29 Perder una colina

Centrad la atención en los Fados! —gritó Egwene, a la vez que lanzaba un golpe de Aire hacia los trollocs que subían por la ladera.

Los Engendros de la Sombra habían abierto una brecha en las filas de piqueros que defendían la colina y entraban por ella a raudales. Acostumbrados ya a atacar a encauzadores, se agacharon, preparándose para lo que iba a pasar. Eso le dio a Egwene una buena vista del pelotón de trollocs y del Myrddraal que se escondía entre ellos, justo en el centro. Llevaba una capa marrón por encima de sus ropajes habituales y sostenía una percha de caza trolloc.

«No es de extrañar que tuviera dificultad en localizarlo», pensó Egwene, que destruyó al ser con un tejido de Fuego. El Semihombre se retorció y se sacudió en el fuego al tiempo que chillaba, con el rostro sin ojos vuelto hacia el cielo. El pelotón de trollocs también se desplomó.

Egwene sonrió con satisfacción, pero su gozo duró poco. A los arqueros casi no les quedaban flechas y las filas de piqueros estaban hechas trizas, además de saltar a la vista la fatiga de algunas Aes Sedai. Otra oleada de trollocs reemplazó a la que Egwene había destruido.

«¿Vamos a poder aguantar esto otro día más?», pensó.

Una compañía de lanceros montados se apartó de repente del flanco izquierdo del ejército de Bryne que combatía en el río. Ondeaba el estandarte de la Llama de Tar Valon; tenía que ser la unidad de caballería pesada de la que Bryne se sentía orgulloso. Los había agrupado con prisas, al mando del capitán Joni Shagrin, de una mezcla de veteranos curtidos de las caballerías de otros países y de los soldados de la Guardia de la Torre que querían unirse a esa fuerza de combate de elite.

Los lanceros dieron un rodeo a los sharaníes que tenían enfrente y cabalgaron a toda velocidad hacia las colinas donde se encontraban Egwene y las Aes Sedai, directamente a la retaguardia del ejército trolloc que atacaba aquella posición. Justo detrás de ellos, una segunda unidad de caballería cabalgaba tras el polvo de la primera, esta última exhibiendo un estandarte verde oscuro de Illian. Al parecer, el general les mandaba por fin un poco de ayuda para darles un respiro.

Pero... Un momento. Egwene frunció el entrecejo. Desde su posición aventajada veía que el flanco izquierdo del ejército principal se había quedado completamente desprotegido ahora.

«¿Qué está haciendo Bryne? ¿Alguna especie de... trampa para los sharaníes?»

Si se había planeado una maniobra envolvente, la trampa no se cerró. Por el contrario, una unidad de caballería sharaní cargó contra el flanco izquierdo expuesto de Bryne y empezó a ocasionar muchas bajas en los soldados de infantería que defendían esa posición en el río. Y entonces Egwene vio otro movimiento en el campo allí abajo que la horrorizó: un escuadrón de caballería sharaní aún más numeroso se había separado del flanco derecho enemigo y se echaba encima de la unidad de lanceros que había ido en su ayuda.

—Gawyn, que se avise a esos lanceros... ¡Es una trampa!

Pero no hubo tiempo para nada. En cuestión de segundos la caballería sharaní estaba matando lanceros de la Torre Blanca por detrás. Al mismo tiempo, las filas de retaguardia de los trollocs se volvieron para hacer frente a la carga de lanceros. Egwene vio que todos aquellos trollocs llevaban picas largas que atravesaron cuerpos de hombres y caballos. Las líneas delanteras de los lanceros cayeron en un ensangrentado montón y los trollocs avanzaron entre los cadáveres para derribar y arremeter con sus armas a los jinetes que venían detrás.

Egwene gritó y absorbió todo el Poder que fue capaz e intentó destruir la fuerza trolloc; las otras mujeres se unieron a ella. Fue una masacre en ambos bandos. Pero había demasiados trollocs y los lanceros se hallaban desprotegidos. En cuestión de minutos todo había acabado. Sólo unos pocos jinetes habían conseguido sobrevivir y Egwene los vio dirigirse a galope tendido hacia el río.

Estaba conmocionada. A veces, los ejércitos parecían moverse con el cabeceo pomposo de enormes barcos anclados al muelle, y entonces, en un instante, todo estallaba y compañías enteras habían perecido.

Apartó la vista de los cadáveres tirados allá abajo. Las posiciones de las Aes Sedai en las colinas corrían peligro. Cuando los trollocs volvieron la atención hacia su fuerza, Egwene dio órdenes de abrir accesos. Evacuó a los piqueros que se encontraban en la ladera a través de accesos mientras los arqueros seguían disparando flechas a los trollocs de abajo. Luego, Egwene y las restantes Aes Sedai descargaron destrucción sobre los trollocs durante el tiempo suficiente para que los arqueros se pusieran a salvo por los accesos.

Antes de desaparecer a través del último acceso de su colina, Egwene dirigió una última ojeada al campo de batalla. ¿Qué había pasado allí?

Meneó la cabeza mientras Gawyn se acercaba a ella, leal como siempre. No había tenido ocasión de desenvainar siquiera la espada en esa batalla. Y tampoco Leilwin; los dos parecían sostener una pequeña competición silenciosa sobre cuál de ellos actuaba mejor como protector, quedándose casi pegados a ella. A Egwene le había resultado irritante, pero era mejor que el aire taciturno y apesadumbrado de Gawyn en batallas previas.

Sin embargo, parecía pálido. Como si le rondara una enfermedad. ¿Habría dormido lo suficiente?

—Necesito que vayas al campamento y busques al general Bryne —dijo Egwene—. Quiero saber por qué se ha permitido que ocurra algo así. Y luego iré con nuestras tropas que defienden el vado y vengaré a los nuestros, que acaban de perder la vida aquí.

Los dos la miraron con el entrecejo fruncido.

—Egwene... —empezó Gawyn.

—Todavía tengo fuerza —lo interrumpió ella—. He estado usando el sa’angreal para evitar esforzarme demasiado. Los hombres que combaten en esa posición necesitan verme, y yo he de estar allí donde se me necesite mientras pueda. Llevaré todos los guardias que quieras.

Gawyn vaciló, miró a Leilwin y después, por fin, asintió con la cabeza.


Lan desmontó y le tendió las riendas a Andere, pasó junto a los soldados de guardia —que parecieron sorprendidos al verlo acompañado por tantos guardias, muchos de ellos ensangrentados— y fue hacia la tienda de mando. La tienda era poco más que un toldo, ya que estaba abierta por todos los lados; soldados entraban y salían como hormigas en un hormiguero. Ese día el aire era caliente allí, en Shienar. Lan no había recibido informes recientemente de los otros frentes de batalla, pero había oído que su situación desesperada no era la única en ese momento. Elayne luchaba en Cairhien; la Amyrlin en la frontera de Arafel.

Quisiera la Luz que sus ejércitos no lo estuvieran pasando tan mal como ellos. Dentro de la tienda, Agelmar tenía mapas en el suelo todo en derredor; los señalaba con un palo fino y movía fragmentos de piedras de colores mientras daba órdenes. Los corredores llegaban y actualizaban el progreso de la batalla. Los mejores planes de batalla sólo duraban hasta que se desenvainaba la primera espada, pero un buen general trabajaría las batallas como un alfarero trabajaba la arcilla, tomando los altibajos de los soldados y moldeándolos.

—¿Lord Mandragoran? —se sorprendió Agelmar al levantar la vista—. ¡Luz, hombre! Parecéis la mismísima Llaga. ¿Habéis mandado llamar a las Aes Sedai para que os Curen?

—Estoy bien —afirmó Lan—. ¿Cómo va la batalla?

—Me siento crecido —dijo Agelmar—. Si encontramos un modo de frenar a esos Señores del Espanto durante una hora o dos, creo que tenemos una buena posibilidad de hacer retroceder a los trollocs.

—Seguramente no —replicó Lan—. Hay muchísimos.

—No se trata de números —contestó Agelmar, que le hizo un gesto con la mano a Lan y señaló el mapa—. Aquí hay algo que pocos hombres entienden, Lan. Los ejércitos pueden venirse abajo, y a veces lo hacen, aunque sus efectivos superen a los del adversario, aunque tengan más ventajas en el campo de batalla y una buena probabilidad de ganar.

»Cuando uno pasa tiempo ejerciendo el mando, empieza a ver a un ejército como un elemento único, una bestia inmensa con miles de extremidades. Eso es un error. Un ejército se compone de hombres o, en este caso, de trollocs, todos y cada uno de ellos en el frente, todos y cada uno de ellos aterrados. Ser soldado es controlar el terror. La bestia que llevamos dentro quiere escapar, nada más.

Lan se puso en cuclillas y examinó los mapas de batalla. La situación era muy parecida a la que él había visto, excepto que Agelmar todavía tenía a la caballería ligera saldaenina vigilando el flanco oriental en el mapa. ¿Un error? Él había comprobado por sí mismo que ya no se encontraban allí. ¿Los corredores no tendrían que haber avisado a Agelmar de que el mapa era incorrecto? ¿O él los estaba distrayendo de algún modo para que no se dieran cuenta?

—Hoy os enseñaré algo, Lan —dijo Agelmar en voz queda—. Os mostraré lo que el hombre más pequeño debe aprender en el patio de prácticas si quiere sobrevivir. Uno puede hacer que un enemigo más grande se desmorone si lo convence de que va a morir. Golpeadlo con la fuerza suficiente y huirá. Y no volverá, no vaya a ser que volváis a pegarle, incluso si uno sabe para sus adentros que está demasiado débil para volver a golpearlo.

—¿Es ése pues vuestro plan para hoy? —preguntó Lan.

—Los trollocs se desmoronarán si hacemos un despliegue de fuerza que los asuste —contestó Agelmar—. Sé que puede funcionar. Confío en poder abatir al cabecilla de esos Señores del Espanto. Si los trollocs suponen que están perdiendo, se darán a la fuga. Son unas bestias cobardes.

Oír a Agelmar explicarlo hacía que pareciera razonable. Quizás él no estaba viendo toda la situación en su conjunto. Quizá la genialidad de los grandes capitanes iba más allá de lo que otros eran capaces de imaginar. ¿Habría hecho mal al revocar la orden de desplazar a los arqueros?

El mensajero que Lan había enviado antes regresó a galope al centro de mando. Uno de los hombres de la Guardia Real de Lan también llegó sujetándose un brazo en el que llevaba clavada una flecha con penacho negro.

—¡Una fuerza enorme de Engendros de la Sombra! —anunció el mensajero—. ¡Viene del este! ¡Dai Shan, teníais razón!

«Sabían que debían venir por ese lado —pensó Lan—. Es imposible que se dieran cuenta de que el flanco lo teníamos desprotegido. Con esas colinas tapándoles la vista, no podían saberlo. Han venido demasiado deprisa. La Sombra debe de haber recibido aviso o tenía que saberlo de antemano.» Miró a Agelmar.

—¡Imposible! —exclamó el general—. ¿Por qué pasa esto ahora? ¿Por qué los exploradores no lo vieron?

—Lord Agelmar —intervino uno de sus comandantes—, enviasteis exploradores al este para vigilar el río, ¿recordáis? Tenían que inspeccionar el cruce para nuestras fuerzas. Dijisteis que los arqueros se... —El comandante se puso pálido—. ¡Los arqueros!

—Los arqueros siguen en sus posiciones —dijo Lan al tiempo que se incorporaba—. Quiero que las líneas del frente empiecen a replegarse. Sacad a los saldaeninos de la lucha, y que estén preparados para ayudar en la retirada a los soldados de infantería. Que los Asha’man retrocedan. Vamos a necesitar accesos.

—Lord Mandragoran —habló Agelmar—, este nuevo despliegue podría ser útil. Si nos partimos en dos y luego los aplastamos entre ambas fuerzas, podemos...

—Quedáis relevado de servicio, lord Agelmar —dijo Lan sin mirar al hombre—. Y, por desgracia, he de pedir que permanezcáis bajo vigilancia hasta que pueda evaluar lo ocurrido.

En la tienda de mando se hizo el silencio y todos los ayudantes, mensajeros y oficiales se volvieron hacia Lan.

—Vamos, Lan. Lo que decís suena como si me estuvieseis arrestando —dijo Agelmar.

—Lo estoy haciendo.

Lan llamó con un gesto a los hombres de la Guardia Real. Entraron en la tienda y tomaron posiciones para evitar que escapara alguien. Algunos hombres de Agelmar llevaron la mano a la espada, pero la mayoría parecían desconcertados y sólo apoyaron la mano en la empuñadura.

—¡Esto es un ultraje! —clamó Agelmar—. No seáis necio. No es el momento de...

—¿Y qué queréis que haga, Agelmar? —barbotó Lan—. ¿Dejar que acabéis con este ejército? ¿Dejar que la Sombra nos aniquile? ¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué?

—Estáis reaccionando de forma exagerada, Lan —dijo Agelmar; era evidente que mantenía la calma con dificultad, y los ojos le ardían, coléricos—. ¿Qué ideas se os han pasado por la cabeza? ¡Luz!

—¿Por qué disteis la orden de quitar a los arqueros de las colinas orientales?

—¡Porque los necesitaba en otro sitio!

—¿Y eso tiene sentido? —demandó Lan—. ¿No me habéis dicho que vigilar ese flanco era vital?

—Yo...

—También retirasteis a los exploradores de esa posición. ¿Por qué?

—Ellos... Se...

Agelmar se llevó una mano a la cabeza con aire aturdido. Bajó la vista al mapa de batalla y abrió mucho los ojos.

—¿Qué os ocurre, Agelmar? —dijo Lan.

—No lo sé —respondió el hombre. Parpadeó y siguió mirando los mapas que había a sus pies. El rostro adoptó una expresión de espanto, los ojos se le desorbitaron y entreabrió los labios—. ¡Oh, Luz! ¿Qué he hecho?

—¡Transmitid mis órdenes! —instó Lan con urgencia a su Guardia Real—. Traed a lord Baldhere a la tienda de mando. Que vengan también la reina Ethenielle y el rey Easar.

—Lan, tenéis que traer a... —Agelmar enmudeció—. ¡Luz! No puedo — decirlo. ¡Empiezo a pensar lo que hay que hacer, y acuden a mi mente pensamientos erróneos! Sigo tratando de sabotear nuestro ejército. Por mi culpa estamos condenados. —Abrió mucho los ojos otra vez y alargó— la mano hacia la espada corta, que sacó de la vaina.

Lan la asió por la guarda y la virola, parándola justo antes de que Agelmar pudiera hundírsela en el estómago para acabar con su vida. La sangre brotó entre los dedos de Lan donde había rozado el aguzado filo de la hoja, justo debajo de la virola.

—Dejad que muera con honor —dijo Agelmar—. Yo... Nos he abocado a la destrucción. He hecho que perdiéramos esta guerra, Lan.

—La guerra no, sólo la batalla —adujo Lan—. Algo raro os ocurre. Una enfermedad, la fatiga o algo de la Sombra. Sospecho que descubriremos que alguien os ha estado manipulando la mente.

—Pero...

—¡Sois un soldado! —bramó Lan—. ¡Comportaos como tal!

Agelmar se quedó inmóvil. Buscó los ojos de Lan y luego asintió con la cabeza una vez. Lan apartó los dedos de la hoja y Agelmar la guardó en la vaina con un seco chasquido. El gran capitán se sentó con las piernas cruzadas en la postura tradicional de meditación shienariana, con los ojos cerrados.

Lan se apartó a largas zancadas mientras impartía órdenes. El príncipe Kaisel corrió hacia él; saltaba a la vista que estaba asustado.

—¿Qué está ocurriendo, lord Mandragoran?

—Compulsión, probablemente —dijo Lan—. Hemos sido como conejos en una trampa, con la cuerda cerrándose despacio, aunque bien ceñida, alrededor del cuello. ¡Que alguien me diga por favor si los Asha’man aún tienen fuerza suficiente para los accesos! ¡Y traedme noticias del flanco oriental! Esos arqueros necesitarán apoyo. Que el resto de las tropas de reservan vaya a cubrirlos.

El príncipe Kaisel, con los ojos muy abiertos y la mano en la espada, retrocedió al tiempo que las órdenes continuaban. Miró a lord Agelmar con el rostro demudado.

—¿De verdad hemos perdido? —le preguntó a Lan una vez que éste acabó de dar órdenes y los mensajeros corrían a transmitirlas.

—Sí, hemos perdido —dijo Lan.

—¡Lan! —gritó de repente Agelmar, que había abierto los ojos.

Lan se volvió hacia él.

—La reina Tenobia —explicó Agelmar—. La envié hacia el peligro sin comprender lo que hacía. ¡Quienquiera que me metiera esos planes en la cabeza la quiere muerta!

Lan masculló un juramento y salió disparado del campamento para subir a lo alto de la colina más cercana. Los exploradores que se encontraban allí le hicieron sitio cuando llegó arriba. Sacó el visor de lentes del cinturón, aunque no lo necesitaba. Localizó la bandera de la reina mientras recorría con la vista el campo de batalla.

Estaba rodeada. Fuera cual fuera la ayuda que había pensado que recibiría, no había sido enviada. Lan abrió la boca para dar órdenes, pero las palabras murieron en sus labios al ver a los trollocs lanzarse en tropel sobre la pequeña bandera blanca y plateada, donde ella había estado combatiendo. La enseña cayó, y en cuestión de segundos no quedaba ningún soldado vivo en ese sector del campo de batalla.

Mantener la frialdad. No podía hacer nada por Tenobia. Aquello ya no se trataba de salvar a personas individuales.

Tendría suerte si acababa el día con algo que se pareciera a un ejército.


Mat cabalgaba con Tuon hacia el sur, en dirección al campo de batalla, a lo largo de la ribera del río que era la frontera occidental de Arafel.

Por supuesto, a donde iba Tuon, también iba Selucia. Y, ahora, Min; Tuon quería tener junto a ella a su nueva Augur del Destino, en todo momento. Tuon no dejaba de preguntarle qué veía y Min seguía respondiendo de mala gana.

Mat había intentado que dijera que veía un sombrero flotando sobre su cabeza. Eso persuadiría a Tuon de que dejara de intentar deshacerse del suyo, ¿verdad? Mejor habría sido eso que Min explicando lo de ojo en la balanza, y la daga, y todas las otras puñeteras cosas que había visto sobre él.

A donde iba Tuon, también iba un centenar de Guardias de la Muerte. Y Galgan y Courtani, que se sentía recriminada por no haber actuado con suficiente rapidez para ayudar a Mat. Furyk Karede también iba con ellos, al mando de la Guardia de la Muerte. Que Karede estuviera cerca era tan agradable como encontrar la mano de otro hombre en tu bolsillo, pero era un buen soldado y Mat lo respetaba. Le encantaría poner juntos a Karede y a Lan en una competición de mantener fija la mirada. Podrían aguantar años.

—Necesito tener un panorama mejor —dijo Mat cuando estuvieron cerca, mientras recorría con la vista el campo de batalla—. Allí.

Hizo dar la vuelta a Puntos y cabalgó hacia una elevación bastante próxima al sector donde las fuerzas oponentes intercambiaban destrucción al borde del río. Tuon lo siguió sin decir palabra. Cuando llegaron allí, Selucia le asestó una mirada asesina.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mat—. Había dado por sentado que estarías contenta de tenerme de vuelta. Así tienes a alguien más a quien mirar ceñuda.

—La emperatriz os seguirá a donde vayáis —contestó ella.

—Lo hará, sí. Y yo la seguiré a donde vaya ella, supongo. Espero que eso no nos conduzca a dar demasiadas vueltas. —Inspeccionó la batalla.

El río no era terriblemente ancho —tal vez unos cincuenta espanes— pero la corriente era rápida y profunda a ambos extremos del vado. El agua representaba una buena barrera, y no sólo para los trollocs. El vado, sin embargo, ofrecía un cruce fácil, con el agua a la altura de la rodilla y lo bastante ancho para que al menos veinte filas de jinetes cruzaran a la vez.

En la lejana mitad del ejército sharaní, un hombre montaba un reluciente caballo blanco. Mat casi no lo veía con el visor; la resplandeciente armadura del hombre no se parecía a ninguna que Mat hubiera visto, aunque la distancia dificultaba distinguir detalles concretos.

—Supongo que ése es nuestro Renegado, ¿no? —preguntó y señaló con la ashandarei.

—Parece que llama a gritos al Dragón Renacido —dijo Galgan.

La voz de Demandred retumbaba a través del campo de batalla en aquel momento, ampliada con el Poder Único. Exigía que el Dragón apareciera y se enfrentara a él en duelo. Mat observó al tipo por el visor de lentes.

—Conque Demandred, ¿eh? ¿Se le ha ido un poco la chaveta o qué?

En fin, Mat sabía de qué sector de la jodida batalla tenía que mantenerse alejado. No había firmado para luchar con Renegados. De hecho, que él recordara, no había firmado para nada. Se había visto forzado a seguir adelante cada paso del jodido camino. A la fuerza, por lo general, y siempre por una estúpida mujer u otra.

Egwene podría vérselas con Demandred o quizá podrían hacerlo los Asha’man. Rand había dicho que los Asha’man ya no se volvían locos, pero ésa era una promesa vana. Cualquier hombre que quisiera encauzar Poder Único ya estaba loco, en opinión de Mat. Añadirles más demencia sería como echar té en una taza que ya estaba llena.

Al menos las damane de Tuon tenían a esas encauzadoras sharaníes ocupadas. Sin embargo, era imposible hacerse una idea clara de lo que estaba pasando. Había demasiada confusión.

Mat apuntó de nuevo el visor de lentes hacia el sur, a lo largo del río, y frunció el entrecejo. Había un campamento militar instalado justo a unos pocos cientos de pasos al otro lado del vado, pero no era el arreglo desorganizado de las tiendas lo que le llamó la atención. Al extremo oriental del campamento había una numerosa unidad de jinetes y sus caballos que se limitaban a estar allí. Distinguió a una figura que caminaba a zancadas delante de las tropas y que parecía estar de muy mal humor. Puede que hubiera perdido un ojo, pero Mat no tuvo dificultad en reconocer a Tylee.

Mat bajó el visor. Se frotó la mejilla, se ajustó el sombrero y se apoyó la ashandarei en el hombro.

—Dadme cinco minutos sólo, sin nadie más —dijo, tras lo cual taconeó a Puntos y lo puso a galope colina abajo esperando que Tuon lo dejara ir solo. Por una vez, le hizo caso, aunque al llegar al pie de la elevación se la pudo imaginar allí arriba, observándolo con esos ojos suyos tan curiosos. Era como si le pareciera interesante todo lo que él hacía.

Mat galopó a lo largo del río hacia la localización de Tylee. Resonaron explosiones, dolorosas al oído, que anunciaban que se había acercado al corazón de la batalla.

Mat condujo a Puntos hacia la izquierda con la rodilla y cabalgó hacia la general que paseaba con irritación.

—¡Tylee, necia cegada por la Luz! ¿Por qué estás plantada aquí en lugar de hacer algo útil?

—Alteza —saludó Tylee al tiempo que se arrodillaba—, nos dieron la orden de quedarnos aquí hasta que nos llamaran.

—¿Quién os dijo eso? Y ponte de pie.

—El general Bryne, alteza —contestó mientras se levantaba. Mat notó el enfado en el tono de voz, pero la mujer mantuvo el gesto controlado—. Dijo que sólo éramos una fuerza de reserva y que por ninguna circunstancia teníamos que movernos de aquí hasta que él diera la orden. Dijo que muchas vidas dependían de ello. Pero mirad, podéis verlo por vos mismo —dijo señalando hacia el río—. La batalla no va bien.

Mat había estado demasiado centrado en Tylee para ver el estado de las cosas al otro lado del agua, pero ahora hizo un amplio recorrido con la mirada por el combate.

Mientras que las damane aún parecían estar aguantando bien la lucha contra las encauzadoras sharaníes, las tropas regulares estaban claramente en un apuro. Los defensores del flanco izquierdo de Bryne, río abajo, se habían desmoronado por completo, y a los soldados los estaban acosando los sharaníes.

¿Dónde estaba la caballería? Se suponía que era para proteger los flancos. Y, como Mat había predicho, los arqueros sharaníes se habían movido hacia el campo de batalla y estaban lanzando flechas a la caballería de Bryne en el flanco derecho. Todo era como un furúnculo que se estaba apretando y las tropas de Bryne eran el grano a punto de reventar.

—Esto no tiene sentido, puñetas —dijo—. Está llevando esto hacia un desastre. ¿Dónde está el general ahora, Tylee?

—Lo ignoro, alteza, tengo gente que lo está buscando, pero hasta ahora no ha vuelto nadie. Pero tengo informes de que nuestro bando ha sufrido un gran revés justo al sur de aquí. Dos grandes unidades de caballería del general Bryne han sido borradas del mapa por los sharaníes justo debajo de las colinas en la frontera. Se habla de que las habían enviado allí para relevar a las marath’damane que estaban en las colinas.

—Rayos y centellas. —Mat consideró esa información—. Muy bien. Tylee, no podemos seguir esperando aquí más tiempo. Esto es lo que haremos. Que el oficial general Makoti conduzca al segundo escuadrón hacia el centro. Tendrá que rodear a nuestras tropas que combaten allí y hacer retroceder a los sharaníes. Tú ve con el tercer escuadrón y da la vuelta alrededor del flanco derecho; encárgate de esos arqueros y de cualesquiera otros amantes de cabra que se crucen en vuestro camino. Voy a llevar al primer escuadrón hacia el flanco izquierdo para poner un parche a esas defensas. ¡Venga, Tylee, muévete!

—Sí, alteza. Pero no iréis a acercaros tanto a la batalla, ¿verdad?

—Oh, claro que sí. ¡Muévete, Tylee!

—Por favor, ¿puedo hacer una humilde sugerencia, alteza? Estáis sin protección; dejad que al menos os proporcione una armadura como es debido.

Mat lo pensó un momento y después estuvo de acuerdo en que su sugerencia era prudente.

«Un hombre puede acabar herido ahí fuera, con flechas volando y espadas arremetiendo.» Tylee llamó a uno de sus oficiales que parecía ser de la misma talla que Mat. Hizo que el hombre se quitara la armadura, que tenía mucho colorido, con láminas imbricadas lacadas en verde, dorado y rojo, y perfiladas con plata. El oficial pareció divertido cuando Mat le tendió su chaqueta a cambio y le dijo que esperaba que se la devolvieran al final del día en las mismas condiciones que se la entregaba. Mat se puso la armadura, que le cubría el pecho, la parte posterior de los brazos, y la parte delantera de los muslos; era bastante cómoda. Cuando el oficial le tendió el yelmo, sin embargo, Mat no hizo caso y se limitó a encajarse mejor el sombrero de ala ancha mientras se volvía hacia Tylee.

—Alteza, una cosa más, las marath’damane...

—Yo me encargo personalmente de esas encauzadoras —dijo Mat.

Ella lo miró boquiabierta, como si pensara que estaba loco. Qué puñetas, probablemente lo estaba.

—¡Alteza! —llamó Tylee—. La emperatriz... —Enmudeció al ver la expresión de Mat—. Permitid al menos que mande unas damane para protegeros.

—Puedo cuidar de mí mismo, muchas gracias. Esas jodidas mujeres se interpondrían en mi camino, nada más. —Esbozó una sonrisa—. ¿Preparada, Tylee? Me gustaría mucho que esto hubiera acabado antes de que sea la hora de que me sirvan la jarra de cerveza que me tomo cuando voy a irme a la cama.

En respuesta, Tylee dio media vuelta y gritó:

—¡Monten!

¡Luz, vaya pulmones que tenía! Acto seguido, miles de traseros cayeron sobre las sillas de montar produciendo un sonido de palmadas que resonó a través de la legión, y todos los soldados se quedaron sentados, firmes, con la vista al frente. Había que reconocerles una cosa a los seanchan: entrenaban jodidamente bien a los soldados.

Tylee voceó una serie de órdenes y se volvió hacia Mat.

—A vuestras órdenes, alteza —dijo.

—¡Los caba’drin! —gritó Mat. Unas palabras que la mayoría de los reunidos no entendía y, sin embargo, de forma instintiva supieron que significaba «¡Adelante, caballería!».

Al tiempo que Mat taconeaba a Puntos para entrar en el agua del vado, con la ashandarei enarbolada por encima de la cabeza, oyó retumbar el suelo cuando el primer escuadrón cerró filas a su alrededor. Detrás, los estridentes cuernos seanchan lanzaban la llamada a la carga, cada cuerno con un tono ligeramente distinto del siguiente, de modo que se producía un sonido chirriante, discorde, que estaba pensado para que se oyera a grandes distancias. Más adelante, soldados de la Torre Blanca miraron hacia atrás al oír el ruido, y en los segundos que les llevó a Mat y a los seanchan cruzar el vado, los soldados se lanzaron a los lados para dejar paso a los jinetes.

Un corto viraje a la izquierda, y los seanchan se encontraron en cuestión de segundos con el regimiento de la caballería sharaní, que había estado triturando a los soldados de infantería de Egwene. La rapidez con que se aproximaron permitió a la vanguardia seanchan machacar con dureza a los sharaníes; las bien entrenadas monturas se empinaban en las patas traseras justo antes de descargar en el enemigo las patas delanteras. Los sharaníes y sus monturas cayeron. Muchos murieron aplastados cuando la caballería seanchan siguió en su implacable avance.

Los sharaníes parecían saber lo que se traían entre manos, pero ellos eran jinetes de caballería pesada, con pesadas armaduras y equipados con lanzas largas. El equipamiento perfecto para eliminar soldados de infantería con la espalda contra un muro, pero en desventaja contra una rapidísima caballería ligera en un espacio tan justo.

El primer escuadrón seanchan era una unidad especial de choque que utilizaba una amplia variedad de armas, y sus hombres estaban entrenados para trabajar en equipo. Lanzas arrojadas por los jinetes de primera línea con mortífera precisión a las viseras de los sharaníes, y de las que un número sorprendente pasaba a través de las barras y se clavaba en las caras. Empujando detrás iban jinetes que blandían a dos manos espadas con hojas curvas y acertaban a dar con ellas en el hueco vulnerable que separaba los yelmos de la parte alta del peto o, en otras ocasiones, arremetiendo los pechos vulnerables de las monturas sharaníes protegidas con bardas, que al caer derribaban al suelo a sus jinetes. Otros seanchan usaban lanzas de armas con la hoja ganchuda para desmontar a los sharaníes de la silla mientras sus compañeros arremetían con mazas al enemigo, hundiendo armaduras hasta el punto de dificultar mucho los movimientos. Y cuando los sharaníes estaban en el suelo e intentaban incorporarse con dificultad, los rematadores caían sobre ellos; eran soldados equipados con armas ligeras cuyo trabajo era levantar las viseras de los yelmos de los caídos y clavar una fina daga en los ojos expuestos. Las lanzas de los sharaníes no servían para nada en tales circunstancias; de hecho, eran un estorbo, y muchos sharaníes murieron antes de poder tirar la lanza y desenvainar la espada.

Mat ordenó a uno de sus escuadrones de caballería que cabalgaran a lo largo del borde del agua hasta llegar al extremo izquierdo de la batalla, y que entonces girara alrededor de la caballería shienariana. Ya sin estar agobiada por la lanzas sharaníes, la infantería de la Torre Blanca, antes rodeada por el flanco izquierdo, pudo utilizar de nuevo las picas y las alabardas, y con la suma del esfuerzo del segundo y tercer escuadrón seanchan, las defensas se restablecieron poco a poco en el vado. Era un trabajo sucio y resbaladizo, ya que el suelo en varios cientos de pasos del río quedó machacado y se convirtió en una extensa zona de barro batido. Pero las fuerzas de la Luz aguantaron firmes, sin ceder terreno.

Mat se vio arrastrado a lo más intenso de la lucha, y la ashandarei no dejó de dar vueltas en ningún momento. Sin embargo, enseguida descubrió que su arma no era muy útil; unos cuantos movimientos amplios de vaivén hacia uno y otro lado dieron con carne vulnerable, pero casi todas las veces la cuchilla chocaba y rebotaba con la armadura de sus adversarios, y se vio obligado a agacharse y a hacer quiebros en la silla cada dos por tres para evitar que lo alcanzara una espada sharaní.

Mat avanzó poco a poco a través de la liza, y casi había llegado a las líneas de retaguardia de la caballería sharaní cuando se dio cuenta de que tres de sus compañeros ya no iban en las monturas. Algo muy extraño, porque no hacía ni un minuto que estaban en la silla. Otros dos se pusieron tensos y miraron en derredor, alertas. De repente, ambos estallaron en llamas y, chillando de dolor, se tiraron al suelo antes de quedar inmóviles. Mat miró a su derecha justo a tiempo de ver a un seanchan salir lanzado al aire cien pies hacia atrás por una fuerza desconocida.

Cuando se volvió, su mirada se encontró con la de una mujer bellísima. Iba ataviada con un extraño vestido de seda negra, de forma holgada y adornado con cintas blancas. Era una beldad de piel oscura, como Tuon, pero no había nada delicado en los pómulos altos y llamativos ni en la carnosa boca sensual de labios fruncidos haciendo un mohín. Hasta que se curvaron hacia arriba en una sonrisa; una sonrisa que no iba destinada a tranquilizarlo.

Mientras la mujer lo miraba fijamente, el medallón empezó a ponerse progresivamente frío y Mat soltó la respiración contenida.

Hasta ahora la suerte parecía estar con él, pero no quería presionarla demasiado, del mismo modo que uno no forzaría a su mejor caballo de carreras. Todavía iba a necesitar esa abundante suerte suya en días venideros.

Mat desmontó y caminó hacia ella al tiempo que la mujer daba un respingo y lo intentaba con otro tejido, abiertos los ojos de par en par por la sorpresa. Mat dio la vuelta a la ashandarei y la hizo girar de forma que la golpeó en las piernas con el astil y le hizo perder el equilibrio. Movió el astil, justo por debajo de la hoja, hacia la derecha y la golpeó en la parte posterior de la cabeza mientras caía.

La encauzadora se desplomó de bruces en el barro. Mat no tuvo tiempo de sacarla porque de repente se encontró frente a docenas de sharaníes. Diez soldados de Mat se colocaron a su alrededor y empujaron hacia adelante. Esos sharaníes sólo tenían espadas. Mat los mantuvo a raya haciendo girar astil y hoja, y tanto los seanchan como él lucharon con ferocidad.

El combate se convirtió en un remolino de armas arremetiendo, mientras su ashandarei lanzaba al aire pegotes de barro. Dos de los hombres de Mat levantaron a la mujer caída de bruces antes de que se asfixiara en el lodazal.

Mat siguió presionando hacia adelante.

Los hombres gritaron pidiendo refuerzos.

Paso a paso, aunque dados con cautela, avanzaron inevitablemente.

El suelo se estaba tiñendo de rojo.

Soldados sharaníes reemplazaban a los que morían, y los cadáveres de los caídos se hundían profundamente en el barro. A menudo los soldados eran tipos hoscos, pero todos esos sharaníes parecía que estuvieran personalmente decididos a acabar con él... Hasta que dejaron de llegar. Mat miró a su alrededor; sólo quedaban cuatro seanchan con él.

A despecho del caos del combate, Mat tuvo la sensación de ver las cosas con más claridad que antes. Y la pausa en la lucha le dio ocasión de actuar de nuevo como un comandante.

—Atad las manos a esa mujer a la espalda —dijo entre jadeos a los hombres que había a su alrededor—. Amordazadla y tapadle los ojos con trapos para que no hable ni vea nada. —Se limpió el sudor de la frente. Luz, podría llenar un segundo río de tanto que tenía—. Vamos a abrirnos paso de vuelta al vado con nuestra prisionera. Veré si puedo encontrar unas cuantas más de las jodidas damane que entren en batalla. Los sharaníes cometieron un error al dejar a una de sus encauzadoras sola en el campo de batalla. Pero salgamos de aquí antes de que aparezcan otras.

Mat sacudió la mano; se había roto una de las uñas y se había quebrado la delicada laca. Se volvió hacia un oficial seanchan, uno de los que habían combatido junto a él. El hombre tenía una expresión de asombro y arrobo, como si estuviera mirando al jodido Dragón Renacido en persona. Mat bajó la vista al suelo porque no le gustaba esa expresión del hombre, pero suponía que no era peor que mirar el barro empapado de sangre y cubierto de cadáveres sharaníes. ¿Cuántos había matado él?

—Alteza... —empezó el oficial—. Poderoso Señor, ningún hombre al servicio del imperio osaría cuestionar a la emperatriz, asi viva para siempre. Pero, si un hombre hubiera puesto en duda algunas de sus decisiones, ya no lo haría. ¡Príncipe de los Cuervos!

Alzó la espada dando lugar a que los que tenía detrás lanzaran un vítor.

—Buscaos algunas malditas lanzas de armas —dijo Mat—. Esas espadas están casi inservibles para soldados de infantería en esta batalla. —Se arrancó con los dientes un trozo de la molesta uña rota y la escupió a un lado—. Lo habéis hecho bien, soldados. ¿Alguien ha visto mi caballo?

Puntos se encontraba cerca y, tomando las riendas de su montura, se dirigió de vuelta al vado. Incluso se las arregló para mantenerse apartado de otras peleas casi todo el tiempo. Ese capitán seanchan le recordaba más de lo debido a Talmanes, y Mat ya tenía bastante gente siguiéndolo de aquí para allí.

«Me pregunto si jugará a los dados», pensó, absorto, mientras entraba en el agua; sus botas eran buenas, pero todas acababan por calar, y los pies hicieron un ruido húmedo, casi un chapoteo, dentro de las medias mientras cruzaba el vado con Puntos. A lo lejos se produjo una conmoción a su derecha, en la orilla, cuando lo que parecía una reunión de Aes Sedai empezaron a encauzar hacia el campo de batalla. Pero él no tenía intención de meter la nariz en sus asuntos. Tenía cosas más importantes en la cabeza.

Un poco más adelante, Mat vio a un hombre de pie junto a un árbol, vestido con pantalones amplios y una chaqueta de aspecto familiar. Se acercó a él y, tras una breve conversación, intercambió la ropa con él. Sintiéndose contento de haber recuperado su chaqueta de Dos Ríos, Mat subió a la silla, todavía con las piernas chorreado agua, y cabalgó de vuelta hacia donde había dejado a Tuon. Sus hombres habían llevado a la encauzadora sharaní, maniatada, amordazada y con los ojos vendados según sus órdenes. Luz, ¿qué iba a hacer con ella? Probablemente acabaría como damane.

Dejó a sus soldados y pasó entre los guardias —que ahora estaban situados en la base de la pequeña elevación— sin hacer más saludo que un leve cabeceo. El campo de batalla se extendía en su mente como era de verdad, no en pequeños dibujos en papel. Ahora veía el campo, oía a los hombres combatiendo, olía el aliento rancio del enemigo. Ahora era real para él.

—A la emperatriz le gustaría saber, con todo lujo de detalles, exactamente por qué habéis creído conveniente entrar en combate con tanta irresponsabilidad —dijo Selucia cuando él llegó a lo alto de la elevación—. Vuestra vida ya no os pertenece, Príncipe de los Cuervos. No podéis jugárosla como quizás hayáis hecho antes.

—Tenía que saber —dijo Mat mirando hacia abajo—. Tenía que tomarle el pulso a la batalla.

—¿Tomarle el pulso? —repitió Selucia.

Tuon hablaba a través de ella moviendo los dedos como una jodida Doncella Lancera. Mal asunto.

—Cada batalla tiene su propio pulso, Tuon —dijo Mat, todavía con la vista perdida a media distancia—. Nynaeve... A veces tomaba la muñeca de una persona para comprobar el ritmo del corazón, y desde ahí podía saber que algo no iba bien en los pies. Esto es lo mismo. Entra en combate, siente su movimiento. Entiéndelo...

Un sirviente con la cabeza medio afeitada se acercó a Tuon y les susurró algo a ella y a Selucia. Había llegado del vado.

Mat siguió mirando al vacío, recordando mapas, pero sobreponiéndoles el combate real: Bryne sin utilizar a Tylee en combate, exponiendo sus defensas del flanco izquierdo del vado, mandando a su caballería a una trampa.

La batalla se abrió a él y vio las tácticas, diez pasos por delante de lo que estaba ocurriendo. Era como leer el futuro, como lo que Min veía, sólo que con carne, sangre, espadas y tambores de guerra.

Mat emitió un gruñido.

—Gareth Bryne es un Amigo Siniestro —dijo luego.

—¿Que es qué? —farfulló Min.

—Esta batalla está a un paso de perderse —declaró Mat. Se volvió hacia Tuon—. Necesito control absoluto de nuestros ejércitos ahora mismo. Nada de discutir más con Galgan. Min, necesito que vayas a advertir a Egwene que ese Bryne está intentando perder la batalla. Tuon, será preciso que vaya ella en persona. Dudo que Egwene escuchara a cualquier otra persona.

Todos miraron a Mat con una expresión estupefacta; todos excepto Tuon, que le dirigió una de esas miradas suyas que hacían que el alma le temblara. Esas que lo hacían sentirse como si fuera un ratón que acaba de ser sorprendido en una estancia, por lo demás, inmaculadamente limpia. Esas que lo hacían sudar más de lo que había sudado en combate.

«Vamos —pensó—. No queda tiempo.» Ahora lo veía, igual que un inmenso juego de guijas. Los movimientos de Bryne eran complejos y sutiles, pero el resultado final sería la destrucción del ejército de Egwene.

Él podía impedirlo. Pero tenía que actuar ya.

—Que así sea —dijo Tuon.

Sus palabras provocaron casi tanta sorpresa como el anuncio de Mat. El capitán general Galgan parecía como si prefiriera tragarse sus botas antes que tenerlo a él al mando. Min se encontró conducida por un grupo de sirvientes y soldados, y emitió una especie de gruñido de irritación.

Tuon acercó su montura al caballo de Mat.

—Me han contado —dijo en voz baja— que hace unos minutos, en la batalla, no sólo has reclamado una marath’damane para ti, sino que también has elevado a uno de nuestros oficiales a la Sangre baja.

—¿En serio? —preguntó Mat, pasmado—. No recuerdo haber hecho eso.

—Tiraste una de tus uñas a sus pies.

—Oh. Eso... Vale, puede que lo hiciera. Por casualidad. Y lo de la «encauzadora»... Maldita sea, Tuon. No era mi intención que ella... Supongo. Bueno, que puedes quedarte con ella.

—No, está bien que tengas una para ti —dijo Tuon—. No puedes entrenarla, por supuesto, pero hay muchas sul’dam que estarán deseosas de tener esa oportunidad. No es frecuente que un hombre capture personalmente a una damane en el campo de batalla. Es muy, muy poco frecuente. Aunque yo estoy enterada de tu particular ventaja, otros la desconocen. Esto aumentará muchísimo tu reputación.

Mat se encogió de hombros. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tal vez, si la damane le pertenecía, podría dejarla libre o algo por el estilo.

—Haré que se traslade al oficial al que has ascendido para que sea tu servidor personal —dijo Tuon—. Tiene un buen historial, quizá demasiado bueno. Se lo asignó a ese servicio en el vado porque se lo consideraba... una parte potencial de una facción que habría hecho movimientos contra nosotros. Ahora no deja de dedicarte alabanzas. Ignoro qué hiciste para que cambiara de opinión. Parece que posees una habilidad especial en ese campo.

—Esperemos que tenga también esa habilidad especial para convertir en victoria una derrota —rezongó Mat—. Esto va muy mal, Tuon.

—Nadie más lo cree. —Ella lo dijo con cuidado, en realidad sin discutir con él. Exponiendo un hecho.

—Tengo razón, de todas formas. Ojalá no la tuviera, pero la tengo. La tengo, maldita sea.

—Si no es así, perderé influencia.

—No la perderás —afirmó Mat, que encabezó la marcha de vuelta al campamento seanchan, unas cuantas millas al norte, a paso vivo—. Tal vez te lleve a una mala decisión de vez en cuando; pero, al final, ten la seguridad de que apostar por mí siempre es seguro.

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