El ejército se dividió delante de Egwene para dejarle paso; cabalgaba hacia las colinas del sudeste de Kandor, donde al cabo de poco entablarían batalla con el enemigo que avanzaba hacia ellos. Encabezaba una fuerza de cien Aes Sedai, muchas de ellas pertenecientes al Ajah Verde. Las revisiones tácticas de Bryne habían sido rápidas y eficaces. Contaba con algo mejor que arqueros para romper la carga del enemigo, algo más destructivo que la caballería pesada para ocasionar un daño considerable.
Había llegado el momento de hacer uso de ese recurso.
Otras dos fuerzas más pequeñas de Aes Sedai se encaminaban hacia los flancos del ejército. Puede que esas colinas hubieran sido exuberantes y verdes en otros tiempos: ahora estaban amarillentas y pardas, como agostadas por el sol. Intentó ver las ventajas de ello. Al menos el suelo era firme y no perdería pie. Y, aunque los relámpagos surcaban de vez en cuando el cielo, no parecía probable que lloviera.
Los trollocs que avanzaban hacia ellos parecían extenderse sin fin en ambas direcciones. Aunque el ejército de Egwene era enorme, de repente parecía muy pequeño. Por suerte, Egwene tenía una ventaja: al ejército trolloc lo impulsaba la necesidad de seguir moviéndose hacia adelante. Los ejércitos trollocs se desmoronaban cuando no avanzaban constantemente. Empezarían a enzarzarse entre ellos. Se les acabaría la comida.
El ejército de Egwene era una barrera en su camino. Y un cebo. Los Engendros de la Sombra no podían permitirse que un contingente tan grande anduviera suelto y, en consecuencia, Egwene los conduciría en la dirección marcada por ella.
Sus Aes Sedai llegaron al frente del campo de batalla. Bryne había dividido su ejército en unidades numerosas, con mucha movilidad, para caer sobre los trollocs dondequiera y cuandoquiera que denotaran vulnerabilidad.
La formación ofensiva de las tropas de Bryne pareció desconcertar a los trollocs. Al menos, así fue como Egwene interpretó el movimiento inseguro de sus filas, la agitación, el aumento del ruido. Los trollocs rara vez tenían que preocuparse de ponerse a la defensiva. Los trollocs atacaban, los humanos se defendían. Los humanos se preocupaban. Los humanos eran comida.
Egwene coronó la colina y contempló la llanura que era territorio de Kandor, donde la ingente masa de trollocs estaba reunida; sus Aes Sedai se colocaron en una larga línea a ambos lados de Egwene. Detrás, entre los hombres del ejército parecía haber incertidumbre. Sabían que Egwene y las otras eran Aes Sedai, y ningún hombre se sentía cómodo habiendo cerca encauzadoras.
Egwene se llevó una mano al costado y sacó algo largo, blanco y fino de una funda de piel que llevaba atada al cinturón. Era una vara estriada, el sa’angreal de Vora. El contacto en su mano le resultaba cómodo, familiar. Aunque sólo había utilizado ese sa’angreal una vez, la sensación era como si entre la vara y ella hubiera una relación de pertenencia en ambas direcciones. Durante la batalla contra los seanchan, ésa había sido su arma. Por primera vez había comprendido por qué un soldado llegaba a sentir un vínculo con su espada.
El brillo del Poder parpadeó a todo lo largo de la línea de mujeres, como una hilera de linternas que se hubieran encendido. Egwene abrazó la Fuente y sintió el Poder Único fluir en ella como una cascada que al inundarla le hubiera abierto los ojos. El mundo se tornó más hermoso, y el olor a aceite en las armaduras y a hierba pisoteada se hizo más intenso.
En el abrazo del Saidar vislumbraba el indicio de los colores que la Sombra no quería que advirtieran. No todo el pasto estaba muerto; había pequeños rastros verdes donde las briznas de hierba se aferraban a la vida. Debajo había topillos; ahora percibía con facilidad las ondulaciones en la tierra. Comían raíces moribundas y luchaban por sobrevivir.
Con una amplia sonrisa, dirigió el Poder Único a través de la vara estriada. En aquel torrente se hallaba sobre un mar de fuerza y energía por el que se desplazaba en una embarcación solitaria, aprovechando el viento. Por fin los trollocs se pusieron en movimiento. En la carga se alzó un gran rugido acompañado por el golpeteo de armas, chasquidos de dientes, hedor y ojos que eran demasiado humanos. Quizá los Myrddraal habían visto a las Aes Sedai en primera línea y habían tomado la decisión de atacar y destruir a las encauzadoras humanas.
Las otras mujeres esperaron la señal de Egwene. No habían formado un círculo, ya que esa coligación funcionaba mejor para crear un chorro de Poder preciso y proyectado hacia un punto determinado. Lo cual no era el objetivo de ese día. El objetivo era destruir, simplemente.
Una vez que los trollocs se encontraron a mitad de camino de las colinas, Egwene dio inicio a la ofensiva. Siempre había sido fuerte en la Tierra, algo poco habitual, así que arremetió con el tejido más sencillo y destructivo. Lanzó hilos de Tierra a lo ancho de un extenso frente contra el suelo que pisaban los trollocs y después tiró hacia arriba. Con ayuda del sa’angreal de Vora, le costó tan poco esfuerzo y resultó tan fácil como lanzar un puñado de piedrecillas al aire.
Respondiendo a su señal, todas las mujeres de la fila crearon tejidos. El aire titiló con hilos relucientes. Puros torrentes de fuego, de tierra levantándose, de golpes de viento que lanzaban a los trollocs unos contra otros y los hacían trompicar y caer.
Los trollocs que Egwene había lanzado al aire se precipitaron al suelo, muchos de ellos sin piernas o sin pies. Hubo más huesos rotos y trollocs chillando de dolor cuando sus compañeros cayeron sobre ellos. Egwene dejó que la segunda línea tropezara con los caídos y después atacó de nuevo. Esta vez no se centró en la tierra, sino en el metal.
Metal en armaduras, en armas y en muñecas. Hizo añicos hachas y espadas, cotas y alguno que otro peto. Aquello lanzó los fragmentos metálicos a una velocidad mortífera. El aire enrojeció con las salpicaduras de sangre. Las siguientes filas intentaron frenar para evitar la rociada de fragmentos de metal, pero los que iban detrás llegaban con mucha velocidad para detenerse en seco. Así pues, empujaron a sus compañeros hacia la zona de muerte y los pisotearon.
Asimismo, Egwene acabó con la siguiente oleada mediante explosiones de metal. Era más trabajoso que reventar la tierra, pero también se hacía menos notoria la maniobra para las filas que iban detrás, por lo que podía seguir matándolos sin que se dieran cuenta de lo que hacían al empujar a los compañeros que marchaban delante.
Entonces Egwene retomó el tejido con el que provocaba un estallido de tierra. Tenía algo de estimulante utilizar el poder de las cosas en su estado original y urdir tejidos en sus formas más básicas. En ese momento —lisiando, destruyendo, ocasionando la muerte al enemigo— sintió que era una con la propia tierra. Sintió que estaba realizando un trabajo necesario, el trabajo que esa tierra anhelante había esperado largo tiempo que se hiciera. La Llaga, y los Engendros de la Sombra que generaba, eran una enfermedad. Una infección. Y ella —inflamada con el Poder Único, como un haz radiante de muerte y castigo— era el fuego cauterizador que la sanaría.
Los trollocs intentaban con todas sus fuerzas abrirse paso a pesar de los tejidos de las Aes Sedai, pero con ello sólo conseguían poner a más de los suyos al alcance de la Torre Blanca. Las Verdes, mostrándose a la altura de su reputación, soltaban tejido tras tejido de destrucción contra los trollocs, pero los otros Ajahs también lo hacían bien.
El suelo temblaba y el aire atronaba con los aullidos de los moribundos. Los cuerpos se desgarraban. La carne se carbonizaba. No pocos soldados de las primeras líneas vomitaron con la cruenta escena. Y las Aes Sedai seguían machacando filas de trollocs. Unas hermanas específicas buscaron a los Myrddraal, como se les había ordenado. La propia Egwene acabó con uno de ellos arrancándole la cabeza sin ojos con un tejido de Fuego y Aire. Cada Fado que mataban se llevaba consigo pelotones de trollocs vinculados a ellos.
Egwene redobló su ataque. Alcanzó una hilera con un tejido de explotar la tierra y a continuación arremetió con un tejido de Aire sobre los cuerpos que caían, empujándolos hacia el suelo sobre las filas que había detrás. Abrió agujeros en la tierra e hizo que explotaran piedras en el suelo. Masacró trollocs durante lo que le parecieron horas. Por fin, el contingente de Engendros de la Sombra se desmoronó y los trollocs retrocedieron a pesar del castigo de los Myrddraal. Egwene hizo una profunda inhalación —empezaba a sentirse desmadejada— y acabó con más Fados. Por último, también ellos huyeron lejos de las colinas.
Ella se tambaleó en la silla y bajó el sa’angreal. No sabía muy bien cuánto tiempo había pasado. Los soldados que estaban cerca miraban fijamente, con los ojos muy abiertos. Ese día no habían tenido que derramar sangre.
—Ha sido impresionante —manifestó Gawyn, que detuvo su caballo junto al de Egwene—. Era como si estuvieran atacando las murallas de una ciudad e intentaran acercar las escalas de asalto, sólo que sin haber murallas ni escalas.
—Volverán —dijo Egwene con cansancio—. Sólo hemos matado un pequeño porcentaje de su contingente.
Al día siguiente, o al otro a más tardar, volverían a intentarlo. Quizá con nuevas tácticas. Puede que lanzaran oleadas separadas de atacantes para hacer más difícil a las Aes Sedai matar a un gran número de una sola vez.
—Los hemos sorprendido —continuó Egwene—. Volverán con más fuerza la próxima vez. De momento, por esta noche, hemos aguantado.
—No sólo habéis aguantado, Egwene —le contestó Gawyn con una sonrisa—. Los habéis hecho huir. Que yo sepa, no ha habido ningún ejército que haya recibido semejante paliza.
El resto del ejército parecía estar de acuerdo con las afirmaciones de Gawyn, porque empezaron a lanzar vítores al tiempo que alzaban las armas. Egwene mantuvo controlada la fatiga y guardó la vara estriada. Cerca, otras Aes Sedai bajaron estatuillas, brazaletes, broches, anillos y varas. Habían vaciado el depósito de la Torre Blanca de todos los angreal y sa’angreal — los pocos que tenían— y los habían distribuido entre las hermanas que estarían en el frente del campo de batalla. Al final de cada día se recogerían para entregárselos a las mujeres encargadas de la Curación.
Las Aes Sedai hicieron dar media vuelta a los caballos y cabalgaron de regreso entre el ejército que no dejaba de vitorear. Por desgracia, el tiempo para lamentaciones también llegaría. Las Aes Sedai no podían luchar todas las batallas. Por ahora, sin embargo, Egwene estaba conforme con dejar que los soldados disfrutaran de la victoria, porque era de las mejores. De esas que no dejaban bajas en las propias filas.
—El lord Dragón y sus exploradores han empezado a hacer un reconocimiento de Shayol Ghul. —Bashere señaló hacia uno de los mapas sombreados—. Nuestra resistencia en Kandor y Shienar está obligando a la Sombra a desviar más y más tropas hacia esas batallas. Dentro de poco, las Tierras Malditas serán las más vacías, a excepción de una fuerza reducida de defensores. Entonces él podrá atacar con más facilidad.
Elayne asintió con un cabeceo. Percibía a Rand en alguna parte, en el fondo de la mente. Estaba preocupado por algo, aunque se encontraba demasiado lejos para captar algo más preciso. De vez en cuando él la visitaba en su campamento de Bosque de Braem, pero ahora se hallaba en otro de los frentes de batalla.
—La Amyrlin podrá aguantar en Kandor, habida cuenta del número de encauzadoras que tiene —prosiguió Bashere—. Ella no me preocupa.
—Pero sí estáis preocupado por los fronterizos —se adelantó Elayne.
El mariscal asintió con la cabeza.
—Quizá lord Mandragoran podría dar marcha atrás a la retirada si contara con más Aes Sedai o Asha’man —insinuó después Bashere.
De los que no podía prescindir ni de uno solo. Ella le había enviado algunas Aes Sedai del ejército de Egwene para ayudarlo con la retirada inicial, y había servido. Pero si ni siquiera Rand había conseguido repeler a los Señores del Espanto que estaban allí...
—Lord Agelmar sabrá qué hacer —dijo Elayne—. Si la Luz quiere, podrá alejar a los trollocs de las zonas más pobladas.
—Una retirada así —gruñó Bashere—, casi una derrota aplastante, por lo general no ofrece ocasiones de encauzar la trayectoria de la batalla. —Bashere señaló hacia el mapa de Shienar.
Elayne lo estudió con atención. La dirección que apuntaba el avance del enemigo indicaba que el camino de los trollocs no iba a evitar las tierras habitadas: Fal Dara, Mos Shirare, Fal Moran... Y, con los Señores del Espanto, las murallas de las ciudades no servirían de nada.
—Enviad a Lan y a los lores de Shienar una misiva —dijo en voz queda—, con órdenes de incendiar Fal Dara y Ankor Dail, así como Fal Moran y pueblos como Medo. De todos modos ya están quemando todas las granjas que pueden. Que saquen a la gente de las ciudades y evacuen a los civiles a Tar Valon.
—Qué pena —susurró Bashere.
—Es lo que hay que hacer, ¿verdad?
—Sí —admitió el mariscal.
Luz, qué desbarajuste.
«Bueno, ¿y qué esperabas? ¿Orden y simplicidad?»
Unos pasos en las hojas secas anunciaron la llegada de Talmanes con uno de sus comandantes. El cairhienino parecía estar irritado. Todo el mundo lo estaba. Una semana de batalla era sólo el principio, pero el entusiasmo de la lucha comenzaba a agotarse. Ahora venía el verdadero trabajo de la guerra. Días de combate o a la espera de combatir, noches pasadas con la espada a mano mientras se dormía.
Elayne había empezado por la mañana un millar de pasos más al sur, pero la retirada constante a través del bosque los había mantenido en movimiento, y su ubicación actual en el bosque era ideal. Había tres pequeños arroyos de fácil acceso, espacio para que acampara un gran número de tropas, y los árboles en lo alto de la colina hacían las veces de torres de vigilancia. Lástima que al día siguiente tuvieran que dejar aquel lugar.
—Los trollocs controlan todo el sector meridional del bosque —dijo Bashere, que se atusó el bigote con los nudillos—. Eluden los calveros. Eso significa que nuestra caballería no podrá operar con eficacia.
—Los dragones son prácticamente inútiles aquí, majestad —comentó Talmanes, tras entrar en la tienda—. Ahora que los trollocs no asoman el hocico por las calzadas nos cuesta mucho esfuerzo causarles algún daño. Es casi imposible maniobrar las cureñas de los dragones en el bosque. Y, cuando conseguimos hacer un disparo, derribamos más árboles que Engendros de la Sombra.
—¿Y qué hay de esos...? ¿Cómo los llama Aludra?
—¿Sus dientes de dragón? Es mejor munición —dijo Talmanes—. El dragón dispara un montón de trozos de metal, en lugar de una bola. Tiene una dispersión amplia y funciona relativamente bien dentro del bosque, pero insisto en que los dragones hacen tan poco daño que no merece la pena ponerlos en peligro para conseguir apenas nada.
—Creo que el bosque ya nos ha hecho todo el servicio que era posible —opinó Bashere mientras movía algunas marcas de trollocs en los mapas—. Hemos menguado sus efectivos, pero están aprendiendo, y ahora no salen de las frondas espesas e intentan rodearnos.
—¿Sugerencias?
—Retirarnos —contestó Bashere—. Dirigirnos hacia el este.
—¿Hacia el Erinin? No hay ningún puente tan al norte —argumentó Talmanes.
—Cierto —admitió Bashere—. Por eso imagino que sabéis lo que os voy a pedir. Tenéis una compañía de hombres que saben construir puentes. Enviadlos con algunos de vuestros dragones para protegerlos y haced que construyan puentes flotantes con balsas, justo al este de donde estamos. Los demás no andaremos muy lejos. El terreno abierto de allí dará a nuestra caballería y a los dragones la ocasión de hacer más daño. Podemos contar con el Erinin para frenar a los trollocs, sobre todo después de que prendamos fuego a los puentes. Unos cuantos dragones instalados allí deberían retrasar su avance. Continuaremos hacia el este, en dirección al Alguenya, y repetiremos el proceso. Entonces estaremos en la calzada que va a Cairhien. Nos encaminaremos hacia el norte y, cuando encontremos un sitio adecuado para plantarles cara, y creo que conozco justo ese sitio, pararemos y haremos frente a la Sombra con Cairhien a nuestra espalda.
—No pensaréis de verdad que tendremos que recorrer toda esa distancia —dijo Elayne.
Bashere miró el mapa con los ojos entrecerrados, como si viera a través del papel la tierra que representaba.
—Estamos armando mucho lío con esta batalla, pero no la controlamos —dijo en voz muy baja—. Vamos cabalgando en ella como lo haría un hombre a lomos de una montura desbocada. No sé cuándo dejará de galopar. La desviaré, la dirigiré hacia matorrales de espinos. Pero no puedo pararla. No mientras no dejen de venir trollocs.
Elayne frunció la frente. No podía permitirse una retirada interminable; tenía que derrotar a esos Engendros de la Sombra tan pronto y de forma tan rotunda como fuera posible para poder agrupar los efectivos que le quedaran con los ejércitos de Lan y de Egwene a fin de forzar la retirada de las invasiones por el norte.
Ésa sería la única forma de vencer. De otro modo, daría igual lo que Rand fuera capaz de hacer contra el Oscuro.
Luz, qué desbarajuste.
—Adelante —ordenó.
Perrin se apoyó el martillo en el hombro y escuchó las órdenes de Elayne que el sudoroso y joven mensajero le transmitía. Una brisa suave sopló entre las ramas del bosque que tenía detrás. Allí combatían los Ogier. Le había preocupado que se negaran a poner en peligro los árboles, pero su modo de luchar... Luz, Perrin no había visto nunca ferocidad que igualara a la de los Ogier.
—Estas tácticas no son malas —dijo Tam al leer las órdenes—. La reina tiene buena cabeza para el arte de la guerra.
Perrin despidió con un gesto de la mano al mensajero; pasó junto a Galad y varios de sus comandantes Capas Blancas que conferenciaban cerca.
—Se deja aconsejar por quienes saben de tácticas —contestó Perrin—, y no interfiere.
—A eso me refería, muchacho —repuso Tam con una sonrisa—. Tener el mando no es haber de decir siempre a la gente lo que debe hacer. A veces se trata de saber cuándo apartarse para dar paso a la gente que sabe lo que hace.
—Sabias palabras, Tam. —Perrin se volvió hacia el norte—. Te sugiero que las sigas, ya que ahora eres tú quien tiene el mando.
Perrin veía a Rand. Los colores se arremolinaron. Rand hablaba con Moraine en una cumbre rocosa e inhóspita que le era desconocida. Estaban casi listos para la invasión de Shayol Ghul. Perrin notó que el tirón hacia Rand se hacía más fuerte. Rand iba a necesitarlo al cabo de poco.
—Perrin, ¿qué tontería es ésa de tener el mando? —preguntó Tam.
—Tú diriges nuestras fuerzas, Tam. Los hombres trabajan juntos ahora; deja que Arganda, Gallenne y Galad te ayuden.
A corta distancia, Grady tenía abierto un acceso a través del cual empezaban a trasladar a los heridos de las escaramuzas más recientes para la Curación. Berelain dirigía el hospital que se abría al otro lado, instalado por el Ajah Amarillo en Mayene. El aire que llegaba del otro lado era cálido.
—No sé si me harán caso, Perrin —adujo Tam—. Sólo soy un granjero.
—Pues bien que te han hecho caso antes.
—Eso es porque viajábamos por territorio agreste —comentó Tam—. Y tú siempre andabas cerca. Respondían a mis órdenes a través de tu autoridad. —Se frotó el mentón—. Tengo la sensación, por la forma en que miras hacia el norte, de que no tienes intención de permanecer aquí mucho más tiempo.
—Rand me necesita —dijo con suavidad Perrin—. Así me abrase, Tam, detesto no poder hacerlo, pero me es imposible combatir a vuestro lado aquí, en Andor. Rand ha de tener alguien que le guarde las espaldas, y... En fin, he de hacerlo yo. De algún modo lo sé.
Tam asintió con la cabeza.
—Vayamos a hablar con Arganda o Gallenne para decirles que tienen el mando de nuestros hombres —le dijo a Perrin—. De todos modos, la reina Elayne da casi todas las órdenes, y...
—¡Hombres! —gritó Perrin hacia los soldados agrupados.
Arganda consultaba algo con Gallenne y ambos se volvieron hacia él, al igual que los miembros de la Guardia del Lobo que se encontraban cerca, y también Galad y sus Capas Blancas. El joven Bornhald observaba a Perrin con gesto sombrío. Últimamente, ése cada vez actuaba de un modo más imprevisible. Quisiera la Luz que Galad hubiera conseguido que no tocara el brandy.
—¿Todos aceptáis mi autoridad como otorgada por la corona de Andor? —les preguntó Perrin.
—Por supuesto, lord Ojos Dorados —respondió Arganda—. Creía que eso estaba demostrado.
—Yo, en virtud de mi derecho, otorgo a Tam al’Thor el título de lord —declaró Perrin—. Lo proclamo administrador de Dos Ríos en nombre de su hijo, el Dragón Renacido. Está investido de toda mi autoridad, que es la autoridad del propio Dragón. Si no sobrevivo a esta batalla, Tam es mi sucesor.
El silencio se apoderó del campamento. Luego, los hombres asintieron con la cabeza y varios saludaron a Tam. Éste dejó escapar un gemido tan quedo que Perrin no creía que cualquiera de los otros lo hubiera oído.
—¿Es demasiado tarde para llevarte ante el Círculo de Mujeres y que te den una charla? —preguntó Tam—. ¿Quizás una buena tunda en el trasero y una semana de acarrear agua para la viuda al’Thon?
—Lo siento, Tam. Neald, intenta abrir un acceso a la Torre Negra.
El joven Asha’man adoptó una expresión concentrada.
—Todavía no funciona, lord Ojos Dorados —dijo, tras intentarlo sin éxito.
Perrin sacudió la cabeza. Sabía por los informes del campo de batalla de Lan que miembros de la Torre Negra combatían por la Sombra. Algo había ocurrido allí, algo terrible.
—Bien, pues entonces, a Merrilor —dijo Perrin.
Neald asintió con la cabeza y se concentró.
Mientras el Asha’man hacía su trabajo, Perrin se volvió hacia los hombres.
—Detesto tener que dejaros, pero noto esa llamada que tira de mí hacia el norte. He de ir con Rand, y no hay más que decir. Intentaré volver. Si no puedo... En fin, quiero que sepáis que me siento orgulloso de vosotros. De todos. Seréis bien recibidos en mi hogar cuando todo esto haya acabado. Abriremos uno o dos barriles del mejor brandy de maese al’Vere. Recordaremos a los que hayan caído y contaremos a nuestros hijos lo que vivimos cuando las nubes se tornaron negras y el mundo empezó a morir. Les explicaremos que plantamos cara, codo con codo, y así no hubo resquicio por el que la Sombra pudiera filtrarse.
Alzó Mah’alleinir hacia ellos y aceptó sus vítores. No porque los mereciera, sino porque ellos sí que eran dignos de alabanza.
Neald abrió un acceso. Perrin echó a andar hacia él, pero se detuvo cuando alguien lo llamó. Frunció el entrecejo al ver a Dain Bornhald que se acercaba presuroso hacia él.
Perrin apoyó la mano en el martillo, receloso. Ese hombre le había salvado la vida luchando contra los trollocs y contra un compañero Capa Blanca, pero se daba cuenta de que despertaba aversión en él. Puede que no lo creyera responsable de la muerte de su padre, pero eso no significaba que Perrin le cayera bien, o que lo soportara siquiera.
—Querría hablar contigo un momento, Aybara —dijo Bornhald al tiempo que echaba una ojeada a Gaul, que se encontraba cerca—. En privado.
Con un gesto de la mano, Perrin indicó a Gaul que se alejara. El Aiel, aunque de mala gana, lo hizo. Perrin se apartó con Bornhald del acceso abierto.
—¿De qué se trata? Si es por tu padre...
—Luz, déjame hablar —dijo; apartó la mirada—. No quiero decir esto. Detesto tener que decirlo. Pero tienes que saberlo. Así me abrase la Luz, tienes que saberlo.
—¿Saber qué?
—Aybara —empezó de nuevo Bornhald, que hizo una profunda inhalación—, no fueron trollocs los que mataron a tu familia.
Perrin se estremeció con una sensación mezcla de sorpresa y conmoción.
—Lo siento —se disculpó Bornhald, que de nuevo desvió los ojos—. Fue Ordeith. Tu padre lo insultó. Despedazó a la familia y echamos la culpa a los trollocs. Yo no los maté, pero tampoco dije lo que había ocurrido. Había tanta sangre...
—¿Qué? —Perrin asió al Capa Blanca por el hombro—. Pero si dijeron... Me refiero a... —¡Luz, ya había pasado por esto y lo había dejado atrás!
La expresión en los ojos de Bornhald cuando se encontraron con los de Perrin hizo que todo emergiera de nuevo. El dolor, el horror, la pérdida, la furia. Asió la muñeca de Perrin y le apartó la mano de un tirón.
—Sé que es un mal momento para contarte esto —continuó Bornhald—. Pero no podía seguir guardándolo en secreto. Es que... Podemos morir. Luz, es posible que todos muramos. Tenía que hablar, tenía que contártelo.
Se apartó con brusquedad y regresó junto a los otros Capas Blancas, alicaído. Perrin se quedó quieto en el mismo sitio mientras todo su mundo se desmoronaba.
Después volvió a rehacerlo. Ya se había enfrentado a eso; había llorado a su familia. Ya había pasado, había quedado atrás.
Podía seguir adelante y lo haría. Pero Ordeith... Padan Fain... Eso no hacía sino aumentar los horribles crímenes de ese hombre. Él se ocuparía de que pagara por ello de un modo u otro.
Se acercaba al acceso para Viajar y buscar a Rand, cuando Gaul se reunió con él.
—Voy a un lugar al que tú no puedes ir, amigo mío —dijo en voz queda Perrin; el dolor empezaba a disminuir—. Lo siento.
—Vas a ir al sueño dentro de otro sueño —declaró Gaul, que a continuación bostezó—. Resulta que estoy cansado.
—Pero...
—Voy contigo, Perrin Aybara. Mátame si no quieres que te acompañe.
Perrin no se atrevió a presionarlo más, así que accedió con un cabeceo.
Echó una ojeada atrás y volvió a levantar el martillo. En ese momento captó un atisbo a través del otro acceso, el que conducía a Mayene y que Grady mantenía abierto. Al otro lado, dos figuras vestidas de blanco observaban a Gaul. Éste alzó una lanza hacia ellas. ¿Qué sería para dos guerreras tener que quedarse al margen durante el transcurso de la Última Batalla? Quizá Rand tendría que haber intentado que los gai’shain quedaran liberados de sus juramentos durante unas cuantas semanas.
En fin, era probable que hacer tal cosa le hubiera granjeado la enemistad del primero al último de los Aiel. Que la Luz protegiera al habitante de las tierras húmedas que se atreviera a tratar de alterar o forzar el ji’e’toh.
Perrin agachó la cabeza para cruzar el acceso y salió a la zona de Viaje de Campo de Merrilor. Desde allí, Gaul y él se aprovisionaron de suficientes víveres y agua para un largo viaje, tanto como se atrevieron a cargar.
Perrin empleó gran parte de la media hora que estuvieron allí en convencer al Asha’man de Rand para que le dijera adónde había ido su cabecilla. Por fin, el renuente Naeff abrió un acceso para los dos. Dejaron Merrilor atrás y salieron a lo que parecía ser la Llaga. Sólo que las rocas estaban frías.
El aire olía a muerte, a desolación. La fetidez sorprendió a Perrin y pasaron minutos antes de que fuera capaz de distinguir otros efluvios diferentes de aquel hedor. Vio a Rand un poco más adelante, al borde de una ladera arriscada, con los brazos a la espalda. Un grupo de consejeros, comandantes y guardias —incluidas Moraine, Aviendha y Cadsuane— permanecía detrás de él. En ese momento, sin embargo, Rand se encontraba solo al borde de la cresta.
Distante, delante de ellos, se alzaba el pico de Shayol Ghul. Perrin tuvo un escalofrío. Estaba lejos, si bien para Perrin era inequívoca la determinación en la expresión de Rand mientras contemplaba el pico.
—Luz —dijo Perrin—. ¿Ha llegado el momento?
—No —susurró Rand—. Sólo es una prueba para comprobar si él me percibe.
—¿Perrin? —inquirió sorprendida Nynaeve desde la ladera, a su espalda.
Se notaba que había estado hablando con Moraine y, por una vez, en su efluvio no se advertía un punto de resentimiento. Algo había ocurrido entre esas dos mujeres.
—Sólo lo necesito un momento —dijo Perrin mientras subía para reunirse con Rand al borde del risco.
Allí había algunos Aiel, y Perrin no quería que ellos, sobre todo alguna Sabia, oyera lo que iba a pedirle a Rand.
—Tienes un momento y más, Perrin —dijo Rand—. Es mucho lo que te debo. ¿Qué quieres?
—Bueno...
Perrin miró de reojo hacia atrás, a Moraine y a Nynaeve. ¿Esas dos serían capaces de intentar detenerlo? Probablemente. Las mujeres siempre trataban de impedir que un hombre hiciera lo que debía, como si les preocupara que se rompiera el cuello. Daba igual si era la Última Batalla.
—Dime, Perrin —lo animó Rand.
—Rand, necesito entrar en el Sueño del Lobo.
—¿En el Tel’aran’rhiod? Perrin, ignoro lo que haces allí, no me has contado casi nada. Imaginé que sabías cómo...
—Sé cómo entrar allí de una forma —lo interrumpió en un susurro, para que las Sabias y los otros que había detrás no lo oyeran—. El modo sencillo. Necesito algo distinto. Tú sabes cosas, recuerdas cosas. ¿Hay algo en ese centenario cerebro tuyo que recuerde cómo entrar en el Mundo de los Sueños en carne y hueso?
Rand se puso muy serio.
—Es peligroso lo que me pides —objetó.
—¿Tanto como lo que estás tú a punto de hacer?
—Quizá. —Rand frunció el entrecejo—. Si lo hubiera sabido entonces, cuando... En fin, digamos que habría algunos que dirían que lo que pides es muy, muy maligno.
—No lo es, Rand —argumentó Perrin—. Sé cuando algo es malo por el olor. Esto no es maligno. Es, simple y llanamente, estúpido.
—¿Y aun así me lo pides? —sonrió Rand.
—Ya no quedan buenas opciones, Rand. Más vale hacer algo desesperado que no hacer nada.
Rand no contestó.
—Mira —añadió Perrin—, hemos hablado de la Torre Negra varias veces. Sé que ese asunto te preocupa.
—Tendré que ir allí. —La expresión de Rand se había ensombrecido—. Y, sin embargo, salta a la vista que es una trampa.
—Creo que sé, en parte, qué tiene la culpa de lo que ocurre. Hay alguien a quien he de enfrentarme y no puedo derrotarlo si no lo hago en igualdad de condiciones. Allí, en el sueño.
—La Rueda gira según sus designios —musitó Rand al tiempo que asentía despacio con la cabeza—. Tendremos que salir de las Tierras Malditas. No se debe entrar en el sueño desde...
Dejó la frase en el aire y entonces hizo algo para crear un tejido. Se abrió un acceso a su lado. Tenía algo que lo hacía diferente de los accesos normales.
—Ya entiendo —dijo Rand—. Los mundos se están aproximando, comprimiéndose. Lo que otrora estuvo separado, ya no lo está. Este acceso te conducirá al sueño. Ten cuidado, Perrin. Si mueres en ese sitio estando físicamente en él, puede tener... consecuencias trascendentes. A lo que te enfrentas podría ser peor que la propia muerte. Sobre todo ahora, en este momento.
—Lo sé. Me hará falta contar con una salida. ¿Podrías encargar a uno de tus Asha’man que hiciera uno de estos accesos una vez al día, al amanecer? Digamos, en... ¿la zona de Viaje de Merrilor?
—Es peligroso —susurró Rand—. Pero lo haré.
Perrin inclinó la cabeza en un gesto de agradecimiento.
—Si la Luz quiere, volveremos a vernos —añadió Rand, que le tendió la mano—. Cuida de Mat. Para ser sincero, no estoy seguro de lo que intenta hacer, pero tengo el presentimiento de que será peligroso en extremo para todos los involucrados.
—Al contrario que nosotros —bromeó Perrin, que asió por el antebrazo a Rand—. A ti y a mí se nos ha dado mucho mejor ir por caminos seguros.
—Que la Luz te proteja, Perrin Aybara —dijo Rand con una sonrisa.
—Y a ti, Rand al’Thor.
Perrin vaciló, y entonces se dio cuenta de lo que pasaba. Se estaban despidiendo. Dio un abrazo a Rand y luego miró a Nynaeve y a Moraine.
—Vosotras dos, cuidad de él —dijo Perrin al tiempo que rompía el abrazo—. ¿Me habéis oído?
—Oh, ¿así que quieres que cuide de Rand ahora? —replicó Nynaeve, puesta en jarras—. Creo que nunca he dejado de hacerlo, Perrin Aybara. No creas que no os he oído cuchichear a los dos. Vas a hacer algo estúpido, ¿verdad?
—Es lo que hago siempre —repuso Perrin, que alzó una mano para despedirse de Thom—. Gaul, ¿estás seguro de que quieres venir conmigo?
—Lo estoy —afirmó el Aiel, que desató sus lanzas y escudriñó a través del acceso abierto por Rand.
Sin más, tras cargar cada cual con un pesado fardo, entraron en el Mundo de los Sueños.