la puerta.

—Espera, Mat —susurró ella.

—Tú sigue andando —la apuró—. No le des ocasión de decidir que quiere retenerte. —Y lo dijo como si se sintiera orgulloso de ello.—

«Estás tan loco como ellos», pensó Min.

—Mat, una flor ensangrentada.

—¿Qué? —preguntó él sin dejar de empujarla.

—Una puñetera flor ensangrentada alrededor de su cabeza —repitió—. Una cala. El lirio de la muerte. Alguien va a intentar matarla muy pronto.

Mat se quedó paralizado. Fortuona se volvió bruscamente hacia ellos.

Min ni siquiera fue consciente de que los dos guardias se movían hasta que la tuvieron inmovilizada contra el suelo. Eran los de la armadura negra, aunque ahora que los tenía cerca vio que en realidad era verde oscuro.

«Idiota —pensó Min mientras le apretaban la cara contra el suelo—. Debí dejar que Mat me sacara de la estancia antes de hablar.» No había cometido un error así (hablar de una de sus visiones en voz lo bastante alta para que otros la oyeran) desde hacía años. ¿En qué puñetas había estado pensando?

—¡Alto! —dijo Mat—. ¡Dejad que se levante!

Puede que a Mat lo hubieran ascendido a la Sangre, pero saltaba a la vista que los guardias no tenían ningún problema en hacer caso omiso de una orden directa de él.

—¿Cómo es que sabe eso, Knotai? —preguntó Fortuona, que se acercó a Mat. Parecía enfadada. Puede que decepcionada—. ¿Qué pasa aquí?

—No es lo que piensas, Tuon —dijo Mat.

«No, por favor, no lo...»

—Ella ve cosas —continuó Mat—. No hay por qué enfadarse. Es sólo una jugarreta del Entramado, Tuon. Min ve cosas alrededor de la gente, como pequeños dibujos. No quería decir nada con ese comentario. —Se echó a reír. Fue una risa forzada.

El silencio se apoderó de la estancia. Era tan intenso que Min oyó de nuevo las explosiones a lo lejos.

—Augur del Destino —susurró Fortuona.

De repente, los guardias se apartaron de ella. Min gimió y se sentó. Los guardias se habían adelantado para proteger a la emperatriz, pero uno, el que la había tocado, se quitó los guanteletes y los tiró al suelo. Luego se limpió la mano contra el peto, como si intentara limpiarse la piel de algo.

Fortuona no parecía asustada. Con los labios entreabiertos, se acercó a Min casi con aire reverente. La joven emperatriz alargó la mano y tocó a Min en la cara.

—Lo que ha dicho él... ¿es cierto?

—Sí —admitió a regañadientes Min.

—¿Qué ves a mi alrededor? —preguntó Fortuona—. Habla, Augur del Destino. ¡Interpretaré tus visiones y sabré si eres una vidente de verdad o falsa!

Aquello sonaba peligroso.

—Veo el lirio de la muerte, una cala manchada de sangre, como le he dicho a Mat —contestó—. Y tres barcos que navegan. Un insecto en la oscuridad. Luces rojas que se extienden a través de un campo que debería ser fértil y estar en sazón. Un hombre con dientes de lobo.

Fortuona inhaló el aire con brusquedad. Alzó la vista hacia Mat.

—Me has traído un gran regalo, Knotai. Tanto como para saldar tu castigo. Suficiente para que tengas crédito a tu favor. Qué grandioso regalo.

—Bueno, yo...

—Yo no le pertenezco a nadie —dijo Min—. Excepto, tal vez, a Rand, y él a mí.

Fortuona hizo caso omiso de ella y se puso de pie.

—Esta mujer es mi nueva Soe’feia. ¡La Augur del Destino, la Palabra de la Verdad! Mujer sagrada, aquella a la que no se puede tocar. Hemos sido bendecidos. Que se dé a conocer la nueva. ¡El Trono de Cristal no tenía una verdadera vidente desde hace más de tres siglos!

Min, estupefacta, siguió sentada en el suelo hasta que Mat la ayudó a ponerse de pie.

—¿Eso es algo bueno? —le preguntó ella en un susurro.

—Que me dejen la cara hecha papilla si lo sé —contestó él—. Pero ¿recuerdas lo que te he dicho sobre escapar de ella? Bueno, pues, probablemente ahora ya puedes olvidarte de hacerlo.

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