22 Wyld

Egwene se despertó con un sobresalto cuando Gawyn le tapó la boca con la mano. Se puso en tensión al resurgir los recuerdos como la luz del sol al amanecer. Los dos seguían escondidos debajo del carro roto; el aire aún olía a madera quemada. El entorno cercano estaba oscuro como carbón. Se había hecho de noche.

Miró a Gawyn y asintió con la cabeza. ¿De verdad se había quedado dormida? No lo habría creído posible en tales circunstancias.

—Voy a intentar escabullirme y crear una distracción —susurró él.

—Iré contigo.

—Si voy solo haré menos ruido.

—Es evidente que nunca has intentado pillar por sorpresa a alguien de Dos Ríos, Gawyn Trakand. Te apuesto cien marcos de Tar Valon a que soy la que mete menos ruido de los dos.

—Sí, pero si llegas a una docena de pasos de una de sus encauzadoras te localizará aunque te muevas con mucho sigilo —susurró Gawyn—. Han estado patrullando por todo el campamento, sobre todo por el perímetro.

Egwene frunció el entrecejo. ¿Cómo sabía él eso?

—Has ido a explorar el terreno. —Era una afirmación.

—Un poco —susurró Gawyn—. No me vieron. Están rebuscando en las tiendas y capturan a todos los que encuentran. No podremos seguir escondidos aquí mucho más tiempo.

Gawyn no tendría que haberse ido sin contar primero con ella.

—Hemos de...

Gawyn se puso tenso y Egwene enmudeció y escuchó. Pies que se arrastraban. Los dos se echaron más hacia atrás y vieron a diez o doce cautivos a los que conducían hacia un espacio abierto, cerca de donde se alzaba antes la tienda de mando. Los sharaníes pusieron antorchas sujetas en postes alrededor de los prisioneros. Unos cuantos eran soldados a los que habían golpeado a tal punto que apenas podían hablar. También había cocineros y trabajadores. Los habían azotado y tenían los pantalones raídos. A todos les habían quitado la camisa.

Alguien les había tatuado en la espalda un símbolo que Egwene no identificó. Al menos, creía que eran tatuajes. Por el aspecto, podrían habérselo hecho marcándolos a fuego.

Mientras agrupaban a los cautivos, alguien gritó cerca. Al cabo de unos minutos, un guardia sharaní de piel oscura se acercó arrastrando a un joven mensajero que al parecer había encontrado escondido en el campamento. Le desgarró la camisa y lo empujó al suelo; el chico sollozó. Los sharaníes llevaban una extraña vestidura que tenía recortada en la espalda una abertura grande en forma de rombo. Egwene vio que el guardia tenía una marca en la piel de la espalda, un tatuaje que apenas se distinguía en la oscura piel. La ropa del guardia era muy ceremonial, con una túnica amplia y rígida, sin mangas, que casi le llegaba a las rodillas. Debajo llevaba camisa de mangas largas, con la forma de rombo recortada.

Otro sharaní, éste casi completamente desnudo, salió de la oscuridad. Vestía un pantalón desgarrado, y no llevaba camisa. En lugar de un tatuaje en la espalda, tenía tatuajes a todo lo ancho de los hombros; se extendían cuello arriba, como enredaderas sinuosas, antes de subir y rodear la mandíbula y las mejillas. Daban la impresión de ser un centenar de manos sarmentosas, largos dedos con garras que le sujetaran la cabeza desde abajo.

Ese hombre se acercó al muchacho mensajero. Los otros guardias rebulleron; no se sentían cómodos con ese tipo, fuera quien fuera. El hombre levantó una mano e hizo una mueca desdeñosa.

En la espalda del chico ardió de repente una marca tatuada igual a la de los otros cautivos. Salió humo y el chico gritó de dolor. Gawyn hizo una ahogada inhalación, conmocionado. El hombre de los tatuajes que le subían hacia la cara... Ese hombre encauzaba.

Varios guardias murmuraron. Egwene casi entendía lo que decían, pero hablaban con un acento muy fuerte. El encauzador espetó algo de un modo que parecía un perro salvaje. Los guardias retrocedieron, y el encauzador se alejó y desapareció en la oscuridad, al acecho.

«¡Luz!», pensó Egwene.

Un rumor en la oscuridad anunció la aparición de dos mujeres con los anchos vestidos de seda. Una tenía la piel más clara y, después de observar desde su escondrijo, Egwene comprobó que algunos de los guardias también tenían la tez más clara. Por lo visto no todos los sharaníes eran de piel oscura, como los que había visto hasta entonces.

Las mujeres tenían un rostro precioso. Delicado. Egwene se encogió hacia atrás. Por lo que había visto horas antes, probablemente esas dos eran encauzadoras. Si se acercaban demasiado a ella percibirían su capacidad para encauzar.

Las dos mujeres inspeccionaron a los cautivos. A la luz de las linternas, Egwene distinguió tatuajes en las caras de las mujeres, aunque no eran tan inquietantes como los de los hombres. Los de ellas semejaban hojas tatuadas desde la nuca hacia adelante, pasando debajo de las orejas y extendiéndose como flores que se abrían en las mejillas. Las dos mujeres susurraron entre sí, y de nuevo Egwene tuvo la sensación de que casi entendía lo que decían. Si pudiera urdir un filamento del tejido para oír...

«Idiota», pensó. La muerte sería el resultado de encauzar allí.

Otras personas se agruparon alrededor de los cautivos. Egwene contuvo la respiración. Un centenar, dos centenares de personas se acercaban. No hablaban apenas; los sharaníes parecían gente callada, solemne. Muchos de los que se acercaban llevaban la espalda de las ropas abiertas, de forma que se veían tatuajes. ¿Serían símbolos del estatus social?

Egwene había imaginado que cuanto más importante era alguien, más intrincados eran los tatuajes. Sin embargo, los oficiales —tenía que suponer que lo eran por los yelmos empenachados, las finas capas de seda y las doradas armaduras hechas con lo que parecían monedas unidas a través de los agujeros que tenían en el centro— sólo llevaban abiertos huecos pequeños que dejaban ver tatuajes diminutos en la zona baja de los hombros.

«Han quitado trozos de armadura para mostrar los tatuajes», pensó Egwene. No combatirían así, con la piel expuesta a sufrir heridas. Debía de ser algo que se hacía en ciertas ocasiones precisas.

Los últimos que se unieron a la multitud —a quienes condujeron a primera fila— eran los más raros de todos. Dos hombres y una mujer a lomo de asnos, los tres vestidos con preciosas faldas de seda, y los animales cubiertos con cadenas de oro y plata. Plumas de intensos colores se mecían en los complejos tocados que lucían aquellos tres. Iban desnudos de cintura para arriba, incluida la mujer, a excepción de las joyas y los collares que les cubrían gran parte del torso. La espalda iba al aire, y la cabeza afeitada justo en la nuca para que se les viera el cuello. No tenían tatuajes.

Así pues, ¿un tipo de nobles señores? No obstante, los tres tenían una expresión vacía, ausente. Iban inclinados hacia adelante, la mirada baja, la tez macilenta. Los brazos eran muy delgados, casi esqueléticos. Tan frágiles... ¿Qué les habían hecho a esas personas?

Aquello no tenía sentido. Los sharaníes era sin duda un pueblo tan desconcertante como los Aiel, puede que más.

«Pero ¿por qué vienen ahora? —pensó Egwene—. ¿Por qué, tras siglos y siglos de aislamiento, por fin deciden invadirnos?»

Las coincidencias no existían; si eran de tal magnitud, no. Habían aparecido para atacar a su ejército por sorpresa, y lo habían hecho en complicidad con los trollocs. Se centró en captar todo lo posible de aquello. Cualquier cosa en la que se fijara sería de vital importancia. Ahora no podía ayudar a su ejército —quisiera la Luz que al menos algunos de sus componentes se las hubieran arreglado para huir— así que intentaría descubrir todo lo posible.

Gawyn le dio suaves empujones con el codo. Egwene lo miró y percibió su preocupación por ella.

«¿Ahora?», articuló en silencio mientras señalaba hacia ellos. Tal vez, estando todos pendientes de... lo que quiera que estuviera ocurriendo, ellos dos podrían escabullirse. Empezaron a echarse hacia atrás, arrastrándose en silencio.

Una de las encauzadoras dijo algo. Egwene se quedó inmóvil. ¡La había detectado!

No. No. Egwene respiró hondo e intentó calmar los desaforados latidos del corazón, que parecía dispuesto a salírsele del pecho. La mujer les decía algo a los otros. A Egwene le pareció entender «ya está» con aquel acento tan marcado.

El grupo de gente se arrodilló. El trío enjoyado agachó más la cabeza. Y entonces, cerca de los cautivos, el aire se... «combó».

Egwene no habría sabido describirlo de otro modo. Se deformó y... Y dio la impresión de rasgarse y reverberar como hacía por encima de una calzada un día caluroso. Algo se concretó a partir de esa perturbación: un hombre alto con reluciente armadura.

No llevaba yelmo y tenía el cabello oscuro, la tez blanca y la nariz un poco aguileña. Era un hombre muy apuesto, sobre todo con esa armadura. Parecía estar hecha toda ella con plateadas monedas imbricadas, pulidas con un brillo tal que los rostros de quienes rodeaban al hombre se reflejaban en ellas, como en un espejo.

—Lo habéis hecho bien —anunció a los que se inclinaban ante él—. Podéis levantaros. —En la voz se advertía algún indicio del acento sharaní, pero no era tan acusado.

El hombre apoyó la mano en el pomo de una espada que llevaba a la cintura mientras los demás se ponían de pie. De la oscuridad que había más allá de los reunidos salió un grupo de encauzadores que avanzaron lentamente. Agacharon la cabeza ante el recién llegado en una especie de reverencia. Él se quitó un guante, alargó la mano y, con un gesto displicente, le rascó la cabeza a uno de los hombres como haría un noble con su perro de caza favorito.

—Así que éstos son los nuevos inacal — conjeturó el hombre—. ¿Alguno de vosotros sabe quién soy?

Los cautivos se encogieron de miedo y, aunque los sharaníes se habían puesto de pie, ellos había sido lo bastante listos para seguir tirados en el suelo. Ninguno respondió.

—Suponía que no —dijo el hombre—. Aunque uno nunca sabe si su fama ha trascendido de manera inesperada. Decidme si sabéis quién soy. Decidlo, y os dejaré libres.

No hubo respuesta.

—Bien, ahora escucharéis y recordaréis —dijo el hombre. Soy Bao, el Wyld. Soy vuestro salvador. He salido a través de la más profunda desventura y me he encumbrado para aceptar mi gloria. He venido en busca de lo que me fue arrebatado. Recordad eso.

Los cautivos se acobardaron más; era evidente que no sabían qué hacer. Gawyn tiró a Egwene de la manga e hizo una señal hacia atrás, pero ella no se movió. Había algo en ese hombre...

Él irguió la cabeza de repente. Observó con intensidad a las encauzadoras y luego miró en derredor, escudriñando la oscuridad.

—¿Alguno de vosotros, inacal, conoce al Dragón? — preguntó, aunque parecía distraído—. Hablad. Decidme.

—Yo lo he visto —dijo uno de los soldados cautivos—. Varias veces.

—¿Y hablaste con él? —preguntó Bao, que se apartó unos pasos de los cautivos.

—No, gran señor —contestó el soldado—. Las Aes Sedai eran las que hablaban con él. Yo no.

—Sí. Me temía que no serías de ninguna utilidad —dijo Bao—. Servidores, nos están vigilando. No habéis registrado el campamento tan bien como afirmabais. Percibo cerca una encauzadora.

Egwene sintió una punzada de alarma. Gawyn tiró de su brazo con intención de escapar, pero si corrían los apresarían con toda seguridad. ¡Luz! Ella...

La multitud se volvió al oír un ruido repentino cerca de una de las tiendas caídas. Bao alzó una mano y Egwene oyó un chillido furioso en la oscuridad. Unos instantes después, Leane flotaba a través de la multitud de sharaníes, atada con Aire y con los ojos desorbitados. Bao la acercó hacia él sujeta con tejidos que Egwene no podía ver.

El corazón seguía latiéndole con fuerza. Leane estaba viva. ¿Cómo había conseguido permanecer oculta? ¡Luz! ¿Qué podía hacer por ella?

—Ah —dijo Bao—. Una de esas... Aes Sedai. ¿Y tú? ¿Has hablado con el Dragón?

Leane no respondió. Tuvo mucho mérito que mantuviera una expresión impasible.

—Impresionante —dijo Bao, que acercó la mano y le rozó la mejilla con los dedos.

Levantó la otra mano, y los cautivos empezaron a retorcerse y a gritar. Estallaron en llamas en medio de gritos agónicos. Egwene tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para no abrazar la Fuente al ver aquello. Para cuando acabó la masacre, estaba llorando, aunque no recordaba haber empezado.

Los sharaníes rebulleron.

—No os sintáis disgustados —les dijo Bao—. Sé que os ha costado mucho esfuerzo capturar algunos vivos para mí, pero habrían sido unos malos inacal. No fueron educados para serlo, y durante esta guerra no tenemos tiempo para enseñarles. Matarlos ahora es un acto misericordioso comparado con lo que habrían tenido que soportar. Además, esta... Aes Sedai, servirá para nuestro propósito.

La máscara de Leane se había resquebrajado y, a pesar de la distancia, Egwene advirtió la expresión de odio. Bao todavía le sujetaba la barbilla con los dedos.

—Eres una preciosidad —dijo—. Por desgracia, la belleza carece de importancia. Has de entregar un mensaje en mi nombre, Aes Sedai, a Lews Therin. El que se proclama el Dragón Renacido. Dile que he venido a matarlo, y después reclamaré este mundo para mí. Tomaré lo que originalmente debería haber sido mío. Dile eso. Dile que me has visto y descríbeme para él. Él sabrá quién soy.

»Del mismo modo que aquí lo esperaban a él con profecías, igual que lo colmaron de gloria, la gente de mi tierra me esperaba a mí. He cumplido sus profecías. Él es falso, y yo soy verdadero. Dile que por fin me resarciré por los agravios. Ha de presentarse ante mí para que luchemos. Si no lo hace, mataré y destruiré. Me apoderaré de los suyos. Esclavizaré a sus hijos y tomaré a sus mujeres para mí. Uno por uno, romperé, destruiré y dominaré todo lo que ha amado. El único modo de evitarlo es que venga y se enfrente a mí.

»Dile esto, pequeña Aes Sedai. Dile que un viejo amigo espera. Soy Bao, el Wyld. El que Sólo Responde ante la Tierra. El Matadragón. En otro tiempo me conocía por un nombre que he desechado: Barid Bel.

«¿Barid Bel? —pensó Egwene mientras el recuerdo de las lecciones en la Torre Blanca volvían a ella—. Barid Bel Medar... Demandred.»


La tormenta en el Sueño del Lobo era muy inestable. Perrin pasó horas vagando por las Tierras Fronterizas y visitando manadas de lobos, mientras corría a lo largo de cauces secos y a través de colinas quebradas.

Gaul había aprendido muy deprisa. No aguantaría ni un momento contra Verdugo, desde luego, pero al menos había aprendido a conservar la ropa sin cambios, si bien el velo todavía subía de golpe para taparle la cara cuando se sobresaltaba.

Los dos saltaban a través de Kandor dejando borrones en el aire al desplazarse de cumbre en cumbre. La tormenta era fuerte a veces, y otras, se debilitaba. En ese momento, Kandor estaba sumido en una quietud fantasmagórica. El herboso paisaje de las tierras altas aparecía sembrado de todo tipo de desechos. Tiendas, techumbres, la vela de un gran barco, incluso un yunque de herrero, depositado con la cola hundida en la embarrada ladera de una colina.

La tormenta, tremendamente peligrosa, podía levantarse en cualquier parte en el Sueño del Lobo y hacer añicos ciudades y bosques. Había encontrado sombreros tearianos que habían volado todo el camino hasta Shienar.

Perrin hizo un alto en una cumbre para descansar, y Gaul apareció junto a él al instante. ¿Cuánto tiempo llevaban buscando a Verdugo? Unas cuantas horas, por un lado. Por el otro... ¿cuánto terreno habían recorrido? Habían vuelto a los depósitos de vituallas tres veces para comer. ¿Significaba eso que había pasado un día?

—Gaul, ¿cuánto tiempo crees tú que llevamos con esto?

—No sé decirte, Perrin Aybara —contestó Gaul. Buscó el sol, aunque no había allí—. Hace bastante. ¿Tendremos que parar y dormir?

Ésa era una buena pregunta. De repente a Perrin le sonó el estómago y preparó una comida de carne curada y un trozo de pan. Le dio una parte a Gaul. ¿La comida recreada a voluntad los sustentaría en el Sueño del Lobo o simplemente desaparecería una vez consumida?

Era lo segundo. La comida desapareció incluso mientras Perrin la comía. Tendrían que depender de los suministros que habían llevado y quizá conseguir más del Asha’man de Rand durante la apertura diaria de ese portal. De momento, se desplazó con un cambio hasta donde tenían las reservas y sacó un poco de carne curada, tras lo cual regresó al norte con Gaul.

Mientras se acomodaban en la falda de la colina para comer otra vez, se sorprendió dándole vueltas al tema del clavo de sueños. Lo llevaba consigo, colocado en posición de letargo, como Lanfear le había enseñado. Ahora no creaba una cúpula, pero podía hacer una cuando él quisiera.

Lanfear casi se lo había dado. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué se burlaba de él?

Mordió un trozo de carne seca. ¿Estaría Faile a salvo? Si la Sombra descubría lo que estaba haciendo su esposa... En fin, ojalá pudiera comprobar cómo le iba.

Echó un largo trago de agua del odre y luego buscó en la distancia a los lobos. Allí arriba, en las Tierras Fronterizas, los había a centenares. Quizás a millares. Saludó a los que se encontraban cerca, enviándoles su olor mezclado con su imagen. Las docenas de respuestas que llegaron no eran con palabras, sino que su mente las interpretaba como tales.

¡Joven Toro! Era un lobo llamado Ojos Blancos. La Última Cacería ya está aquí. ¿Nos dirigirás tú?

Últimamente muchos le hacían esa pregunta, y Perrin no sabía cómo interpretarla.

¿Por qué necesitáis que os lidere yo?

Será por tu llamada, respondió Ojos Blancos. Por tu aullido.

No entiendo qué quieres decir, transmitió Perrin. ¿No podéis cazar vosotros mismos?

Esta presa no, Joven Toro.

Perrin meneó la cabeza. Una respuesta igual a otras que había recibido.

Ojos Blancos, transmitió. ¿Has visto a Verdugo? ¿El asesino de lobos? ¿Os ha acechado aquí?

Perrin dirigió aquella pregunta en la distancia y algunos de los otros lobos contestaron. Conocían a Verdugo. Su imagen y su efluvio se habían transmitido entre muchos lobos, igual que los de Perrin. Ninguno lo había visto recientemente, pero el tiempo era algo extraño para los lobos. Perrin no estaba seguro de cuán próximo era en realidad ese «recientemente».

Mordió un trozo de carne curada y se sorprendió a sí mismo emitiendo un quedo gruñido. Lo cortó. Había alcanzado la paz con su lobo interior, pero eso no significaba que fuera a permitirle entrar en la casa para que dejara un rastro de barro con las patas.

Joven Toro, transmitió otro lobo. Era una hembra de edad, Curva de Arco. Cazadora lunar camina de nuevo en los sueños. Te busca.

Gracias, contestó. Lo sé. La evitaré.

¿Evitar a la luna? Eso es difícil, Joven Toro. Difícil, respondió la loba.

Curva de Arco tenía razón en eso.

Ahora mismo he visto a La que busca corazones. Lleva otro olor nuevo, pero es ella, transmitió Pasos, un lobo joven de pelambre negra.

Otros lobos transmitieron la misma idea. La que busca corazones se encontraba en el Sueño del Lobo. Algunos la habían visto al este, mientras que otros decían que se la había visto al sur.

¿Y qué pasaba con Verdugo? ¿Dónde se encontraba si no estaba cazando lobos? Perrin se sorprendió de nuevo emitiendo un gruñido.

La que busca corazones. Debía de ser una de las Renegadas, aunque no reconocía las imágenes de esa mujer transmitidas por los lobos. Era alguien antiguo, de otra era, pero también los recuerdos de los lobos se remontaban a tiempos remotos, si bien a menudo las cosas que recordaban eran fragmentos de fragmentos que sus antepasados habían visto.

—¿Alguna novedad? —preguntó Gaul.

—Otra de las Renegadas está aquí —gruñó Perrin—. Haciendo algo en el este.

—¿Eso nos incumbe a nosotros?

—Todo lo que hagan los Renegados nos incumbe.

Perrin se puso de pie, se agachó y tocó a Gaul en el hombro. Cambio. Se trasladaron hacia donde Pasos les había indicado. La posición no era precisa, pero una vez que Perrin llegó allí encontró unos lobos que habían visto a La que busca corazones en su camino a las Tierras Fronterizas el día anterior. Transmitieron a Perrin entusiastas saludos y preguntaron si iba a liderarlos.

Hizo caso omiso de sus preguntas y pidió que precisaran dónde había sido vista La que busca corazones. Era en Merrilor.

Cambio. Perrin apareció allí. Una extraña niebla flotaba en el paisaje. Los grandes árboles que Rand había hecho crecer se reflejaban allí, y las puntas de las altísimas copas atravesaban la bruma.

Las tiendas salpicaban el paisaje como champiñones. Las tiendas de los Aiel eran muchas, y entre ellas las lumbres de cocinar brillaban en la niebla. Ese campamento llevaba allí el tiempo suficiente para manifestarse en el Sueño del Lobo, aunque los faldones de las tiendas cambiaban y los petates desaparecían en un parpadeo, con la insustancialidad de aquel lugar.

Perrin condujo a Gaul entre las ordenadas hileras de tiendas y líneas de caballos estacados. Se pararon de golpe al oír un sonido. Alguien mascullaba. Perrin utilizó el truco que había visto usar a Lanfear, creando a su alrededor una bolsa de... algo invisible, pero que apagaba el sonido. Era extraño, pero lo hizo creando una barrera sin aire. ¿Por qué iba a apagar eso el sonido?

Gaul y él avanzaron con sigilo hacia la lona de una tienda. La que era de Rodel Ituralde, uno de los grandes capitanes, a juzgar por el estandarte. Dentro, una mujer con pantalón revolvía papeles que había en una mesa y que no dejaban de desaparecer entre sus dedos.

Perrin no la reconoció, si bien le resultaba tremendamente familiar. Desde luego, su aspecto no era lo que habría esperado de una de las Renegadas, con esa enorme frente, la nariz bulbosa, los ojos desiguales y el cabello ralo. No entendía sus maldiciones, aunque captaba el significado por el tono con que las mascullaba.

Gaul lo miró y Perrin bajó la mano al martillo, pero vaciló. Atacar a Verdugo era una cosa, pero ¿a una Renegada? Estaba bastante seguro de su habilidad para resistir tejidos allí, en el Sueño del Lobo. Aun así...

La mujer maldijo de nuevo cuando el papel que leía desapareció. Entonces alzó la vista.

La reacción de Perrin fue inmediata. Creó un muro fino como papel entre ellos, con la cara que daba hacia la mujer mostrando una réplica exacta del paisaje que Perrin tenía detrás, mientras que el lado que daba hacia él era transparente. Ella lo miró directamente, pero no lo vio y se dio la vuelta.

A su lado, Gaul soltó un suave suspiro de alivio.

«¿Cómo he hecho eso?», pensó Perrin. No era algo que hubiera practicado; simplemente le había parecido lo adecuado.

La que busca corazones — tenía que ser ella— movió los dedos, y la tienda se dividió en dos por encima de ella y la lona colgó hacia abajo. Se elevó en el aire y se dirigió hacia la negra tempestad que bramaba en el cielo.

—Espera aquí y estate atento a cualquier peligro —le susurró Perrin a Gaul.

El Aiel asintió con la cabeza y Perrin siguió, cauteloso, a La que busca corazones, elevándose asimismo en el aire con un pensamiento. Trató de crear otro muro entre la mujer y él, pero era demasiado difícil mantener la imagen correcta mientras se movía. En cambio, mantuvo la distancia y colocó un muro pardo verdoso entre ambos con la esperanza de que si a la Renegada se le ocurría echar un vistazo hacia atrás se le pasara por alto esa pequeña rareza.

La mujer empezó a desplazarse con más rapidez y Perrin se obligó a mantener su ritmo. Miró hacia abajo y el resultado fue que el estómago se le revolvió al ver el paisaje de Merrilor menguando allá abajo. Entonces oscureció y desapareció en la negrura.

No pasaron a través de las nubes. Cuando el suelo se desvaneció, también lo hicieron ellas, y los dos entraron en algún sitio negro. Puntitos de luz surgieron alrededor de Perrin. La mujer, un poco más arriba, se detuvo y quedó flotando en el aire durante unos segundos antes de salir disparada hacia la derecha.

Perrin la siguió de nuevo, y se coloreó —la piel, la ropa, todo— en negro para camuflarse. La mujer se aproximó a uno de los puntitos de luz; mascullaba entre dientes. Con la sensación de que tenía que oír lo que la mujer decía, Perrin corrió el albur de acercar más, aunque sospechaba que el atronador golpeteo del corazón en el pecho lo delataría.

—¿... quitármelo? —decía la Renegada—. ¿Crees que me importa? Dame un rostro de piedra quebradiza, ¿qué me importa a mí? Ocuparé tu lugar, Moridin. Será mío. Esta cara servirá para que me subestimen. Así te abrases.

Perrin frunció el entrecejo. No encontraba mucho sentido a lo que la mujer decía.

—Seguid y lanzad vuestros ejércitos contra ellos, necios —siguió hablando consigo misma—. Yo ganaré la batalla. Un insecto puede tener mil patas, pero sólo tiene una cabeza. Destruye la cabeza y te habrás alzado con la victoria. Lo único que tú haces es cortar las patas, estúpido necio. Estúpido, arrogante, insufrible necio. Tendré lo que me corresponde, tendré...

Se calló y entonces giró sobre sí. Perrin, asustado, se volvió de inmediato al suelo. Por suerte, funcionó; no había sabido si lo haría, allá arriba, en el lugar de las luces. Gaul dio un brinco y Perrin respiró hondo.

—Vayamos...

Una bola de fuego ardiente se estrelló en el suelo, junto a él. Perrin maldijo y rodó sobre sí mismo al tiempo que se refrescaba con un soplo de aire e imaginaba el martillo en la mano.

La que busca corazones llegó al suelo en una oleada de energía, con el poder ondulando a su alrededor.

—¿Quién eres? —demandó—. ¿Quién eres? Te...

Enfocó la vista de repente en Perrin al verlo del todo por primera vez, ya que la negrura había desaparecido de sus ropas.

—¡Tú! —chilló—. ¡Tú tienes la culpa de esto!

Alzó las manos; los ojos casi parecían resplandecer con odio. Perrin olía la emoción a pesar del fuerte viento. La mujer lo atacó con una barra de luz al rojo blanco, pero Perrin hizo que el chorro se desviara a su alrededor.

La mujer lo miró de hito en hito. Siempre hacían lo mismo. ¿Es que no se daban cuenta de que allí nada era real excepto lo que uno creía que era real? Perrin desapareció y reapareció detrás de ella con el martillo enarbolado. Entonces vaciló. ¿A una mujer?

Ella giró sobre sus talones con rapidez al tiempo que gritaba y la tierra se desgarraba debajo de Perrin. Él saltó hacia el cielo, y el aire que lo rodeaba trató de apresarlo, pero hizo lo mismo que había hecho antes y creó un muro de vacío, de nada. No había aire que lo agarrara. Conteniendo la respiración, desapareció y reapareció de nuevo en el suelo, e hizo surgir delante de él parapetos de tierra para detener las bolas de fuego que se precipitaban en su dirección.

—¡Te quiero muerto! —chilló la mujer—. Deberías estar muerto. ¡Mis planes eran perfectos!

Perrin desapareció dejando tras de sí una estatua de sí mismo. Él apareció al lado de la tienda, donde Gaul observaba atento, con la lanza enarbolada. Perrin hizo aparecer un muro entre la mujer y ellos y la coloreó de forma que los ocultara; después creó una barrera que aislara el sonido.

—Ahora no puede oírnos —dijo Perrin.

—Eres muy fuerte aquí —comentó Gaul, pensativo—. Muy fuerte. ¿Las Sabias están enteradas de esto?

—Todavía soy un cachorro comparado con ellas.

—Tal vez. Yo no las he visto y ellas no hablan de este sitio con los hombres. —Gaul meneó la cabeza—. Mucho honor, Perrin Aybara. Tienes mucho honor.

—Debería haberla golpeado, sin más —dijo Perrin.

En ese mismo momento La que busca corazones destruyó la estatua y se acercó a los restos con aire desconcertado. Se dio la vuelta y miró a uno y otro lado, frenética.

—Sí —convino Gaul—. Un guerrero que no ataca a una Doncella es un guerrero que niega el honor a esa mujer. Por supuesto, un honor mayor para ti sería...

Sería tomarla prisionera. ¿Podría hacerlo? Perrin inhaló despacio y después se desplazó detrás de la Renegada e imaginó enredaderas que la envolvían y la inmovilizaban. La mujer le dirigió improperios, desgarró las enredaderas con cuchillos invisibles y alargó la mano hacia él al tiempo que Perrin se trasladaba con un cambio hacia un lado.

Pisó trozos helados de escarcha en los que no había reparado, y ella giró hacia él de inmediato y lanzó otra descarga de fuego compacto.

«Muy lista», pensó Perrin, que consiguió por los pelos desviar el haz de luz. El fuego compacto alcanzó la colina que había detrás, de manera de horadó un agujero que la atravesó de parte a parte.

La que busca corazones mantuvo el tejido entre gruñidos, con el espantoso rostro descompuesto. El tejido volvió hacia Perrin, que apretó los dientes y lo mantuvo a raya. Esa mujer era muy fuerte, empujaba con tenacidad pero, por fin, lo soltó.

—¿Cómo... es posible... que puedas...? —dijo ella, jadeante.

Perrin le llenó la boca de horcaria. Era difícil hacerlo; cambiar algo directamente sobre una persona era siempre más complicado. Sin embargo, eso era mucho más sencillo que intentar transformarla en un animal o algo por el estilo. La Renegada se llevó una mano a la boca mientras una expresión de pánico asomaba a sus ojos. Empezó a escupir y a toser; luego, desesperada, abrió un acceso junto a ella.

Perrin gruñó e imaginó cuerdas que se tendían hacia ella, pero la Renegada las destruyó con un tejido de Fuego; debía de haber escupido toda la horcaria. La mujer se lanzó a través del acceso y Perrin provocó un cambio para trasladarse justo delante, listo para saltar tras ella. Se frenó de golpe cuando la vio entrar en medio de un enorme ejército de trollocs y Fados en plena noche. Muchos miraron el acceso con ansiedad.

Perrin se echó hacia atrás al tiempo que La que busca corazones se llevaba una mano a la boca con gesto estupefacto y al toser echaba más horcaria. El acceso se cerró.

—Debiste matarla —dijo Lanfear.

Perrin se volvió y vio a la mujer cerca, cruzada de brazos. El cabello le había cambiado de plateado a castaño oscuro. De hecho, el rostro también le había cambiado, de manera que se parecía un poco más a como había sido antes, cuando él la había visto por primera vez unos dos años atrás.

No contestó y guardó el martillo en las correas.

—Eso es una debilidad, Perrin —dijo Lanfear—. En cierto momento me pareció encantador en Lews Therin, pero eso no significa que deje de ser una debilidad. Tienes que superarlo.

—Lo superaré —espetó—. ¿Qué estaba haciendo allí arriba, con los puntos de luz?

—Invadiendo sueños —contestó Lanfear—. Estaba aquí en carne y hueso. Eso le da a uno ciertas ventajas, sobre todo cuando juega con sueños. Esa mujerzuela. Cree que conoce este sitio, pero ha sido mío siempre. Mejor habría sido que la hubieras matado.

—Es Graendal, ¿verdad? ¿O era Moghedien?

—Graendal —respondió Lanfear—. Aunque, también en su caso, no debemos usar tal nombre para ella. Se le ha dado otro: Hessalam.

—Hessalam —repitió Perrin, como si saboreara el nombre—. No lo conozco.

—Significa «sin redención».

—¿Y cuál es tu nuevo nombre, por el que se supone que tengo que llamarte ahora?

La pregunta provocó que Lanfear se ruborizara.

—Da igual —dijo ella—. Eres diestro aquí, en el Tel’aran’rhiod. Mucho mejor de lo que Lews Therin llegó a serlo nunca. Siempre pensé que yo gobernaría a este lado, que sólo un hombre capaz de encauzar sería digno de mí. Pero el poder que has desplegado tú... Creo que podría aceptarlo como un sustitutivo.

Perrin gruñó. Gaul se había acercado a través del pequeño claro entre las tiendas de campaña, con la lanza enarbolada y la cara tapada con el shoufa. Perrin le hizo un gesto con la mano para que se alejara. Probablemente Lanfear no sólo era mucho mejor en el Sueño del Lobo que Gaul, sino que todavía no había hecho nada que fuera expresamente amenazador.

—Si me has estado observando, sabrás que estoy casado, y muy felizmente —dijo Perrin.

—Eso he visto.

—Entonces deja de mirarme como a un costillar de ternera colgado en un puesto del mercado —gruñó Perrin—. ¿Qué hacía aquí Graendal? ¿Qué es lo que quiere?

—No estoy segura —repuso Lanfear a la ligera—. Siempre tiene en marcha tres o cuatro intrigas a la vez. No la subestimes, Perrin. Aquí no es tan diestra como otros, pero es peligrosa. Es una luchadora, a diferencia de Moghedien, que huirá siempre que tenga ocasión de hacerlo.

—Lo tendré en cuenta —dijo Perrin, que se acercó al lugar donde la Renegada había escapado a través de un acceso. Rozó con la punta del pie la tierra donde el acceso había cortado el suelo.

—Tú podrías hacer eso, ¿sabes? —dijo Lanfear.

—¿El qué? —Perrin se volvió hacia ella.

—Entrar y salir del mundo de vigilia. Sin necesitar la ayuda de alguien como Lews Therin —dijo la mujer.

A Perrin no le gustó el timbre desdeñoso de Lanfear al pronunciar ese nombre.

—Yo no encauzo. Supongo que podría imaginar ser capaz de...

—Eso no funcionaría —dijo ella—. Hay ciertos límites a lo que puedes hacer aquí, por muy fuerte que seas mentalmente. La capacidad de encauzar no es algo corporal, sino que está relacionado con el alma. Sin embargo, hay modos para que alguien como tú se mueva físicamente entre mundos. El que llamas Verdugo lo hace.

—No es un Hermano Lobo.

—No, pero es algo similar. Sinceramente, no sé con seguridad si alguien más ha tenido su capacidad antes que él. El Oscuro hizo... algo a ese tal Verdugo cuando capturó su alma. O sus almas. Sospecho que Semirhage podría habernos contado algo más. Lástima que esté muerta.

Lanfear no olía a sentir ni pizca de lástima. Miró al cielo, pero sin preocupación; estaba tranquila.

—No parece que te preocupe tanto como antes que te localicen —apuntó Perrin.

—Mi anterior señor está... ocupado. Esta última semana que he pasado observándote, rara vez he notado sus ojos en mí.

—¿Una semana? —preguntó Perrin, conmocionado—. Pero...

—El tiempo transcurre de forma rara aquí —dijo ella—. Y las barreras del propio tiempo se están debilitando. Cuanto más cerca te encuentras de la Perforación, más distorsión sufre el tiempo. Para quienes se aproximan a Shayol Ghul en el mundo real, será también muy acentuado. Por cada día que transcurra para ellos puede que pasen tres o cuatro para los que están más alejados.

¿Una semana? ¡Luz! ¿Cuántas cosas habían sucedido fuera? ¿Quién seguía vivo y quién había muerto mientras él estaba de caza? Debería esperar en la zona de Viaje a que se abriera su acceso. Pero, a juzgar por la oscuridad que había visto a través del acceso de Graendal, era de noche. El portal de huida para él podía tardar horas en abrirse.

—Podrías abrir un acceso para mí —dijo Perrin—. Un paso al otro lado y luego para regresar. ¿Querrás hacerlo?

Lanfear lo pensó mientras caminaba junto a una tienda y pasaba los dedos por la lona hasta que desapareció.

—No —dijo después.

—Pero...

—Debes aprender a hacerlo por ti mismo si vamos a estar juntos.

—No vamos a estar juntos —contestó él con rotundidad.

—Necesitas este poder por ti mismo y para ti mismo —dijo, pasando por alto lo que él había dicho—. Eres débil mientras estés atrapado en uno de los dos mundos; ser capaz de venir aquí cuando quieras te dará un gran poder.

—Es que el poder no me importa, Lanfear.

La siguió con la mirada mientras ella paseaba. Era guapa. No tanto como Faile, claro. Pero era hermosa.

—¿Ah, no? —Lanfear se volvió para mirarlo—. ¿Nunca has pensado en lo que podrías hacer con más fuerza, más poder, más autoridad?

—Eso no me tentará para...

—¿Y salvar vidas? —preguntó ella—. ¿Evitar que los niños pasen hambre? ¿Impedir que los débiles sufran abusos, acabar con la iniquidad, recompensar con honor? ¿Poder para animar a los hombres a que sean sinceros unos con otros?

Él meneó la cabeza.

—Podrías hacer tanto bien, Perrin Aybara —dijo Lanfear; se acercó a él, le tocó la mejilla y deslizó los dedos hacia abajo, por la barba.

—Dime cómo hacer lo que hace Verdugo —pidió Perrin al tiempo que le apartaba la mano—. ¿Cómo se mueve entre los mundos?

—No puedo explicártelo —dijo ella, y dio media vuelta—. Es una habilidad que nunca he tenido que aprender. Yo utilizo otros métodos. Quizá puedas sacárselo a él a golpes. Yo que tú me daría prisa, suponiendo que quieras detener a Graendal.

—¿Detenerla?

—¿Es que no te has dado cuenta? —Lanfear se volvió otra vez para mirarlo—. El sueño que estaba invadiendo no era el de alguien de este campamento. El espacio y el tiempo no cuentan en los sueños. Ese sueño que tú la viste invadir era de... Davram Bashere. El padre de tu esposa.

Dicho lo cual, Lanfear desapareció.

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