34 A la deriva

Rand se encontraba en un lugar que no existía.

Un lugar fuera del tiempo, fuera del propio Entramado.

A su alrededor se extendía una vasta nada. Una nada voraz y hambrienta que ansiaba consumir. A decir verdad, Rand podía ver el Entramado. Su apariencia era la de miles y miles de cintas de luz serpenteantes; giraban a su alrededor, por encima de él, ondulando y rielando, entrelazándose entre sí. Al menos, así era como su mente prefería interpretarlo.

Todo cuanto había sido, todo lo que podría ser, todo lo que habría podido ser... Todo estaba ahí mismo, ante él.

Rand no alcanzaba a comprenderlo. La negrura que rodeaba esa urdimbre tiraba de él hacia sí, lo absorbía. Alargó la mano hacia el Entramado y, de algún modo, se ancló en él para no ser consumido.

Eso cambió su perspectiva. Lo ajustaba —ligeramente— a un tiempo. La urdimbre que tenía delante onduló y Rand vio cómo se urdía. No era en realidad el Entramado, lo sabía, pero su mente lo veía así. Algo conocido, como había sido descrito, donde los hilos de las vidas se entretejían.

Rand se ancló de nuevo en la realidad y se movió con ella. El tiempo volvió a cobrar significado, y ya no pudo ver más allá ni atrás. Aún veía todos los lugares, como un hombre que estuviera por encima de una esfera mientras ésta giraba.

Rand afrontó el vacío.

—Así pues —le dijo—, aquí es donde ocurrirá de verdad. Moridin quería hacerme creer que un simple combate con espadas decidiría todo esto.

ÉL ES MÍO. PERO SUS OJOS SON PEQUEÑOS.

—Sí. Yo también me he percatado de eso.

LAS HERRAMIENTAS PEQUEÑAS PUEDEN SER EFICACES. EL CUCHILLO MÁS PEQUEÑO PUEDE PARAR UN CORAZÓN. TE HA TRAÍDO AQUÍ, ADVERSARIO.

Nada de eso había ocurrido la última vez, cuando Rand llevaba el nombre de Lews Therin. Sólo podía interpretarse como una buena señal.

Ahora empezaba la verdadera batalla. Miró a la nada y la sintió henchirse. Entonces, como una tormenta repentina, el Oscuro lanzó toda su fuerza contra él.


Perrin se dejó caer hacia atrás contra un árbol y jadeó de dolor. La flecha de Verdugo le había atravesado el hombro y la punta le salía por la espalda. No se atrevía a sacarla, no con...

Vaciló. Las ideas le llegaban aletargadas. ¿Dónde se encontraba? Con el cambio se había alejado de Verdugo todo lo posible, pero... no identificaba ese lugar. Los árboles eran extraños en la copa, demasiado frondosos, de una variedad que él jamás había visto. La tormenta soplaba allí, pero mucho más débil.

Perrin se deslizó, y al caer al suelo soltó un gruñido. El hombro le ardía de dolor. Rodó sobre sí y contempló el cielo. Había roto la flecha al caer.

«Es... Es el Sueño del Lobo. Puedo hacer que la flecha desaparezca, sin más.»

Trató de hacer acopio de fuerza para realizarlo, pero estaba demasiado débil. Se encontró flotando y proyectó una llamada en busca de lobos. Encontró las mentes de algunos, y se sobresaltaron; proyectaron sorpresa.

¿Un dos patas que sabe llamar? ¿Qué es esto? ¿Qué eres tú?

Su naturaleza parecía asustarlos, y lo empujaron fuera de sus mentes. ¿Cómo era posible que no supieran lo que era él? Los lobos tenían una memoria colectiva muy, muy larga. Seguro que... Seguro...

«Faile —pensó—. Tan hermosa, tan inteligente. Debería ir con ella. Sólo tengo que... Tengo que cerrar esta puerta de los Atajos... y podré volver a Dos Ríos con ella...»

Perrin rodó sobre sí y se puso a gatas. ¿Esa sangre del suelo era suya? Cuánto rojo. Parpadeando, la miró.

—Así que aquí estás —dijo una voz.

Lanfear. Alzó los ojos hacia ella; tenía la vista borrosa.

—De modo que te ha derrotado —manifestó la mujer, cruzándose de brazos—. Decepcionante. No quería tener que elegir a ése. A ti te encuentro más atractivo, lobo.

—Por favor —graznó.

—Estoy tentada de hacerlo, aunque no debería —dijo—. Has demostrado que eres débil.

—Yo... puedo derrotarlo.

De repente, la vergüenza de haber fallado ante ella casi abatió a Perrin. ¿Cuándo había empezado a preocuparle lo que Lanfear pensara de él? No conseguía precisarlo del todo.

Ella se dio golpecitos con un dedo en el brazo.

—Por favor... —pidió Perrin al tiempo que alzaba la mano—. Por favor.

—No —contestó ella, que se retiró—. He aprendido el error de poner mi corazón en quien no lo merece. Adiós, lobezno.

Desapareció dejándolo a gatas en el suelo de aquel lugar extraño.

«Faile —dijo un fragmento de su mente—. No te preocupes por Lanfear. Tienes que volver con Faile.»

Sí... Sí, podía ir con ella, ¿verdad? ¿Dónde estaba Faile? En Campo de Merrilor. Allí era donde la había dejado. Y allí sería donde estaría. Cambio. Se transportó a Merrilor reuniendo de algún modo suficiente claridad mental para hacerlo. Pero, por supuesto, no halló a Faile. Él se encontraba en el Sueño del Lobo.

El portal que Rand mandaría abrir. Estaría allí. Sólo debía llegar a él. Tenía que... Tenía...

Se desplomo en el suelo y rodó sobre la espalda. Sitió que se hundía en la nada. La vista se le oscureció mientras contemplaba el cielo agitado.

«Al menos... Al menos estuve allí para ayudar a Rand», pensó.

Ahora los lobos podrían defender Shayol Ghul a ese lado, ¿verdad? Mantendrían a salvo a Rand... Era imperioso que lo hicieran.


Faile avivó con un palo la exigua lumbre de cocinar. La noche había caído y el fuego brillaba con una tenue luz roja. No se habían atrevido a hacerlo más grande. Cosas letales merodeaban por la Llaga. Allí, los trollocs eran el menor de los peligros.

El aire tenía un olor acre, y Faile esperaba encontrar un cadáver putrefacto detrás de cada arbusto manchado de motas negras. El suelo se quebraba dondequiera que pisara, la tierra reseca se deshacía debajo de sus botas como si allí no hubiese caído lluvia durante siglos. Sentada en el campamento, vio un montón de luces verde pálido —como un enjambre de insectos brillantes— pasando en la distancia, por encima de un grupo de árboles. Sabía lo suficiente de la Llaga para contener el aliento hasta que pasaron. Ignoraba qué eran y tampoco quería saberlo.

Había conducido a su grupo en un corto trayecto hasta encontrar ese sitio para acampar. A lo largo del camino, a un trabajador de la caravana lo había matado una rama pequeña; otro había pisado lo que en apariencia era barro, pero le había disuelto la pierna. Le había salpicado un poco en la cara y había estado retorciéndose de dolor hasta que murió.

Habían tenido que amordazarlo a la fuerza para evitar que los gritos atrajeran a otros horrores.

La Llaga. No sobrevivirían allí. Una simple caminata había acabado con dos de los miembros de la caravana, y Faile tenía alrededor de cien personas a las que proteger. Guardias de la Compañía, algunos miembros de Cha Faile y los conductores de carretas y trabajadores de la caravana de suministros. Ocho de las carretas todavía funcionaban y las habían llevado hasta ese campamento; de momento. Probablemente llamaban demasiado la atención para seguir con ellas más allá.

Faile ni siquiera estaba segura de que pudieran sobrevivir esa noche. ¡Luz! Su única oportunidad de rescate parecía estar en las Aes Sedai. ¿Se habrían dado cuenta de lo que había pasado y enviarían ayuda? Parecía una esperanza muy endeble, pero ella no sabía nada sobre el Poder Único.

—Muy bien —dijo en voz baja a los que se habían reunido con ella, es decir, Mandevwin, Aravine, Harnan, Setalle y Arrela, de Cha Faile—. Hablemos.

Los otros parecían hundidos. Sin duda los habían asustado desde la infancia con relatos de la Llaga, como a ella. Y que se hubieran producido muertes en su grupo al poco de haber entrado en esa tierra reforzaba dichas creencias. Sabían lo peligroso que era ese lugar. Pegaban un respingo con cada ruido que se oía en la noche.

—Empezaré yo, exponiendo lo que recuerdo —prosiguió Faile con intención de distraerlos de la muerte que los rodeaba—. Durante la burbuja maligna, uno de esos cristales atravesó el pie de Berisha Sedai justo cuando abría el acceso.

—¿Recibió una herida? —preguntó Mandevwin desde donde estaba sentado junto a la lumbre—. ¿Y eso habría sido suficiente para que el acceso saliera mal? Lo cierto es que sé poco de los asuntos de las Aes Sedai, y nunca lo he querido saber. Si la persona se distrae, ¿es posible abrir un paso al sitio equivocado de forma accidental?

Setalle frunció el entrecejo, y el gesto atrajo la atención de Faile. Setalle no era de la nobleza ni un oficial, pero había algo en esa mujer que proyectaba autoridad y sabiduría.

—¿Sabes algo? —la interrogó Faile.

—Sé... —Setalle se aclaró la garganta—. Sé un poco sobre encauzar. Tiempo atrás fue un tema que suscitaba mi curiosidad. A veces, si un tejido se realiza de forma incorrecta, no ocurre nada, simplemente. Otras veces, el resultado es desastroso. No he oído nada sobre un tejido que haga algo así. Es decir, que funcione, pero que lo haga mal.

—Bien —dijo Harnan, que miró la oscuridad y se estremeció de forma notoria—, la alternativa es pensar que quería enviarnos a la Llaga.

—Tal vez estaba desorientada —sugirió Faile—, y la presión del momento la hizo enviarnos a otro sitio. En una situación de tensión a mí también me ha pasado alguna vez que he dado media vuelta y he echado a correr en la dirección equivocada. Podría haber ocurrido así.

Los otros asintieron en silencio, pero de nuevo Setalle parecía estar preocupada.

—¿Qué ocurre? —la acució Faile.

—La preparación de las Aes Sedai es muy extensa respecto a este tipo de trances —explicó Setalle—. Ninguna mujer llega al nivel de Aes Sedai sin aprender cómo encauzar bajo una presión extrema. Hay... barreras específicas que una mujer debe superar a fin de llevar el anillo.

«Así que Setalle debe de tener una familiar que es Aes Sedai —pensó Faile—. Una mujer cercana, si ha compartido esa información tan privilegiada. ¿Una hermana, tal vez?»

—Entonces, ¿hemos de asumir que esto es alguna clase de trampa? —Aravine parecía confusa—. ¿Esa Berisha era una especie de Amiga Siniestra? Seguro que la Sombra tiene cosas más importantes de las que ocuparse que descarriar una simple caravana de suministros.

Faile no dijo nada. El Cuerno estaba a salvo; el arcón que lo guardaba se hallaba en ese momento dentro de su pequeña tienda. Habían colocado las carretas en círculo y sólo habían encendido esa pequeña lumbre. El resto de la caravana dormía; o lo intentaba.

El aire quieto, demasiado silencioso, hizo que Faile tuviera la sensación de que había miles de ojos vigilándolos. Si la Sombra había planeado una trampa para su caravana, significaba que conocía la localización del Cuerno. En ese caso, se encontraban en un serio peligro. Más serio incluso que el hecho de estar en la Llaga.

—No —dijo Setalle—. No, Aravine tiene razón. Esto no puede haber sido una trampa intencionada. Si no hubiera surgido la burbuja maligna, jamás nos habríamos lanzado hacia el acceso sin mirar adónde conducía. Y, que sepamos, esas burbujas son hechos fortuitos.

«A menos que Berisha decidiera aprovechar las circunstancias para sacar partido», pensó Faile. También había que considerar la muerte de la mujer. Esa herida en el estómago no había parecido estar ocasionada por las puntas de cristal. El aspecto era el de una herida de cuchillo. Como si alguien hubiese atacado a Berisha una vez que el Cuerno atravesó el acceso. ¿Para impedir que dijera lo que había hecho?

«Luz —pensó Faile—. Qué suspicaz me estoy volviendo.»

—Bien, pues ¿qué hacemos? —preguntó Harnan.

—Eso depende —repuso Faile, que miró a Setalle—. ¿Hay alguna forma de que una Aes Sedai pueda saber adónde nos han enviado?

Setalle vaciló, como si fuera reacia a revelar lo mucho o poco que sabía. Cuando habló, sin embargo, lo hizo con certidumbre.

—Los tejidos dejan tras de sí un residuo. De modo que sí, una Aes Sedai podría descubrir adónde hemos ido. No obstante, el residuo no dura mucho; unos pocos días, en el mejor de los casos, para un tejido poderoso. Y no todas las encauzadoras saben interpretar residuos... Es una habilidad poco frecuente.

El modo en que hablaba, tan dominante y autoritario... La forma en que proyectaba una sensación inmediata de ser digna de confianza...

«Entonces, no era una familiar —dijo Faile para sus adentros—. Esta mujer fue entrenada en la Torre Blanca.» ¿Sería entonces como la reina Morgase? ¿Demasiado débil en el Poder para convertirse en Aes Sedai?

—Esperaremos un día —decidió Faile—. Si nadie ha venido a buscarnos para entonces, nos encaminaremos hacia el sur e intentaremos escapar de la Llaga lo antes posible.

—Me pregunto cuánto nos hemos internado hacia el norte —comentó Harnan mientras se frotaba el mentón—. No me atrae la idea de tener que salvar montañas para volver a casa.

—¿Prefieres quedarte en la Llaga? —replicó Mandevwin.

—Bueno, no. Pero nos llevaría meses volver a terreno seguro. Meses de viajar a través de la Llaga, nada menos...

«Luz —pensó Faile—. Viajar meses por un sitio donde tenemos suerte de haber perdido sólo a dos en un día.» Jamás lo conseguirían. Incluso sin carretas, la caravana destacaría en el paisaje como una herida reciente en una piel muerta. Tendrían suerte si seguían vivos un día o dos.

Resistió el impulso de echar un vistazo a la tienda. ¿Qué ocurriría si no llevaba el Cuerno a Mat a tiempo?

—Hay otra opción —sugirió Setalle, vacilante.

Faile la miró.

—Ese pico que hay al este de nuestra posición —dijo Setalle, que hablaba con clara renuencia—. Aquello es Shayol Ghul.

Mandevwin apretó los párpados y susurró algo entre dientes que Faile no captó. Los otros parecían a punto de vomitar. Faile, sin embargo, captó la implicación de lo dicho por Setalle.

—Ahí es donde el Dragón Renacido guerrea contra la Sombra —apuntó—. Uno de nuestros ejércitos estará allí. Con encauzadores que podrían sacarnos.

—Así es —ratificó Setalle—. Y el área que rodea Shayol Ghul es lo que se conoce como las Tierras Malditas, un lugar al que, según se dice, los horrores de la Llaga evitan acercarse.

—¡Porque es terrible! —exclamó Arrela—. ¡Si ellos no van allí será porque temen al propio Oscuro!

—El Oscuro y sus ejércitos tienen puesta su atención en la batalla —dijo despacio Faile al tiempo que asentía con la cabeza—. No sobreviviremos mucho tiempo en la Llaga, habremos muerto antes de que acabe la semana. Pero si las Tierras Malditas están libres de esos horrores y podemos llegar hasta nuestro ejército que combate allí...

Parecía una opción mucho mejor —por limitada que fuera— que intentar marchar durante meses por el lugar más peligroso del mundo. Les dijo a los demás que se plantearía lo que iban a hacer y los despidió.

Sus consejeros se apartaron a fin de preparar las mantas para dormir, en tanto que Mandevwin iba a hacer la ronda por los hombres que estaban de guardia. Faile se quedó contemplando el rescoldo de la lumbre; tenía el estómago revuelto.

«Alguien mató a Berisha —pensó—. Estoy segura de ello.» En realidad, la localización del acceso podría haber sido algo accidental. Esas cosas ocurrían a veces, incluso a las Aes Sedai, por mucho que dijera Setalle. Pero si había un Amigo Siniestro en la caravana, uno que se hubiera asomado a la abertura y hubiese visto que conducía a la Llaga, podría haber decidido matar a Berisha a fin de dejar el Cuerno y la caravana abandonados a su suerte.

—Setalle —llamó Faile a la mujer cuando pasó a su lado—, querría hablar contigo.

La mujer se sentó junto a ella con expresión serena.

—Sé lo que vais a preguntarme —dijo.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que estuviste en la Torre Blanca?

—Ya hace décadas.

—¿Eres capaz de crear un acceso?

—Pequeña, no sería capaz de encender siquiera una vela —contestó con una risa Setalle—. Mi capacidad de encauzar se consumió en un accidente. No encauzo Poder Único desde hace más de veinticinco años.

—Comprendo —dijo Faile—. Gracias.

Setalle se alejó y Faile se quedó pensativa. ¿Hasta qué punto era cierta su historia? Setalle había sido muy servicial en los días que llevaban juntas, y Faile comprendía que la mujer quisiera guardar en secreto sus lazos con la Torre Blanca. En cualquier otra situación, no le habría dado mayor importancia a la historia de la mujer.

No obstante, allí no había forma de confirmar lo que decía. Si Setalle era una hermana Negra de incógnito, su historia sobre la consunción podría ser simplemente una invención. Quizás aún podía encauzar. O quizá no, pero la habían neutralizado como castigo. ¿Cabría la posibilidad de que esa mujer fuera una peligrosa prisionera huida, una agente que había esperado décadas para atacar en el momento oportuno?

Setalle había sido la que sugirió ir a Shayol Ghul. ¿Se proponía entregar el Cuerno a su señor?

Sintiendo frío, Faile se metió en la tienda y varios miembros de Cha Faile montaron guardia alrededor. Faile se arropó en la manta. Sabía que estaba siendo recelosa en extremo, pero ¿qué otra cosa podía ser en tales circunstancias?

«Luz —pensó—. El Cuerno de Valere perdido en la Llaga.» Una pesadilla.


Aviendha se inclinó sobre una rodilla junto al cadáver que ardía sin llama; en la mano sostenía el angreal — un broche en forma de tortuga— que Elayne le había dado. Respiró por la boca mientras contemplaba el rostro del hombre.

Había un número sorprendente de esos velos rojos. Fueran cuales fueran sus orígenes, no eran Aiel en realidad. No seguían el ji’e’toh. Durante el combate de la noche, había visto a dos Doncellas tomar cautivo a un hombre. Él se había comportado como gai’shain, pero después había matado a una de ellas por la espalda con un cuchillo que llevaba oculto.

—¿Y bien? —preguntó Sarene, sin aliento.

Mientras los que se encontraban en Campo de Merrilor descansaban y se preparaban para la difícil empresa que les esperaba, la batalla en Shayol Ghul proseguía. El ataque de los velos rojos se había prolongado toda la noche y el día siguiente y proseguía ahora que, de nuevo, había caído la noche.

—Creo que lo conocía —repuso Aviendha, afectada—. Encauzó por primera vez cuando yo era una cría. Hizo crecer algode cuando no era época. —Dejó caer el velo sobre la cara del hombre—. Se llamaba Soro. Era amable conmigo. Lo vi correr a través de la tierra seca, al anochecer, después de jurar que escupiría en el ojo del Cegador de la Vista.

—Lo siento —se condolió Sarene, aunque no había asomo de compasión en su voz.

Aviendha empezaba a acostumbrarse a ese rasgo de la mujer. No era que a Sarene no le importara; simplemente no permitía que las emociones la distrajeran. Al menos, cuando su Guardián no estaba con ella. La Aes Sedai habría sido una buena Doncella.

—Sigamos adelante —dijo Aviendha, que echó a andar seguida de su grupo de encauzadores.

Durante los días y las noches de combate su equipo había cambiado, mezclándose y turnándose conforme las mujeres necesitaban descansar. La propia Aviendha había dormido un rato durante el día.

De común acuerdo, la que dirigía el círculo evitaba utilizar su propio poder, por lo que Aviendha todavía tenía una fuerza razonable a pesar de las muchas horas de lucha. Eso le permitía permanecer alerta, al acecho en la caza. Las otras mujeres se convertían en pozos de Poder de los que extraerlo.

Tenía que ir con cuidado de no vaciarlos en exceso. Si cansaba a una mujer, a ésta le bastaba con dormir unas cuantas horas para estar de nuevo preparada para luchar. Agotarla por completo significaría inutilizarla durante días. En ese momento, Aviendha tenía a Flinn y tres Aes Sedai en su círculo. Había aprendido el tejido que le permitía notar cuando un hombre encauzaba cerca —estaba circulando entre Aes Sedai y Sabias—, pero tener con ella a un encauzador era mucho más eficaz.

Flinn señaló algunos destellos de fuego a un lado del valle, y se dirigieron a paso rápido hacia allí pasando entre cadáveres y sitios donde el suelo todavía ardía. Con la creciente luz del alba, Aviendha veía a través de la fría neblina que las fuerzas de Darlin todavía resistían en la boca del valle.

Los trollocs habían avanzado hasta los parapetos bajos de tierra que Ituralde había hecho construir. Allí habían muerto y matado ambos bandos. Los trollocs habían recibido un castigo más duro, pero también eran mucho más numerosos. La rápida ojeada que Aviendha echó hacia allí le mostró que habían rebasado uno de los parapetos de tierra, pero los jinetes domani de la reserva habían entrado en liza y estaban haciéndolos retroceder de nuevo.

Bandas de Aiel se desplazaban y luchaban en la misma boca del valle. Algunos con velos rojos, otros con velos negros.

«Demasiados», pensó Aviendha, que levantó una mano para que su equipo se detuviera. Entonces prosiguió adelante sola, en silencio. Podía separarse unos cuantos cientos de pasos de las mujeres y aun así tener acceso a su poder.

Se abrió camino con cuidado a través de áridas zonas rocosas del valle. A su derecha había tres cadáveres, dos con velos negros. Los examinó con el Ahondamiento; no se dejaría sorprender por el viejo truco de camuflarse entre los muertos. Ella misma lo había utilizado.

Esos tres estaban muertos de verdad, así que siguió adelante, agazapada. Además del punto donde tearianos y domani contenían a los trollocs, tenían una segunda fuerza protegiendo el campamento y el sendero que conducía a la cueva donde Rand luchaba. En la franja entre una y otra fuerza, Aiel y velos rojos merodeaban en bandas, cada cual intentando superar a los otros. Sólo que algunos velos rojos podían encauzar.

El suelo retumbó y se sacudió cerca. Una rociada de tierra cayó por el aire. Aviendha se agachó más, pero apretó el paso.

Un poco más adelante, una docena de siswai’aman corría hacia la posición de dos velos rojos, ambos encauzadores. Los velos rojos hicieron estallar el suelo debajo de los atacantes y lanzaron los cuerpos al aire.

Aviendha entendía por qué los Aiel seguían intentándolo. Esos velos rojos eran una afrenta, un crimen. Los seanchan, que osaban tomar cautivas a Sabias, no eran tan repulsivos como ésos. De algún modo, la Sombra había tomado a los más valientes de los Aiel y los había convertido en... esas cosas.

Atacó con rapidez, sacando la fuerza a través del angreal y su círculo, y tejió dos líneas de fuego que arrojó a los dos velos rojos. Empezó de inmediato otros tejidos, con los que hizo explotar la tierra debajo de los dos encauzadores, y empezó una tercera tanda de tejidos. Arrojó fuego a los velos rojos mientras se tambaleaban; uno esquivó el ataque de un salto, pero al otro lo alcanzaron sus explosiones del suelo.

Arremetió contra el que había huido con lanzas de fuego, tras lo cual golpeó ambos cuerpos con una explosión extra de poder, sólo para asegurarse. Esos hombres ya no se guiaban por el ji’e’toh. Ya no estaban vivos. Eran vainas vacías que había que arrancar.

Se acercó para comprobar el estado de los siswai’aman. Ocho seguían vivos, tres de ellos heridos. Aviendha no era muy hábil con la Curación, pero sí pudo salvar la vida de uno de los hombres al evitar que se desangrara por la herida del cuello. Los otros supervivientes recogieron a los heridos y regresaron al campamento.

Aviendha se quedó junto a los dos cadáveres. Decidió no mirarlos con atención. Haber identificado a un hombre al que había conocido otrora ya era bastante malo. Esto...

Una conmoción le llegó a través del círculo, y uno de los pozos de poder desapareció. Aviendha dio un respingo. Otro se apagó.

De inmediato soltó el círculo y corrió de vuelta a donde había dejado a las mujeres. Destellos y explosiones la sacudieron. Se aferró al Poder Único, a su propia fuerza, que ahora parecía lastimosamente pequeña comparada con la que había estado utilizando.

Se frenó de golpe, trompicando, delante de los cadáveres humeantes de Kiruna y Faeldrin. La repulsiva mujer que había visto antes —y que no podía ser más que una de las renegadas— se encontraba allí, mirándola con una sonrisa. La horrible mujer apoyaba la mano en el hombro de Sarene; la esbelta Blanca tenía la cabeza vuelta hacia la Renegada y la contemplaba con adoración en los ojos insulsos. El Guardián de Sarene yacía muerto a sus pies.

Las dos desaparecieron girando sobre sí mismas, en un tipo de Viaje que no necesitaba un acceso. Aviendha cayó de rodillas junto a los muertos. Cerca, Damer Flinn gemía e intentaba liberarse de la tierra que lo cubría. Le faltaba el brazo izquierdo, calcinado y arrancado hasta el hombro.

Aviendha masculló una maldición e hizo lo que pudo para Curarlo, aunque el hombre perdió el sentido. De repente se sintió muy cansada y muy, muy sola.

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