11 Sólo un mercenario más

Soy consciente de que ha habido... desacuerdos entre nosotras en el pasado —dijo Adelorna Bastine, que cabalgaba al lado de Egwene a través del campamento. Era una mujer delgada, de aspecto regio; los ojos rasgados y el cabello oscuro revelaban su procedencia saldaenina—. Lamentaría que nos hubieseis considerado enemigas.

—No lo hice —repuso Egwene con cautela—. Ni lo hago.

No preguntó a qué se refería Adelorna al utilizar ese plural. Era Verde, y Egwene había sospechado durante un tiempo que era Capitán General, nombre que las Verdes daban a la cabeza de su Ajah.

—Eso está bien. Algunas mujeres del Ajah se han comportado de un modo absurdo. Se las ha... puesto al corriente sobre sus equivocaciones. No encontraréis más resistencia entre quienes deberían haberos apreciado más que nadie, madre. Pasara lo que pasara, dejémoslo atrás.

—Sí, dejémoslo —se mostró de acuerdo Egwene.

«Ahora, después de todo lo ocurrido, ¿las Verdes intentan que actúe como si hubiese pertenecido a su Ajah?», pensó, divertida.

Bien, pues, se valdría de ellas. Había temido que su relación con ese Ajah no tuviera arreglo. Elegir a Silviana como su Guardiana había tenido por resultado que muchas decidieran tratarla como a una enemiga. Egwene había oído rumores respecto a que muchas pensaban que habría elegido el Rojo como su Ajah a despecho de que, además de tener Guardián, también se había casado con él.

—Si no es indiscreción, ¿se debe a algún incidente en particular el que se haya... tendido este puente para salvar nuestras diferencias?

—Hay quienes ignoran deliberadamente lo que hicisteis durante la invasión seanchan, madre —dijo Adelorna—. Demostrasteis tener el espíritu de una guerrera. De un general. Eso es algo de lo que el Ajah Verde no puede hacer caso omiso. De hecho, debemos tomarlo como un ejemplo. Así se ha decidido y así lo han resuelto quienes dirigen el Ajah.

La implicación era obvia. Adelorna era la cabeza del Ajah Verde. Decirlo abiertamente no sería apropiado, pero facilitar a Egwene esa información daba la medida de su confianza y respeto.

«Si hubieseis ascendido desde nuestro Ajah —quería decir aquello—, habríais sabido quién lo dirige. Habríais sabido nuestros secretos. Ahora os entrego esos conocimientos.» También había un fondo de gratitud. Egwene había salvado la vida a Adelorna durante el asalto seanchan a la Torre Blanca.

La Amyrlin no pertenecía a ningún Ajah y, de hecho, Egwene era el mejor ejemplo de ello, más que cualquiera de sus predecesoras en el cargo, porque nunca había llegado a formar parte de ninguno de ellos. Con todo, ese gesto de Adelorna era conmovedor. Puso la mano en el brazo de la Verde en un gesto de agradecimiento y después le dio permiso para marcharse.

Gawyn, Silviana y Leilwin se habían apartado a un lado, como Egwene les había mandado después de que Adelorna le pidiera sostener una conversación en privado. Esa seanchan... Egwene vacilaba entre mantenerla cerca para vigilarla o mandarla lejos, muy lejos.

Al final resultó que la información de Leilwin sobre los seanchan había sido útil. Hasta donde ella podía juzgar, Leilwin le había dicho la verdad. De momento, la mantendría cerca, aunque sólo fuera por la frecuencia con que se le ocurrían nuevas preguntas sobre los seanchan. Leilwin actuaba más como una guardia personal que como una prisionera. Como si ella pudiera confiar su seguridad a una seanchan, nada menos. Egwene meneó la cabeza y siguió cabalgando entre las tiendas y las hogueras del ejército. La mayoría estaban vacías, ya que Bryne tenía a los hombres en formación de combate porque esperaba que los trollocs llegaran en el transcurso de una hora.

Egwene encontró a Bryne organizando sus mapas y documentos con aire tranquilo en una tienda próxima al centro del campamento. Yukiri estaba allí, cruzada de brazos. Egwene desmontó y entró en la tienda. Bryne alzó la vista con brusquedad.

—¡Madre! —exclamó el hombre de un modo que la hizo pararse en seco.

Bajó la vista al suelo. Había un agujero en la lona del piso de la tienda, y había estado a punto de pisar en él.

Era un acceso. El otro lado parecía estar abierto en el aire y desde allí arriba se divisaba el ejército trolloc que cruzaba las colinas. Durante la última semana habían tenido lugar muchas escaramuzas, y los arqueros y los jinetes habían hecho una escabechina con los trollocs que marchaban en bloque hacia las colinas y la frontera con Arafel.

Egwene observó a través de aquel acceso del suelo. Estaba muy alto, fuera del alcance de tiro de los arcos, pero mirar a los trollocs a través de aquel agujero le producía vértigo.

—No sé si considerar esto brillante o increíblemente temerario —le dijo a Bryne.

Él sonrió y volvió a sus mapas.

—Ganar guerras tiene mucho que ver con la información, madre —le contestó a Egwene—. Si vemos exactamente lo que están haciendo, como por ejemplo por dónde intentan rodearnos y cómo les llegan fuerzas de reserva, podemos prepararnos. Esto es mejor que vigilar desde una atalaya. Debería habérseme ocurrido hace muchísimo tiempo.

—La Sombra cuenta con Señores del Espanto que encauzan, general —dijo Egwene—. Atisbar por este acceso podría conduciros a morir carbonizado. Eso sin contar con los Draghkar. Si una bandada de esos seres entrara volando a través de este agujero...

—Los Draghkar son Engendros de la Sombra, y tengo entendido que morirían si pasan a través de un acceso —argumentó Bryne.

—Supongo que tenéis razón —admitió Egwene—, pero entonces os encontraríais con una bandada de Draghkar muertos aquí dentro. En cualquier caso, los encauzadores pueden atacar a través del acceso.

—Correré el riesgo. La ventaja que ofrece es increíble.

—Con todo, preferiría que utilizaseis exploradores que vigilaran a través del acceso, en lugar de hacerlo vos —insistió Egwene—. Sois un integrante muy importante para nuestros ejércitos, uno de los más valiosos. Es imposible evitar los riesgos, pero procurad reducirlos al máximo, por favor.

—Sí, madre.

Egwene examinó los tejidos y después miró a Yukiri.

—Me ofrecí voluntaria, madre —dijo la mujer antes de que Egwene tuviera ocasión de preguntar por qué una Asentada acababa realizando un simple servicio de accesos—. Nos mandó llamar para preguntar si crear un acceso como éste, horizontal en lugar de vertical, era posible. Me pareció una incógnita interesante.

A Egwene no le sorprendió que hubiera enviado el recado a las Grises. Entre ellas empezaba a afianzarse la idea de que, igual que las Amarillas se especializaban en tejidos de Curación y las Verdes en tejidos de batalla, las Grises deberían hacerlo en tejidos de Viaje. Por lo visto consideraban que Viajar era parte de su vocación como mediadoras y embajadoras.

—¿Puedes mostrarme nuestras líneas? —pidió Egwene.

—Desde luego, madre.

Yukiri cerró el acceso y abrió otro para que Egwene contemplara desde arriba las líneas de batalla de su ejército mientras formaban en posiciones defensivas en las colinas.

En verdad esto era más eficaz que los mapas. Ningún mapa podía trasladar completamente la configuración del terreno o el modo en que se desplazaban las tropas. Egwene tenía la sensación de estar mirando una réplica exacta del paisaje en miniatura.

De repente la asaltó el vértigo. Se encontraba de pie al borde de una caída de centenares de pies. La cabeza le dio vueltas y retrocedió un paso al tiempo que hacía una profunda inhalación.

—Hay que poner una cuerda alrededor de esto —dijo—. Alguien podría pisar fuera del borde.

«O precipitarse de cabeza al vacío mientras observa», pensó.

—Envié a Siuan a buscar algo así —se mostró de acuerdo Bryne. Entonces vaciló—. Aunque no le hizo ninguna gracia que se lo encargara a ella, de modo que es posible que regrese con algo inservible por completo.

—No dejo de darle vueltas al asunto —intervino Yukiri—. ¿No habría un modo de crear un acceso como éste, pero haciéndolo de forma que sólo dejara pasar la luz a través? Como una ventana. Uno podría estar de pie encima y mirar hacia abajo sin miedo a caer a través de ella. Con los tejidos adecuados, podría hacerse de forma que fuera invisible desde el otro lado...

«¿De pie en ella? Luz. Tendría que estar loco quien lo hiciera.»

—Lord Bryne, vuestras líneas defensivas parecen muy sólidas —dijo Egwene.

—Gracias, madre.

—También tienen ciertas deficiencias.

Bryne alzó la cabeza de los mapas. Otros hombres habrían reaccionado mal a la crítica, pero él no lo hizo. Quizá se debía a la larga práctica de vérselas con Morgase.

—¿Cómo es eso? —preguntó.

—Habéis situado a las tropas en la formación habitual —adujo Egwene—. Los arqueros delante y en las colinas, para frenar el avance del enemigo. La caballería pesada para cargar, golpear y, a continuación, retirarse. Piqueros para mantener la posición, caballería ligera para proteger nuestros flancos y evitar que nos rodeen.

—Las estrategias de batalla más fiables a menudo son aquellas que han demostrado su eficacia con el paso del tiempo —comentó Bryne—. Tendremos un gran contingente, con todos esos Juramentados del Dragón, pero aun así nos siguen superando mucho en número. No podemos ser más agresivos de lo que hemos sido aquí.

—Sí, claro que podéis —lo contradijo Egwene con calma. Le sostuvo la mirada—. Esta batalla no se parece a ninguna de las que hayáis dirigido hasta ahora, general. Disponéis de una gran ventaja que no estáis teniendo en cuenta.

—¿Os referís a las Aes Sedai?

«Pues claro que me refiero a ellas, puñetas», pensó. Luz, había pasado demasiado tiempo con Elayne.

—Sí os he tenido en cuenta, madre —contestó Bryne—. Mi plan es que las Aes Sedai sean un cuerpo de reserva que ayude a las compañías en la retirada para poder rotar turnos de tropas descansadas.

—Con todo respeto, lord Bryne, acepto que vuestros planes son sensatos y, por supuesto, algunas de las Aes Sedai deberían encargarse de esa tarea. No obstante, la Torre Blanca no se ha preparado y entrenado durante miles de años para quedarse al margen de la Última Batalla como un cuerpo de reserva —replicó, poniendo énfasis a lo último.

Bryne asintió con la cabeza y extrajo un puñado de documentos que había debajo de todo el montón.

—He considerado otras posibilidades más... dinámicas, pero no quería extralimitarme en mis atribuciones. —Le tendió los documentos.

Egwene les echó una ojeada y enarcó una ceja. Luego sonrió.


Mat no recordaba haber visto nunca tantos gitanos alrededor de Ebou Dar. Carretas pintadas en tonos llamativos crecían como setas de colores vivos en un campo, por lo demás, pardo. Eran tan numerosas que habrían bastado para crear una puñetera ciudad. ¿Una ciudad de gitanos? Eso sería como... Como una ciudad de Aiel. Tan fuera de lugar la una como la otra.

Taconeó a Puntos para ponerlo al trote. Claro que, en realidad, había una ciudad Aiel; así que, tal vez, algún día también habría una ciudad Tuatha’an. Comprarían todos los tintes de colores vivos y todas las demás personas del mundo tendrían que vestir de marrón. No habría peleas en la ciudad, así que sería aburrida hasta el hartazgo. ¡Pero tampoco habría una sola cacerola con un puñetero agujero en el culo en un radio de treinta leguas!

Mat sonrió y dio unas palmaditas a Puntos. Había tapado la ashandarei lo mejor posible para que pareciera un simple bastón de caminante atado con una correa al costado del caballo. Dentro del fardo que llevaba colgado en las alforjas iba su sombrero, junto con todas sus chaquetas bonitas. A la que llevaba puesta le había quitado las puntillas. Una lástima, pero no quería que alguien lo reconociera.

Se había enrollado a la cabeza una venda de forma que le tapaba la cuenca del ojo que le faltaba. A medida que se aproximaba a la puerta de Dal Eira, se puso en fila junto a las otras personas que esperaban recibir permiso para entrar. Tenía que hacerse pasar por un mercenario más que estaba herido e iba a la ciudad en busca de refugio o tal vez de trabajo.

Se aseguró de ir agachado en la silla. Mantener la cabeza baja: un buen consejo en el campo de batalla y cuando uno entraba en una ciudad donde la gente lo conocía. Allí no podía ser Matrim Cauthon. Matrim Cauthon había dejado a la reina de esa ciudad atada, y había acabado asesinada. Muchos sospecharían que él era el asesino. Luz, hasta él habría sospechado de sí mismo. Beslan lo odiaría, y a saber qué sentiría Tuon por él, ahora que llevaban un tiempo separados.

Sí, más valía permanecer callado y con la cabeza agachada. Cuando llegara a la puerta, tantearía el terreno para saber dónde se metía. Es decir, si es que alguna vez llegaba al principio de esa condenada fila. ¿Desde cuándo había que hacer cola para entrar en una ciudad?

Por fin llegó a la puerta. El aburrido soldado que estaba de guardia tenía una jeta tan fea que parecía que le hubieran atizado con una pala, además de llevarla pringada de tierra; mejor habría estado encerrado bajo llave dentro de un cobertizo. Miró a Mat de arriba abajo.

—¿Has prestado los juramentos, viajero? —preguntó el guardia con el cansino acento seanchan, arrastrando las palabras.

Al otro lado de la puerta, un soldado distinto indicó a la siguiente persona en la fila, con un movimiento de la mano, que se acercara.

—Sí, claro que los he prestado —contestó Mat—. Presté los juramentos al gran imperio seanchan y a la propia emperatriz, así viva para siempre. Soy un pobre mercenario que está de viaje, y en otro tiempo fui servidor de la casa Haak, una familia noble de Murandy. Perdí el ojo en un enfrentamiento con bandidos en el Bosque Cha-Valitas, hace dos años, al proteger a una chiquilla que encontré abandonada en la espesura. La crié como si fuera hija mía, pero...

El soldado le hizo un gesto con la mano para que se marchara. Parecía que ese tipo no había prestado la menor atención. Mat consideró la posibilidad de no moverse del sitio por principio. ¿Por qué esos soldados obligaban a la gente a hacer una cola tan larga que le daba tiempo a inventar una historia como tapadera para después no oírla siquiera? Eso podía ofender a un hombre, aunque no a Matrim Cauthon, que siempre estaba de buen talante y nunca se enfadaba. Pero habría otros que sí, seguro.

Refrenando la irritación, siguió adelante. Bien, sólo tenía que llegar a la taberna adecuada. Lástima que el establecimiento de Setalle hubiera dejado de ser una opción válida. Eso tenía...

Mat se quedó rígido en la silla, aunque Puntos continuó avanzando sin prisa, a su paso. Mat acababa de echar una rápida ojeada al otro guardia de la puerta. ¡Era Petro, el hombre forzudo del espectáculo ambulante de Valan Luca!

Mat miró hacia otro lado y volvió a sentarse inclinado en la silla, tras lo cual lanzó un vistazo rápido por encima del hombro. Y tanto que era Petro. Esos brazos largos y ese cuello grueso como un tronco de árbol eran inconfundibles. Petro no era un hombre alto, pero sí tan ancho que un ejército entero habría podido cobijarse a su sombra. ¿Qué hacía de vuelta en Ebou Dar? ¿Por qué llevaba un uniforme seanchan? Mat estuvo a punto de dar media vuelta para hablar con él, ya que siempre habían mantenido un trato amistoso, pero el uniforme seanchan hizo que se lo replanteara.

En fin, al menos su suerte no lo había abandonado. Si le hubiera tocado con Petro en lugar del guardia con el que había hablado, lo habría reconocido, seguro. Mat soltó la respiración que había estado conteniendo y desmontó para llevar a Puntos por las riendas. La ciudad estaba abarrotada y no quería que el caballo empujara a alguien y lo tirara. Además, Puntos llevaba bastantes bultos para que pareciera un caballo de carga... Para el ojo inexperto de quien no supiera nada de caballos, se entiende. Asimismo, si iba a pie tal vez llamaría menos la atención.

Quizá tendría que haber empezado a buscar en una taberna del Rahad. Allí siempre era fácil enterarse de los rumores que corrían, aparte de ser un sitio donde se jugaba a los dados. También era el lugar donde sería más fácil acabar con un cuchillo clavado en las tripas, y eso ya era mucho decir en Ebou Dar. En el Rahad la gente tenía tanta propensión a sacar los cuchillos y empezar a matarse, como a dar los buenos días por la mañana.

No fue al Rahad. Ahora le parecía diferente. Había soldados apostados en la entrada. Generaciones de sucesivos dirigentes de Ebou Dar habían permitido que los problemas en el barrio del Rahad fueran a peor, sin intervenir, pero los seanchan no eran de la misma opinión.

Mat les deseó suerte. El Rahad había rechazado todas las invasiones hasta entonces. Luz. Rand debería haberse escondido allí, en lugar de ir a luchar en la Última Batalla. Los trollocs y los Amigos Siniestros habrían ido a darle caza allí, y el Rahad los habría dejado a todos inconscientes en un callejón, con los bolsillos vueltos del revés y los zapatos vendidos por cuatro cobres. Mat captó un fugaz atisbo de Rand afeitándose, pero rechazó la imagen con contundencia.

Se fue abriendo camino con el hombro por un atestado puente que cruzaba un canal, sin perder de vista las alforjas pero, hasta el momento, ni un solo cortabolsas había hecho intención de arramblar con ellas. Con una patrulla seanchan en cada esquina, para Mat quedaba claro el porqué. Mientras se cruzaba con un hombre que pregonaba las noticias del día, un tipo con indicios de estar al tanto de los rumores y compartirlos a cambio de un poco de dinero, Mat se sorprendió a sí mismo sonriendo. Le sorprendía lo familiar que le resultaba esa ciudad, incluso lo cómodo que se sentía en ella. Le había gustado vivir allí. Aunque guardaba un vago recuerdo de haber protestado por tener ganas de irse —probablemente después de que se le viniera encima la pared, ya que Matrim Cauthon no era de los que protestaban cada dos por tres—, ahora se daba cuenta de que el tiempo pasado en Ebou Dar estaba entre las mejores épocas de su vida. Había partidas de cartas y de dados a montones en esa ciudad.

Tylin. Qué puñetas, ése sí que había sido un juego divertido. Ella siempre había sabido sacar lo mejor de él, una y otra vez. Ojalá que la Luz pusiera en su camino montones de mujeres que supieran hacer eso, aunque no en una rápida sucesión, y siempre y cuando él supiera dónde estaba la puerta de atrás. Tuon era una de ellas. Ahora que lo pensaba, era muy probable que nunca necesitara otra. Era de armas tomar, y a un hombre le bastaba y le sobraba con ella. Sonrió de nuevo y le dio palmaditas en el cuello a Puntos. En justa correspondencia, el caballo resopló a Mat en el cogote.

Era curioso que ese sitio le pareciera más su hogar que Dos Ríos. Sí, los ebudarianos eran susceptibles, pero en todas partes cocían habas. De hecho, cuanto más lo pensaba, Mat descubría que nunca había conocido a gente que no fuera quisquillosa por una cosa o por otra. A los fronterizos no había quien los entendiera, y lo mismo pasaba con los Aiel, aunque eso último holgaba decirlo. Luego estaban los cairhieninos y sus extraños juegos. Y los tearianos y sus ridículas jerarquías. Los seanchan y su... «seanchanismo».

Era la pura verdad. Todo el mundo, aparte de Dos Ríos y —en menor medida— Andor, estaba jodidamente chiflado. Y un hombre debía estar preparado para eso.

Siguió adelante, procurando ser afable para no encontrarse con un cuchillo en la barriga. El aire olía a centenares de confites y dulces distintos, y el chachareo de la multitud era un apagado rumor en sus oídos. Los ebudarianos aún vestían con sus atuendos coloridos; quizás era la razón de que los gitanos hubieran ido allí, atraídos por los intensos colores, como soldados atraídos por la cena. Sea como fuere, las ebudarianas lucían vestidos con corpiños ajustados y adornados con puntillas que dejaban ver buena parte del busto, y no era que él los mirara. Debajo de las faldas, recogidas a un lado o por delante con ese fin, asomaban enaguas de colores. A eso nunca le había encontrado sentido. ¿Por qué poner las prendas de colores vivos debajo? Y, si se hacía, ¿por qué tomarse tantas molestias para taparlas y después hacer lo contrario y recoger hacia arriba la ropa de fuera?

Los hombres llevaban chalecos largos, también de colores vivos, tal vez para disimular las manchas de sangre cuando alguien los acuchillaba. Era absurdo tirar un buen chaleco sólo porque el tipo que lo llevaba puesto moría asesinado por preguntar qué tal tiempo hacía. Sin embargo, mientras Mat seguía avanzando por la ciudad se topó con menos duelos de lo que había esperado. Nunca habían sido tan frecuentes en esa parte de la ciudad como en el Rahad, pero algunos días casi no se podían dar dos pasos sin pasar al lado de dos hombres con los cuchillos empuñados. Ese día no vio ni siquiera uno.

Algunos ebudarianos —a menudo se los identificaba por el tono aceitunado de la piel— paseaban vestidos con ropas seanchan. Todo el mundo era muy cortés. Tanto como un crío de seis años que acaba de oírte decir que tienes en la cocina una tarta de manzana recién hecha.

La ciudad era la misma, pero diferente. Como una imagen que, comparada con la que uno guarda en el recuerdo, le parece «desvaída» uno o dos tonos. Y no se debía sólo a la ausencia de barcos de los Marinos en el puerto. Era por los seanchan, obviamente. Habían implantado normas desde que él se había marchado. ¿De qué clase?

Mat condujo a Puntos a un establo que parecía bastante respetable. Una rápida ojeada a los animales albergados en él le reveló que allí los cuidaban bien, y había bastantes que eran muy buenas monturas. La prudencia aconsejaba elegir un establo con buenos caballos, aunque costara un poco más.

Dejó a Puntos, recogió su fardo y usó la ashandarei, todavía bien envuelta, como un bastón de caminante. Encontrar una buena taberna resultaba tan complicado como elegir un buen vino. Uno quería alguna que fuera antigua, pero que no estuviera en malas condiciones. Limpia, pero no demasiado; una taberna impecable era aquella que no se había utilizado de verdad. Mat no soportaba ese tipo de establecimientos donde la gente se sentaba en silencio alrededor de una mesa para tomar té, y que acudía allí básicamente para que la vieran.

No, una buena taberna estaba desgastada y usada, como un buen par de botas. También era resistente, de nuevo como lo eran unas buenas botas. Siempre y cuando la cerveza no supiera como unas buenas botas, uno había dado con el premio gordo. Los mejores establecimientos para obtener información se encontraban en el Rahad, pero llevaba una ropa demasiado buena para hacer una visita a ese barrio, y no quería toparse con lo que quiera que los seanchan estuvieran haciendo allí.

Se asomó a una posada llamada La Flor de Invierno e inmediatamente dio media vuelta y se marchó. Guardias de la Muerte de uniforme. No quería correr el albur de toparse con Furyk Karede. La siguiente posada estaba alumbrada en demasía, mientras que la de más allá le pareció demasiado oscura. Tras una hora aproximadamente de búsqueda —y sin haber visto duelo alguno— empezó a perder la esperanza de encontrar el sitio adecuado. Entonces oyó el tintineo de dados en un cubilete.

Al principio, pegó un brinco al creer que esos condenados dados sonaban en su cabeza. Por suerte, eran dados normales y corrientes. Benditos y maravillosos dados. El sonido dejó de oírse un momento después, arrastrado por el viento entre las gentes que ocupaban las calles. Con la mano en la bolsa del dinero y el fardo echado al hombro, se abrió paso entre la multitud al tiempo que mascullaba disculpas. En un callejón cercano vio un letrero colgado de una pared.

Se dirigió hacia allí y leyó las palabras «La Gresca Anual» estampadas en cobre sobre el rótulo. Tenía un dibujo de gente aplaudiendo, y del interior salía el sonido de los dados mezclado con el olor a vino y a cerveza. Mat entró. Un seanchan carirredondo se encontraba justo al lado de la puerta, recostado en la pared con aparente desinterés y una espada al cinto. Dirigió a Mat una mirada desconfiada. Bueno, Mat no conocía a ningún vigilante de taberna que no echara esa mirada a cualquier hombre que entrase. Mat alzó la mano para tocar el ala del sombrero como saludo al hombre, pero, claro está, no lo llevaba puesto. Maldición. A veces se sentía desnudo sin él.

—¡Jame! —gritó una mujer desde el interior del local—. No estarás mirando mal a los clientes otra vez, ¿verdad?

—Sólo a los que se lo merecen, Kathana —respondió el tipo, con el cansino acento seanchan—. Y seguro que éste entra en esa clase.

—Soy un humilde viajero que busca jugar una partida de dados y beber un poco de vino —afirmó Mat—. Nada más. Desde luego, no busco jaleo.

—¿Y por eso llevas una media pica? —inquirió Jame—. ¿Envuelta así?

—Oh, déjalo ya —dijo la mujer, Kathana. Había cruzado la sala y agarró a Mat por la manga de la chaqueta para tirar de él hacia el mostrador. Era baja, de cabello oscuro y tez blanca. No era mucho mayor que él, pero tenía un inequívoco aire maternal—. No le hagáis caso. No arméis jaleo y no se verá obligado a apuñalaros, mataros o cualquier variante entre lo uno y lo otro.

Hizo que Mat se sentara en una banqueta del mostrador y empezó a trajinar detrás del mostrador. La sala estaba poco iluminada, pero el ambiente era amistoso. La partida de dados se jugaba a un lado; un rato de esparcimiento sano, porque la gente reía y daba palmadas en la espalda a los amigos por una derrota asumida con buen humor. Allí no había miradas de angustia de hombres que se jugaban su última moneda.

—Os hace falta comer —manifestó Kathana—. Tenéis el aspecto de quien no ha tomado un buen plato de algo sustancioso durante una semana. ¿Cómo perdisteis el ojo?

—Era un guardia de un lord en Murandy —contestó—. Lo perdí en una emboscada.

—Eso es una mentira, y gorda —contestó Kathana, que soltó con fuerza un plato delante de él lleno de lonchas de cerdo, bañadas con salsa—. Aunque mejor que la mayoría. Además, la habéis dicho con seguridad. Casi os he creído. Jame, ¿quieres comer?

—¡Tengo que vigilar la puerta! —contestó él a voces.

—Luz, hombre. ¿Es que esperas que alguien se la lleve? Ven aquí.

Jame rezongó, pero se dirigió al mostrador y se sentó en una banqueta, al lado de Mat. Kathana puso una jarra de cerveza delante de él y el hombre se la llevó a los labios, con la mirada fija al frente.

—Te estoy vigilando —le dijo en voz baja a Mat.

Mat no estaba seguro de estar en la taberna adecuada para él, pero tampoco sabía con seguridad si podría escabullirse con la cabeza en su sitio a no ser que se comiera lo que había en el plato, como le había dicho la mujer. Lo probó; sabía bastante bueno. Ella se había apartado y movía un dedo mientras sermoneaba a un hombre sentado a una de las mesas. Parecía de las que sermonearían a un árbol por crecer en el sitio equivocado.

«A esta mujer nunca se le debería permitir estar en la misma habitación que Nynaeve —pensó Mat—. Al menos, estando yo para que me chillen.»

Kathana regresó, ajetreada. Lucía un Cuchillo de Esponsales al cuello, aunque Mat no miró más de unos pocos segundos debido a ser un hombre casado. Kathana llevaba la falda recogida por un costado, al estilo de las plebeyas ebudarianas. Mientras ella regresaba al mostrador y preparaba un plato de comida para Jame, Mat se fijó en que el hombre la miraba con cariño y llegó a una conclusión.

—¿Lleváis mucho tiempo casados los dos? —preguntó.

Jame lo miró en silencio unos instantes.

—No —contestó por fin—. No hace mucho tiempo que estoy a este lado del océano.

—Supongo que tiene sentido —dijo Mat, que echó un trago a la cerveza que tenía delante.

No era mala, si se tenía en cuenta lo horrible que sabía casi todo últimamente. Ésa sólo sabía un poco mal.

Kathana se acercó a los hombres que jugaban a los dados y exigió que comieran más, porque estaban pálidos. Lo asombroso era que ese tipo, Jame, no pesara como dos caballos juntos. No obstante, ella hablaba un poco, así que quizá podría sonsacarle la información que necesitaba.

—Parece que ya no hay tantos duelos como antes —comentó cuando la mujer pasaba delante de él.

—Eso es por una norma seanchan —contestó Kathana—, de la nueva emperatriz, así viva para siempre. No ha prohibido los duelos por completo, y menos mal que no lo hizo. Los ebudarianos no se sublevarán por algo tan nimio como ser conquistados, pero quitarles los duelos... Entonces sí que se habría montado una buena. Sea como sea, ahora los duelos han de llevarse a cabo teniendo como testigo a un oficial del gobierno. Uno no puede batirse en duelo sin responder un centenar de preguntas y pagar unos honorarios. Eso está quitándole toda la gracia a la cosa.

—Ha salvado vidas —argumentó Jame—. Los hombres aún pueden matarse con sus cuchillos si están decididos a hacerlo. Sólo tienen que darse tiempo para tranquilizarse y pensar.

—Los duelos no tienen nada que ver con pensar —replicó Kathana—. Pero supongo que eso significa que no he de preocuparme de que te corten tu bonita cara en la calle.

Jame resopló con guasa y posó la mano en la espada. Mat reparó por primera vez en que la empuñadura tenía marcas de la garza, aunque no alcanzaba a ver si también las tenía la hoja. Antes de que Mat tuviera ocasión de hacer otra pregunta, Kathana se alejó y empezó a chillar a unos hombres que habían derramado cerveza en la mesa. Parecía ser de las que no podían permanecer en un mismo sitio mucho tiempo.

—¿Cómo está el tiempo por el norte? —preguntó Jame, todavía mirando al frente.

—Deprimente —repuso Mat con sinceridad—. Como en todas partes.

—Los hombres dicen que es la Última Batalla —apuntó Jame.

—Lo es.

Jame soltó un quedo gruñido.

—Pues, en ese caso, sería un mal momento para entrometerse en política, ¿no te parece?

—¡Y tanto! La gente tendría que dejar de entretenerse con esos jueguecitos y echar una ojeada al cielo, puñetas.

—Muy cierto. —Jame lo miró—. Deberías hacer caso de lo que dices.—

«Luz —pensó Mat—. Debe de creer que soy un espía o algo parecido.»

—Nunca elegiría meterme en eso —contestó—. A veces la gente sólo escucha lo que quiere oír.

Se comió otro trozo de carne, que sabía todo lo bien que uno podía esperar. Comer en la actualidad era como ir un a un baile donde sólo había chicas feas. Pero esa carne, sin embargo, estaba entre las mejores de las malas que había tenido la desgracia de comer últimamente.

—Un hombre listo debería reconocer la verdad —comentó Jame.

—Para eso hay que encontrarla antes —dijo Mat—. Lo cual es más difícil de lo que la mayoría de los hombres creen.

Detrás de ellos, Kathana resopló con sorna al pasar, afanosa.

—La «verdad» es algo de lo que los hombres discuten en el mostrador cuando están demasiado ebrios para recordar cómo se llaman. Lo cual significa que la compañía no es buena. Yo no le daría demasiada importancia a eso, viajero.

—Me llamo Mandevwin —dijo Mat.

—Sí, seguro. —Kathana lo miró entonces—. ¿Os han dicho alguna vez que deberíais llevar sombrero? Iría muy bien con que os falte un ojo.

—¿De veras? —exclamó Mat con sequedad—. ¿También dais consejos sobre modas además de hacer comer a la clientela?

La mujer le dio un golpe en la cabeza con el trapo de limpiar.

—Acabaos la comida —instruyó.

—Mira, amigo —dijo Jame, volviéndose hacia él—. Sé qué eres y por qué estás aquí. Esa venda falsa del ojo no me engaña. Llevas cuchillos arrojadizos metidos en las mangas y otros seis en el cinturón, que yo cuente. Nunca he conocido un hombre con un ojo que pueda lanzar bien ni una judía seca. Ella no es un blanco tan fácil como vosotros, forasteros, creéis. No pasarás nunca al palacio, cuanto menos entre su guardia personal. ¿Por qué no vas a buscarte un trabajo decente?

Mat se quedó mirando boquiabierto al hombre. ¿Creía que era un asesino? Mat subió la mano a la cara y se quitó el vendaje para dejar a la vista el agujero donde antes tenía el ojo.

Jame lo miró de hito en hito.

—¿Es que hay asesinos que van por Tuon? —preguntó con calma.

—No uséis su nombre así —advirtió Kathana, que empezó a pegarle otra vez con el trapo.

Mat alargó la mano hacia atrás, sin mirar, y asió la punta del trapo. Sostuvo la mirada de Jame con el único ojo, sin inmutarse.

—¿Hay asesinos que van por Tuon? —repitió, de nuevo con calma.

Jame asintió con la cabeza antes de hablar.

—La mayoría de los forasteros ignoran cómo se hacen las cosas. Varios han pasado por la posada. Sólo uno admitió la razón por la que había venido aquí. Me ocupé de que su sangre humedeciera la tierra polvorienta del recinto de duelos.

—En ese caso, te considero amigo mío —dijo Mat, que se puso de pie. Hurgó en el fardo, sacó el sombrero y se lo puso—. ¿Quién está detrás de eso? ¿Quién los ha hecho venir y ha puesto precio a su cabeza?

Cerca, Kathana observó el sombrero y asintió con satisfacción. Entonces vaciló y estrechó los ojos para mirarle el rostro.

—Esto no es lo que crees —contestó Jame—. No está alquilando a los mejores asesinos. Son forasteros, así que no se los contrata para que tengan éxito.

—Me importa un pimiento lo jodidamente probables que sean las posibilidades de tener éxito. ¿Quién los contrata?

—Es demasiado importante para que tú le...

—¿Quién? —repitió Mat en un susurro.

—El general Lunal Galgan —dijo Jame—. Jefe de los ejércitos seanchan. No acabo de situarte, amigo. ¿Eres un asesino o has venido a dar caza a asesinos?

—No soy un jodido asesino. —Mat tiró del borde del ala del sombrero para ajustarlo mejor y recogió el fardo—. Jamás mato a un hombre a menos que lo pida a voces... A voces, y que grite tan alto que me dé cuenta de que es imposible no acceder a su petición. Si te acuchillo, amigo, sabrás lo que se te viene encima, y sabrás por qué. Eso te lo prometo.

—Jame —susurró Kathana—. Es él.

—¿De qué hablas? —preguntó Jame, mientras Mat pasaba junto a él al tiempo que levantaba la ashandarei tapada y se la apoyaba en el hombro.

—¡Es el que han estado buscando los guardias! —contestó Kathana. Miró a Mat—. ¡Luz! A todos los soldados de Ebou Dar se les ha advertido que estén atentos por si ven vuestra cara. ¿Cómo pasasteis por las puertas de la ciudad?

—Suerte —dijo Mat, que acto seguido salió al callejón.


—¿A qué esperas? —preguntó Moraine.

Rand se volvió hacia ella. Estaban en la tienda de mando de Rand, en Shienar. Se olía el humo de campos en llamas, incendiados por las tropas de Lan y de lord Agelmar a medida que se retiraban del desfiladero.

Quemaban tierras que preferirían defender. Una táctica desesperada, pero buena. Era el tipo de táctica que Lews Therin y los suyos habían dudado en utilizar en la Era de Leyenda, al menos al principio. Entonces habían pagado un alto precio.

Los fronterizos no habían sido tan reacios.

—¿Por qué estamos aquí? —insistió Moraine, que se acercó a él. Unas Doncellas guardaban la tienda desde dentro; era mejor que el enemigo no descubriera que Rand se hallaba allí—. Deberías estar en Shayol Ghul ahora mismo. Ése es tu destino, Rand al’Thor. No estas luchas menores.

—Mis amigos mueren aquí.

—Creía que habías superado esas debilidades.

—La compasión nunca es una debilidad.

—¿No lo es? ¿Y si al perdonar enemigos por compasión les dieras opción a matarte? ¿Entonces qué, Rand al’Thor?

No tenía respuesta a eso.

—No puedes ponerte en peligro —continuó Moraine—. Y sin tener en cuenta si estás de acuerdo o no en que la compasión en sí misma puede ser una debilidad, actuar con desatino a causa de ella sí que lo es.

A menudo había pensado en el momento en que había perdido a Moraine. Había sido una experiencia muy dolorosa, y todavía se deleitaba con su regreso. Sin embargo, a veces había olvidado lo... insistente que podía ser.

—Me moveré contra el Oscuro cuando sea el momento, pero no antes —fue la respuesta de Rand—. Tiene que pensar que estoy con los ejércitos, que estoy esperando apoderarme de más terreno antes de caer sobre él. Hemos de convencer a sus comandantes de que envíen a sus tropas hacia el sur, o en caso contrario nos arrollarán en Shayol Ghul una vez que yo entre.

—No importará —dijo Moraine—. Te enfrentarás a él y habrá llegado el momento de obrar con determinación. Todo gira en torno a ese instante, Dragón Renacido. Todos los hilos del Entramado están tejidos alrededor de vuestro encuentro, y los giros de la Rueda te empujan hacia él. No digas que no lo notas.

—Lo noto.

—Entonces, ve.

—Aún no.

Ella hizo una profunda inhalación.

—Testarudo como siempre —dijo luego.

—Y es bueno que lo sea. La testarudez es lo que me ha traído hasta aquí. —Rand vaciló y luego metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Sacó algo brillante y plateado, una moneda de un marco de Tar Valon—. Toma —dijo, tendiéndoselo—. Lo he estado reservando.

—No puede ser... —empezó, frunciendo los labios.

—¿La misma? No. Aquélla se perdió hace mucho tiempo, me temo. La he llevado encima como algo simbólico, casi sin ser consciente de lo que hacía.

Ella aceptó la moneda y la giró entre los dedos. Todavía la examinaba cuando las Doncellas miraron con gesto de alerta hacia la entrada de la tienda. Un segundo después, Lan levantaba el faldón y entraba flanqueado por dos hombres malkieri. Los tres podrían haber sido hermanos, por las expresiones sombrías en los rostros endurecidos.

Rand adelantó un paso y posó la mano en el hombro de Lan. Éste no parecía cansado —era imposible que una piedra lo pareciera— pero sí rendido. Rand conocía esa sensación.

Lan lo saludó con un gesto de la cabeza y luego miró a Moraine.

—¿Habéis estado discutiendo?

Moraine se guardó el marco y su rostro adoptó un gesto impasible. Rand no sabía cómo interpretar la interacción entre esos dos desde el regreso de Moraine. Se mostraban civilizados, pero había una distancia entre ellos que Rand no había esperado ver. Lan se volvió hacia él.

—Deberías hacer caso a Moraine —le dijo—. Se ha estado preparando para estos días más tiempo del que llevas vivo. Deja que te guíe.

—Quiere que abandone este campo de batalla y que ataque de inmediato en Shayol Ghul, en lugar de intentar combatir a esos encauzadores para que puedas recuperar de nuevo el desfiladero —repuso Rand.

—En ese caso, quizá tendrás que hacer lo que ella... —dijo Lan tras una ligera vacilación.

—No —lo interrumpió Rand—. Vuestra posición aquí es desesperada, viejo amigo. Yo puedo hacer algo, y por eso lo haré. Si no logramos frenar a esos Señores del Espanto, os harán retroceder hasta Tar Valon.

—He oído contar lo que hiciste en Maradon —repuso Lan—. No rechazaré un milagro aquí si ese milagro está decidido a encontrarnos.

—Lo de Maradon fue un error —manifestó Moraine con sequedad—. No puedes permitirte el lujo de ponerte en peligro, Rand.

—Tampoco puedo permitirme el lujo de no hacerlo. ¡No voy a quedarme sentado mientras mueren personas! No si tengo oportunidad de protegerlas.

—Los fronterizos no necesitan que se los proteja —intervino Lan.

—No, pero no conozco a ninguno que rehusaría una espada cuando alguien se la ofrece en tiempo de necesidad —respondió Rand.

Lan buscó sus ojos y le sostuvo la mirada, tras lo cual asintió con la cabeza.

—Haz lo que puedas —dijo luego.

Rand hizo un gesto de asentimiento a las dos Doncellas, que respondieron de igual forma.

—Pastor —dijo Lan.

Rand enarcó una ceja.

Lan lo saludó con el brazo cruzado sobre el pecho y una inclinación de cabeza. Rand respondió del mismo modo.

—Hay algo para ti allí en el suelo, Dai Shan —le indicó.

Lan frunció el entrecejo y se dirigió hacia el montón de mantas apiladas. No había mesas en esa tienda. Lan se arrodilló y recogió una brillante corona plateada, delgada, pero fuerte.

—La corona de Malkier —susurró Lan—. ¡Estaba perdida!

—Mis forjadores hicieron lo que pudieron basándose en dibujos antiguos —explicó Rand—. La otra es para Nynaeve; creo que le sentará bien. Siempre has sido un rey, amigo mío. Elayne me enseñó a gobernar, pero tú... Tú me enseñaste a soportar con entereza el peso de la responsabilidad. Gracias. —Se volvió hacia Moraine—. Mantén un espacio despejado para mi vuelta.

Acto seguido asió el Poder Único y abrió un acceso. Atrás dejó a Lan arrodillado, con la corona en las manos; las Doncellas lo siguieron a un campo negro. Los tallos quemados crujieron bajo las botas; el humo dibujaba espirales en el aire.

Las Doncellas buscaron refugio de inmediato en una pequeña depresión del campo y se acurrucaron contra la tierra ennegrecida, preparadas para capear la tormenta.

Porque, desde luego, se estaba gestando una. Los trollocs se arremolinaban en una ingente masa delante de Rand, aplastando a su paso la tierra y las granjas en ruinas. La rápida corriente del río Mora pasaba cerca de allí, y en esa zona se encontraban las primeras tierras cultivadas al sur del desfiladero de Tarwin. Las tropas de Lan las habían quemado antes, como preparativo a la retirada río abajo, adelantándose al avance trolloc.

Había decenas de miles de bestias allí. Puede que más. Rand alzó los brazos, apretó el puño e hizo una profunda inhalación. En la bolsa que llevaba colgada del cinturón guardaba un objeto familiar. El hombrecillo gordo con la espada, el angreal que había recuperado en los pozos de Dumai no hacía mucho. Había vuelto allí a echar un último vistazo para buscarlo y lo encontró enterrado en el barro. En Maradon le había hecho un buen servicio. Nadie sabía que lo tenía, y eso era importante.

Pero lo que se preparaba allí no era consecuencia de simples trucos. Los trollocs gritaron cuando se levantó un vendaval y los torbellinos empezaron a arremolinarse con furia en torno a Rand. Aquello no era consecuencia de encauzar; todavía no.

Era él mismo, Rand. Su presencia allí. Enfrentándose a... él.

Los mares se rizaban cuando corrientes opuestas chocaban entre sí. La intensidad de los vientos aumentaba cuando el aire caliente y el aire frío se mezclaban. Y cuando la Luz se enfrentaba a la Sombra... se gestaban tormentas. Rand gritó, provocando que su naturaleza avivara la tempestad. El Oscuro constreñía el mundo con el propósito de sofocarlo. El Entramado necesitaba estabilidad. Necesitaba equilibro.

Necesitaba al Dragón.

La intensidad del viento aumentó, los rayos hendieron el aire, polvo negro y tallos quemados fueron arrastrados hacia lo alto y giraron en el torbellino. Rand encauzó por fin cuando los Myrddraal obligaron a los trollocs a que lo atacaran; las bestias cargaron contra el viento, y Rand dirigió los rayos.

Era mucho más fácil dirigir que controlar. Con la tormenta en marcha no necesitaba forzar las chispas eléctricas, sólo tenía que estimularlas.

Los rayos destruyeron los primeros grupos de trollocs, cientos de descargas eléctricas en rápida sucesión. El acre olor a carne quemada no tardó en unirse a los tallos de cereales abrasados que giraban en la tormenta. Rand gritó en tanto que los trollocs seguían avanzando. Puertas de la Muerte aparecieron a su alrededor, accesos que se deslizaron a través del terreno, tan veloces como tejedores de agua en un remanso, mientras arrasaban a los trollocs. Los Engendros de la Sombra no sobrevivían al Viaje.

Al tiempo que Rand atacaba a los trollocs que intentaban llegar hasta él, vientos tempestuosos giraron a su alrededor. ¿El Oscuro se creía señor de aquel lugar? ¡Iba a enterarse de que esta tierra ya tenía un rey! Y vería que la lucha no...

Un escudo intentó cortar el contacto de Rand con la Fuente. Él rió y giró sobre sí para localizar el origen del escudo.

—¡Taim! —gritó, aunque la tormenta ahogó su voz—. ¡Esperaba que vinieras!

Era la lucha que Lews Therin le había exigido constantemente, una lucha que Rand no se había atrevido a iniciar. No hasta ese momento, no hasta que tuviera control. Hizo acopio de fuerza, pero entonces lo golpeó otro escudo, y otro.

Rand absorbió más Poder Único y siguió hasta llegar casi al tope de lo que podía absorber a través del angreal de hombrecillo gordo. Siguieron cayendo escudos sobre él como moscas picadoras. Ninguno era lo bastante fuerte para cortar su conexión con la Fuente, pero eran docenas.

Rand recobró la calma. Buscó la paz, la paz de la destrucción. Él era vida, pero también era muerte. Era la manifestación de la propia tierra.

Atacó y acabó con un Señor del Espanto oculto en los escombros de un edificio quemado que había cerca. Se enfocó en el Fuego y lo dirigió contra un segundo, al que redujo a cenizas y a la nada.

No veía los tejidos de las mujeres que había allí fuera; sólo sentía los escudos.

Demasiado débiles. Cada cual por sí solo era demasiado débil, y, sin embargo sus ataques lo preocupaban. Habían aparecido con demasiada rapidez, al menos tres docenas de Señores del Espanto, todos y cada uno de ellos con el único propósito de cortarle la conexión con la Fuente. Aquello era peligroso, que estuvieran allí, esperándolo. Era la razón de que los encauzadores hubieran castigado a Lan con tanta saña: hacer que él saliera a descubierto.

Rand rechazó los ataques, pero ninguno de ellos era una amenaza seria en cuanto a escudarlo. Una única persona no podía aislar a alguien que estuviera absorbiendo tanto Saidin como él. Tendría que...

Lo vio venir antes de que ocurriera. Los otros ataques eran ardides, tapaderas.

«¡Allí!» Un escudo cayó con fuerza sobre él, pero Rand tuvo el tiempo justo para prepararse. Encauzó Energía en la tempestad tejiendo por instinto gracias a los recuerdos de Lews Therin y rechazó el escudo. Lo apartó, pero fue incapaz de destruirlo.

¡Luz! Eso debía de ser un círculo completo. Rand gruñó cuando el escudo se deslizó más y más cerca de él; creaba un dibujo brillante en el cielo, inmóvil a despecho de la tempestad. Rand se resistió con su propio arranque de Energía y Aire, y lo contuvo como si se tratara de un cuchillo que pendiera sobre su garganta.

Perdió el control de la tempestad.

Los rayos se descargaron a su alrededor. Los otros encauzadores tejieron para intensificar la tormenta... No intentaron controlarla, porque no lo necesitaban. Que estuviera fuera de control los beneficiaba, ya que en cualquier momento podía descargarse sobre él.

Rand bramó de nuevo, esta vez con más fuerza, con más determinación:

—¡Te venceré, Taim! ¡Al final haré lo que debería haber hecho hace meses!

Pero no dejó que la rabia, la insensatez, lo empujaran a un enfrentamiento. Había aprendido la lección: no caería en lo mismo.

No era ése el lugar. Allí no debía luchar. Si lo hacía, perdería.

Rand arremetió con una oleada de fuerza y empujó el escudo de Taim; aprovechó el momentáneo respiro para tejer un acceso. Sus Doncellas lo cruzaron de inmediato, y Rand, agachando la cabeza contra el viento, las siguió de mala gana.

Salió a la tienda de Lan, donde Moraine había hecho lo que le había pedido: mantener un espacio abierto para él. Cerró el acceso y dejó de oírse el viento, el ruido se amortiguó.

Jadeante, con el sudor corriéndole por la cara, Rand apretó el puño. Allí, de nuevo con el ejército de Lan, la tempestad estaba lejos, aunque Rand la oía retumbar y unos ligeros golpes de viento sacudieron la tienda.

Rand tuvo que esforzarse para no caer de rodillas en el suelo. Hizo varias inhalaciones profundas. Con dificultad, logró que los latidos acelerados del corazón bajaran a un ritmo más lento y dio a su rostro una expresión sosegada. ¡Quería luchar, no huir! ¡Podría haber vencido a Taim!

Y, al hacerlo, se habría debilitado tanto que el Oscuro se habría apoderado de él con facilidad. Se obligó a aflojar el puño y consiguió controlar las emociones.

Alzó la vista hacia el rostro tranquilo, avisado, de Moraine.

—¿Era una trampa? —preguntó ella.

—Más que una trampa, un campo de batalla bien preparado, con centinelas —contestó Rand—. Saben lo que hice en Maradon. Deben de tener equipos de Señores del Espanto preparados para Viajar allí a dondequiera que aparezca para atacarme.

—¿Has visto que esa actuación era un error? —preguntó Moraine.

—Un error... no. Algo inevitable, sí.

No podía luchar esa guerra personalmente. No esta vez.

Tendría que encontrar otro modo de proteger a los suyos.

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