Rand vio caer a Lan y lo recorrió una oleada de angustia. El Oscuro lo comprimía. Lo engullía, lo desgarraba. Luchar contra ese ataque era demasiado duro. Estaba agotado.
Libérate. La voz de su padre.
—Tengo que salvarlos... —susurró Rand.
Deja que se sacrifiquen. Tú no puedes hacer más.
—Tengo que... Es lo que significa...
La destrucción del Oscuro reptaba sobre él como un millar de grajos, picándole la carne, arrancándosela de los huesos. Casi no podía pensar con la presión y la sensación de pérdida. La muerte de Egwene y tantas otras.
Libérate.
La elección es suya.
¡Había deseado tanto protegerlos, a todos aquellos que creían en él! Sus muertes —y el peligro que afrontaban— eran un enorme peso sobre— él. ¿Cómo podía un hombre... liberarse, sin más? ¿Acaso liberarse no sería olvidar la responsabilidad?
¿O sería darles la responsabilidad a ellos?
Rand cerró los ojos con fuerza y pensó en todos aquellos que habían muerto por él. En Egwene, a quien se había jurado a sí mismo proteger.
Eres un necio. La voz de Egwene en su mente. Cariñosa, pero severa.
—¿Egwene?
¿Es que no vas a permitir que sea también una heroína?
—No es eso...
¿Vas hacia tu muerte y aun así prohíbes a cualquier otro que haga lo mismo?
—Yo...
Libérate de esa carga, Rand. Déjanos morir por lo que creemos y no intentes privarnos de lo que es nuestro derecho.
Has abrazado tu muerte. Abraza la mía.
—Lo siento —susurró mientras las lágrimas se le desbordaban por las comisuras de los ojos.
¿Por qué?
—Por haber fracasado.
No, aún no has fracasado.
El Oscuro lo flageló. Incapaz de moverse, Rand se acurrucó ante aquella vasta nada. Gritó de dolor.
Y, entonces, se liberó.
Se liberó de la culpa. Se liberó de la vergüenza por no haber salvado a Egwene y a los demás. Se liberó de la necesidad de protegerla, de protegerlos a todos.
Dejó que fueran héroes.
Los nombres empezaron a fluir en su mente: Egwene, Hurin, Bashere, Isan de los Chareen Aiel, Somara y miles más. Uno a uno —primero despacio pero luego con creciente rapidez—, desgranó hacia atrás la lista que antes guardaba en la memoria. La lista que otrora sólo era de mujeres, pero que había aumentado para incluir a todos los que sabía que habían muerto por él. No se había dado cuenta de lo extensa que había llegado a ser, cuánto se había permitido cargar.
Los nombres se desprendieron de él como algo físico, como palomas asustadas levantando el vuelo, y cada una de ellas se llevaba una carga consigo. El peso desapareció de sus hombros. La respiración se fue haciendo más regular. Era como si Perrin hubiera llegado con su martillo y hubiera hecho pedazos un millar de cadenas que Rand había llevado arrastrando tras de sí.
Ilyena fue la última.
«Renacemos —pensó—, para así poderlo hacer mejor la próxima vez.»
Entonces, hazlo mejor.
Abrió los ojos y extendió la mano ante él, con la palma contra la negrura que parecía sólida. Su yo, que se había tornado borroso, al volverse impreciso a medida que el Oscuro lo hacía jirones, se serenó y recobró el control de sí mismo. Bajó el otro brazo y se ayudó a incorporarse de rodillas.
Y, entonces, Rand al’Thor —el Dragón Renacido— se puso de pie una vez más y se enfrentó a la Sombra.
—No, no —susurró la hermosa Shendla, con la mirada prendida en el cuerpo de Demandred.
Se le cayó el alma a los pies y empezó a mesarse el cabello mientras se mecía atrás y adelante. Mientras miraba a su amado, Shendla inhaló lenta y profundamente, y cuando soltó el aire fue un chillido aterrado:
—¡Bao el Wyld ha muerto!
Todo el campo de batalla pareció sumirse en un profundo silencio.
Rand hizo frente al Oscuro en ese sitio que no lo era, rodeado a la vez por todas las eras y por la nada. Su cuerpo seguía en la cueva de Shayol Ghul, suspendido en ese instante infinito de lucha contra Moridin, pero su alma estaba allí.
Existía en ese sitio que no lo era, ese lugar fuera del Entramado, ese espacio donde se originaba el mal. Lo miró y lo supo. El Oscuro no era un ser, sino una fuerza, una esencia tan vasta como el mismo universo. Universo que Rand veía ahora con todo detalle. Infinidad de planetas y estrellas, como minúsculas chispas de luz flotando sobre una hoguera.
El Oscuro seguía luchando para destruirlo. Rand se sentía fuerte a pesar de los ataques. Relajado, completo. Desaparecidas las cargas, podía combatir de nuevo. Se mantuvo controlado. Era difícil, pero lo consiguió.
Rand avanzó.
La Oscuridad se estremeció. Tembló, vibró, con aparente incredulidad.
LOS DESTRUYO.
El Oscuro no era un ser. Era la oscuridad entre todo lo demás. Entre luces, entre instantes, entre parpadeos de ojos.
ESTA VEZ TODO ES MÍO. COMO ESTABA DESTINADO A SER. COMO SIEMPRE LO SERÁ.
Rand rindió homenaje a quienes morían. A la sangre que corría entre las rocas. A los llantos de quienes presenciaban la caída de otros. La Sombra lanzó todo cuanto tenía contra Rand, resuelta a destruirlo. Pero no lo consiguió.
—Jamás nos rendiremos —susurró Rand—. Jamás me rendiré.
La vasta Sombra retumbó y se sacudió. Lanzó descargas al mundo y a través del mundo. El suelo se desgarró, las leyes de la naturaleza se quebraron. Las espadas se revolvieron contra los que las empuñaban, la comida se estropeó, la roca se tornó barro.
La fuerza de la propia nada volvió de nuevo contra Rand, tratando de hacerlo trizas. La intensidad del ataque no disminuyó. Y, sin embargo, de repente, lo percibió como un runrún insustancial.
No se rendirían. No se trataba sólo de él. Todos ellos seguirían luchando. Los ataques del Oscuro perdieron significado. Si ese ataque no podía doblegarlo, si no lograban hacer que cediera, entonces ¿qué eran?
Dentro de la tempestad, Rand buscó el vacío como Tam le había enseñado. Toda emoción, toda preocupación, todo dolor... Lo juntó y lo echó en la llama de una simple vela.
Sintió paz. La paz de una única gota de agua cayendo a un estanque. La paz del fugaz instante, la paz entre parpadeos de ojos, la paz del vacío.
—No me daré por vencido —repitió, y las palabras le sonaron maravillosas.
LOS CONTROLO A TODOS. LOS QUEBRANTARÉ ANTE MÍ. HAS PERDIDO, HIJO DE LA HUMANIDAD.
—Si es eso lo que crees —le susurró a la oscuridad—, entonces es que no ves.
Loial jadeaba trabajosamente cuando regresó al extremo norte de los Altos. Le dio cuenta a Mat de la gran valentía con la que Lan había luchado antes de caer, llevándose consigo a Demandred. El informe de Loial afectó muchísimo a Mat, al igual que a todos los miembros de su ejército; sobre todo a los fronterizos, que habían perdido un rey, un hermano. También hubo alboroto entre los sharaníes; de algún modo, la noticia de la muerte de Demandred ya se estaba difundiendo entre sus filas.
Mat hizo un gran esfuerzo para domeñar la aflicción. No era eso lo que Lan habría querido. De modo que Mat enarboló su ashandarei.
—¡Tai’shar Malkier! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Lan Mandragoran, puñetero y maravilloso hombre! ¡Lo conseguiste!
Sus gritos resonaron en el silencio mientras cargaba contra los ejércitos de la Sombra. Tras él retumbaron gritos:
—¡Tai’shar Malkier!
Gritos de todas las nacionalidades, de todos los pueblos, fronterizos y no fronterizos. Todos arremetieron con ímpetu a través de los Altos, con Mat a la cabeza. Juntos, atacaron al enemigo atónito.