37 La última batalla

Aquella mañana rompió el alba en los Altos de Polov, pero el sol no brilló para los Defensores de la Luz. Del oeste y del norte llegaron los ejércitos de la Oscuridad para ganar esa última batalla y arrojar una Sombra sobre todo el mundo; para dar paso a una Era en la que los gemidos y los llantos de los dolientes no serían escuchados.

(Del cuaderno de Loial, hijo de Arent, nieto de Halan. Cuarta Era)

Lan sostuvo en alto la espada mientras galopaba a través del campamento a lomos de Mandarb. Arriba, las nubes matinales empezaban a teñirse de rojo al reflejar enormes bolas de fuego que se elevaban desde el masivo ejército sharaní que se acercaba por el oeste. Las bolas trazaban gráciles arcos en el aire, lentas en apariencia debido a la gran distancia.

Grupos de jinetes salieron del campamento para unirse a Lan. Los pocos malkieri que habían sobrevivido cabalgaban detrás de él, pero su fuerza había crecido como una marea. Andere se unió a él en la cabeza de la marcha; llevaba el estandarte de Malkier —la Grulla Dorada— que servía de bandera para todas las Tierras Fronterizas.

Los habían hecho sangrar, pero no los habían derrotado. Derribar a un hombre era el mejor modo de comprobar de qué pasta estaba hecho. Ese hombre tenía la posibilidad de echar a correr. Si no lo hacía, si permanecía en su sitio con sangre en la comisura de la boca y una mirada de determinación en los ojos, entonces lo sabías. Ese hombre estaba a punto de volverse realmente peligroso.

Las bolas de fuego parecieron moverse más deprisa al caer, y se estrellaron en el campamento con estampidos de roja furia. Las explosiones sacudieron el suelo. Cerca se alzaron gritos que acompañaron el estruendoso ruido acompasado de los cascos a galope. Todavía se iban uniendo más hombres a su tropa. Mat Cauthon había hecho correr la voz por todos los campamentos de que se necesitaba más caballería que se uniera al avance de Lan y reemplazara a los jinetes perdidos.

También había advertido cuál sería el coste de ir con ellos. La caballería estaría en la vanguardia del combate, rompiendo líneas de trollocs y sharaníes, y tendría poco descanso. Ellos se llevarían la peor parte en cuanto a las bajas de ese día.

Aun así, los hombres se unían a él. Fronterizos que deberían ser demasiado viejos para cabalgar. Mercaderes que habían dejado a un lado la bolsa del dinero y habían empuñado la espada. Un sorprendente número de sureños, incluidas muchas mujeres, equipados con petos y acero o con gorros de cuero y lanzas. No había bastantes lanzas para todos.

—¡La mitad de esos que se nos unen parecen granjeros más que soldados! —le gritó Andere para hacerse oír por encima de la trápala de los cascos.

—¿Alguna vez has visto a un hombre o una mujer de Dos Ríos cabalgar, Andere? —le respondió Lan, también a voces.

—No puedo decir que sí.

—Observa y sorpréndete.

La caballería de Lan llegó al río Mora, donde se encontraba un hombre de cabello largo y ondulado, vestido con chaqueta negra y con las manos enlazadas a la espalda. Logain tenía ahora cuarenta Aes Sedai y Asha’man con él. Miró el contingente de Lan y después alzó una mano hacia el cielo y estrujó —como si fuera un trozo de papel— una enorme bola de fuego que caía. El cielo restalló como un trueno y la bola de fuego destrozada esparció chispas por doquier mientras el humo se agitaba en el aire. Cayeron flotando pavesas que se apagaban al tocar la impetuosa corriente del río y esparcían pizcas blancas y negras en la superficie del agua.

Lan frenó un poco a Mandarb al aproximarse a Vado de Hawal, justo al sur de los Altos de Polov. Logain adelantó la otra mano hacia el río. Las aguas se agitaron y dieron bandazos hacia arriba mientras se alzaban en el aire, como si fluyeran por encima de una rampa invisible. Se desplomaron con estrépito por el otro lado y crearon una violenta catarata; al caer, el agua saltaba y salpicaba sobre de las riberas del río.

Lan hizo una leve inclinación de cabeza a Logain y siguió adelante guiando a Mandarb por debajo de la cascada y cruzando sobre las piedras del lecho del vado, todavía mojadas. Arriba, la luz del sol se filtraba a través del agua del río y centelleaba sobre Lan mientras pasaba bajo el túnel con estruendo, seguido por Andere y los malkieri. La catarata rugía a su izquierda y levantaba una neblina de agua pulverizada.

Lan se estremeció cuando salió de nuevo a cielo abierto; luego cargó a través de la cañada hacia los sharaníes. A su derecha se alzaban los Altos de Polov y a su izquierda se extendían las ciénagas, pero allí el paso era de tierra firme y llana. Arriba, en los Altos, arqueros, ballesteros y dragoneros se preparaban para disparar andanadas a los enemigos que se aproximaban.

Sharaníes al frente, una inmensa fuerza trolloc agrupándose detrás, todo directamente al oeste de los Altos. El estampido del disparo de un dragón hendió el aire desde la cumbre de los Altos, y a no tardar los sharaníes respondían con explosiones propias.

Lan situó la lanza en posición, apuntó a un soldado sharaní que cargaba hacia los Altos de Polov, y se preparó.


Elayne alzó la cabeza y giró hacia un lado. Ese terrible canto, un arrullo, un canturreo hermoso y terrible al mismo tiempo. Taconeó a Sombra de Luna, atraída hacia ese suave sonido. ¿De dónde venía?

Procedía de alguna parte dentro del campamento seanchan, al pie de Alcor Dashar. Echar una bronca a Mat por no explicarle su plan de guerra podía esperar. Tenía que encontrar la fuente de ese sonido, ese canto maravilloso que...

—¡Elayne! —gritó Birgitte.

Elayne taconeó los flancos de su montura para que prosiguiera.

—¡Elayne! ¡Draghkar!

Draghkar. Elayne se sacudió, miró hacia arriba y se encontró con las criaturas que caían como gotas de agua por todo el campamento. Las mujeres de la guardia bajaron las espadas y abrieron mucho los ojos a medida que el arrullo continuaba.

Elayne tejió un trueno y lo lanzó; el estampido hendió el aire extendiéndose a través de las guardias, que gritaron y se taparon los oídos. Elayne sintió un pinchazo de dolor en la cabeza y maldijo mientras cerraba los ojos, asaltada por la conmoción. Y entonces... dejó de oír.

De eso se trataba.

Se obligó a abrir los ojos para ver a los Draghkar todo en derredor, con los cuerpos larguiruchos y los ojos inhumanos. Abrieron los labios para canturrear, pero los oídos ensordecidos de Elayne no oyeron el arrullo. Sonrió mientras tejía látigos de fuego y arremetió contra las criaturas. No oyó los chillidos de dolor, lo cual era una lástima.

Recobradas, las mujeres de la guardia que habían caído de rodillas se incorporaron y apartaron las manos de los oídos. Por la expresión aturdida, Elayne comprendió que también estaban sordas. Birgitte las tenía enseguida atacando a los sorprendidos Draghkar. Tres de las criaturas intentaron emprender el vuelo para huir, pero Birgitte se ocupó de ellas con una flecha de penacho blanco para cada una; la última que derribó se precipitó sobre una tienda cercana.

Elayne agitó la mano para llamar la atención de Birgitte. Los primeros sonidos de los Draghkar no habían llegado de arriba, sino de más adentro del campamento. Elayne señaló, taconeó a Sombra de Luna para que se pusiera en movimiento, y condujo a sus tropas entre los seanchan. Por doquier, yacían hombres que contemplaban el cielo con las bocas abiertas. Muchos parecían respirar, pero no había vida en los ojos que miraban al vacío. Los Draghkar habían consumido sus almas, pero dejaban vivos los cuerpos como corteza cortada del pan de un hombre rico.

Ese grupo de Draghkar —Luz, había más de un centenar— podría haber tomado un hombre cada uno, matarlo y después retirarse sin que se descubriera su presencia. El clamor lejano de la batalla —toques de cuerno, estampidos de dragones, silbantes bolas de fuego, todo lo cual Elayne notaba ahora, pero que apenas oía debido a los oídos dañados— habría ocultado el ataque Draghkar. Las criaturas podrían haber atacado y huir, pero eran glotonas.

Sus guardias se dispersaron y atacaron a los sorprendidos Draghkar, muchos de los cuales tenían soldados sujetos. Esos seres no eran luchadores resistentes si se tomaba como referente la fuerza de los brazos. Elayne esperó mientras preparaba tejidos. A los Draghkar que intentaron huir, los abatió con fuego en el aire.

Cuando todos hubieron muerto —al menos los que estaban a la vista— Elayne hizo un gesto a Birgitte para que se acercara. En el aire flotaba un intenso olor a carne quemada. Elayne encogió la nariz y se inclinó para poner las manos en la cabeza de Birgitte y Curarle los oídos. Los bebés dieron pataditas cuando lo hizo. ¿De verdad reaccionaban así cuando Curaba a alguien o sólo eran imaginaciones suyas? Elayne bajó una mano para sujetarse el vientre con un brazo al tiempo que Birgitte daba un paso atrás y miraba a su alrededor.

La Guardiana encajó una flecha en la cuerda; Elayne percibió su alarma. Birgitte disparó y un Draghkar salió a descubierto del interior de una tienda cercana, trastabillando. Luego apareció un seanchan, también a trompicones y con los ojos vidriosos. La muerte había interrumpido a la criatura cuando estaba a mitad de la ingesta; ese pobre tipo no volvería a estar en su sano juicio.

Elayne dio media vuelta a la montura y vio algunas tropas seanchan que llegaban cargando hacia el área. Birgitte habló con ellos y luego se volvió para hablarle a Elayne, pero ésta sacudió la cabeza y Birgitte vaciló; entonces dijo algo más a los seanchan.

Las guardias de Elayne se agruparon a su alrededor de nuevo y observaron a los seanchan con desconfianza. Elayne entendía perfectamente su reacción.

Birgitte le hizo un gesto con la mano para que siguiera adelante y el grupo continuó en la dirección que llevaban antes. En esto, una damane y su sul’dam se acercaron y —cosa sorprendente— le hicieron una reverencia a Elayne. Quizá la tal Fortuona les había dado órdenes de mostrarse respetuosas con los monarcas de otros países.

Elayne vaciló, pero ¿qué iba a hacer? Podía regresar al campamento para recibir la Curación, pero eso la entretendría un buen rato y era urgente que hablara con Mat. ¿De qué servía pasarse días trazando planes de guerra si él los desechaba después? Confiaba en Mat —Luz, no le quedaba más remedio—, pero preferiría saber qué se proponía hacer.

Suspiró y extendió el pie hacia la damane. La mujer frunció el entrecejo y luego miró a la sul’dam. Por lo visto, ambas se lo habían tomado como un insulto. Desde luego ella lo había hecho con intención de que lo pareciera.

La sul’dam asintió y su damane alargó la mano para tocar la pierna de Elayne justo por encima de la bota. Las resistentes botas eran parecidas a las que llevaría cualquier soldado, no una reina, pero ella no tenía intención de entrar en batalla llevando unos zapatos finos.

Una leve sacudida del frío de la Curación le recorrió el cuerpo, y empezó a recuperar el oído poco a poco. Los tonos graves fueron los primeros. Explosiones. El lejano estampido de disparos de dragones. El discurrir del río cercano. Varios seanchan hablando. Las siguientes fueron las frecuencias medias, y luego un torrente de sonidos. El suave movimiento de faldones de tiendas, gritos de soldados, toques de cuernos.

—Diles que Curen a las otras —indicó Elayne a Birgitte.

Ésta enarcó una ceja, probablemente preguntándose por qué no daba ella la orden directamente. Bueno, esos seanchan eran muy quisquillosos en cuanto qué clases sociales podían hablar entre sí. Elayne no les haría el honor de hablarles directamente.

Birgitte transmitió la orden y los labios de la sul’dam se apretaron en una fina línea. Llevaba los lados de la cabeza afeitados; era de alta cuna. Quisiera la Luz que haciendo eso hubiera conseguido insultarla otra vez.

—Lo haré —repuso la mujer—. Aunque por qué cualquiera de vosotros quiere que os Cure un animal escapa a mi comprensión.

Los seanchan no eran partidarios de permitir que una damane Curara. Al menos, eso era lo que no dejaban de proclamar, si bien tal afirmación no había impedido que, a regañadientes, enseñaran los tejidos a sus mujeres cautivas ahora que habían sido testigos de la ventaja que implicaba para la batalla. Sin embargo, por lo que Elayne había oído, los nobles rara vez accedían a recibir Curación.

—Vayámonos —dijo Elayne, que hizo un gesto a sus guardias para que se quedaran y las Curaran, y emprendió galope.

Birgitte la miró, pero no hizo objeciones. Las dos se apresuraron; Birgitte montó en su caballo y cabalgó con Elayne hacia el recinto del puesto de mando de los seanchan. De una planta, estaba instalado en una amplia hendidura de altas paredes, al pie de la cara sur de Alcor Dashar; lo habían trasladado de la parte superior, ya que a Mat le preocupaba que estuviera demasiado expuesto. La cumbre seguiría usándose para supervisar la batalla a cortos intervalos.

Elayne dejó que Birgitte la ayudara a desmontar. Luz, empezaba a sentirse muy torpe, le costaba moverse. Como si fuera un barco en dique seco. Se permitió un instante para recobrar la compostura. Relajó el rostro y controló las emociones. Se atusó el cabello, se alisó el vestido y luego se dirigió al pabellón.

—En nombre de un puñetero trolloc con dos dedos de zarpa —entró diciendo—, ¿se puede saber qué crees que estás haciendo, Matrim Cauthon?

Como era de esperar, el juramento lo hizo sonreír y alzar la mirada de la mesa de los mapas. Llevaba el sombrero y la chaqueta encima de unas ropas de bonita seda que parecían como si se hubiesen confeccionado para hacer juego con el color del sombrero, además de incorporarles puños y cuello de piel grabada, como para no estar fuera de lugar. Olía a algún tipo de acuerdo. Sin embargo, ¿por qué llevaba en la base del sombrero una banda rosa?

—Hola, Elayne —saludó Mat—. Supuse que no tardarías en venir a verme.

—Hizo un gesto señalando un sillón que había a un lado de la estancia, con los colores rojo y blanco de Andor. Era muy mullido, y al lado, humeando en una pequeña mesa, había una taza de té caliente.

«Así te abrases, Matrim Cauthon —pensó—. ¿Desde cuándo eres tan listo?»

La emperatriz seanchan se encontraba sentada en su trono al fondo de la estancia, con Min a su lado; Min iba vestida con suficiente seda verde para abastecer una tienda en Caemlyn para dos semanas. A Elayne no le pasó inadvertido el hecho de que el trono de Fortuona era dos dedos más alto que su sillón. Esa puñetera, insufrible mujer.

—Mat, hay Draghkar en tu campamento.

—Maldición. ¿Dónde?

—Debería haber dicho que «había» Draghkar en tu campamento —aclaró Elayne—. Nos ocupamos de ellos. Debes decir a tus arqueros que vigilen mejor.

—Ya se lo he dicho —protestó Mat—. Maldita sea. Que alguien compruebe cómo están los arqueros, yo...

—¡Gran príncipe! —dijo un mensajero seanchan, que entró presuroso, se puso de rodillas y luego se postró con un movimiento suave, sin dejar de informar—. ¡Los arqueros de la orilla han caído a manos de avanzadillas sharaníes! Ocultaron el ataque con el humo de bolas de fuego.

—¡Rayos y centellas! —maldijo Mat—. ¡Enviad ahora mismo dieciséis damane y e sul’dam allí abajo! Que bajen las unidades de arqueros septentrionales y los escuadrones cuarenta y dos y cincuenta. Y diles a los exploradores que los haré azotar si dejan que vuelva a ocurrir algo así.

—Poderoso Señor —dijo el mensajero, que saludó mientras se incorporaba y salía del recinto caminando hacia atrás, sin alzar la vista para evitar el riesgo de que su mirada se cruzara con la de Mat.

En general, Elayne estaba impresionada por la facilidad del mensajero para mezclar reverencia e informe. También se sentía asqueada. Ningún dirigente debería exigir ese sometimiento a sus súbditos. La fuerza de una nación provenía de la fuerza de sus gentes; si uno los quebrantaba, se quebrantaba su propia espalda.

—Sabías que venía —dijo Elayne después de que Mat impartiera unas cuantas órdenes más a sus ayudantes—. Y previste la cólera que tu cambio de planes causaría. Maldita sea, Mat Cauthon, ¿por qué has tenido que hacerlo? Creía que nuestro plan de batalla era bueno.

—Lo era.

—¡Entonces, ¿por qué cambiarlo?!

—Elayne —empezó Mat, que se volvió hacia ella—. Todo el mundo me pone al mando, contra mi deseo, porque los Renegados no pueden influir en mi mente, ¿correcto?

—Ésa es la idea general. Aunque yo habría dicho que tal cesión de poder estaba menos fundamentada en ese medallón tuyo que en el hecho de que tengas la cabeza tan dura que no hay Compulsión que la penetre.

—Jodidamente cierto —convino Mat—. Sea como sea, si los Renegados están usando Compulsión en la gente de nuestros campamentos, probablemente se habrán enterado de unas cuantas cosas de nuestras reuniones.

—Supongo que sí.

—De modo que conocen nuestro plan. Nuestro gran plan, a cuya preparación dedicamos tanto tiempo. Lo conocen.

Elayne vaciló.

—¡Luz! —exclamó Mat mientras meneaba la cabeza—. La primera y más importante regla para ganar una guerra es saber lo que tu adversario va a hacer.

—Creía que la primera regla era conocer el terreno —dijo Elayne mientras cruzaba los brazos.

—Ésa también. Sea como sea, comprendí que si el enemigo sabía lo que íbamos a hacer, teníamos que hacer cambios. De inmediato. Unos planes de guerra malos son mejores que unos buenos que el enemigo conoce de antemano.

—¿Y por qué no imaginaste que esto ocurriría? —demandó Elayne.

Él la miró con rostro inexpresivo. Una de las comisuras de la boca se curvó fugazmente. Entonces Mat se caló más el sombrero de forma que el ala arrojaba sombra sobre el parche del ojo.

—Luz —exclamó Elayne—. Lo sabías. Te has pasado toda esta semana haciendo planes con nosotros y sabías todo el tiempo que los tirarías junto con el agua de fregar los platos.

—Eso es darme demasiado crédito —repuso Mat, que volvió a mirar los mapas—. Creo que es posible que una parte de mí lo supiera desde el principio, pero no caí en ello hasta el instante antes de que los sharaníes llegaran aquí.

—Entonces, ¿cuál es el nuevo plan?

Mat no respondió.

—Vas a mantenerlo en tu cabeza —dijo Elayne, que sintió que las piernas le flaqueaban—. Vas a liderar la batalla y ninguno de nosotros sabrá qué puñetas estás planeando, ¿verdad? De otro modo, alguien podría oírlo a hurtadillas y las noticias le llegarían a la Sombra.

Él asintió con la cabeza.

—Que el Creador nos proteja —susurró Elayne.

—¿Sabes? —comentó Mat, con el ceño fruncido—. Eso mismo fue lo que dijo Tuon.


En los Altos, Ino se tapaba los oídos mientras los cercanos dragones escupían fuego a trollocs y a sharaníes, al oeste de su posición. El olor intenso a algo acre flotaba en el aire, y los estampidos eran tan ensordecedores que ni siquiera oía sus jodidas maldiciones.

Allá abajo, los jinetes de Lan Mandragoran batían los laterales de la fuerza de asalto para mantenerla agrupada a fin de que los dragones pudieran causar más daño. Los sharaníes llevaban trollocs con ellos. También tenían encauzadores, montones de ellos. Río arriba, otro gran contingente trolloc, el que había hecho tanto daño a las fuerzas del Dai Shan, había llegado desde el nordeste y enseguida estarían en Campo de Merrilor.

Los dragones enmudecieron momentáneamente mientras los dragoneros volvían a llenarles las fauces con lo que quiera que los hiciera funcionar. Ino no pensaba acercarse a esos puñeteros artefactos. Artilugios que traían mal fario, eso eran. Estaba seguro.

El jefe de los dragoneros era un cairhienino enjuto, e Ino nunca había tenido muy buena opinión de esa gente. Cada vez que él hablaba, lo miraban con el jodido ceño fruncido. Éste iba montado en su caballo con aire altanero, y ni se inmutó cuando los dragones dispararon de nuevo.

La Sede Amyrlin había unido su suerte a la de esos hombres; y a la de los seanchan también. Pues él no iba a protestar, puñetas. Necesitaban todos los hombres que pudieran conseguir, incluidos los cairhieninos y los jodidos seanchan.

—¿Os gustan los dragones, capitán? —le dijo el cabecilla, Talmanes.

Capitán. Lo habían ascendido, qué puñetas. Ahora dirigía una fuerza de piqueros de la Torre y de caballería ligera recién reclutados.

No debería tener el mando de nada; él se sentía muy satisfecho como soldado raso. Pero contaba con entrenamiento y experiencia en batalla, dos cosas de las que andaban cortos por entonces, como Bryne había dicho en Salidar. ¡Así que ahora era un maldito oficial y dirigía caballería e infantería, nada menos! En fin, sabía lo que se hacía con una pica, si tenía que utilizar una, aunque por lo general prefería luchar a caballo.

Sus hombres estaban preparados para defender la cima de los Altos al borde del declive si el enemigo lograba subir la pendiente. Hasta el momento, los arqueros situados delante de los dragoneros habían impedido que ocurriera tal cosa, pero los arqueros tendrían que retirarse a no tardar, y entonces serían los jodidos soldados de la tropa regular los que entrarían en combate. Abajo, los sharaníes se apartaron para dejar que la fuerza principal trolloc se lanzara al asalto cuesta arriba.

Los piqueros avanzarían para contener el ataque trolloc, y allí las picas funcionarían bien puesto que esos monstruos cargaban ladera arriba. Añadiendo algo de caballería en los malditos flancos y con los arqueros disparando por esos puñeteros accesos abiertos allá en lo alto, probablemente podrían aguantar durante días. Tal vez semanas. Cuando los presionaran para echarlos de la cumbre por la superioridad numérica, lo harían pulgada a pulgada, aferrándose a cada palmo de terreno.

Ino suponía que no había posibilidad de que sobreviviera a esa jodida batalla. De hecho, lo sorprendía haber aguantado tanto tiempo. En realidad, el puñetero Masema podría haberle cortado la cabeza; o haberlo hecho los seanchan, cerca de Falme; o algún trolloc aquí y allí. Había intentado mantenerse enjuto para que así supiera asquerosamente mal cuando lo metieran en uno de esos malditos peroles.

Los dragones empezaron a disparar de nuevo y abrieron enormes agujeros en las hordas de trollocs que avanzaban. Ino se llevó las manos a los oídos.

—Advertid cuando vayáis a hacer eso, malditos despojos colgantes de cabra...

El siguiente disparo lo dejó sin aliento.

Abajo, los trollocs saltaron por el aire cuando los dragones pulverizaron el suelo debajo de ellos. Esos huevos explotaban cuando salían disparados de los malditos tubos. ¿Qué otra cosa, aparte del Poder Único, podría hacer explotar el metal? No obstante, si de algo estaba seguro Ino era de que no quería saberlo.

Talmanes se acercó al borde de los Altos para inspeccionar el daño causado. Se había reunido con una mujer tarabonesa, la que había inventado esas armas. Ella echó un vistazo y reparó en Ino; entonces le lanzó algo. Un trocito de cera. La tarabonesa se dio golpecitos en la oreja y después se puso a hablar con Talmanes haciendo gestos. Puede que el cairhienino tuviera las tropas a sus órdenes, pero era la mujer quien se encargaba de los artefactos. Ella decía a los hombres dónde colocar los dragones para combatir.

Ino rezongó, pero se guardó la cera en el bolsillo. Un pelotón de trollocs, alrededor de cien, había conseguido superar las explosiones y no tenía tiempo para preocuparse por los oídos. Asió una pica, la sostuvo en posición horizontal e indicó por señas a sus hombres que hicieran lo mismo. Todos llevaban el color blanco de la Torre; él mismo vestía un tabardo blanco.

Gritó órdenes, dispuso la pica y se puso de costado cerca del borde de la pendiente, con el extremo posterior del asta levantado. Una mano sujetaba el asta delante de él para guiar y reforzar la arremetida; la otra mano, con la palma hacia abajo y asiéndola a un brazo de distancia del extremo posterior, daría impulso al lanzazo cuando los trollocs estuvieran al alcance de las picas. Varias líneas de piqueros detrás de Ino estaban preparadas para avanzar a continuación del impacto inicial.

—¡Sujetad las picas con firmeza, condenados pastores! —bramó Ino—. ¡Que no se muevan!

Los trollocs, que trepaban por la vertiente casi a gatas, chocaron con la línea de picas. Las bestias en vanguardia trataron de apartarlas a un lado haciendo barridos con sus armas, pero los hombres de Ino dieron un paso hacia adelante y ensartaron a los trollocs, a menudo dos picas por bestia. Ino gruñó y tiró de la pica para colocarla de nuevo en posición y lancear a un trolloc en el cuello.

—¡Primera línea, atrás! —gritó Ino al tiempo que daba un tirón hacia atrás para liberar el arma del trolloc que había matado.

Sus compañeros hicieron lo mismo, sacando las armas de un tirón y dejando que los cuerpos rodaran pendiente abajo.

Los piqueros de la primera línea retrocedieron mientras los de la segunda se adelantaban pasando ente ellos y embestían a los monstruos. Cada línea fue rotando hacia el frente en sucesión hasta que, unos minutos después, todos los trollocs del pelotón estuvieron muertos.

—Buen trabajo —aprobó Ino al tiempo que alzaba la pica para ponerla en posición vertical; un reguerillo de apestosa sangre trolloc se deslizó a lo largo del asta desde la afilada punta—. Buen trabajo.

Echó una ojeada a los dragoneros, que estaban metiendo más huevos por esos tubos. Se apresuró a sacar la cera del bolsillo. Sí, podían defender esa maldita posición. Podían hacerlo bien. Sólo tenían que...

Un grito en lo alto hizo que olvidara taparse los oídos. Algo se precipitó al suelo y cayó al lado de Ino. Era una bola de plomo con cintas que habían tirado desde muy arriba.

—¡Condenado carnero seanchan! —gritó Ino, mirando hacia lo alto y sacudiendo el puño—. ¡Eso casi me ha atizado en la mollera, comedor de gusanos podridos!

El raken se alejó volando, probablemente sin que su jinete oyera una palabra de lo que Ino había gritado. Malditos seanchan. Se agachó y recogió la carta sujeta a la bola.

«Retirada en descenso por la vertiente del sudoeste de los Altos.»

—Me estáis tomando el pelo —masculló Ino—. Me estáis tocando las narices. Tú, Allin, pedazo de animal, ¿puedes leer esto?

Allin era un andoreño de cabello oscuro que llevaba media barba, afeitada en los lados. Ino siempre había sido de la opinión de que esas barbas eran jodidamente ridículas.

—¿Retirada? —dijo Allin—. ¿Ahora?

—Ésos han perdido el juicio —gruñó Ino.

Cerca, Talmanes y la mujer tarabonesa recibían a una mensajera que les daba la misma noticia, a juzgar por la expresión ceñuda de la tarabonesa. Retirada.

—Más vale que Cauthon sepa lo que se hace, puñetas —dijo Ino al tiempo que meneaba la cabeza.

Todavía no entendía por qué razón cualquier persona pondría a Cauthon al frente de nada. Recordaba a ese muchacho, siempre hablando mal a la gente, con los ojos hundidos y más muerto que vivo, medio echado a perder.

Pero lo haría. Había jurado obediencia a la maldita Torre Blanca. Así que lo haría.

—Transmite la orden —le indicó a Allin mientras se metía la cera en los oídos al ver que Aludra, junto a los dragones, preparaba una última descarga antes de marcharse—. Nos retiramos de los jodidos Altos, y...

Un seco estampido alcanzó físicamente a Ino, vibró a través de todo su cuerpo y estuvo a punto de pararle el corazón. Dio con la cabeza en el suelo antes de ser consciente de que se había desplomado.

Parpadeó para librarse del polvo en los ojos, gimió y rodó sobre sí mismo cuando otro fogonazo, seguido de uno más, alcanzó los Altos en la zona donde se encontraban los dragones. ¡Eran rayos! Sus soldados estaban caídos de rodillas, cerrados los ojos y con las manos en los oídos. No obstante, Talmanes ya se había levantado e impartía órdenes a gritos que Ino apenas oía, al tiempo que agitaba las manos hacia sus hombres para que retrocedieran.

Una docena de bolas de fuego, enormes e increíblemente veloces, se alzaron desde el ejército sharaní, detrás de los trollocs. Ino maldijo y se zambulló en una depresión del terreno para protegerse; cayó en el hueco instantes antes de que toda la loma se sacudiera como si hubiera un terremoto. Pegotes de tierra cayeron sobre él y casi lo enterraron.

Todo iba contra ellos. Todo. Del primer al último encauzador sharaní del ejército parecía haberse centrado en los Altos al mismo tiempo. ¡Ellos tenían Aes Sedai situadas para proteger los dragones, pero por las apariencias debían de estar pasándolo muy mal para combatir contra aquello!

El ataque duró lo que le pareció una eternidad. Cuando cesó, Ino se liberó de la tierra que lo cubría. Algunos de los jodidos dragones habían quedado hechos pedazos, y Aludra trabajaba con los dragoneros para salvar ésos y proteger el resto. Talmanes, con una mano ensangrentada en la cabeza, gritaba algo. Ino se quitó la cera de los oídos —puede que eso lo hubiera salvado de quedarse sordo— y fue hacia Talmanes andando con dificultad.

—¡¿Dónde están vuestras puñeteras Aes Sedai?! —gritó Ino—. ¡Se supone que tenían de impedir que pasara esto, maldita sea!

Tenían cuatro docenas con órdenes de cortar tejidos desde el aire o empujarlos para desviarlos y proteger los dragones. Ellas habían afirmado ser capaces de mantener los Altos a salvo de cualquier cosa salvo la llegada del Oscuro. Ahora estaban hechas polvo al haberles caído de lleno las descargas de rayos.

Los trollocs avanzaban de nuevo pendiente arriba. Ino ordenó a Allin que formara un muro de picas y contuviera a las criaturas, tras lo cual corrió hacia las Aes Sedai con unos cuantos guardias. Se unió a los Guardianes para ayudarlos a levantarlas del suelo, y buscó a su cabecilla.

—¡Kwamesa Sedai! —llamó Ino, que por fin encontró a la Aes Sedai que comandaba el grupo. La esbelta arafelina de tez oscura mascullaba algo entre dientes y se sacudía el polvo de las ropas.

—¿Qué ha sido eso? —demandó la mujer.

—Eh... —empezó Ino.

—La pregunta no iba dirigida a ti —dijo ella mientras examinaba el cielo—. ¡Einar! ¿Por qué no percibiste esos tejidos?

Un Asha’man corrió hacia ella.

—Llegaron demasiado deprisa —explicó—. Los teníamos encima antes de que me diera tiempo de avisar. Y... ¡Luz! Quienquiera que los lanzara era fuerte. Más de lo que había visto nunca, más fuerte que...

Una línea de luz hendió el aire tras ellos. Era enorme, tan larga como la fortaleza de Fal Dara. Rotó sobre sí misma para abrir un vasto acceso que rajó el suelo en el centro de los Altos. De pie al otro lado había un hombre con brillante armadura hecha con círculos semejantes a monedas plateadas. La cabeza, sin casco, lucía oscuro cabello; del rostro destacaba la nariz aguileña. Sostenía en la mano un cetro de oro, con la parte superior en forma de reloj de arena o de una delicada copa.

Kwamesa reaccionó de inmediato levantando la mano y lanzando un chorro de fuego. El hombre agitó la mano con desdén y el chorro de fuego se desvió; luego apuntó —casi con indiferencia— y algo fino, caliente y blanco lo conectó con Kwamesa. La forma de la mujer brilló con intensidad y después desapareció; unas partículas minúsculas cayeron flotando al suelo.

—¡Vengo por el Dragón Renacido! —anunció la figura vestida en plata—. Id a buscarlo. O hacéis eso, o me encargaré de que vuestros gritos lo hagan venir.

El suelo debajo de los dragones saltó en el aire a pocos pies de Ino, que levantó un brazo para protegerse la cara; fragmentos de madera astillada y pegotes de tierra lo golpearon.

—La Luz nos asista —musitó Einar—. Estoy intentando detenerlo, pero está unido a un círculo. Un círculo completo. Setenta y dos. ¡Jamás había visto semejante poder! Yo...

Una fina barra de abrasadora luz blanca atravesó el dragón roto, lo vaporizó y alcanzó a Einar. El hombre desapareció en un instante, e Ino reculó a trompicones al tiempo que maldecía. Se apartó más para esquivar los pedazos metálicos de dragones que caían a su alrededor.

Ino les gritó a sus hombres que retrocedieran y los azuzó para que se movieran; sólo se detuvo unos instantes para agarrar por debajo del brazo a un hombre herido y ayudarlo a huir. Ya no discutía la orden de retirarse de los Altos. ¡Era la mejor orden que un puñetero hombre podía haber dado!


Logain Ablar soltó el Poder Único. Se encontraba junto al Mora, al pie de los Altos, y percibió los ataques allí arriba.

Soltar el Poder Único ese día fue una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida. Más que la decisión de nombrarse Dragón, más que contenerse de estrangular a Taim durante aquellos primeros días juntos en la Torre Negra.

El Poder lo abandonó dejándolo vacío, como si las venas se le hubieran abierto y él estuviera desangrándose en el suelo. Respiró hondo. Absorber todo ese Poder Único —el de treinta y nueve personas en un círculo— había sido embriagador. Soltarlo le recordó su amansamiento, cuando le habían arrebatado el Poder. Cuando cada respiración lo había animado a encontrar un cuchillo con el que degollarse.

Sospechaba que ésa era su demencia: el terror de que soltar el Poder Único sería perderlo para siempre.

—Logain... —llamó Androl.

Él volvió la cabeza hacia el hombre y sus compañeros. Le eran leales. Ignoraba por qué, pero lo eran. Todos ellos. Necios. Leales necios.

—¿Notáis eso? —preguntó Androl.

Los demás —Canler, Emarin, Jonneth— miraban hacia los Altos. El Poder que se manejaba allí arriba era... portentoso.

—Demandred —dijo Emarin—. Tiene que ser él.

Logain asintió despacio con la cabeza.

«Semejante poder...» Ni siquiera uno de los Renegados podía ser tan fuerte. Debía de llevar un sa’angreal de una potencia inmensa.

«Con una herramienta así —le susurraron sus pensamientos—, ningún hombre o mujer volvería a arrebatarte el Poder jamás.»

Taim lo había hecho, durante el tiempo en el que lo había tenido encerrado. Manteniéndolo cautivo, escudado, incapaz de tocar el Poder Único. Los intentos de Trasmutarlo habían resultado dolorosos, desgarradores. Pero estar sin el Saidin...

«Potencia», pensó mientras observaba aquel poderoso despliegue de encauzamiento. El ansia de ser tan fuerte casi sofocaba su odio por Taim.

—De momento no nos enfrentaremos a él —dijo—. Dividíos en los equipos organizados de antemano. —Cada equipo lo formarían una mujer y cinco o seis hombres. Una mujer y dos hombres podían formar un círculo mientras que los otros dos le prestaban apoyo—. Daremos caza a los traidores de la Torre Negra.

Pevara, que estaba al lado de Androl, enarcó una ceja.

—¿Pensáis ir ya por Taim? —inquirió—. ¿No dijo Cauthon que estuvieseis aquí para ayudar a mover a los hombres?

—Se lo dejé claro a Cauthon —contestó Logain—. No voy a pasarme esta batalla trasladando soldados por todo el campo de batalla. En cuanto a órdenes, tenemos una directriz dada por el propio Dragón Renacido.

Rand al’Thor había indicado que eran sus «últimas» órdenes para ellos en una nota despachada junto a un pequeño angreal de un hombrecillo gordo que sostenía una espada:

La Sombra ha robado los sellos de la prisión del Oscuro. Encontradlos. Si podéis, por favor encontradlos.

Durante su cautividad, a Androl le había parecido oír algo que le sonó como un comentario jactancioso de Taim relacionado con los sellos. Era su única pista. Logain recorrió con la mirada el entorno. Sus fuerzas se retiraban de los Altos. Desde donde se encontraba, no veía la posición de los dragones, pero las espesas columnas de humo no auguraban nada bueno sobre su estado.

«Sigue dando órdenes —pensó Logain—. ¿Aún me siento inclinado a cumplirlas?»

¿A cambio de la posibilidad de vengarse de Taim? Sí, seguiría las órdenes de Rand al’Thor. En otro momento ni siquiera se lo habría planteado. Eso había sido antes de su cautividad y tortura.

—Id —les dijo a sus Asha’man—. Ya habéis leído lo que el lord Dragón escribió. Hemos de recobrar los sellos a todo trance. Nada es más importante que esto. Debemos confiar en que es cierto que Taim los tiene. Estad atentos a cualquier señal de hombres encauzando y dadles caza, matadlos.

Daba igual si esos hombres encauzadores era sharaníes. Los Asha’man contribuirían a esta batalla quitando de en medio a encauzadores enemigos. Habían discutido las tácticas con anterioridad. Cuando percibieran que un varón encauzaba, usarían saltos cortos con accesos para localizar dónde estaban, y entonces intentarían sorprenderlos y atacarlos.

—Si veis a uno de los hombres de Taim —instruyó Logain—, intentad capturarlo para que podamos sacarle información de dónde ha instalado Taim su base. —Hizo una pausa—. Si tenemos suerte, el propio M’Hael estará aquí. Sed precavidos por si llevara encima los sellos; no queremos destruirlos con un ataque. Si lo veis, regresad para informarme dónde se encuentra.

El equipo de Logain se puso en marcha. Lo dejaron con Gabrelle, Arel Malevin y Karldin Manfor. Había tenido suerte de que al menos algunos de sus hombres más diestros hubieran estado ausentes de la Torre durante la traición de Taim.

—¿Y qué pasa con Toveine? —preguntó Gabrelle, que lo miraba con gesto inexpresivo.

—La mataremos si la encontramos.

—¿Así de sencillo es para ti?

—Sí.

—Ella...

—¿Preferirías vivir si fueses ella, Gabrelle? ¿Vivir y servirle?

Ella cerró la boca y apretó los labios. Todavía le tenía miedo; Logain lo notaba. Bien.

«¿Era esto lo que deseabas cuando enarbolaste la bandera del Dragón —susurró su mente—, cuando buscabas salvar a la humanidad? ¿Lo hacías para ser temido? ¿Odiado?»

No hizo caso de esa vocecilla. Las únicas ocasiones en las que había logrado algo en la vida habían sido cuando lo temían. Era la única baza que había tenido contra Siuan y Leane. El Logain primario, ese instinto que anidaba en lo más hondo de su ser y que lo impulsaba a seguir vivo, necesitaba que la gente lo temiera.

—¿La percibes? —preguntó Gabrelle.

—La liberé del vínculo.

La envidia de la mujer le llegó instantánea, punzante. Lo sorprendió. Había creído que ella empezaba a disfrutar de esa unión o, al menos, a soportarla.

Aunque, por supuesto, todo era teatro para así poder manipularlo. Era el estilo de las Aes Sedai. Sí, antes había sentido deseo por ella, quizás incluso afecto. No estaba seguro de poder fiarse de lo que creía que había sentido por ella. Al parecer, a pesar de lo mucho que había intentado ser fuerte y libre, desde que había sido un muchachito siempre había habido alguien que tiraba de los hilos de su vida.

El encauzamiento de Demandred irradiaba potencia. Qué fuerza...

Un potente estampido resonó en los Altos. Logain rompió a reír con tantas ganas que echó la cabeza hacia atrás. En la cumbre, allá arriba, salieron lanzados al aire cuerpos como si fueran hojas.

—¡Coligaos conmigo! —ordenó a quienes se habían quedado con él—. Formemos un círculo y vayamos a dar caza al M’Hael, y también a sus hombres. Quiera la Luz que pueda encontrarlo... ¡Mi mesa sólo se merece el mejor plato, la cabeza del ciervo!

Y después de eso... ¿quién sabía? Siempre había querido probarse a sí mismo enfrentándose a uno de los Renegados. Volvió a abrirse a la Fuente y se aferró a los trallazos del Saidin como si fuera una serpiente que se retorcía e intentaba morderlo. Usó el angreal para absorber más, y entonces el Poder de los otros fluyó a raudales en él. Rió con más fuerza.


Gawyn se sentía muy cansado. Lo normal habría sido que en esa semana de preparativos se hubiera recuperado, pero se sentía como si hubiera recorrido a pie decenas de leguas.

La cosa no tenía remedio. Se obligó a centrar la atención en el acceso que había en la mesa delante de él, desde el que se divisaba el campo de batalla.

—¿Estáis segura de que no pueden ver esto? —le preguntó a Yukiri.

—Lo estoy —contestó ella—. Se han hecho pruebas de forma exhaustiva.

La mujer se había convertido en una experta con ese tipo de accesos de visualización. Había creado ése encima de una mesa que les habían llevado al campamento desde Tar Valon. Lo que veía ahora era el campo de batalla como lo haría con un mapa.

—Si de verdad has hecho invisible el otro lado, esto podría ser realmente útil... —especuló Egwene.

—Sería más fácil descubrirlo a corta distancia —admitió Yukiri—. Éste se encuentra tan alto en el cielo que nadie allí abajo podrá divisarlo.

—Luz, nos están aniquilando —susurró Bryne.

Gawyn lo miró. El general rechazaba las insinuaciones de que regresara a sus posesiones, incluso las dichas en tono firme. Insistía en que aún era capaz de blandir una espada; lo que no podían permitirle era liderar. Además —argumentaba— cualquiera de ellos podría estar sometido a la Compulsión. En cierto modo, saber que él lo estaba les daba una ventaja. Al menos a él podían vigilarlo.

Y Siuan lo hacía; lo sujetaba del brazo con gesto protector. Los únicos que se encontraban en la tienda aparte de ellos eran Silviana y Doesine.

La batalla no iba bien. Cauthon ya había perdido los Altos —el plan original era resistir allí todo el tiempo posible— y los dragones estaban hechos pedazos. El ataque de Demandred con el Poder Único había sido muchísimo más fuerte de lo que cualquiera de ellos había previsto. Y el otro gran ejército trolloc había llegado del nordeste y presionaba a los defensores que Cauthon había situado río arriba.

—¿Qué es lo que planea? —dijo Egwene mientras daba golpecitos con el dedo en la mesa. A través del acceso llegaban gritos lejanos—. Si esto sigue así, nuestros ejércitos van a quedar rodeados.

—Está intentando que muerdan el anzuelo para que salte la trampa —contestó Bryne.

—¿Qué clase de trampa?

—Es sólo una suposición, y la Luz sabe que mis valoraciones ya no son de fiar como lo eran antes —dijo Bryne—. Da la impresión de que Cauthon planea aunar todo en una batalla, sin retrasos, sin intentar desgastar a los trollocs. Tal como lo está haciendo, el resultado se decidirá en días. Puede que en horas.

—Eso suena exactamente como algo que Mat haría —señaló Egwene, resignada.

—Qué potencia la de esos tejidos —dijo Lelaine—. Qué fuerza...

—Demandred está en un círculo —indicó Egwene—. Testigos oculares afirman que es un círculo completo. Algo que no se veía desde la Era de Leyenda. Y además tiene un sa’angreal. Algunos de los soldados lo vieron... Semejaba un cetro.

Gawyn observaba el combate allí abajo, con la mano en la empuñadura de la espada. Oía gritar a los hombres cada vez que Demandred apuntaba tejido tras tejido de fuego contra ellos.

La voz del Renegado retumbó de repente, llegando muy alto en el aire.

—¡¿Dónde estás, Lews Therin?! Se te ha visto en todos los otros campos de batalla, disfrazado. ¿Estás también aquí? ¡Lucha conmigo!

La mano de Gawyn apretó la empuñadura. Los soldados descendían por el costado sudoccidental de los Altos para cruzar el vado. Unos cuantos grupos seguían defendiendo los declives, y los dragoneros —como pequeños insectos a esa distancia— llevaban los dragones restantes a lugar seguro, tirados por mulas.

Demandred arrojó destrucción a las tropas que huían. Él por sí solo era un ejército, lanzando cuerpos al aire, reventando caballos, abrasando y destruyendo. A su alrededor, los trollocs ocupaban el terreno alto. Los salvajes vítores llegaban a través del acceso.

—Vamos a tener que enfrentarnos a él, madre —explicó Silviana—. Pronto.

—Intenta hacernos salir a descubierto —replicó Egwene—. Tiene ese sa’angreal. Nosotros podríamos crear un círculo de setenta y dos, pero después ¿qué? ¿Caer en su trampa? ¿Acabar muertos todos?

—¿Y qué otra opción tenemos, madre? —preguntó Lelaine—. Luz, los está matando a miles.

Matando a miles. Y allí estaban ellos.

Gawyn se apartó hacia atrás.

Nadie pareció reparar en su retroceso aparte de Yukiri, que se apresuró a ocupar con ansia su sitio al lado de Egwene. Gawyn salió de la tienda y, cuando los guardias de la puerta lo miraron, les dijo que necesitaba salir un poco a tomar el aire. Egwene lo aprobaría. Ella notaba lo cansado que se sentía últimamente; se lo había mencionado en varias ocasiones. Sentía los párpados como si llevaran colgados pesos de plomo que tiraran de ellos hacia abajo. Miró hacia el cielo nublado. Se oían las lejanas explosiones. ¿Cuánto tiempo iba a seguir esperando sin hacer nada mientras morían hombres?

«Lo prometiste —se dijo para sus adentros—. Afirmaste que permanecerías de buen grado a su sombra.»

Lo cual no significaba que tuviera que dejar de hacer una tarea importante, ¿verdad? Metió la mano en el bolsillo y sacó un anillo de los Puñales Sanguinarios. Se lo puso y de inmediato recobró las fuerzas, desaparecido el agotamiento por completo.

Vaciló y después sacó los otros anillos y también se los puso.


En la ribera meridional del río Mora, delante de las ruinas al nordeste de Alcor Dashar, Tam al’Thor buscó el vacío como Kimtin le había enseñado a hacer tantos años atrás. Tam imaginó una llama y volcó sus emociones en ella. La calma empezó a llenarlo; a continuación lo abandonó, y sólo quedó el vacío. Como una pared recién pintada, hermosa y blanca, que acabaran de enlucir. Todo se difuminó.

Tam era el vacío. Tensó el arco, curvando la buena madera oscura de tejo, con la flecha a la altura de la mejilla. Apuntó, pero eso sólo era una formalidad. Cuando estaba tan sumergido en el vacío, la flecha haría exactamente lo que él le ordenara. No era que lo «supiera», igual que el sol no sabía que saldría ni las ramas que tirarían las hojas. Ésas no eran cosas sabidas; eran, sin más.

Disparó, la cuerda del arco chascó con un ruido seco, la flecha atravesó el aire. Otra la siguió, y otra más. Tenía cinco en el aire al mismo tiempo, cada cual apuntada previendo los vientos cambiantes.

Los primeros cinco trollocs cayeron mientras intentaban cruzar a través de uno de los muchos puentes de balsas que habían conseguido colocar allí, en el río. Los trollocs odiaban el agua; incluso la que era poco profunda los amedrentaba. Lo que quiera que Mat hubiera hecho corriente arriba para proteger el río estaba funcionando de momento, dado que seguía fluyendo. La Sombra intentaría represarlo. Al parecer, ya lo intentaba, pues de vez en cuando el cadáver de un trolloc o de una mula pasaba flotando río abajo.

Tam siguió disparando flechas, así como Abell y otros hombres de Dos Ríos. A veces apuntaban a la masa, sin elegir un trolloc en particular, aunque eso era raro. Un soldado regular podría disparar sin ver bien en cierto momento y dar por sentado que su flecha encontraría carne donde clavarse, algo que no haría un buen arquero de Dos Ríos. Las flechas eran objetos corrientes para los soldados, pero no para los leñadores. Los trollocs caían en oleadas. Además de Tam y los hombres de Dos Ríos, los ballesteros tensaban el disparador de sus armas y soltaban andanada tras andanada contra los Engendros de la Sombra. Los Fados que iban detrás fustigaban y azuzaban a los trollocs para que se apresuraran a cruzar el río, aunque con poco éxito.

La flecha de Tam se clavó justo donde un Fado debería haber tenido los ojos. Cerca, un hombretón llamado Bayrd, que observaba cómo caían las flechas apoyado en su hacha, soltó un silbido de admiración. Formaba parte de una fuerza de soldados situados justo detrás de los arqueros para adelantarse y protegerlos una vez que los trollocs cruzaran el río.

Bayrd era uno de los cabecillas mercenarios que se habían pasado al ejército y, aunque era andoreño, ni él ni los cien hombres, más o menos, a los que capitaneaba querían hablar de dónde procedían.

—Tengo que conseguir uno de esos arcos —les dijo Bayrd a sus compañeros—. La Luz me abrase, ¿habéis visto eso?

Cerca, Abell y Azi sonrieron y siguieron disparando. Tam no sonrió. Dentro del vacío no existía el sentido del humor; fuera, sin embargo, un pensamiento aleteó fugaz. Tam sabía la razón de que Abell y Azi hubieran sonreído. Tener un arco de Dos Ríos no lo convertía a uno en un arquero de Dos Ríos.

—Creo que te harías más daño a ti mismo que al enemigo si intentaras usar uno de ésos —dijo Galad Damodred, que estaba montado a caballo, cerca—. Al’Thor, ¿cuántas más?

Tam disparó otra flecha antes de responder.

—Cinco más —repuso al tiempo que alargaba la mano hacia la aljaba para sacar la siguiente flecha.

La encajó en la cuerda, disparó y continuó. Dos, tres, cuatro, cinco. Cinco trollocs más muertos. En total, había disparado más de treinta flechas. Había fallado una vez, pero sólo porque Abell había matado al trolloc al que Tam apuntaba.

—¡Arqueros, alto! —gritó Tam.

Los hombres de Dos Ríos retrocedieron; Tam soltó el vacío justo cuando un grupo disperso de trollocs bajaba a trompicones por la orilla del río. Tam todavía dirigía las tropas de Perrin hasta cierto punto. Los Capas Blancas, los ghealdanos y la Guardia del Lobo, todos ellos esperaban que Tam tuviera la última palabra, pero cada grupo también tenía sus propios líderes. Él comandaba a los arqueros.

«Perrin, más vale que esa herida cierre y te recuperes pronto.» Cuando Haral había encontrado al muchacho tendido en la hierba el día anterior a las afueras del campamento, ensangrentado y casi muerto... Luz, todos se habían llevado un buen susto.

Perrin se hallaba a salvo en Mayene, donde probablemente se pasaría el resto de la Última Batalla. Un hombre no se recuperaba pronto del tipo de herida que el muchacho había recibido, ni siquiera con la Curación Aes Sedai. Seguramente Perrin se pondría furioso por perderse el combate, pero a veces pasaban esas cosas. Formaba parte de ser un soldado.

Tam y los arqueros se retiraron a las ruinas para tener una vista mejor de la batalla, así que organizó a los arqueros por si acaso los necesitaban; mientras tanto, mandó corredores para que les llevaran más flechas. Mat había situado todas las tropas de Perrin junto a los Juramentados del Dragón, dirigidos por Tinna, una mujer escultural. Tam no sabía de dónde llegaba ni por qué los comandaba; tenía el porte de una dama, el físico de una Aiel y la tez de una saldaenina. Parecía que los otros le hacían caso. Tam no encontraba mucho sentido a los Juramentados del Dragón, así que procuraba no relacionarse con ellos.

Al ejército de Tam le habían dicho que resistiera. Mat había esperado que el ataque de los sharaníes y los trollocs por el oeste fuera el más duro; en consecuencia, Tam estaba sorprendido al ver que Mat enviaba más refuerzos río arriba. Los Capas Blancas casi acababan de llegar, y sus capas ondeaban mientras cargaban a lo largo de la orilla del río arremetiendo contra los trollocs, que se tambaleaban y caían de los inestables puentes flotantes.

Empezaron a volar flechas desde la horda trolloc, en la orilla opuesta, contra Galad y sus hombres. Los chasquidos y tintineos de las puntas de flecha contra las armaduras y los escudos de los Capas Blancas sonaban como granizo sobre un tejado. Tam ordenó a Arganda que hiciera avanzar a los soldados de infantería, incluidos Bayrd y sus mercenarios.

No tenían suficientes picas, así que los hombres de Arganda se armaron con alabardas y lanzas. Los hombres empezaron a gritar y a morir, y los trollocs a aullar. Cerca de la posición de retaguardia de Tam, Alliandre llegó a caballo rodeada de sus bien armados soldados de infantería. Tam la saludó alzando el arco y ella respondió con una leve inclinación de cabeza, tras lo cual se situó desde donde podía observar. Había querido estar allí para la batalla; Tam lo entendía, y no le reprochaba que ordenara a sus soldados que la pusieran a salvo a la primera señal de que esa batalla se volvía contra ellos.

—¡Tam! ¡Tam!

Dannil llegó a galope, y Tam hizo una seña a Abell para que se pusiera al mando de los arqueros. Luego se acercó a Dannil y se reunió con el muchacho a la sombra de las ruinas.

Dentro de esos muros derruidos, las tropas de reserva de Mat observaban la batalla con nerviosismo. La mayoría de ellos eran arqueros sacados de bandas de mercenarios y de los Juramentados del Dragón. Muchos de ese último grupo no habían estado nunca en batalla. En fin, era lo mismo que había pasado con la mayoría de los hombres de Dos Ríos hasta hacía unos pocos meses. Aprenderían deprisa. Alcanzar a un trolloc con una flecha no era tan distinto de abatir a un ciervo.

Sin embargo, si fallabas y no dabas al ciervo, el animal no te abría en canal con una espada unos segundos después.

—¿Qué ocurre, Dannil? ¿Órdenes de Mat? —preguntó.

—Os envía compañías de infantería de la Legión del Dragón —informó Dannil—. Dice que hay que aguantar aquí en el río, sea como sea.

—Pero ¿qué se trae entre manos este muchacho? —rezongó Tam al tiempo que miraba hacia los Altos.

La Legión del Dragón tenía buena infantería, ballesteros bien entrenados que allí serían muy útiles. Pero ¿qué estaba ocurriendo en los Altos? Los destellos de luz reflejaban columnas de espeso humo negro que se elevaban de los Altos hacia las nubes. Allí la lucha se disputaba muy en serio.

—No lo sé, Tam. Mat... ha cambiado. Tengo la impresión de que ya no lo conozco. Siempre ha sido un poco sinvergüenza, pero ahora... Luz, Tam. Es como uno de esos personajes de los relatos.

—Todos hemos cambiado —gruñó Tam—. Seguramente Mat diría cosas similares sobre ti.

—Oh, eso lo dudo, Tam —repuso Dannil riendo—. Aunque a veces me pregunto qué habría pasado si me hubiera ido con ellos tres. Me refiero a que Moraine Sedai buscaba chicos de cierta edad, y supongo que yo era un poco mayor...

Parecía triste. Dannil podía decir —y pensar— lo que quisiera, pero Tam dudaba que a Dannil le hubiera gustado soportar las cosas que Mat, Perrin y Rand habían aguantado para convertirse en las personas que eran ahora.

—Ponte al mando de éstos —dijo Tam, que señaló con la barbilla a los arqueros de reserva—. Yo me ocuparé de hacer llegar a Arganda y a Galad la noticia de que van a recibir refuerzos.


Las gruesas flechas de los trollocs se dispersaron alrededor de Pevara cuando ella tejió Aire con desesperación. El golpe de viento desperdigó las flechas como guijas en un tablero por el manotazo de un jugador irritado. Sudando, se aferró al Saidar y tejió un fuerte escudo de Aire que dejó flotando sobre ellos como defensa contra subsiguientes andanadas de flechas.

—¡Es seguro! —gritó—. ¡Adelante!

Un grupo de soldados salió corriendo de debajo de un saliente en la abrupta pendiente de los Altos que daba al río. Más flechas gruesas cayeron de arriba; golpearon en el escudo. El tejido las frenaba hasta el punto de que, una vez que lo traspasaban, caían tan inofensivas como plumas.

Los soldados a los que había ayudado corrieron hacia el punto de concentración en Vado de Hawal. Otros decidieron quedarse y luchar al ver las bandas de trollocs que empezaban a descender en tropel por las laderas. La mayoría de los Engendros de la Sombra se habían quedado en la cumbre de los Altos para asegurar la posición y acabar de echar a los humanos que quedaran allí.

¿Dónde? El pensamiento furioso de Androl le llegó a Pevara como un suave susurro en la mente.

Aquí, le transmitió ella. No era del todo un pensamiento, sino más una imagen, la percepción de un lugar.

Un acceso se abrió a su lado y él lo cruzó a toda prisa, con Emarin pegado a sus talones. Ambos llevaban espadas, pero Emarin giró sobre sí mismo y lanzó la mano hacia atrás para arrojar fuego a través del acceso abierto. Al otro lado sonaron gritos. Humanos.

—¿Habéis ido hasta el ejercito sharaní? —demandó Pevara—. ¡Logain quería que no nos separáramos!

—¿Ahora te preocupa lo que él quiere? —preguntó Androl con una sonrisa.

Eres insufrible, pensó ella. A su alrededor, las flechas tintinearon al caer al suelo. Arriba, los trollocs aullaron de rabia.

—Bonito tejido —dijo Androl.

—Gracias. —Ella miró la espada.

—Bueno, ahora soy un Guardián —comentó Androl a tiempo que se encogía de hombros—. Bien puedo tener el aspecto de uno, ¿eh?

Él era capaz de cortar a un trolloc por la mitad con un acceso a trescientos pasos de distancia e invocar al fuego de las mismísimas entrañas del Monte del Dragón, y aún quería llevar una espada. Decidió que debía de ser cosa de hombres.

Eso lo he oído, le transmitió Androl.

—Emarin, conmigo —dijo a continuación—. Pevara Sedai, si tenéis la gentileza de acompañarnos...

Ella resopló por la nariz, pero se unió a los dos cuando se desplazaron hacia la base sudoccidental de los Altos; pasaron cerca de heridos que se dirigían dando trompicones al punto de concentración. Androl los miró y después abrió un acceso al campamento. Los decaídos hombres lanzaron gritos de sorpresa y de agradecimiento, y cruzaron arrastrando los pies hacia la seguridad del otro lado del acceso.

Androl se había vuelto más... seguro de sí mismo desde que se había marchado de la Torre Negra. Cuando se conocieron, mostraba vacilación con casi cualquier cosa que hacía. Una especie de humildad nerviosa. Ya no.

—Androl... —avisó Emarin, al tiempo que señalaba pendiente arriba con la espada.

—Los veo —contestó Androl.

En lo alto, los trollocs descendían por el borde de la pendiente como brea borbotando de una olla. Detrás, el acceso de Androl se cerró cuando el grupo de soldados estuvo a salvo. Otros gritaron al verlo cerrarse.

No puedes salvarlos a todos, pensó con severidad Pevara al percibir la punzada de angustia de Androl. Céntrate en la tarea que tenemos entre manos.

Los tres pasaron entre los soldados y luego torcieron hacia varios encauzadores que percibieron un poco más adelante. Jonneth, Canler y Theodrin se encontraban allí lanzando fuego a grupos de trollocs. El enemigo amenazaba con asaltar su posición.

—Jonneth, Canler, conmigo —dijo Androl, que pasó entre ellos y abrió un acceso frente a él.

Pevara y Emarin entraron detrás de Androl y se encontraron en la cumbre de los Altos, a unos cuantos centenares de pasos de allí. Jonneth y los otros fueron detrás y se reunieron con ellos mientras el grupo pasaba a toda carrera cerca de un montón de trollocs estupefactos.

—¡Encauzamiento! —gritó Pevara.

Luz, pero qué difícil era correr con esas faldas. Androl no sabía eso, ¿verdad?

Androl abrió otro acceso para ellos en el momento en que unas cuantas explosiones de fuego salían desde la dirección donde se encontraban algunos sharaníes en la cima de los Altos. Pevara lo cruzó corriendo; empezaba a jadear. Aparecieron al otro lado de los sharaníes, que disparaban hacia donde Pevara había estado momentos antes.

Pevara aguzó los sentidos para tratar de localizar —o percibir— a su presa. Los sharaníes se volvieron hacia ellos y apuntaron, pero se pusieron a gritar cuando Androl precipitó sobre ellos una avalancha de nieve a través de un acceso abierto a un lado. Había intentado crear esas Puertas de la Muerte que utilizaban los otros Asha’man, pero al parecer el tejido era justo lo suficientemente distinto para que él tuviera problemas. En consecuencia, siguió con aquello en lo que era bueno.

Grupos de Guardias de la Torre combatían en la cima de los Altos resistiendo allí, en contra de las órdenes. Cerca, fragmentos de los dragones, incluidos los grandes tubos de disparo, yacían ardiendo sin llama en medio de cadáveres carbonizados. Miles y miles de trollocs aullaban —la mayoría al borde de la cima de los Altos— y disparaban flechas a los que estaban abajo. Los gozosos bramidos le crispaban los nervios a Pevara, así que tejió Tierra y lanzó flujos hacia el suelo, cerca de un grupo de bestias. Un gran trozo de suelo tembló, luego se desgajó y arrojó por el borde de los Altos a dos docenas de trollocs.

—¡Otra vez hemos atraído su atención! —dijo Emarin, que prendió fuego a un Myrddraal que empezaba a deslizarse hacia ellos.

El ser se sacudió entre las llamas mientras chillaba con una voz inhumana, negándose a morir. Sudorosa, Pevara sumó su Fuego al de Emarin para que la criatura siguiera ardiendo hasta que no quedaron más que huesos.

—¡Bueno, eso no ha estado nada mal! —alabó Androl—. Si atraemos suficiente atención, antes o después alguna mujer del Ajah Negro o de los hombres de Taim decidirá enfrentarse a nosotros.

—¡Eso es un poco como saltar a un hormiguero y esperar que te piquen! —masculló Jonneth, que acabó soltando una maldición.

—De hecho, se parece mucho —convino Androl—. Estad alertas. ¡Yo me encargaré de los trollocs!

Eso sí que ha sido toda una declaración, le transmitió Pevara.

Sonaba heroico, fue su respuesta, cálida como el calor que desprendía un anafre.

Imagino que te vendría bien un poco de fuerza añadida, ¿no?

Sí, por favor, transmitió él.

Pevara inició una coligación. Androl absorbió su fuerza y tomó el control del círculo. Como siempre, coligarse con él era una experiencia arrolladora. Sentía sus propias emociones yendo hacia él y volviendo a ella de nuevo, y eso la hizo enrojecer. ¿Percibiría Androl cómo empezaba a estimarlo?

«Estúpida como una chiquilla con el largo de la falda hasta la rodilla —se increpó para sus adentros, con cuidado de proteger sus pensamientos de él—, apenas lo bastante mayor para diferenciar chicos de chicas.» Y, además, con una guerra de por medio.

Le costaba mucho domeñar sus emociones —y debería saber cómo, siendo una Aes Sedai— cuando estaba coligada con Androl. Sus mitades se mezclaban como pinturas que se vierten en el mismo cuenco. Luchó contra ello, decidida a mantener su propia identidad. Eso era vital cuando se hacía una coligación, y a ella se lo habían repetido una y otra vez.

Androl apuntó con la mano hacia un grupo de trollocs que habían empezado a dispararle flechas. El acceso se alzó y se tragó las saetas. Pevara miró en derredor y descubrió que los proyectiles caían sobre otro grupo de trollocs.

Los accesos se abrían en el suelo y los monstruos se precipitaban por ellos al hacerlos aparecer a cientos de pies en el aire. Un diminuto acceso le rebanó la cabeza a un Myrddraal, dejando al ser sacudiéndose de aquí para allí mientras salpicaba sangre por el suelo a su alrededor. El equipo de Androl se encontraba cerca del sector occidental de los Altos, donde antes se hallaban situados los dragones. Había Engendros de la Sombra y sharaníes por todos lados.

¡Androl, encauzamiento! Pevara lo percibía elevándose sobre ellos en los Altos. Algo poderoso.

¡Taim! El violento estallido de rabia de Androl fue tan intenso que pareció como si fuera a consumirla. Era la pérdida de amigos, y la ira por la traición de aquel que debería haberlos protegido.

Cuidado. No sabemos si es él, transmitió.

El que los atacaba estaba en un círculo de hombres y mujeres, de otro modo Pevara no habría podido percibir al hombre. Por supuesto, sólo podía ver los tejidos del Saidar. Una gruesa columna de fuego, de un paso de anchura y tan caliente como para enrojecer el rocoso suelo, arremetió contra ellos.

Androl interpuso un acceso justo a tiempo, por los pelos; atrapó la columna de fuego y la dirigió de vuelta hacia el sitio de donde había salido. Los dos chorros abrasaron cadáveres trollocs e incendiaron algunos rodales de hierba seca.

Pevara no vio lo que ocurría a continuación. El acceso de Androl desapareció, como si se lo hubieran arrancado de las manos, y una explosión de rayos se descargó cerca de ellos. Pevara cayó al suelo hecha un ovillo y Androl chocó contra ella.

En ese momento, Pevara se dejó ir.

Lo hizo sin querer, a causa de la conmoción del impacto. La mayoría de las veces, la coligación se habría deshecho, pero Androl tenía un agarre consistente. El dique que mantenía separada la esencia de Pevara de la de Androl se rompió, y ambos se mezclaron. Era como pasar a través de un espejo para después verse en retrospectiva a uno mismo.

Se extrajo de allí a la fuerza, pero fue con una percepción imposible de describir.

Tenemos que salir de aquí, pensó, todavía coligada con Androl. Todos los demás parecían estar vivos, pero eso no duraría mucho si el enemigo descargaba más rayos. Pevara empezó el complejo tejido de un acceso por instinto, aunque no haría nada. Androl dirigía el círculo, así que sólo él...

El acceso se abrió de golpe y Pevara se quedó boquiabierta. Lo había hecho ella, no Androl. De los que ella conocía, aquél era uno de los más complejos, más difíciles y que más cantidad de poder exigía, pero lo había hecho con la facilidad de quien agita una mano. Y todo ello mientras otra persona dirigía el círculo.

La primera que pasó a trompicones a través del acceso fue Theodrin. La esbelta domani tiraba de Jonneth, que se tambaleaba. Los siguió Emarin, que cojeaba y llevaba un brazo colgando al costado, inutilizado. Androl miraba el acceso, estupefacto.

—Creía que una persona no podía encauzar si otra estaba dirigiendo el círculo del que forma parte —dijo.

—Y no se puede. Lo hice sin darme cuenta.

—¿Sin darte cuenta? Pero...

—Cruza el acceso, cabeza de chorlito —instó Pevara mientras lo empujaba hacia allí. Ella fue detrás y al llegar al otro lado se derrumbó.


—Damodred, necesito que te quedes dondequiera que estés —dijo Mat.

No levantó la vista, pero oyó el resoplido del caballo de Galad a través del acceso abierto.

—Uno no puede menos que cuestionar tu cordura, Cauthon —replicó Galad.

Mat levantó por fin la mirada de los mapas. Dudaba que alguna vez llegara a acostumbrarse a esos accesos. Se encontraba en el recinto de mando, el que Tuon había ordenado montar en la grieta abierta al pie de Alcor Dashar, y había un acceso en la pared rocosa. Al otro lado, Galad estaba a caballo luciendo el blanco y dorado de los Hijos de la Luz. Aún continuaba situado cerca de las ruinas, donde un ejército trolloc trataba de abrirse paso a la fuerza hacia el río Mora.

Galad Damodred era un hombre al que no le irían mal un par de tragos bien cargados. Podría pasar por una estatua, con esa cara bonita y esa expresión inmutable. No, las estatuas tenían más vida.

—Harás lo que se te ordena —dijo Mat, que bajó de nuevo la vista a los mapas—. Tienes que resistir río arriba y hacer lo que Tam te diga. Me da igual si piensas que tu posición no es bastante importante.

—De acuerdo —contestó Galad con una voz tan fría como un cadáver en la nieve.

Dio media vuelta a su caballo y Mika, la damane, cerró el acceso.

—Es un baño de sangre lo de ahí fuera, Mat —dijo Elayne.

¡Luz su voz era más fría incluso que la de Galad!

—Me disteis el mando. Dejad que haga mi trabajo.

—Te hicimos comandante de los ejércitos —replicó Elayne—. No te dimos el mando.

Era de esperar que una Aes Sedai discutiera hasta la última palabra de algo, por pequeña que fuera. Era... Alzó la vista, fruncido el entrecejo. Min acababa de susurrarle algo a Tuon en voz baja.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Vi su cuerpo solo, en un campo de batalla —repitió Min—. Como si estuviera muerto.

—Matrim —dijo Tuon—. Estoy... preocupada.

—Por una vez estamos de acuerdo —declaró Elayne desde su trono al otro lado del recinto—. Mat, su general te está aventajando.

—No es tan jodidamente sencillo —repuso, con los dedos en el mapa—. Nunca lo es.

El hombre que lideraba los ejércitos de la Sombra era bueno. Muy bueno.

«Es Demandred —pensó Mat—. Estoy luchando contra uno de los jodidos Renegados.»

Entre los dos, Demandred y él estaban componiendo un gran cuadro. Cada cual respondía a los movimientos del otro con un cuidado sutil. Mat intentaba utilizar sólo un poquito más de la cuenta del color rojo en una de sus pinturas. Quería pintar el cuadro equivocado, pero que siguiera siendo razonable.

Era difícil. Tenía que ser lo bastante capaz de lograr contener a Demandred pero lo suficientemente débil para invitar a la agresión. Una finta muy, muy sutil. Era peligroso; posiblemente desastroso. Tenía que andar por el filo de una navaja. Y no había forma de evitar cortarse los pies. La pregunta no era si él sangraría, sino si llegaría o no al otro lado.

—Que avancen los Ogier —ordenó con calma Mat, sin apartar los dedos del mapa—. Quiero que refuercen a los hombres del vado.

Los Aiel combatían allí protegiendo el paso mientras los hombres de la Torre Blanca y los miembros de la Compañía de la Mano Roja se retiraban de los Altos por orden suya. La orden se transmitió a los Ogier.

«Guárdate, Loial», pensó Mat, que hizo una anotación en el mapa, a donde había enviado a los Ogier.

—Alertad a Lan. Sigue en el lado occidental de los Altos. Quiero que rodee los Altos por detrás, ahora que gran parte de las fuerzas de la Sombra están en la cumbre, y que vuelva hacia el Mora, por detrás del otro ejército trolloc que intenta cruzar cerca de las ruinas. No tiene que enzarzarse con ellos; sólo quedarse donde no esté a la vista y mantener esa posición.

Los mensajeros corrieron a cumplir su encargo y él hizo otra anotación. Una de las so’jhin —la preciosa con pecas— le llevó un poco de kaf. Estaba demasiado absorto en la batalla para dirigirle una sonrisa.

Dando sorbos de kaf Mat hizo que la damane abriera un acceso en el tablero de la mesa para ver por sí mismo la batalla. Se echó hacia adelante para asomarse, pero mantuvo una mano al borde de la mesa. Sólo un cretino dejaría que alguien lo empujara por un agujero abierto a doscientos pies por encima del suelo.

Dejó su kaf a un lado de la mesa y sacó el visor de lentes. Los trollocs bajaban de los Altos hacia las ciénagas. Sí, Demandred era bueno. Las corpulentas bestias que había mandado hacia las ciénagas eran lentas, pero pesadas y fuertes, como un desprendimiento de rocas. Asimismo, un grupo de sharaníes montados estaba a punto de bajar a caballo de los Altos. Caballería ligera. Caerían sobre las tropas de Mat que defendían Vado de Hawal, e impedirían que atacaran a los trollocs por el flanco izquierdo.

Una batalla era una lucha con espadas a gran escala. Para cada movimiento, había una réplica; a menudo, tres o cuatro. Uno respondía moviendo un escuadrón aquí, un escuadrón allá, intentando contrarrestar lo que tu enemigo hacía al tiempo que le metías presión en sitios donde él estaba flojo. Atrás y adelante, atrás y adelante. A Mat lo superaba en número, pero podía aprovecharse de ello.

—Comunica lo siguiente a Talmanes —ordenó Mat, que observaba todavía por el visor—. «¿Recuerdas cuando apostaste que no podría meter una moneda dentro de una copa desde el otro lado de la posada?»

—Sí, Poderoso Señor —dijo el mensajero seanchan.

Mat había respondido a esa apuesta diciendo que lo intentaría cuando estuviera más borracho o, de otro modo, no tendría gracia. Después, había fingido que estaba ebrio y había retado a Talmanes a que subiera la apuesta de plata a oro. Talmanes lo había calado e insistió en que bebiera de verdad.

«Aún le debo unos cuantos marcos por eso, ¿no?», pensó, absorto.

Señaló con el visor la parte septentrional de los Altos. Un grupo de sharaníes de caballería ligera se había reunido para descender por la pendiente; distinguía las largas lanzas con puntas aceradas.

Se preparaban para cargar cuesta abajo a fin de interceptar a los hombres de Lan mientras rodeaban la cara norte de los Altos. Pero la orden ni siquiera le había llegado aún a Lan.

Eso confirmó las sospechas de Mat: Demandred no sólo tenía espías en el campamento, sino que tenía uno dentro o cerca del puesto de mando. Alguien que podía enviar mensajes tan pronto como Mat daba órdenes. Eso señalaba que probablemente se trataba de un encauzador, allí, dentro de la tienda, que enmascaraba su habilidad.

«Maldita sea —pensó—. Como si no fuera suficiente con lo demás.»

El mensajero que había ido a hablar con Talmanes regresó.

—Poderoso Señor —dijo, postrándose con la nariz pegada al suelo—, vuestro hombre dice que sus fuerzas están completamente destrozadas. Quiere cumplir vuestra orden, pero dice que los dragones no volverán a estar en funcionamiento durante el resto del día. Que se tardará semanas en repararlos. Que están... Lo siento, Poderoso Señor, pero éstas fueron sus palabras exactas: Están mucho peor que una camarera en Sabinel. No sé qué significa eso.

—Las camareras trabajan por las propinas —repuso Mat con un gruñido—, pero la gente de Sabinel no da propinas.

Eso era, por supuesto, una mentira. Sabinel era una ciudad donde Mat había intentado que Talmanes lo ayudara a ganarse a un par de camareras, y Talmanes le había sugerido que fingiera tener una herida de guerra para despertar su compasión.

Buen hombre. Los dragones podían disparar todavía, pero probablemente parecerían estar bastante estropeados. Ahí tenían una ventaja; nadie sabía cómo funcionaban excepto Mat y Aludra. Maldición, pero si cada vez que uno disparaba incluso él se preocupaba por si acaso lo hacía por donde no debía.

Cinco o seis dragones estaban completamente operativos; Mat los había retirado a través de un acceso a un lugar seguro. Aludra los tenía instalados al sur del vado, apuntados hacia los Altos. Mat los utilizaría, pero había que dejar que el espía creyera que habían destruido la mayoría. Talmanes podría hacerles un apaño y entonces Mat los tendría otra vez preparados para usar.

«Pero en el momento en que lo haga —pensó—, Demandred descargará todo lo que tenga sobre ellos.» Tenía que ser justo en el momento adecuado. Maldición, últimamente su vida giraba por completo alrededor de encontrar el momento oportuno para algo. De momento, ordenó a Aludra que utilizara la media docena de dragones operativos para machacar a través del río a los trollocs que descendían por el declive sudoccidental de los Altos.

Estaba lo bastante lejos de los Altos y no se quedaría quieta en un sitio, por lo que a Demandred no iba a resultarle fácil localizarla y destruir los dragones. El humo que harían encubriría enseguida su posición.

—Mat —dijo Elayne desde su trono a un lado del recinto.

Él se percató, con regocijo, que al cambiarlo de sitio para más «comodidad» había conseguido de algún modo que Birgitte lo calzara subiéndolo unas pulgadas, de modo que ahora estaba exactamente al mismo nivel que Tuon. Puede que una pulgada más alta.

—Por favor, ¿puedes al menos explicar algo de los que estás haciendo? —pidió Elayne.

«No sin que se entere también ese espía», pensó Mat mientras echaba una ojeada por el recinto. ¿Quién era? ¿Alguna de las tres parejas de damane y e sul’dam? ¿Podía una damane ser Amiga Siniestra sin que su e sul’dam lo notara? ¿Y qué tal lo opuesto? Esa noble con un mechón blanco en el cabello le resultaba sospechosa.

¿O era uno de los muchos generales? ¿Galgan? ¿Tylee? ¿La oficial general Gerisch? La mujer, que se encontraba a un lado del recinto, le asestaba una mirada feroz. En serio... Mujeres. Tenía un buen trasero, pero él sólo lo había mencionado para mostrarse amistoso. Era un hombre casado.

El hecho era que había tanta gente moviéndose por allí que Mat suponía que si esparciera mijo en el suelo tendría harina al acabar el día. Se suponía que todos eran absolutamente dignos de confianza e incapaces de traicionar a la emperatriz, así viviera para siempre. Cosa que no ocurriría si los espías seguían metiéndose allí.

—Mat, alguien más tiene que saber lo que planeas —dijo Elayne—. Si caes, tenemos que seguir con tu plan.

En fin, ése era un argumento bastante bueno. Él mismo se lo había planteado. Tras asegurarse de que sus órdenes actuales se seguían, se acercó a Elayne. Miró hacia atrás y sonrió a los otros con aire inocente. No tenían por qué saber que sospechaba de ellos.

—¿Estás echando miradas insinuantes a todo el mundo? —preguntó Elayne en voz baja.

—Puñetas, no. Vamos afuera. Quiero caminar y tomar un poco el aire.

—¡Knotai! —llamó Tuon, que se puso de pie.

Mat no miró hacia ella; esos ojos podían taladrar el acero. En cambio, se dirigió como sin darle importancia hacia el exterior del recinto. Elayne y Birgitte lo siguieron al cabo de unos segundos.

—¿A qué viene esto? —preguntó Elayne en voz queda.

—Hay muchos oídos ahí dentro —repuso Mat.

—¿Sospechas que hay un espía en el puesto de...?

—Espera —la interrumpió.

Luego la asió del brazo y la apartó del recinto. Saludó con un simpático gesto de cabeza a algunos Guardias de la Muerte. Ellos respondieron con un gruñido. Para los Guardias de la Muerte, hacer algo así era mostrarse locuaces.

—Puedes hablar sin reservas —dijo Elayne—. Acabo de tejer una salvaguardia para impedir que alguien escuche a hurtadillas.

—Gracias. Quiero que estés fuera del puesto de mando. Te contaré todo lo que estoy haciendo. Si algo va mal, tendrás que elegir otro general, ¿de acuerdo?

—Mat, si crees que hay un espía... —empezó Elayne.

—Sé que lo hay, y por eso voy a utilizarlo. Va a funcionar. Confía en mí.

—Sí, y estás tan convencido que ya has preparado un plan de apoyo en caso de que no funcione.

Mat pasó por alto eso último e hizo un gesto a Birgitte. La mujer miró en derredor como al desgaire, observando si alguien intentaba acercarse demasiado.

—¿Qué tal se te da jugar a las cartas, Elayne? —preguntó Mat.

—A las... Mat, éste no es momento para ponerse a jugar.

—Es justo el momento de hacerlo. Elayne, ¿te das cuenta de lo mucho que nos superan en número? ¿Sientes el suelo cuando se producen ataques de Demandred? Tenemos suerte de que no decidiera Viajar directamente al puesto de mando y atacarnos... Sospecho que tiene miedo de que Rand esté oculto aquí, en alguna parte, y que le tienda una emboscada. Pero, rayos y centellas, es fuerte, mucho. Sin jugar, estamos muertos. Acabados. Enterrados.

Ella guardó silencio.

—Y aquí es donde entra el juego de cartas —dijo Mat con el índice levantado—. Las cartas no son como los dados. En los dados, uno busca ganar tantas tiradas como sea posible. Cuanto más tiradas, más dinero. Es algo aleatorio, ¿comprendes? Pero las cartas no. Con las cartas, tienes que hacer que los otros jugadores empiecen las apuestas. Buenas apuestas. Y eso lo haces dejando que ellos ganen un poco. O mucho.

»Eso no es tan difícil aquí, ya que nos superan en número y nos están arrollando. La única forma de ganar es apostarlo todo cuando llegue la mano apropiada. En las cartas, puedes perder noventa y nueve veces, pero puedes ganar la partida si ganas esa mano apropiada. Siempre que el enemigo empiece a jugar de manera temeraria. Y siempre que puedas soportar las pérdidas.

—¿Y es eso lo que estás haciendo? —preguntó Elayne—. ¿Fingir que estamos perdiendo?

—Puñetas, no. No puedo fingir eso. Él lo notaría. Estoy perdiendo, pero también estoy vigilando. A la espera de que surja esa última apuesta, la que puede ganarlo todo de golpe.

—Entonces, ¿cuándo nos movemos?

—Cuando salgan las cartas adecuadas —repuso Mat. Alzó la mano para acaballar sus objeciones—. Lo sabré, Elayne. Sabré cuándo ha llegado el momento, puñetas. Eso es todo lo que puedo decirte.

Ella cruzó los brazos por encima del hinchado vientre. Luz, parecía más grande de un día para otro.

—Está bien —dijo por fin Elayne—. ¿Cuáles son tus planes para las fuerzas andoreñas?

—Ya tengo a Tam y a sus hombres situados a lo largo del río, en las ruinas —contestó Mat—. En cuanto al resto de tus ejércitos, me gustaría que fueras a ayudar al vado. Demandred probablemente cuenta con que esos trollocs al norte de aquí cruzarán el río y reunirán a nuestros defensores para azuzarlos río abajo, en el sector shienariano, mientras el resto de los trollocs y los sharaníes bajan de los Altos para empujarnos a través del vado y río arriba.

»Intentarán apelotonarnos, rodearnos. Y, si lo consiguen, todo habrá acabado. El asunto es que Demandred mandó una fuerza al Mora para que represara el río y el agua no fluyera, y va a conseguirlo dentro de poco. Veremos si hay algún modo de conseguir que eso juegue a nuestro favor. Pero, una vez que el agua deje de correr, vamos a necesitar una defensa sólida allí para detener a los trollocs cuando intenten cruzar por el lecho del río. Para eso están tus fuerzas.

—Iremos —dijo Elayne.

—¡¿Iremos, dices?! —gritó Birgitte.

—Voy a marchar con mis tropas —replicó Elayne mientras se dirigía hacia las líneas de caballos—. Cada vez se hace más patente que aquí no podré hacer nada, y Mat quiere que me vaya del puesto de mando. Así que pienso ir, puñetas.

—¿Al combate? —inquirió Birgitte.

—Ya estamos en combate, Birgitte. Los encauzadores sharaníes podrían tener diez mil hombres atacando Alcor Dashar y esta grieta en cuestión de minutos. Vamos. Te prometo que dejaré que pongas tantos guardias a mi alrededor que no podré ni estornudar sin rociar a docenas de ellos.

Birgitte suspiró y Mat le dedicó una mirada animosa. Ella se despidió con un gesto de la cabeza y luego fue en pos de Elayne.

«Muy bien», pensó Mat, dando la vuelta hacia el recinto de mando. Elayne estaba haciendo lo que debía, y Talmanes había captado su señal. Y, ahora, el verdadero desafío.

¿Sería capaz de convencer a Tuon para que hiciera lo que él quería?


Galad dirigía la caballería de los Hijos de la Luz en un amplio ataque a lo largo del Mora, cerca de las ruinas. Los trollocs habían construido allí más puentes flotantes con balsas, y los cuerpos flotaban tan juntos como hojas otoñales en un estanque. Los arqueros habían hecho bien su trabajo.

Los trollocs que lograban cruzar por fin se encontraban con los Hijos y tenían que enfrentarse a ellos. Galad se inclinó sobre la montura, con la lanza sujeta firmemente, y le rajó el cuello a un pesado trolloc con rasgos de oso; él continuó adelante, con la moharra goteando sangre, y el trolloc cayó de rodillas a su espalda.

Guió a su montura, Sidama, hacia la masa de trollocs, derribándolos u obligándolos a saltar para quitarse de en medio. La potencia de una carga de caballería estaba en su número, y aquellos que Galad forzaba a apartarse acabarían pisoteados por los caballos que iban detrás.

Tras su carga llegó una andanada de los hombres de Tam, que dispararon flechas hacia el grueso de las fuerzas trollocs que subían a trompicones las riberas. Los que iban detrás empujaban a los heridos y les pasaban por encima.

Golever y otros Hijos se unieron a Galad cuando su carga —que hacía un barrido a lo largo en las primeras líneas de trollocs— se encontró sin más enemigos. Sus hombres y él frenaron las monturas, dieron media vuelta y volvieron a galope con las lanzas en alto, para localizar pequeños grupos de hombres separados que combatían solos.

El campo de batalla era enorme. Galad se pasó gran parte de una hora buscando grupos así, rescatándolos y ordenando que volvieran a las ruinas para que Tam o uno de sus capitanes pudieran formarlos en escuadrones nuevos. Poco a poco, a medida que su número menguaba, las formaciones originales se mezclaron unas con otras. Los mercenarios no eran los únicos que cabalgaban con los Hijos. Galad tenía también a sus órdenes ghealdanos, hombres de la Guardia Alada y un par de Guardianes, Kline y Alix. Ambos habían perdido a sus Aes Sedai, por lo que no era de esperar que duraran mucho, pero combatían con una ferocidad terrible.

Tras enviar a otro grupo de supervivientes de vuelta hacia las ruinas, Galad condujo a Sidama a paso lento al reparar en la respiración fatigosa del animal. Ese campo junto al río se había convertido en un barrizal sangriento lleno de cadáveres. Cauthon había estado acertado al situar allí a los Hijos. Tal vez él no le había reconocido a ese hombre todo el mérito que merecía.

—¿Cuánto crees que llevamos luchando? —preguntó Golever, que iba a su lado.

El tabardo del otro Hijo tenía un corte que dejaba a la vista la cota, y un trozo de la malla de la parte derecha estaba machacado por la espada de un trolloc. La malla había aguantado, pero la mancha de sangre indicaba que muchos de los eslabones habían traspasado el gambesón acolchado y habían llegado al costado del Hijo. La hemorragia no parecía grave, así que Galad no lo mencionó.

—Creo que ya es mediodía —dedujo Galad, aunque no se veía el sol debido a las nubes; estimaba que llevaban combatiendo de cuatro a cinco horas.

—¿Crees que pararán por la noche? —inquirió Golever.

—Lo dudo. Eso, contando con que la batalla dure tanto.

—¿Crees que...? —empezó Golever, que lo miró preocupado.

—No me es posible seguir lo que está pasando. Cauthon ha enviado muchas tropas aquí y ha sacado a todos de los Altos, que yo sepa. No sé por qué. Y el agua del río... ¿A ti no te parece que fluye a trancas y barrancas? Como a tirones, de forma esporádica. La lucha río arriba no debe de ir muy bien... —Sacudió la cabeza—. Quizá si pudiera ver más del campo de batalla podría entender el plan de Cauthon.

Era un soldado. Un soldado no tenía que entender el conjunto de la batalla para cumplir las órdenes recibidas. Sin embargo, por lo general solía ser capaz de reunir las piezas de la estrategia de su bando por las órdenes dadas.

—¿Habías imaginado alguna vez una batalla de esta magnitud? —preguntó Golever, que volvió la cabeza.

La infantería de Arganda estaba trabada con los trollocs en el río. Más y más Engendros de la Sombra lo cruzaban... Con gran alarma, Galad se dio cuenta de que el río había dejado de fluir por completo.

Los Engendros de la Sombra habían conseguido afianzarse en esa posición en la última hora. Iba a ser una lucha dura, pero al menos ahora el número era más equilibrado con todos los trollocs que habían matado antes. Cauthon había sabido que el río dejaría de fluir. Por eso había enviado tantas tropas allí arriba, para contener esa arremetida desde la otra orilla.

«Luz —pensó Galad—, estoy contemplando el Juego de las Casas nada menos que en el campo de batalla.» No, no le había reconocido a Cauthon todo el mérito que merecía.

Una esfera de plomo con una cinta roja cayó de repente del cielo, unos veinte pasos más adelante. Allá arriba, a bastante altura, el raken emitió un chillido chirriante y siguió su camino. Galad taconeó a Sidama para que avanzara y Golever desmontó para recoger la carta. Los accesos eran útiles, pero los morat’raken podían ver el campo de batalla en su extensión, buscar estandartes de hombres específicos y entregar las órdenes.

Golever le tendió el papel y Galad sacó su lista de claves de la envoltura de cuero que llevaba en la parte alta de la bota. Las claves eran sencillas, una lista de números con palabras al lado. Si las órdenes no utilizaban la palabra correcta y el número correspondiente, entonces eran sospechosas. La orden decía:

Damodred, ve con una docena de tus mejores hombres de la vigésima segunda compañía a lo largo del río, hacia Vado de Hawal. Detente cuando puedas ver el estandarte de Elayne y quédate allí hasta nueva orden.

P.D. Si ves trollocs con varas de combate, te sugiero que dejes que, en vez de tú, sea Golever el que combata con ellos, pues sé que no se te da bien ese tipo de armas. Mat.

Galad suspiró y le mostró la carta a Golever. La clave era correcta: el número veintidós y la palabra «vara» estaban emparejadas.

—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó Golever.

—Ojalá lo supiera —repuso Galad. Y lo decía de verdad.

—Iré a reunir algunos hombres —propuso Golever—. Supongo que querrás a Harnesh, Mallone, Brokel...

Siguió dando nombres hasta completar la lista. Galad asintió con la cabeza.

—Buena elección —le dijo a Golever—. En fin, no voy a decir que me entristezca esa orden. Mi hermana ha entrado en el campo de batalla, por lo visto. Así la vigilaré.

Además, quería ver otro sector del campo de batalla. Quizá eso lo ayudaría a comprender qué era lo que hacía Cauthon.

—Como ordenes, capitán general.


El Oscuro atacó.

Fue un intento de despedazar a Rand, de destruirlo poco a poco. El propósito del Oscuro era apoderarse de todos y cada uno de los elementos que componían la esencia de Rand y después aniquilarlos.

Rand no podía jadear, no podía gritar. Ese ataque no era contra su cuerpo, porque no tenía un cuerpo real en aquel lugar, sólo la evocación de uno.

Rand mantuvo el control. Con dificultad. Ante aquel impresionante ataque, cualquier idea de derrotar al Oscuro —de acabar con él— desaparecía. ¿Cómo iba a derrotar a nadie si apenas podía resistir?

No habría sabido describir la sensación si lo hubiera intentado. Era como si el Oscuro lo estuviera haciendo jirones al mismo tiempo que intentaba aplastarlo por completo, llegando a él desde direcciones infinitas, todo a la vez, en una oleada.

Rand cayó de rodillas. Era una proyección de sí mismo la que lo hizo, pero lo sintió como si fuera real.

Transcurrió una eternidad.

Rand sufrió la presión aplastante, el ruido de destrucción. Resistió de rodillas, con los dedos crispados como garras, el sudor goteándole por la frente. Lo sufrió y alzó la vista.

—¿Es eso todo lo que tienes? —gruñó.

VENCERÉ YO.

—Así me fortaleces —desafió Rand con voz enronquecida—. Cada vez que tú o tus esbirros tratasteis de destruirme, vuestro fracaso fue como el martillo de un herrero golpeando contra metal. Este intento... —Rand hizo una profunda inhalación—. Este intento tuyo no es nada. No me desmoronaré.

TE EQUIVOCAS. ESTO NO ES UN INTENTO DE DESTRUIR-RR TE. ESTO ES UNA PREPARACIÓN.

—¿Para qué?

PARA MOSTRARTE LA VERDAD.

Fragmentos del Entramado... Hilos... De repente giraron ante Rand separándose del cuerpo principal de luz como cientos de minúsculos arroyos fluyendo. Sabía que aquello no era en realidad el Entramado, del mismo modo que lo que veía como él mismo tampoco era su cuerpo. Para interpretar algo tan vasto como el tejido de la creación, su mente necesitaba algún tipo de imágenes. Esto era lo que su conciencia había elegido.

Los hilos se enroscaron de forma parecida a como lo hacían los de un tejido del Poder Único, sólo que había miles y miles de ellos, y los colores eran más variados, más intensos. Todos y cada uno de ellos estaban rectos, como cuerdas atirantadas. O haces de luz.

Se urdieron como el tejido de un telar y crearon un paisaje alrededor de Rand. Un suelo de tierra viscosa, plantas moteadas con puntos negros, árboles con ramas inclinadas como brazos desprovistos de fuerza.

Se convirtió en un lugar. Una «realidad». Rand se incorporó y notó el suelo. Olió humo en el aire. Oyó... gemidos de dolor. Rand giró sobre sí mismo y descubrió que se encontraba en una pendiente casi yerma que se asomaba a una oscura ciudad con murallas de piedra negra. Dentro se apelotonaban edificios cuadrados y anodinos, como fortines.

—¿Qué es esto? —susurró Rand.

Algo de aquel sitio le resultaba familiar. Alzó la vista, pero no vio el sol porque las nubes encapotaban el cielo.

ES LO QUE SERÁ.

Rand tanteó en busca del Poder Único, pero se apartó con una intensa sensación de asco. La infección había vuelto, sólo que era peor, mucho peor. Lo que antes había sido una fina capa oscura sobre la luz líquida del Saidin ahora era un lodo tan denso que no podía romperlo. Tendría que absorber la oscuridad, envolverse en ella, buscar debajo el Poder Único... Si es que, en realidad, aún seguía allí. La mera idea hizo que le subiera bilis a la garganta, y tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar.

Algo lo atraía hacia aquella fortaleza cercana. ¿Por qué tenía la sensación de que conocía ese lugar? Estaba en la Llaga; las plantas lo dejaban claro. Y, si no fuera suficiente con eso, en el aire había un olor a podrido. El calor era como el de una ciénaga en verano, sofocante, opresivo a pesar de las nubes.

Descendió la suave ladera y atisbó algunas figuras que trabajaban cerca. Hombres con hachas que talaban árboles. Debían de ser alrededor de una docena. Al ir acercándose Rand, miró a un lado; en la distancia vio la nada que era el Oscuro y que iba consumiendo parte del paisaje, como un foso en el horizonte. ¿Un recordatorio de que lo que veía no era real?

Pasó junto a tocones de árboles cortados. ¿Estarían recogiendo leña esos hombres? En el «toc», «toc» repetitivo de las hachas —y en la postura de los trabajadores— no había nada de la fuerza resuelta que Rand tenía asociada con los leñadores. Los golpes eran desgarrados, los hombres trabajaban con los hombros hundidos.

El que estaba a la izquierda... Al acercarse más, Rand lo reconoció a despecho de la postura inclinada y la piel arrugada. Tam debía de tener al menos setenta años, puede que ochenta. ¿Por qué se encontraba ahí fuera haciendo un trabajo tan duro?

«Es una visión —pensó—. Una pesadilla. Una creación del Oscuro. No es real.»

Sin embargo, por el hecho de estar dentro de ella, a Rand le resultaba difícil no reaccionar como si lo fuera. Y, en cierta forma, lo era. Para crear eso, el Oscuro utilizaba hilos umbríos del Entramado, las posibilidades que ondulaban a partir de la creación como ondas formadas por una piedra tirada a un estanque.

—Padre... —llamó Rand.

Tam se volvió, pero los ojos no se enfocaron en Rand.

—¡Padre! —insistió, asiéndolo por el hombro.

Tam permaneció alelado un momento y luego reanudó el trabajo levantando el hacha. Cerca, Dannil y Jori descargaban hachazos a un tocón. También ellos habían envejecido y ahora eran hombres bien entrados en la madurez. Parecía que Dannil sufría una enfermedad mala; tenía el semblante pálido, la piel ulcerada por llagas de algún tipo.

El hacha de Jori se hundió profundamente en la tierra y del suelo surgió una negra avalancha de... insectos. Insectos que habían permanecido escondidos en la base del tocón. La hoja había hendido su nido.

Los insectos salieron enjambrados y ascendieron por el mango para envolver a Jori. Éste gritó y se puso a darles golpes, pero al abrir la boca para chillar se le metieron dentro. Rand había oído hablar de algo así, un enjambre asesino, uno de los muchos peligros de la Llaga. Alzó la mano hacia Jori, pero el hombre se desplomó de lado, muerto en el breve espacio que tardaría alguien en hacer una inhalación.

Tam gritó aterrado y echó a correr. Rand se dio la vuelta al tiempo que su padre chocaba contra un arbusto cercano en un intento de huir del enjambre asesino. Algo saltó de una rama, veloz como un latigazo, y se enroscó alrededor del cuello de Tam, frenándolo en seco de un tirón.

—¡No! —gritó Rand.

No era real. Aun así, no podía ver morir a su padre. Asió la Fuente, abriéndose paso a la fuerza en la repulsiva oscuridad de la infección. Pareció sofocarlo, y Rand pasó unos instantes angustiosos mientras trataba de encontrar el Saidin. Cuando lo aferró, sólo absorbió un hilillo.

De todos modos lo tejió, furioso, y lanzó un hilo llameante a la enredadera que había agarrado a su padre. Tam cayó al suelo mientras la enredadera se marchitaba y moría.

Tam no se movió. Sus ojos miraban hacia arriba con fijeza, muertos.

—¡No!

Rand se volvió hacia el enjambre asesino y lo destruyó con un tejido de Fuego. Sólo habían pasado unos segundos, pero todo lo que quedaba de Jori eran huesos.

Los insectos estallaron mientras los quemaba.

—Un encauzador —susurró Dannil, que, agazapado cerca, lo miraba con los ojos muy abiertos.

Otros leñadores habían huido a las colinas, y se oyó gritar a varios.

Rand no pudo contener el vómito. La infección era tan horrible, tan pútrida... Fue incapaz de seguir asiendo la Fuente más tiempo.

—Ven —dijo Dannil, que agarró a Rand del brazo—. ¡Ven, te necesito!

—Dannil —murmuró Rand con voz ronca, mientras se incorporaba—, ¿es que no me reconoces?

—Ven —repitió Dannil, que tiraba de él hacia el fuerte.

—Soy Rand. Rand, Dannil. El Dragón Renacido.

En los ojos de Dannil no se reflejó reacción, como si no entendiera nada.

—¿Qué te ha hecho? —musitó Rand.

NO TE CONOCEN, ADVERSARIO. LOS HE REHECHO. TODAS LAS COSAS SON MÍAS. NO SABRÁN LO QUE HAN PERDIDO. NADIE LO SABRÁ EXCEPTO YO.

—No es verdad —susurró Rand—. Yo te niego.

NEGAR LA EXISTENCIA DEL SOL NO HACE QUE SE PONGA. NEGARME A MÍ NO IMPIDE MI VICTORIA.

—Ven —insistió Dannil, tirando de Rand—. Por favor. ¡Tienes que salvarme!

—Pon fin a esto —demandó Rand.

¿PONERLE FIN? NO HAY FINALES, ADVERSARIO. ES. YO LO HE CREADO.

—Lo has imaginado.

—Por favor —dijo Dannil.

Rand dejó que lo condujera hacia la oscura fortaleza.

—¿Qué hacías ahí fuera, Dannil? —inquirió Rand—. ¿Por qué recoges leña en la Llaga? No es seguro.

—Era nuestro castigo —repuso Dannil—. A aquellos que le fallan a nuestro señor se los envía fuera con la orden de traer un árbol que hayan cortado con sus propias manos. Si los enjambres asesinos o las ramas no te matan, el sonido al cortar madera atrae otras cosas...

Rand frunció el entrecejo al tiempo que pisaban una calzada que conducía a la ciudad y a su oscura fortaleza. Sí, ese lugar le resultaba conocido.

«El Camino de la Cantera —se dijo para sus adentros, sorprendido—. Y eso que hay más adelante...» La fortaleza dominaba lo que otrora había sido el Prado, en el centro de Campo de Emond.

La Llaga había consumido Dos Ríos.

Allá arriba, las nubes parecían empujar a Rand hacia el suelo; oyó de nuevo el grito de Jori en su cabeza. Volvió a ver a Tam forcejeando mientras la enredadera lo estrangulaba.

«No es real.»

Eso sería lo que ocurriría si él fracasaba. Cuánta gente dependía de él... Tanta. A algunos ya les había fallado. Tenía que hacer un esfuerzo enorme para no empezar a enumerar mentalmente la lista de los que habían muerto a su servicio. Y, aunque hubiera salvado a otros, había fracasado en proteger a ésos.

Era un ataque de otro tipo diferente del que había intentado destruir su esencia. Rand percibía que el Oscuro introducía en él sus zarcillos, a la fuerza, para infectarle la mente con preocupación, duda, temor.

Dannil lo llevó hacia la muralla del pueblo, donde dos Myrddraal con sus capas inmóviles guardaban las puertas. Se deslizaron hacia adelante.

—A ti te mandaron afuera para recoger madera —susurró uno de ellos con esos labios lívidos.

—Yo... ¡Traigo a éste! —dijo Dannil mientras se apartaba a trompicones—. ¡Un regalo para nuestro señor! Encauza. ¡Lo encontré para vosotros!

Rand gruñó y luego se sumergió de nuevo hacia el Poder Único nadando a través de la inmundicia. Llegó al chorrillo de Saidin, lo asió.

De inmediato, le fue arrebatado. Un escudo se interpuso entre el Saidin y él.

—No es real —musitó mientras se volvía para ver quién había encauzado.

Nynaeve salió por las puertas de la ciudad, vestida de negro.

—¿Un espontáneo? —preguntó ella—. ¿Sin descubrir? ¿Cómo ha sobrevivido tanto tiempo? Lo has hecho bien, Dannil. Te devuelvo la vida. No falles otra vez.

Dannil lloró de alegría, pasó junto a Nynaeve y, caminando con dificultad, entró en la ciudad.

—No es real —repitió Rand mientras Nynaeve lo ataba con tejidos de Aire y después lo arrastraba hacia la versión de Campo de Emond creada por el Oscuro.

Los dos Myrddraal fueron presurosos detrás de ella. Ahora era una ciudad grande. Las casas daban la sensación de ser ratones apiñados delante de un gato, todas y cada una de ellas con la misma uniformidad lúgubre. La gente caminaba a toda prisa por los callejones, bajos los ojos.

Las personas se dispersaban delante de Nynaeve y a veces la llamaban «ama». Otros la denominaban Elegida. Los dos Myrddraal avanzaban rápido por la ciudad, como sombras. Cuando Rand y Nynaeve llegaron a la fortaleza, un pequeño grupo se había reunido en el patio. Doce personas; entre ellas, Rand percibió que los cuatro hombres del grupo abrazaban el Saidin, aunque sólo reconoció a Damer Flinn. Un par de mujeres eran chicas que había conocido en Dos Ríos.

Había trece encauzadores. Y trece Myrddraal, reunidos bajo aquel cielo encapotado. Rand sintió miedo por primera vez desde que comenzó la visión. Eso no. Cualquier cosa menos eso.

¿Y si lo Trasmutaban? Aquello no era real, sino una visión de la realidad. Uno de los mundos reflejos de los espejos de la Rueda, un mundo creado por el Oscuro. ¿Qué repercusión tendría en él si lo Trasmutaban allí? ¿Habría caído en la trampa con tanta facilidad?

Asaltado por el pánico, empezó a debatirse contra las ataduras de Aire. Por supuesto, sus forcejeos fueron inútiles.

—Eres interesante —dijo Nynaeve, que se volvió hacia él.

No parecía ni un día mayor de lo que era cuando la había dejado en la caverna, pero sí había otras diferencias. Volvía a llevar trenza, si bien tenía la cara más descarnada y más... severa. Y los ojos...

Todo estaba mal en esos ojos.

—¿Cómo has sobrevivido ahí fuera? —le preguntó a Rand—. ¿Cómo has estado tanto tiempo sin ser descubierto?

—Vengo de un lugar donde el Oscuro no gobierna.

—Ridículo. —Nynaeve se echó a reír—. Un cuento para niños. El Gran Señor ha gobernado siempre.

Rand lo veía ahora. Su conexión con el Entramado, el atisbo de verdades a medias y caminos en sombras. Esta posibilidad... podría llegar a ocurrir. Era un camino que el mundo podía tomar. Allí, el Oscuro había ganado la Última Batalla y había destruido la Rueda del Tiempo.

Eso le había permitido rehacerlo, tejer un nuevo Entramado. Un Entramado distinto. Todas las personas vivas habían olvidado el pasado y ahora sólo sabían lo que el Oscuro les había insertado en la mente. Rand atisbaba la verdad —la historia de ese lugar— en los hilos del Entramado que había tocado antes.

Nynaeve, Egwene, Logain y Cadsuane formaban parte ahora de los Renegados, Trasmutados a la Sombra contra su voluntad. A Moraine la habían ejecutado por ser demasiado débil.

Elayne, Min, Aviendha... Habían sido sometidas a tortura, una y otra vez, en Shayol Ghul.

El mundo vivía una auténtica pesadilla. Cada uno de los Renegados gobernaba como un déspota en su pequeño sector del mundo. En aquel interminable y desvaído otoño, ellos lanzaban ejércitos, Señores del Espanto y facciones unos contra otros. Una eterna batalla.

La Llaga se había extendido a todos y cada uno de los océanos. El imperio seanchan ya no existía, destruido y abrasado hasta el punto de que ni siquiera las ratas ni los cuervos podrían sobrevivir allí. Todo aquel capaz de encauzar era descubierto de joven y acababa Trasmutado. Al Oscuro no le gustaba correr el riesgo de que alguien pudiera llevar esperanza al mundo de nuevo.

Y nadie lo haría nunca.

Rand gritó cuando los trece empezaron a encauzar.

—¡¿Esto es lo peor que puedes hacerme?! —gritó.

Empujaron sus voluntades contra la suya. Lo sentía como clavos machacándole el cráneo, partiendo la carne. Él empujó a su vez con todo cuanto tenía, pero los otros empezaron a ejercer una presión vibrante. Cada vibración, como un golpe de hacha, penetraba más y más en él.

Y ASÍ, YO GANO.

El fracaso golpeó con fuerza a Rand, saber que lo que había ocurrido allí era culpa suya. Nynaeve, Egwene, Trasmutadas a la Sombra debido a él. Aquellos a quienes amaba convertidos en juguetes para la Sombra.

Él tendría que haberlos protegido.

YO GANO. OTRA VEZ.

—¡¿Crees que soy el mismo joven que Ishamael intentó asustar con tanto empeño?! —gritó Rand al tiempo que refrenaba el terror y la vergüenza.

LA LUCHA HA ACABADO.

—¡AÚN NO HA EMPEZADO! —bramó Rand.

La realidad a su alrededor se deshizo de nuevo en cintas de luz. La cara de Nynaeve se rasgó por la mitad, como un encaje que se suelta al sacarle un hilo y se deshace. El suelo se desintegró y el fuerte dejó de existir.

Rand cayó de las ataduras de Aire que jamás habían estado del todo allí. La realidad creada por el Oscuro, frágil, se destejió en las piezas que la integraban. Hilos de luz se soltaron y salieron en espiral, vibrantes como las cuerdas de un arpa.

Y esperaron a ser tejidos.

Rand respiró profundamente a través de los dientes apretados y alzó los ojos hacia la oscuridad que había más allá de los hilos.

—Esta vez no voy a quedarme sentado, sufriendo pasivamente, Shai’tan. No seré presa de tus pesadillas. Me he convertido en algo más grande de lo que fui otrora.

Dicho esto, se hizo con los hilos que se enroscaban a su alrededor, los tomó... cientos y cientos de ellos. Allí no había Fuego, Aire, Tierra, Agua o Energía... Éstos eran de algún modo más esenciales, más variados. Cada cual era individual, único. En lugar de Cinco Poderes, eran miles.

Rand los asió, los agrupó y sostuvo en la mano la urdimbre de la propia creación.

Entonces encauzó en ella y la tejió como una posibilidad diferente.

—Ahora —dijo, con una profunda inhalación, tratando de borrar el horror que había visto—. Ahora yo te mostraré lo que va a pasar.


—Los hombres está en sus puestos, madre —anunció Bryne con una reverencia.

Egwene respiró hondo. Mat había enviado las fuerzas de la Torre Blanca al otro lado del lecho seco del río, más abajo del vado y alrededor del lado occidental de las ciénagas; había llegado el momento de que Egwene se reuniera con su ejército. Vaciló un momento y miró el puesto de mando de Mat a través del acceso. Su mirada se trabó por encima de la mesa con la de la mujer seanchan, que permanecía sentada en su trono con aire imperioso.

«Aún no he acabado contigo», pensó Egwene.

—Vámonos —dijo en voz alta, girando sobre sus talones.

Hizo un gesto a Yukiri para que cerrara el acceso al puesto de mando, y toqueteó el sa’angreal de Vora que llevaba en una mano mientras salía de la tienda.

Vaciló al ver algo en el suelo. Algo minúsculo. Diminutas grietas como telarañas en las piedras. Se agachó.

—Cada vez hay más de ésas en derredor, madre —indicó Yukiri, que se agachó a su lado—. Creemos que cuando los Señores del Espanto encauzan las grietas se extienden. Sobre todo cuando utilizan el fuego compacto...

Egwene las tocó con cuidado. Aunque parecían grietas normales al tacto, se abrían a la pura nada. Negrura, demasiado profunda para que unas simples grietas produjeran sombras en la luz.

Tejió. Los Cinco Poderes, juntos, tantearon las grietas. Sí...

No sabía con exactitud qué había hecho, pero un flamante y bisoño tejido cubrió las grietas como un vendaje. La oscuridad se desvaneció y sólo quedaron unas fisuras corrientes... y una fina película de cristales.

—Interesante —comentó Yukiri—. ¿Qué era ese tejido?

—No lo sé. Me pareció que era bueno —repuso Egwene—. Gawyn, ¿has visto...? —Dejó la frase a medias.

Gawyn.

Egwene se incorporó con brusquedad. Recordaba vagamente que él había salido de la tienda de mando para tomar un poco el aire. ¿Cuánto tiempo había pasado? Giró despacio sobre sí misma para percibir su ubicación. El vínculo le indicaría la dirección. Se detuvo cuando miró hacia donde se encontraba él.

Miraba hacia el lecho del río, un poco más arriba del vado, donde Mat había apostado las fuerzas de Elayne.

«Oh, Luz...»

—¿Qué? —preguntó Silviana.

—Gawyn ha ido a combatir —dijo Egwene, que mantuvo la voz sosegada con esfuerzo.

¡Ese hombre, cabeza de chorlito! ¿Es que no podía esperar una hora o dos hasta que sus ejércitos estuvieran en posición? ¡Sabía que él estaba ansioso por combatir, pero al menos tendría que haberle preguntado!

Bryne emitió un quedo gemido.

—Enviad alguien a buscarlo —ordenó Egwene. Ahora la voz le sonó fría, colérica. Fue incapaz de evitarlo—. Al parecer se ha unido a los ejércitos andoreños.

—Iré yo —propuso Bryne, con una mano en la espada y el otro brazo alzado hacia los mozos de cuadra—. No se me puede confiar la dirección de los ejércitos, pero al menos esto sí puedo hacerlo.

Tenía sentido su razonamiento.

—Llevaos a Yukiri —indicó Egwene—. Cuando hayáis encontrado a mi estúpido Guardián, Viajad al oeste de las ciénagas para reuniros con nosotros.

Bryne hizo una reverencia y se alejó. Siuan lo observó, vacilante.

—Puedes ir con él —dijo Egwene.

—¿Es allí donde me necesitáis? —preguntó Siuan.

—A decir verdad... —Egwene bajó la voz—. Quiero que alguien se reúna con Mat y la emperatriz seanchan y escuche con oídos acostumbrados a captar lo que no se dice.

Siuan asintió en un gesto de aprobación, incluso de orgullo. Egwene era Amyrlin; no necesitaba ninguna de esas dos emociones de Siuan y, sin embargo, sirvieron para aliviarle un poco la tremenda fatiga.

—Pareces risueña —comentó Egwene.

—Cuando Moraine y yo emprendimos la tarea de encontrar al muchacho, no tenía ni idea de que el Entramado nos enviaría también a vos —repuso Siuan.

—¿Tu sustituta?

—Conforme una dirigente va entrando en años, empieza a pensar sobre su legado —explicó Siuan—. Luz, probablemente todas las damas empiezan a pensar lo mismo. ¿Tendrá un heredero que se haga cargo de lo que ha creado? A medida que una mujer gana en sabiduría, se da cuenta de que lo que ella sola puede conseguir es poco comparado con lo que su legado es capaz de lograr.

»Bien, pues, supongo que no puedo decir que seáis mía del todo, y no me complació exactamente que alguien me sucediera. Pero es... reconfortante saber que he tenido algo que ver en dar forma a lo que está por llegar. Y, si una mujer fuera a pedir un deseo para su legado, no imaginaría uno mayor que el que sois vos. Gracias. Vigilaré a esa seanchan por vos, y puede que ayude a la pobre Min a escapar de la red para el pez lanceta en la que se ha metido.

Siuan se marchó y llamó a Yukiri para que le abriera un acceso antes de irse con Bryne. Egwene sonrió al verla dar un beso al general. Siuan. Besando a un hombre delante de todo el mundo.

Silviana encauzó, y Egwene montó en Glorioso mientras se abría un acceso frente a ella. Abrazó la Fuente, sosteniendo el sa’angreal de Vora ante sí, y cruzó el acceso al trote, detrás de un grupo de Guardias de la Torre. De inmediato la asaltó el olor a humo.

El mayor Chubai la esperaba al otro lado. El hombre de cabello oscuro siempre la sorprendía por parecerle demasiado joven para ocupar ese puesto, pero suponía que no todos los comandantes tenían que peinar canas, como Bryne. Después de todo, habían confiado la dirección de esta batalla a alguien que sólo era un poco mayor que ella, y ella misma era la Amyrlin más joven en la historia de la Torre.

Egwene se volvió hacia los Altos y descubrió que apenas podía verlos a través de los fuegos que ardían a lo largo de la pendiente y al borde oriental de las ciénagas.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió.

—Flechas incendiarias —respondió Chubai—, disparadas por nuestras fuerzas situadas en el río. Al principio pensé que Cauthon se había vuelto loco, pero ahora veo su razonamiento. Disparó a los trollocs para prender fuego allí, en los Altos, y en la base para darnos cobertura. La vegetación allí está seca y quebradiza como yesca. El fuego ha obligado a los trollocs y a la caballería sharaní a regresar pendiente arriba, de momento. Y creo que Cauthon cuenta con que el humo encubrirá nuestros movimientos cuando empecemos a rodear las ciénagas.

La Sombra sabría que alguien se movía por allí, pero para descubrir el número de tropas y su configuración... tendría que depender de exploradores, en lugar de aprovechar la ventaja de su posición en la cumbre de los Altos.

—¿Vuestras órdenes? —preguntó Chubai.

—¿No os las pasó él? —preguntó Egwene a su vez.

—No —dijo el hombre al tiempo que movía la cabeza—. Sólo nos situó en esta posición.

—Seguimos hacia arriba por el lado occidental de la ciénaga y salimos por detrás de los sharaníes —explicó ella.

—De ese modo fragmentamos nuestras tropas muchísimo —comentó Chubai con un gruñido—. ¿Y ahora los ataca en los Altos, después de rendírselos?

Egwene no tenía respuesta a eso. En fin, había sido ella —básicamente— la que había puesto a Mat al mando. Echó otra mirada hacia las ciénagas, allí donde percibía la presencia de Gawyn. Estaría luchando en...

Egwene vaciló. Su posición anterior le había permitido percibir a Gawyn en dirección al río; pero, tras cruzar el acceso, tenía una mejor percepción de su ubicación. No estaba en el río con los ejércitos de Elayne.

Gawyn estaba en los Altos, donde el dominio de la Sombra era mayor.

«Oh, Luz —pensó—. Gawyn..., ¿qué estás haciendo?»


Gawyn avanzaba entre el humo. Los negros zarcillos se enroscaban a su alrededor y el calor de la hierba que se consumía lentamente, sin llama, le calentaba las suelas de las botas, pero el fuego casi se había apagado allí arriba, en la cumbre de los Altos, dejando el suelo oscuro de ceniza.

Cadáveres y algunos dragones rotos yacían en el suelo, ennegrecidos, como montones de escoria o carbón. Gawyn sabía que algunas veces los granjeros quemaban las hierbas y los rastrojos del año anterior para renovar los campos. El propio mundo se hallaba en llamas ahora y, mientras se deslizaba a través del agitado y retorcido humo negro —con un pañuelo húmedo atado a la cara para cubrirse la nariz y la boca—, rezó por un renacimiento para el mundo.

Había grietas como telarañas por todo el suelo. La Sombra estaba destruyendo ese lugar.

La mayoría de los trollocs se reunían en los Altos desde donde se veía Vado de Hawal, aunque un puñado se afanaba en mover y empujar cuerpos en la ladera. Quizá los había atraído el olor a carne quemándose. Un Myrddraal salió entre el humo y empezó a reconvenirlos en un lenguaje que Gawyn no comprendía. Luego azotó a los trollocs en la espalda con un látigo.

Gawyn se quedó inmóvil, si bien el Semihombre no reparó en él mientras conducía a los retrasados hacia donde se apiñaban los demás trollocs. Gawyn esperó y respiró despacio a través del pañuelo, sintiendo que las sombras de los Puñales Sanguinarios lo envolvían. Los tres anillos le habían hecho algo. Se sentía acelerado, y los miembros se le movían demasiado deprisa cuando caminaba. Había tenido tiempo para ir acostumbrándose a los cambios, para mantener el equilibrio cada vez que se movía.

Un trolloc con rasgos de lobo surgió detrás de un montón de escombros que había cerca y husmeó el aire, con la mirada fija en el Fado. Luego salió del escondrijo, cauteloso, con un cadáver cargado al hombro. Pasó delante de Gawyn a menos de cinco pies de distancia y se paró para husmear el aire otra vez. Después, agazapado, siguió avanzando. Del cuerpo que llevaba echado al hombro colgaba la capa de un Guardián. Pobre Symon. No volvería a echar otra partida de cartas. Gawyn emitió un quedo gruñido y, antes de lograr controlarse, saltó hacia adelante. Ejecutó Besar a la víbora, y en el giro segó la cabeza del trolloc.

El cadáver se desplomó en el suelo con un golpetazo. Gawyn siguió con la espada enarbolada, pero entonces se maldijo y se agazapó para retroceder hacia el humo. Encubriría su olor, y los negros remolinos harían otro tanto con su figura borrosa. Necio, arriesgarse a ponerse en evidencia por matar a un trolloc. El cadáver de Symon acabaría en un caldero de todos modos. Él no podía acabar con todo el ejército. Estaba allí por un hombre.

Se agachó y esperó a ver si su ataque había llamado la atención. Quizá no podrían verlo —no estaba seguro de hasta qué punto lo encubrían los anillos—, pero cualquiera que hubiera estado mirando habría visto caer al trolloc.

No sonó ninguna llamada de alarma. Gawyn se incorporó y siguió adelante. Sólo entonces notó que tenía los dedos rojos y cubiertos de ceniza. Se los había quemado. El dolor era algo distante. Los anillos. Le costaba trabajo pensar, pero eso —por suerte— no entorpecía su habilidad para luchar. Si acaso, ahora los reflejos eran más intensos.

Demandred. ¿Dónde estaba? Gawyn recorrió los Altos de un lado a otro. Cauthon tenía tropas estacionadas en el río, cerca del vado, pero el humo hacía imposible ver quiénes formaban el contingente. En el otro extremo, los fronterizos estaban trabados con una unidad de caballería sharaní. Sin embargo allí, en la cima, todo se hallaba tranquilo a despecho de la presencia de Engendros de la Sombra y sharaníes. Gawyn avanzó cauteloso a lo largo de las líneas de retaguardia de trollocs, sin apartarse de los rodales de hierbas y madera muerta. Nadie parecía reparar en él. Allí había sombras, y las sombras significaban protección. Allá abajo, en la cañada entre los Altos y las ciénagas, los fuegos empezaban a apagarse. Era demasiado pronto para que se hubieran consumido por sí mismos. ¿Encauzamiento?

La intención de Gawyn había sido localizar a Demandred buscando el origen de los ataques, pero si éste se limitaba a encauzar para apagar los fuegos...

El ejército de la Sombra inició la carga y se lanzó pendiente abajo, hacia Vado de Hawal. Aunque los sharaníes se quedaron atrás, el grueso de la fuerza trolloc avanzó. Era obvio que el objetivo era presionar por el lecho seco del río y enfrentarse al ejército de Cauthon.

Si el propósito de Cauthon era atraer con un señuelo a todas las tropas que Demandred tenía en los Altos, había fracasado. Muchos sharaníes se quedaron allí, unidades de infantería y de caballería que contemplaban impasibles el atronador avance de los trollocs a la batalla.

A lo largo de la pendiente retumbaron explosiones que lanzaron trollocs por el aire como tierra al sacudir una esterilla. Gawyn vaciló y se agachó más. Dragones, los pocos que funcionaban. Mat los había mandado llevar a algún sitio al otro lado del río; era difícil ver su posición exacta debido al humo. Por el sonido, sólo había una media docena, pero el daño que causaron fue enorme, sobre todo si se tenía en cuenta la distancia.

Un estallido de luz roja en los Altos, a corta distancia, salió lanzado hacia el humo de los dragones. Gawyn sonrió.

«Muchísimas gracias», pensó, posando la mano en la espada. Había llegado el momento de probar lo bien que funcionaban los anillos.

Salió disparado de su escondrijo, agachado y deprisa. Casi todos los trollocs se amontonaban pendiente abajo y corrían a grandes zancadas hacia el cauce seco. Sobre ellos llovieron virotes de ballestas y flechas, y otra tanda de disparos de los dragones llegó desde una localización ligeramente diferente. Cauthon hacía que los dragones se desplazaran, y Demandred tenía problemas para precisar su ubicación.

Gawyn corrió entre los aullidos de los Engendros de la Sombra. El suelo parecía palpitar como el latido de un corazón con los impactos en el suelo, detrás de él. El humo se agitó a su alrededor y le produjo escozor en la garganta. Las manos se le habían puesto negras e imaginaba que le había pasado lo mismo en la cara. Confiaba en que eso lo ayudara a mantenerse oculto.

Los trollocs dieron media vuelta entre chillidos y gruñidos, pero ninguno de ellos se fijó en él. Sabían que algo había pasado por allí, pero para ellos era un mero borrón.

A través del vínculo sintió desbordarse la cólera de Egwene. Gawyn sonrió. No había esperado que se sintiera complacida. Encontró la paz en su decisión mientras corría y se clavaban flechas en el suelo a su alrededor. Tal vez en otro tiempo habría hecho aquello por el orgullo de la batalla y la oportunidad de enfrentarse a Demandred.

Pero no lo movía eso ahora. Era lo que le pedía el corazón. Alguien tenía que hacer frente a ese ser, alguien tenía que matarlo o perderían esta batalla. Todos se daban cuenta de eso. Que Egwene o Logain se pusieran en peligro sería correr un riesgo demasiado grande.

Él sí podía arriesgarse. Nadie le encargaría hacer aquello —nadie se atrevería—, pero era necesario. Tenía una oportunidad de cambiar las cosas, de hacer algo que era realmente importante. Lo hacía por Andor, por Egwene, por el propio mundo.

Un poco más adelante, Demandred bramaba su ya conocido desafío:

—¡Mandad a al’Thor, no esos supuestos dragones!

Otra descarga de fuego salió lanzada desde él. Gawyn pasó junto a los trollocs que corrían a la carga y salió detrás de un gran grupo de sharaníes con unos arcos extraños, casi tan grandes como los de Dos Ríos. Rodeaban a un hombre montado a caballo y cubierto con armadura de monedas enlazadas, unidas por los agujeros abiertos en el centro, así como guardabrazos y gorguera. La placa frontal del atemorizador yelmo estaba abierta. El orgulloso semblante, apuesto e imperioso, le resultó inquietantemente familiar a Gawyn.

«Esto tendrá que ser rápido —pensó—. Y, por la Luz, más me vale no darle ocasión de encauzar.»

Los arqueros sharaníes estaban preparados, pero sólo dos se volvieron cuando Gawyn se metió entre ellos. Gawyn sacó el cuchillo de la vaina del cinturón. Tendría que desmontar a Demandred del caballo y después arremeter con el cuchillo contra la cara del Renegado. Le parecía un ataque cobarde, pero era el mejor modo. Si lo tiraba al suelo, entonces podría...

Demandred giró de repente con rapidez y miró hacia Gawyn. Un segundo después el hombre adelantaba la mano con rapidez y una barra de fuego al rojo blanco, fina como una ramita, salía disparada hacia Gawyn.

Falló, y golpeó justo a su lado cuando él se apartó de un salto. Se abrieron grietas por todo el suelo alrededor. Una grietas profundas, negras, que parecían abrirse a la mismísima eternidad.

Gawyn saltó hacia adelante y cortó la cincha de la silla del Renegado. Qué rapidez. Esos anillos le permitían reaccionar mientras Demandred seguía mirando con desconcierto.

La silla se soltó, y Gawyn asestó una cuchillada al flanco del caballo. El animal relinchó y se encabritó, lanzando a Demandred hacia atrás, con silla y todo.

Gawyn extrajo el cuchillo ensangrentado al tiempo que el caballo huía desbocado y los arqueros gritaban; saltó con el arma enarbolada con ambas manos, cernido amenazadoramente sobre Demandred.

El cuerpo del Renegado se sacudió de repente, y el hombre cayó hacia un lado. Una corriente de aire levantó cenizas en el suelo ennegrecido cuando tejidos de Aire sostuvieron a Demandred y lo hicieron girar sobre sí, depositándolo de pie en el suelo con un tintineo metálico y la espada ya desenvainada. El Renegado se agachó y soltó otro tejido; Gawyn sintió una brisa a su alrededor, como si los hilos hubieran intentado asirlo. Él era demasiado rápido y, obviamente, Demandred tenía problemas para acertar a darle debido a los anillos.

Gawyn retrocedió y se cambió el cuchillo a la mano izquierda al tiempo que desenvainaba la espada con la derecha.

—Ah, un asesino —dijo Demandred—. Y Lews Therin siempre hablaba del «honor» de enfrentarse a un hombre cara a cara.

—No me envía el Dragón Renacido.

—¿No? ¿Rodeado con la Sombra de la Noche, un tejido que nadie de esta era recuerda? ¿Sabes que lo que Lews Therin te ha hecho te absorberá la vida? Estás muerto, hombrecillo.

—Entonces puedes unirte conmigo en la tumba —replicó Gawyn.

Demandred se irguió y sostuvo la espada con las dos manos en una postura de combate desconocida. Parecía ser capaz de seguir el rastro de Gawyn de algún modo, a pesar de los anillos, pero sus reacciones eran una pizca más lentas de lo que deberían haber sido.

Flores de manzano al viento, con tres rápidos golpes, obligaron a Demandred a retroceder. Varios sharaníes se adelantaron con las espadas prestas, pero Demandred alzó una mano protegida con guantelete para que no se acercaran. No sonrió a Gawyn —parecía que ese hombre no hubiera sonreído jamás— y ejecutó algo similar a El rayo de tres púas. Gawyn replicó con El jabalí baja corriendo la montaña.

Demandred era bueno. Aun con la ventaja que le daban los anillos, Gawyn escapó por un pelo de la estocada del Renegado. Los dos danzaron en torno a un pequeño círculo despejado, rodeados por los sharaníes que observaban el lance. Retumbos lejanos dispararon esferas de hierro contra la ladera e hicieron que el suelo temblara. Sólo había unos pocos dragones que todavía disparaban, pero parecían concentrados en esa posición.

Gawyn gruñó y realizó La tormenta sacude la rama en un intento de penetrar a través de la guardia de Demandred. Tenía que acercarse para arremeter con la espada en la axila o entre las uniones de la armadura de monedas.

Demandred respondió con destreza y elegancia. Poco después Gawyn sudaba debajo de la cota. Se sentía más veloz de lo que había sido nunca, con reacciones como los rápidos movimientos de un colibrí. Empero, por más que lo intentaba, no lograba acertarle con un golpe.

—¿Quién eres, hombrecillo? —gruñó Demandred, que se retiró unos pasos con la espada levantada al costado—. Combates bien.

—Gawyn Trakand.

—El hermanito de la reina. ¿Eres consciente de quién soy?

—Un asesino.

—¿Acaso tu Dragón no ha asesinado? —replicó Demandred—. ¿Tu hermana nunca ha matado para conservar su trono, o quizá debería decir para hacerse con él?

—Eso es diferente.

—Es lo que todo el mundo dice siempre.

Demandred se adelantó. Sus poses con la espada eran suaves, la espalda siempre recta, pero relajada, y utilizaba los movimientos amplios de un bailarín. Tenía un dominio absoluto del arma; Gawyn no había oído que Demandred fuera conocido por su habilidad en el manejo de la espada, pero era tan bueno como cualquier hombre con el que Gawyn se había batido. Mejor, a decir verdad.

Gawyn realizó El gato danza en la pared, una pose hermosa, amplia, que igualó la de Demandred. Luego se agachó para ejecutar La lengua de la serpiente se agita, confiando en que su pose previa hubiera relajado a Demandred y dejara pasar inadvertida una estocada.

Algo golpeó a Gawyn y lo tiró al suelo. Rodó sobre sí mismo y se incorporó agazapado. Le costaba respirar. No sentía dolor gracias a los anillos, pero probablemente tenía una costilla rota.

«Una roca —pensó—. Ha encauzado y ha tirado una roca para golpearme con ella.» Le costaba trabajo golpearlo con los tejidos debido a las sombras, pero algo más grande podía arrojarse a las sombras y darle a él también.

—Tramposo —dijo con una mueca de desdén.

—¿Tramposo? —exclamó Demandred—. ¿Acaso hay reglas, hombrecillo? Si no recuerdo mal, intentabas acuchillarme por la espalda estando envuelto en un manto de oscuridad.

Gawyn inhaló y exhaló mientras se sujetaba el costado. Una esfera de hierro de los dragones cayó al suelo a corta distancia y luego estalló. La explosión hizo trizas a varios sharaníes, cuyos cuerpos protegieron a Gawyn y a Demandred de lo peor del impacto. Llovió tierra como una rociada de espuma en la cubierta de un barco. Al menos uno de los dragones seguía funcionando.

—Me has llamado asesino —dijo Demandred—, y lo soy. También soy vuestro salvador, tanto si queréis como si no.

—Estás loco.

—¡Qué va! —Demandred caminó a su alrededor mientras cortaba el aire con unos cuantos barridos de la espada—. Ese hombre al que seguís, Lews Therin Telamon, sí que está loco. Cree que puede derrotar al Gran Señor. No puede. Es un simple hecho.

—¿Y querrías que en cambio nos uniéramos a la Sombra?

—Sí. —La mirada de Demandred era fría—. Si mato a Lews Therin, por mi victoria se me otorgará el derecho a rehacer el mundo como me plazca. Al Gran Señor le da lo mismo gobernar o no. La única forma de proteger este mundo es destruirlo y después proteger a sus gentes. ¿No es eso lo que tu Dragón afirma que puede hacer?

—¿Por qué insistes en llamarlo «mi» Dragón? —inquirió Gawyn, que escupió hacia un lado.

Sangre. Los anillos... lo urgían a continuar. Sus miembros rebosaban fuerza, energía. «¡Lucha! ¡Mata!»

—Porque lo sigues —contestó Demandred.

—¡No!

—Mientes —afirmó Demandred—. O tal vez es que te has dejado engañar, simplemente. Sé que Lews Therin dirige ese ejército. Al principio no estaba seguro, pero ya no lo dudo. Ese tejido que te envuelve es prueba suficiente, pero yo tengo otra más evidente. Ningún general mortal posee la destreza demostrada el día de hoy; me enfrento a un gran estratega, un verdadero maestro en el campo de batalla. Quizá Lews Therin lleva la Máscara de Espejos, o tal vez dirige la batalla enviando mensajes a ese Cauthon a través del Poder Único. Eso da igual, porque veo la verdad. Hoy juego una partida de dados con Lews Therin.

»Siempre fui mejor general que él. Y lo demostraré aquí. Te habría mandado a Lews Therin para que se lo dijeras, pero no vivirás lo suficiente, pequeño espadachín. Prepárate. —Demandred levantó la espada.

Gawyn se incorporó, tiró el cuchillo y asió la espada con las dos manos. Demandred caminó a su alrededor usando formas que eran diferentes de las que Gawyn conocía. Seguían siendo lo bastante familiares para contraatacar; pero, a despecho de su mayor rapidez, Demandred detenía su espada una vez tras otra desviándola hacia un lado, inofensiva.

El hombre no atacaba. Apenas se movía, plantado con los pies separados, la espada asida con ambas manos, rechazando todos los ataques que Gawyn le lanzaba. La paloma alzando el vuelo, La hoja caída, La caricia del leopardo. Gawyn apretó los dientes y gruñó. Los anillos tendrían que haber bastado. ¿Por qué no era suficiente con ellos?

Gawyn dio un paso atrás e hizo un quiebro para esquivar otra piedra lanzada contra él. Le pasó a escasas pulgadas.

«Gracias a la Luz por los anillos», pensó.

—Luchas con destreza para ser de esta era —dijo Demandred—. Pero todavía empuñas tu espada, hombrecillo.

—¿Qué otra cosa habría de hacer?

—Ser tú mismo la espada —contestó Demandred, como si lo desconcertara que Gawyn no lo entendiera.

Gawyn gruñó y volvió a arremeter con fuerza al Renegado. Seguía siendo más rápido. Demandred no atacaba; estaba a la defensiva, si bien no retrocedía. Se limitaba a seguir plantado en el mismo sitio, desviando todos los golpes.

Demandred cerró los ojos. Gawyn sonrió y acometió con El último ataque de la picanegra.

La espada del Renegado se convirtió en un remolino borroso.

Algo golpeó a Gawyn. Soltó un grito ahogado y se quedó inmóvil. Se tambaleó, cayó de rodillas y vio que tenía un agujero en el vientre. Demandred le había asestado un golpe justo a través de la cota y había sacado la espada en un único y grácil movimiento.

«¿Por qué no...? ¿Por qué no siento nada?»

—Si sobrevives a esto y ves a Lews Therin —comentó el Renegado—, dile que espero con ansia un combate entre los dos, espada contra espada. He mejorado desde la última vez que nos vimos.

Demandred dio la vuelta a la espada, la apoyó en el hueco entre el pulgar y el índice por el canto romo de la hoja y, alzándola en horizontal, arrastró con los dedos la sangre del acero para que cayera en el suelo.

Enfundó la espada en la vaina, meneó la cabeza y lanzó una bola de fuego hacia el dragón que seguía disparando.

El dragón enmudeció. Demandred echó a andar a lo largo del borde de la pendiente empinada que daba al río, con la guardia sharaní a su alrededor. Gawyn cayó tendido en el suelo, aturdido, derramando la vida en la hierba quemada. Intentó contener la sangre con los temblorosos dedos.

De algún modo consiguió ponerse de rodillas otra vez. Su corazón clamaba por regresar junto a Egwene. Empezó a gatear; la sangre se mezclaba con la tierra sobre la que pasaba a medida que escapaba por la herida. A pesar de tener la vista velada por el sudor frío que le entraba en los ojos, localizó varios caballos unos veinte pasos más adelante, atados a una línea de estacas; los animales hurgaban en las hierbas ennegrecidas que tenían debajo de las patas. Tras unos minutos de esfuerzo que se le hicieron interminables y que lo dejaron agotado, Gawyn se subió a lomos del primer caballo al que pudo llegar y desatar. Se encorvó en la silla, mareado, y se aferró a la crin con una mano. Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, tocó los ijares del animal con los talones.


—Milady —le dijo Mandevwin a Faile—, ¡conozco a esos dos hombres desde hace años! No digo que no hayan tenido algún problema en el pasado. Ningún hombre llega a la Compañía sin tener unos cuantos. Pero, así lo quiera la Luz, ¡no son Amigos Siniestros!

Faile comía su ración de mediodía en silencio y escuchaba con toda la paciencia de la que era capaz las protestas de Mandevwin. Ojalá Perrin estuviera allí para tener una buena discusión y descargar los nervios. Se sentía como si fuera a reventar por la tensión.

Estaban cerca de Thakan’dar, terriblemente cerca. El cielo negro retumbaba con los relámpagos y no habían visto un ser vivo —peligroso o no— desde hacía días. Tampoco habían vuelto a ver a Vanin ni a Harnan; a pesar de lo cual, Faile doblaba la guardia todas las noches. Los esbirros del Oscuro no cejaban, no se daban por vencidos.

En consecuencia, ahora llevaba el Cuerno en una bolsa grande atada a la cintura. Los otros lo sabían, y pasaban alternativamente del orgullo de su misión al horror de la importancia de ésta. Al menos ahora lo compartía con ellos.

—Milady —insistió Mandevwin, que se arrodilló a su lado—, Vanin se encuentra cerca, ahí fuera, en alguna parte. Es un explorador muy diestro, el mejor de la Compañía. No lo veremos a menos que él quiera que lo hagamos, pero juraría que nos viene siguiendo. ¿A qué otro lugar iba a ir? Quizá si lo llamamos y lo invitamos a acercarse para que explique su versión de lo ocurrido, podríamos resolver esto.

—Lo pensaré, Mandevwin —dijo Faile.

Él asintió con la cabeza. El hombre tuerto era un buen comandante, pero tenía tan pocas luces como un ladrillo. Un hombre sencillo daba por hecho que otros actuaban por motivaciones sencillas, y no podía imaginar que alguien como Vanin o Harnan, que habían sido parte de la Compañía durante tanto tiempo —siguiendo órdenes, sin duda, para no levantar sospechas—, fuera capaz de hacer algo tan terrible.

Al menos ahora Faile sabía que no se había preocupado sin motivo. Aquella mirada de puro terror en los ojos de Vanin cuando lo sorprendió había bastado para confirmarlo, si pillarlo con el Cuerno en las manos no era suficiente. Lo que no había esperado era que hubiera dos Amigos Siniestros, y le habían ganado en astucia con su robo. Sin embargo, también habían subestimado los peligros de la Llaga. Detestaba pensar qué habría ocurrido si no hubiesen atraído la atención de aquel ser con aspecto de oso. Ella habría permanecido en la tienda esperando la llegada de los ladrones, que ya habrían desaparecido con uno de los artefactos más poderosos que había en el mundo.

El cielo retumbó. El oscuro pico de Shayol Ghul se erguía, amenazador, un poco más adelante, elevándose sobre el valle de Thakan’dar entre una cadena de montañas más pequeñas. El aire se había vuelto frío, casi invernal. Llegar a aquel pico sería difícil pero, de un modo u otro, iba a llevar el Cuerno a las fuerzas de la Luz para la Última Batalla. Posó los dedos en la bolsa que cargaba al costado y tanteó el metal que iba dentro.

Cerca, Olver correteaba por la desolada roca gris de las Tierras Malditas, con el cuchillo metido en el cinturón como si fuera una espada. Quizá no debería haberlo llevado con ellos. Claro que en las Tierras Fronterizas los chicos de su edad aprendían a llevar mensajes y a transportar suministros a los torreones asediados. No salían con una tropa de guerra ni se los destinaba a un puesto hasta que al menos tuvieran doce años, pero el entrenamiento empezaba mucho antes.

—Milady...

Faile miró a Selande y a Arrela, que se aproximaban. Faile había puesto a Selande al mando de los exploradores, ahora que Vanin se había desenmascarado a sí mismo. La mujer, menuda y de tez pálida, tenía menos apariencia de Aiel que muchos de los otros componente de Cha Faile. Pero la actitud ayudaba.

—¿Sí?

—Hay movimiento, milady —informó en voz queda Selande.

—¿Qué? —Faile se puso de pie—. ¿Qué clase de movimiento?

—Una especie de caravana.

—¿En las Tierras Malditas? —se extrañó Faile—. Muéstramelo.


No era sólo una caravana. Allí había un pueblo. Faile lo divisó a través del visor de lentes, aunque sólo unos manchones oscuros indicaban la presencia de edificios. Se levantaba en las estribaciones cercanas a Thakan’dar. Un pueblo. ¡Luz bendita!

Faile movió el visor hacia donde la caravana avanzaba muy despacio a través de inhóspito paisaje, en dirección a un puesto de abastecimiento establecido fuera del pueblo, a cierta distancia.

—Están haciendo lo que hicimos nosotros —susurró.

—¿A qué os referís, milady?

Arrela estaba tendida en el suelo al lado de Faile. Mandevwin se encontraba al otro lado y miraba con atención por su propio visor.

—Es un puesto central de abastecimiento —explicó Faile mientras observaba los montones de cajas y haces de flechas—. Los Engendros de la Sombra no pueden pasar a través de accesos, pero sus suministros sí. Así no tienen que ir cargados con flechas y armas de repuesto durante la invasión. En cambio, los suministros se recogen aquí y luego se envían a los campos de batalla cuando los necesitan.

En efecto, allí abajo un hilo de luz anunció la apertura de un acceso. Una larga fila de hombres de aspecto sucio avanzó penosamente a través de él con paquetes cargados a la espalda, seguidos de docenas de otros que tiraban de pequeños carros.

—A dondequiera que vayan esos suministros, cerca habrá una batalla —dijo despacio Faile—. Esos carros llevan flechas, pero no comida, ya que los trollocs recogen cadáveres todas las noches para darse un festín.

—De modo que si pudiéramos colarnos por uno de esos accesos... —empezó Mandevwin.

Arrela resopló con sorna, como si la conversación fuera una broma. Miró a Faile y la sonrisa se le borró en los labios.

—¡No hablaréis en serio! —exclamó.

—Aún nos queda una larga caminata hasta Thakan’dar —expuso Faile—. Y ese pueblo nos cierra el paso. Podría ser más fácil colarnos a través de uno de esos accesos que intentar llegar al valle avanzando despacio y con dificultad.

—¡Acabaríamos detrás de las líneas enemigas!

—Ya estamos detrás de sus líneas —señaló Faile con gesto sombrío—, así que nada cambiaría respecto a eso.

Arrela guardó silencio.

—Eso será un problema —dijo en voz baja Mandevwin mientras giraba el visor—. Fijaos en los tipos que se acercan a la caravana desde el pueblo.

Faile se llevó el visor al ojo de nuevo.

—¿Aiel? —susurró—. ¡Por la Luz! ¿Los Shaido se han unido a las fuerzas del Oscuro?

—Ni siquiera los perros Shaido harían algo así —afirmó Arrela, que escupió el suelo.

Los recién llegados tenían algo que los hacía diferentes. Llevaban los velos subidos, como si se dispusieran a matar, pero eran velos de color rojo. En cualquier caso, pasar sin ser detectados por los Aiel sería casi imposible. Probablemente, sólo el hecho de que su grupo estuviera tan lejos había evitado que lo descubrieran. Eso y la circunstancia de que nadie esperara encontrar allí a un grupo como el de Faile.

—Atrás —ordenó mientras retrocedía pulgada a pulgada cuesta abajo—. Tenemos que hacer planes.


Perrin despertó sintiéndose como si lo hubieran arrojado a un lago en pleno invierno. Dio un respingo.

—Túmbate, necio —dijo Janina, que le puso la mano en el brazo; la Sabia de cabello muy rubio parecía tan exhausta como se sentía él.

Se encontraba en algún sitio blando. Demasiado. Una bonita cama, con sábanas limpias. Al otro lado de las ventanas, las olas rompían con suavidad contra la costa y se oían los gritos de las gaviotas. También oyó el eco de gemidos en algún lugar cercano.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—En mi palacio —contestó Berelain.

La mujer se hallaba cerca de la puerta, y Perrin no se había fijado en ella hasta ese momento. La Principal lucía la diadema con el halcón dorado en vuelo, y llevaba un vestido carmesí ribeteado en amarillo. La habitación era suntuosa, con oro y bronce en los espejos, las ventanas y las columnas del lecho.

—Y añadiría que ésta es, de algún modo, una situación conocida para mí, lord Aybara —continuó Berelain—. En esta ocasión he tomado precauciones, por si os lo estáis preguntando.

¿Precauciones? Perrin husmeó el aire. ¿Ino? Le llegaba el olor del hombre. En efecto, Berelain señaló con la barbilla hacia un lado y Perrin giró la cabeza; cerca se encontraba Ino sentado en un sillón, con un brazo en cabestrillo.

—¡Ino! ¿Qué te ha pasado? —inquirió Perrin.

—Los jodidos trollocs, eso es lo que me ha pasado —rezongó el otro hombre—. Espero mi turno para la Curación.

—Curamos primero a los que sufren heridas graves con riesgo de perder la vida —explicó Janina; era la Sabia más experta con la Curación y, al parecer, había decidido quedarse con las Aes Sedai y Berelain—. A ti, Perrin Aybara, se te Curó al filo de la muerte. Al mismo filo. Hasta ahora no hemos podido ocuparnos de las heridas que no amenazaban tu vida.

—¡Un momento! —exclamó Perrin, que se debatió para sentarse. Luz, qué cansado estaba—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Diez horas —contestó Berelain.

—¡Diez horas! Tengo que irme. La batalla...

—La batalla seguirá sin vos —lo interrumpió la Principal—. Lo lamento.

Perrin emitió un quedo gruñido. Qué cansancio.

—Moraine conocía un método para que desapareciera la fatiga de un hombre. ¿Lo conoces tú, Janina?

—Aunque lo supiera no lo haría para ti —repuso la Sabia—. Tienes que dormir, Perrin Aybara. Tu participación en la Última Batalla ha terminado.

Perrin rechinó los dientes y se movió para levantarse.

—Sal de esa cama, y te envolveré en Aire y te dejaré colgado aquí durante horas —amenazó Janina, que había vuelto los ojos hacia él.

La primera reacción de Perrin fue hacer un cambio. Empezó a formar la idea en su mente y entonces se sintió estúpido. De algún modo había regresado al mundo real. Allí no podía valerse del cambio. Estaba tan indefenso como un niño de pecho.

Volvió a tumbarse en la cama, frustrado.

—Arriba ese ánimo, Perrin —dijo en voz queda Berelain, que se había acercado al lecho—. Tendrías que estar muerto. ¿Cómo llegaste a ese campo de batalla? Si Haral Luhhan y sus hombres no te hubieran visto tendido allí...

Perrin movió la cabeza. Lo que había hecho no tenía explicación para alguien que no conocía el Sueño del Lobo.

—¿Qué está pasando, Berelain? Me refiero a la guerra. ¿Y nuestros ejércitos?

Ella apretó los labios.

—Puedo oler la verdad en ti —dijo Perrin—. Preocupación, ansiedad. —Suspiró—. Vi que los campos de batalla se habían desplazado. Si los hombres de Dos Ríos están también en Campo de Merrilor, los tres ejércitos han tenido que retroceder hasta el mismo sitio. Todos excepto los que están en Thakan’dar.

—Ignoramos cómo le va al lord Dragón —susurró ella, que se sentó en una banqueta que había al costado de la cama.

Junto a la pared, Janina tomó a Ino por el brazo. El fronterizo se estremeció cuando el frío de la Curación lo recorrió de la cabeza a los pies.

—Rand sigue luchando —afirmó Perrin.

—Ha pasado demasiado tiempo —replicó la mujer.

Se guardaba algo, algo a lo que le estaba dando vueltas. Lo olía.

—Rand sigue luchando —repitió Perrin—. Si hubiese perdido, no estaríamos aquí. —Se recostó; se sentía agotado hasta la médula. ¡Luz! No podía quedarse allí tumbado mientras moría gente, ¿verdad?—. El tiempo es diferente en la Perforación. Estuve allí y lo sé por propia experiencia. Aquí fuera han pasado muchos días, pero apuesto que para Rand sólo ha sido un día. Puede que menos.

—Es un alivio saberlo. Comunicaré a los demás lo que me has dicho.

—Berelain, necesito que me hagas un favor. Mandé a Elyas con un mensaje para nuestros ejércitos, pero no sé si lo dio. Graendal está interfiriendo en la mente de nuestros grandes capitanes. ¿Querrías enterarte si llegó el mensaje?

—Llegó —confirmó la mujer—. Casi demasiado tarde, pero llegó. Lo hiciste bien. Ahora duerme, Perrin. —Ella se levantó.

—Berelain —la llamó. La mujer se volvió hacia él—. Faile... ¿Qué se sabe de ella? —inquirió Perrin.

La ansiedad de la Principal se agudizó. «No.»

—Su caravana de provisiones fue destruida en una burbuja maligna, Perrin —contestó Berelain con suavidad—. Lo siento.

—¿Se recobró su cuerpo? —se obligó a preguntar.

—No.

—Entonces, sigue viva.

—Se...

—Sigue viva —insistió él.

Tenía que reafirmarse en que tal cosa era verdad. Si no lo hacía...

—Por supuesto, hay esperanza —dijo Berelain, que luego se acercó a Ino.

El fronterizo flexionaba el brazo tras la Curación, y con un gesto la Principal le indicó que la siguiera mientras salía del cuarto. Janina se movía haciendo cosas en el lavamanos. Perrin aún oía gemidos fuera, en el pasillo, y el palacio olía a hierbas curativas y a dolor.

«Luz —pensó—. La caravana de Faile llevaba el Cuerno. ¿Lo tendrá ahora la Sombra?»

Y Gaul. Tenía que volver por Gaul. Había dejado al Aiel en el Sueño del Lobo para guardarle las espaldas a Rand. Si su agotamiento servía como punto de referencia, Gaul no aguantaría mucho más.

Perrin se sentía como si pudiera dormir semanas enteras. Janina regresó junto a la cama y luego sacudió la cabeza.

—Es en vano que intentes mantener los ojos abiertos, Perrin Aybara —le advirtió.

—Tengo mucho que hacer, Janina. Por favor. He de volver al campo de batalla y...

—Te vas a quedar aquí, Perrin Aybara. En tu estado no puedes servir de ayuda a nadie, y tampoco obtendrás ji tratando de demostrar lo contrario. Si el herrero que te trajo aquí se enterara de que te he dejado salir dando tumbos para morir en el campo de batalla, creo que vendría e intentaría colgarme de los talones por la ventana. —Vaciló un instante antes de añadir—: Y ése... Casi estoy por creer que podría hacerlo.

—Maese Luhhan —dijo Perrin, que recordaba de forma borrosa esos instantes antes de perder el sentido—. Estaba allí. ¿Me encontró él?

—Te salvó la vida —contestó Janina—. Ese hombre te cargó a la espalda y corrió hasta una Aes Sedai para que abriera un acceso. Estabas a segundos de morir cuando llegó. Considerando tu tamaño, sólo levantarte ya es toda una proeza.

—No necesito dormir, de verdad —insistió Perrin, que sentía cerrársele los párpados—. Tengo que... He de...

—Y yo estoy segura de que sí —replicó Janina.

Perrin cerró los ojos. Eso la convencería de que iba a hacer lo que ella decía. Luego, cuando se marchara, podría levantarse.

—Estoy segura de que sí —repitió la Sabia, cuya voz se tornó más suave por alguna razón.

«Dormir —pensó—. Me estoy quedando dormido.» De nuevo vio ante él los tres caminos. Esta vez, uno conducía al sueño normal; otro, el que normalmente tomaba, llevaba al Sueño del Lobo mientras uno dormía.

Y, entre ambos, un tercer camino: al Sueño del Lobo, en persona.

Se sintió fuertemente tentado de escoger este último, pero de momento decidió hacerlo. Eligió el sueño normal cuando —en un instante de lucidez— supo que su cuerpo moriría si no dormía.


Respirando con dificultad, Androl yacía boca arriba y contemplaba el cielo en algún sitio lejos del campo de batalla, tras la huida de la cima de los Altos.

Ese ataque... Qué poderoso había sido.

¿Qué fue eso?, transmitió a Pevara.

No era Taim, contestó ella, que se puso de pie y se sacudió el polvo de la falda. Creo que era Demandred.

Nos trasladé a propósito a un lugar lejos de donde él estaba combatiendo.

Sí. ¿Cómo se atreve a desplazarse e interferir con el grupo de encauzadores que atacan a sus fuerzas?

Androl se sentó, gemebundo.

¿Sabes, Pevara?, transmitió, sorprendido por la jocosidad de la mujer. Eres atípicamente socarrona para ser una Aes Sedai.

No conoces a las Aes Sedai tan bien como te imaginas. Pevara se acerco a Emarin para examinarle las heridas.

Androl respiró hondo y se llenó de los aromas del otoño. Hojas caídas. Agua estancada. Un otoño que había llegado demasiado pronto. La ladera donde se encontraban se asomaba a un valle en el que, como si desafiaran lo que ocurría en el mundo, algunos granjeros habían cultivado la tierra en grandes parcelas cuadradas.

Nada había crecido.

Cerca, Theodrin se puso de pie.

—Aquello es una locura —dijo, enrojecido el semblante.

Androl percibió la desaprobación de Pevara hacia la chica. No tendría que haber mostrado sus emociones sin rebozo. Todavía no había aprendido a mantener el control Aes Sedai como era debido.

En realidad todavía no es una Aes Sedai, diga lo que diga la Amyrlin, le transmitió Pevara al leerle los pensamientos. No ha pasado la prueba todavía.

Theodrin parecía saber lo que pensaba Pevara, así que las dos guardaban las distancias entre sí. Pevara Curó a Emarin, que lo asumió de forma estoica. Theodrin Curó un corte que Jonneth tenía en el brazo; a él parecieron hacerle gracia sus atenciones maternales.

Lo habrá vinculado dentro de nada, transmitió Pevara. ¿No te diste cuenta de que dejó que una de las otras mujeres escogiera al que le correspondía a ella de los cincuenta y luego empezó a seguirlo a él por todas partes? No se ha apartado de nosotros desde la Torre Negra.

¿Y si él la vincula a su vez?, envió Androl.

Pues entonces veremos si lo que tenemos tú y yo es algo excepcional o no. Pevara vaciló antes de seguir. Estamos topando con cosas que nunca se habían visto hasta ahora.

Él le sostuvo la mirada. Pevara se refería a lo que quiera que hubiera ocurrido durante la coligación de ambos la última vez. Ella había abierto un acceso, pero del mismo modo que lo habría hecho él.

Vamos a tener que intentarlo de nuevo, le transmitió a Pevara.

Pronto, repuso ella, que Ahondó a Emarin para asegurarse de que la Curación había surtido efecto.

—Estoy bastante bien, Pevara Sedai —dijo él, cortés como siempre—. Y, si se me permite decirlo, parece que a vos tampoco os vendría mal un poco de Curación.

Ella bajó la vista hacia la tela quemada de la manga. Todavía se sentía insegura respecto a dejar que un hombre la Curara, pero también se sentía irritada consigo misma por su timidez.

—Gracias —le dijo a Emarin con voz firme y dejó que él le tocara el brazo y encauzara.

Androl desenganchó una pequeña taza de estaño que llevaba en el cinturón y con gesto ausente alzó la mano, con los dedos hacia abajo. Apretó los dedos como si pellizcara algo entre ellos y, cuando los separó, se abrió un pequeño acceso en el centro. Se vertió agua y llenó la taza.

Pevara se sentó a su lado y aceptó la taza que le ofrecía y bebió.

—Fresca como la de un manantial de montaña —comentó, con un suspiro.

—Es que lo es —contestó Androl.

—Eso me recuerda que quería preguntarte algo. ¿Cómo haces eso?

—¿Esto? Sólo es un acceso pequeño...

—No me refiero a eso. Androl, acabas de llegar aquí. No es posible que hayas tenido tiempo de memorizar esta zona lo bastante bien para abrir un acceso a algún manantial de montaña a cientos de millas de distancia.

Androl la miró sin comprender, como si acabara de oír algo sorprendente.

—No lo sé. A lo mejor tiene algo que ver con mi Talento —dijo luego.

—Comprendo. —Pevara guardó silencio unos instantes—. Por cierto, ¿qué le ha pasado a tu espada?

Androl se llevó la mano al costado. La vaina colgaba allí, vacía. Había soltado la espada cuando el rayo había caído cerca de ellos y no había tenido la presencia de ánimo suficiente para recogerla al huir. Soltó un gemido.

—Si Garfin supiera esto, me mandaría a moler cebada en el almacén del oficial de intendencia durante semanas.

—Eso no es importante —contestó Pevara—. Tienes otras armas mejores.

—Es cuestión de principios. Llevar espada me hace recordar lo que soy. Es como... Bueno, ver una red hace que recuerde cuando pescaba por Mayene, y el agua de manantial me recuerda a Jain. Pequeñas cosas, pero las cosas pequeñas tienen importancia. Necesito volver a ser un soldado. He de encontrar a Taim, Pevara. Los sellos...

—Bueno, no podemos encontrarlo de la forma que lo hemos intentado. ¿Estás de acuerdo en eso?

Él suspiró, pero asintió con la cabeza.

—Estupendo —dijo Pevara—. Detesto ser un blanco.

—¿Qué hacemos entonces?

—Habremos de abordarlo tras hacer un análisis concienzudo, no blandiendo espadas.

Probablemente ella tenía razón.

—¿Y qué tal... lo que hicimos? —sugirió Androl—. Pevara, tú utilizaste mi Talento.

—Veremos. —Pevara dio un sorbo de agua—. Lástima que no sea té.

Androl enarcó las cejas. Le cogió la taza, abrió un pequeño acceso entre dos dedos y dejó caer en la taza unas cuantas hojas de té secas. Hizo que el agua hirviera un momento con un hilo de Fuego y después echó dentro miel, a través de otro acceso.

—Tenía un poco en mi taller de la Torre Negra —explicó mientras le tendía la taza de nuevo—. Por lo visto nadie lo ha tocado.

Ella sorbió el té y esbozó una gran cálida sonrisa.

—Androl, eres maravilloso.

Él sonrió a su vez. ¡Luz! ¿Cuánto tiempo hacía que no se había sentido así con una mujer? Se suponía que el amor era cosa de jóvenes tontos, ¿no?

Por supuesto, los jóvenes tontos nunca se fijaban en cosas importantes. Buscaban una cara bonita y nada más. Androl tenía suficiente edad para saber que un rostro atractivo no era nada comparado con la clase de seguridad que transmitía una mujer como Pevara. Control, estabilidad, determinación. Ésas eran cosas que sólo podían llegar con el punto justo de madurez.

Era igual que con la piel. La piel nueva era fina, pero una piel verdaderamente buena era la que se había usado y desgastado, como una correa a la que se ha cuidado a lo largo de los años. Uno nunca sabía con seguridad si podía fiarse de una correa nueva.

—Estoy intentando leer ese pensamiento —dijo Pevara—. ¿Acabas de compararme con... una correa de cuero?

Él enrojeció.

—Pensaré que es algo propio de los talabarteros. —Dio otro sorbo de té.

—Bueno, tú no dejas de compararme con... ¿Qué es? ¿Un conjunto de figurillas?

—Mi familia —repuso ella, sonriendo.

Unas personas a las que habían asesinado Amigos Siniestros.

—Lo siento.

—Ocurrió hace mucho, mucho tiempo, Androl.

Con todo, él percibió que Pevara seguía furiosa por aquello.

—Luz —dijo—. Siempre olvido que eres mayor que la mayoría de los árboles, Pevara.

—Mmmmm... Primero soy una correa de cuero, ahora soy más vieja que los árboles. Supongo que, a pesar de las varias docenas de trabajos que has tenido en tu vida, ninguna parte de tu entrenamiento estaba relacionada con aprender a hablar con una dama, ¿verdad?

Él se encogió de hombros. De joven puede que se hubiera sentido violento por quedarse atorado, como si la lengua se le hubiera hecho un nudo, pero había aprendido que era algo imposible de evitar. Intentarlo sólo llevaba a empeorar las cosas. Curiosamente la forma en que él reaccionó la complació. Debía de ser que a las mujeres les gustaba ver a un hombre desconcertado.

Sin embargo, el regocijo de Pevara se extinguió cuando por casualidad alzó la vista al cielo. De repente, Androl recordó los campos vacíos allá abajo, en el valle. Los árboles muertos. El sordo gruñido del trueno. No era momento para el júbilo; ni para el amor. No obstante, por alguna razón se sorprendió a sí mismo aferrándose a ambas sensaciones precisamente por ello.

—Deberíamos ponernos en marcha pronto —dijo él—. ¿Qué plan tienes?

—Taim estará siempre rodeado de secuaces. Si seguimos atacando como hemos hecho, nos harán trizas antes de que consigamos llegar a él. Tenemos que acercarnos con sigilo.

—¿Y cómo vamos a conseguirlo?

—Eso depende. ¿Hasta qué punto actuarías como un loco si la situación lo justificara?


El valle de Thakan’dar se había convertido en un lugar de humo, caos y muerte.

Rhuarc avanzaba con sigilo, flanqueado por Trask y Baelder. Eran sus hermanos de la asociación Escudos Rojos. Nunca los había visto hasta que llegaron a ese lugar, pero aun así eran hermanos y su vínculo se había sellado con la sangre derramada de Engendros de la Sombra y traidores.

Un rayo desgarró el aire y cayó cerca. Al caminar, los pies de Rhuarc crujían en la arena que se había convertido en fragmentos cristalinos por los rayos. Llegó al lugar donde ponerse a cubierto —unos cadáveres de trollocs amontonados— y se agazapó detrás; Trask y Baelder se reunieron con él. La tormenta había estallado finalmente, y vientos violentos asaltaban el valle con una fuerza que casi le arrancaba el velo de la cara.

Era difícil distinguir algo. La niebla se había disipado, pero el cielo estaba más oscuro y la tormenta levantaba remolinos de polvo y humo. Había mucha gente que combatía en patrullas que deambulaban por el valle.

Ya no había líneas de combate. Horas antes, un ataque de los Myrddraal —y la subsiguiente ofensiva trolloc a gran escala— había conseguido romper por fin la resistencia de los defensores en la boca del valle. Los tearianos y los Juramentados del Dragón se habían retirado al interior del valle, hacia Shayol Ghul, y ahora la mayoría combatía casi al pie de la montaña.

Por suerte, el número de los trollocs que habían entrado amontonados ya no era abrumador. La matanza en el paso y el largo asedio habían reducido el contingente trolloc de Thakan’dar. En total, los trollocs restantes probablemente igualaban el número de defensores.

Lo cual seguía siendo un problema; pero, en su opinión, los Sin Honor que llevaban velos rojos eran un peligro mucho mayor. Ésos merodeaban por toda la extensión del valle, como hacían los Aiel. En aquel campo de muerte abierto, tan enturbiado por los remolinos de polvo y humo que apenas había visibilidad, Rhuarc estaba de caza. De vez en cuando se topaba con algún grupo de trollocs, pero los Fados habían azuzado a la mayoría a combatir con las tropas de soldados tearianos y domani, mientras que los encauzadores seguían defendiendo el sendero que subía por la montaña hasta la caverna donde el Car’a’carn luchaba con el Cegador de la Vista.

Rand al’Thor tendría que terminar su batalla pronto, porque Rhuarc sospechaba que no pasaría mucho antes de que la Sombra se apoderara del valle.

Él y sus hermanos llegaron a donde un grupo de Aiel danzaba las lanzas con los traidores que llevaban velos rojos. Aunque muchos de los velos rojos podían encauzar, parecía que ninguno de ese grupo lo hacía. Rhuarc y sus dos compañeros entraron en la danza arremetiendo con las lanzas.

Esos velos rojos luchaban bien. Trask despertó del sueño durante ese enfrentamiento, aunque antes acabó con uno de los velos rojos al tiempo que él caía. La escaramuza acabó cuando los restantes velos rojos se dieron a la fuga. Rhuarc mató a uno con el arco, y Baelder abatió a otro. Disparar a hombres por la espalda era algo que no habrían hecho si hubiesen estado luchando contra verdaderos Aiel, pero esos seres eran peores que los Engendros de la Sombra.

Los tres restantes Aiel a los que habían ayudado dieron las gracias con un cabeceo. Se unieron a Rhuarc y a Baelder, y juntos regresaron hacia Shayol Ghul para comprobar las defensas allí.

Por suerte el ejército en aquella zona todavía resistía. Muchos eran de esos Juramentados del Dragón que habían llegado los últimos a la batalla y que en su mayoría eran hombres y mujeres corrientes. Sí, había alguna Aes Sedai entre ellos, incluso algunos Aiel y un par de Asha’man. Sin embargo, en su mayor parte empuñaban espadas que no se habían utilizado hacía años o varas de combate que antes debían de haber sido herramientas agrícolas.

Luchaban contra los trollocs como lobos acorralados. Rhuarc meneó la cabeza. Si los Asesinos del Árbol hubieran luchado con esa ferocidad, quizá Laman todavía ocuparía su trono.

El estampido de un rayo llegó desde el aire y mató a varios de los defensores. Rhuarc parpadeó porque el fogonazo del rayo lo había deslumbrado, se volvió hacia un lado y examinó los alrededores a través del ventarrón. Allí.

Hizo una seña a sus hermanos para que se quedaran atrás y luego se deslizó hacia adelante, agazapado. Recogió un puñado del polvo gris como ceniza que cubría el suelo y se frotó con él las ropas y la cara; el viento le arrebató parte del polvo de los dedos.

Se tumbó boca abajo en el suelo, con una daga sujeta entre los dientes. Su presa se encontraba en lo alto de una pequeña elevación y contemplaba el combate. Uno de los velos rojos, con el velo bajado, sonreía. El ser no tenía los dientes afilados en punta. Todos los que los llevaban así podían encauzar, pero también sabían hacerlo algunos que no los tenían afilados. Rhuarc ignoraba lo que significaba eso.

Aquel tipo puso de manifiesto que era encauzador cuando creó un tejido de Fuego en forma de lanza que arrojó contra los fearianos que combatían a corta distancia. Sigiloso, Rhuarc avanzó muy despacio por una depresión formada en el suelo rocoso.

Tuvo que presenciar cómo el velo rojo mataba a un Defensor tras otro, pero no se apresuró. Siguió aproximándose con angustiosa lentitud mientras oía el chisporroteo del fuego, en tanto que el encauzador permanecía con las manos enlazadas a la espalda y los tejidos del Poder Único se descargaban a su alrededor.

El hombre no lo vio. Aunque había velos rojos que luchaban como Aiel, muchos de ellos no lo hacían. No acechaban en silencio, ni parecían saber manejar el arco y la lanza tan bien como deberían. Los hombres como el que Rhuarc tenía delante... Rhuarc dudaba que alguna vez tuvieran que moverse en silencio o acercarse a hurtadillas a un enemigo o cazar un venado en territorio agreste. ¿Para qué querrían hacerlo cuando podían encauzar?

El velo rojo no advirtió que Rhuarc se deslizaba alrededor del cadáver de un trolloc que yacía cerca de los pies del velo rojo; Rhuarc alargó la mano y le cortó al hombre los tendones de las corvas. El velo rojo se desplomó con un grito y, antes de que pudiera encauzar, Rhuarc lo degolló. A continuación se deslizó hacia atrás y se ocultó entre dos cadáveres.

Dos trollocs acudieron para ver a qué se debía el alboroto. Rhuarc mató al primero y luego derribó al segundo mientras se volvía, antes de que tuviera ocasión de verlo. Después, una vez más, se fundió con el paisaje y desapareció.

No se acercaron más Engendros de la Sombra para investigar, así que Rhuarc retrocedió hacia sus hombres. Al moverse —incorporándose para correr agazapado— se cruzó con una manada de lobos que estaban acabando con un par de trollocs. Los animales se volvieron hacia él con los hocicos manchados de sangre y las orejas erguidas. Lo dejaron pasar y se alejaron en silencio hacia el vendaval en busca de otra presa.

Lobos. Habían llegado con la tempestad seca, y ahora luchaban junto a los hombres. Rhuarc no sabía gran cosa sobre cómo marchaba la batalla en conjunto. En la distancia, veía que algunas tropas de Darlin Sisnera todavía mantenían la formación de combate. Los ballesteros se habían situado junto a los Juramentados del Dragón. Lo último que había visto Rhuarc era que casi se habían quedado sin virotes, y las extrañas carretas que arrojaban vapor y que habían estado llevando suministros ahora estaban destrozadas. Aes Sedai y Asha’man seguían encauzando contra el violento ataque, pero sin la energía con que los había visto hacerlo horas atrás.

Los Aiel hacían lo que mejor se les daba hacer: matar. Mientras esos ejércitos resistieran ante el sendero que llevaba a Rand al’Thor, quizá sería suficiente. Quizá...

Algo lo golpeó. Soltó un grito ahogado y cayó de rodillas. Alzó la vista y alguien hermoso apareció entre la tormenta para observarlo. Tenía unos ojos maravillosos, aunque eran algo asimétricos. Nunca se había dado cuenta de lo horribles que eran los ojos simétricos de todo el mundo. Sólo pensarlo le revolvía el estómago. Y todas las demás mujeres tenían demasiado pelo en la cabeza. Esta criatura, con el cabello ralo, era mucho más bonita.

Ella se acercó, maravillosa, sorprendente. Increíble. Le rozó la mejilla mientras él se arrodillaba en el suelo; las yemas de los dedos eran suaves como nubes.

—Sí, servirás —dijo—. Ven, cachorro mío. Únete a los otros.

Señaló hacia un grupo que la seguía. Varias Sabias, un par de Aes Sedai, un hombre con una lanza... Rhuarc gruñó. ¿Ese hombre intentaría arrebatarle el cariño de su amada? Lo mataría por eso y... La señora soltó una risita queda.

—Y Moridin cree que esta cara es un castigo. Bien, pues, a ti no te importa el rostro que tengo, ¿verdad, cachorro mío? —La voz se tornó más suave y al mismo tiempo más severa—. Cuando haya acabado lo que he de hacer, a nadie le importará. El propio Moridin alabará mi belleza, porque verá a través de los ojos que le otorgaré. Igual que tú, cachorro. Exactamente igual que tú.

Dio unas palmaditas a Rhuarc en la cabeza. Él los siguió a ella y a los demás a través del valle. Atrás dejó a los hombres que había llamado hermanos.


Rand avanzó al formarse ante él una calzada con los hilos. Posó el pie en una baldosa brillante, limpia, y pasó de la nada al esplendor.

La calzada era lo bastante ancha para que seis carretas rodaran a la vez, pero ningún vehículo ocupaba la vía. Sólo gente. Gente animada, ataviada con ropas de colores alegres. Gente que charlaba y se saludaba con entusiasmo. Los sonidos llenaron el vacío; sonidos de vida.

Rand se volvió para contemplar los edificios que iban surgiendo a su alrededor. Casas altas alineadas a lo largo de la vía pública, con columnas en el frontis. Esbeltas, lindaban unas con otras, las fachadas hacia la calle. Detrás de ellas había cúpulas y otras maravillas, edificios que se elevaban hacia el cielo. No se parecía a ninguna ciudad de cuantas había visto, aunque el trabajo era Ogier.

Es decir, Ogier en parte. Cerca, unos trabajadores reparaban una fachada que se había deteriorado durante una tormenta. Ogier de dedos gruesos soltaban risas como sordos retumbos mientras trabajaban junto a los hombres. Cuando los Ogier habían llegado a Campo de Emond con intención de construir un monumento allí para corresponder al sacrificio de Rand, los dirigentes de la ciudad, con gran sensatez, habían pedido que en lugar de eso hicieran mejoras en la ciudad.

Con el paso de los años, los Ogier y las gentes de Dos Ríos habían trabajado juntos hasta el punto de que a los artesanos de Dos Ríos se los solicitaba en todo el mundo. Rand caminó calzada adelante, entre gente de todas las nacionalidades. Domani con sus ropas pintorescas y vaporosas. Tearianos —la división entre plebeyos y nobles desaparecía más y más cada día— con ropas holgadas y camisas de mangas a rayas. Seanchan luciendo exóticas sedas. Fronterizos de aire noble. Incluso sharaníes.

Todos habían acudido a Campo de Emond. Ahora la ciudad guardaba poco parecido con su nombre y, sin embargo, quedaban ciertos toques. Había más árboles y espacios verdes abiertos de los que uno podía encontrar en otras grandes ciudades, como Caemlyn o Tear. En Dos Ríos se veneraba a los constructores y artesanos. Y sus tiradores eran los mejores del mundo conocido. Un grupo de elite de hombres de Dos Ríos, armados con unos nuevos palos disparadores a los que llamaban fusiles, prestaban servicio con los Aiel en sus campañas para mantener la paz en Shara. Era el único lugar en todo el mundo donde se conocía la guerra. Oh, había disputas aquí y allí. El estallido de violencia entre Murandy y Tear de cinco años antes casi había conseguido llevar la primera guerra real a esas tierras en el siglo transcurrido desde la Última Batalla.

Rand sonrió mientras avanzaba metiéndose entre la multitud, sin empujar, pero oyendo con orgullo la alegría que transmitían las voces de la gente. El «estallido» en Murandy había sido intenso según los criterios de la cuarta era, pero en realidad apenas había tenido importancia. Un noble disgustado había disparado a una patrulla Aiel. Tres heridos, ningún muerto, y eso era el peor «enfrentamiento» en años, aparte de las campañas sharaníes.

En el cielo, los rayos del sol se abrieron paso entre la fina capa de nubes y bañaron de luz la calzada. Rand llegó por fin a la plaza de la ciudad, que antaño había sido el Prado de Campo de Emond. ¿Y qué decir del Camino de la Cantera, que ahora era lo bastante ancho para que marchara por él un ejército? Caminó alrededor de la enorme fuente que se alzaba en el centro de la plaza, un monumento a aquellos que habían caído en la Última Batalla y que era obra de los Ogier.

Vio rostros familiares entre las figuras esculpidas en el centro de la fuente y dio media vuelta.

«No es el final aún —pensó—. Esto no es real todavía.» Había construido esa realidad con los hilos de lo que podría ser, de los reflejos del mundo tal como se estaba desarrollando en ese momento. No era algo definitivo.

Por primera vez desde que había entrado en esa visión diseñada por él mismo, su confianza se tambaleó un poco. Sabía que la Última Batalla no era un fracaso. Pero la gente estaba muriendo. ¿Es que pensaba frenar todas las muertes, todo el dolor?

«Esta lucha tendría que ser sólo mía —pensó—. Ellos no tendrían que morir.» ¿Es que no bastaba con su sacrificio?

Se había preguntado lo mismo una y otra vez.

La visión titiló, las delicadas baldosas bajo sus pies tintinearon, los edificios se sacudieron y temblaron. La gente se quedó inmóvil, petrificada. El sonido se apagó. Por una calleja lateral Rand vio aparecer una oscuridad como una motita diminuta que se expandía e iba envolviendo cuanto tenía cerca hasta engullirlo. Creció hasta alcanzar el tamaño de una de las casas y continuó expandiéndose despacio.

TU SUEÑO ES ENDEBLE, ADVERSARIO.

Rand afirmó su voluntad y los temblores cesaron. La gente que se había quedado paralizada volvió a caminar y las gratas conversaciones se reanudaron. Un suave vientecillo sopló por la acera y meció en los postes los banderines que anunciaban una celebración.

—Me encargaré de que se realice —le dijo Rand a la oscuridad—. Éste es tu punto débil. Felicidad, vegetación, amor...

ESTAS GENTES SON MÍAS AHORA. LAS TOMARÉ.

—Eres oscuridad —replicó Rand en voz alta—. La oscuridad no puede hacer retroceder a la Luz. La oscuridad sólo existe cuando la Luz flaquea, cuando huye. Yo no flaquearé. Yo no huiré. No puedes vencer mientras yo te obstruya el paso, Shai’tan.

VEREMOS.

Rand le dio la espalda a la oscuridad y continuó caminando con tenacidad alrededor de la fuente. Al otro lado de la plaza, un gran tramo de majestuosos escalones blancos conducía a un edificio de cuatro plantas de altura, una inspirada creación de increíble talento, con relieves tallados y coronada por un resplandeciente tejado de cobre. Cien años. Un siglo de vida, un siglo de paz.

Las facciones de la mujer que se encontraba en lo alto de la escalinata le resultaban familiares. Algunos de sus rasgos eran de ascendencia saldaenina, pero también el rizoso cabello oscuro apuntaba claramente su ascendencia de Dos Ríos. Lady Adora, nieta de Perrin y alcaldesa de Campo de Emond. Rand subió los escalones y ella pronunció el discurso de conmemoración. Nadie reparó en él. Rand había hecho que fuera así. Se deslizó como un Hombre Gris detrás de ella mientras Adora proclamaba el día de celebración; después entró en el edificio.

No era un edificio gubernamental, aunque podría parecerlo por la fachada. Era algo mucho más importante.

Una academia.

A la derecha, los suntuosos pasillos estaban adornados con ornamentos y cuadros que rivalizarían con los de cualquier palacio, pero éstos representaban grandes maestros y narradores de relatos del pasado, desde Anla hasta Thom Merrilin. Rand recorrió uno de los pasillos y se fue asomando a las salas en las que cualquiera podía entrar y adquirir conocimientos, desde el granjero más pobre hasta los hijos de la alcaldesa. El edificio tenía que ser grande para acoger a todos los que deseaban instruirse.

TU PARAÍSO TIENE FALLOS, ADVERSARIO.

La oscuridad se asomaba a un espejo que Rand tenía a su derecha. El espejo no reflejaba el pasillo, sino SU presencia.

¿CREES QUE PUEDES ACABAR CON EL SUFRIMIENTO? AUN EN EL CASO DE QUE VENCIERAS NO LO CONSEGUIRÍAS. EN ESAS CALLES PERFECTAS TODAVÍA SE ASESINA A HOMBRES POR LA NOCHE. LOS NIÑOS PASAN HAMBRE A DESPECHO DE LOS ESFUERZOS DE TUS PROSÉLITOS. LOS PODEROSOS EXPLOTAN A UNOS Y CORROMPEN A OTROS; SÓLO QUE LO HACEN SIN LLAMAR LA ATENCIÓN, BAJO CUERDA.

—Es mejor —susurró Rand—. Es bueno.

NO ES SUFICIENTE, Y NUNCA LO SERÁ. TU SUEÑO ES FALLIDO. TU SUEÑO ES UNA MENTIRA. YO SOY LO ÚNICO CIERTO QUE TU MUNDO HA CONOCIDO.

El Oscuro arremetió.

El ataque llegó como una tormenta. Un golpe de viento tan terrible que amenazó con desgarrarlo hasta dejarle los huesos pelados. Aguantó con entereza, los ojos fijos en la nada, los brazos enlazados a la espalda. El ataque arrasó la visión, arrambló con todo: la hermosa ciudad, la gente y sus risas, el monumento a la ilustración y la paz. El Oscuro lo consumió, y de nuevo se convirtió en mera posibilidad.


Silviana asió el Poder Único, lo sintió fluir dentro de ella, dando luminosidad al mundo. Cuando abrazaba el Saidar se sentía como si fuera capaz de verlo todo. Era una experiencia gloriosa, siempre que reconociera que era una mera sensación, que no era verdad. La fascinación del poder del Saidar había inducido a muchas mujeres a realizar actos temerarios. Desde luego, muchas Azules los habían llevado a cabo en un momento u otro.

Silviana modeló fuego desde la silla de su montura y arrasó soldados sharaníes. Había enseñado a su castrado, Aguijón, a no ponerse nervioso cuando se encauzaba.

—¡Arqueros, atrás! —gritó Chubai a su espalda—. ¡Fuera, fuera! ¡Infantería pesada, adelante!

Soldados de a pie equipados con armadura pasaron junto a Silviana con hachas y mazas para enfrentarse a los desorientados sharaníes en las pendientes. Habría sido mejor con picas, pero las que tenían no eran ni de lejos suficientes para todo el mundo.

Silviana lanzó otro tejido de fuego al enemigo a fin de prepararle el camino a la infantería, y después dirigió la atención a los arqueros sharaníes que se encontraban más arriba en la pendiente.

Una vez que las fuerzas de Egwene habían rodeado las ciénagas, se habían dividido en dos grupos de asalto. Las Aes Sedai se habían desplazado con la infantería de la Torre Blanca para atacar a los sharaníes de los Altos desde el oeste. Para entonces, los fuegos se habían extinguido y la mayoría de los trollocs habían abandonado los Altos para atacar abajo.

La otra mitad del ejército de Egwene, en su mayor parte caballería, se dirigió a la cañada que bordeaba las ciénagas y continuó hacia el vado; atacaron los flancos vulnerables en la retaguardia de los trollocs, que habían bajado de las laderas para atacar a las tropas de Elayne, las cuales defendían las zonas colindantes con el vado.

La tarea primordial del primer grupo era subir la vertiente occidental. Silviana empezó a dirigir una serie de descargas de rayos a los sharaníes que avanzaban para repelerlos.

—Una vez que la infantería se haya abierto paso cuesta arriba —dijo Chubai al lado de Egwene—, será el momento de que las Aes Sedai empiecen a... ¿Madre? —La voz de Chubai había adquirido un timbre agudo.

Silviana se volvió en la silla y miró a Egwene, alarmada. La Amyrlin no estaba encauzando. Temblaba, y tenía el rostro demudado. ¿La habría alcanzado algún tejido? Que Silviana viera, no.

En la cumbre de los Altos, unas figuras apartaban a empujones a la infantería sharaní. Empezaron a encauzar y los rayos cayeron sobre el ejército de la Torre Blanca, cada uno de ellos con un destello de luz que hendía el aire y un estampido lo bastante intenso para aturdir.

—¡Madre!

Silviana azuzó con las rodillas a su montura para situarse junto a la de Egwene. Demandred debía de estar atacándola. Tocando el sa’angreal que Egwene sostenía en la mano a fin de absorber más Poder, Silviana tejió un acceso. La mujer seanchan que cabalgaba detrás de Egwene asió las riendas del caballo de la Amyrlin y tiró de él hacia la seguridad del otro lado de acceso. Silviana fue detrás mientras gritaba:

—¡Aguantad contra esos sharaníes! ¡Advertid a los encauzadores varones del ataque de Demandred a la Sede Amyrlin!

—No —dijo con voz débil Egwene, que se tambaleaba en la silla mientras los caballos se dirigían a paso lento hacia una tienda grande. A Silviana le habría gustado llevarla más lejos, pero no conocía el área lo suficiente para hacer un salto largo—. No, no es...

—¿Qué ocurre, madre? —preguntó Silviana, que se aproximó a ella y dejó que el acceso se cerrara.

—Es Gawyn —dijo, pálida, temblorosa—. Lo han herido. Gravemente. Se está muriendo, Silviana.

«Oh, Luz», pensó Silviana. ¡Guardianes! Se había temido que ocurriera algo así desde el momento en que había puesto los ojos en ese estúpido muchacho.

—¿Dónde? —inquirió.

—En los Altos. Voy a buscarlo. Utilizaré accesos, Viajaré en su dirección...

—Luz bendita, madre —exclamó Silviana—. ¿Tenéis la más ligera idea de lo peligroso que sería hacer eso? Quedaos aquí y dirigid a las fuerzas de la Torre Blanca. Yo intentaré dar con él.

—Tú no lo percibes.

—Pasadme el vínculo.

Egwene se quedó pasmada.

—Sabéis que es lo mejor que podemos hacer —dijo Silviana—. Si él muere, el vínculo podría destruiros. Dejad que lo tenga yo. Me permitirá encontrarlo y os protegerá a vos si él muriera.

Egwene la miró como si la mujer le acabara de confesar que profesaba lealtad al Oscuro. ¿Cómo osaba sugerirle tal cosa? Claro que, siendo Roja, no sabía mucho sobre Guardianes, y las hermanas de su Ajah solían tener ideas peregrinas respecto a ellos.

—No —contestó—. No, ni siquiera voy a planteármelo. Además, si él muere, eso sólo conseguiría protegerme transmitiéndote el dolor a ti.

—Yo no soy la Amyrlin.

—No. Si él muere, sobreviviré a ello y seguiré combatiendo. Llegar hasta él saltando de acceso en acceso sería absurdo, como tú dices, y tampoco dejaré que tú lo hagas. Se encuentra en los Altos. Forzaremos nuestro ascenso hasta allí, como se ha ordenado, y así podremos llegar hasta Gawyn. Es la mejor opción.

Silviana vaciló, pero después asintió con la cabeza. Tendría que valer. Regresaron juntas a la ladera occidental de los Altos, pero Silviana estaba que echaba chispas. ¡Necio! Si moría, para Egwene iba a ser un suplicio seguir combatiendo.

La Sombra no tenía que acabar con la propia Amyrlin para frenarla. Sólo tenía que matar a un muchacho estúpido.


—¿Qué hacen esos sharaníes? —preguntó en voz queda Elayne.

Birgitte controló su montura y tomó el visor de lentes que le tendía Elayne. Lo alzó y miró más allá del cauce seco del río, hacia la pendiente de los Altos, donde se había reunido un gran número de tropas sharaníes.

—Probablemente están esperando que cosan a flechazos a los trollocs.

—Lo dices sin mucho convencimiento —comentó Elayne, que recuperó el visor.

Abrazaba el Saidar, pero de momento no lo utilizaba. Su ejército llevaba dos horas luchando allí, en el río. Los trollocs se habían lanzado en oleadas por el cauce seco de Mora desde arriba y desde abajo, pero sus tropas los estaban conteniendo y no los dejaban pisar suelo shienariano. Las ciénagas impedían que el enemigo diera un rodeo por su flanco izquierdo; el flanco derecho era más vulnerable y habría que estar pendiente de ese lado. Sería mucho peor si todos los trollocs estuvieran presionando a través del río, pero la caballería de Egwene no dejaba de castigarlos desde atrás, cosa que le quitaba parte de la presión a su ejército.

Los hombres rechazaban a los trollocs con picas, y el pequeño chorro de agua que todavía fluía se había teñido de rojo. Elayne mantenía el gesto resuelto y permanecía allí, firme; para seguir el curso de la batalla, desde luego, pero también para estar a la vista de sus tropas. Lo más florido de Andor sangraba y moría conteniendo a los trollocs con dificultad. El ejército sharaní parecía estar preparando una carga desde los Altos, pero Elayne no creía que fueran a lanzar el ataque todavía; el ataque de la Torre Blanca en la ladera occidental, por detrás de los Altos, había sido un golpe de genialidad.

—Es que cualquier cosa que digo lo hago sin convencimiento —susurró Birgitte—. Ninguno en absoluto. Ya dudo de muchas cosas.

Elayne frunció el entrecejo. Pensaba que ese tema de la conversación se había acabado. ¿A qué refería Birgitte?

—¿Y qué me dices de tus recuerdos? —le preguntó a la Guardiana.

—Lo primero que recuerdo ahora es despertarme y veros a ti y a Nynaeve —susurró—. Me acuerdo de nuestras conversaciones estando en el Mundo de los Sueños, pero no recuerdo el lugar en sí. Todo se me ha borrado de la mente, se me ha escapado como agua entre los dedos.

—Oh, Birgitte...

La mujer se encogió de hombros.

—No puedo echar de menos lo que no recuerdo —dijo.

El dolor que denotaba la voz contradecía sus palabras.

—¿Gaidal?

—Nada —contestó Birgitte al tiempo que negaba con la cabeza—. Siento que debería conocer alguien con ese nombre, pero no recuerdo. —Soltó una risita—. Como he dicho, no sé lo que he perdido, así que no pasa nada.

—¿Estás mintiendo?

—Puñetas, por supuesto que sí. Es como si tuviera un agujero dentro de mí, Elayne. Un inmenso y profundo agujero por el que se desangra mi vida y mis recuerdos. —Desvió los ojos.

—Birgitte..., lo siento.

La otra mujer hizo volver grupas a su caballo y se alejó un poco; era obvio que no deseaba hablar más de ese tema. Su dolor irradió punzante en el nudo de emociones que era su vínculo con Elayne.

¿Qué se sentiría al perder tanto? Birgitte no tenía infancia, ni padres. Toda su vida, todo cuanto recordaba, por lo general llegaba a menos de un año. Elayne hizo intención de ir tras ella, pero en ese momento sus guardias se apartaron para abrir paso a Galad, ataviado con armadura, tabardo y capa de capitán general de los Hijos de la Luz.

—Galad —saludó Elayne, prietos los labios.

—Hermana —respondió él—. Supongo que sería del todo infructuoso recordarte lo inapropiado que es para una mujer en tu estado permanecer en el campo de batalla.

—Si perdemos esta guerra, Galad, mis hijos nacerán cautivos del Oscuro, si es que nacen. Creo, pues, que merece la pena correr el riesgo de estar en el frente.

—Siempre y cuando te refrenes de empuñar la espada personalmente.

Galad entrecerró los ojos e inspeccionó el campo de batalla. Sus palabras implicaban que le daba permiso —¡permiso!— para que dirigiera sus tropas.

Destellos de luz saltaron de los Altos y alcanzaron a los últimos dragones que disparaban desde el campo que había detrás de sus tropas. ¡Qué potencia! Demandred manejaba un Poder que eclipsaba el de Rand.

«Si ataca de ese modo a mis tropas...»

—¿Por qué me ha hecho venir aquí Cauthon? —preguntó Galad en voz baja—. Quería que doce de mis mejores hombres...

—No estarás pidiéndome que adivine lo que le ronda por la mente a Matrim Cauthon, ¿verdad? —lo interrumpió Elayne—. Estoy convencida de que Mat sólo actúa con aparente simpleza para que la gente lo deje salirse con la suya; de ese modo hace lo que quiere.

Galad meneó la cabeza. Elayne vio un grupo de hombres reunidos cerca; señalaban hacia los trollocs que subían despacio río arriba por la ribera arafelina. Elayne se dio cuenta de que su flanco derecho peligraba.

—Que vengan seis compañías de ballesteros —le dijo a Birgitte—. Guybon tiene que reforzar nuestras tropas río arriba.

«Luz. Esto empieza a tener muy mal cariz.» La Torre Blanca se encontraba allá, en la pendiente occidental de los Altos, donde el encauzamiento era más violento. No se veía mucho de lo que pasaba, pero lo percibía.

En la cima de los Altos salían humaredas que se iluminaban por los destellos de las explosiones; daba la impresión de que una bestia anubarrada y hambrienta se desperezara en mitad de la negrura y abriera los ojos centelleantes al despertar.

Elayne fue consciente de golpe del penetrante olor a humo que había en el aire, de los gritos de dolor de hombres. Tronadas en el cielo, sacudidas en el suelo. El aire frío afianzado en una tierra en la que nada crecería, las armas rotas, el rechinar de picas contra escudos. El fin. En verdad había llegado y ella se hallaba al borde del precipicio.

Llegó un mensajero a galope, con un sobre. Le dio el santo y seña a los guardias de Elayne, desmontó y se le permitió acercarse a ella y a Galad. El mensajero se dirigió a su hermanastro y le entregó la carta.

—De lord Cauthon, señor. Me dijo que os encontraría aquí.

Galad recogió la carta y, fruncido el entrecejo, la abrió. Sacó una hoja de papel del interior.

Elayne esperó con paciencia —con mucha paciencia— hasta contar tres, y luego acercó el caballo junto a la montura de Galad para estirar el cuello y leer. Oyendo hablar a su hermanastro, cualquiera habría dado por sentado que le preocupaba la comodidad de una mujer embarazada.

La carta la había escrito Mat. Y Elayne advirtió con regocijo que la letra era mucho más clara y la ortografía mucho mejor en ésta que en la que le había enviado a ella semanas atrás. Por lo visto, la presión de la batalla hacía de Matrim Cauthon un escribiente más ducho.

Galad:

No hay tiempo para ser más florido. Eres el único del que me fío para confiarte esta misión. Tú harás lo que es correcto, incluso si nadie quiere que lo hagas, puñetas. Tal vez los fronterizos no tuvieran agallas para hacer este trabajo, pero apuesto que puedo fiarme en que un Capa Blanca sí las tiene. Toma esto. Que Elayne te proporcione un acceso. Haz lo que debe hacerse.

Mat

Galad frunció el entrecejo y luego puso el sobre boca abajo, de forma que salió algo plateado: un medallón en una cadena. Un marco de Tar Valon se deslizó junto a él.

Elayne exhaló el aire con fuerza; luego tocó el medallón y encauzó. No pudo. Ésa era una de las copias que había hecho, una de las que le había dado a Mat. Mellar había robado otra.

—Protege contra encauzamientos a quien lo lleva puesto —explicó Elayne—. Pero ¿por qué te lo envía a ti?

Galad volvió la hoja de papel y, al parecer, reparó en algo. Garabateado por detrás se leía:

P.D. En caso de que no sepas lo que quiero decir con «Haz lo que debe hacerse», significa que vayas a cargarte a tantos de esos jodidos encauzadores sharaníes como puedas. Te apuesto un marco de Tar Valon —sólo está un poco limado por el canto— a que no consigues matar veinte. MC

—Qué jodidamente astuto —susurró Elayne—. Puñetas, vaya si lo es.

—Un lenguaje poco acorde con una soberana —dijo Galad mientras doblaba el mensaje y lo guardaba en el bolsillo de la capa. Vaciló y después se colgó el medallón al cuello—. Me pregunto si sabrá lo que está haciendo al dar a un Hijo un artefacto que lo hace inmune a los tejidos de las Aes Sedai. Son buenas órdenes. Me encargaré de llevarlas a cabo.

—Entonces, ¿podrás hacerlo? —preguntó Elayne—. Matar mujeres, me refiero.

—Puede que otrora hubiera vacilado —repuso Galad—, pero habría sido la elección equivocada. Las mujeres son tan capaces de hacer maldades como los hombres. ¿Por qué habría uno de vacilar a la hora de matarlas a ellas y no a ellos? La Luz no juzga a las personas por su género, sino por los méritos del corazón.

—Interesante.

—¿Qué es interesante? —inquirió Galad.

—Que hayas dicho algo que no ha despertado en mí el deseo de estrangularte. Quizás haya esperanza para ti, Galad Damodred. Algún día.

—No es ni el lugar ni el momento adecuado para frivolidades, Elayne —respondió él, ceñudo—. Deberías ocuparte de Gareth Bryne. Parece agitado.

Ella se volvió, sorprendida, y vio al viejo general hablando con sus guardias.

—¡General! —llamó.

Bryne alzó la vista e hizo una reverencia desde la silla de montar.

—¿Os ha impedido el paso mi guardia? —preguntó Elayne mientras él se aproximaba.

¿Se habría difundido la noticia de la Compulsión de Bryne?

—No, majestad —dijo él; su caballo estaba manchado de espuma y sudoroso—. Es que no quería molestaros.

—Algo os inquieta. Decidlo —lo animó Elayne.

—Vuestro hermano ¿ha venido hacia aquí?

—¿Gawyn? —inquirió al tiempo que miraba a Galad—. No lo he visto.

—La Amyrlin estaba segura de que se encontraría con vuestras fuerzas... —Bryne movió la cabeza—. Se marchó para luchar en el frente. A lo mejor vino disfrazado.

«¿Y por qué iba él a...?» Era Gawyn. Querría participar en el combate. Con todo, escabullirse al frente disfrazado no parecía propio de él. Podría reunir algunos hombres que le fueran leales y dirigir unas cuantas cargas. Pero ¿escabullirse? ¿Gawyn? Costaba trabajo imaginarlo.

—Haré correr la voz —dijo Elayne mientras Galad le hacía una reverencia y se alejaba para emprender su misión—. Quizás alguno de mis comandantes lo ha visto.


«Ah...», pensó Mat, con la cara tan cerca de los mapas que casi estaba al mismo nivel. Luego hizo un ademán para que Mika, la damane, abriera un acceso. Podría haber Viajado a la cima de Alcor Dashar para tener una vista general. Sin embargo, la última vez que lo había hecho los encauzadores enemigos lo habían atacado y habían escindido parte de la cima; además, a pesar de la altitud de Alcor Dashar, no era suficiente para permitirle ver todo lo que ocurría al pie de la ladera occidental de los Altos de Polov. Se aproximó con cautela, las manos asidas al borde del acceso abierto en la mesa, e inspeccionó el panorama que se extendía allá abajo.

La línea de Elayne en el río empezaba a retroceder por la presión de las fuerzas trollocs. Habían enviado arqueros a su flanco derecho. Bien. Rayos y truenos... Esos trollocs casi tenían el empuje ofensivo de una fuerza de caballería a la carga. Tendría que mandar aviso a Elayne para que alineara su caballería detrás de las picas.

«Como cuando me enfrenté a Sana Ashraf en las cataratas de Pena», pensó. Caballería pesada, arqueros montados, caballería pesada, arqueros montados. Taer’ain dhai hochin dieb sene.

Mat no recordaba haber estado entregado a una batalla tanto como ahora. La lucha contra los Shaido no había sido, ni de lejos, tan absorbente, si bien él no había estado dirigiendo esa batalla del todo. Y la lucha contra Elbar tampoco había sido tan satisfactoria. Claro que aquélla había sido a una escala mucho menor.

Demandred sabía cómo jugar. Mat lo percibía a través de los movimientos de tropas. Ahora jugaba contra uno de los mejores que habían vivido, y lo que había en juego esta vez no eran riquezas. Tiraban los dados por las vidas de hombres, y el premio final era el mundo, nada menos. Qué puñetas, aquello lo excitaba. Hacía que se sintiera culpable, pero era excitante.

—Lan está en posición —dijo Mat, que se irguió y volvió a los mapas para hacer algunas anotaciones—. Dile que ataque.

Había que aplastar al ejército trolloc que cruzaba el cauce seco del río por las ruinas. Había movido a los fronterizos alrededor de los Altos para atacar sus flancos vulnerables mientras que Tam y sus fuerzas combinadas seguían golpeándolos por el frente. Tam había matado gran cantidad de ellos antes y después de que el río dejara de correr. Esa horda trolloc estaba justo en el punto para poder acabar con ella, y con una acción coordinada por dos frentes sería factible lograrlo.

Los hombres de Tam estarían cansados. ¿Serían capaces de resistir lo suficiente hasta que Lan llegara y cayera sobre los trollocs desde atrás? Luz, ojalá que sí. Porque si no aguantaban...

Alguien se interpuso en la luz de la entrada al puesto de mando, un hombre alto de cabello oscuro y ondulado, que vestía la chaqueta de Asha’man. Tenía la expresión de alguien que hubiera acabado de sacar una mano perdedora. Luz. Esa mirada intensa habría puesto nervioso a un trolloc.

Min, que había estado hablando con Tuon, enmudeció de golpe, atragantada; parecía que Logain le lanzaba una ojeada de odio a ella en especial. Mat se puso erguido y se sacudió las manos.

—Confío en que no les hicieras nada demasiado desagradable a los guardias, Logain.

—Los tejidos de Aire se desatarán solos dentro de uno o dos minutos —contestó el hombre con aspereza—. No creí que fueran a dejarme entrar.

Mat miró a Tuon, que estaba tan tiesa como un delantal bien almidonado. Los seanchan no se fiaban de mujeres que encauzaban, cuanto menos de alguien como Logain.

—Logain, necesito que luches junto al ejército de la Torre Blanca —dijo Mat—. Esos sharaníes los están machacando.

Logain trabó la mirada con la de Tuon.

—¡Logain! —repitió Mat—. Por si no te has dado cuenta, estamos librando una jodida batalla ahí fuera.

—No es mi guerra.

—Es nuestra guerra —espetó Mat—. La de todos y cada uno de nosotros.

—Di un paso al frente para luchar, ¿y cuál fue mi recompensa? Pregunta al Ajah Rojo. Te dirán cuál es la recompensa para un hombre maltratado por el Entramado. —Soltó una risa seca—. ¡El Entramado demandaba un Dragón! ¡Y me presenté! Demasiado pronto. Sólo por poco, pero demasiado pronto.

—Eh, vamos a ver —dijo Mat, que se acercó a Logain—. ¿Estás furioso porque no fuiste el Dragón?

—Por algo tan insignificante no —repuso Logain—. Sigo al lord Dragón, pero ha de morir y yo no quiero ser parte de esa fiesta. Los míos y yo deberíamos estar con él, no luchando aquí. Esta batalla por las insignificantes vidas de hombres no es nada comparada con la que está teniendo lugar en Shayol Ghul.

—Y, aun así, sabes que te necesitamos aquí —arguyó Mat—. De otro modo, ya te habrías marchado.

Logain no dijo nada.

—Ve con Egwene —indicó Mat—. Lleva a todos los que estén contigo y mantened ocupados a esos encauzadores sharaníes.

—¿Y qué pasa con Demandred? —preguntó con suavidad Logain—. Llama a voces al Dragón. Tiene la fuerza de una docena de hombres. Ninguno de nosotros puede enfrentarse a él.

—Pero lo quieres intentar, ¿verdad? —replicó Mat—. Ésa es la verdadera razón de que estés ahora aquí. Quieres que te mande contra Demandred.

Logain vaciló, pero finalmente asintió con la cabeza.

—No puede tener al Dragón Renacido —dijo—. Me tendrá a mí en su lugar. El... sustituto del Dragón, por así decirlo.

«Rayos y centellas... Están todos locos.» Por desgracia, ¿qué otra cosa podía hacer él contra uno de los Renegados? Ahora mismo, su plan de batalla giraba en torno a mantener ocupado a Demandred, en forzarlo a responder a sus ataques. Si Demandred tenía que actuar como general, no podría ocasionar tantos daños encauzando.

Tendría que ocurrírsele algo para encargarse del Renegado. Estaba trabajando en ello. Llevaba dándole vueltas a lo mismo toda la jodida batalla y no se le había ocurrido nada.

Mat volvió a observar la lucha a través del acceso. A Elayne la estaban presionando demasiado. Tenía que hacer algo. ¿Enviar seanchan allí? Los tenía situados en el extremo meridional del campo, en las márgenes del Erinin. Serían un comodín con Demandred que evitaría que el Renegado asignara todas sus tropas a las batallas que se libraban al pie de los Altos. Además, tenía planes para ellos. Planes importantes.

Logain no tendría muchas posibilidades contra Demandred, en su opinión. Pero había que encargarse de ese Renegado de algún modo. Si Logain quería intentarlo, pues que así fuera.

—Puedes luchar con él —dijo Mat—. Hazlo ahora o aguarda hasta que se haya debilitado un poco. Luz, espero que podamos debilitarlo. En fin, lo dejo a tu arbitrio. Elige el momento y ataca.

Logain sonrió y después abrió un acceso justo en mitad del recinto; lo cruzó con la mano en la empuñadura de la espada. Mat meneó la cabeza. Lo que daría por no tener que tratar con todos esos engolados. Puede que él fuera uno de ellos ahora, pero eso podría arreglarse. Lo único que tenía que hacer era convencer a Tuon de que renunciara al trono y escapara con él. No sería fácil, pero, puñetas, él estaba combatiendo la Última Batalla. Comparado con el reto que afrontaba ahora, Tuon parecía un nudo fácil de desatar.

—La gloria de los hombres... —susurró Min— aún está por llegar.

—Que alguien compruebe cómo están esos guardias —ordenó Mat mientras se volvía hacia sus mapas—. Tuon, es posible que tengamos que trasladarte. Este sitio nunca ha sido seguro y Logain acaba de demostrarlo.

—Puedo cuidar de mí misma —replicó ella con altanería.

Con demasiada. Mat la miró y enarcó una ceja; ella asintió con la cabeza.

«¿En serio? —pensó Mat—. ¿Sobre este motivo quieres montar la discusión?» Tenía ciertas dudas de que el espía se lo tragara. Era una razón muy tonta.

Su plan con Tuon era seguir el ejemplo de lo que Rand había hecho una vez con Perrin. Si él conseguía fingir una ruptura ente los seanchan y él, y con ello hacía que Tuon retirara a sus fuerzas, quizá la Sombra haría caso omiso de ella. Mat necesitaba algún tipo de ventaja.

Entraron dos guardias. No, tres. Era fácil que ese otro tipo pasara inadvertido. Mat hizo un gesto negativo con la cabeza a Tuon —hacía falta encontrar un motivo de disputa más verosímil— y volvió a mirar los mapas. Algo relacionado con el guardia pequeño lo incomodaba.

«Más parece un sirviente que un soldado», pensó. Se obligó a alzar la vista, aunque en realidad no tendría que entretenerse a causa de un criado normal y corriente. Sí, ahí estaba el tipo, junto a la mesa. Alguien que no merecía que se reparara en él, aunque estuviera sacando un cuchillo.

Un cuchillo.

Mat reculó a trompicones al tiempo que el Hombre Gris atacaba. Mat chilló y buscó uno de sus propios cuchillos justo cuando Mika gritaba:

—¡Encauzamiento! ¡Cerca!


Min se tiró sobre Fortuona en el momento en que la pared del puesto de mando estallaba en llamas. Unos sharaníes con extrañas armaduras hechas con bandas de metal pintadas en dorado se introducían a través del agujero en llamas. Encauzadores con rostros tatuados los acompañaban: las mujeres con largos vestidos negros de tela tiesa; los hombres con el torso desnudo y pantalón andrajoso. Min se fijó en todo eso antes de volcar el trono de Fortuona.

El fuego rugió en el aire por encima de Min, le chamuscó los ropajes de seda y consumió la pared que tenían detrás. Fortuona salió gateando de debajo de Min, se aplastó contra el suelo y Min parpadeó con sorpresa. La mujer se había despojado del aparatoso vestido —estaba hecho para desmontarlo en un suspiro en caso de necesidad— y vio que debajo llevaba un lustroso pantalón de seda y una camisa ajustada, ambas prendas negras.

Tuon se incorporó con un puñal en la mano al tiempo que emitía un gruñido casi salvaje. Cerca, Mat caía de espaldas al suelo con un hombre que empuñaba un cuchillo encima de él. ¿De dónde había salido ese hombre? Min no recordaba haberlo visto entrar.

Tuon corrió hacia Mat mientras los encauzadores sharaníes empezaban a machacar el puesto de mando con fuego. Min se incorporó con esfuerzo por culpa del horrible vestido. Empuñó una de sus dagas y se parapetó detrás del trono, con la espalda pegada a él, mientras el suelo se sacudía.

No podía llegar hasta Fortuona, así que se obligó a salir por la pared trasera, confeccionada con un material semejante al papel y que los seanchan llamaban tenmi.

Tosió por el humo, aunque allí fuera el aire no era tan asfixiante. Ninguno de los sharaníes se encontraba a ese lado del recinto. Todos estaban atacando desde otras direcciones. Corrió a lo largo de la pared. Los encauzadores eran peligrosos; pero, si lograba clavarle la daga a uno, daría igual todo el Poder Único que manejara.

Se asomó por la esquina y se sorprendió al ver a un hombre agazapado allí, con una mirada feroz en los ojos. Tenía el rostro huesudo, el cuello cubierto de tatuajes rojos en forma de garras que abrazaban la barbilla y la afeitada cabeza de piel clara.

Gruñó y Min se echó hacia atrás, al suelo, esquivando un chorro de fuego al tiempo que arrojaba la daga.

El hombre atrapó el arma en el aire y avanzó agachado, sonriéndole con aire bestial.

De repente sufrió una convulsión y cayó al suelo, sacudido por espasmos. Un hilillo de sangre le caía entre los labios.

—Eso —dijo una mujer que había cerca, con un timbre de absoluta aversión en la voz— es algo que se supone que no he de saber cómo se hace, pero parar el corazón de alguien con el Poder Único es silencioso. Apenas se necesita Poder, cosa sorprendente, lo cual es muy oportuno en mi caso.

—¡Siuan! —exclamó Min—. Se supone que no deberías estar aquí.

—Tienes suerte de que sí esté —replicó Siuan con un resoplido; se agachó y examinó el cuerpo—. Bah. Es una ruindad, pero si vas a comerte un pescado, tendrás que estar dispuesta a destriparlo tú misma. ¿Qué ocurre, muchacha? Ahora estás a salvo. No tienes que estar tan pálida.

—¡Se supone que no tienes que estar aquí! —repitió Min—. Te lo dije. ¡Permanece cerca de Gareth Bryne!

—He estado cerca de él, casi tanto como lo está su ropa interior, para que lo sepas. Gracias a eso nos hemos salvado la vida el uno al otro varias veces, así que supongo que tu visión era correcta. ¿Alguna vez fallan?

—No, te lo he dicho ya —susurró Min—. Nunca. Siuan, vi un halo alrededor de Bryne que significaba que ambos teníais que permanecer juntos o los dos moriríais. Ahora mismo flota sobre ti. Lo que quiera que creas que hicisteis, la visión aún no se ha cumplido. Sigue ahí.

—Cauthon está en peligro —dijo Siuan, que se había quedado paralizada un momento.

—Pero...

—¡No importa, muchacha! —Cerca, el suelo tembló con la fuerza del Poder Único. Las damane respondían al ataque—. ¡Si Cauthon cae, esta batalla está perdida! Me da igual si las dos morimos por esto. Hemos de ayudar. ¡Muévete!

Min asintió con la cabeza y se unió a ella mientras rodeaba el costado del destrozado recinto. La lucha con fuego en el exterior era una mezcla de explosiones, humo y llamas. Miembros de la Guardia de la Muerte cargaban contra los sharaníes con espadas enarboladas, sin mirar siquiera a los compañeros que masacraban a su alrededor. Eso, al menos, mantenía ocupados a los encauzadores.

El puesto de mando ardía con tanta fuerza que Min tuvo que echarse hacia atrás y protegerse la cara con el brazo levantado.

—Espera —la detuvo Siuan, que usó el Poder Único para sacar una pequeña columna de agua de un barril cercano y dejarla caer sobre las dos—. Intentaré apagar las llamas —dijo, dirigiendo la pequeña columna de agua hacia el puesto de mando—. Muy bien. Adelante.

Min asintió con un gesto y cruzó veloz a través de las llamas, con Siuan detrás. Dentro, todas las paredes de tenmi se habían prendido, y ardían rápido. Del techo caía el fuego como si goteara.

—Allí —indicó Min, que parpadeó para librarse de las lágrimas provocadas por el calor y el humo.

Señaló hacia unas figuras oscuras que forcejeaban cerca del centro del recinto y de la mesa de mapas de Mat, que ardía. Parecía haber un grupo de tres o cuatro personas que luchaban con Mat. ¡Luz, todos eran Hombres Grises, no había sólo uno! Tuon estaba caída en el suelo.

Min pasó corriendo junto al cadáver de una sul’dam y de varios guardias. Siuan utilizó el Poder Único para tirar de uno de los Hombres Grises y apartarlo de Mat. A la luz del fuego, los cadáveres de los guardias creaban sombras en el suelo. Una damane seguía viva, acurrucada en un rincón, aterrada, con la correa tirada a un lado. Su sul’dam yacía a cierta distancia, inmóvil. Parecía que se le había soltado la correa y que después la habían matado cuando intentaba regresar junto a su damane.

—¡Haz algo! —le gritó Min a la chica al tiempo que la asía por el brazo.

La damane sacudió la cabeza sin dejar de llorar.

—Así te abrases... —rezongó Min.

El techo de la estructura crujió. Min corrió hacia Mat. Un Hombre Gris había muerto, pero quedaban otros dos vestidos con uniformes de guardias seanchan. A Min le resultaba difícil ver a los vivos; eran inhumanamente corrientes en todos los sentidos. Totalmente anodinos.

Mat bramó a la par que apuñalaba a uno de ellos, pero no tenía su lanza. Min no sabía dónde estaba. Mat se lanzó hacia adelante con temeridad, y recibió un corte en el costado. ¿Por qué hacía tal cosa?

«Tuon», comprendió Min, que se frenó en seco. Uno de los Hombres Grises, arrodillado sobre la figura inmóvil de la mujer, levantó una daga y...

Min lanzó el cuchillo.

Mat se fue al suelo, a unos pocos pies de Tuon: el último Hombre Gris lo había zancadilleado. El cuchillo de Min giró en el aire reflejando las llamas y se hundió en el pecho del Hombre Gris que se erguía sobre Tuon.

Min soltó la respiración contenida. Jamás en su vida se había sentido tan feliz de ver que un cuchillo daba en el blanco. Mat soltó una maldición, giró sobre sí y atizó una patada a su agresor en la cara. A continuación le arrojó un cuchillo y después gateó hacia Tuon; se la cargó al hombro.

—Siuan está aquí también —dijo Min al reunirse con él—. Se ha...

Mat señaló. Siuan yacía en el suelo del puesto de mando. Sus ojos miraban sin ver y todas las imágenes que antes flotaban por encima de ella habían desaparecido.

Muerta. Min se quedó paralizada, conmovida, con el corazón en un puño. ¡Siuan! Se dirigió hacia la mujer de todos modos, incapaz de creer que estuviera muerta, a pesar del vestido quemado por la explosión que la había alcanzado a ella y casi la mitad de la pared que había cerca.

—¡Fuera! —gritó Mat entre toses, con Tuon en los brazos.

Arremetió con el hombro la pared que sólo estaba medio quemada y salió al exterior.

Con un gemido, Min abandonó el cuerpo de Siuan y parpadeó para librarse de las lágrimas, esta vez causadas no sólo por el humo, sino por la pena. Tosió mientras seguía a Mat hacia el exterior. Qué olor tan dulce, tan fresco, allí fuera. Tras ellos, el recinto gimió y a continuación se desplomó.

En cuestión de segundos, Min y Mat se encontraron rodeados de miembros de la Guardia de la Muerte. Ninguno hizo siquiera el intento de quitarle de los brazos a Tuon, que todavía respiraba, aunque de forma superficial. Por la expresión de Mat, Min dudaba que hubieran conseguido hacerlo.

«Adiós, Siuan —pensó Min, que miró hacia atrás mientras los guardias la alejaban de la lucha que se sostenía al pie de Alcor Dashar—. Que el Creador dé cobijo a tu alma.»

Mandaría aviso a las otras para que protegieran a Bryne; pero en su fuero interno sabía que sería inútil. Él habría experimentado un estallido de rabia vengativa en el momento en que Siuan moría; además, estaba su visión.

Nunca se equivocaba. A veces Min odiaba lo certero de sus presagios. Pero nunca se equivocaba.


—¡Golpead sus tejidos! —gritó Egwene—. ¡Yo atacaré!

No esperó a ver si la obedecían. Atacó con todo el Poder que podía absorber a través del sa’angreal de Vora y lanzó tres bandas de fuego distintas pendiente arriba, a los sharaníes atrincherados.

A su alrededor, las bien entrenadas tropas de Bryne se debatían para mantener las líneas de batalla mientras se enfrentaban a soldados sharaníes, abriéndose paso poco a poco, ladera arriba, por la cara occidental de los Altos. La pendiente estaba plagada de cientos de surcos y agujeros creados por tejidos de uno y otro bando.

Egwene se esforzaba por avanzar, desesperada. Percibía a Gawyn arriba, pero le parecía que debía de estar inconsciente; su chispa vital era tan débil que casi no percibía su dirección. La única esperanza era luchar y conseguir atravesar las líneas sharaníes para llegar a él.

El suelo retumbó cuando vaporizó a una sharaní más arriba; Saerin, Doesine y otras hermanas se concentraban en desviar los tejidos del enemigo, en tanto que ella se dedicaba a lanzar ataques. Siguió adelante. Un paso tras otro.

«Ya voy, Gawyn —pensó, frenética—. Ya voy.»


—Venimos a informar, Wyld.

De momento, Demandred hizo caso omiso de los mensajeros. Volaba en alas de un azor e inspeccionaba la batalla a través de los ojos del ave. Los cuervos eran mejores; pero, cada vez que intentaba utilizar una de esas aves, un fronterizo u otro la abatía con una flecha. De todas las costumbres que podrían haberse mantenido en el recuerdo a lo largo de las eras, ¿por qué había tenido que ser ésa una de ellas?

Daba igual. Un azor serviría, aunque el ave se resistía a su control. Lo guió por el campo inspeccionando formaciones, despliegues y avances de tropas. No tenía que depender de los informes de otros.

Tendría que haber sido una ventaja casi insuperable. Lews Therin no podía hacer tal uso de un animal; lograrlo era un regalo que únicamente el Poder Verdadero otorgaba. Demandred sólo podía encauzar un pequeño flujo de Poder Verdadero, insuficiente para tejidos destructivos, pero había otros modos de ser peligroso. Por desgracia, Lews Therin tenía su propia ventaja. ¿Accesos que se asomaban a un campo de batalla desde el aire? Era inquietante ver las cosas que la gente de esa era descubría, cosas que no se conocían durante la Era de Leyenda.

Demandred abrió los ojos y rompió su vínculo con el azor. Sus fuerzas avanzaban, pero cada paso era un suplicio. Decenas de miles de trollocs habían sido masacrados. Tenía que ir con cuidado, pues el número de sus efectivos no era ilimitado.

En ese momento se encontraba en el lado oriental de los Altos, observando el río allá abajo, y al nordeste del lugar en que el asesino enviado por Lews Therin había intentado matarlo.

En su posición actual, Demandred estaba casi en el lado opuesto al afloramiento rocoso que Moghedien había dicho que se llamaba Alcor Dashar. El afloramiento se elevaba en el aire; la base era una buena posición para un puesto de mando, al abrigo de los ataques del Poder Único.

Era tan tentador atacar personalmente aquel lugar, Viajar hasta allí y arrasarlo... Pero ¿no sería eso lo que Lews Therin quería que hiciera? Él lucharía con ese hombre. Lo haría. Sin embargo, Viajar al bastión del enemigo y posiblemente a una trampa, rodeado como estaba por esas altas paredes de roca... Era mejor atraer a Lews Therin a su terreno. Él dominaba este campo de batalla. Podía elegir dónde tendría lugar su enfrentamiento.

Allí abajo, el lecho del río se había ido secando hasta que la corriente había quedado reducida a un chorrillo, y sus trollocs luchaban para apoderarse de la orilla meridional. Los defensores aguantaban de momento, pero los superarían pronto. Río arriba, M’Hael había hecho bien su trabajo de desviar la corriente de agua, aunque había informado de una resistencia fuera de lo normal. ¿Civiles y una pequeña unidad de soldados? Un sinsentido que Demandred aún no había logrado descifrar.

Casi había deseado que se produjera el fracaso de M’Hael. Aunque él mismo había reclutado a ese hombre, no había esperado que M’Hael ascendiera al rango de Elegido con tanta rapidez.

Demandred dio media vuelta. Ante él se inclinaban tres mujeres de negro con cintas blancas. Junto a ellas, Shendla.

Shendla. Creía que había superado sentirse atraído por una mujer hacía mucho... ¿Cómo iba a prosperar el afecto al lado de una abrasadora pasión como era su odio por Lews Therin? Y, sin embargo, Shendla... Astuta, competente, poderosa. Casi bastaba para cambiar de parecer.

—¿Qué informe traéis? —preguntó a las tres mujeres de negro, que seguían inclinadas.

—La misión fue un fracaso —dijo Galbrait, gacha la cabeza.

—¿Escapó?

—Sí, Wyld. Os he fallado.

Oyó el dolor en la voz de la mujer. Era la cabecilla de las mujeres Ayyad.

—No se esperaba de vosotras que lo matarais —contestó Demandred—. Él es un adversario que supera vuestra destreza con creces. ¿Habéis trastocado su puesto de mando?

—Sí —confirmó Galbrait—. Matamos a media docena de sus encauzadoras, prendimos fuego al recinto y destruimos sus mapas.

—¿Encauzó? ¿Se descubrió?

Ella vaciló, pero después negó con la cabeza.

Así que aún no sabía de cierto si ese Cauthon era Lews Therin disfrazado. Él sospechaba que sí, pero había informes de Shayol Ghul de que Lews Therin había sido visto en las faldas de la montaña. En la Última Batalla ya había demostrado en otras ocasiones ser artero pasando de un campo de batalla a otro, dejándose ver aquí y allá.

Cuanto más maniobraba contra el general enemigo, más se convencía de que Lews Therin se encontraba en este lugar. Sería muy propio de él mandar un señuelo al norte mientras él acudía a librar esta batalla en persona. A Lews Therin le costaba dejar que otros lucharan por él. Siempre quería ocuparse de todo, dirigir cada batalla, incluso realizar cada cambio, si podía.

Sí... ¿De qué otro modo, si no, se explicaba la destreza del general enemigo? Sólo un hombre con la experiencia de uno de los antiguos poseía tal maestría en la danza de los campos de batalla. En el fondo, muchas tácticas de lucha eran sencillas. Evitar que el enemigo te flanqueara, afrontar tropas pesadas con picas, la infantería con líneas bien entrenadas, encauzadores contra otros encauzadores. Y, sin embargo, la sutil astucia, los pequeños detalles... Eso costaba siglos de maestría. Ningún hombre de esta era había vivido tiempo suficiente para aprender los detalles con tanta minuciosidad.

Durante la Guerra del Poder, en lo único que Demandred había destacado más que su amigo había sido en su función como general en jefe. Escocía admitir tal cosa, pero no volvería a dar la espalda a esa verdad. Lews Therin había sido mejor apoderándose del corazón de los hombres. Lews Therin se había ganado a Ilyena.

Pero él... Él había sido mejor en la guerra. Lews Therin nunca había sabido equilibrar de forma correcta la precaución y la temeridad. Era capaz de hacer un alto para reflexionar, preocupado por sus decisiones, para después lanzarse a una acción militar imprudente.

Si el tal Cauthon era Lews Therin, entonces había mejorado mucho en estas lides. El general enemigo sabía cuándo lanzar la moneda y dejar que la suerte decidiera, pero no dejaba al azar los resultados de cada mano. Habría sido un excelente jugador de cartas.

Ni que decir tiene que él lo vencería de todos modos. Sencillamente la batalla se limitaría a ser más... interesante.

Apoyó la mano en la espada mientras consideraba el examen que había hecho del campo de batalla poco antes. Sus trollocs seguían con el ataque por el cauce del río y Lews Therin había formado a sus piqueros enfrente, en disciplinadas formaciones en cuadro, un movimiento defensivo. Detrás de Demandred los violentos estallidos de los encauzadores señalaban el combate más intenso, el que libraban sus sharaníes Ayyad y las Aes Sedai.

Ahí tenía ventaja él. Sus Ayyad eran mucho mejores en la guerra que las Aes Sedai. ¿Cuándo recurriría Cauthon a esas damane? Moghedien había informado de ciertas disensiones entre ellas y las Aes Sedai. ¿Habría alguna posibilidad de ensanchar esa fractura de algún modo?

Impartió órdenes y las tres Ayyad que estaban cerca se retiraron. Shendla se quedó a la espera de su permiso para marcharse. La tenía explorando la zona cercana por si aparecían más asesinos.

—¿Estás preocupada? —le preguntó—. Ahora sabes de parte de quién luchamos. Que yo sepa, no te has entregado a la Sombra.

—Me he entregado a vos, Wyld.

—¿Y por mí luchas junto a trollocs? ¿A Semihombres? ¿Criaturas de pesadilla?

—Dijisteis que algunos calificarían de malignos vuestros actos —dijo ella—. Pero yo no lo veo así. Nuestro camino es obvio. Una vez que salgáis victorioso, reconstruiréis el mundo y nuestro pueblo será preservado.

Shendla lo tomó de la mano y algo se removió dentro de él, pero enseguida lo sofocó el odio.

—Prescindiría de todo y de todos —dijo, mirándola a los ojos—, a cambio de tener la oportunidad de enfrentarme a Lews Therin.

—Habéis prometido que lo intentaréis. Eso me basta. Y, si lo destruís, destruiréis un mundo y preservaréis otro. Os seguiré. Todos os seguiremos.

La voz de la mujer parecía implicar que quizá, una vez que Lews Therin hubiera muerto, él podría volver a ser él mismo.

No estaba seguro de eso. Gobernar sólo le interesaba en tanto que pudiera utilizarlo contra su viejo enemigo. Los sharaníes, devotos y fieles, eran una mera herramienta. Pero en su fuero interno había algo que desearía que no fuera así. Eso era nuevo. Sí, lo era.

Cerca, el aire se alabeó, deformándose. No se veían tejidos; aquello era una rasgadura de la urdimbre del Entramado al Viajar con el Poder Verdadero. M’Hael había llegado.

Demandred se volvió y Shendla le soltó la mano, pero no se apartó de él. A M’Hael se le había dado acceso a la esencia del Gran Señor, cosa que no despertaba envidia en Demandred. M’Hael era otra herramienta. Con todo, le había dado que pensar. ¿Es que no se le negaba el Poder Verdadero a nadie hoy en día?

—Vas a perder la batalla cerca de las ruinas, Demandred —dijo M’Hael con una sonrisa arrogante—. Tus trollocs serán aplastados. ¡Superabais muchísimo en número al enemigo y, aun así, os van a derrotar! Creía haber oído que se te consideraba nuestro mejor general y, sin embargo, ¿pierdes con esa chusma? Estoy decepcionado.

Demandred alzó la mano como sin darle importancia, con dos dedos hacia arriba.

M’Hael se sacudió cuando dos docenas de encauzadores sharaníes que había cerca dejaron caer de golpe escudos entre él y el Poder Único. Lo envolvieron en Aire y tiraron de él hacia atrás. M’Hael se debatió, y el halo del Poder Verdadero que alabeaba el aire lo rodeó, pero Demandred fue más rápido. Tejió un escudo de Poder Verdadero, creándolo de hilos ardientes de Energía.

Los filamentos temblaron en el aire, cada cual cubierto de púas hechas de briznas retorcidas de energía tan pequeñas que los extremos no se distinguían. El Poder Verdadero era tan inestable, tan peligroso... Un escudo creado con él tenía el extraño efecto de absorber el poder que el otro intentaba encauzar.

El escudo de Demandred se apoderó del Poder de M’Hael y usó al hombre como un conducto. Demandred reunió el Poder Verdadero y lo tejió en una chisporroteante bola de energía por encima de su mano. Sólo M’Hael estaba capacitado para verla, y los ojos del hombre, antes llenos de orgullo, se desorbitaron a medida que Demandred lo dejaba vacío.

No era como un círculo. La extracción de energía hizo temblar a M’Hael, lo hizo sudar, suspendido en el aire por los tejidos de los Ayyad. Ese flujo podría provocar la consunción de M’Hael si se descontrolaba... Podía hacer trizas su alma con el caudal rebosante del Poder Verdadero, al igual que un río desbordado sobrepasaría las márgenes. La masa retorcida de filamentos en la mano de Demandred palpitaba y chisporroteaba, curvando el aire, a medida que empezaba a destejer la urdimbre del Entramado.

Minúsculas grietas finas como telarañas se extendieron por el suelo a partir de él. Grietas abiertas a la nada.

Se acercó a M’Hael. El hombre empezaba a tener un ataque y le salía espuma por la boca.

—Ahora vas a escucharme, M’Hael —dijo con suavidad Demandred—. Yo no soy como los otros Elegidos. Me traen sin cuidado vuestros juegos políticos. No me importa a cuál de vosotros favorece el Gran Señor ni a cuál de vosotros Moridin da palmaditas en la cabeza. Sólo me importa Lews Therin.

»Ésta es mi lucha. Tú eres mío. Yo te traje a la Sombra y puedo destruirte. Si interfieres en lo que hago aquí, te extinguiré como la llama de una vela. Sé que te consideras fuerte, con tus Señores del Espanto robados y tus encauzadores mal entrenados. Eres un niño, aún estás en pañales. Coge a tus hombres y desata el caos que gustes, pero no te interpongas en mi camino. Y no te acerques a mi presa. El general enemigo es mío.

Aunque los temblores del cuerpo traicionaban a M’Hael, sus ojos rebosaban odio, no miedo. Sí, ése siempre había prometido mucho.

Demandred giró la mano y lanzó un chorro de fuego compacto con el Poder Verdadero reunido. El destructivo haz de fuego candente atravesó los ejércitos situados en el río, allá abajo, y vaporizó a todos los hombres y mujeres que tocó. Las formas se convirtieron en puntitos de luz, luego en polvo, y centenares de ellos desaparecieron. Quedó una larga franja de suelo calcinado, como un gran surco abierto por una enorme reja de arado.

—Soltadlo —ordenó Demandred al tiempo que dejaba que el escudo de Poder Verdadero se deshiciera.

M’Hael trastabilló hacia atrás para mantener el equilibrio al tocar el suelo; el sudor le resbalaba por el rostro. Jadeando, se llevó una mano al pecho.

—Mantente vivo en esta batalla —le dijo Demandred, que se dio la vuelta y empezó un tejido para llamar de vuelta a su azor—. Si lo consigues, quizá te enseñe cómo realizar lo que acabo de hacer yo. Quizás ahora pienses que deseas matarme, pero ten presente que el Gran Señor nos observa. Aparte de eso, ten en cuenta otra cosa. Tú tendrás un centenar de serviles Asha’man. Yo cuento con más de cuatrocientos de mis Ayyad. Soy el salvador de este mundo.

Cuando miró hacia atrás, M’Hael se había marchado Viajando mediante el Poder Verdadero. Era asombroso que fuera capaz de reunir la fuerza necesaria para realizar algo así después de lo que él acababa de hacerle. Esperaba no tener que matar a ese hombre. Acabaría siendo una herramienta muy útil.


AL FINAL ME ALZARÉ CON LA VICTORIA.

Rand hacía frente a vientos huracanados, aguantando firme, aunque los ojos le lloraban mientras contemplaba con fijeza la oscuridad. ¿Cuánto hacía que estaba en aquel lugar? ¿Un millar de años? ¿Diez mil?

De momento, su interés principal era el desafío. No se doblegaría ante ese viento. No cedería ni una fracción de segundo.

POR FIN HA LLEGADO MI MOMENTO.

—Para ti el tiempo no significa nada —dijo Rand.

Era cierto y, al mismo tiempo, no lo era. Rand veía arremolinados a su alrededor los hilos que configuraban el Entramado. A medida que éste se formaba, vio los campos de batalla bajo él. Aquellos a quienes amaba combatían una guerra a muerte. Esta visión no era una posibilidad; era la realidad, lo que ocurría en ese momento.

El Oscuro estaba enroscado alrededor del Entramado, sin poder apoderarse de él y destruirlo, pero con capacidad para tocarlo. Zarcillos de oscuridad y espinas tocaban el mundo en puntos a lo largo de su extensión. El Oscuro era como una sombra yacente sobre el Entramado.

Cuando el Oscuro lo tocaba, el tiempo existía para él. Y así, aunque el tiempo no significaba nada para el Oscuro, él —o ella, ya que no tenía género— sólo tenía capacidad para actuar dentro de sus límites, como... como un escultor que tiene visiones y sueños maravillosos, pero sigue atado a la realidad de los materiales con los que trabaja.

Rand contempló con fijeza el Entramado mientras resistía el ataque del Oscuro. No se movía ni respiraba. Allí no era necesario respirar.

Abajo la gente moría. Rand oía los gritos. Caían tantos...

AL FINAL VENCERÉ, ADVERSARIO. MIRA CÓMO GRITAN. MIRA CÓMO MUEREN.

LOS MUERTOS ME PERTENECEN.

—Mentira —dijo Rand.

NO. TE LO MOSTRARÉ.

Reuniendo todo lo que podía ser, el Oscuro hiló posibilidad de nuevo y metió a Rand en otra visión.


Juilin Sandar no era un comandante. Él era un rastreador, no un noble. Desde luego que no lo era. Trabajaba por su cuenta.

Sólo que, por lo visto, cuando acabó en un campo de batalla, lo habían puesto al mando de un escuadrón de combatientes porque había capturado con éxito malhechores peligrosos como rastreador. Los sharaníes presionaban a los suyos para llegar hasta las Aes Sedai. Luchaban en el lado occidental de los Altos, y el trabajo de su escuadrón era proteger a las Aes Sedai de la infantería sharaní.

Aes Sedai. ¿Cómo diantres se encontraba enredado con Aes Sedai? Él, un teariano.

—¡Aguantad! —les gritó a sus hombres—. ¡Hay que aguantar! —lo gritó también para sí mismo. Su escuadrón sostenía con firmeza lanzas y picas, y obligaba a la infantería sharaní a retroceder cuesta arriba. No sabía muy bien por qué se encontraba allí o por qué luchaba en ese sector. ¡Sólo quería seguir vivo!

Los sharaníes gritaban y maldecían en un lenguaje desconocido. Tenían un montón de encauzadores, pero la unidad a la que se enfrentaban ellos la componían tropas de a pie que utilizaban diversas armas de mano, en su mayoría espadas y escudos. Los cadáveres alfombraban el suelo, y eso ocasionaba dificultades a ambos bandos a medida que Juilin y sus hombres cumplían las órdenes de presionar a las tropas sharaníes, en tanto que las Aes Sedai y los encauzadores enemigos intercambiaban tejidos.

Juilin manejaba una lanza, arma con la que no estaba muy familiarizado. Una tropa sharaní protegida con armadura se abrió paso entre las picas de Myk y Charn. Los oficiales llevaban petos que, curiosamente, iban envueltos en telas de diversos colores, en tanto que los de los soldados rasos eran de cuero con tiras de metal embutidas. Todos llevaban la espalda pintada con extraños dibujos.

El cabecilla de la tropa sharaní blandía una maza de aspecto siniestro con la que golpeó brutalmente a un piquero y después a otro. El hombre le gritó a Juilin insultos que él no entendió.

Juilin hizo una finta y, cuando el sharaní levantó el escudo, él aprovechó para hincarle la lanza en el hueco de la armadura que había entre el peto y el brazo. ¡Luz, ni siquiera pestañeó! El sharaní lo golpeó con el escudo, obligándolo a recular. La lanza resbaló de sus dedos sudorosos; maldiciendo, echó mano a su quiebraespadas, un arma que conocía bien. Myk y los demás luchaban cerca, enzarzados con los otros sharaníes de la tropa. Charn intentó ayudar a Juilin, pero el demente sharaní descargó la maza en la cabeza de Charn y se la partió en dos, como si fuera una nuez.

—¡Muere, maldito monstruo! —gritó Juilin, que saltó hacia adelante y golpeó con la quiebraespadas el cuello del hombre, justo por encima del gorjal.

Otros sharaníes se movían deprisa hacia su posición. Juilin retrocedió, mientras el hombre que tenía enfrente se desplomaba y moría. Justo a tiempo, ya que un sharaní a su izquierda intentó descabezarlo con un amplio barrido lateral de su espada. La punta del arma le rozó la oreja y Juilin, de forma instintiva, alzó su propia hoja. El arma del adversario se partió en dos. Con rapidez, Juilin despachó al hombre con un golpe de revés que lo alcanzó en el cuello.

Juilin se apresuró a recoger la pica. Bolas de fuego cayeron cerca, tanto de los ataques de las Aes Sedai a la espalda como de los sharaníes de los Altos al frente. La tierra desmenuzada le cubrió el pelo y se le pegó a la sangre que tenía en los brazos.

—¡Aguantad! —les gritó a sus hombres—. ¡Maldita sea, tenemos que aguantar!

Atacó a otro sharaní que iba hacia él. Uno de los piqueros alzó el arma a tiempo de ensartar al adversario en un hombro, y Juilin lo atravesó con la lanza a través del peto de cuero.

El aire vibraba. Los oídos le pitaban un poco a causa de las explosiones. Juilin tiró hacia sí de la lanza a la par que bramaba órdenes a sus hombres.

Se suponía que no tenía que estar allí. Se suponía que debía estar en algún sitio cálido, con Amathera, pensando en el siguiente criminal que tenía que capturar.

Suponía que todos los hombres del campo de batalla pensaban que deberían estar en cualquier otra parte. Pero lo único que podían hacer era seguir combatiendo.


Te sienta bien el negro, transmitió Androl a Pevara mientras avanzaban a través del ejército enemigo en la cumbre de los Altos.

Eso es algo que uno no debería decir jamás a una Aes Sedai. Nunca, envió ella.

La única respuesta de él fue una sensación de nerviosismo a través del vínculo. Pevara lo entendía. Todos llevaban tejidos invertidos de la Máscara de Espejos y caminaban entre Amigos Siniestros, Engendros de la Sombra y sharaníes. Y funcionaba. Pevara llevaba un vestido blanco y una capa negra por encima —esas prendas no eran parte del tejido— pero cualquiera que mirara bajo la capucha de la capa vería el rostro de Alviarin, perteneciente al Ajah Negro. Theodrin tenía la cara de Rianna.

Androl y Emarin llevaban tejidos que los hacían parecer Nensen y Kash, dos de los compinches de Taim. Jonneth, con el rostro anodino de un Amigo Siniestro, había cambiado por completo de apariencia y hacía bien su papel, medio escondido tras ellos y cargado con el equipo de los demás. Nadie habría relacionado jamás al afable hombre de Dos Ríos con ese hombre de rostro aguileño, cabello graso y actitud nerviosa.

Avanzaban a paso vivo a lo largo de la retaguardia del ejército de la Sombra en los Altos. Unos trollocs cargaban con haces de flechas hacia el frente; otros abandonaban las líneas para darse un banquete con los montones de cadáveres. Allí había calderos cociendo. Aquello impresionó a Pevara. ¿Se paraban para comer? ¿Ahora?

Sólo algunos de ellos, transmitió Androl. También se hace en los ejércitos humanos, aunque esos momentos no se cuentan en las baladas. La lucha se ha prolongado a lo largo de todo el día, y los soldados necesitan energía para combatir. Por lo general, se hacen rotaciones de tres tandas; las tropas del frente, las tropas de reserva y las que están fuera de servicio, soldados que se apartarán de la lucha caminando con dificultad y comerán lo más rápido posible para poder dormir un poco. Y, después, de vuelta al frente.

Hubo un tiempo en que Pevara había visto la guerra de forma diferente. Había imaginado que todos los hombres se volcaban en la lucha todo el día. Una batalla de verdad, sin embargo, no era una carrera acelerada; era una caminata larga y penosa que machacaba el alma.

La tarde ya estaba muy avanzada y se acercaba el crepúsculo. Hacia el este, debajo de los Altos, líneas de combate se extendían lejos en ambas direcciones a lo largo del cauce seco del río. Muchos miles de hombres y trollocs combatían allí, atrás y adelante. Sí, muchísimos trollocs luchaban allí, pero otros regresaban en rotaciones de vuelta a los Altos, ya fuera para comer o para desplomarse inconscientes durante un tiempo.

Pevara no miró con atención los calderos, aunque Jonneth cayó de rodillas y vomitó junto al camino. Había identificado trozos de cuerpos flotando en el espeso guiso. Mientras vaciaba el estómago en el suelo, unos cuantos trollocs que pasaban por allí resoplaron y ulularon haciéndole burla.

¿Por qué bajan de los Altos para tomar el río? Aquí arriba parece una posición mejor, transmitió a Androl.

Tal vez, pero el ejército de la Sombra es el atacante. Si permanecen en esta posición le viene bien al ejército de Cauthon, envió él. Demandred tiene que seguir presionándolo. Lo cual implica cruzar el río.

Así que Androl también sabía de tácticas. Interesante.

He aprendido algunas cosas, transmitió Androl. Pero no voy a dirigir una batalla en un futuro inmediato.

Sólo era curiosidad sobre las muchas vidas distintas que has llevado, Androl.

Un razonamiento curioso, viniendo de una mujer que es lo bastante mayor para ser mi tatarabuela.

Siguieron a lo largo de lado oriental de los Altos. A lo lejos, en el lado occidental, las Aes Sedai avanzaban hacia la cima con muchas dificultades; pero, de momento, esa posición seguía en poder de las fuerzas de Demandred. Esa zona por la que Pevara y los otros caminaban se hallaba repleta de trollocs. Algunos les hacían una reverencia con pesada torpeza al cruzarse con ellos, otros se acurrucaban en las rocas para dormir, sin cojines ni mantas. Todos dejaban el arma a mano.

—Esto no parece muy prometedor —susurró Emarin, oculto tras su máscara—. No imagino a Taim relacionándose con los trollocs más de lo estrictamente necesario.

—Más adelante —dijo Androl—. Mira allí.

Los trollocs estaban separados de un grupo de sharaníes que se encontraba un poco más allá, con uniformes distintos. Llevaban una armadura envuelta en telas, de modo que no se veía nada de metal, excepto en la espalda, aunque la forma de los petos resultaba obvia. Pevara miró a los otros.

—Puedo imaginar a Taim formando parte de ese grupo —dijo Emarin—. En primer lugar, seguramente el olor es menos pútrido que aquí, entre los trollocs.

Pevara había hecho caso omiso del hedor, igual que hacía con el calor y el frío. Sin embargo, como había dicho Emarin, una pizca de lo que los otros olían se coló a través de sus defensas. Enseguida recobró el control. Era espantoso.

—¿Nos dejarán pasar los sharaníes? —preguntó Jonneth.

—Veremos —repuso Pevara, que echó a andar en esa dirección.

El grupo formó a su alrededor. Aprensivos, los guardias sharaníes mantenían una línea contra los trollocs y los observaban como harían con un enemigo. Esa alianza, o lo que quiera que fuera, no les hacía ni pizca de gracia a los soldados sharaníes. Ni siquiera intentaban disimular su desagrado, y muchos se habían atado trapos sobre la nariz y la boca para protegerse del hedor.

Cuando Pevara cruzó la línea, un noble —o eso supuso que era, a juzgar por la armadura de anillas de latón— se adelantó para salirle al paso. Una mirada Aes Sedai muy practicada lo mantuvo a raya.

«Soy demasiado importante para que te tomes la molestia», decía esa mirada. Funcionó estupendamente, y enseguida todos estaban dentro.

El campamento de reservas sharaní mantenía el orden mientras los hombres entraban de rotación desde el oeste, donde habían combatido con las fuerzas de la Torre Blanca. El feroz encauzamiento que llegaba de esa dirección no dejaba de atraer la atención de Pevara, como un faro brillante.

¿En qué piensas?, le transmitió Androl.

Vamos a tener que hablar con alguien. El campo de batalla es demasiado grande para que encontremos a Taim por nuestros propios medios.

Él le transmitió su conformidad. No por primera vez, a Pevara le pareció molesto el vínculo porque distraía su atención. No sólo tenía que luchar con su propio nerviosismo, sino también con el de Androl. Éste le llegaba desde el fondo de la mente, y se veía forzada a controlarlo mediante ejercicios de respiración que había aprendido cuando había llegado a la Torre por primera vez.

Se detuvo en el centro del campamento y miró en derredor mientras trataba de decidir a quién preguntar. Distinguía sirvientes de nobles. Abordar a los primeros sería menos peligroso, pero también era más probable que no obtuviera resultados. Quizá...

—¡Tú!

Pevara sufrió un sobresalto y giró sobre sus talones.

—No tendrías que estar aquí.

El envejecido sharaní que había hablado estaba completamente calvo y tenía la barba gris. Empuñaduras gemelas de espadas, en forma de cabezas de serpiente, le asomaban por detrás de los hombros; llevaba las hojas de las espadas cruzadas a la espalda, y sostenía un bastón con agujeros extraños a todo lo largo de la madera. ¿Algún tipo raro de flauta?

—Ven —dijo el hombre con un acento tan fuerte que Pevara apenas entendía—. Wyld tendrá que verte.

¿Quién es Wyld?, transmitió Pevara a Androl.

Tan perplejo como ella, él meneó con la cabeza.

Esto podría terminar de muy mala manera.

El hombre se paró un poco más adelante y los miró con gesto irritado. ¿Qué haría si se negaban a seguirlo? Pevara estuvo tentada de crear un acceso para huir todos por él.

Vamos con él, transmitió Androl al tiempo que echaba a andar. No vamos a encontrar a Taim nunca a menos que hablemos con alguien.

Pevara frunció el entrecejo al verlo caminar en pos del hombre, y los otros Asha’man se unieron a él. Pevara se apresuró a alcanzarlos.

Creía que habíamos decidido que era yo la que comandaba, le envió el pensamiento.

No, replicó Androl. Creo que habíamos decidido que actuarías como si fueras tú la que comandaba.

La respuesta de Pevara fue una calculada mezcla de frío desagrado y una implicación de que la conversación no había terminado ahí. Por su parte, Androl respondió con una sensación de regocijo.

¿Acabas de... lanzarme una furiosa mirada mental? Es impresionante, transmitió luego.

Estamos corriendo un riesgo. Ese hombre podría estar conduciéndonos a ninguna parte.

, comunicó Androl.

Algo bullía ardiente dentro de él, algo que sólo había sido un atisbo hasta ese momento.

¿Tantas ganas tienes de pillar a Taim?

... Sí. En efecto.

Ella asintió con la cabeza.

¿Lo comprendes?, transmitió Androl.

Yo también he perdido amigas por él, Androl. Vi cómo se apoderaba de ellas delante de mí. Pero hemos de ir con cuidado. No podemos correr demasiados riesgos. Todavía no.

Es el fin del mundo, Pevara. Si no podemos correr riesgos ahora, ¿cuándo vamos a hacerlo?

Ella lo siguió sin discutir más y pensó en aquel foco de determinación que había percibido en Androl. Al tomar a sus amigos y Trasmutarlos al servicio de la Sombra, Taim había despertado algo en él.

Mientras seguían al viejo sharaní, Pevara comprendió que en realidad no entendía lo que Androl sentía; no del todo. Habían tomado a amigas Aes Sedai suyas, pero no era lo mismo que el hecho de que Androl perdiera a Evin. El muchacho había confiado en él, había buscado su protección. Las Aes Sedai que estaban con ella habían sido conocidas, amigas, pero era diferente.

El viejo sharaní los condujo a un grupo mayor de gente; muchos vestían ropas elegantes. Por lo visto, ni los hombres ni las mujeres de la más alta nobleza entre los sharaníes luchaban, ya que ninguno de ellos portaba un arma. Abrieron paso al hombre mayor, aunque algunos hicieron una mueca de desdén al mirar sus armas.

Jonneth y Emarin se situaron junto a Pevara y Theodrin, uno a cada lado, como guardias personales. Miraban a los sharaníes con las manos posadas en las armas, y Pevara sospechaba que ambos asían el Poder Único. En fin, eso sería cosa de esperar en Señores del Espanto que se encontraban entre aliados de los que no se fiaban del todo. No tenían por qué protegerla de ese modo, pero era un bonito gesto. Ella siempre había pensado que sería útil tener un Guardián. Había ido a la Torre Negra con intención de tomar varios Asha’man como Guardianes. Tal vez...

Androl sintió celos de inmediato.

¿Qué eres tú? ¿Una de esas Verdes con un tropel de hombres adulándola?

¿Por qué no?, transmitió en respuesta, con regocijo.

Son demasiado jóvenes para ti, fue la respuesta que envió Androl. Al menos Jonneth sí lo es. Y Theodrin te disputaría el vínculo con él.

Me estoy planteando vincularlos, no meterlos en mi cama, Androl. Por favor. Además, Emarin prefiere a los hombres.

Androl hizo una pausa. ¿En serio?

Pues claro que sí. ¿Es que no te fijas en nada?

Androl parecía perplejo. A veces los hombres podían ser increíblemente obtusos, incluso los que eran observadores, como Androl.

Pevara abrazó el Poder Único cuando llegaban al centro del grupo. ¿Le daría tiempo para crear un acceso si algo iba mal? No conocía el área; pero, siempre y cuando Viajara a algún lugar próximo, no importaría. Tenía la sensación de que se dirigía hacia el nudo corredizo de una horca y que lo examinaba para decidir si se le ajustaría bien al cuello.

Un hombre alto, vestido con armadura hecha de discos plateados con agujeros en el centro, se encontraba en medio del grupo e impartía órdenes. Mientras observaban, una taza se movió hacia él por el aire. Androl se puso tenso.

Está encauzando, Pevara.

¿Era, pues, Demandred? Tenía que serlo. Pevara dejó que el Saidar la inundara con su cálido brillo y se llevara sus emociones. El hombre mayor que los había conducido hasta allí se adelantó y le susurró algo a Demandred. A despecho de tener los sentidos aguzados por el Saidar, Pevara no logró oír lo que decía.

Demandred se volvió hacia el grupo.

—¿Qué es esto? ¿Tan pronto ha olvidado M’Hael mis órdenes? —inquirió.

Androl cayó de rodillas, al igual que los otros. Aunque le daba rabia, Pevara también hincó la rodilla en el suelo.

—Insigne Señor —dijo Androl—, simplemente estábamos...

—¡Nada de excusas! —gritó Demandred—. ¡Nada de juegos! M’Hael ha de llevar a todos sus Señores del Espanto para destruir las fuerzas de la Torre Blanca. ¡Si veo a cualquiera de vosotros fuera de esa lucha, haré que quien sea desee que en lugar de eso lo hubiera entregado a los trollocs!

Androl asintió con enérgicos movimientos de cabeza y después empezó a retroceder. Un latigazo de Aire que Pevara no pudo ver —aunque sí sintió el dolor de Androl a través del vínculo— le cruzó la cara. Los demás lo siguieron a trompicones, con la cabeza gacha.

Eso ha sido estúpido y peligroso, transmitió Pevara a Androl.

Y fructífero, repuso él con la vista al frente y la mano en la mejilla, mientras la sangre le escurría entre los dedos. Ahora sabemos con seguridad que Taim está en el campo de batalla y dónde podemos encontrarlo. En marcha.


Galad avanzaba con dificultad a través de una pesadilla. Había sabido que la Última Batalla podría ser el fin del mundo, pero ahora... Ahora lo percibía.

Encauzadores de ambos bandos se hostigaban unos a otros y hacían temblar los Altos de Polov. Los rayos se habían descargado con tanta frecuencia que Galad casi no oía ya, y los ojos le lloraban de dolor por los fogonazos de las explosiones cercanas.

Se tiró de nuevo al suelo en pendiente del declive, con el hombro metido en la tierra y agachada la cabeza para protegerse de una serie de explosiones que desgarraron la ladera delante de él. Su equipo —doce hombres con capas blancas hechas jirones— se zambulleron al suelo junto a él para protegerse.

Las fuerzas de la Torre Blanca estaban sufriendo una gran presión con los ataques, pero lo mismo les ocurría a las fuerzas sharaníes. El poder de tantos encauzadores era increíble.

El grueso de la infantería de la Torre Blanca y un gran número de tropas sharaníes combatían allí, al oeste de los Altos. Galad se mantenía en el perímetro de la batalla, buscando encauzadores sharaníes que estuvieran solos o en pequeños grupos. Allí, las líneas de batalla de ambos bandos se habían roto en muchos sitios. No era de extrañar; resultaba casi imposible mantener una línea de formación consistente con todo aquel poder lanzado en un intercambio constante.

Bandas de soldados corrían con dificultad en busca de agujeros abiertos por explosiones en la roca donde guarecerse. Otros protegían grupos de encauzadores. Cerca, hombres y mujeres deambulaban en pequeños equipos y destruían soldados con fuego y rayos.

A ésos era a los que Galad daba caza.

Levantó la espada para señalar a un trío de mujeres sharaníes que estaban en la cumbre de los Altos. Sus hombres y él se encontraban a más de la mitad de la ladera.

Tres. Tres sería difícil. Dirigieron la atención hacia un grupo pequeño de hombres que lucían la Llama de Tar Valon. Los rayos se descargaron sobre los infortunados soldados.

Galad alzó cuatro dedos. Plan cuarto. Salió del agujero y corrió hacia las tres mujeres. Sus hombres esperaron a la cuenta de cinco y luego fueron detrás.

Las mujeres lo vieron. Si hubieran seguido vueltas hacia otro lado, Galad habría sacado ventaja. Una alzó una mano, encauzó Fuego y arrojó el tejido contra él. La llama lo alcanzó y, aunque podía notar el calor, el tejido se deshizo y desapareció... dejándolo chamuscado, pero sin sufrir apenas daños.

Los ojos de la sharaní se desorbitaron por la impresión. Esa mirada... Era una mirada que, para entonces, empezaba a resultarle familiar a Galad. Era la de un soldado cuya espada se rompe en batalla, la de alguien que ha visto algo que no habría tenido que ver. ¿Qué hacía uno cuando el Poder Único —lo único de lo que dependía para estar por encima de la gente corriente— fallaba?

Moría. La espada de Galad degolló a la mujer mientras una de sus compañeras intentaba inmovilizarlo con Aire. Sintió enfriarse el medallón en el pecho y notó la corriente de Aire moviéndose a su alrededor.

«Una mala elección», pensó Galad mientras hundía la espada en el torso de la segunda mujer. La tercera resultó ser más avispada y le arrojó una roca grande. Apenas le dio tiempo de levantar el escudo antes de que la roca lo golpeara en el brazo, aunque el impacto lo hizo recular. La mujer levantaba otra roca justo cuando el equipo de Galad llegó hasta ella. Las espadas acabaron con su vida.

Echando la cabeza hacia atrás, Galad contuvo el aliento al sentir irradiar el dolor por el golpe de la roca. Se sentó, gemebundo. Cerca, sus hombres seguían descargando las espadas sobre el cuerpo de la tercera mujer. No tendrían que haber sido tan concienzudos, pero algunos Hijos albergaban ideas extrañas sobre lo que las Aes Sedai eran capaces de hacer. Había sorprendido a Laird cortándole la cabeza a una de las sharaníes para enterrarla separada del cuerpo. Según él, a menos que uno hiciera eso, volvían a la vida en la siguiente luna llena.

Mientras los hombres troceaban los otros dos cuerpos, Golever se acercó y le ofreció a Galad una mano.

—Juro por la Luz —dijo Golever con una amplia sonrisa en la cara barbuda— que si éste no es el mejor trabajo que he hecho jamás, capitán general, no sé qué otro podría ser.

—Es lo que debe hacerse, Hijo Golever. —Galad se puso de pie.

—¡Ojalá hubiera de hacerse más a menudo! Es lo que los Hijos han esperado durante siglos. Eres el primero en satisfacer esas expectativas. Que la Luz te ilumine, Galad Damodred. ¡Que la Luz te ilumine!

—Que la Luz ilumine el día en que los hombres no tengan que matar a nadie —repuso con aire cansado Galad—. No es digno gozarse en la muerte.

—Desde luego, capitán general. —Golever siguió sonriendo.

Galad contempló el sangriento pandemónium de la ladera occidental de los Altos. Quisiera la Luz que Cauthon sacara algo en claro de esa batalla, porque él no entendía nada.

—¡Lord capitán general! —gritó una voz asustada.

Galad giró rápidamente sobre sus talones. Era Alhanra, uno de sus exploradores.

—¿Qué ocurre, Hijo Alhanra? —preguntó Galad mientras el larguirucho hombre se acercaba a la carrera.

Nada de caballos. Estaban en un declive y los animales no habrían reaccionado bien a las descargas de rayos. Era mejor confiar en las propias piernas.

—Tenéis que ver esto, milord —dijo Alhanra, jadeando—. Es... Es vuestro hermano.

—¿Gawyn?

Imposible. «No —pensó—. No es imposible. Estaría con Egwene, luchando en su frente.»

Galad corrió en pos de Alhanra, acompañado por Golever y los otros. El cuerpo de Gawyn yacía con el semblante ceniciento en un hueco entre dos rocas, en la cumbre de los Altos. Cerca, un caballo ronzaba hierba, con un rastro de sangre resbalando por un costado. Por las apariencias, no era sangre del animal. Galad se arrodilló al lado del cuerpo de su hermano. Gawyn no había tenido una muerte fácil. Pero ¿qué le había ocurrido a Egwene?

—Paz, hermano —musitó Galad, que posó una mano en el cuerpo—. Que la Luz te...

—Galad... —susurró Gawyn; los parpados le aletearon con debilidad y abrió los ojos.

—¡Gawyn! —exclamó Galad, conmocionado.

Gawyn tenía una mala herida en el vientre. Llevaba puestos unos anillos extraños. Había sangre por todas partes: en la mano, en el pecho, en todo el cuerpo... ¿Cómo podía seguir vivo?

«El vínculo de Guardián», comprendió.

—¡Tenemos que llevarte para que te hagan la Curación! Una de las Aes Sedai.

Metió las manos por el hueco de la roca y recogió a Gawyn.

—Galad..., he fracasado...

—Gawyn tenía los ojos fijos en el cielo, vacía la mirada.

—Lo has hecho bien.

—No. Fallé. Tendría que... Tendría que haberme quedado con ella. Y maté a Hammar. ¿Lo sabías? Lo maté. Luz. Tendría que haber elegido un bando...

Galad abrazó a su hermano y echó a correr a lo largo de la pendiente, hacia las Aes Sedai. Intentó proteger a Gawyn en medio de los ataques de los encauzadores. Sólo unos instantes después, una explosión reventó el suelo rocoso entre los Hijos y los lanzó al aire, tirando a Galad al suelo. Soltó a Gawyn al desplomarse.

Gawyn tembló y la mirada se le enturbió.

Galad gateó hacia él e intentó levantarlo de nuevo, pero Gawyn le asió el brazo y lo miró a los ojos.

—La he amado, Galad. Díselo.

—Si estás vinculado, entonces ella lo sabe.

—Esto le hará daño —susurró Gawyn, pálidos los labios—. Y al final fracasé. No lo maté.

—¿A quién?

—A Demandred —musitó Gawyn—. Intenté matarlo, pero no era lo bastante bueno. Nunca he sido... lo bastante... bueno...

Galad sintió que lo invadía un frío intenso. Había visto morir hombres, había perdido amigos. Pero esto dolía más. Luz, cómo dolía. Había amado a su hermano, profundamente... Y Gawyn, a diferencia de Elayne, le había correspondido.

—Te llevaré a un lugar seguro, Gawyn —dijo mientras lo levantaba, conmocionado al notar lágrimas en los ojos—. No me quedaré sin un hermano.

—Y no te quedarás sin uno. —Gawyn tosió—. Tienes otro hermano, Galad. Uno al que no conoces. Un hijo de... Tigraine..., que fue al Yermo... Hijo de una Doncella. Nacido en el Monte del Dragón...

«Oh, Luz.»

—No lo odies, Galad —susurró Gawyn—. Yo lo odié siempre, pero luego no. Luego... no...

La vida abandonó los ojos de Gawyn.

Galad le buscó el pulso y después se sentó sin dejar de mirar a su hermano muerto. Del vendaje que Gawyn se había puesto en el costado se filtraba la sangre que caía al suelo seco, y el suelo la absorbía con ansia.

Golever se acercó a él ayudando a Alhanra, cuya cara ennegrecida y la ropa quemada olía a humo de la descarga de rayo.

—Lleva a los heridos a lugar seguro, Golever —le indicó Galad, que se puso de pie. Alzó la mano y tocó el medallón que llevaba al cuello—. Recoge a todos los hombres y marchaos.

—¿Y tú? —preguntó Golever.

—Yo haré lo que ha de hacerse —contestó Galad, frío por dentro. Frío como acero en invierno—. Llevaré la Luz a la Sombra. Llevaré la justicia al Renegado.


El soplo de vida que le quedaba a Gawyn desapareció.

Egwene se frenó en seco en el campo de batalla. Algo se rompió dentro de ella. Era como si un cuchillo la desgarrara y le arrancara la parte de Gawyn que llevaba dentro, dejando sólo vacío.

Gritó y cayó de rodillas. No. No podía ser. ¡Podía sentirlo, justo un poco más adelante! Había corrido hacia él. Podía... Podía...

Ya no estaba.

Egwene aulló y se abrió al Poder Único absorbiendo todo lo que era capaz de absorber. Lo soltó como un muro de llamas hacia los sharaníes que había todo en derredor ahora. Antes defendían los Altos, con las Aes Sedai debajo, pero ahora todo era un caos.

Los atacó con el Poder, aferrada al sa’angreal de Vora. ¡Los destruiría! ¡Luz! Dolía. Cómo dolía.

—¡Madre! —gritó Silviana, que la asió por el brazo—. ¡Habéis perdido el control, madre! Mataréis a los nuestros. ¡Por favor!

Egwene respiraba entre jadeos. Cerca, un grupo de Capas Blancas pasó tambaleándose, llevando heridos declive abajo.

¡Tan cerca! Oh, Luz. ¡Había muerto!

—¡Madre! —dijo Silviana.

Egwene apenas la oyó. Se tocó la cara y encontró lágrimas. Antes había sido audaz. Había afirmado que podría seguir luchando a pesar de la pérdida. Qué ingenua. Dejó que el fuego del Saidar muriera dentro de ella. Con el Saidar ausente, la vida la abandonó. Se desplomó y sintió unas manos que se la llevaban. A través de un acceso, fuera del campo de batalla.


Tam utilizó su última flecha para salvar a un Capa Blanca. Lo cual era algo que jamás había imaginado que haría, pero allí estaba. El trolloc con rasgos lobunos trastabilló hacia atrás con la flecha hundida en un ojo, resistiéndose a caer hasta que el joven Capa Blanca se incorporó en el barro y lo golpeó en las rodillas.

Sus hombres se encontraban situados ahora en las pasarelas de la empalizada y disparaban andanadas de flechas a los trollocs que habían entrado allí a través del cauce del río. El número de monstruos había menguado, pero aún había muchos.

Hasta ese momento, la batalla había ido bien. Las fuerzas combinadas de Tam se habían desplegado a lo largo del río, en la orilla shienariana. Río abajo, la Legión del Dragón, los escuadrones de ballesteros y la caballería pesada contenían el avance trolloc. Los mismos hechos se desarrollaban ahí, río arriba, con arqueros, tropas de infantería y caballería frenando la incursión trolloc por el lecho del río. Hasta que los suministros empezaron a menguar y Tam se vio forzado a retirar a sus hombres a la relativa seguridad de la empalizada.

Tam miró a un lado. Abell alzó el arco y se encogió de hombros. Tampoco le quedaban flechas. De un extremo a otro de la empalizada, los hombres de Dos Ríos levantaban los arcos. No había flechas.

—No vendrán más —dijo en voz queda Abell—. El chico dijo que ese lote era el último.

El ejército de Capas Blancas, mezclado con miembros de la Guardia del Lobo de Perrin, luchaba con denuedo, pero los estaban empujando hacia atrás desde el cauce del río por el que llegaba un tropel tras otro. Luchaban en tres lados, y otra fuerza trolloc acababa de llegar dando un rodeo para encajonarlos del todo. El estandarte de Ghealdan ondeaba cerca de las ruinas. Arganda defendía esa posición junto con Nurelle y los restantes hombres de la Guardia Alada.

Si esa batalla hubiera sido otra, Tam habría hecho que sus hombres reservaran flechas para cubrir un repliegue. Ese día no habría retirada, y la orden de disparar había sido la correcta; los chicos se habían tomado tiempo con cada disparo. Seguramente debían de haber matado a millares de trollocs durante las horas que llevaban combatiendo. Mas ¿qué era un arquero sin su arco?

«Sigue siendo un hombre de Dos Ríos —pensó Tam—. Y sigue sin querer dar por perdida esta batalla.»

—¡Bajad de las pasarelas y situaos en formación, con armas! —les gritó a los chicos—. Dejad aquí los arcos. Los recogeremos cuando nos lleguen más flechas.

No llegarían más flechas, pero los hombres de Dos Ríos estarían más contentos fingiendo que podrían volver a recoger sus arcos. Formaron en filas como Tam les había enseñado, armados con lanzas, hachas, espadas, incluso algunas guadañas. Todo, cualquier cosa que tuvieran a mano, además de escudos para los que empuñaban hachas o espadas, y buenas armaduras de cuero para todos ellos. Ninguna pica, por desgracia. Después de equipar a la infantería pesada, no había sobrado ninguna.

—Permaneced bien juntos —les dijo Tam—. Formad en dos cuñas. Atacaremos a los trollocs rodeando a los Capas Blancas.

Lo mejor que podía hacerse —al menos era lo mejor que se le había ocurrido a Tam— era caer sobre esos trollocs que acababan de rodear a las Capas Blancas, fragmentarlos y ayudar a los Capas Blancas a salir de la trampa.

Los hombres asintieron con la cabeza, aunque probablemente entendían poco las tácticas. Eso no importaba. Siempre y cuando mantuvieran la disciplina de la formación en líneas como él les había enseñado.

Se pusieron en marcha, corriendo, y Tam recordó otro campo de batalla. Nieve azotándole la cara, arrastrada por terribles ventoleras. En cierto modo, en ese campo de batalla había empezado todo aquello. Ahora terminaba allí.

Tam se situó en la punta de la primera cuña, y puso a Deoan —un hombre de Deven Ride que había servido en el ejército andoreño— en la punta de la otra. Guió a sus hombres hacia adelante a paso ligero para que ni ellos ni él mismo pensaran demasiado en lo que estaba a punto de suceder.

A medida que se acercaban a los corpulentos trollocs con sus espadas, lanzas de armas y hachas de guerra, Tam buscó la llama y el vacío. El nerviosismo desapareció. Toda emoción se evaporó. Desenvainó la espada que Rand le había dado, la de los dragones pintados en la vaina. Era el arma más magnífica que había visto en su vida. Esos pliegues del metal susurraban su origen antiguo. Parecía un arma demasiado buena para él. Siempre había sentido lo mismo con cada espada que había utilizado.

—¡Recordad, mantened la formación! —gritó Tam volviendo la cabeza hacia sus hombres—. No dejéis que nos separen. Si cae alguien, el que esté detrás que avance y ocupe su sitio mientras otro tira del caído hacia el centro de la cuña.

Ellos asintieron de nuevo con un gesto y luego atacaron a los trollocs por la retaguardia, donde habían rodeado a los Hijos de la Luz en el río.

Su formación golpeó y empujó hacia adelante. Los enormes trollocs se dieron la vuelta para luchar.


Fortuona despidió con un gesto de la mano a la so’jhin que intentaba sustituir con otros sus ropajes regios. Olía al humo del fuego y tenía los brazos quemados y con cortes en varios sitios. No aceptaría la Curación de una damane. Fortuona consideraba la Curación un avance útil —y algunos de los suyos empezaban a cambiar de actitud respecto a eso—, pero no estaba segura de que la emperatriz debiera someterse a ello. Además, las heridas no eran graves.

Los Guardias de la Muerte arrodillados delante de ella tendrían que recibir algún tipo de castigo. Ésta era la segunda vez que habían permitido que un asesino llegara hasta ella, y, aunque no los culpaba por el fallo en su tarea, negarles el castigo sería negarles el honor. Se le encogía el corazón al pensarlo, pero sabía lo que iba a tener que hacer.

Dio la orden en persona. Selucia, como su Voz, debería haberlo hecho, pero a Selucia estaban aplicándole remedios para las heridas. Y Karede merecía el pequeño honor de recibir su orden de ejecución por boca de la propia Fortuona.

—Todos los que estabais de servicio iréis a luchar contra las marath’damane enemigas directamente — ordenó a Karede—. Luchad valerosamente por el imperio allí e intentad matar a las marath’damane del enemigo.

Vio que Karede se relajaba. Era un modo de seguir sirviendo; probablemente se habría arrojado sobre su propia espada de haberle dado ocasión de hacerlo. Su orden era un gesto de clemencia.

Dio la espalda al hombre que había cuidado de ella durante su juventud, el hombre que había contravenido lo que se esperaba de él. Todo por ella. También ella recibiría su castigo por lo que debía hacer más tarde. En ese momento, le otorgaría todo el honor que pudiera.

—Darbinda —dijo, volviéndose hacia la mujer que insistía en llamarse a sí misma «Min» a pesar del honor del nombre nuevo que ella le había dado y que significaba «chica de imágenes» en la Antigua Lengua—, me has salvado la vida y posiblemente también has salvado la del Príncipe de los Cuervos. Te nombro perteneciente a la Sangre, Augur del Destino. Que tu nombre sea venerado por generaciones venideras.

Darbinda se cruzó de brazos. Cómo se parecía a Knotai. Obstinadamente humildes, esos habitantes del continente. De hecho, se sentían orgullosos —orgullosos, nada menos— de su ascendencia de baja cuna. Incomprensible.

Knotai estaba sentado en un tocón cercano, donde recibía informes de la batalla y espetaba órdenes. La batalla de las Aes Sedai por la zona occidental de los Altos empezaba a sumirse en el caos. Él buscó su mirada a través del pequeño espacio que los separaba e hizo un gesto de asentimiento.

Si había espías —y a ella le sorprendería que no hubiera alguno— había llegado el momento de engañarlos. Todos los que habían sobrevivido al ataque se encontraban reunidos a su alrededor. Fortuona había insistido en que estuvieran cerca, sin duda con el propósito de recompensar a quienes la habían servido bien y de castigar a los que no lo habían hecho. Todos los guardias, sirvientes y nobles oyeron lo que decía cuando empezó a hablar.

—Knotai, aún hemos de discutir lo que debería hacer respecto a ti. La Guardia de la Muerte tiene a su cargo la seguridad, pero a ti se te ha encomendado la defensa de este campamento. Si sospechabas que nuestro puesto de mando no era seguro, ¿por qué no lo dijiste antes?

—¿Acaso estás sugiriendo que lo ocurrido es culpa mía, puñetas?

Knotai se levantó e interrumpió los informes de los exploradores con un gesto.

—Te di el mando aquí —dijo Fortuona—. En última instancia, la responsabilidad por este fracaso es tuya, pues. ¿O no?

Cerca, el general Galgan frunció el entrecejo. Él no lo veía así. Otros miraron hacia Knotai con expresión acusadora. Nobles aduladores; le echarían la culpa porque no era seanchan. Era impresionante que Knotai se hubiera ganado a Galgan con tanta rapidez. ¿O es que Galgan hacía alarde de sus emociones a propósito? ¿Sería el espía? ¿Podría haber estado manipulando a Suroth, o simplemente era un espía encubierto, como segunda opción si Suroth fracasaba?

—No admito responsabilidad alguna por esto, Tuon —contestó Knotai—. Eres tú la que insistió en observar lo que pasaba desde el campamento, cuando podrías haber permanecido en otro sitio seguro, puñetas.

—Quizá tendría que haber hecho eso exactamente —replicó con frialdad ella—. Toda esta batalla ha sido un desastre. Pierdes terreno a cada momento. Hablas a la ligera y bromeas, rechazando de plano el protocolo debido; creo que no has abordado esto con la solemnidad apropiada a tu rango.

Knotai se echó a reír. Era una risa impetuosa, genuina. Lo hacía muy bien. Fortuona creía que era la única que veía las dos columnas de humo gemelas que se elevaban en los Altos, justo detrás de él. Un augurio apropiado para Knotai: una jugada fuerte brindaría grandes beneficios. O entrañaría un coste enorme.

—Se acabó, estoy harto de tus tonterías —declaró Knotai al tiempo que agitaba la mano en su dirección—. Tú y tus jodidas reglas seanchan que no dejan de poner obstáculos.

—Pues yo también estoy harta, no te aguanto más —dijo ella, alzando la barbilla—. Jamás debimos unirnos a esta batalla. Lo mejor que podemos hacer es preparar las defensas de nuestras tierras al suroeste. No permitiré que malgastes las vidas de mis soldados.

—Ve, pues —gruñó Knotai—. ¿Qué me importa a mí?

Ella giró bruscamente sobre sus talones y se alejó con gesto airado.

—Vamos —ordenó a los demás—. Reunid a vuestras damane. Todos, salvo los Guardias de la Muerte, Viajaremos al campamento de nuestro ejército junto al Erinin, y después regresaremos a Ebou Dar. Libraremos la verdadera Última Batalla allí, una vez que estos necios nos hayan hecho el favor de debilitar a los Engendros de la Sombra.

Los suyos la siguieron. ¿Habría sido convincente la estratagema? El espía había visto que enviaba a la muerte a hombres que la querían; ¿daría eso la idea de que actuaba de forma temeraria? ¿Lo bastante temeraria y presuntuosa para quitarle sus tropas a Knotai? Sí, era lo bastante creíble. En cierto modo, le gustaría hacer lo que había dicho, y combatir en el sur.

Por supuesto, hacer eso sería hacer caso omiso del cielo desgarrado, de la tierra sacudida por temblores y de la lucha del Dragón Renacido. Ésos no eran augurios que ella podía pasar por alto.

El espía no sabía eso. No la conocía. El espía vería a una mujer joven y lo bastante necia para querer luchar sin el apoyo de nadie. Al menos, era lo que esperaba que creyera.


El Oscuro envolvió una red de posibilidad en torno a Rand.

Rand sabía que este forcejeo entre ellos —la lucha por lo que podría ser— era vital para el resultado de la Última Batalla. Él no podía tejer el futuro. Él no era la Rueda ni nada parecido. A pesar de todo lo que le había ocurrido, seguía siendo simplemente un hombre.

Empero, en él radicaba la esperanza de la humanidad. La humanidad tenía un destino, una elección de futuro. El camino que tomara el género humano... lo decidiría esta batalla, la de su voluntad en colisión con la del Oscuro. Por el momento, aquello que podía llegar a ser podría convertirse en lo que sería. Si se desmoronaba ahora dejaría que el Oscuro eligiera ese futuro.

HELO AQUÍ, dijo el Oscuro mientras las líneas luminosas se unían y Rand entraba en otro mundo. Un mundo que todavía no existía, pero un mundo que muy bien podría llegar a ser pronto.

Rand frunció el entrecejo y alzó la vista al cielo. No estaba enrojecido en esta visión, ni el paisaje se hallaba devastado. Aquello era Caemlyn, una Caemlyn muy semejante a la que conocía. Oh, sí, había diferencias. Carretas de vapor traqueteaban por las calles y se mezclaban con el tráfico de carruajes tirados por caballos y el gentío que iba a pie.

La ciudad se había expandido más allá de la muralla nueva; alcanzaba a verlo desde lo alto de la colina central en la que se encontraba. Incluso divisaba el lugar donde Talmanes había abierto un agujero en la muralla. No lo habían reparado. En cambio, la ciudad se expandía hacia afuera a través de él. Edificios cubrían lo que otrora habían sido campos de extramuros.

Rand frunció el entrecejo, dio media vuelta y caminó calle abajo. ¿Qué juego se traía entre manos el Oscuro? A buen seguro, esa ciudad normal, incluso próspera, no sería parte de sus planes para el mundo. La gente iba limpia y no parecía oprimida. No vio señales de la degradación que caracterizaba al mundo previo que el Oscuro había creado para él.

Despierta la curiosidad, se acercó a un puesto donde una mujer vendía fruta. La esbelta joven le dirigió una sonrisa sugerente al tiempo que señalaba su mercancía.

—Bienvenido, buen señor. Soy Renel, y mi tienda es el segundo hogar de cuantos buscan las mejores frutas de todo el mundo. ¡Tengo duraznos de Tear!

—¡Duraznos! —exclamo Rand, horrorizado.

Todo el mundo sabía que eran venenosos.

—¡Ja! ¡No temáis, buen señor! A éstos les han quitado la toxina. Son tan sanos como yo honrada.

La mujer sonrió y dio un mordisco a uno para demostrarlo. Mientras lo hacía, una mano mugrienta apareció por debajo del puesto de fruta; allí había escondido un pilluelo, un chiquillo en el que Rand no había reparado antes.

El crío se apoderó de una fruta roja desconocida para Rand y luego salió disparado. Estaba tan delgado que Rand le veía las costillas marcadas en la piel de un cuerpo demasiado pequeño, y corría con unas piernas tan flacas que era sorprendente que el chico pudiera caminar.

La mujer siguió sonriendo a Rand mientras bajaba la mano al costado; sacó una pequeña vara con un percutor al lado, para el dedo. Tiró del percutor y la vara restalló.

El pilluelo murió en medio de una rociada de sangre. Se desplomó, despatarrado, en el suelo. La gente lo esquivaba para seguir en el flujo de transeúntes, aunque alguien —un hombre con muchos guardias— recogió la pieza de fruta. Limpió la sangre y le dio un mordisco mientras seguía caminando. Unos segundos después, una carreta de vapor pasó rodando por encima del cadáver y lo aplastó en la embarrada calzada.

Espantado, Rand miró a la mujer. Ella se guardó el arma, sin que se le borrara la sonrisa de la cara.

—¿Buscáis algún tipo de fruta en particular? —le preguntó a Rand.

—¡Acabas de matar a ese crío!

—Sí. —La mujer parecía desconcertada—. ¿Os pertenecía, buen señor?

—No, pero...

¡Luz! La mujer no mostraba el menor atisbo de remordimiento o de preocupación. Rand se volvió y vio que a nadie más parecía importarle lo más mínimo lo que había pasado.

—Señor, tengo la impresión de que debería conoceros —dijo la mujer—. Vestís ropas excelentes, aunque algo pasadas de moda. ¿A qué facción pertenecéis?

—¿Facción? —repitió Rand, que miró hacia atrás.

—¿Y dónde están vuestros guardias? —preguntó la mujer—. Un hombre tan rico como vos los tiene, desde luego.

Rand la miró a los ojos, y luego corrió hacia un lado al tiempo que la mujer bajaba la mano hacia el arma otra vez. Rand dobló en una esquina. La mirada de esos ojos... Una falta total de cualquier clase de preocupación o de compasión humana. Lo habría matado sin pensarlo un instante. Lo sabía.

Otros en la calle lo vieron. Dieron con el codo a los compañeros y señalaron hacia él.

—¡Di cuál es tu facción! —gritó un hombre que pasaba.

Otros empezaron a perseguirlo.

Rand dobló en otra esquina. El Poder Único. ¿Debería hacer uso de él? Ignoraba lo que ocurría en ese mundo. Como la vez anterior, le costaba trabajo disociarse de la visión. Sabía que no era completamente real, pero no podía evitar considerarse a sí mismo parte de ella.

No se arriesgó a abrazar el Poder Único y decidió fiarse de sus piernas de momento. No conocía muy bien Caemlyn, pero sí recordaba esa zona. Si llegaba al final de esa calle y giraba... ¡Sí, allí! Un poco más adelante vio un edificio conocido, con un letrero en la fachada en el que se representaba a un hombre arrodillado ante una mujer de cabello dorado rojizo. La Bendición de la Reina.

Rand llegó a la puerta principal en el momento en que los que lo perseguían se amontonaban en la esquina, detrás. Se detuvieron cuando Rand subió hacia la puerta dando traspiés, y la cruzó pasando junto a un tipo con aspecto de bruto que parecía montar guardia allí. ¿Un portero nuevo? Rand no lo conocía. ¿Seguiría siendo la posada de Basel Gill o habría cambiado de propietario?

Rand entró precipitadamente en una gran sala común, con el corazón latiéndole desbocado. Varios hombres que sostenían jarras de cerveza alzaron la vista hacia él. Rand estaba de suerte; detrás del mostrador, Basel Gill en persona frotaba una copa con un paño.

—¡Maese Gill! —dijo Rand.

El robusto posadero se volvió, fruncido el entrecejo.

—¿Os conozco, milord? —Miró a Rand de arriba abajo.

—¡Soy yo, Rand!

Gill ladeó la cabeza y luego esbozó una sonrisa.

—¡Ah, tú! Te había olvidado. Tu amigo no está contigo, ¿verdad? Ese con una mirada sombría.

Así que la gente no lo conocía como el Dragón Renacido en ese sitio. ¿Qué les había hecho el Oscuro?

—Tengo que hablar con vos, maese Gill —dijo Rand, que se dirigió hacia un comedor privado.

—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó Gill, yendo tras él—. ¿Estás metido en algún lío? ¿Otra vez?

—¿En qué era estamos? —inquirió Rand después de haber cerrado la puerta cuando hubo pasado Gill.

—En la cuarta, por supuesto.

—Entonces, ¿ha tenido lugar la Última Batalla?

—¡Sí, y ganamos! —repuso Gill. Miró a Rand con atención, entrecerrando los ojos—. ¿Te encuentras bien, hijo? ¿Cómo es que no sabes...?

—He pasado los últimos años en los bosques —dijo él—. Asustado por lo que ocurría.

—Ah, claro. Entonces, ¿no sabes nada de las facciones?

—No.

—¡Luz, muchacho! Tienes un gran problema. Veamos, te conseguiré un símbolo de una facción. ¡Necesitas uno cuanto antes! —Gill abrió la puerta y salió con rapidez.

Rand se cruzó de brazos y vio con disgusto que la chimenea enmarcaba una nada que había detrás.

—¿Qué les has hecho? —demandó.

DEJÉ QUE CREYERAN QUE HABÍAN GANADO.

—¿Por qué?

MUCHOS DE LOS QUE ME SIGUEN NO ENTIENDEN LA TIRANÍA.

—¿Qué tiene eso que ver con...?

Rand se calló al regresar Gill. No llevaba ningún «símbolo de una facción», fuera lo que fuera eso. En cambio, había reunido a tres guardias de cuello macizo. Señaló hacia él.

Rand retrocedió mientras abrazaba la Fuente.

—Gill, ¿qué estás haciendo?

—Bueno, supuse que esa chaqueta se vendería bien —contestó el posadero. No había el menor asomo de disculpa en la voz.

—¿Y por eso me robas?

—Bueno, sí. —Gill parecía confuso—. ¿Por qué no iba a hacerlo?

Los matones entraron en el comedor y miraron a Rand con precaución. Llevaban porras.

—Por la ley —contestó Rand.

—¿Por qué iba a haber leyes contra el robo? —preguntó Gill al tiempo que meneaba la cabeza—. ¿Qué clase de tipo eres para pensar tales cosas? Si un hombre no puede defender lo que posee, ¿por qué ha de tenerlo? Si un hombre no puede defender su vida, ¿de qué le sirve?

Gill hizo un gesto a los hombres para que avanzaran. Rand los ató con tejidos de Aire.

—Te apoderaste de sus conciencias, ¿verdad? —preguntó en voz baja.

Gill había abierto los ojos como platos ante el uso del Poder Único. Intentó correr. Rand lo inmovilizó también con Aire.

LOS HOMBRES QUE PIENSAN QUE ESTÁN OPRIMIDOS LUCHARÁN ALGÚN DÍA. NO SÓLO LES QUITARÉ LA VOLUNTAD DE RESISTIRSE, SINO LA PROPIA SOSPECHA DE QUE PASA ALGO RARO.

—¿Así que los privas de tener compasión? —demandó Rand, que miraba a Gill a los ojos. El hombre parecía aterrado por miedo a que Rand lo matara, e igual les pasaba a los tres matones. Pero nada de remordimiento. Ni pizca.

LA COMPASIÓN NO ES NECESARIA.

—Este mundo es diferente del que me mostraste antes. —Rand sentía un frío mortal.

LO QUE TE MOSTRÉ ANTES ES LO QUE LOS HOMBRES ESPERAN. ES EL MAL QUE CREEN QUE COMBATEN. PERO YO CREARÉ UN MUNDO DONDE NO EXISTA EL BIEN NI EL MAL.

SÓLO YO.

—¿Lo saben tus siervos? —susurró Rand—. ¿Esos a los que llamas Elegidos? Creen que luchan para convertirse en señores y dirigentes de un mundo de su propia creación. En cambio, les das esto. El mismo mundo, sólo que sin Luz.

SÓLO YO.

Ni Luz. Ni amor humano. El horror de la idea le llegó a lo más hondo y lo sacudió. Ésa era una de las posibilidades que el Oscuro podría elegir si vencía. No significaba que venciera ni que tuviera que ocurrir, pero... Oh, Luz, era terrible. Mucho más que un mundo de cautivos, mucho peor que un mundo oscuro con un paisaje devastado.

Esto era el terror en estado puro. Era la corrupción total del mundo, era arrebatarle todo lo hermoso que tenía y dejar sólo una cáscara vacía. Una cáscara bonita, pero una cáscara.

Rand preferiría vivir mil años de tortura, conservando la parte de su ser que le otorgaba la capacidad para el bien, antes que vivir un momento en ese mundo sin Luz.

Se volvió, furioso, hacia la oscuridad. Ya consumía la pared del fondo y seguía extendiéndose.

—¡Cometes un error, Shai’tan! —gritó Rand a la nada—. ¿Crees que me harás perder la esperanza? ¿Crees que demolerás mi voluntad? Con esto no lo conseguirás, te lo juro. ¡Esto me afirma en que he de luchar!

Algo emitió un ruido sordo dentro del Oscuro. Rand gritó mientras empujaba hacia afuera con su voluntad e hizo pedazos el lóbrego mundo de mentiras y hombres que mataban con una falta absoluta de empatía. Explotó en hilos y Rand se encontró de nuevo en el lugar fuera del tiempo, con el Entramado ondeando a su alrededor.

—¿Me muestras tu verdadero corazón? —demandó a la nada mientras recogía aquellos hilos—. Yo te enseñaré el mío, Shai’tan. Hay un mundo opuesto a ese mundo sin Luz que tú crearías.

»Un mundo sin Sombra.


Mat se alejó con paso airado e intentó tranquilizarse. ¡Tuon parecía estar realmente enfadada con él! Volvería cuando la necesitara, ¿verdad?

—Mat... —llamó Min, que se acercó presurosa a él.

—Ve con Tuon. Cuida de ella por mí, Min.

—Pero...

—No es que necesite mucha protección —dijo Mat—. Es fuerte. Maldita sea, lo es. Pero hace falta que alguien esté pendiente de ella. Me preocupa, Min. Sea como sea, tengo que ganar esta guerra. No puedo hacerlo si me voy con ella. Así que ¿irás tú y la cuidarás, por favor?

Min aflojó el paso y, de forma inesperada, le dio un abrazo.

—Suerte, Matrim Cauthon.

—Suerte, Min Farshaw —contestó él.

La soltó para que se marchara y después se echó al hombro la ashandarei. Los seanchan habían empezado a abandonar Alcor Dashar y se dirigían de vuelta al Erinin antes de abandonar definitivamente Campo de Merrilor. Demandred los dejaría ir; sería un necio si no lo hiciera. Rayos y truenos, ¿en qué se estaba metiendo? Acababa de despedir a una buena cuarta parte de sus tropas.

«Regresarán», pensó. Si su arriesgada jugada funcionaba. Si los dados caían como necesitaba que lo hicieran.

Sólo que esta batalla no era un juego de dados. Había demasiada sutileza para eso. Era una partida de cartas, en todo caso. Por lo general, él ganaba a las cartas. Por lo general.

A su derecha, un grupo de hombres con armadura oscura seanchan marchaba hacia el campo de batalla.

—¡Eh, Karede! —gritó Mat.

El hombretón le dirigió una mirada sombría. De repente, Mat supo lo que un lingote de metal sentía cuando Perrin lo miraba mientras levantaba el martillo. Karede se acercó con paso iracundo y, a pesar de que saltaba a la vista que hacía un esfuerzo para mantener el rostro impasible, Mat percibía la ira que sentía.

—Gracias —dijo Karede, con voz tirante— por ayudar a proteger a la emperatriz, así viva para siempre.

—Crees que tendría que haberla mantenido en algún lugar seguro, no en el puesto de mando.

—No soy quién para cuestionar a un miembro de la Sangre, Poderoso Señor.

—No estás cuestionándome, estás pensando en clavarme algo afilado. Es algo totalmente diferente.

Karede exhaló larga y profundamente.

—Disculpad, Poderoso Señor —dijo, volviéndose para partir—. He de ponerme al frente de mis hombres y morir.

—Creo que no. Vais a venir conmigo.

Karede se volvió de nuevo hacia él.

—La emperatriz, así viva para siempre, ordenó que... —empezó a decir.

—Que fueseis al frente —lo interrumpió Mat; hizo visera con la mano para protegerse la vista mientras examinaba el cauce del río, desbordado por el enjambre de trollocs—. Estupendo. ¿Y adónde puñetas crees que voy yo?

—¿Combatiréis a caballo? —preguntó Karede.

—Yo pensaba en algo más tranquilo, como dar un paseo —repuso Mat. Meneó la cabeza—. Tengo que palpar el ambiente para hacerme una idea de lo que Demandred se trae entre manos... Voy allí, Karede, y teneros a vosotros entre los trollocs y yo suena maravilloso. ¿Venís?

Karede no contestó, aunque tampoco siguió adelante.

—Piénsalo, ¿qué opciones tenéis? —prosiguió Mat—. ¿Cabalgar hasta allí y morir sin un propósito real? ¿O venir e intentar mantenerme con vida para vuestra emperatriz? Casi estoy seguro de que me tiene aprecio. Quizá. Tuon no es una persona fácil de entender.

—No la llaméis por ese nombre —le advirtió Karede.

—La llamaré como me dé la jodida gana.

—No si os acompañamos. Si voy a cabalgar con vos, Príncipe de los Cuervos, no permitiré que mis hombres os oigan decir eso. Sería un mal presagio.

—Vale, no queremos que haya ninguno de ésos —dijo Mat—. De acuerdo pues, Karede. Metámonos de nuevo en este enredo y veamos qué podemos hacer. En nombre de Fortuona.


Tam levantó la espada como para iniciar un duelo, pero allí no encontró adversarios honorables. Sólo trollocs feroces que gruñían y aullaban, a los que habían apartado de los acosados Capas Blancas en la batalla cercana a las ruinas.

Los trollocs se volvieron hacia los hombres de Dos Ríos y atacaron. Tam, plantado en la punta de la cuña, adoptó la pose Junco al viento y se negó a dar un solo paso atrás. Se doblaba hacia aquí y hacia allá, pero aguantó firme hasta romper la línea trolloc atacando con la espada en movimientos rápidos.

Los hombres de Dos Ríos presionaban hacia adelante, una espina en el pie del Oscuro y una zarza en la mano. En el caos que siguió, gritaron y maldijeron y lucharon para separar a los trollocs.

Pero enseguida tuvieron que centrarse en no ceder terreno. Los trollocs empezaron a rodearlos. La formación en cuña por lo general era una táctica ofensiva, y allí también funcionó bien. Los trollocs se movieron a lo largo de los lados de la cuña y recibieron los golpes de los hombres de Dos Ríos que atacaban con hachas, espadas y lanzas.

Tam dejó que el entrenamiento de sus hombres los guiara. Habría preferido encontrarse en el centro de la cuña infundiéndoles ánimos a gritos, como ahora hacía Dannil, pero él era uno de los pocos que tenían un entrenamiento real de combate, y la formación en cuña dependía de tener una punta que aguantara inamovible.

De modo que fue lo que hizo: aguantar con entereza. Dentro de la calma del vacío, dejó que los trollocs chocaran contra él. Pasó de Sacudir el rocío de la rama a Flores de manzano al viento y a Caen piedras en el estanque... Todas las poses que lo afianzaban en una posición para combatir con múltiples oponentes.

A pesar de haber practicado durante los últimos meses, Tam no era ni de lejos tan fuerte como en su juventud. Por suerte, un junco no necesitaba tener fuerza. No tenía tanta práctica como antaño, pero ningún junco tenía que practicar para saber cómo doblarse al viento.

Simplemente lo hacía.

Años de madurar, de ganar experiencia, habían llevado a Tam a una comprensión del vacío. Ahora lo entendía mejor de lo que lo había entendido nunca. Años de enseñar a Rand a tener responsabilidad, años de vivir sin Kari, años de oír el silbido del viento y el susurrar de las hojas...

Tam al’Thor se convirtió en el vacío. Atrajo a los trollocs a ese vacío, mostrándoselo y arrojándolos a sus profundidades.

Danzó alrededor de un trolloc con testa de carnero, descargó un golpe lateral con la espada y le cortó una pierna por el tobillo. El trolloc se tambaleó y Tam se volvió para dejar que los hombres que llegaban detrás acabaran con él. Alzó la espada con gran rapidez —mientras el arma soltaba sangre por la hoja— y salpicó las oscuras gotas en los ojos de otro trolloc que parecía producto de una pesadilla. El ser aulló, cegado, y Tam prolongó el grácil movimiento hacia adelante, de forma que le abrió el estómago por debajo del peto. El trolloc trastabilló ante un tercer monstruo que atacó a Tam con un hacha, pero que en cambio le dio a su compañero.

Cada paso era parte de una danza, y Tam invitaba a los trollocs a bailar con él. Sólo había luchado otra vez así, largo tiempo atrás, si bien la memoria era algo que el vacío no permitía. No pensaba en otros tiempos; no pensaba en nada. Si sabía que esto ya lo había hecho antes era por la resonancia de sus movimientos, un conocimiento que parecía calar en los propios músculos de su cuerpo.

Tam ensartó el cuello de un trolloc con una cara que casi parecía humana, sólo que con más pelo de lo normal en las mejillas. El ser se desplomó hacia atrás y cayó al suelo; de pronto, Tam se encontró sin más enemigos. Se paró y alzó la espada al sentir un suave soplo de aire que lo tocaba. Las oscuras bestias corrían río abajo, a la fuga, perseguidas por jinetes que ondeaban banderas fronterizas. Poco después los trollocs chocaban con un muro de tropas, la Legión del Dragón, y acabaron aplastados entre ellos y los fronterizos que los perseguían.

Tam limpió la hoja de la espada y abandonó el vacío. La gravedad de la situación lo aturdió. ¡Luz! Sus hombres podrían estar muertos. Si esos fronterizos no hubieran llegado...

Enfundó de nuevo la espada en la vaina lacada. El dragón rojo y dorado reflejó la luz del sol con un destello, aunque Tam no habría imaginado que hubiera luz que devolver con aquel manto de nubes en el cielo. Buscó el sol y lo halló —tras las nubes— cerca del horizonte. ¡Casi era de noche!

Por suerte, parecía que los trollocs de la batalla en las ruinas se venían abajo por fin. Ya muy debilitados por el agotador cruce de río, ahora se desplomaban a medida que los hombres de Lan los atacaban por detrás.

Poco después todo había terminado. Tam había resistido en su posición.

Cerca, un caballo negro se acercaba al trote. Su jinete, Lan Mandragoran —con portaestandarte y guardias detrás—, miró a los hombres de Dos Ríos.

—Hacía mucho tiempo que sentía curiosidad respecto a la persona que había dado a Rand esa espada con la marca de la garza —dijo Lan—. Me preguntaba si se la habría ganado realmente. Ahora lo sé. —Lan levantó su propia espada en un saludo.

Tam se volvió hacia sus hombres, un grupo exhausto, ensangrentado, con las armas aferradas. El paso de su cuña se distinguía claramente en la llanura pisoteada: docenas de trollocs yacían detrás, donde la cuña se había abierto paso entre ellos. Al norte, los integrantes de la segunda cuña levantaron sus armas. Los habían hecho retroceder casi hasta el bosque, pero habían aguantado allí y algunos habían sobrevivido. Tam no pudo sino ver esas docenas de buenos hombres que habían muerto.

Sus exhaustas tropas se sentaron allí mismo, en el campo de batalla, rodeados de cadáveres. Algunos empezaron a ponerse vendajes sin apenas fuerzas mientras otros se ocupaban de los heridos que habían metido en el interior de la cuña. Hacia el sur, Tam divisó algo desalentador. ¿Aquellos que se alejaban del campamento de Alcor Dashar eran los seanchan?

—Entonces, ¿hemos ganado? —preguntó Tam.

—En absoluto —contestó Lan—. Nos hemos apoderado de esta parte del río, pero esta lucha es la menos decisiva. Demandred presionó con fuerza a sus trollocs aquí para impedirnos retirar recursos para la batalla más importante que se libra en el vado, río abajo. —Lan hizo dar media vuelta a su caballo—. Reunid a vuestra gente, maestro espadachín. Esta batalla no se detendrá con la puesta de sol. En las próximas horas se os necesitará otra vez. Tai’shar Manetheren.

Lan salió a galope hacia sus fronterizos.

Tai’shar Malkier — gritó Tam a la espalda de Lan, tardíamente.

—Entonces, ¿aún no hemos acabado? —inquirió Dannil.

—No, muchacho. No hemos acabado. Pero haremos un descanso, llevaremos a los hombres para que los Curen y buscaremos algo de comida.

Vio que se abrían accesos junto al campo de batalla. Cauthon había sido muy hábil al enviar los medios para que Tam llevara a sus heridos a Mayene. Era...

A través de los accesos empezó a salir gente a montones. Cientos, miles de personas. Tam frunció el entrecejo. Cerca, los Capas Blancas empezaban a levantarse; habían recibido un fuerte castigo con los ataques de los trollocs, pero la llegada de Tam y de sus hombres había impedido que acabaran con ellos. La fuerza de Arganda formaba en las ruinas, y la Guardia del Lobo enarbolaba su ensangrentada bandera bien alto, con montones de cadáveres de trollocs a su alrededor.

Tam caminó penosamente a través del campo. Ahora comenzaba a sentir las extremidades como pesos muertos. Estaba más agotado que si hubiera pasado un mes sacando tocones.

En el primer acceso encontró a Berelain junto a unas cuantas Aes Sedai. La hermosa mujer parecía estar fuera de lugar en aquel sitio de barro y muerte. El vestido negro y plateado, la diadema en el cabello... Luz, no encajaba allí.

—Tam al’Thor —dijo ella—, ¿estáis al frente de esta fuerza?

—Puede decirse que sí. Perdonad, milady Principal, pero ¿quiénes son estas gentes?

—Los refugiados de Caemlyn —contestó Berelain—. Envié a varias personas para ver si necesitaban Curación. La rechazaron e insistieron en que los trajera a la batalla.

Tam se rascó la cabeza. ¿A la batalla? Cualquier hombre —y cualquier— mujer— en condiciones de sostener una espada ya se había unido al ejército. La gente que veía salir de los accesos eran en su mayoría chiquillos y personas mayores, así como algunas mujeronas madres de familia, que se habían quedado atrás para ocuparse de los pequeños.

—Perdón, pero esto es una zona de combate.

—Es lo que he intentado explicarles —replicó Berelain con un atisbo de exasperación en la voz—. Afirman que pueden ser de utilidad. Mejor esto que quedarse a esperar que acabe la Última Batalla apiñados en la calzada a Puente Blanco, es lo que han dicho.

Tam observó ceñudo a los niños que se desperdigaban por el campo. Le revolvía el estómago que los pequeños vieran la horripilante matanza, y muchos se asustaron al principio. Otros empezaron a moverse entre los caídos buscando señales de vida en esas personas para que las Curaran. Algunos soldados mayores que se habían quedado para proteger a los refugiados se encontraban entre ellos, atentos por si había trollocs que no estuvieran muertos del todo.

Mujeres y niños se pusieron a recoger flechas entre los caídos. Eso sería útil. Mucho. Con sorpresa, Tam vio salir por los accesos a centenares de gitanos que comenzaron a buscar heridos bajo la dirección de varias hermanas Amarillas.

Tam se sorprendió a sí mismo asintiendo con la cabeza. Todavía le preocupaba que los niños pudieran ver esas escenas de muerte.

«En fin —pensó—, verán cosas peores si fracasamos aquí.» Si querían ser de utilidad, había que permitírselo.

—Decidme, Tam al’Thor —preguntó Berelain—. ¿Está...? ¿Se encuentra bien Galad Damodred? Veo a sus hombres aquí, pero no su estandarte.

—Fue llamado a otros cometidos, milady Principal —repuso Tam—. Río abajo. Hace horas que no sé nada de él, me temo.

—Ah. En fin, Curemos y demos de comer a vuestros hombres. Quizá mientras tanto nos llegue alguna noticia de lord Damodred.


Elayne tocó la mejilla de Gareth con suavidad. Le cerró los ojos, uno y después el otro, antes de hacer un gesto de asentimiento a los soldados que habían encontrado el cadáver. Se llevaron a Bryne con las piernas colgando por el borde de su escudo y la cabeza por el otro extremo.

—De repente salió a galope, gritando —relató Birgitte—. Directo a las líneas enemigas. Fue imposible detenerlo.

—Siuan está muerta —dijo Elayne, y la asaltó una sensación de pérdida casi abrumadora. Siuan... Siuan había sido siempre tan fuerte... Elayne controló las emociones con esfuerzo. Tenía que mantener la atención en la batalla—. ¿Ha llegado alguna noticia del puesto de mando?

—El campamento de Alcor Dashar ha sido abandonado —informó Birgitte—. No sé dónde está Cauthon. Los seanchan nos han dejado solos.

—Enarbola mi estandarte bien alto —le indicó Elayne—. Hasta que sepamos algo de Mat, tomo el mando en este campo de batalla. Que vengan mis consejeros.

Birgitte fue a cumplir las órdenes. Las mujeres de la guardia de Elayne permanecían vigilantes y rebullían con nerviosismo al observar que los trollocs presionaban a los andoreños en el río. Habían llenado por completo la cañada entre los Altos y las ciénagas, y amenazaban con desbordarse por suelo shienariano. Parte del ejército de Egwene había atacado a los trollocs desde el otro lado de la cañada, con lo que le había quitado algo de la presión a su ejército durante un tiempo; pero más trollocs habían atacado desde arriba y parecía que los hombres de Egwene estaban recibiendo un fuerte castigo.

Elayne tenía una sólida instrucción en tácticas de batalla, aunque poca experiencia en el campo, y ahora veía lo mal que iban las cosas. Sí, había recibido la noticia de que los trollocs en la posición de río arriba habían sido destruidos por la llegada de Lan y de los fronterizos. Pero eso era un parvo alivio habida cuenta de la situación que había en el vado.

El sol se metía ya por el horizonte. Los trollocs no daban señales de retirarse, y sus soldados, de mala gana, empezaron a encender hogueras y antorchas. Organizar a sus hombres en formaciones en cuadro funcionaba mejor para defensa, pero significaba renunciar a toda esperanza de presionar y avanzar. Los Aiel luchaban allí también, al igual que los cairhieninos. Pero esos cuadros de picas eran la parte esencial de su plan de batalla.

«Nos están rodeando poco a poco», pensó. Si los trollocs conseguían hacerlo, los estrujarían hasta que los andoreños explotaran. «Luz, esto va mal.»

El sol puso un repentino fuego rojizo tras las nubes del horizonte. Con la noche, los trollocs tenían una ventaja más. La temperatura había bajado con la llegada de la oscuridad. Sus conjeturas previas de que esa batalla duraría días ahora le parecían absurdas. La Sombra presionaba con toda su potencia. A la humanidad no le quedaban días sino horas.

—Majestad —saludó el capitán Guybon, que se acercó a caballo con sus comandantes.

Las armaduras abolladas y los tabardos manchados de sangre ponían de manifiesto que nadie se libraba de participar en la lucha, ni siquiera los oficiales de alto rango.

—Consejo —dijo Elayne y lo miró a él, a Theodohr, comandante de la caballería, y a Birgitte, que era capitán general de su guardia.

—¿Retirada? —sugirió Guybon.

—¿Crees de verdad que podríamos destrabarnos? —replicó Birgitte.

Guybon vaciló, pero después meneó la cabeza.

—Bien, pues —dijo Elayne—. ¿Cómo podemos vencer?

—Resistiendo —contestó Theodohr—. Hemos de confiar en que la Torre Blanca sea capaz de vencer en su lucha contra los encauzadores sharaníes y venga en nuestra ayuda.

—No me gusta quedarme quieta aquí, sin hacer nada —opinó Birgitte—. Lo...

Un haz blanco de fuego candente cortó a través de la guardia de Elayne y vaporizó a docenas de mujeres. El caballo de Guybon desapareció bajo él, aunque la barra de luz no le dio al capitán por poco. El caballo de Elayne se encabritó y se puso en dos patas.

Mascullando juramentos, Elayne se debatió con la montura para controlarla. ¡Eso había sido fuego compacto!

—¡Lews Therin! —Una voz potenciada por el Poder retumbó en el campo—. ¡Doy caza a una mujer que amas! ¡Enfréntate a mí, cobarde! ¡Lucha!

La tierra explotó cerca de Elayne y lanzó al aire a su portaestandarte; la bandera estalló en llamas. Esta vez, Elayne fue arrojada del caballo y el golpe fue fuerte.

«¡Mis bebés!», gimió mientras giraba sobre sí y unas manos la agarraban. Birgitte. La Guardiana la subió a la silla, detrás de ella, ayudada por varias mujeres de la guardia.

—¿Puedes encauzar? —preguntó Birgitte—. No. Da igual. Estarán pendientes de eso. ¡Celebrain, enarbola otro estandarte! Cabalga río abajo con un escuadrón de guardias. ¡Yo conduciré a la reina a otra parte!

La mujer que estaba de pie junto al caballo de Birgitte saludó. ¡Era una sentencia de muerte!

—Birgitte, no —dijo Elayne.

—Demandred ha decidido que tú conseguirás hacer salir a descubierto al Dragón Renacido —contestó Birgitte, que hizo dar media vuelta a su caballo—. Y yo no estoy dispuesta a que pase tal cosa. ¡Jia!

Taconeó al animal para ponerlo a galope cuando los rayos se descargaban sobre las guardias de Elayne y hacían volar cuerpos en el aire.

Elayne rechinó los dientes. Sus ejércitos estaban en peligro de ser vencidos, rodeados... Todo ello mientras Demandred soltaba descarga tras descarga de fuego compacto, rayos y tejidos de Tierra. Ese hombre era tan peligroso como un ejército completo.

—No puedo marcharme —le dijo desde atrás a Birgitte.

—Oh, sí, ya lo creo que puedes, y vas a hacerlo —replicó la mujer de mal humor mientras el caballo galopaba—. Si Mat ha caído, y quiera la Luz que no haya ocurrido tal cosa, tendremos que montar un nuevo puesto de mando. Hay una razón para que Demandred atacara Alcor Dashar y después a ti directamente. Intenta destruir nuestra estructura de mando. Tu deber es asumirlo desde un lugar seguro y secreto. Una vez que estemos lo bastante lejos para que los exploradores de Demandred no puedan percibir que encauzas, harás un acceso y volverás a tomar el mando. Sin embargo, ahora mismo, Elayne, tienes que cerrar el pico y dejar que te proteja.

Tenía razón. Maldita sea, la tenía. Se agarró con firmeza a Birgitte mientras galopaban a través del campo de batalla; el caballo levantó pegotes de tierra tras ellas en una huida hacia la seguridad.


«Al menos facilita la tarea de encontrarlo», pensó Galad mientras cabalgaba y observaba las líneas de fuego que se descargaban desde la posición enemiga hacia el ejército de Elayne.

Galad hundió los talones en los flancos del caballo robado que montaba para avanzar deprisa a través de los Altos hacia el borde oriental. Veía una y otra vez el cuerpo moribundo de Gawyn en sus brazos.

—¡Enfréntate a mí, Lews Therin!

La voz atronadora de Demandred sacudía el suelo un poco más adelante. Había matado a su hermano y ahora ese monstruo estaba dando caza a su hermana.

Para él siempre había estado claro lo que era correcto, pero jamás había sentido antes que algo lo fuera tanto como lo que iba a hacer. Los zigzagueos luminosos de los tejidos eran como indicadores en un mapa, flechas que señalaran el camino que debía seguir. La Luz lo había guiado. Lo había preparado, situándolo allí en ese momento.

Atravesó veloz la retaguardia de la fuerza sharaní hacia donde se encontraba Demandred, justo encima del cauce del río, asomado hacia donde se hallaban las tropas de Elayne. A su alrededor se clavaron flechas en el suelo; los arqueros disparaban sin preocuparles la posibilidad de dar a sus compañeros. Con la espada desenvainada, Galad sacó el pie del estribo, preparado para poder bajar de un salto.

Una flecha acertó al caballo y Galad se tiró del animal. Cayó con fuerza y se paró tras deslizarse un poco sobre el suelo; rebanó la mano de un ballestero que había cerca. Gruñendo, un encauzador se acercó a él y el medallón de la cabeza de zorro se puso frío en contacto con su pecho.

Galad atravesó el cuello al hombre de un golpe. El tipo bramó con rabia mientras la sangre le salía a borbotones por la garganta con cada latido del corazón. No parecía sorprendido al morir, sólo furioso. Los berridos del hombre llamaron la atención de más sharaníes.

—¡Demandred! —gritó—. ¡Demandred, llamas al Dragón Renacido! ¡Demandas luchar con él! ¡No está aquí, pero su hermano sí está! ¿Quieres enfrentarte a mí?

Docenas de ballestas se levantaron. Detrás de Galad, su caballo se desplomó echando sangre espumosa por los ollares.

Rand al’Thor. Su hermano. La conmoción por la muerte de Gawyn había aletargado en él el impacto de esa revelación. Tendría que afrontarla finalmente, si sobrevivía. Todavía no sabía si se sentiría orgulloso o avergonzado.

Una figura con una armadura extraña hecha con monedas avanzó a través de las filas sharaníes hacia él. Demandred era un hombre orgulloso; sólo había que mirarle la cara para darse cuenta de ello. De hecho, le recordaba la actitud de al’Thor. La sensación que irradiaban era similar.

—¿Es tu hermano? —preguntó Demandred.

—Hijo de Tigraine —dijo Galad—, que se convirtió en Doncella Lancera. Que dio a luz a mi hermano en el Monte del Dragón, la tumba de Lews Therin. Yo tenía dos hermanos. Has matado a uno en este campo de batalla.

—Veo que llevas un artefacto interesante —comentó Demandred en el momento en que el medallón se puso frío otra vez—. Supongo que no pensarás que eso impedirá que corras la misma suerte que tu patético hermano, ¿verdad? Me refiero al que ha muerto.

—¿Luchamos, hijo de la Sombra? ¿O charlamos?

Demandred desenvainó la espada que lucía garzas en la hoja y en la empuñadura.

—Ojalá que me ofrezcas un combate mejor que el de tu hermano, hombrecillo. Estoy muy molesto. Lews Therin puede odiarme o despotricar contra mí, pero no debería pasarme por alto.

Galad se adelantó hacia el centro del círculo formado por ballesteros y encauzadores. Si vencía, de todos modos moriría. Pero, Luz, ojalá se llevara con él a un Renegado. Sería un final adecuado.

Demandred fue hacia él y la liza empezó.


Con la espalda pegada contra una estalagmita, sin ver nada más que la luz de Callandor reflejada en las paredes de la caverna, Nynaeve bregó por mantener a Alanna con vida.

En la Torre Blanca había quienes se mofaban de su confianza en las técnicas corrientes de sanación. ¿Qué podían hacer dos manos e hilo que el Poder Único no hiciera?

Si cualquiera de esas mujeres hubiera estado allí en lugar de ella, el mundo habría acabado.

Las condiciones eran horribles. Poca luz y ningún instrumento aparte de los que llevaba en la bolsita. Aun así, cosió la herida utilizando la aguja y el hilo que siempre llevaba encima. Había mezclado una dosis de hierbas para Alanna y se la había hecho tragar abriéndole la boca. No serviría de mucho, pero un poco de varias cosas podría ayudar. Mantendría a Alanna con fuerza, la ayudaría con el dolor, e impediría que el corazón dejara de latirle mientras ella trabajaba.

La herida era complicada y desagradable, pero ya había curado otras iguales antes. Aunque por dentro temblaba, las manos de Nynaeve se mantuvieron firmes mientras cosía la herida y lograba detener el tránsito de la mujer que estaba al borde de la muerte.

Rand y Moridin no se movían, pero sentía una vibración procedente de los dos hombres. Rand libraba una batalla que ella no podía ver.


—Matrim Cauthon, puñetero mentecato. ¿Sigues vivo?

Mat miró hacia Davram Bashere, que se acercaba a él a caballo bajo la tenue oscuridad del inicio de la noche. Mat se había desplazado con la Guardia de la Muerte hacia las tropas de la retaguardia andoreña que luchaban en el río.

Bashere iba acompañado de su esposa y una guardia de saldaeninos. A juzgar por la sangre que manchaba el vestido la mujer, ella también había participado en la lucha.

—Sí, aún estoy vivo —dijo Mat—. Por lo general se me da bastante bien seguir con vida. Sólo he fallado en una ocasión, que yo recuerde, y aquella vez en realidad no cuenta. ¿Qué hacéis aquí? ¿No os...?

—Se colaron en mi puñetera mente —explicó Bashere, ceñudo—. Vaya si lo hicieron, muchacho. Deira y yo estuvimos hablando de eso. No podré dirigir ejércitos, pero ¿por qué iba a impedirme eso que matara unos cuantos trollocs?

Mat asintió con la cabeza. Con la muerte de Tenobia, ese hombre se había convertido en rey de Saldaea, pero hasta ahora había rehusado la corona. La corrupción en su mente lo había conturbado. Se limitó a manifestar que Saldaea debía luchar junto a Malkier, y les había dicho a las tropas que siguieran a Lan. Lo del trono ya se solucionaría si todos sobrevivían a la Última Batalla.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Bashere—. He oído que el puesto de mando ha caído.

Mat asintió con la cabeza.

—Los seanchan nos han abandonado —dijo.

—¡Maldición! —gritó Bashere—. Por si fuera poco con lo que tenemos encima. Jodidos perros seanchan.

No hubo reacción a esas palabras en los Guardias de la Muerte que acompañaban a Mat.

Las fuerzas de Elayne aguantaban —aunque con apuros— a lo largo de la orilla del río, pero los trollocs empezaban a cercarlas lentamente dando un rodeo río arriba. Las líneas de Elayne sólo aguantaban a fuerza de tenacidad y un entrenamiento excelente. Cada gran formación en cuadro sostenía las picas apuntando hacia afuera, erizada como un puerco espín.

Esas formaciones podrían separarse si Demandred metiera cuñas entre ellas de forma correcta. Mat había empleado cargas de caballería, incluida la andoreña y la de la Compañía, para intentar impedir con rápidos barridos que los trollocs penetraran en los cuadros de picas o que rodearan a Elayne.

El ritmo de la batalla le palpitaba en las yemas de los dedos. Percibía lo que Demandred estaba haciendo. Para cualquier otra persona, probablemente el final de la batalla parecería cosa fácil ahora. Un ataque en masa, romper las formaciones de picas, machacar las defensas de Mat. Pero era mucho más sutil.

Los fronterizos de Lan habían acabado con los trollocs de río arriba, y había que pasarles órdenes. Bien. Mat necesitaba a esos hombres para el siguiente paso de su plan.

Tres de las enormes formaciones de picas habían comenzado a flaquear; pero, si conseguía situar a una o dos encauzadoras en el centro de cada formación, podría reforzarlas. Que la Luz bendijera a quienquiera que estuviera distrayendo a Demandred. Los ataques del Renegado habían destruido formaciones enteras de piqueros. Demandred no tenía que matar a los hombres de uno en uno: le bastaba con lanzar ataques con el Poder Único para destrozar la formación. Así los trollocs podían machacarlos.

—Bashere —dijo Mat—, decidme por favor que alguien tiene noticias de vuestra hija.

—Nadie sabe nada de ella —repuso Deira—. Lo siento.

«Maldición —pensó Mat—. Pobre Perrin.»

Y pobre de él. ¿Cómo iba a hacer esto sin el Cuerno? Luz. Ni siquiera estaba seguro de poder conseguirlo con el jodido Cuerno.

—Id a reuniros con Lan —instruyó Mat mientras cabalgaba—. Está río arriba. ¡Decidle que ataque a esos trollocs que intentan rodear el flanco derecho andoreño! Y decidle que dentro de poco tendré órdenes para él.

—Pero yo...

—¡Me trae sin cuidado si os ha tocado la Sombra, puñetas! —exclamó Mat—. Todos hemos tenido los dedos del Oscuro en el corazón, y es la pura verdad. Eso no os impide luchar. ¡Así que cabalgad en busca de Lan y decidle lo que hay que hacer!

Bashere se puso un poco tenso al principio; luego, cosa extraña, sonrió de oreja a oreja bajo el largo y poblado bigote. Malditos saldaeninos. Les gustaba que les gritaran. Las palabras de Mat parecieron infundirle ánimos y salió a galope con su esposa al lado. Ella le dirigió una mirada afectuosa a Mat, lo cual lo hizo sentirse incómodo.

Bien... Necesitaba un ejército. Y un acceso. Necesitaba un jodido acceso.

«Estúpido», se dijo. Había mandado marcharse a las damane. ¿No podría haberse quedado con una al menos? Aunque le ponían la carne de gallina, como si le corrieran arañas por la piel.

Mat sofrenó a Puntos, y los Guardias de la Muerte dejaron de correr y se pararon junto él. Unos cuantos encendieron antorchas. Desde luego, al unirse a él en la lucha contra los sharaníes habían conseguido recibir la paliza que querían. Aunque parecían estar deseosos de castigarse más.

«Allí», pensó Mat, que taconeó a Puntos hacia una fuerza de tropas, al sur de la formación de picas de Elayne: los Juramentados del Dragón. Antes de que los seanchan abandonaran Alcor Dashar, Mat había enviado ese ejército a reforzar las tropas de Elayne.

Todavía no sabía qué pensar de ellos. No había estado en Campo de Merrilor cuando se habían reunido, pero le habían llegado informes. Gentes de toda condición y categoría, de todas las nacionalidades, que se habían unido para luchar en la Última Batalla sin tener en cuenta lealtades o fronteras nacionales. Rand rompía todos los vínculos y juramentos.

Mat cabalgaba a trote rápido a lo largo de la retaguardia de las líneas andoreñas, con los Guardias de la Muerte corriendo para no quedarse atrás. Luz, esas líneas estaban derrumbándose. Eso era malo. En fin, él ya había hecho su apuesta. Ahora lo único que podía hacer era dejar que la batalla siguiera su curso y confiar en que no se desmoronaran demasiado.

Mientras galopaba hacia los Juramentados del Dragón oyó algo incongruente. ¿Un cántico? Mat se paró. Los Ogier se habían quedado aislados en el combate con los trollocs y ahora presionaban a través del cauce seco del río para ayudar en la lucha al flanco izquierdo de Elayne, a través de las ciénagas, e impedir que los trollocs dieran un rodeo por allí.

Aguantaban firmes, tan inamovibles como robles en una inundación, repartiendo hachazos mientras cantaban. Montones de trollocs yacían a su alrededor.

—¡Loial! —gritó Mat, de pie en los estribos—. ¡Loial!

Uno de los Ogier retrocedió alejándose de la lucha y se volvió. Mat se quedó impresionado. Su amigo, por lo general sosegado, tenía las orejas echadas hacia atrás, los dientes apretados con rabia, y en la mano un hacha empapada de sangre. Luz, la expresión de Loial hizo estremecer a Mat. ¡Antes se enfrentaría a diez hombres que creyeran que les había hecho trampas que luchar con un solo Ogier furioso!

Loial les gritó algo a los otros y luego se reunió de nuevo con ellos en la lucha. Siguieron atacando a los trollocs que estaban cerca y haciéndolos pedazos. Trollocs y Ogier eran más o menos de la misma talla, pero de algún modo los Ogier parecían descollar, imponentes, sobre los Engendros de la Sombra. No luchaban como soldados, sino como leñadores que talaran árboles. Tajo a un lado, luego al siguiente, derribando trollocs. Pero Mat sabía que los Ogier detestaban talar árboles, mientras que, por lo visto, disfrutaban derribando trollocs.

Los Ogier machacaron al pelotón de trollocs con el que luchaban, y los pocos supervivientes huyeron. Los soldados de Elayne se adelantaron y rechazaron al resto del ejército adversario. Varios cientos de Ogier regresaron junto a Mat, quien advirtió que entre ellos había bastantes Ogier seanchan, los Jardineros. Él no había dado esa orden. Los dos grupos combatían juntos, pero casi ni se miraban entre ellos.

Todos, varones o hembras, tenían numerosos cortes en brazos y piernas. No llevaban armadura, pero muchos de esos cortes parecían superficiales, como si su piel tuviera la consistencia de una corteza.

Loial se acercó a Mat y a los Guardias de la Muerte echándose el hacha el hombro; tenía los pantalones oscurecidos hasta el muslo, como si hubiera caminado a través de vino.

—Mat —saludó el Ogier, haciendo una profunda inhalación—, hemos hecho lo que nos pediste, luchar aquí. Ningún trolloc consiguió traspasar nuestra posición.

—Lo habéis hecho bien, Loial. Gracias.

Esperó una respuesta. Algo prolijo y entusiasmado, sin duda. Loial se limitó a inhalar y exhalar aire con unos pulmones que podrían contener suficiente aire para llenar una habitación. Ni una palabra. Los que lo acompañaban, aunque muchos eran mayores que Loial, tampoco hablaron. Algunos enarbolaban antorchas. El brillo del sol se había desvanecido tras el horizonte. La noche ya había caído sobre ellos.

Ogier silenciosos. Eso era extraño en verdad. Ogier en guerra, sin embargo..., era algo que Mat jamás había visto. No guardaba memoria de nada así en los recuerdos que no eran suyos.

—Os necesito —dijo—. Tenemos que darle la vuelta a esta batalla o estaremos acabados. Vamos.

—¡Órdenes del Tocador del Cuerno! —bramó Loial—. ¡Arriba las hachas!

Mat hizo una mueca y se encogió. Si alguna vez necesitaba que alguien transmitiera un mensaje a viva voz desde Caemlyn a Cairhien, ya sabía a quién pedírselo. Sólo que, probablemente, lo oirían también hasta en la Llaga.

Taconeó a Puntos para que se pusiera en marcha, y los Ogier los rodearon a él y a los Guardias de la Muerte. Los Ogier no tuvieron problema para llevar el paso.

—Enaltecido Señor —dijo Karede—, a los míos y a mí nos ordenaron...

—Que fueseis a morir al frente. Estoy en ello, puñetas. Karede, ten la bondad de mantener la espada lejos de tu barriga de momento.

La expresión del hombre se ensombreció, pero se calló.

—En realidad, ella no quiere que mueras, lo sabes, ¿no? —dijo Mat. No podía añadir nada más sin revelar el regreso planeado de Tuon.

—Si mi muerte sirve a la emperatriz, así viva para siempre, entonces daré mi vida de buena gana.

—Estás mal de la cabeza, Karede. Por desgracia, yo también. Así que estás en buena compañía. ¡Eh, los de ahí! ¿Quién manda esa fuerza?

Habían llegado a la retaguardia, donde se encontraban las tropas de reserva de los Juramentados del Dragón, los heridos y los que descansaban de su turno en el frente.

—Milord —dijo uno de los exploradores—, la comanda lady Tinna.

—Ve a buscarla —ordenó Mat.

Esos dados no dejaban de repicar dentro de su cabeza. También sentía un tirón desde el norte, insistente, como si unos hilos ceñidos al pecho halaran de él.

«Ahora no, Rand —pensó—. Estoy muy ocupado, maldita sea.»

No surgieron colores, sólo oscuridad. Negra como el corazón de un Myrddraal.

«Ahora... no...» Desechó la visión.

Tenía trabajo que hacer allí. Tenía un plan. Oh, Luz; que funcionara, por favor...

Tinna resultó ser una muchacha bonita, más joven de lo que él esperaba, alta, de extremidades fuertes. Llevaba el largo cabello castaño recogido en una cola, aunque algunos rizos parecían querer soltarse aquí y allí. Vestía polainas y ya había participado en la lucha a juzgar por esa espada a la cadera y la oscura sangre trolloc en las mangas.

Se acercó a caballo hasta él y lo miró de arriba abajo con ojos expertos.

—Por fin os acordáis de nosotros, ¿verdad, lord Cauthon?

Sí, definitivamente esa chica le recordaba a Nynaeve. Mat alzó la mirada hacia los Altos. La lucha de fuego entre Aes Sedai y sharaníes allí arriba se había vuelto turbulenta.

«Más vale que venzas, Egwene. Cuento contigo.»

—Tu ejército —dijo Mat, dirigiéndose a Tinna—. ¿Es cierto que algunas Aes Sedai se unieron a vosotros?

—Algunas, sí —contestó ella con cautela.

—¿Eres una de ellas?

—Exactamente no.

—¿Exactamente no? ¿Qué quieres decir con eso? Mira, mujer, necesito un acceso. Si no tenemos uno, esta batalla podría perderse. Por favor, dime que tenemos algunas encauzadoras aquí que pueden situarme donde he de ir.

—No es mi intención irritaros, lord Cauthon. —Apretó los labios—. — Las viejas costumbres son como fuertes ataduras, y he aprendido a no hablar de ciertas cosas. Me echaron de la Torre Blanca por... motivos complicados. Lo siento, pero no conozco el tejido de Viajar. Sé a ciencia cierta que la mayoría de las que se unieron a nosotros son demasiado débiles para realizar ese tejido. Requiere manejar mucho Poder Único, tanto que supera la capacidad de muchas que...

—Para hacer uno, yo tengo capacidad.

Una mujer de rojo, que estaba agachada en las líneas de heridos —al parecer, Curando—, se incorporó. Era delgada y huesuda, y con una expresión avinagrada, pero la alegría de Mat al verla fue tanta que la habría besado. Como besar cristales rotos, eso era lo que habría sido. De todos modos lo habría hecho.

—¡Teslyn! —gritó—. ¿Qué hacéis aquí?

—Luchar en la Última Batalla, me parece que hago —contestó mientras se sacudía las manos—. ¿Y no es eso lo que hacemos todos?

—Pero ¿con Juramentados del Dragón? —se extrañó Mat.

—No encontré que la Torre Blanca fuera un lugar cómodo cuando regresé, no —dijo la mujer—. Ha cambiado, vaya que sí. Así que aproveché para venir aquí, donde la necesidad era mayor. ¿Cómo quieres el acceso? ¿De qué tamaño?

—Lo bastante grande para trasladar tantos efectivos de esta fuerza como podamos, Juramentados del Dragón, los Ogier y este escuadrón de caballería de la Compañía de la Mano Roja —enumeró Mat.

—Necesitaré un círculo, Tinna —declaró Teslyn—. Nada de protestar que no puedes encauzar; lo percibo en ti, y aquí todas las previas lealtades y juramentos para nosotras están rotos. Reúne a las mujeres. ¿Adónde vamos, Cauthon?

—A la cumbre de los Altos —repuso Mat con una sonrisa.

—¡Los Altos! —exclamó Karede—. Pero si abandonasteis esa posición al inicio de la batalla. ¡Se la entregasteis a los Engendros de la Sombra!

—Sí, lo hice.

Y ahora... Ahora tenía una oportunidad de poner fin a aquello. Las fuerzas de Elayne aguantaban a lo largo del río, Egwene luchaba al oeste... Él tenía que tomar la parte septentrional de los Altos. Sabía que con la marcha de los seanchan y la mayoría de sus tropas enzarzadas alrededor de la zona baja de los Altos, Demandred enviaría una fuerza numerosa de sharaníes y trollocs a través de la cumbre hacia el nordeste para descender con un giro, cruzar el cauce del río y salir por detrás del ejército de Elayne. Los ejércitos de la Luz quedarían rodeados y a merced de Demandred. Su única opción era impedir que las tropas del Renegado bajaran de los Altos, a despecho de su superioridad numérica. Luz. Era una apuesta arriesgada, pero a veces uno tenía que jugárselo todo a una carta.

—Nos estáis dispersando de un modo que puede ser peligroso —dijo Karede—. Lo arriesgáis todo al mover ejércitos que hacen falta aquí para subir a los Altos.

—Querías ir al frente, ¿no? —replicó Mat—. Loial, ¿estáis con nosotros?

—¿Un ataque al núcleo central del enemigo, Mat? —preguntó Loial, que levantó el hacha—. No será el peor sitio en el que me he encontrado siguiéndoos a cualquiera de vosotros tres. Confío en que Rand esté bien. Es lo que tú crees, ¿verdad?

—Si Rand hubiera muerto, lo sabríamos —afirmó Mat—. Esta vez tendrá que componérselas sin que Matrim Cauthon vaya a salvarlo. ¡A ver ese acceso, Teslyn! Tinna, organiza a tus fuerzas. Que estén prontas para cargar a través del acceso. ¡Hemos de tomar la vertiente norte de los Altos con rapidez y resistir, nos lance lo que nos lance la Sombra!


Egwene abrió los ojos. Aunque no tendría que estar en una habitación, se encontraba tumbada en una. Además era un cuarto lujoso. El aire fresco olía a sal, y ella yacía en un mullido colchón.

«Debo de estar soñando», pensó. O quizás había muerto. ¿Explicaría eso el dolor? Un dolor horrible. La nada sería mejor, mucho mejor, que ese dolor espantoso.

Gawyn había muerto. Y a ella le habían arrancado de cuajo una parte de sí misma.

—Se me olvida lo joven que es —llegó un susurro a través de la habitación. Era una voz conocida. ¿Silviana?—. Cuida de ella. Yo he de regresar a la batalla.

—¿Cómo va?

Esa voz también le resultaba conocida a Egwene. Rosil, del Amarillo. Había ido a Mayene con las novicias y Aceptadas para ayudar con la Curación.

—¿La batalla? Mal. —Silviana no era de las que ponían paños calientes—. Cuídala, Rosil. Es fuerte, y sé que saldrá de ésta, pero siempre queda la preocupación.

—He ayudado antes a mujeres que perdieron a sus Guardianes, Silviana —dijo Rosil—. Te aseguro que sé lo que me hago. En los próximos días no tendrá ánimo para nada, pero después empezará a recobrarse.

—Ese chico... —Silviana resopló—. Tendría que haberme dado cuenta de que la destrozaría, tendría que haberlo pillado por la oreja y llevado a una granja lejana para ponerlo a trabajar durante la próxima década.

—No es fácil controlar el corazón, Silviana.

—Los Guardianes son una debilidad —sentenció Silviana—. Eso es lo único que han sido y lo único que serán. Ese muchacho... Ese estúpido muchacho...

—Ese estúpido muchacho me salvó la vida de los asesinos seanchan —dijo Egwene—. No estaría aquí hoy para llorarlo si él no lo hubiera hecho. Te sugiero que recuerdes eso, Silviana, cuando hables de los muertos.

Las otras se quedaron calladas. Egwene trató de sobreponerse al dolor de la pérdida. Estaba en Mayene, desde luego. Silviana la habría llevado con las Amarillas.

—Lo recordaré, madre —repuso Silviana. De hecho, se las arregló para decirlo en tono contrito—. Que descanséis. Yo me...

—Descansar es para los muertos, Silviana. —Egwene se sentó en la cama.

Silviana y Rosil se encontraban en la puerta de la hermosa habitación, que tenía colgaduras de tela azul bajo el techo adornado con incrustaciones de madreperla. Las dos mujeres se cruzaron de brazos y le dirigieron una mirada severa.

—Habéis pasado por algo extremadamente doloroso, madre —le recordó Rosil. Cerca de la puerta, Leilwin montaba guardia—. La pérdida de un Guardián basta para inmovilizar a cualquier mujer. No es censurable sumirse en el pesar hasta superarlo.

—Egwene al’Vere puede sumirse en el pesar —replicó Egwene al tiempo que se ponía de pie—. Egwene al’Vere ha perdido al hombre que amaba y lo sintió morir a través del vínculo. La Amyrlin se compadece de ella, como se compadecería de cualquier Aes Sedai que afrontara semejante pérdida. Pero, ante la Última Batalla, la Amyrlin esperaría que esa mujer sacara fuerzas de flaqueza y volviera a la batalla.

Cruzó la estancia, y cada paso que daba era más firme. Tendió la mano a Silviana y señaló con la cabeza el sa’angreal de Vora que la Guardiana de las Crónicas sostenía en la mano.

—Voy a necesitar eso —dijo.

Silviana vaciló.

—A menos que queráis descubrir cuán en forma estoy en este momento, no aconsejaría la desobediencia —advirtió con suavidad.

Silviana miró a Rosil, que suspiró y asintió con la cabeza de mala gana. Silviana le tendió la vara.

—No apruebo esto, madre —manifestó Rosil—. Pero si insistís...

—Insisto —la interrumpió.

—Entonces os haré una sugerencia. La emoción alcanzará cotas que podrían machacaros. Ése es el peligro. Ante la muerte de un Guardián, conectar al Saidar resulta difícil. Si lo conseguís, es probable que no podáis alcanzar la serenidad Aes Sedai. Eso puede ser peligroso. Muy peligroso.

Egwene se abrió al Saidar. Como Rosil había apuntado, abrazar la Fuente le costaba trabajo. Arrolladoras, demasiadas emociones se disputaban su atención y ahuyentaban la serenidad. Enrojeció cuando falló por segunda vez.

Silviana abrió la boca, sin duda para sugerirle que se sentara otra vez. En ese momento Egwene tocó el Saidar, floreció el capullo en su mente y el Poder Único entró a raudales en ella. Lanzó una mirada desafiante a Silviana y después empezó a tejer un acceso.

—No habéis oído el resto de mi consejo, madre —dijo Rosil—. No podréis desechar las emociones que os afligen. No del todo. La única opción que tenéis para ahogar esas emociones dolorosas no es cómoda. Debéis recurrir a emociones más intensas.

—Eso no tendría que presentar ninguna dificultad —contestó Egwene.

Respiró hondo y absorbió más Poder Único. Se permitió sentir rabia. Ira hacia los Engendros de la Sombra que amenazaban el mundo, cólera contra ellos por haberle arrebatado a Gawyn.

—Necesitaré unos ojos que me guarden —añadió, en desafío a las palabras previas de Silviana. Gawyn no había sido una debilidad para ella—. Voy a necesitar otro Guardián.

—Pero... —empezó Rosil.

Egwene la hizo callar con una mirada. Sí, la mayoría de las mujeres esperaban. Sí, Egwene al’Vere sufría por su pérdida, y a Gawyn nadie podría reemplazarlo jamás. Pero ella creía en los Guardianes. La Sede Amyrlin necesitaba que alguien le guardara las espaldas. Aparte de eso, toda persona con un vínculo de Guardián era un luchador mejor que quienes no lo tenían. Estar sin Guardián era negarle a la Luz otro soldado.

Había una persona allí que le había salvado la vida.

«No —objetó una parte de Egwene mientras detenía la mirada en Leilwin—. Una seanchan no.»

Pero otra parte de ella, la Amyrlin, se rió.

«Deja de comportarte como una chiquilla.» Tendría un Guardián.

—Leilwin Sin Barco —dijo en voz alta—, ¿quieres aceptar ese cometido?

La mujer se arrodilló e inclinó la cabeza.

—Yo... Sí.

Egwene ejecutó el tejido del vínculo. Leilwin se puso de pie con un aspecto menos fatigado e hizo una profunda inhalación. Egwene abrió un acceso al otro lado de la habitación y después utilizó su conocimiento inmediato de la estancia para abrir otro a donde los suyos combatían. El estruendo de armas chocando contra escudos, de explosiones y de gritos entró en tromba por el acceso.

Egwene regresó a los campos de muerte llevando consigo la cólera de la Amyrlin.


Demandred era un maestro espadachín. Galad había imaginado que tal sería el caso, pero prefería confirmar sus suposiciones.

Los dos danzaron adelante y atrás dentro del círculo de sharaníes que presenciaban el duelo. Galad llevaba una armadura más ligera —cota de malla debajo del tabardo— y se movía con más rapidez. Las monedas entrelazadas que protegían a Demandred pesaban más que una simple cota, pero eran más eficaces contra una espada.

—Eres mejor que tu hermano —dijo el Renegado—. A él lo maté con facilidad.

Su adversario intentaba encolerizarlo, pero no tuvo éxito. Galad avanzó. Cauteloso, frío. El cortesano golpea ligeramente el abanico. Demandred respondió con algo muy similar a El halcón se inclina y desvió su ataque; luego retrocedió y caminó alrededor del perímetro del círculo, con la espada extendida al costado, apuntando hacia afuera. Al principio había hablado mucho. Ahora sólo lanzaba alguna que otra pulla de vez en cuando.

Giraron el uno en torno al otro en la oscuridad alumbrada por antorchas que sostenían los sharaníes. Una vuelta. Dos.

—Oh, vamos —lo animó Demandred—. Estoy esperando.

Galad siguió callado. Cada instante que lo entretenía era un instante en el que Demandred no arrojaba destrucción sobre los ejércitos de Elayne. El Renegado pareció darse cuenta de ello, pues se abalanzó con rapidez. Tres golpes: hacia abajo, lateral, de revés. Galad los detuvo todos con tal celeridad que apenas podía seguirse el movimiento de los brazos.

Algo se movió a un lado. Era una roca lanzada por Demandred con el Poder. Galad la esquivó por poco y después levantó la espada para detener los golpes que llegaron a continuación. Arremetidas feroces hacia abajo y El jabalí baja corriendo la montaña, que chocaron contra la espada de Galad. Aguantó eso, pero no pudo detener el siguiente giro de espada, que le cortó el antebrazo.

Demandred se retiró hacia atrás con la hoja de la espada goteando sangre de Galad. Caminaron de nuevo uno alrededor del otro. Galad sentía la calidez de la sangre dentro del guante, donde había escurrido por el brazo abajo. La pérdida de sangre, aunque no fuera mucha, restaba rapidez de reflejos a un hombre y lo debilitaba.

Galad inhaló y exhaló mientras desechaba pensamientos, preocupaciones. Cuando Demandred atacó de nuevo, Galad se anticipó desplazándose hacia un lado y descargando un golpe a dos manos que llegó al cuero de la parte trasera de la rodillera del Renegado. La espada rebotó en la armadura, pero aun así cortó. Al girar sobre sí mismo con rapidez, Galad vio que Demandred cojeaba.

—Me has hecho sangrar —dijo—. Había pasado mucho tiempo desde que alguien lograba hacerlo.

El suelo empezó a subir y a bajar y a resquebrajarse debajo de Galad. Desesperado, saltó hacia adelante, acercándose al Renegado para forzarlo a que dejara de encauzar si no quería perder también el equilibrio. El Renegado gruñó y descargó un tajo lateral, pero Galad había salvado la defensa de su enemigo, dentro ya del arco trazado por la espada.

Demasiado próximos para blandir la espada, Galad levantó el arma y la estrelló —con el pomo por delante— en la cara de Demandred. El Renegado le asió la mano con la suya, pero Galad agarró a Demandred por el yelmo y lo sujetó con fuerza tratando de taparle los ojos con él. Entre gruñidos, los dos hombres se quedaron trabados, sin moverse.

Entonces, con un sonido nauseabundo, Galad oyó con claridad cómo se desgarraba el músculo donde había recibido la herida del brazo. La espada resbaló de los dedos insensibles, el brazo se le contrajo de forma espasmódica, y Demandred lo empujó hacia atrás y atacó con un golpe de espada relampagueante.

Galad se derrumbó de rodillas. El brazo derecho —cortado por el hombro con el tajo de Demandred— cayó al suelo delante de él.

Demandred se apartó, jadeante. Había estado preocupado. Bien. Galad se agarró el muñón sangrante y luego escupió a los pies del Renegado.

El Renegado resopló con desdén y blandió la espada una vez más.

Todo se volvió negro.


Androl se sentía como si hubiera olvidado lo que era respirar aire limpio. La tierra a su alrededor ardía lentamente y se estremecía, el humo se arremolinaba con el viento, que arrastraba el hedor de cuerpos quemándose.

Buscando a Taim, otros y él se habían desplazado hacia el lado occidental a través de la cumbre de los Altos. La mayor parte del ejército sharaní combatía allí contra las fuerzas de la Torre Blanca.

Grupos de encauzadores se arrojaban fuego de un bando a otro, por lo que Androl cruzó solo el horrendo panorama. Encorvado, pasó por zonas de suelo humeante tratando de aparentar ser un hombre herido que intentaba llegar a terreno seguro. Todavía llevaba el rostro de Nensen, pero con la cabeza gacha y la postura inclinada eso poco importaba.

Percibió una repentina alarma en Pevara, que avanzaba sola a corta distancia.

¿Qué pasa?, transmitió. ¿Te encuentras bien?

Tras un momento de tensión, le llegaron los pensamientos de la mujer.

Estoy bien. Un sobresalto por algunos sharaníes. Los convencí de que era uno de los suyos antes de que atacaran.

Lo extraordinario es que alguien sepa distinguir amigo de enemigo aquí, transmitió Androl. Ojalá que Emarin y Jonneth estuvieran a salvo. Los dos se habían ido juntos, pero si...

Se quedó inmóvil. Un poco más adelante, a través del humo arremolinado, vio un círculo de trollocs que protegían algo. Se encontraban en un afloramiento rocoso que sobresalía de la ladera como el asiento de una silla.

Avanzó cautelosamente, con la esperanza de echar una ojeada a hurtadillas.

¡Androl! La voz de Pevara en la mente le dio un susto tremendo.!

¿Qué?

Algo te había alarmado. Es lo que me hizo reaccionar así, dijo ella.

He encontrado algo. Sólo será un momento, respondió tras respirar despacio varias veces para tranquilizarse. De hecho se acercó lo bastante para notar que dentro del círculo se estaba encauzando. No sabía si...

Los trollocs se apartaron cuando alguien bramó una orden desde el interior de grupo. Mishraile se asomó y al verlo se puso ceñudo.

—¡Sólo es Nensen!

El corazón empezó a latirle desbocado a Androl.

Un hombre de negro se volvió dejando de contemplar la batalla. Taim. En las manos llevaba un disco delgado en blanco y negro. Lo frotaba con el pulgar mientras inspeccionaba el campo de batalla con gesto desdeñoso, como mostrando desprecio por los encauzadores inferiores que luchaban con esfuerzo todo en derredor.

—¿Y bien? —espetó a Androl mientras se volvía y guardaba el disco en una bolsita que llevaba a la cintura.

—He visto a Androl —dijo Androl, reaccionando con rapidez. Luz, los otros esperaban que se acercara, así que lo hizo. Pasó entre los trollocs, metiéndose en las fauces de la bestia. Si pudiera acercarse lo suficiente...—. Lo seguí un trecho.

Nensen tenía la voz grave, algo ronca, y Androl hizo cuanto pudo para imitarla. Pevara podría haber incluido la voz en el tejido, pero no sabía muy bien cómo hacerlo.

—¡Me trae sin cuidado ése! Estúpido. ¿Qué hace Demandred?

—Me vio —contestó Androl—. No le gustó que estuviera por allí. Me ordenó que volviera contigo y amenazó que, si nos veía a cualquiera de nosotros fuera de esta posición, lo mataría.

Androl... transmitió Pevara, preocupada. No podía perder la concentración para responder a la mujer. Hubo de hacer acopio de valor para acercarse a Taim. Éste se frotó la frente con dos dedos y cerró los ojos.

—Y yo que pensaba que podrías hacer algo tan sencillo —dijo y a continuación creó un tejido complejo de Energía y Fuego que lo golpeó como una víbora.

El dolor le subió por el cuerpo de repente, empezando por los pies y ascendiendo veloz por las extremidades. Androl gritó y cayó al suelo.

—¿Te ha gustado eso? —preguntó Taim—. Lo aprendí de Moridin. Creo que intenta ponerme en contra de Demandred.

Androl gritó con su propia voz. Eso lo aterró, pero los otros no parecieron darse cuenta. Cuando Taim soltó por fin el tejido, el dolor remitió. Androl se quedó postrado en el sucio suelo, con las extremidades sacudidas todavía por espasmos en respuesta al dolor que su cerebro aún recordaba.

—Levántate —gruñó Taim.

Androl empezó a incorporarse a trompicones.

Voy hacia allí, transmitió Pevara.

Quédate donde estás, repuso él. Luz, qué desvalido se sentía. Al levantarse chocó con Taim; las piernas se negaban a funcionar como deberían.

—Estúpido. —Taim lo apartó de un empellón y Mishraile lo sujetó—. Estate quieto.

Taim empezó otro tejido. Androl intentó prestar atención, pero estaba demasiado nervioso para captar los detalles del tejido, que flotó delante de él y después se enroscó a su alrededor.

—¿Qué haces? —exclamó.

No tuvo que fingir el temblor en la voz. Aquel dolor...

—¿Dijiste que viste a Androl? —contestó Taim—. Pues bien, te pongo la Máscara de Espejos e invierto el tejido para hacer que te parezcas a él. Quiero que finjas que eres el paje. Encuentra a Logain y mátalo. Usa un cuchillo o un tejido, me da lo mismo.

—¿Has hecho que me parezca a... Androl? —preguntó.

—Androl es uno de los perros fieles de Logain —dijo Taim—. No sospechará de ti. Lo que te pido es algo excepcionalmente fácil, Nensen. ¿Crees que, por una vez, podrás evitar que acabe en un desastre?

—Sí, M’Hael.

—Bien. Porque, si fallas, te mataré. —El tejido se colocó y desapareció.

Mishraile gruñó, soltó a Androl y se apartó de él.

—Creo que Androl es más feo, M’Hael —opinó.

Taim resopló con sorna y luego hizo un gesto con la mano a Androl.

—Vale así —dijo—. Quítate de mi vista. Regresa con la cabeza de Logain o no vuelvas.

Androl se alejó a trompicones, respirando con dificultad, sintiendo los ojos de los otros en la espalda. Una vez que estuvo a una distancia segura, se metió detrás de un arbusto que estaba quemado en su mayor parte, y casi tropezó con Pevara, Emarin y Jonneth, que se habían escondido allí.

—¡Androl! —susurró Emarin—. ¡Tu disfraz! ¿Qué ha pasado? ¿Ése era Taim?

Androl se sentó encogido e intentó aquietar los latidos del corazón. Luego sostuvo en alto la bolsita que le había quitado a Taim del cinturón cuando, al incorporarse, se tambaleó contra él.

—Era Taim, sí. No vais a creerlo, pero...


Sentado a lomos de Poderoso, Arganda sostuvo el trozo de papel en el hueco de la mano y sacó de un bolsillo la lista de códigos. Esos trollocs seguían lanzando flechas. Hasta ahora, había evitado que le diera alguna. Al igual que la reina Alliandre, que todavía cabalgaba con él. Al menos había accedido a permanecer más atrás con sus fuerzas de reserva, donde se hallaba más protegida.

Además de la Legión del Dragón y los fronterizos, su fuerza, junto con la Guardia del Lobo y los Capas Blancas, se habían desplazado río abajo tras la batalla en las ruinas. Él contaba con más soldados de infantería que los otros, y los habían seguido más despacio.

Allí habían encontrado lucha de sobra con los trollocs y los sharaníes que intentaban rodear los ejércitos de Andor por el cauce seco del río. Arganda llevaba combatiendo allí unas cuantas horas, y ahora la puesta de sol daba paso a las sombras. No obstante, se había retirado en cuanto recibió el mensaje.

—Qué jodida letra más horrible —rezongó mientras volvía hacia la antorcha la pequeña lista de códigos.

Las órdenes eran auténticas. O eso, o era que alguien había descifrado el código.

—¿Y bien? —preguntó Turne.

—Cauthon está vivo —dijo Arganda con un gruñido.

—¿Dónde está?

—No lo sé. —Arganda dobló el papel y guardó los códigos—. El— mensajero dijo que Cauthon abrió un acceso delante de él, le lanzó la carta a la cara y le dijo que me buscara.

Arganda giró hacia el sur y escudriñó en la oscuridad. Preparándose para la noche, sus hombres habían llevado aceite a través de accesos y habían prendido fuego a los montones de madera. A la luz de las hogueras, alcanzó a ver a los hombres de Dos Ríos que se encaminaban hacia allí, como decían las órdenes.

—¡Eh, Tam al’Thor! —llamó Arganda al tiempo que alzaba una mano.

No había visto a su comandante desde que se habían separado tras la batalla en las ruinas, horas atrás.

Los hombres de Dos Ríos parecían tan agotados como se sentía el propio Arganda. Había sido un día muy, muy largo y la batalla no había acabado ni mucho menos.

«Ojalá estuviera aquí Gallenne —pensó, observando a los trollocs en el río en tanto que los hombres de al’Thor se acercaban—. Me vendría bien tener alguien con quien discutir.»

Justo río abajo se oían gritos y entrechocar armas donde las formaciones de picas andoreñas aguantaban —a duras penas— las oleadas de trollocs. A esas alturas, la batalla se había ido extendiendo a lo largo del Mora, casi hasta Alcor Dashar. Sus hombres habían ayudado a evitar que el enemigo flanqueara a los andoreños.

—¿Qué noticias hay, Arganda? —preguntó Tam cuando llegó.

—Cauthon está vivo —contestó Arganda—. Y eso es sorprendente si tenemos en cuenta que alguien hizo saltar por el aire el jodido puesto de mando, le prendió fuego al pabellón, mató a un puñado de esas damane, y ahuyentó a su esposa. Cauthon salió de allí de algún modo.

—¡Ja! —exclamó Abell Cauthon—. Ése es mi muchacho.

—Me dijo que veníais —dijo Arganda—. Y que tendríais flechas. ¿Es verdad?

—Sí. Las últimas órdenes recibidas nos enviaron a través de un acceso a Mayene para recibir la Curación y para reabastecernos. Ignoro cómo supo Mat que venían más flechas, pero llegó un cargamento de las mujeres de Dos Ríos justo cuando nos preparábamos para regresar aquí. Tenemos arcos largos para que los uséis, si los necesitáis.

—Sí, los necesitamos. Cauthon quiere que todas nuestras tropas regresen río arriba, a las ruinas, que crucemos el cauce del río y marchemos hacia los Altos desde la ladera nororiental.

—No sé bien a qué viene eso, pero supongo que él sabe lo que se hace... —masculló Tam.

Juntas, sus fuerzas se desplazaron río arriba dejando atrás a los combatientes andoreños, cairhieninos y Aiel.

«Que el Creador os dé cobijo, amigos», pensó Arganda.

Cruzaron el cauce del río y empezaron a ascender por la vertiente nororiental. Arriba, a ese lado de los Altos, estaba silencioso, pero el brillo de las hileras de antorchas era evidente.

—Esto va a ser un hueso duro de roer si esos sharaníes están ahí arriba —dijo Tam en voz baja, puesta la mirada en la oscura ladera.

—Cauthon decía en la nota que tendríamos ayuda —informó Arganda.

—¿Qué clase de ayuda?

—No lo sé. No decía...

Un trueno cercano lo interrumpió, y Arganda torció el gesto. Se suponía que la mayoría de los encauzadores luchaban al otro lado de los Altos, pero eso no significaba que no fuera a haber ninguno allí. Odiaba esa sensación, la impresión de que un encauzador podía estar observándolo y decidiendo si matarlo con fuego, rayos o tierra.

Encauzadores. Definitivamente, el mundo estaría mucho mejor sin ellos. Pero resultó que ese sonido no era de un trueno. Un grupo de jinetes a galope que portaba antorchas apareció saliendo de la noche y cruzó el cauce del río para unirse a Arganda y sus hombres. El estandarte de la Grulla Dorada ondeaba en el centro de otras banderas fronterizas.

—¡Que me convierta en un jodido trolloc! —gritó Arganda—. ¿Los fronterizos habéis decidido uniros a nosotros?

Lan Mandragoran saludó y la plateada espada fulgió a la luz de las antorchas.

—Así que vamos a luchar aquí —dijo, mientras echaba una ojeada vertiente arriba.

Arganda asintió con un cabeceo.

—Bien. Acabo de recibir información sobre un gran ejército sharaní moviéndose hacia el nordeste a través de la cumbre de los Altos. Para mí es evidente que quieren dar un rodeo por detrás de los nuestros que combaten a los trollocs en el río; entonces quedarían rodeados y a su merced. Parece que nuestro trabajo es impedir que eso ocurra. —Se volvió hacia Tam—. ¿Estáis preparados para debilitarlos para nosotros, arquero?

—Creo que podremos ocuparnos de eso, sí —contestó Tam.

Lan asintió con la cabeza y después alzó la espada. Un malkieri que estaba junto a él ondeó bien alto la Grulla Dorada. Y entonces cargaron cuesta arriba por aquella vertiente. Yendo hacia ellos había un enorme ejército enemigo desplegado en anchas filas a través del paisaje; los millares de antorchas que llevaban iluminaban el cielo.

Tam al’Thor ordenó a voces a sus hombres que se alinearan para disparar.

—¡Ahora!

A su grito, salieron andanada tras andanada de flechas hacia los sharaníes.

Entonces empezaron a volar flechas hacia ellos en respuesta, ahora que la distancia entre los dos ejércitos se había reducido. Arganda supuso que los arqueros no serían tan diestros en la oscuridad como podrían serlo de día, pero eso funcionaría igual para ambos bandos.

Los hombres de Dos Ríos soltaron otra oleada de muerte, flechas tan veloces como alcotanes en picado.

—¡Alto! —gritó Tam a sus hombres.

Dejaron de disparar justo a tiempo para que la caballería de Lan cargara contra las líneas sharaníes debilitadas.

«¿Dónde obtendría Tam su experiencia en batallas?», pensó Arganda mientras recordaba las veces que lo había visto combatir. Él había conocido generales veteranos con mucha menos percepción de un campo de batalla que ese pastor.

Los fronterizos se retiraron para dejar que Tam y sus hombres dispararan más flechas. Después, Tam hizo una señal a Arganda.

—¡Ahora! —gritó Arganda a sus soldados de infantería—. ¡Adelante todas las compañías!

El ataque combinado de arqueros y caballería pesada era poderoso, pero tenía una ventaja limitada una vez que el enemigo fijaba sus defensas. Poco después, los sharaníes tendrían un sólido muro de escudos y lanzas para rechazar a los jinetes, o los arqueros los alcanzarían con sus flechas. Ahí era donde entraba la infantería.

Arganda desenganchó su maza —esos sharaníes llevaban cota de malla y cuero— y la enarboló bien alto para dirigir a sus hombres a través de los Altos. A mitad de camino se encontraron con los sharaníes, que habían avanzado para salirles al paso. Las tropas de Tam eran Capas Blancas, ghealdanos, la Guardia del Lobo de Perrin y la Guardia Alada mayeniense, pero se veían a sí mismos con un ejército. Menos de seis meses atrás Arganda habría jurado por la tumba de su padre que hombres como ésos jamás lucharían juntos, cuanto menos acudir en ayuda unos de otros, como había hecho la Guardia del Lobo cuando los Capas Blancas se vieron superados.

Se oía gritar a algunos trollocs y las bestias empezaron a unirse a los sharaníes. ¡Luz! ¿También trollocs?

Arganda arremetió a uno y otro lado con la maza hasta que el brazo pareció que le ardía; entonces cambió de mano y continuó rompiendo huesos, aplastando manos y brazos hasta que todo el pelaje de Poderoso estuvo salpicado de sangre.

De repente, salieron lanzados destellos de luz desde el lado opuesto de los Altos hacia los andoreños que defendían la zona baja. Arganda apenas reparó en ello, volcado como estaba en la lucha, pero algo en su interior gimió. Demandred debía de haber reanudado sus ataques.

—¡He derrotado a tu hermano, Lews Therin! —retumbó la voz del Renegado a través del campo de batalla, fragorosa como el estampido del relámpago—. ¡Se está desangrando hasta morir, apenas le queda vida!

Arganda hizo recular a Poderoso y giró cuando un enorme trolloc con una cara casi humana apartó de un empellón al sharaní herido que estaba su lado y soltó un bramido. La sangre le manaba de un corte en un hombro, pero no parecía notarlo. Se volvió mientras levantaba un mayal de armas con cadena corta y una cabeza gruesa como un tronco y cubierta de pinchos.

El mayal se estrelló contra el suelo justo al lado de Poderoso y asustó al caballo. Mientras Arganda se esforzaba por controlar al animal, el inmenso trolloc avanzó y asestó con la otra mano un puñetazo en la cabeza de Poderoso tan tremendo que el caballo se fue al suelo.

—¿Es que no te importa nada esta sangre de tu sangre? —tronaba Demandred en la distancia—. ¿No sientes aprecio por aquel que te llamó hermano, este hombre de blanco?

La cabeza de Poderoso se había cascado como un huevo. Las patas del caballo se agitaban con espasmos y sacudidas. Arganda se puso de pie. No recordaba haber saltado de la silla cuando el animal había caído, pero el instinto lo había salvado. Por desgracia, al rodar sobre sí mismo en el suelo se había apartado de sus guardias, que luchaban a vida o muerte contra un grupo de sharaníes.

Sus hombres iban ganando terreno y los sharaníes retrocedían poco a poco. Sin embargo, no le dio tiempo de mirar hacia allí. Tenía encima a ese trolloc. Arganda levantó la maza y alzó la vista hacia la imponente bestia que tenía delante y que sacudía el mayal por encima de su cabeza mientras pasaba sobre el caballo moribundo.

Arganda no se había sentido tan pequeño en toda su vida.

—¡Cobarde! —bramaba Demandred—. ¿Y tú te llamas el salvador de este mundo? ¡Yo reclamo ese título como mío! ¡Enfréntate a mí! ¿Es que voy a tener que matar a este pariente tuyo para hacerte salir?

Arganda hizo una profunda inhalación y a continuación saltó hacia adelante. Imaginó que era lo último que el trolloc esperaba que hiciera. De hecho, el ataque de la bestia le pasó de largo. Arganda consiguió asestarle un golpe contundente en el costado; la maza alcanzó la pelvis del trolloc y rompió hueso.

Entonces el ser le asestó un revés con todas sus fuerzas. A Arganda se le pusieron los ojos en blanco y los ruidos de la batalla se apagaron. Gritos, golpeteo de pisadas, chillidos. Gritos y chillidos. Chillidos y gritos... Nada.

Al cabo de cierto tiempo —no sabía cuánto— sintió que lo levantaban. ¿El trolloc? Parpadeó, decidido a escupir a la cara a su asesino, al menos, pero se encontró con que lo subían a una silla de montar, detrás de al’Lan Mandragoran.

—¿Estoy vivo? —dijo.

Una oleada de dolor en el costado izquierdo le dejó claro que, en efecto, lo estaba.

—Acabasteis con uno grande, ghealdano —repuso Lan, que espoleó a su caballo para ponerlo a galope hacia la retaguardia. Arganda vio que los otros fronterizos cabalgaban con ellos—. El trolloc os golpeó cuando ya estaba en las últimas, pero no pude venir a recogeros hasta que los hicimos retroceder. Lo habríamos pasado mal de no ser porque ese otro ejército sorprendió a los sharaníes.

—¿Otro ejército? —Arganda se tanteó el brazo.—

—Cauthon tenía un ejército al acecho en el lado nororiental de los Altos. Por lo que me pareció ver, eran Juramentados del Dragón y un escuadrón de caballería, probablemente parte de la Compañía. Más o menos cuando estabais peleando con ese trolloc, cayeron sobre los sharaníes por el flanco izquierdo y los dispersaron. Les va a llevar tiempo volver a reagruparse.

—Luz —gimió Arganda.

Notaba que tenía el brazo izquierdo roto. Bueno, estaba vivo. De momento, bastaba con eso. Miró hacia el frente, donde sus soldados todavía mantenían la formación de las líneas. La reina Alliandre cabalgaba entre las filas atrás y adelante, animando a los hombres. Luz. Ojalá la reina hubiera accedido a prestar servicio en el hospital de Mayene.

De momento ahí había tranquilidad; los sharaníes habían recibido un castigo lo bastante duro para obligarlos a replegarse y a dejar un sector de terreno despejado entre los ejércitos oponentes. Probablemente no habían esperado un ataque tan fuerte y tan repentino.

Un momento... Unas sombras se acercaban por la derecha de Arganda, unas figuras enormes que salían de la oscuridad. ¿Más trollocs? Apretó los dientes para aguantar el dolor. Había dejado caer la maza, pero todavía le quedaba el cuchillo que llevaba en la bota. No se iría de este mundo sin..., sin...

«Ogier —comprendió, y parpadeó—. Ésos no son trollocs. Son Ogier.» Los trollocs no llevarían antorchas como hacían esos seres.

—¡Gloria a los constructores! —gritó Lan a los Ogier—. Así que formabais parte del ejército que Cauthon envió a atacar el flanco de los sharaníes. ¿Dónde está? ¡Querría tener unas palabras con él!

Uno de los Ogier soltó una risa estentórea.

—¡No sois el único, Dai Shan! Cauthon se mueve como una ardilla a la caza de frutos secos en la maleza. En cierto momento está aquí, y al siguiente se ha marchado. Tengo que transmitiros que hemos de frenar este avance sharaní cueste lo que cueste.

Más luces destellaron en el lejano lado opuesto de los Altos. Las Aes Sedai y los sharaníes luchaban allí. Cauthon estaba intentando encajonar a las fuerzas de la Sombra. Arganda rechazó el dolor e intentó pensar.

¿Y dónde andaba Demandred? Arganda vio entonces otra oleada de destrucción lanzada por el Renegado que abrasó defensores a través del río. Las formaciones de piqueros habían empezado a desmoronarse; cada estallido de luz mataba a cientos.

—Encauzadores sharaníes a lo lejos por un lado, y uno de los Renegados por el otro —masculló—. ¡Luz! Hasta este instante no he sido consciente de la cantidad de trollocs que hay. Son incontables. —Ahora los— veía, enfrentados a las tropas de Elayne; los destellos de Poder Único mostraban millares de ellos—. Estamos acabados, ¿verdad?

El rostro de Lan reflejaba la luz de las antorchas. Ojos como pizarra, rostro granítico. No le llevó la contraria.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Arganda—. Para vencer... ¡Luz, para vencer tendríamos que batir a estos sharaníes, rescatar a los piqueros, que pronto estarán rodeados por los trollocs, y cada uno de nuestros hombres tendría que matar al menos a cinco de esas bestias!

Tampoco ahora hubo respuesta de Lan.

—Estamos condenados —dijo Arganda.

—En ese caso —respondió Lan—, nos quedamos en terreno alto y luchamos hasta morir, ghealdano. No hay más rendición que la muerte. A muchos hombres les han dado menos opciones.


Los hilos de la posibilidad se le resistían a Rand al tejerlos en el mundo que imaginaba. Ignoraba qué significaba eso. Quizá que lo que pretendía era muy poco probable. Aquello que hacía utilizando hilos para mostrar lo que podía ser, era algo más que una simple ilusión. Implicaba considerar mundos que ya habían sido, mundos que podían ser otra vez. Espejos de la realidad en la que vivía.

No creaba esos mundos. Simplemente... los hacía manifiestos. Obligó a los hilos a abrirse a la realidad que demandaba y, por fin, obedecieron. Una vez más, la oscuridad se hizo luz y la nada se hizo algo.

Entró en un mundo que no conocía al Oscuro.

Eligió Caemlyn como punto de entrada. Quizá porque el Oscuro había usado ese sitio en su última creación, y Rand quería demostrarse a sí mismo que la terrible visión no era inevitable. Necesitaba ver la ciudad otra vez, pero no corrompida.

Caminó por la calzada que pasaba por el palacio y respiró hondo. Los árboles llamados lluvia de oro estaban en flor y los capullos amarillos se derramaban fuera de los jardines colgando por encima de los muros del patio. Los niños jugaban en ellos y lanzaban pétalos al aire.

Ni una sola nube rompía el límpido azul del cielo. Rand miró hacia arriba, alzó los brazos y salió de debajo de las ramas floridas a la cálida luz del sol. No había guardias en las puertas de palacio, sólo un afable criado que respondía a las preguntas de algunos visitantes.

Rand siguió adelante dejando huellas de pétalos dorados conforme se acercaba a la entrada. Una pequeña corrió hacia él y Rand se detuvo, sonriéndole.

Ella se aupó para tocar la espada que Rand llevaba a la cintura. La pequeña parecía confusa.

—¿Qué es? —preguntó al tiempo que alzaba la cabeza para mirarlo con los ojos muy abiertos.

—Una reliquia —susurró Rand.

Las risas de los otros niños hicieron que la pequeña girara la cabeza y se marchara, risueña, cuando uno de los niños lanzó al aire un montón de pétalos.

Rand siguió caminando.

¿ESTO ES LA PERFECCIÓN PARA TI?

La voz del Oscuro sonaba lejana. Podía penetrar esa realidad para hablar con él, pero no podía aparecer allí como había hecho en las otras visiones. Este sitio era su antítesis.

Porque éste sería el mundo que existiría si Rand acababa con él en la Última Batalla.

—Ven y verás —le dijo Rand, sonriente.

No hubo respuesta. Si el Oscuro se acercaba demasiado a esa realidad, dejaría de existir. En aquel lugar Shai’tan había muerto.

Todas las cosas giraban y volvían de nuevo. Ése era el significado de la Rueda del Tiempo. ¿De qué servía ganar una única batalla contra el Oscuro sabiendo que regresaría? Rand podía hacer algo más. Podía hacer... eso que contemplaba.

—Me gustaría ver a la reina —pidió al criado de las puertas de palacio—. ¿Está aquí?

—Imagino que podréis encontrarla en los jardines, joven —repuso el guía.

Miró la espada de Rand, pero sin curiosidad, sin preocupación. En ese mundo los hombres no concebían que una persona quisiera hacer daño a otra. Eso no ocurría.

—Gracias —dijo Rand, que se adentró en palacio.

Los pasillos le resultaban familiares pero, aun así, diferentes. Caemlyn casi había sido arrasado durante la Última Batalla y el palacio había ardido. La reconstrucción se parecía a lo que había sido antes, pero no del todo.

Rand recorrió los pasillos. Algo le preocupaba; algo, en su fuero interno, lo incomodaba. ¿Qué era lo...?

«No te enredes aquí —comprendió—. No seas demasiado complaciente contigo mismo.» Ese mundo no era real, no del todo. No todavía.

¿Podría ser éste un plan del Oscuro? ¿Engañarlo a fin de que creara un paraíso para sí mismo con el resultado de entrar en él y quedar atrapado mientras la Última Batalla proseguía con furia? Había gente que estaba muriendo mientras luchaba.

Debía tener presente eso. No podía dejar que esa fantasía lo consumiera. Pero no fue fácil recordarlo tras entrar en la galería, un largo pasillo bordeado por lo que parecían ventanales. Sólo que no se asomaban a Caemlyn. Eran nuevos portales de cristal que le permitían a uno contemplar otros lugares, como un acceso siempre abierto en su sitio.

Rand pasó uno con vistas al fondo de una bahía donde peces de colores nadaban con movimientos rápidos de un lado para otro. Otro daba a un paisaje de una alta y tranquila pradera en las Montañas de la Niebla. Flores rojas se abrían paso entre la hierba, como motas de pintura esparcida en el suelo tras el trabajo diario de un pintor.

Al otro lado, los ventanales se asomaban a grandes ciudades del mundo. Rand pasó por Tear, donde la Ciudadela era ahora un museo de los tiempos de la Tercera Era, con los Defensores como sus conservadores. Nadie de esta generación había llevado encima un arma jamás, y se quedaban perplejos con los relatos de que sus abuelos habían luchado. Otro mostraba las Siete Torres de Malkier reconstruidas, formidables, pero como un monumento, no como una fortificación. La Llaga había desaparecido al desaparecer el Oscuro, y los Engendros de la Sombra se habían desplomado muertos de inmediato, como si el Oscuro los hubiera tenido vinculados a todos, al igual que un Fado dirigía un pelotón de trollocs.

Las puertas no tenían cerraduras. El sistema monetario casi era una excentricidad caída en el olvido. Los encauzadores ayudaban a crear comida para todo el mundo. Rand pasó por un ventanal que daba a Tar Valon, donde las Aes Sedai Curaban a cualquiera que iba allí y creaban accesos para que la gente se reuniera con sus seres queridos. Todos tenían lo que necesitaban.

Vaciló junto a la siguiente ventana. Se veía Rhuidean. ¿De verdad esa ciudad había estado alguna vez en un desierto? El Yermo florecía, desde Shara hasta Cairhien. Y allí, a través del ventanal, Rand vio Campos de Soras —un bosque de esos árboles de leyenda— que rodeaban la ciudad legendaria. Aunque no oía las voces, vio que los Aiel cantaban.

No más armas. No más lanzas con las que danzar. De nuevo, los Aiel eran un pueblo pacífico.

Siguió adelante. Bandar Eban, Ebou Dar, el continente de Seanchan, Shara. Todas las naciones estaban representadas, aunque en la actualidad la gente no hacía mucho caso de las fronteras. Otra reliquia. ¿A quién le importaba vivir en una u otra nación y por qué alguien iba a querer «poseer» tierras? Había suficiente para todos. El florecimiento del Yermo había proporcionado espacio para nuevas ciudades, nuevas maravillas. Muchos de los ventanales por los que Rand pasaba parecían asomarse a sitios que no conocía, aunque lo complació ver Dos Ríos con un aspecto tan majestuoso, casi como si Manetheren hubiera resurgido.

El último ventanal lo hizo vacilar. Se asomaba a un valle que antaño había sido las Tierras Malditas. Una losa de mármol en el lugar donde un cuerpo había sido incinerado largo tiempo atrás, descansaba allí en soledad. Estaba cubierta de vida: enredaderas, hierba, flores. Una araña peluda del tamaño de la mano de un niño pasó corriendo sobre las piedras.

Era su tumba. El sitio donde habían incinerado su cuerpo tras la Última Batalla. Se quedó largo rato ante aquel ventanal hasta que, por fin, se obligó a seguir adelante; salió de la galería y se encaminó hacia los jardines de palacio. Los criados se mostraron serviciales cada vez que les habló. Nadie cuestionó por qué quería ver a la reina.

Dio por sentado que cuando la encontrara estaría rodeada de gente. Si cualquiera podía ver a la reina, ¿no requeriría que se dedicara todo el tiempo a tal menester? Empero, cuando se acercó a ella la vio sola, sentada en los jardines debajo de las enormes ramas del árbol sora de palacio.

Era un mundo sin problemas. Un mundo donde la gente solucionaba sus discrepancias con facilidad. Un mundo de cooperación, no de controversia. ¿Qué podría necesitar alguien de la reina?

Elayne seguía siendo tan bella como cuando se habían separado la última vez. Ya no estaba embarazada, por supuesto. Habían pasado cien años desde la Última Batalla, pero parecía que no hubiera envejecido un solo día.

Se acercó a ella con la mirada prendida en el muro del jardín del que antaño se había caído; allí se habían visto por primera vez. Los jardines de ahora eran muy diferentes, pero ese muro seguía allí. Había resistido bien el paso del tiempo, así como el impacto de la nueva Caemlyn y la llegada de una nueva era.

Elayne lo miró desde el banco. De inmediato, los ojos se le abrieron de par en par, y se llevó la mano a la boca.

—¿Rand?

Se quedó mirándola con la mano apoyada en el pomo de la espada de Laman. Una postura ceremoniosa. ¿Por qué habría llevado el arma?

—¿Es esto una travesura? Hija, ¿dónde estás? ¿Has usado otra vez la Máscara de Espejos para gastarme una broma?

—No es una broma, Elayne —dijo Rand, que se inclinó delante de ella con una rodilla en tierra y así las cabezas de ambos estuvieron al mismo nivel. La miró a los ojos.

Algo estaba mal.

—¡Oh! Pero ¿cómo es posible? —preguntó ella.

Ésa no era Elayne, ¿verdad? El tono parecía errado, las maneras erróneas. ¿Habría cambiado tanto? Habían pasado cien años.

—Elayne, ¿qué te ha pasado? —inquirió.

—¿Ocurrirme? ¡Nada! Hace un día maravilloso, magnífico. Hermoso y tranquilo. Me encanta sentarme en mis jardines y disfrutar del sol.

Rand frunció el entrecejo. Ese tono afectado, esa reacción banal... Elayne jamás había sido así.

—¡Tendremos que preparar una fiesta! —exclamó Elayne al tiempo que batía palmas—. ¡Invitaré a Aviendha! Es su semana libre de cantar, aunque probablemente estará prestando servicio en la guardería. Por lo general se ofrece como voluntaria allí.

—¿Servicio en la guardería?

—En Rhuidean —dijo Elayne—. A todo el mundo le gusta jugar con los niños, tanto aquí como allí. ¡Hay mucha competencia para cuidar a los pequeños! Pero comprendemos que hay que turnarse.

Aviendha. Atendiendo niños y cantando a los árboles sora. En realidad no había nada de raro en eso. ¿Por qué no iba a disfrutar de tales actividades?

Pero también era erróneo. Estaba convencido de que Aviendha debía de ser una madre maravillosa, pero no la imaginaba deseando pasar todo el día jugando con los hijos de otros...

Rand miró a Elayne a los ojos con intensidad, profundamente. Detrás de ellos, en el fondo, acechaba una sombra. Oh, era una sombra inocente, pero sombra de todos modos. Era como... como esa que...

Como la que había en el fondo de los ojos de alguien que había sido Trasmutado al Oscuro.

Rand se incorporó de un brinco y retrocedió a trompicones.

—¡¿Qué has hecho aquí?! —le gritó al cielo—. ¡Shai’tan! ¡Responde!

Elayne ladeó la cabeza. No parecía asustada. El miedo no existía en ese lugar.

—¿Shai’tan? Juraría que conozco ese nombre. Aunque de hace muchísimo tiempo... A veces soy olvidadiza.

—¡¡SHAI’TAN!! —bramó Rand.

NO HE HECHO NADA, ADVERSARIO. ÉSTA ES TU CREACIÓN. La voz sonaba distante.

—¡Tonterías! ¡La has cambiado! ¡Los has cambiado a todos!

¿CREÍAS QUE APARTARME DE SUS VIDAS NO TENDRÍA REPERCUSIONES EN ELLOS?

Las palabras retumbaron contra Rand. Horrorizado, retrocedió cuando Elayne se levantó del banco, obviamente preocupada por él. Sí, ahora lo veía, veía lo que había detrás de sus ojos. No era ella misma... Y no lo era porque él le había arrebatado la capacidad de serlo.

YO TRASMUTO HOMBRES, dijo Shai’tan. ES CIERTO. NO PUEDEN ELEGIR EL BIEN UNA VEZ QUE LOS HE HECHO MÍOS DE ESE MODO. ¿EN QUÉ SE DIFERENCIA ESTO DE LO QUE HAGO YO, ADVERSARIO?

SI HACES ESTO, SOMOS UNO.

—¡No! —gritó Rand; sujetándose la cabeza con la mano, cayó de rodillas—. ¡No! ¡El mundo sería perfecto sin ti!

PERFECTO. INVARIABLE. MALOGRADO. HAZ ESTO SI QUIERES, ADVERSARIO. ACABANDO CONMIGO, GANARÉ YO.

HAGAS LO QUE HAGAS, GANO YO.

Rand gritó y se hizo un ovillo cuando el siguiente ataque del Oscuro lo acometió. La pesadilla que Rand había creado explotó y los hilos de luz se diseminaron como trazos de humo.

La oscuridad a su alrededor se sacudió y tembló.

NO PUEDES SALVARLOS.

El Entramado —reluciente, vibrante— se enroscó alrededor de Rand otra vez. El Entramado real. La verdad de lo que estaba ocurriendo. Al crear su visión de un mundo sin el Oscuro, había creado algo horrible. Algo espantoso. Algo peor de lo que habría sido antes.

El Oscuro volvió a atacar.


Mat se apartó de la lucha y se apoyó la ashandarei en el hombro. Karede había demandado la ocasión de combatir; cuanto más desesperada la situación, mejor. En fin, el hombre debería estar puñeteramente complacido con esto. ¡Tendría que estar bailando y riendo! Había recibido lo que quería. Luz, vaya si lo había recibido.

Se sentó en un trolloc muerto —el único asiento disponible— y bebió profusamente del odre. Había captado el pulso de la batalla, su ritmo. El compás que marcaba era desesperado. Demandred era listo. No había ido por el cebo que Mat le había puesto en el vado, donde había situado un ejército más pequeño. Demandred había mandado trollocs allí, pero había retenido a sus sharaníes. Si el Renegado hubiera abandonado los Altos para atacar al ejército de Elayne, él habría empujado a sus ejércitos a través de la cumbre de los Altos desde el oeste y el nordeste para machacar a las fuerzas de la Sombra desde atrás. Ahora Demandred intentaba situar sus fuerzas detrás de las de Elayne, y él se lo había impedido de momento. Mas ¿durante cuánto tiempo podría contenerlo?

A las Aes Sedai no les iban bien las cosas. Los encauzadores sharaníes estaban ganando esa batalla.

«Suerte —pensó Mat—. Vamos a necesitarte hoy, y en cantidad. No me abandones ahora.»

Ése sería un final apropiado para Matrim Cauthon. Al Entramado le gustaba burlarse de él. De repente vio la jugarreta que le había gastado al darle suerte cuando no era importante, para después quitársela por completo cuando realmente tenía importancia.

«Rayos y truenos», pensó mientras guardaba el odre, alumbrado por una antorcha que Karede llevaba. Mat no notaba su suerte en ese momento. Eso ocurría a veces. No sabía si lo acompañaba o no.

Bueno, pues si no podían contar con un Matrim Cauthon afortunado, al menos tendrían a un Matrim Cauthon obstinado. No tenía intención de morir ese día. Todavía quedaban danzas que bailar; todavía quedaban canciones que cantar y mujeres que besar. Al menos una.

Se puso de pie y se reunió con los Guardias de la Muerte, los Ogier, el ejército de Tam, la Compañía, los fronterizos; todos los que había situado allí. La batalla se había reanudado y combatían duro; incluso habían hecho retroceder a los sharaníes un par de cientos de pasos. Pero Demandred se había dado cuenta de lo que intentaba y había empezado a mandar vertiente arriba a trollocs que luchaban en el río para que se unieran a la contienda. Era la zona más empinada —la más difícil por la que trepar—, pero el Renegado sabía que tenía que meterle presión.

Esos trollocs eran un verdadero peligro. Había suficientes en el río para poder rodear a Elayne y abrirse paso vertiente arriba hacia la cumbre de los Altos. Si cualquiera de sus ejércitos se venía abajo, estaban perdidos.

En fin, había tirado los dados y había enviado sus órdenes. Ya sólo quedaba luchar, sangrar y confiar.

Un chorro de luz, como fuego líquido, llameó en el lado occidental de los Altos. Gotas ardientes de piedra derretida cayeron por el oscuro aire. Al principio, Mat pensó que Demandred había decidido atacar desde esa dirección, pero el Renegado seguía centrado en destruir a los andoreños.

Otro estallido de luz. Eso había sido donde luchaban las Aes Sedai. En medio de la oscuridad y el humo, a Mat le pareció ver... No, estaba seguro. Eran sharaníes huyendo a través de los Altos, del oeste al este. Mat se sorprendió sonriendo.

—Mirad —dijo, al tiempo que daba una palmada a Karede en el hombro para atraer la atención del hombre.

—¿Qué es?

—No lo sé, pero está prendiendo fuego a los sharaníes, así que creo poder decir que me gusta. ¡Sigamos luchando!

Condujo a Karede y a los otros en otra carga contra los soldados sharaníes.


Olver caminaba doblado bajo el peso del haz de flechas atadas a la espalda. Tenían que cargar con peso real; había insistido en ello. ¿Qué ocurriría si alguna persona de la Sombra inspeccionaba la mercancía y descubría que su haz iba relleno de ropa por dentro?

Setalle y Faile no tenían por qué mirarlo de continuo, como si fuera a romperse en cualquier momento. El bulto no era tan pesado. Por supuesto, eso no iba a impedirle exprimir toda la compasión posible de Setalle cuando hubieran regresado. Tenía que practicar ese tipo de cosas o acabaría siendo tan patético como Mat.

La fila siguió adelante hacia el puesto de abastecimiento de las Tierras Malditas, y, a medida que avanzaban, Olver admitió para sus adentros que no le habría importado que el haz pesara un poco menos. Y no porque estuviera cansado. ¿Cómo iba a luchar si tenía que hacerlo? Tendría que deshacerse del bulto con rapidez y ése no parecía el tipo de fardo que lo dejaba a uno hacer nada deprisa.

El polvo gris le cubría los pies. No llevaba zapatos, y la ropa ahora no serviría ni para trapos. Poco antes, Faile y la Compañía habían atacado una de las lastimosas caravanas que se dirigían hacia el puesto de abastecimiento de la Sombra. Tampoco es que hubiera habido mucha pelea; sólo eran tres Amigos Siniestros y una sebosa mercader que vigilaban una fila de cautivos agotados y mal alimentados.

Muchas de las provisiones llevaban la marca de Kandor, un caballo rojo. De hecho, muchos de esos cautivos eran kandoreses. Faile les había ofrecido la libertad enviándolos hacia el sur, pero sólo la mitad se había marchado. Los demás habían insistido en unirse a ella y marchar a la Última Batalla, aunque Olver había visto pordioseros en las calles con más carne en el cuerpo que esos tipos. Aun así, sirvieron para que la caravana de Faile pareciera auténtica.

Eso era importante. Olver echó una ojeada hacia arriba cuando se aproximaban al puesto de abastecimiento; el camino estaba alumbrado con antorchas en la fría noche. A un lado había varios de esos rojos, viendo pasar la fila. Olver bajó de nuevo la vista para que no vieran el odio en su mirada. Había sabido desde el principio que no se podía confiar en los Aiel.

Un par de guardias —no Aiel, sino más de esos Amigos Siniestros— ordenaron a la fila que se parara. Aravine se adelantó, vestida con la ropa de la mujer mercader a la que habían matado. Era evidente que Faile era saldaenina, y habían decidido que podría ser demasiado peculiar para interpretar el papel de mercader Amiga Siniestra.

—¿Dónde están tus guardias? —preguntó el soldado—. Ésta es la ruta de Lifa, ¿no? ¿Qué ha pasado?

—¡Esos estúpidos! —dijo Aravine, y a continuación escupió en el suelo. Olver disimuló una sonrisa. La expresión del semblante le había cambiado por completo. Sabía cómo interpretar un papel—. ¡Están muertos, y allí los he dejado! Les dije que no merodearan de noche. No sé qué comerían los tres, pero los encontramos al borde del campamento, hinchados, con la piel negra. —Puso cara de estar revuelta—. Creo que algo puso huevos en los estómagos sin fondo de esos tres tragones. No quisimos descubrir qué incubaban.

—¿Y tú eres? —gruñó el soldado.

—Pansai —contestó Aravine—. Socia de Lifa.

—¿Desde cuándo tiene Lifa una socia?

—Desde que la apuñalé y me apoderé de su ruta.

La información que tenían de Lifa procedía de los cautivos rescatados. Y era escasa. Olver empezó a sudar. El guardia dirigió una larga mirada a Aravine y luego caminó fila abajo.

Los soldados de Faile, mezclados entre los cautivos kandoreses, intentaban adoptar la postura adecuada.

—Tú, mujer —dijo el guardia, señalando a Faile—. Saldaenina, ¿eh? —Se echó a reír—. Creía que una saldaenina mataría a un hombre antes que permitir que la tomara cautiva. —Le dio un empujón en el hombro.

Olver contuvo la respiración. ¡Oh, rayos y centellas! Lady Faile no iba a poder aguantar eso. ¡El guardia comprobaba si los cautivos estaban realmente domeñados o no! La postura de Faile, su actitud, la descubrirían. Era una noble, y...

Faile se encogió, se empequeñeció y gimoteó una respuesta que Olver no alcanzó a oír.

Olver se quedó boquiabierto, y luego se obligó a cerrar la boca y bajar la vista al suelo. ¿Cómo? ¿Cómo había aprendido a actuar como una criada una dama como Faile?

—Seguid —gruñó el guardia, que hizo un gesto a Aravine—. Esperad allí hasta que os mandemos venir.

El grupo avanzó pesadamente hacia un espacio de tierra que había cerca, donde Aravine ordenó a todos que se sentaran. Ella se quedó al lado, cruzada de brazos, dando golpecitos con un dedo mientras esperaba. Retumbó un trueno, y Olver sintió un extraño helor. Alzó la vista y se encontró con el rostro sin ojos de un Myrddraal.

Una sacudida le recorrió el cuerpo a Olver, como si lo hubieran tirado a un lago helado. No podía respirar. El Myrddraal pareció deslizarse cuando se movió, la capa inmóvil y muerta, mientras caminaba alrededor del grupo. Tras unos instantes horribles, siguió adelante, de vuelta hacia el campamento de suministros.

—Buscaba encauzadores —le susurró Faile a Mandevwin.

—La Luz nos asista —susurró el hombre.

La espera se hizo casi insufrible. Por fin, una mujer rolliza vestida de blanco se acercó y tejió un acceso. Aravine les ordenó con brusquedad a todos que se levantaran y luego les hizo un ademán para que lo cruzaran. Olver se unió a la fila, cerca de Faile, y pasaron de la tierra de arena roja y aire frío a un lugar que olía como si hubiera fuego.

Entraron en un campamento desorganizado repleto de trollocs. Varios calderos enormes cocían cerca. Justo detrás del campamento, una pendiente escarpada ascendía hacia una especie de meseta. Chorros de humo se arremolinaban en lo alto, y desde allí, en algún punto a la izquierda de Olver, llegaba el estruendo del combate. A lo lejos, volviéndose hacia el lado opuesto de la pendiente, vio el perfil de un alto afloramiento rocoso que se alzaba en la planicie como una vela medio gastada en mitad de una mesa.

Volvió de nuevo la vista a la pendiente, detrás del campamento, y el corazón le dio un brinco. Aferrando todavía en la mano un estandarte —uno que llevaba una gran mano roja— un cuerpo caía a plomo desde lo alto del repecho. ¡La Compañía de la Mano Roja! Hombre y estandarte cayeron en medio de un grupo de trollocs que comía trozos de carne chisporroteante alrededor de una hoguera. Saltaron chispas en todas direcciones y las furiosas bestias sacaron al intruso del fuego con violencia, aunque a ese pobre hombre ya había dejado de importarle lo que le hicieran.

—Faile —musitó Olver.

—Ya lo he visto. —El fardo que llevaba escondía la bolsa con el Cuerno dentro. Con voz casi inaudible, añadió—: Luz, ¿cómo vamos a llegar hasta Mat?

Se movieron hacia un lado a medida que el resto del grupo pasaba a través del acceso. Tenían espadas, pero las llevaban atadas como flechas, en haces; unos cuantos hombres las llevaban cargadas a la espalda como si fueran paquetes atados de suministros para el campo de batalla.

—Rayos y truenos —susurró Mandevwin, que se unió a ellos. En un corral cercano, unos cautivos gimoteaban—. ¿Nos meterán ahí a nosotros? Podríamos escabullirnos de noche.

—No quitarán los bultos que cargamos —dijo Faile al tiempo que meneaba la cabeza—. Nos dejarán desarmados.

—Entonces, ¿qué hacemos? —Mandevwin miró hacia un lado mientras pasaba un grupo de trollocs que arrastraban cadáveres recogidos del frente—. ¿Empezamos a luchar? ¿Confiar en que lord Mar nos vea y mande ayuda?

A Olver no le parecía que ése fuera un plan ni medianamente bueno. Quería luchar, pero esos trollocs eran... enormes. Pasó cerca uno de ellos y la cabeza semejante a la de un lobo se volvió hacia él. Los ojos, que podrían haber pertenecido a un hombre, lo miraron de arriba abajo como si tuviera hambre. Olver retrocedió y a continuación llevó la mano hacia el fardo que cargaba, donde había escondido su cuchillo.

—Echaremos a correr —respondió Faile, también en un susurro, cuando el trolloc hubo pasado—. Nos dispersamos en una docena de direcciones, a ver si los desorientamos. Tal vez unos cuantos de nosotros consigamos escapar. —Frunció el entrecejo—. ¿Por qué se retrasa tanto Aravine?

Casi no acababa de decirlo cuando Aravine pasó a través del acceso. La mujer de blanco que había encauzado cruzó tras ella, y entonces Aravine señaló a Faile.

Faile se sacudió cuando algo la alzó en el aire. Olver dio un respingo y Mandevwin barbotó una maldición al tiempo que tiraba la carga e intentaba sacar la espada, en tanto que Arrela y Selande gritaban. Un instante después, los tres se encontraron suspendidos en el aire por tejidos y los Aiel con velos rojos salían corriendo a través del acceso con las armas enarboladas.

Se desató un pandemónium. Unos cuantos soldados de Faile cayeron al intentar luchar con los puños. Olver se tiró al suelo y se puso a buscar su cuchillo; pero, para cuando tuvo la mano en la empuñadura, la escaramuza había terminado. Todos los demás estaban reducidos o atados en el aire.

«¡Tan deprisa!», pensó Olver con desesperación. ¿Por qué nadie le había advertido que los combates sucedían con tanta rapidez?

Todo el mundo parecía haberse olvidado de él, pero no sabía qué hacer.

Aravine se acercó a Faile, que seguía colgada en el aire. ¿Qué era lo que pasaba? Aravine... ¿los había traicionado?

—Lo siento, milady —le habló la mujer a Faile.

Olver casi no oía lo que decía. Seguían sin reparar en él; los Aiel empujaron a los soldados y los reunieron en un grupo para mantenerlos bajo vigilancia. Unos cuantos yacían en el suelo, sangrando.

Faile se debatió en el aire y el rostro se le enrojeció por los esfuerzos. Era evidente que la tenían amordazada, porque ella no se habría quedado callada en un momento así.

Aravine desató la bolsa del Cuerno que Faile llevaba en la espalda y después miró dentro. Abrió los ojos de par en par. Cerró la boca de la bolsa y la apretó contra sí.

—Tenía la esperanza de dejar atrás mi vida de antes —le susurró a Faile—. Empezar de cero. Creí que podría esconderme o que se olvidarían de mí, que podría regresar a la Luz. Pero el Gran Señor no olvida y nadie puede esconderse de él. Dieron conmigo la primera noche que llegamos a Andor. No era esto lo que pretendía, pero es lo que debo hacer. —Aravine dio media vuelta.—

—¡Un caballo! —pidió—. Entregaré este paquete a lord Demandred en persona, como se me ha ordenado.

La mujer de blanco se acercó a ella y las dos empezaron a discutir en voz baja. Olver echó una ojeada a su alrededor. Nadie lo miraba.

Los dedos empezaron a temblarle. Había sabido que los trollocs eran grandes y feos. Pero... esas cosas eran pesadillas. Pesadillas de todas todas. ¡Oh, Luz!

¿Qué haría Mat en un caso así?

Dovie’andi se tovya sagain— —n susurró mientras desenvainaba el cuchillo.

Con un grito, se lanzó contra la mujer de blanco y le hincó el cuchillo en la zona lumbar.

Ella chilló. Faile cayó al suelo, libre de las ataduras de Aire. Y entonces, de repente, los corrales de cautivos se abrieron de golpe y un grupo de hombres, gritando, salieron a trompicones a la libertad.


—¡Hacedlo más alto! —gritó Doesine—. ¡Deprisa, maldita sea!

Leane obedeció y tejió Tierra con las otras hermanas. El suelo tembló delante de ellas y empezó a subir y a bajar, plegándose como una alfombrilla al sacudirla. Terminaron y a continuación utilizaron la tierra amontonada para mantenerse a resguardo mientras el fuego caía desde la parte alta de la vertiente.

Doesine dirigía el grupo variopinto. Más o menos una docena de Aes Sedai, y unos pocos Guardianes y soldados. Los hombres asían las armas con fuerza, pero hacía rato que resultaban tan eficaces para la lucha como unas hogazas de pan. El Poder chisporroteó y siseó en el aire. El improvisado parapeto se sacudió con violencia cuando los sharaníes lo atacaron con fuego.

Asida el Poder Único, Leane echó un vistazo por encima de las defensas. Se había recuperado de su encuentro con el Renegado Demandred. Había sido una experiencia perturbadora; había estado por completo a su merced, y él podría haber acabado con su vida en un instante. También la inquietaba la intensidad de sus desvaríos; jamás había visto un odio semejante al que el Renegado sentía por el Dragón Renacido.

Un grupo de sharaníes bajó por la pendiente y juntos lanzaron tejidos a la improvisada fortificación. Leane cortó un tejido en el aire del mismo modo que un cirujano cortaría un trozo de carne gangrenada. Ahora era mucho más débil que antes con el Poder Único.

En consecuencia, tenía que ser más eficaz en su forma de encauzar. Resultaba sorprendente lo que una mujer era capaz de lograr con menos.

El parapeto explotó.

Leane se lanzó hacia un lado cuando los pegotes de tierra empezaron a caer. Tosiendo, rodó sobre sí misma en medio del humo arremolinado, sin soltar el Saidar. Se puso de pie; tenía el vestido hecho jirones por la explosión, y los brazos marcados de arañazos. Captó un atisbo de azul asomando por un surco cercano. Doesine. Se acercó a trompicones.

Encontró el cuerpo de la mujer allí, pero no la cabeza.

Leane sintió una inmediata y casi insoportable sensación de pérdida y tristeza. Doesine y ella no habían estado muy unidas, pero habían luchado juntas allí. Tanta destrucción y tanta muerte estaban pasándole factura. ¿Cuánto más podrían soportar? ¿A cuántos más tendría que ver morir?

Se armó de valor, aunque le costó un gran esfuerzo. Luz, aquello era un desastre. Habían esperado que hubiera Señores del Espanto del enemigo, pero había cientos y cientos de esos sharaníes. Lo mejor de la nación entre sus encauzadores, todos entrenados para la guerra. El campo de batalla se hallaba sembrado de fragmentos de colores: Aes Sedai caídas. Sus Guardianes cargaban vertiente arriba gritando con rabia por la pérdida de sus Aes Sedai y caían aniquilados por los estallidos de Poder.

Leane avanzó dando trompicones hacia un grupo de Rojas y Verdes que luchaban desde una oquedad abierta en el suelo de la ladera occidental. El terreno las protegía de momento, pero ¿cuánto tiempo podrían resistir esas mujeres?

Con todo, se sintió orgullosa. Aunque superadas en número y desbordadas, las Aes Sedai seguían luchando. Eso no se parecía ni de lejos a la noche del ataque seanchan, cuando una Torre dividida se había roto de dentro afuera. Esas mujeres resistían con firmeza; cada vez que dispersaban uno de sus grupos, volvían a reagruparse y seguían combatiendo. El fuego les caía encima, pero también era mucho el que volaba de vuelta, y los rayos se descargaban en ambos lados.

Leane se acercó al grupo con todo tipo de precauciones, y se reunió con Raechin Connoral, que estaba agachada junto a un peñasco y lanzaba tejidos de Fuego a los sharaníes que avanzaban. Leane esperó la respuesta de tejidos, y entonces desvió uno con un rápido tejido de Agua, haciendo que la bola de fuego se deshiciera en minúsculas chispas.

Raechin le hizo un gesto con la cabeza.

—Y yo que pensé que habías dejado de ser útil para algo que no fuera guiñar el ojo a los hombres —dijo luego la Roja.

—Las artes domani se basan en lograr lo que uno quiere con el menor esfuerzo posible, Raechin —replicó Leane con frialdad.

La Roja resopló y lanzó unas cuantas bolas de fuego hacia los sharaníes.

—Debería pedirte consejo sobre eso algún día —dijo—. Si de verdad existe una forma de conseguir que los hombres hagan lo que una quiere, me gustaría muchísimo saber cómo.

La idea era tan absurda que casi hizo reír a Leane a pesar de las terribles circunstancias. ¿Una Roja? ¿Usando afeites y aprendiendo las sutiles artes domani de manipulación?

«Bueno, ¿y por qué no?», pensó Leane al tiempo que derribaba otra bola de fuego. El mundo estaba cambiando, y los Ajahs —aunque de una manera muy sutil— cambiaban con él.

La resistencia de las hermanas empezaba a atraer la atención de más encauzadores sharaníes.

—Tendremos que abandonar pronto esta posición —dijo Raechin.

Leane se limitó a asentir con la cabeza.

—Esos sharaníes... —gruñó la Roja—. ¡Fíjate en eso!

Leane dio un respingo. Muchas de las tropas sharaníes en esa zona se habían retirado de la lucha —al parecer, enviadas a otra parte por alguna razón—, pero los encauzadores las habían reemplazado con un gran grupo de personas aparentemente asustadas y las conducían hacia el frente para que atrajeran los ataques. Muchos llevaban palos o herramientas de algún tipo para luchar, pero iban apiñados unos contra otros y sostenían las armas con inseguridad.

—Pero qué puñetas —rezongó Raechin, con lo que consiguió que Leane enarcara una ceja y la mirara.

Siguió tejiendo e intentó lanzar los rayos de forma que cayeran detrás de las líneas de la gente asustada. Aun así, alcanzaron a muchas. Leane tenía el corazón en un puño, pero se unió a los ataques.

Mientras continuaban con la tarea, Manda Wan subió hacia ellas gateando. Con la cara tiznada de hollín y la ropa manchada, la Verde tenía un aspecto espantoso.

«Probablemente tan horrible como el mío», pensó Leane, que bajó la vista para echarse una ojeada a los brazos arañados y tiznados.

—Retrocedemos —dijo Manda—. Puede que tengamos que utilizar accesos.

—¿E ir adónde? —preguntó Leane—. ¿Abandonamos la batalla?

Las tres se quedaron calladas. No. No había retirada de esa lucha. Allí era vencer o nada.

—Estamos demasiado fragmentadas —repuso Manda—. Hemos de retroceder para reagruparnos al menos. Hay que reunir a las mujeres, y esto es lo único que se me ha ocurrido. A menos que tengas una idea mejor.

Manda miraba a Raechin. Leane era ahora demasiado débil en el Poder para que su opinión tuviera peso. Empezó a cortar tejidos mientras las otras dos seguían hablando en susurros. Las Aes Sedai que estaban cerca empezaron a retroceder hacia la oquedad de la ladera y a bajar la pendiente. Se reagruparían, harían un acceso hacia Alcor Dashar y decidirían qué hacer a continuación.

Un momento. ¿Qué era eso? Leane percibía que alguien poderoso encauzaba cerca. ¿Habían creado un círculo los sharaníes? Entrecerró los ojos; ya era bien entrada la noche, pero había suficientes incendios en los alrededores para dar luz. También creaban un montón de humo, y Leane tejió Aire para apartarlo. Pero de pronto la humareda se levantó por sí misma y se dividió como si soplara un viento fuerte.

Egwene al’Vere pasó junto a ellas, ladera arriba, brillando con la potencia de un centenar de hogueras. Eso era más Poder de lo que Leane había visto jamás que una mujer pudiera absorber. La Amyrlin avanzó con una mano extendida hacia adelante, sosteniendo la vara blanca, y los ojos resplandecientes.

Con un estallido de luz y fuerza, Egwene lanzó una docena de flujos de Fuego por separado. Una docena, nada menos. Machacaron la parte alta de la ladera y arrojaron al aire cuerpos de encauzadores sharaníes.

—Manda —dijo Leane—, creo que hemos encontrado un punto de concentración mejor.


Talmanes prendió una ramita con la llama de la linterna y la utilizó para encender la pipa. Sólo dio una chupada antes de ponerse a toser mientras vaciaba la cazoleta en el suelo de piedra. El tabaco se había estropeado. Sabía horrible. Carraspeó más y aplastó el asqueroso tabaco con el tacón de la bota.

—¿Estáis bien, milord? —preguntó Melten, que pasaba por allí haciendo juegos malabares con dos martillos en la mano derecha mientras caminaba.

—Todavía estoy vivo —dijo Talmanes—. Que es mucho más de lo que probablemente sería de esperar.

Melten asintió con gesto inexpresivo y siguió adelante para unirse a uno de los equipos que trabajaban en los dragones. En la profunda caverna donde se hallaban se levantaban ecos con los golpes de martillo en la madera; la Compañía hacía todo cuanto estaba en su mano para rehabilitar las armas. Talmanes dio golpecitos a la linterna para calcular el aceite. Olía horrible al quemarse, aunque ya empezaba a acostumbrarse a ello. Todavía les quedaba para unas cuantas horas.

Eso era una suerte, puesto que —que él supiera— esa caverna no tenía salidas al campo de batalla que se extendía encima. Sólo podía llegarse a ella a través de un acceso. Un Asha’man conocía su existencia. Un tipo extraño. ¿Qué clase de hombre conocía cavernas a las que no había acceso, salvo con el Poder Único?

Fuera como fuese, la Compañía se encontraba atrapada allí, en un lugar seguro pero aislado. Sólo les llegaba alguna que otra información con los mensajeros de Mat.

Talmanes aguzó el oído, creyendo oír a lo lejos los sonidos de los encauzadores que luchaban encima, pero sólo eran imaginaciones suyas. Meneó la cabeza y se acercó a uno de los grupos de trabajo.

—¿Cómo va eso?

Dennel señaló unas cuantas hojas de papel que Aludra le había dado con el procedimiento que debían seguir para reparar ese dragón en particular. La mujer estaba dando instrucciones precisas a otro de los grupos de trabajo; su voz, con un leve acento, levantaba ecos en la caverna.

—La mayoría de los tubos están en buenas condiciones —explicó Dennel—. Si uno lo piensa, están construidos para resistir un poco de fuego y una explosión de vez en cuando... —Soltó una risita y después se calló al mirar a Talmanes.

—No dejes que mi expresión disipe tu buen humor —dijo Talmanes mientras guardaba la pipa—. Ni dejes que te preocupe que estemos luchando cuando parece que se va a acabar el mundo, o que el número de efectivos del enemigo supere extraordinariamente al de nuestros ejércitos, o que, si perdemos, hasta nuestras almas serán destruidas por el Señor Oscuro y todo el mal.

—Lo siento, milord.

—Sólo era una broma.

—¿Lo era? —Dennel parpadeó.

—Sí.

—Era una broma.

—Sí.

—Tenéis un sentido del humor muy interesante, milord —comentó Dannil.

—Eso me han dicho, sí. —Talmanes se agachó e inspeccionó la cureña del dragón. La madera quemada estaba sujeta con tornillos y tablas nuevas—. No parece que sea muy funcional.

—Funcionará, milord. No podremos moverlo con rapidez, sin embargo. Como decía, los tubos aguantaron muy bien, pero las cureñas... En fin, hemos hecho lo que hemos podido con material reutilizable y suministros de Baerlon, pero tampoco puede hacerse más con el tiempo de que disponemos.

—Que es nada —dijo Talmanes—. Lord Mat podría llamarnos en cualquier momento.

—Si es que siguen vivos ahí arriba. —Dennel miró hacia el techo de la caverna.

Una idea muy inquietante. La Compañía podía acabar sus días atrapada allí abajo. Al menos no serían muchos. O el mundo acababa o la Compañía se quedaba sin víveres. No durarían ni una semana. Enterrados allí. En la oscuridad.

«Maldita sea, Mat. Más te vale no perder ahí arriba. ¡Más te vale!» A la Compañía todavía le quedaba combatividad. No iban a acabar esa batalla muriéndose de hambre bajo tierra.

Talmanes recogió la linterna para volver a su puesto anterior, pero se fijó en algo. Los soldados que trabajaban en los dragones proyectaban una sombra distorsionada en el muro, como una figura con capa y con la cabeza cubierta para que no se le viera la cara.

Dennel siguió la mirada de Talmanes.

—Luz —dijo—. Es como si nos estuviera vigilando la vieja Dama de las Sombras en persona, ¿verdad?

—Y tanto que sí —se mostró de acuerdo Talmanes. Luego, gritó en voz alta—: ¡Aquí hay demasiado silencio, chicos! Venga, cantemos algo.

Algunos de los hombres se quedaron parados. Aludra se incorporó, se puso en jarras y le asestó una mirada de desagrado.

En vista de lo cual, Talmanes se puso a cantar él:

Apuraremos la copa de vino,

y besaremos a las chicas para que no lloren,

y tiraremos los dados hasta que partamos

a bailar con la Dama de las Sombras.

Silencio.

Entonces, todos entonaron la canción:

A voces lanzaremos una jodida maldición.

Abracemos a las camareras (podría ser peor)

y vayamos, tras birlarle al Oscuro la bolsa,

¡a bailar con la Dama de las Sombras!

Las voces resonaron contra las piedras mientras trabajaban y se preparaban frenéticamente para el papel que les tocaría interpretar.

Y lo interpretarían. Talmanes se aseguraría de que lo hicieran. Aunque para ello tuvieran que abrirse paso reventando esa tumba con una tormenta de fuego de dragón.


Cuando Olver acuchilló a la mujer de blanco, las ataduras de Faile desaparecieron. Cayó al suelo y se tambaleó, pero logró guardar el equilibrio y se mantuvo de pie. Mandevwin cayó a su lado con una maldición.

Aravine. Luz, Aravine... Sumisa, meticulosa, competente. Aravine era una Amiga Siniestra.

Y tenía el Cuerno.

Aravine miró a la Aes Sedai caída que Olver había atacado; entonces le entró el pánico y, asiendo las riendas del caballo que un criado le había llevado, saltó a la silla.

Faile corrió hacia ella mientras los cautivos salían con mucho estruendo de los cercanos corrales y se lanzaban contra los trollocs tratando de desarmarlos. Faltó poco para que alcanzara a Aravine antes de que la mujer huyera a galope llevándose consigo el Cuerno. Se dirigía hacia las vertientes suaves que le permitirían cabalgar hacia la cumbre de los Altos.

—¡No! —gritó Faile—. ¡Aravine! ¡No lo hagas! —Faile echó a correr tras ella, pero comprendió que sería inútil.

Un caballo. Necesitaba un caballo. Faile miró en derredor, frenética, y vio a los pocos animales de carga que habían pasado a través del acceso. Corrió junto a Bela y cortó la correa con unos cuantos golpes de cuchillo para quitarle la silla y los bultos que cargaba. Saltó a lomos de la yegua montando a pelo, asió las riendas y la taconeó para que emprendiera la marcha.

La peluda yegua galopó en pos de Aravine, y Faile se agachó sobre el cuello del animal.

—Corre, Bela — la animó Faile—. Si te queda algo de fuerza, ahora es el momento de usarla. Por favor. Corre, chica. Corre.

Bela cargó a través del suelo irregular, la trápala de los cascos acompañada por los atronadores estallidos de arriba. El campamento trolloc era un lugar de oscuridad alumbrado por las lumbres de cocinar y alguna que otra antorcha. Faile se sentía como si cabalgara en medio de una pesadilla.

Más adelante, unos pocos trollocs irrumpieron en el sendero para interceptarla. Faile se agachó más y rogó a la Luz que fallaran cuando la atacaran. Bela bajó el ritmo, y entonces dos jinetes que enarbolaban lanzas pasaron junto a Faile, a la carga. Uno atravesó el cuello a un trolloc y, aunque el segundo jinete no acertó a dar en el blanco, su caballo apartó de un empellón a otro al golpearlo con el costado. Bela galopó entre los desorientados trollocs y alcanzó a los dos hombres que cabalgaban delante, uno de contorno orondo y el otro enjuto. Vanin y Harnan.

—¡Vosotros dos! —exclamó Faile.

—¡Hola, milady! —saludó Harnan entre risas.

—¡¿Cómo?! —les gritó para hacerse oír por encima del golpeteo de los cascos.

—¡Dejamos que nos encontrara una caravana! —respondió Harnan también a gritos—, y dejamos que nos tomaran cautivos. Nos trajeron a través del acceso hace unas horas, y hemos estados preparando a los cautivos para que salieran de los corrales. ¡Vuestra llegada nos dio la oportunidad que necesitábamos!

—¡El Cuerno! ¡Intentasteis robar el Cuerno!

—¡No! —respondió a voces Harnan—. ¡Intentamos robar un poco de tabaco de Mat!

—¡Creía que lo habíais enterrado para dejarlo atrás! —vociferó Vanin desde el otro lado—. Supuse que a Mat no le importaría. ¡De todos modos me debe unos cuantos marcos! Cuando abrí la bolsa y encontré el jodido Cuerno de Valere... ¡Maldita sea! ¡Apuesto a que oyeron mi grito hasta en Tar Valon!

Faile gimió e imaginó la escena. El grito que ella había oído había sido de sorpresa, y era lo que había empujado al espanto con aspecto de oso a atacar.

En fin, no se podía dar marcha atrás a ese momento y hacer las cosas de forma distinta. Se aferró a Bela con las rodillas y la azuzó para que corriera más. Un poco más adelante, Aravine galopaba entre trollocs dirigiéndose hacia donde el declive de las pendientes empezaba a disminuir cerca de la cumbre. Aravine llamó con frenesí a los trollocs para que la ayudaran. No obstante, los caballos se movían más deprisa que los Engendros de la Sombra.

Demandred. Aravine había dicho que llevaría el Cuerno a uno de los Renegados. Faile volvió a gemir, se pegó más sobre Bela y, cosa sorprendente, la yegua adelantó a Vanin y a Harnan. No les preguntó dónde habían conseguido los caballos. Centró toda su atención en Aravine.

Un grito resonó a través del campamento, y Vanin y Harnan se separaron para interceptar a los jinetes que iban por Faile. Ella hizo un quiebro hacia un lado y apremió a Bela para que salvara de un salto un montón de suministros y cargara a través del centro de un grupo de gente con ropajes extraños que comían junto a una lumbre pequeña. La increparon con un acento muy marcado.

Palmo a palmo, acortó distancias con Aravine. Bela resoplaba y el sudor le oscurecía el pelaje. La caballería saldaenina se encontraba entre las mejores del continente, y Faile sabía de caballos. Había montado ejemplares de todas las razas. En esos minutos en el campo de batalla, Bela habría podido competir con el mejor caballo teariano. La peluda yegua, sin pertenecer a ninguna casta de renombre, galopaba como una campeona.

Sintiendo el ritmo de los cascos bajo ella, Faile sacó un cuchillo de la manga. Animó a Bela para que saltara una pequeña depresión del terreno, y quedaron suspendidas en el aire un instante. Faile calculó la velocidad del viento, la caída, el momento; echó el brazo hacia atrás y lanzó el cuchillo a través del aire justo antes de que los cascos de Bela tocaran el suelo.

El cuchillo voló certero y se hundió en la espalda de Aravine. La mujer resbaló de la silla y cayó al suelo; la bolsa resbaló de sus dedos.

Faile desmontó de un salto y tocó el suelo cuando todavía se movía con el impulso de la cabalgada; se deslizó un trecho hasta detenerse junto a la bolsa. Desató la cuerda que cerraba la boca y dentro vio el reluciente Cuerno.

—Lo... siento... —susurró Aravine, volviéndose un poco boca arriba; no movía las piernas—. No le contéis a Aldin lo que he hecho. Tiene tan... poca vista... con las mujeres...

Faile se incorporó y luego la miró con pena.

—Ruega porque el Creador acoja tu alma, Aravine —dijo, y montó de nuevo en Bela—. Porque, si no, tendrás que rendir cuentas al Oscuro. Ojalá sea así. —Taconeó a Bela para que se pusiera en marcha.

Había más trollocs delante y se fijaron en ella. Gritaron y varios Myrddraal se deslizaron a la par que señalaban a Faile. Empezaron a rodearla, cerrándole el paso.

Faile apretó los dientes con gesto sombrío y taconeó a Bela de vuelta por donde había llegado con la esperanza de encontrar a Harnan, a Vanin o a cualquier otro que pudiera ayudarla.

El campamento bullía de actividad y Faile vio jinetes que iban en su persecución.

—¡Lleva el Cuerno de Valere! —vociferaban.—

En algún lugar en lo alto de la loma, las fuerzas de Mat Cauthon luchaban contra la Sombra. ¡Tan cerca!

Una flecha se clavó en el suelo, a su lado, y la siguieron otras. Faile llegó a los corrales de los cautivos, donde la valla seguía tirada, rota en pedazos. El suelo estaba sembrado de cadáveres. Bela resoplaba, quizás al borde de sus fuerzas. Faile vio otro caballo cerca, un ruano castrado, ensillado, que empujaba con el hocico a un soldado caído a sus pies.

Faile aflojó el paso. ¿Qué hacer? Cambiar de caballo y luego ¿qué? Echó una ojeada sobre el hombro y se agachó para esquivar otra flecha que le pasó por encima. Había atisbado alrededor de una docena de soldados sharaníes a caballo, todos dándole caza; llevaban armadura de tela cosida con pequeños aros. Los seguía un centenar de trollocs.

«Ni siquiera con un caballo descansado podría dejarlos atrás.» Condujo a Bela al otro lado de unas carretas de suministros para ocultarse y desmontó de un salto con intención de correr hacia el ruano.

—Lady Faile... —llamó una vocecilla.

Faile bajó la vista. Olver estaba acurrucado debajo de la carreta y empuñaba un cuchillo.

Tenía a los jinetes casi encima. No quedaba tiempo para pensar. Sacó de una sacudida el Cuerno de la bolsa y lo puso en los brazos de Olver.

—Guarda esto —dijo—. Escóndete. Llévaselo a Mat Cauthon cuando sea más de noche.

—¿Me vais a dejar? —preguntó Olver—. ¿Solo?

—He de hacerlo. —Metió un puñado de flechas en la bolsa; el corazón le palpitaba desbocado en el pecho—. ¡Una vez que esos jinetes hayan pasado, encuentra otro sitio donde esconderte! Regresarán para buscar donde he estado, después de que...

«Después de que me capturen.»

Tendría que quitarse la vida con su cuchillo, no fuera a ser que le sacaran mediante tortura lo que había hecho con el Cuerno. Asió a Olver por el brazo.

—Siento cargarte con este peso, pequeño. No hay nadie más. Lo hiciste bien antes; también podrás hacer esto. Lleva el Cuerno a Mat o todo estará perdido.

Corrió a terreno abierto haciendo que fuera obvio que llevaba la bolsa. Algunos de esos forasteros de ropajes extraños la vieron y señalaron hacia ella. Alzó la bolsa bien alto y subió a lomos del ruano, al que taconeó para ponerlo a galope.

Los trollocs y los Amigos Siniestros la siguieron, dejando al muchachito con su pesada carga encogido debajo de la carreta en medio del campamento trolloc.


Logain le dio la vuelta al fino disco mitad negro, mitad blanco, y dividido por una línea sinuosa. Cuendillar, supuestamente. Las escamas que se le quedaron en los dedos al frotar el disco parecían burlarse del carácter eterno de la piedra del corazón.

—¿Por qué no los ha roto Taim? —preguntó Logain—. Podría haberlo hecho. Están tan quebradizos como cuero viejo.

—Lo ignoro. —Androl miró a los otros de su grupo—. Quizá no era — el momento todavía.

—Si se rompen en el momento oportuno, ayudarán al Dragón —dijo el hombre que se hacía llamar Emarin. Parecía preocupado—. Si se rompen en el momento equivocado... ¿qué?

—Nada bueno, sospecho —intervino Pevara. Una Roja.

¿Alguna vez se vengaría de las que lo habían amansado? Antes ese odio por sí solo lo había empujado a sobrevivir. Ahora había encontrado un ansia nueva dentro de sí. Había derrotado a las Aes Sedai, las había reducido y las había reclamado como suyas. La venganza parecía algo... vacío. Su ansia de matar a M’Hael, cocinada a fuego lento, llenaba un poco ese vacío, pero no era suficiente. ¿Qué más había?

Otrora, se había llamado a sí mismo el Dragón Renacido. Otrora, se había preparado para dominar el mundo. Para meterlo en vereda. Toqueteó el sello de la prisión del Oscuro mientras se quedaba en el perímetro de la batalla. Se encontraba lejos, al sudoeste, en un pequeño campamento base que sus Asha’man tenían más abajo de las ciénagas. Retumbos lejanos sonaban en los Altos, explosiones de tejidos intercambiados entre Aes Sedai y sharaníes.

Gran parte de sus Asha’man habían combatido allí, pero los encauzadores sharaníes superaban en número a la suma de Aes Sedai y Asha’man. Otros merodeaban por el campo de batalla dando caza a los Señores del Espanto y matándolos.

Las bajas entre sus hombres se producían con más rapidez que entre las fuerzas de la Sombra. Había demasiados enemigos.

Sostuvo en alto uno de los sellos. Había poder en él. ¿Poder para proteger la Torre Negra de algún modo?

«Si no nos temen, si no me temen a mí, ¿qué nos ocurrirá una vez que el Dragón haya muerto?»

La insatisfacción irradió a través del vínculo. Buscó la mirada de Gabrelle. La mujer había estado observando la batalla, pero ahora tenía los ojos puestos en él. Desafiantes. ¿Amenazadores?

¿De verdad había pensado antes que había domeñado Aes Sedai? La idea tendría que haberlo hecho reír. Era imposible domar a cualquier Aes Sedai, jamás.

Con un gesto significativo, deliberado, se guardó el sello junto a los otros en la bolsa que llevaba en el cinturón. Luego cerró la cuerda de la boca, todo ello sin apartar la mirada de los ojos de Gabrelle. La preocupación de la mujer creció. Durante un instante había sentido que esa preocupación era por él, no a causa de él.

A lo mejor estaba aprendiendo a manipular el vínculo a fin de transmitirle sentimientos con los que creía que lo embaucaría. No, a las Aes Sedai no se las podía domeñar. Vincularlas no las había controlado. Sólo había generado más complicaciones.

Se llevó la mano al cuello alto de la chaqueta y, soltando el alfiler del dragón que llevaba en él, se lo tendió a Androl.

—Androl Genhald, has entrado en la fosa de la propia muerte y has regresado. Dos veces ya, y estoy en deuda contigo. Te nombro Asha’man de pleno derecho. Lleva el alfiler con orgullo.

Antes le había entregado el otro alfiler de la espada que ya había sido suyo, devolviéndole así el rango de Dedicado.

Androl vaciló, pero después alargó la mano y aceptó el alfiler con gesto reverente.

—¿Y los sellos? —preguntó Pevara, cruzada de brazos—. Pertenecen a la Torre Blanca; la Amyrlin es su Vigilante.

—La Amyrlin puede decirse que está prácticamente muerta, por lo que he oído —contestó Logain—. En su ausencia, soy el administrador apropiado.

Asió la Fuente, aferrándola, dominándola, y abrió un acceso de vuelta a la cumbre de los Altos. La guerra —la confusión, el humo y los gritos— reapareció ante él con toda su intensidad. Cruzó el acceso, seguido por los demás. El encauzamiento poderoso de Demandred brillaba como un faro, y la voz tonante seguía lanzando pullas al Dragón Renacido.

Rand al’Thor no estaba allí. Bien, pues, en ese campo de batalla, lo más parecido que había al Dragón era el propio Logain. De nuevo el sustituto.

—Voy a enfrentarme a él —les dijo a los otros—. Gabrelle, tú te quedarás aquí y esperarás mi regreso, ya que es posible que necesite Curación. El resto de vosotros encargaos de los hombres de Taim y de esos encauzadores sharaníes. No dejéis vivo a ningún hombre que se haya pasado a la Sombra, ya sea por propia elección o a la fuerza. Ejerced la justicia con el uno y la misericordia con el otro.

Ellos asintieron con la cabeza. Gabrelle parecía impresionada, quizá por su decisión de atacar el corazón del enemigo. No se daba cuenta. Ni siquiera uno de los Renegados podía ser tan poderoso como parecía serlo Demandred.

El Renegado tenía un sa’angreal que era muy potente. Similar en poder a Callandor, puede que más. Con eso en sus manos, muchas cosas cambiarían en este mundo. El mundo los conocería a él y a la Torre Negra, y temblaría en su presencia como nunca lo había hecho ante la Sede Amyrlin.


Egwene dirigía un asalto como no se veía hacía milenios. Las Aes Sedai salieron de sus fortificaciones defensivas y se unieron a ella para avanzar pendiente arriba por la vertiente occidental a paso regular. Los tejidos volaban por el aire como un estallido de cintas atrapadas al viento.

El cielo se desgarraba con la luz de un millar de descargas, el suelo gemía y temblaba con los impactos. Demandred continuaba lanzando ataques por el aire sobre los andoreños desde el otro lado de la cima de los Altos, y cada descarga de fuego compacto provocaba ondas en el aire. El suelo se había ido cuarteando cada vez más con finas grietas semejantes a telarañas negras, y ahora unos zarcillos repugnantes empezaron a brotar por las fisuras. Se extendió como una infección por las piedras resquebrajadas de la ladera.

El aire parecía haber cobrado vida con el Poder, y la energía era tan densa que Egwene casi pensó que el Poder Único se había vuelto visible para todo el mundo. Durante todo eso, ella absorbió tanta energía como le fue posible a través del sa’angreal de Vora. Se sentía igual que cuando había luchado contra los seanchan, sólo que con más control de algún modo. En aquella ocasión, la ira que sentía estaba rodeada de desesperación y terror.

Esta vez era algo al rojo blanco, como un metal calentado más allá del punto en que podría trabajarlo un herrero.

A ella, Egwene al’Vere, le había sido entregada la gestión de esas tierras.

Y ella, la Sede Amyrlin, no se dejaría intimidar más por la Sombra.

No retrocedería. No se doblegaría cuando le faltaran recursos.

Lucharía.

Encauzó Aire y creó un torbellino tormentoso de polvo, humo y plantas muertas. Lo mantuvo ante sí, nublando la vista de aquellos que intentaban localizarla desde arriba. Los rayos se descargaron a su alrededor, pero ella tejió Tierra, ahondó mucho en la roca e hizo surgir un chorro de hierro fundido que al enfriarse se concretó en una aguja junto a ella. Los rayos cayeron sobre la aguja, que los desvió mientras ella mandaba la aullante tormenta de aire repecho arriba.

Un movimiento a su lado. Egwene sintió a Leilwin que se acercaba. Esa mujer... había demostrado ser leal. Qué sorpresa. Tener un nuevo Guardián no calmaba la desesperación por la muerte de Gawyn, pero ayudaba de otra forma. Aquel nudo de emociones en el fondo de su mente había sido reemplazado por otro nuevo, muy distinto, pero aun así tremendamente leal.

Egwene alzó el sa’angreal de Vora y continuó con sus ataques al tiempo que ascendía la pendiente, con Leilwin a su lado. Más arriba, los sharaníes estaban agachados para capear el vendaval. Los encauzadores trataron de atacarla a través de la tolvanera, pero los tejidos salieron mal al tener los ojos cegados con el polvo. Tres soldados atacaron por un lado, pero Leilwin los despachó con eficacia.

Egwene hizo girar el viento y, usándolo como manos, levantó a los encauzadores y los lanzó al aire. Los rayos que caían de arriba envolvieron a los hombres en un feroz abrazo y los cadáveres humeantes cayeron a plomo en la ladera. Egwene siguió adelante, y su ejército de Aes Sedai avanzó arrojando tejidos como flechas de luz.

Se les unieron Asha’man. Antes ya habían luchado junto a la Torre Blanca de vez en cuando, pero ahora parecían haber llegado en masa. Se reunieron docenas de hombres mientras ella encabezaba la marcha. El aire se saturó de Poder Único.

La ventolera cesó.

La tormenta de polvo se desmoronó de repente, sofocada como una vela bajo una manta. Ninguna fuerza natural había hecho eso. Egwene se encaramó a un afloramiento rocoso y miró hacia un hombre de negro y rojo que se encontraba en la cumbre, con la mano extendida ante sí. Por fin había conseguido hacer salir a quien dirigía esa fuerza. Sus Señores del Espanto luchaban junto a los sharaníes, pero ella buscaba a su cabecilla. Taim. M’Hael.

—¡Está tejiendo rayos! —gritó un hombre detrás de ella.

Egwene hizo surgir al instante otra aguja de hierro fundido y la enfrió para que atrajera los rayos que cayeron un instante después. Miró hacia un lado. El que había hablado era Jahar Narishma, el Asha’man Guardián de Merise. Egwene sonrió y volvió la mirada hacia Taim.

—Mantened alejados de mí a los otros —ordenó en voz alta—. Todos menos vosotros, Narishma y Merise. Los avisos de Narishma me serán útiles.

Hizo acopio de fuerza y empezó a lanzar una tormenta al traidor M’Hael.


Ila se abría camino con cuidado entre los muertos del campo de batalla, cerca de las ruinas. Aunque la lucha se había desplazado río abajo, oía a lo lejos los gritos y las explosiones en mitad de la noche.

Buscaba a los heridos entre los caídos y pasaba por alto flechas y espadas cuando las encontraba. Otros las recogerían, aunque ojalá no lo hicieran. Las espadas y las flechas habían causado gran parte de esas muertes.

Raen, su esposo, se afanaba cerca dando empujoncitos a los cuerpos y luego escuchando si el corazón latía. Tenía los guantes llenos de sangre, que también le manchaba las ropas de colores debido a que pegaba la oreja al pecho de los cuerpos. Una vez que confirmaban que alguien estaba muerto, dibujaban una «X» en una mejilla, a menudo con la sangre de la propia persona. Eso evitaría que otros hicieran lo mismo.

Raen parecía haber envejecido una década en el último año, e Ila se sentía como si a ella le hubiera pasado lo mismo. En ocasiones, la Filosofía de la Hoja era una doctrina sencilla que proporcionaba una vida de alegría y paz. Pero una hoja caía con brisa calma y con tempestad; la dedicación exigía que uno aceptara la última al igual que la primera. Tener que desplazarse de país en país, sufrir hambruna a medida que la tierra moría y luego, finalmente, llegar para descansar en las tierras de los seanchan... Ésa había sido la vida que habían llevado.

Nada de todo eso igualaba a la pérdida de Aram. Había sido un dolor mucho mayor y más profundo que perder a su madre a manos de los trollocs.

Pasaron junto a Morgase, la anterior reina, que organizaba a los trabajadores y les impartía órdenes. Ila siguió adelante. Las reinas le importaban poco. No habían hecho nada por ella ni por los suyos.

Cerca, Raen se detuvo y alzó la linterna para examinar una aljaba llena de flechas que un soldado llevaba cuando murió. Ila bufó y se recogió la falda para pasar alrededor de los cadáveres y llegar junto a su marido.

—¡Raen!

—Paz, Ila —dijo él—. No voy a cogerlo. Sin embargo, me pregunto...

Alzó la vista hacia los lejanos destellos río abajo y en la cumbre de los Altos, donde los ejércitos seguían con sus terribles actos de matar. Tantos destellos en la noche, como centenares de rayos y relámpagos... Ya era bien pasada la medianoche. Llevaban en ese campo horas, buscando a los que aún estuvieran vivos.

—¿Te preguntas, dices? ¿Qué? —inquirió Ila—. Raen...

—¿Cómo tratarlos como querríamos que ellos nos trataran, Ila? Los trollocs no seguirían la Filosofía de la Hoja.

—Hay lugares de sobra para huir —dijo ella—. Míralos. Vinieron a enfrentarse a los trollocs cuando los Engendros de la Sombra apenas habían salido de la Llaga. Si esa energía se hubiera empleado en reunir a la gente y conducirla hacia el sur...

—Los trollocs habrían ido detrás —objetó Raen—. Y entonces ¿qué, Ila?

—Hemos vivido bajo muchos señores —contestó Ila—. La Sombra podría habernos tratado mal, pero ¿de verdad sería peor que el trato que hemos recibido estando en manos de otros?

—Sí —repuso Raen con suavidad—. Sí, Ila. Sería peor. Mucho, muchísimo peor.

Ila lo miró. Raen meneó la cabeza y suspiró.

—No voy a abandonar la Filosofía, Ila. Es mi modo de vida, y es bueno para mí. Quizá... Quizá a partir de ahora no pensaré tan mal de quienes siguen otro camino. Si sobrevivimos a estos tiempos, será el legado dejado por quienes murieron en este campo de batalla, tanto si deseamos aceptar su sacrificio como si no. —Echó a andar y se alejó.

«Sólo es la oscuridad de la noche —pensó ella—. Lo superará cuando el sol vuelva a brillar. Eso es lo correcto, ¿no?»

Alzó la mirada al cielo nocturno. Ese nuevo sol... ¿Podrían verlo cuando saliera? Las nubes, enrojecidas ahora por los fuegos de abajo, parecían hacerse más y más densas. De repente sintió frío y se ajustó el chal amarillo chillón.

«Puede que yo tampoco piense tan mal de quienes siguen otro camino.» Parpadeó para librarse de las lágrimas que le empañaban los ojos.

—Luz —susurró mientras algo se retorcía en su interior—. No debí darle la espalda. Tendría que haber intentado ayudarlo a volver con nosotros, no expulsarlo. Luz, oh, Luz. Acógelo...

Cerca, un grupo de mercenarios encontró las flechas y las recogió.

—¡Eh, Hanlon! —llamó uno—. ¡Mira esto!

Cuando al principio esos hombres brutales habían empezado a ayudar a los Tuatha’an en su tarea, se había sentido orgullosa de ellos. ¿Daban la espalda a la batalla para ayudar a ocuparse de los heridos? Habían conseguido ver más allá de su pasado violento.

Ahora parpadeó y les notó algo más. Cobardes que preferían merodear entre los cadáveres y rebuscar en sus bolsillos, en lugar de luchar. ¿Quiénes eran peores? ¿Los hombres que —por equivocados que estuvieran— plantaban cara a los trollocs e intentaban rechazarlos? ¿O esos mercenarios que no luchaban porque les era más fácil ese otro camino?

Ila meneó la cabeza. Siempre había tenido la impresión de saber las respuestas de la vida. Ahora, la mayoría se le había escapado entre los dedos. Salvar la vida de una persona, sin embargo... A eso se aferraría con todas sus fuerzas.

Se encaminó de vuelta a los cuerpos caídos para buscar a los vivos de entre los muertos.


Olver corrió a toda prisa de vuelta a la carreta asiendo el Cuerno mientras lady Faile emprendía la huida. Docenas de jinetes la siguieron, así como cientos de trollocs. Qué oscuro estaba todo.

Solo. Lo habían vuelto a dejar solo.

Apretó los párpados con fuerza, pero no le sirvió de mucho. Todavía oía gritar a los hombres en la distancia. Todavía olía a sangre; los cautivos habían muerto a manos de los trollocs mientras intentaban escapar. Aparte de la sangre, olía a humo, denso e irritante. Parecía que el mundo entero estuviera ardiendo en llamas.

El suelo tembló como si algo muy pesado hubiera caído en algún sitio, cerca. Un trueno retumbó en el cielo, acompañado por los secos chasquidos de los relámpagos al descargarse una y otra vez en los Altos. Olver gimoteó.

Qué valiente había creído ser. Ahora ahí estaba, por fin en la batalla, y casi no podía evitar que le temblaran las manos. Quería esconderse muy, muy hondo bajo tierra.

Faile le había dicho que encontrara otro sitio para ocultarse porque podrían regresar en busca del Cuerno.

¿Sería capaz de salir ahí fuera? ¿Sería capaz de quedarse allí? Olver entreabrió los ojos y estuvo a punto de gritar: junto a la carreta había un par de patas acabadas en pezuñas. Un instante después, una cara hocicuda se asomaba y lo miraba, los ojos redondos y brillantes, las ventanas de la nariz husmeando.

Olver chilló y reculó a trompicones mientras apretaba el Cuerno contra sí. El trolloc gritó algo y volcó la carreta, que casi aplastó a Olver al caer. El contenido de la partida de flechas se esparció por el suelo al tiempo que Olver salía disparado en busca de un lugar seguro.

No lo había. Docenas de trollocs se volvieron hacia él y se hablaron a voces unos a otros en un lenguaje que él no entendía. Con el Cuerno en una mano y el cuchillo en la otra, miró en derredor, frenético. Ningún sitio para ponerse a salvo.

Cerca resopló un caballo. Era Bela, que masticaba un poco de grano que había caído de una carreta de suministro. La yegua levantó la cabeza y miró a Olver. No llevaba puesta silla, sólo dogal y bridas.

«Rayos y centellas —pensó Olver mientras corría hacia ella—. Ojalá tuviera a Viento.» Con esa yegua rolliza acabaría metido en un caldero, seguro. Olver enfundó el cuchillo y saltó a lomos de Bela; asió las riendas con una mano y sujetó el Cuerno con la otra.

El trolloc con hocico de cerdo que había volcado la carreta se volvió con un amplio movimiento para agarrarlo y casi le arrancó el brazo de cuajo. Olver gritó y taconeó a Bela; la yegua salió a galope entre los trollocs. Las bestias corrieron detrás soltando aullidos y chillidos. Otras voces sonaron a través del campamento, el cual se estaba quedando casi desierto al converger todos hacia él.

Olver cabalgó como le habían enseñado, echado sobre la montura y guiándola con las rodillas. Y Bela corrió. Luz, vaya si corrió. Mat había dicho que muchos caballos tenían miedo de los trollocs y que desmontarían al jinete si uno los obligaba a acercarse a ellos, pero esta yegua no hacía nada de eso. Corría como un rayo entre los vociferantes trollocs, justo por el centro del campamento.

Olver miró hacia atrás. Había centenares de ellos allí detrás, persiguiéndolo.

—¡Oh, Luz!

Había visto el estandarte de Mat caer desde la cima de esa loma, estaba seguro de ello. Pero había tantos trollocs en el camino... Olver hizo que Bela girara para ir en la misma dirección que había seguido Aravine. Quizá podría rodear el campamento trolloc y salir de allí, para después ascender por la parte de atrás de los Altos.

Lleva el Cuerno a Mat o todo estará perdido.

Olver cabalgó como si lo llevara el Oscuro, sin dejar de azuzar a Bela.

No hay nadie más.

Más adelante, una fuerza ingente de trollocs le cortaba el paso. Olver dio la vuelta hacia el lado opuesto, pero más trollocs se acercaban también por esa dirección. Olver gritó, e hizo dar media vuelta a Bela de nuevo, pero una gruesa flecha trolloc alcanzó a la yegua en el costado. Bela relinchó y trompicó; después cayó.

Olver cayó por separado. El golpe en el suelo le vació de aire los pulmones e hizo que viera un fogonazo. Se obligó a incorporarse sobre manos y rodillas.

«El Cuerno tiene que llegarle a Mat...»

Olver lo apretó contra sí y entonces se dio cuenta de que estaba llorando.

—Lo siento —le dijo a Bela—. Eras una buena yegua. Corriste como Viento no habría sido capaz de hacer. Lo siento.

Bela soltó un suave relincho, hizo una última inhalación, y murió.

Olver se alejó de ella y corrió por debajo de las piernas del primer trolloc que había llegado. No podía combatir con ellos. Sabía que no podía. Así que no desenvainó el cuchillo; se limitó a correr pendiente arriba en un intento de llegar a la cumbre donde había visto caer el estandarte de Mat.

Tanto habría dado que lo hubiera visto en otro continente. Un trolloc lo agarró por la ropa y tiró de él, pero Olver se escabulló dejando la prenda entre las gruesas uñas. Pasó a trompicones por un terreno fracturado y, en medio de su desesperación, atisbó una pequeña hendidura en un afloramiento rocoso, en la falda de la ladera. La hendidura poco profunda enfilaba hacia el cielo negro.

Se lanzó hacia ella, rebulló y se retorció para meterse dentro sin soltar el Cuerno. Cupo dentro por muy poco. Los trollocs se amontonaron a su alrededor y empezaron a meter las manos y a darle tirones de la ropa.

Olver sollozó y cerró los ojos.


Logain se lanzó a través del acceso al tiempo que creaba tejidos ante sí cuando atacó a Demandred.

El Renegado se encontraba en la ardiente ladera que se asomaba al río seco y hacia las formaciones de picas andoreñas que se estaban viniendo abajo. Aiel, cairhieninos y la Legión del Dragón combatían también allí, y todos corrían peligro de acabar rodeados.

A esas alturas, casi todas las picas se habían partido. Dentro de poco sufrirían una derrota aplastante.

Logain lanzó dos columnas gemelas de fuego hacia Demandred, pero los sharaníes se arrojaron en la trayectoria e interfirieron en su ataque. La carne ardió y los huesos se deshicieron en polvo. Sus muertes dieron a Demandred tiempo de volverse y lanzar un tejido de Agua y Aire. La explosión de fuego de Logain chocó con aquél y lo transformó en vapor que a continuación se evaporó.

Logain había esperado que, después de tanto encauzar, Demandred estuviera debilitado. No era así. Un complejo tejido se formó delante del hombre, un tejido como Logain no había visto jamás. Creó un campo que hizo ondular al aire y, cuando él volvió a atacar, su tejido rebotó como un palo arrojado contra un muro de ladrillos.

Logain saltó hacia un lado y rodó sobre sí mismo mientras un rayo caía del cielo. Le llovieron esquirlas de roca mientras tejía Energía, Fuego y Tierra para cortar el extraño muro. Lo desgarró y a continuación lanzó por el aire fragmentos de roca del suelo para interceptar la bola de fuego de Demandred.

«Una distracción», pensó Logain al comprender que el Renegado había tejido algo más detrás del fuego, algo más complejo. Se abrió de golpe un acceso que se desplazó hacia él como unas enormes fauces rojizas. Logain se apartó justo a tiempo mientras la Puerta de la Muerte pasaba de largo, pero dejó tras de sí una abrasadora estela de lava.

El siguiente ataque de Demandred fue un chorro de aire que arrojó hacia atrás a Logain, en dirección a la lava. Desesperado, Logain tejió Agua para enfriar la lava. Tocó primero con el hombro en el suelo, pasando a través de una ráfaga de vapor que le escaldó la piel, pero había logrado enfriar la lava lo suficiente para que formara una costra sobre el flujo todavía ardiente que corría por debajo. Conteniendo el aliento para no inhalar vapor, se tiró hacia un costado un instante antes de que otra serie de descargas de rayos pulverizaran el suelo donde acababa de estar.

Esas descargas rompieron la costra que había creado y alcanzaron la roca derretida. Gotas de lava salpicaron a Logain, le abrasaron la piel y le dejaron pequeños agujeros en el brazo y la cara. Gritó y tejió a través de la rabia para mandar rayos sobre su enemigo.

Un filo de Energía, Tierra y Fuego cortó sus tejidos en el aire. Demandred era tan, tan fuerte... Ese sa’angreal era increíble.

El siguiente destello de una descarga cegó a Logain y lo lanzó hacia atrás. Chocó con un trozo de esquisto roto y las puntas de la roca se le clavaron en la piel.

—Eres poderoso —dijo Demandred. Logain apenas oía las palabras del Renegado. Los oídos... el trueno...—. Pero no eres Lews Therin.

Con un gruñido, Logain tejió a través de las lágrimas y arrojó rayos a Demandred. Tejió dos, y, si bien el Renegado cortó uno de ellos en el aire, el otro dio en el blanco.

Pero... ¿qué era ese tejido? Era otro que Logain no conocía. Aunque el rayo alcanzó a Demandred, de algún modo se desvió hacia el suelo, donde se disipó. Un tejido tan sencillo de Aire y Tierra, y aun así había inutilizado el rayo.

Un escudo se interpuso entre Logain y la Fuente. A través de los ojos dañados contempló el tejido de fuego compacto que empezaba a formarse en las manos del Renegado. Gruñendo, cogió un trozo de esquisto que había a su lado en el suelo, del tamaño de su puño, y se lo arrojó a Demandred.

Sorprendentemente, la piedra golpeó al Renegado, cortándole la piel, e hizo que Demandred retrocediera tambaleándose. Era poderoso, pero todavía podía cometer errores como cualquier mortal. Uno jamás debía centrar toda su atención en el Poder Único, en contra de lo que Taim había dicho siempre. En ese momento de distracción, el escudo entre Logain y la Fuente desapareció.

Logain rodó por el suelo mientras empezaba dos tejidos. Uno, un escudo que no tenía intención de utilizar. El otro, un acceso último y desesperado. La elección del cobarde.

Demandred gruñó y se llevó una mano a la cara al tiempo que atacaba con el Poder. Eligió destruir el escudo al reconocerlo de inmediato como un gran riesgo. Al abrirse el acceso, Logain lo cruzó rodando sobre sí mismo y dejó que se cerrara de golpe. Al otro lado se desplomó con la piel quemada, los brazos despellejados, los oídos zumbándole y la vista casi perdida.

Se obligó a sentarse; estaba de vuelta en el campamento Asha’man más abajo de las ciénagas, donde Gabrelle y los otros esperaban su regreso. Aulló de rabia. La preocupación de Gabrelle irradiaba a través del vínculo. Preocupación de verdad. No lo había imaginado. Luz.

—Quieto —le ordenó ella, que se arrodilló a su lado—. Estúpido. ¿Qué te ha pasado?

—He fracasado —contestó. A lo lejos sintió que empezaban de nuevo los ataques de Demandred con el Poder al tiempo que seguía llamando a gritos a Lews Therin—. Cúrame.

—No irás a intentarlo otra vez, ¿verdad? —dijo ella, que empezaba ya el tejido—. No quiero Curarte para que luego dejes que ése te...

—No volveré a intentarlo —aseguró Logain con voz enronquecida. El dolor era horrible, pero carecía de importancia en comparación con la humillación de la derrota—. No lo haré, Gabrelle. Deja de dudar de mi palabra. Él es demasiado fuerte.

—Algunas de estas quemaduras son graves, Logain. Esos agujeros en la carne, no sé si podré Curarlos del todo. Te quedarán cicatrices.

—No pasa nada —gruñó.

Eran los orificios causados por la lava al salpicarle en el brazo y en ese lado de la cara.

«Luz —pensó—. ¿Cómo vamos a vérnoslas con ese monstruo?»

Gabrelle puso las manos en él, y los tejidos de la Curación fluyeron a raudales por su cuerpo.


El estruendo de la batalla de Egwene con M’Hael rivalizaba con el de las nubes en lo alto. M’Hael. Un nuevo Renegado, su nombre proclamado por sus Señores del Espanto a través del campo de batalla.

Egwene tejía sin pensar y arrojaba tejido tras tejido hacia el Asha’man traidor. No había recurrido a tejer viento, pero aun así éste racheaba y rugía a su alrededor agitándole el cabello y el vestido, tironeando de la estola y sacudiéndola. Narishma y Merise estaban agachados con Leilwin en el suelo, junto a ella; la voz de Narishma —apenas audible con la batahola de la batalla— gritaba tejidos conforme M’Hael los creaba.

Tras su avance, Egwene se encontraba en la cumbre de los Altos, al mismo nivel que M’Hael. En su fuero interno sabía que su cuerpo necesitaría descanso muy pronto.

De momento, eso era un lujo inasequible. De momento, sólo la lucha era importante.

Un tejido de Fuego se le vino encima, y Egwene lo apartó con un golpe de Aire. El aire atrapó las chispas, que giraron a su alrededor en una rociada de luz mientras ella tejía Tierra. Lanzó una onda a través del suelo ya resquebrajado en un intento de tirar a M’Hael, pero él rompió el tejido con otro suyo.

«Tarda más en reaccionar», se percató.

Entonces se adelantó, henchida de Poder. Empezó dos tejidos, uno sobre cada mano, y arrojó chorros de fuego sobre él.

M’Hael respondió con una barra de un blanco puro, fina como alambre, que le pasó a menos de un palmo de distancia. El fuego compacto dejó una imagen persistente en la retina de Egwene, y el suelo gimió bajo sus pies al tiempo que el aire se distorsionaba. Las grietas finas como telarañas —fracturas a la nada— se extendieron por el suelo.

—¡Necio! —le gritó—. ¡Destruirás el Entramado!

De hecho, su enfrentamiento ya amenazaba con hacerlo. Ese viento, esa crepitación en el aire no era natural. Las grietas en el suelo que se extendían a partir de M’Hael se ensancharon.

—¡Teje otra vez! —advirtió Narishma a voz en cuello, ya que el ventarrón arrastraba sus palabras.

M’Hael lanzó su segundo tejido de fuego compacto y fracturó el suelo, pero Egwene estaba preparada. Se desvió hacia un lado, sintiendo cómo crecía la cólera en su interior. Fuego compacto. ¡Tenía que contrarrestarlo!

«Les da igual lo que destruyan. Están aquí para destruir. Eso es lo que su señor demanda. Romper. Quemar. Matar.»

«Gawyn...»

Gritó con rabia mientras tejía columna tras columna de fuego, una tras otra. Narishma gritaba lo que M’Hael hacía, pero Egwene no podía oírlo debido al ruido tumultuoso en sus oídos. De todos modos, vio enseguida que él había construido una barrera de Aire y Fuego para desviar sus acometidas.

Egwene avanzó sin dejar de lanzarle ataques. Eso no dio tiempo al hombre para recobrarse ni para atacar. Egwene detuvo la secuencia sólo para crear un escudo que mantuvo listo. Una rociada de fuego que chocó contra la barrera de M’Hael lo hizo trastabillar hacia atrás mientras el tejido se resquebrajaba, y levantó la mano, quizá para intentar lanzar otro fuego compacto.

Egwene colocó el escudo entre él y la Fuente. No acabó de aislarlo por completo, porque él lo mantuvo apartado con su fuerza de voluntad. Estaban lo bastante próximos ahora para que Egwene viera la incredulidad, la cólera en el rostro del hombre. Egwene empujó, acercando más y más el escudo a ese hilo invisible que lo conectaba con el Poder Único. Empujó con todas sus fuerzas...

M’Hael, con gran esfuerzo, soltó un pequeño hilo de fuego compacto hacia arriba, a través del hueco donde el escudo todavía no había encajado en su sitio. El fuego compacto destruyó el tejido, al igual que el aire y, por supuesto, el propio Entramado.

Egwene reculó a trompicones cuando M’Hael dirigió el tejido hacia ella, pero la barra blanca era demasiado pequeña, demasiado débil, para alcanzarla. Se difuminó antes de llegar. M’Hael emitió un gruñido y desapareció haciendo que el aire ondeara en un modo de Viaje que ella desconocía.

Egwene respiró hondo y se llevó la mano al pecho. ¡Luz! Había faltado poco para que la borrara del Entramado para siempre.

«¡Desapareció sin crear un acceso! El Poder Verdadero», pensó. Era la única explicación. Era poco, más bien nada, lo que sabía al respecto; para empezar, era la propia esencia del Oscuro, el señuelo que había inducido a los encauzadores de la Era de Leyenda a abrir la Perforación.

«Fuego compacto. Luz. He estado a punto de morir. Peor aún.»

No tenía nada para contrarrestar el fuego compacto.

Sólo es un tejido, Egwene... Sólo un tejido, en palabras de Perrin.

El momento había pasado ya, y M’Hael había huido. Tendría que mantener a Narishma con ella para que le advirtiera si alguien empezaba a encauzar cerca.

«A menos que M’Hael utilice de nuevo el Poder Verdadero. ¿Podría otro hombre percibir que alguien lo está encauzando?»

—¡Madre!

Egwene se volvió y vio que Merise gesticulaba hacia donde la mayoría de las Aes Sedai y los Asha’man seguían enzarzados en una batalla atronadora con las fuerzas sharaníes. Muchas hermanas con vestidos coloridos yacían muertas en la ladera.

La muerte de Gawyn le rondaba por la mente como un asesino de negro. Egwene apretó los dientes y avivó su ira mientras absorbía el Poder Único y se lanzaba hacia los sharaníes.


Hurin, con las fosas nasales tapadas con tela, combatía en los Altos de Polov junto a otros fronterizos.

Incluso a través de la tela, olía la guerra. Tanta, tanta violencia, los efluvios de la sangre y de carne putrefacta todo en derredor. Impregnaban el suelo, su espada, sus propias ropas. Ya había vomitado de manera violenta varias veces durante la batalla.

Aun así siguió luchando. Se apartó a un lado cuando el trolloc con hocico de oso gateó por encima de los cadáveres y saltó sobre él. El golpe de la espada del ser hizo que el suelo temblara y Hurin gritó.

La bestia soltó una risa inhumana al interpretar que el grito de Hurin indicaba miedo. Arremetió, de modo que Hurin corrió hacia adelante, agachado por debajo del arma enemiga, y le abrió el estómago a la bestia mientras pasaba corriendo. La criatura se frenó de golpe al ver cómo se le salían las tripas apestosas.

«Hay que darle tiempo a lord Rand», pensó; retrocedió y esperó que el siguiente trolloc pasara por encima de los cadáveres. Subían por la ladera oriental de los Altos, en la parte del río. Esa pendiente pronunciada era difícil de escalar para ellos; pero, por la Luz, había muchísimos.

«Sigue luchando, sigue luchando.»

Lord Rand había ido a verlo para pedirle que lo perdonara. ¡A él! En fin, haría que se sintiera orgulloso de él. El Dragón Renacido no necesitaba el perdón de un simple husmeador, pero Hurin todavía tenía la sensación del que el mundo había vuelto a su ser. Lord Rand era de nuevo el de siempre. Lord Rand los salvaría, si ellos conseguían darle tiempo suficiente.

Se produjo una pausa en la batalla. Frunció el entrecejo. Las bestias le habían parecido innumerables. Sin duda no podían haber caído todas. Avanzó con cautela y se asomó por encima de los cuerpos para mirar la pendiente.

No, los trollocs no estaban derrotados. El mar de monstruos todavía parecía casi infinito. Podía verlos a la luz de los fuegos de abajo. Los trollocs habían dejado de trepar porque tenían que retirar los cadáveres del camino en la vertiente, muchos de los cuales habían sido derribados por los arqueros de Tam. Más abajo, en el cauce del río, el ejército más numeroso de trollocs combatía con el de Elayne.

—Creo que dispondremos de unos pocos minutos —dijo Lan Mandragoran a los soldados desde donde estaba montado a caballo.

La reina Alliandre cabalgaba cerca también y hablaba tranquilamente con sus hombres. Dos monarcas a la vista. Sin duda sabían cómo ejercer el mando. Y eso hacía que Hurin se sintiera mejor.

—Se preparan para una última carga —añadió Lan—. Una embestida que nos obligue a retirarnos del borde de la pendiente para así poder luchar contra nosotros aquí arriba, en terreno llano. Descansad mientras retiran los cuerpos. Amigos, que la Paz propicie el uso de vuestras espadas. El próximo asalto será el peor.

¿El próximo asalto sería el peor? ¡Luz!

Detrás de ellos, en el centro de la loma, el resto del ejército de Mat seguía presionando al ejército sharaní en un intento de empujarlo de vuelta al sudoeste. Si los suyos conseguían hacerlo y los obligaban a bajar la pendiente hacia la batalla entre los trollocs y las fuerzas de Elayne, podría organizarse un buen lío del que Mat sabría sacar provecho. Pero, por el momento, los sharaníes no daban señales de ceder ni una pulgada de terreno; de hecho, comenzaban a presionar a su vez al ejército de Mat, que empezaba a mostrar signos de debilidad.

Hurin se tumbó de espaldas en el suelo oyendo gemidos todo en derredor, los gritos lejanos y el golpeteo de armas contra metal, olisqueando el hedor a violencia suspendido en el aire a su alrededor en un océano de pestilencias.

Lo peor aún estaba por llegar.

Que la Luz los asistiera...


Berelain utilizó un trapo para limpiarse las manos de sangre mientras se dirigía hacia el comedor de palacio. Las mesas se habían hecho trozos para leña con la que alimentar los enormes hogares que había a ambos extremos de la estancia; en lugar de muebles, había filas y filas de heridos.

Las puertas de la cocina se abrieron de golpe y un grupo de gitanos entró, algunos llevando camillas y otros ayudando a hombres heridos a entrar cojeando en el comedor.

«Luz —pensó—. ¿Más?» El palacio estaba lleno a reventar de combatientes heridos.

—¡No, no! —dijo mientras se acercaba—. Aquí no. En el vestíbulo de atrás. Vamos a tener que empezar a ponerlos allí. ¡Rosil! Tenemos heridos nuevos.

Los gitanos volvieron hacia el pasillo sin dejar de hablar con voz tranquila a los heridos. Sólo habían llevado de vuelta a los que podían salvarse. Berelain se había visto obligada a instruir a las cabecillas entre las mujeres Tuatha’an respecto a qué tipo de heridas requerían demasiado esfuerzo en la Curación. Mejor salvar a diez hombres con heridas graves que dedicar la misma energía intentando salvar a uno que se aferraba a la vida con una brizna de esperanza.

Ese momento de explicaciones había sido una de las cosas más horribles que había hecho en toda su vida.

Los gitanos siguieron avanzando en una fila, y Berelain observó a los heridos por si veía algo blanco. Había Capas Blancas entre ellos, pero no el hombre que buscaba ella.

«Tantos...», pensó de nuevo. Los gitanos no tenían ayuda para mover a los heridos. Todos los hombres sanos de palacio —y la mayoría de las mujeres— habían ido al campo de batalla para luchar o para ayudar a los refugiados de Caemlyn a recoger flechas.

Rosil se acercó presurosa; tenía la ropa manchada de sangre, pero ella ni siquiera se fijaba. De inmediato se hizo cargo de los heridos y los miró por si alguno necesitaba atención inmediata. Por desgracia, las puertas de la cocina se abrieron de golpe en ese momento y un grupo de andoreños y Aiel entraron tambaleándose, enviados por las Allegadas desde otra área del campo de batalla.

Lo que siguió fue casi demencial mientras Berelain metía prisa a todo el personal que tenía —mozos, gente mayor, algunos chiquillos de incluso cinco años— para que ayudaran a acomodar a los recién llegados. Sólo los Aiel que estaban en peor estado aceptaban que los llevaran allí; tenían tendencia a quedarse en el campo de batalla mientras pudieran sostener un arma. Lo cual significaba que para muchos de los que acababan de llegar ya no había Curación posible. Tenía que ponerlos en un espacio del que no disponía y ver sus jadeos sanguinolentos mientras morían.

—¡Esto es absurdo! —dijo, poniéndose de pie. Tenía las manos húmedas de sangre otra vez y ya no le quedaba un solo paño limpio. ¡Luz!—. Hemos de enviar más ayuda. Tú, el Aiel ciego.

Señaló a un Aiel al que habían dejado ciego. Estaba sentado con la espalda recostada en la pared y un vendaje sobre los ojos.

—Me llamo Ronja.

—Bien, Ronja. Tengo aquí algunos gai’shain para ayudarme. Según mis cuentas, debería haber muchos más. ¿Dónde están?

—Esperan hasta que acabe la batalla para poder atender a los vencedores.

—Vamos a buscarlos —dijo ella—. Necesitamos a todos los que podamos reunir para que ayuden en la lucha.

—Puede que vengan aquí con vos, Berelain Paendrag, y ayuden a cuidar de los heridos —replicó el hombre—. Pero no lucharán. No les corresponde hacer eso.

—Se avendrán a razones —declaró ella con firmeza—. ¡Es la Última Batalla!

—Puede que aquí seáis un jefe de clan —contestó el Aiel, sonriente—, pero no sois el Car’a’carn. Ni siquiera él podría ordenar a los gai’shain que desobedecieran el ji’e’toh.

—¿Quién, entonces?

Eso pareció sorprender al hombre.

—Nadie. No es posible.

—¿Y las Sabias?

—No lo harían. Nunca —aseguró él.

—Eso lo veremos —dijo Berelain.

La sonrisa del hombre se hizo más pronunciada.

—Supongo que ningún hombre o mujer querría sufrir vuestra ira, Berelain Paendrag. Pero, si me fuera devuelta la vista, me arrancaría de nuevo los ojos antes que ver luchar a los gai’shain.

—Entonces que no luchen. Quizá pueden ayudar a transportar a los heridos. Rosil, ¿te ocupas de este grupo?

La cansada mujer asintió con la cabeza. No había ninguna Aes Sedai en palacio que no diera la impresión de no poder dar un paso más sin irse de bruces al suelo. Berelain se mantenía de pie gracias a unas hierbas que tomaba, aunque dudaba que Rosil aprobara su uso.

En fin, allí no podía hacer nada más. Tal vez convendría echar un vistazo entre los heridos que habían acomodado en los almacenes. Tenían...

—Milady Principal... —llamó una voz. Era Kitan, una de las doncellas de palacio que se habían quedado para ayudar con los heridos. La delgada muchacha la asió del brazo—. Hay algo que tenéis que ver.

Berelain suspiró, pero hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. ¿Qué desastre le aguardaba ahora? ¿Otra burbuja maligna encerrando grupos de heridos tras paredes que antes no estaban ahí? ¿Se habían quedado sin vendajes otra vez? Dudaba que en la ciudad quedara sábana, colgadura, ropa interior o pañuelo que no se hubiera convertido en vendaje.

La chica la condujo escaleras arriba hasta los propios aposentos de Berelain, donde se atendía a unos cuantos heridos. Entró en uno de los cuartos y se sorprendió al encontrar dentro un rostro familiar esperándola. Annoura, sentada junto a una cama, vestía de rojo con cuchilladas grises y llevaba las habituales trencillas sujetas hacia atrás de un modo nada favorecedor. De hecho, Berelain casi no la reconoció.

Annoura se puso de pie al entrar ella e hizo una reverencia a pesar de que parecía a punto de irse al suelo por la fatiga.

En la cama yacía Galad Damodred.

Berelain emitió un grito ahogado y corrió junto a él. Era Galad, sí, aunque tenía una herida terrible en la cara. Respiraba, pero estaba inconsciente. Berelain fue a levantarle el brazo para cogerle la mano, pero descubrió que el brazo acababa en un muñón. Uno de los cirujanos ya lo había cauterizado para cortar la hemorragia y evitar que muriera desangrado.

—¿Cómo? —preguntó Berelain mientras asía su otra mano y cerraba los ojos. La mano de Galad estaba caliente.

Cuando ella había oído lo que Demandred bramaba respecto a haber derrotado al hombre de blanco...

—Creí que os lo debía —dijo la Gris—. Lo busqué en el campo de batalla después de que Demandred anunció lo que había hecho. Lo saqué de allí mientras el Renegado luchaba contra uno de los hombres de la Torre Negra. —Volvió a sentarse en la banqueta que había junto al lecho— y se inclinó hacia adelante, encorvada—. No podía Curarlo, Berelain. Hice cuanto pude para abrir un acceso y traerlo aquí. Lo siento.

—No pasa nada —dijo ella—. Kitan, ve a buscar a una de las otras hermanas. Annoura, os sentiréis mejor cuando hayáis descansado. Gracias.

La Gris asintió. Cerró los ojos y Berelain se impresionó al ver lágrimas en el rabillo de los ojos.

—¿Qué ocurre? —le preguntó—. Annoura, ¿qué pasa?

—No es algo que os concierna, Berelain —repuso al tiempo que se levantaba—. Nos lo enseñan a todas, ¿sabéis? No hay que encauzar cuando una está demasiado cansada. Puede haber complicaciones. Necesitaba un acceso de vuelta a palacio, sin embargo. Para traerlo aquí y ponerlo a salvo, para devolverle...

Annoura se desplomó al suelo desde la banqueta. Berelain se agachó a su lado y le levantó la cabeza. Entonces fue cuando se dio cuenta de que no eran las trencillas las que la hacían parecer tan distinta. También había algo raro en la cara. Estaba cambiada. Ya no era un rostro intemporal, sino juvenil.

—Oh, Luz, Annoura —susurró Berelain—. Os habéis consumido, ¿verdad?

La mujer se había desmayado. A Berelain le dio un vuelco el corazón. La Aes Sedai y ella habían tenido diferencias recientemente, pero Annoura había sido su consejera —y su amiga— durante años antes de su desacuerdo. Pobre mujer. Por el modo en que las Aes Sedai hablaban de ello, la consunción se consideraba peor que la muerte.

Berelain la tumbó en el diván del cuarto y la tapó con una manta. Se sentía terriblemente impotente.

«A lo mejor... Quizá puedan Curarla de algún modo.»

Regresó al lado de Galad para tomarlo de la mano un rato más; levantó la banqueta y se sentó en ella. Sólo descansaría un poco. Cerró los ojos. Él estaba vivo. A un altísimo precio, pero vivía.

—¿Cómo...?

La voz de Galad la sobresaltó. Abrió los ojos y lo encontró mirándola.

—¿Cómo he llegado aquí? —preguntó con un hilo de voz.

—Fue Annoura —contestó—. Os encontró en el campo de batalla.

—¿Y mis heridas?

—Vendrán a Curaros cuando haya alguien disponible —dijo—. La mano... —Se armó de valor—. Habéis perdido la mano, pero podemos quitar ese corte de la cara.

—No —susurró él—. Sólo es... un corte pequeño. Reservad la Curación para quienes podrían morir si no la reciben.

Parecía tan cansado... Berelain se mordió el labio, pero asintió con la cabeza.

—Por supuesto. —Vaciló un momento—. La batalla va mal, ¿verdad?—

—Sí.

—De modo que ahora... ¿sólo nos queda mantener la esperanza?

Él soltó la mano de la suya y buscó debajo de la camisa. Cuando llegara una Aes Sedai tendrían que desnudarlo y ocuparse de sus heridas. Hasta entonces sólo habían mirado el muñón, ya que era lo peor.

Galad suspiró; luego se estremeció y la mano le resbaló de debajo de la camisa. ¿Habría intentado quitársela?

—La esperanza... —susurró, y se desmayó.


Rand lloraba.

Estaba acurrucado en la oscuridad, con el Entramado que giraba ante él tejido por los hilos de las vidas de los hombres. Eran tantos los hilos que se terminaban...

Tantos...

Tendría que haber sido capaz de protegerlos. ¿Por qué no lo había hecho? Contra su voluntad, los nombres empezaron a repetirse en su mente. Los de quienes habían muerto por él, empezando por los de las mujeres, pero que ahora continuaron con los de todas y cada una de las personas que debería haber sido capaz de salvar... y que no lo había hecho.

Mientras la humanidad combatía en Merrilor y en Shayol Ghul, él se veía obligado a contemplar sus muertes. No podía dar media vuelta.

El Oscuro eligió ese instante para lanzarle un ataque masivo. Resurgió la presión esforzándose para aplastarlo hasta reducirlo a nada. Rand no podía moverse. Cada fracción de su esencia, su determinación y su fuerza enfocadas en impedir que el Oscuro lo hiciera pedazos.

Sólo podía mirar cómo morían.

Rand vio caer a Davram Bashere en una carga, seguido un momento después por su esposa. Rand gritó al ver morir a su amigo. Lloró por Davram Bashere.

El bueno y leal Hurin cayó a manos de un trolloc que atacaba para llegar a la cumbre de los Altos, donde Mat oponía resistencia. Rand lloró por Hurin. El hombre que tenía tanta fe en él, el hombre que lo habría seguido a cualquier parte.

Jori Congar yacía aplastado bajo el corpachón de un trolloc, gimiendo y pidiendo ayuda hasta que murió desangrado. Rand lloró por Jori cuando su hilo desapareció finalmente.

Enaila, que había decidido renunciar a las Far Dareis Mai y había dejado una guirnalda nupcial a los pies del siswai’aman Leiran, muerta con el vientre atravesado por cuatro trollocs. Rand lloró por ella.

Karldin Manfor, que lo había seguido durante tanto tiempo y había estado en los pozos de Dumai, murió cuando su fuerza para encauzar se agotó y se desplomó en el suelo, exhausto. Los sharaníes cayeron sobre él y lo acuchillaron con sus dagas negras. Su Aes Sedai, Beldeine, trastabilló y cayó instantes después. Rand lloró por ambos.

Lloró por Gareth Bryne y por Siuan. Lloró por Gawyn.

Tantos. Tantísimos...

ESTÁS PERDIENDO.

Rand se acurrucó más. ¿Qué podía hacer? Su sueño de detener al Oscuro... Crearía una pesadilla si lo hacía. Sus propias intenciones lo traicionaban.

RÍNDETE, ADVERSARIO. ¿PARA QUÉ SEGUIR LUCHANDO? DEJA DE PELEAR Y DESCANSA.

Estuvo tentado de hacerlo. Oh, qué enorme tentación. Luz. ¿Qué pensaría Nynaeve? Podía verla, luchando para salvar a Alanna. Qué avergonzadas se sentirían ella y Moraine si supieran que en ese momento lo único que quería era abandonar, rendirse.

El dolor lo atravesó y gritó otra vez.

—¡Por favor, que acabe ya!

PUEDE ACABAR.

Rand se encogió, estremecido, tembloroso. Pero aun así los gritos de los que morían lo asaltaban. Muerte y más muerte. Aguantó; a duras penas.

—No —susurró.

COMO QUIERAS, dijo el Oscuro. TENGO ALGO MÁS QUE ENSEÑARTE. UNA PROMESA MÁS DE LO QUE PUEDE SER...

El Oscuro urdió los hilos de la posibilidad una última vez.

Todo fueron tinieblas.


Taim arremetió con el Poder Único y azotó a Mishraile con tejidos de Aire.

—¡Regresad allí, necio! ¡Luchad! ¡No perderemos esa posición!

El Señor del Espanto retrocedió agazapado, se reunió con sus dos compañeros y se escabulló para cumplir las órdenes. Taim echaba chispas, e hizo añicos una piedra que había cerca con un arranque de poder. ¡Esa gata asilvestrada de Aes Sedai! ¿Cómo osaba superarlo?

—M’Hael —dijo una voz sosegada.

Taim... M’Hael. Tenía que pensar en sí mismo como M’Hael. Cruzó la ladera hacia la voz que lo había llamado. Había abierto un acceso para ponerse a salvo, aterrado, al otro extremo de las lomas, y ahora se encontraba en el borde de la ladera sudoriental de los Altos. Demandred utilizaba esa ubicación para controlar la batalla que se libraba abajo y para lanzar destrucción en las formaciones andoreñas, cairhieninas y Aiel.

Los trollocs de Demandred controlaban toda la cañada entre los Altos y las ciénagas, y estaban desgastando a los defensores del río seco. Sólo era cuestión de tiempo. Entretanto, el ejército sharaní luchaba al nordeste de allí, en los Altos. Le preocupaba que Cauthon hubiera llegado tan deprisa a frenar el avance de los sharaníes. Daba igual. Era el movimiento de un hombre desesperado. No podría aguantar contra el ejército sharaní. Pero lo más importante en ese momento era destruir a las Aes Sedai del otro lado de los Altos. Ésa era la clave para ganar la batalla.

M’Hael pasó entre desconfiados sharaníes, con sus extraños ropajes y tatuajes. Demandred estaba sentado en el centro, con las piernas cruzadas. Tenía los ojos cerrados y respiraba de forma sosegada y regular. Ese sa’angreal que usaba... le consumía algo, algo más que la simple fuerza normal necesaria para encauzar.

¿Proporcionaría tal cosa una oportunidad a M’Hael? Cómo le revolvía las bilis tener que seguir a las órdenes de otro. Sí, había aprendido mucho de ese hombre, pero Demandred había demostrado de forma evidente que no era el idóneo para dirigir. Consentía a esos sharaníes, y desperdiciaba energía en su conflicto con al’Thor. La debilidad de otro era una oportunidad potencial para M’Hael.

—He sabido que estás fallando, M’Hael —dijo Demandred.

Delante de ellos, a través del cauce seco del río, las defensas andoreñas por fin empezaban a flaquear. Los trollocs no dejaban de tantear para dar con los puntos débiles en sus líneas, y se iban abriendo paso a través de las formaciones de picas en varias partes río arriba y abajo. La caballería pesada de la Legión y la ligera de los cairhieninos estaban en constante movimiento ahora, haciendo pasadas desesperadas contra los trollocs a medida que éstos avanzaban por entre las defensas andoreñas. Los Aiel todavía los frenaban cerca de las ciénagas, y los ballesteros de la Legión combinados con los piqueros andoreños aún impedían que los trollocs rodearan su flanco derecho. Pero la presión de la violenta arremetida trolloc era incesante, y las líneas de Elayne se curvaban de forma gradual hacia atrás y se internaban más en territorio shienariano.

—M’Hael —dijo Demandred, que abrió los ojos. Unos ojos inmemoriales. M’Hael se negó a dejarse intimidar y los miró directamente. ¡No lo intimidaría!—. Cuéntame cómo has fallado.

—Esa arpía de Aes Sedai —espetó—. Utiliza un sa’angreal de gran poder. Casi la tenía, pero el Poder Verdadero me falló.

—Sólo recibes un hilillo por una razón —contestó Demandred, que volvió a cerrar los ojos—. Es impredecible para alguien que no está acostumbrado a su naturaleza y sus pautas.

M’Hael no dijo nada. Practicaría con el Poder Verdadero; aprendería sus secretos. Los otros Renegados eran viejos y lentos. Pronto dirigiría la sangre nueva.

Con una relajada sensación de inevitabilidad, Demandred se puso de pie. Daba la impresión de ser un inmenso peñasco irguiéndose en su posición.

—Volverás y la matarás, M’Hael. Yo he matado a su Guardián. Debería ser una presa fácil.

—El sa’angreal...

Demandred adelantó su cetro rematado por la copa dorada.

¿Era una prueba? Tanto poder... M’Hael había percibido la fuerza irradiando de Demandred cuando lo utilizaba.

—Dices que tiene un sa’angreal — habló Demandred—. Con éste, tú tendrás también uno. Ten, usa Sakarnen para que no haya excusas si fallas. Ten éxito en esto o muere, M’Hael. Demuestra que mereces estar entre los Elegidos.

—¿Y si el Dragón Renacido decide por fin luchar contigo? —preguntó, tras humedecerse los labios.

Demandred soltó una carcajada.

—¿Crees que lo utilizaría para luchar con él? ¿Qué demostraría eso? Las fuerzas de ambos han de ser parejas si quiero demostrar que soy el mejor. Según se dice, no puede usar Callandor de forma segura, y fue tan estúpido de destruir los Choedan Kal. Vendrá y, cuando lo haga, me enfrentaré a él sin ayuda y demostraré que soy el verdadero señor de este reino.

«Por la más negra oscuridad... —pensó Taim—. Se ha vuelto completamente loco, ¿verdad?» Era extraño mirar esos ojos que parecían tan lúcidos, y oír semejantes desvaríos saliendo de sus labios. Cuando Demandred se había puesto en contacto con él por primera vez para ofrecerle la oportunidad de servir al Gran Señor, no parecía ser así. Arrogante sí. Todos los Renegados lo eran. La determinación de Demandred de matar personalmente a al’Thor ya ardía dentro de él como un fuego.

Pero esto... Esto era algo diferente. Vivir en Shara lo había cambiado. Desde luego, lo había debilitado. Y, ahora, esto. ¿Qué hombre entregaría de forma voluntaria un artefacto poderoso a un rival?

«Sólo un necio —pensó M’Hael, que alargó la mano para asir el sa’angreal—. Matarte será como acabar con un caballo con tres patas rotas, Demandred. Un acto de compasión. Había esperado derrotarte como un digno rival.»

Demandred se dio la vuelta y M’Hael absorbió Poder Único a través de Sakarnen y bebió con glotonería de su abundancia. La dulzura del Saidin lo saturaba, un torrente violento de suculento Poder. ¡Él era inmenso mientras lo asía! Podría hacer cualquier cosa. ¡Arrasar montañas, destruir ejércitos, todo por sí solo!

Estaba ansiando extraer flujos de Poder, tejerlos entre sí y destruir a ese hombre.

—Ten cuidado —le advirtió Demandred. La voz sonaba débil, patética. El chillido de un ratón—. No encauces a través de eso hacia mí. He vinculado a Sakarnen. Si intentas utilizarlo contra mí, te abrasará y te borrará del Entramado.

¿Mentía? ¿Podía un sa’angreal estar en armonía con una persona específica? Lo ignoraba. Lo pensó y bajó Sakarnen, amargado a pesar del poder que rugía dentro de él.

—No soy un necio, M’Hael —dijo con sequedad Demandred—. No te entregaría el lazo corredizo con el que colgarme. Ve y haz lo que se te ha ordenado. Eres mi servidor en esto, la mano que sostiene el hacha que corta el árbol. Destruye a la Amyrlin; usa el fuego compacto. Se nos ha ordenado hacerlo, y en esto debemos obedecer. El mundo ha de deshacerse antes de que lo tejamos de nuevo de acuerdo con nuestra visión.

M’Hael gruñó al otro hombre, pero hizo lo que le decía; tejió un acceso. Destruiría a esa maldita Aes Sedai. Luego... Luego decidiría cómo ocuparse de Demandred.


Elayne observaba con frustración cómo hacía retroceder el enemigo a sus formaciones de picas. Que Birgitte se las hubiera ingeniado para convencerla de que se marchara de las inmediaciones de donde se combatía —un avance trolloc podía ocurrir en cualquier momento— no la complacía.

Se habían retirado casi hasta las ruinas, lejos del peligro directo en esos momentos. Un doble círculo de guardias la rodeaba, la mayoría sentados y comiendo para recobrar las pocas fuerzas que pudieran durante los intervalos entre combates.

Elayne no llevaba desplegada su bandera, pero enviaba mensajeros para que sus comandantes supieran que seguía viva. Aunque había intentado guiar a sus tropas contra los trollocs, sus esfuerzos no habían bastado. Era evidente que sus ejércitos se estaban debilitando.

—Tenemos que regresar —le dijo a Birgitte—. Necesitan verme.

—No sé si eso cambiaría las cosas —replicó Birgitte—. Esas formaciones no pueden aguantar frente a esos trollocs y esos puñeteros encauzadores. Juro que...

—¿Qué?

—Juro que antes recordaba una situación como ésta —contestó Birgitte, y se dio la vuelta.

Elayne apretó los dientes. La pérdida de memoria de Birgitte le parecía desgarradora, pero sólo era el problema de una mujer. Miles de sus súbditos estaban muriendo.

Cerca, los refugiados de Caemlyn seguían recorriendo el área buscando flechas y personas heridas. Varios grupos se habían acercado a los guardias de Elayne y hablaban con ellos en voz baja preguntándoles por la batalla de la reina. Elayne sintió remontar su orgullo por los refugiados y su tenacidad. La ciudad había quedado derruida, pero una ciudad se podía reconstruir. El pueblo, el verdadero corazón de Caemlyn, no caería con tanta facilidad.

Otra lanza de luz que se clavó en el campo de batalla mató hombres y desorganizó las formaciones de picas. Más allá, en el lado más lejano de los Altos, mujeres encauzaban en una feroz batalla. Veía las luces destellar en la noche, aunque eso era todo. ¿Debería unirse a ellas? El hecho de haber estado al frente de las tropas no había bastado para salvar a los soldados, pero les había proporcionado orientación y liderazgo.

—Temo por nuestro ejército, Elayne —dijo Birgitte—. Temo que el día está perdido.

—No puede perderse —replicó ella—. Porque, si es así, todos estaremos perdidos. Me niego a aceptar la derrota. Tú y yo vamos a volver. Que Demandred intente acabar con nosotros. Tal vez mi presencia revivifique a los soldados, les dé más...

Cerca, un grupo de refugiados de Caemlyn atacó a sus guardias.

Elayne barbotó una maldición e hizo volverse a Sombra de Luna al tiempo que abrazaba el Poder. Las personas del grupo que al principio había tomado por refugiados con ropas sucias y manchadas de hollín llevaban cotas debajo. Luchaban con sus guardias y mataban con espada y hacha. Nada de refugiados: eran mercenarios.

—¡Traición! —gritó Birgitte mientras alzaba el arco y disparaba a un mercenario al que atravesó la garganta—. ¡A las armas!

—No es traición —dijo Elayne, que tejió Fuego y lo lanzó a un grupo de tres—. ¡No son de los nuestros! ¡Cuidado, son enemigos infiltrados!

Se volvió cuando otro grupo de «refugiados» se lanzó sobre las líneas debilitadas de guardias. ¡Estaban todo en derredor! Se habían acercado a escondidas mientras tenían puesta la atención en el lejano campo de batalla.

Cuando un grupo de mercenarios se abrió paso en el cerco de guardias, Elayne tejió Saidar y lanzó un tejido poderoso de Aire.

Al dar en uno de los hombres que cargaban contra ella, el tejido se deshizo. Elayne maldijo y dio la vuelta al caballo para huir, pero uno de los atacantes se abalanzó y hundió la espada en el cuello de Sombra de Luna. La yegua se encabritó al tiempo que lanzaba un relincho agónico, y Elayne atisbó brevemente a los guardias luchando todo en derredor cuando cayó al suelo, aterrada por la seguridad de los bebés. Unas manos la asieron con rudeza por los hombros y la sujetaron contra el suelo.

Vio algo plateado brillar en la noche. Un medallón de cabeza de zorro. Otro par de manos se lo pusieron pegado a la piel por encima de los senos. El metal estaba intensamente frío.

—Hola, mi reina —saludó Mellar, en cuclillas a su lado. El otrora capitán de la guardia, al que mucha gente todavía consideraba padre de sus bebés, la miró con gesto lascivo—. Ha resultado muy difícil rastrearos.

Elayne le escupió, pero él lo había visto venir y alzó la mano para detener el salivazo. Sonrió y después se puso de pie dejándola inmovilizada por dos mercenarios. Aunque algunos de sus guardias aún combatían, a la mayoría los habían hecho retroceder o los habían matado.

Mellar se volvió cuando dos hombres se acercaron arrastrando a Birgitte. Ella se debatía y un tercer hombre se acercó para ayudar a inmovilizarla. Mellar sacó la espada y miró la hoja un instante, como si se contemplara en el brillante acero. Entonces hundió el arma en el estómago de Birgitte.

Birgitte dejó escapar un grito ahogado y cayó de rodillas. Mellar la decapitó con un brutal golpe de revés.

Elayne se encontró sentada, muy quieta, incapaz de pensar o reaccionar mientras el cadáver de Birgitte se desplomaba hacia adelante derramando la sangre vital por el cuello. El vínculo titiló y se apagó, y llegó... el dolor. Un dolor terrible.

—Llevaba mucho tiempo esperando hacer eso —dijo Mellar—. Maldición, qué bien sienta.

«Birgitte...» Su Guardiana estaba muerta. Su Guardiana había sido asesinada. La pérdida hacía... hacía que le costara trabajo pensar.

Mellar pateó el cadáver de Birgitte al tiempo que un hombre llegaba a caballo con un cuerpo tendido sobre la parte trasera de la silla. El hombre vestía un uniforme andoreño y el cabello colgante del cadáver era rubio. Quienquiera que fuera la pobre mujer, llevaba un vestido exactamente igual al de Elayne.

«Oh, no...»

—Ve —dijo Mellar.

El hombre se alejó a caballo con otros cuantos en formación a su alrededor, unos guardias falsos. Portaban el estandarte de Elayne y uno empezó a gritar:

—¡La reina ha muerto! ¡La reina ha caído!

Mellar se volvió hacia Elayne.

—Los vuestros aún combaten. Bien, pues, eso hará que se rompan sus filas. En cuanto a vos... En fin, por lo visto, el Gran Señor tiene que hacer algo con esos niños vuestros. Me han ordenado que los lleve a Shayol Ghul. Se me ocurre que no tenéis por qué estar con ellos en ese momento. —Miró a uno de sus compañeros—. ¿Puedes conseguirlo?

El otro hombre se arrodilló junto a ella y apretó las manos contra su vientre. Una repentina punzada de miedo la sacudió a través de la estupefacción y la conmoción. ¡Sus pequeños!

—El embarazo está bastante adelantado ya —dijo el hombre—. Es probable que pueda mantener vivos a los niños con un tejido y si los sacas cortando. Será difícil hacerlo bien. Todavía son fetos inmaduros. Seis meses de gestación. Pero con los tejidos que me ha enseñado el Elegido... Sí, creo que puedo mantenerlos vivos durante una hora. Pero tendrás que llevárselos a M’Hael para que se entreguen en Shayol Ghul. Viajar por un acceso normal allí ya no funciona.

Mellar envainó la espada y sacó un cuchillo de caza del cinturón.

—Por mí, vale. Mandaremos a los niños, como pide el Gran Señor. Pero vos, mi reina... Vos sois mía.

Elayne se debatió pero los hombres la sujetaban con fuerza. Intentó encauzar una y otra vez, pero el medallón funcionaba como la horcaria. El resultado era igual que si hubiera intentado abrazar el Saidin.

—¡No! —gritó cuando Mellar se arrodilló a su lado—. ¡¡¡No!!!

—Bien —dijo él—. Esperaba que os pusierais a gritar.


Nada.

Rand se volvió. Intentó volverse. No tenía forma ni sustancia.

Nada.

Intentó hablar, pero no tenía boca. Por fin, se las ingenió para «pensar» las palabras y las hizo manifiestas.

SHAI’TAN, proyectó Rand. ¿QUÉ ES ESTO?

NUESTRO TRATADO, repuso el Oscuro. NUESTRA CONCILIACIÓN

¿NUESTRA CONCILIACIÓN ES LA NADA?, demandó Rand.

SÍ.

Rand comprendió. El Oscuro le estaba ofreciendo un trato. Él podía acceder a eso... Acceder a la nada. Los dos se batían en duelo por el destino del mundo. Él luchaba por la paz, la gloria, el amor. El Oscuro buscaba lo opuesto. Dolor. Sufrimiento.

La nada era, en cierto modo, un equilibrio entre los dos. El Oscuro accedería a no forjar de nuevo la Rueda de acuerdo con sus lúgubres deseos. No habría esclavitud para la humanidad ni un mundo sin amor. No habría mundo.

ESTO ES LO QUE PROMETISTE A ELAN, dijo Rand. LE PROMETISTE EL FIN DE LA EXISTENCIA.

TE LO OFREZCO A TI TAMBIÉN, repuso el Oscuro. Y A TODOS LOS HOMBRES. DESEABAS LA PAZ. YO TE LA DOY. LA PAZ DEL VACÍO QUE TÚ BUSCAS TAN A MENUDO. TE DOY NADA Y TODO.

Rand no rechazó la oferta de inmediato. La asió y la acunó en su mente. No más dolor. No más sufrimiento. No más cargas.

Un final. ¿No era eso lo que él había deseado? ¿Un modo de poner fin a los ciclos de forma definitiva?

NO, dijo. EL FIN DE LA EXISTENCIA NO ES LA PAZ. HICE ESTA ELECCIÓN ANTES. CONTINUAREMOS.

La presión del Oscuro empezó a rodearlo de nuevo, amenazándolo con hacerlo pedazos.

NO HARÉ MÁS PROPUESTAS, dijo.

—No contaba con que lo hicieras —repuso Rand al tiempo que recobraba su cuerpo, y los hilos de la posibilidad se desdibujaban.

Entonces el dolor de verdad empezó.


Min esperaba con las fuerzas seanchan reunidas, mientras los oficiales recorrían las líneas con linternas para preparar a los hombres. No habían regresado a Ebou Dar, sino que habían huido a través de accesos a una gran llanura abierta que no reconoció. Allí crecían árboles con una corteza rara y enormes hojas colgantes al final del tronco. No sabía si eran realmente árboles o sólo unos helechos gigantes. Era más difícil de discernir porque estaban marchitos; los árboles habían echado hojas, pero éstas colgaban ahora como si no hubiesen visto agua desde hacía muchas semanas. Min intentó imaginar qué aspecto habrían tenido antes de marchitarse.

El aire olía diferente, a plantas que no identificaba y a agua de mar. Las tropas seanchan esperaban en estrictas formaciones, listas para marchar, un hombre de cada cuatro con una linterna, aunque sólo una de cada diez estaba encendida en aquel momento. Mover un ejército no podía hacerse deprisa, a pesar de los accesos, pero Fortuona tenía a su servicio centenares de damane. La retirada se había realizado de forma eficiente, y Min sospechaba que un regreso al campo de batalla podía llevarse a cabo con rapidez.

Es decir, si Fortuona decidía regresar. La emperatriz se encontraba sentada en lo alto de un pilar, donde la habían subido en su palanquín, alumbrada por linternas azules bajo la noche. No era un trono, sino un pilar de un blanco puro y unos seis pies de alto que se alzaba sobre una pequeña elevación. Min tenía un asiento al lado del pilar, y oía los informes que llegaban.

—Esta batalla no va bien para el Príncipe de los Cuervos —dijo el general Galgan. Se dirigía a sus generales enfrente de Fortuona, hablándoles directamente para que pudieran responderle sin tener que dirigirse de un modo formal a la emperatriz—. Su petición de que regresemos acaba de llegar. Ha esperado demasiado tiempo para pedirnos ayuda.

—Dudo en decir esto —comentó Yulan—; pero, aunque la sabiduría de la emperatriz no conoce límites, yo no confío en el príncipe. Será el consorte elegido de la emperatriz y es obvio que fue una elección sabia para ese papel. Sin embargo, ha demostrado ser temerario en la contienda. Quizá está excesivamente tenso por lo que está pasando.

—Estoy seguro de que tiene un plan —intervino Beslan con fervor—. Tenéis que confiar en Mat. Sabe lo que está haciendo.

—Antes me impresionó —reconoció Galgan—. Los augurios parecían favorecerlo.

—Está perdiendo, capitán general —señaló Yulan—. Perdiendo de forma estrepitosa. Los augurios de un hombre pueden cambiar deprisa, al igual que puede cambiar la suerte de una nación.

Min observó al bajo capitán del Aire con los ojos entrecerrados. Ahora llevaba dos uñas de cada mano lacadas. Había sido él quien había dirigido el asalto a Tar Valon, y el éxito de ese ataque le había granjeado el favor de Fortuona. Símbolos y augurios giraban alrededor de su cabeza, al igual que en la de Galgan y, desde luego, en la de Beslan.

«Luz —pensó Min—. ¿De verdad estoy empezando a pensar en “augurios” como Fortuona? He de separarme de esta gente. Todos están locos.»

—Tengo la impresión de que el príncipe contempla esta batalla como un juego —continuó Yulan—. Aunque sus apuestas iniciales eran sagaces, se ha excedido demasiado. ¿Cuántos hombres se sientan a una mesa de dactolk dando la impresión de ser un genio por sus apuestas, cuando en realidad sólo la suerte aleatoria hace que parezcan competentes? El príncipe ganaba al principio, pero ahora vemos lo peligroso que es jugar como él lo ha hecho.

Yulan hizo una inclinación de cabeza a la emperatriz. Sus declaraciones eran cada vez más osadas, ya que ella no le daba razones para ser prudente. En la actual situación, proviniendo de la emperatriz, significaba que podía continuar.

—He oído... rumores sobre él —dijo Galgan.

—Mat es un jugador, sí —confirmó Beslan—. Pero es misteriosamente bueno en ello. Gana, general. Por favor, tenéis que volver y ayudar.

Yulan meneó la cabeza con gesto enfático.

—La emperatriz, así viva para siempre, nos sacó del campo de batalla por una buena razón. Si el príncipe no pudo proteger su propio puesto de mando, es porque no tiene controlada la batalla.

Cada vez era más atrevido. Galgan se frotó el mentón y luego miró a otra persona que estaba allí. Min no sabía mucho de Tylee, pues la mujer permanecía callada en esas reuniones. Con el cabello canoso y anchos hombros, la oficial de piel oscura irradiaba una fortaleza indefinible. Era una general que había dirigido a sus tropas directamente, en batalla, muchas veces. Sus cicatrices lo demostraban.

—Estos habitantes del continente luchan mejor de lo que nunca imaginé que harían —afirmó Tylee—. Combatí junto a algunos soldados de Cauthon. Creo que os sorprenderían, general. También yo sugiero humildemente que volvamos para ayudar.

—¿Acaso es beneficioso para el imperio hacerlo? —preguntó Yulan—. Las fuerzas de Cauthon debilitarán a la Sombra, y la Sombra tendrá que marchar hacia Ebou Dar desde Merrilor. Podemos aplastar a los trollocs con ataques aéreos a lo largo del camino. Una victoria a largo plazo debería ser nuestro objetivo. Quizá podríamos enviar damane para recoger al príncipe y traerlo para ponerlo a salvo. Ha luchado bien, pero es evidente que está superado en esta batalla. No podemos salvar sus ejércitos, por supuesto. Están condenados.

Min frunció el entrecejo y se echó hacia adelante. Una de las imágenes que flotaban sobre la cabeza de Yulan era tan rara... Una cadena. ¿Por qué iba a tener una cadena sobre su cabeza?

«Está cautivo —pensó de repente—. Luz. Alguien lo utiliza como un instrumento.»

Mat temía que hubiera un espía entre ellos. Un escalofrío estremeció a Min.

—La emperatriz, así viva para siempre, ha tomado una decisión —dijo Galgan—. Regresamos. A menos que, en su sabiduría, haya considerado cambiar de idea...

Se volvió hacia Fortuona con una expresión interrogante en el rostro.

«Nuestro espía puede encauzar —comprendió Min, e inspeccionó a Yulan—. Este hombre está dominado por Compulsión.»

Un encauzador. ¿Del Ajah Negro? ¿Una damane Amiga Siniestra? ¿Un Señor del Espanto? Podía ser cualquiera. Y, con toda probabilidad, el espía llevaría también un tejido para disfrazarse.

Así pues, ¿cómo iba a desenmascararlo?

Con sus visiones. A las Aes Sedai y a otros encauzadores siempre los acompañaban imágenes. Siempre. ¿Podría encontrar alguna pista en ellas? Por instinto, sabía que la cadena de Yulan significaba que era un cautivo de otro. En cuyo caso, no era el verdadero espía, sino una marioneta.

Observó a los demás nobles y generales. Por supuesto, muchos de ellos tenían augurios sobre la cabeza, tal como era habitual. ¿Cómo iba a localizar algo fuera de lo normal? Recorrió con la mirada a la multitud que observaba y contuvo la respiración al reparar por primera vez en una de las so’jhin, una joven pecosa con una colección de imágenes sobre la cabeza.

Min no la reconoció. ¿Había estado sirviendo siempre allí? Estaba segura de que se habría fijado antes si la mujer se le hubiera acercado, pues rara vez veía tantas imágenes unidas a los que no eran encauzadores, Guardianes o ta’veren. Sin embargo, ya fuera por descuido o por casualidad, no se le había ocurrido mirar a propósito a los sirvientes.

Ahora, el encubrimiento le resultaba evidente. Min desvió la vista para no despertar sospechas en la criada, y consideró qué hacer a continuación. Su instinto le susurraba que debería atacar, sin más, sacar un cuchillo y lanzarlo. Si esa criada era una Señora del Espanto o, Luz, una de las Renegadas, atacar primero sería la única forma de derrotarla.

No obstante, también cabía la posibilidad de que la mujer fuera inocente. Min vaciló; entonces se puso de pie encima de su sillón. Varios miembros de la Sangre murmuraron por su falta de respeto, pero ella hizo caso omiso. Se encaramó al reposabrazos de su sillón y, manteniendo el equilibrio, se puso al mismo nivel que Tuon. Luego se inclinó hacia la emperatriz.

—Mat nos pidió que regresáramos —dijo en voz baja—. ¿Cuánto tiempo discutiréis si vais a hacer lo que él pidió o no?

—Hasta que esté convencida de que es lo mejor para mi imperio —contestó Tuon, mirándola.

—Es vuestro esposo.

—La vida de un hombre no vale tanto como las de miles —repuso Tuon, aunque se notaba que estaba realmente preocupada—. Si de verdad la batalla va tan mal como dicen los exploradores de Yulan...

—Me nombrasteis Palabra de la Verdad. ¿Qué significa exactamente eso?

—Es tu deber censurarme en público si hago algo mal. No obstante, no estás entrenada en ese cometido. Sería mejor que te reprimieras hasta que pueda proporcionarte...

Min se volvió de cara a los generales y la multitud que observaba; el corazón le latía de forma desaforada.

—Como Palabra de la Verdad de la emperatriz Fortuona, ahora diré la verdad. Ha abandonado a los ejércitos que luchan por la humanidad y retiene a sus fuerzas en un momento de necesidad. Su orgullo ocasionará la destrucción de todos los pueblos, en todas partes.

La Sangre se había quedado estupefacta.

—No es tan sencillo, joven —dijo el general Galgan.

Por la mirada que le echaron otros, por lo visto se suponía que no debía debatir con una Palabra de la Verdad. De todos modos, continuó.

—Ésta es una situación compleja.

—Me mostraría más comprensiva si no fuera porque sé que hay un espía de la Sombra entre nosotros —respondió Min.

La so’jhin pecosa alzó los ojos con brusquedad.

«Te pillé», pensó Min, que a continuación señaló al general Yulan.

—¡Abaldar Yulan, os acuso! ¡He visto augurios que prueban que no estás actuando a favor de los intereses del imperio!

La verdadera espía se relajó, y Min vio un atisbo de sonrisa en sus labios. Era prueba suficiente. Mientras Yulan protestaba a voces por la acusación, Min dejó caer un cuchillo de la manga en su mano y lo lanzó contra la mujer.

El arma voló haciendo giros; pero, justo antes de alcanzar a la mujer, se paró en seco, suspendida en el aire.

Cerca, damane y e sul’dam dieron un respingo. La espía asestó una mirada de odio a Min y abrió un acceso por el que se lanzó de cabeza. Se dispararon tejidos tras ella, pero la mujer había desaparecido antes de que la mayoría de la gente de la reunión se diera cuenta de lo que pasaba.

—Lo siento, general Yulan —anunció Min—, pero estáis sometido a la Compulsión. Fortuona, es evidente que la Sombra está haciendo todo lo posible por mantenernos alejados de esa batalla. Teniendo eso presente, ¿vais a seguir esa línea de actuación irresoluta?

Min miró a Tuon a los ojos.

—Juegas a esto bastante bien —susurró Tuon con frialdad—. Y pensar que estaba preocupada por tu seguridad al traerte a mi corte. Por lo visto, tendría que haberme preocupado por mí misma. —Tuon suspiró muy levemente—. Supongo que me has dado la oportunidad, quizá la potestad, para hacer lo que mi corazón habría elegido, tanto si era conveniente como si no. —Se puso de pie—. General Galgan, reunid vuestras tropas. Regresamos a Campo de Merrilor.


Egwene tejió Tierra y destruyó los peñascos detrás de los cuales se habían escondido los sharaníes. Las otras Aes Sedai atacaron de inmediato arrojando tejidos a través del aire chisporroteante. Los sharaníes murieron con el fuego, los rayos y las explosiones.

Ese lado de los Altos se hallaba tan lleno de escombros y tan fracturado con zanjas que parecían los restos de una ciudad tras sufrir un terremoto. Todavía era de noche y llevaban combatiendo... Luz, ¿cuánto hacía que Gawyn había muerto? Horas y horas.

Egwene redobló sus esfuerzos negándose a permitir que el hecho de pensar en él la hiciera venirse abajo. Durante horas interminables, sus Aes Sedai y los sharaníes habían luchado en el lado occidental de los Altos. Poco a poco, Egwene estaba empujándolos hacia el este.

A veces el bando de Egwene parecía estar ganando, pero hacía rato que más y más Aes Sedai se desplomaban por causa de la fatiga o por el Poder Único.

Otro grupo de encauzadores se acercaba a través del humo asiendo el Poder Único. Más que verlos, Egwene los sintió.

—¡Desviad sus tejidos! —gritó Egwene, plantada al frente de los suyos—. ¡Yo ataco y vosotros defendéis!

Otras Aes Sedai repitieron la llamada a lo largo de la línea del frente. Ya no combatían en grupos pequeños; mujeres de todos los Ajahs se alineaban a ambos lados de Egwene con un gesto de concentración en los rostros intemporales. Los Guardianes permanecían delante de ellas a fin de detener con su cuerpo los tejidos, ya que era la única protección que podían ofrecerles.

Egwene notó que Leilwin se acercaba por detrás. Su nueva Guardiana se tomaba en serio su tarea. Una seanchan luchando como su Guardiana en la Última Batalla. ¿Y por qué no? El propio mundo se estaba destejiendo. Las finas grietas que se extendían bajo los pies de Egwene lo demostraban. Ésas no se habían borrado, como habían hecho las que se habían abierto antes; ahora la oscuridad perduraba. El fuego compacto se había utilizado demasiado en esa zona.

Egwene lanzó el tejido de una pared de fuego que se desplazaba. Los cadáveres se prendían a medida que la pared pasaba dejando tras de sí montones de huesos humeantes. Su ataque abrasaba el terreno, lo ennegrecía, y los sharaníes se agruparon para contrarrestar el tejido. Sin embargo, logró matar unos cuantos antes de que desbarataran el ataque.

Las otras Aes Sedai desviaban o destruían los tejidos lanzados por el enemigo, y Egwene hizo acopio de fuerzas para intentarlo de nuevo.

«Qué cansada... —susurró una parte de sí—. Egwene, estás muy cansada. Esto empieza a ser peligroso.»

Leilwin se adelantó y tropezó con una roca rota, pero se situó con ella en primera línea.

—Os traigo una noticia, madre —dijo con su familiar acento seanchan que arrastraba las palabras—. Los Asha’man han recuperado los sellos. Los tiene su cabecilla.

Egwene soltó un suspiro de alivio. Tejió Fuego y, esta vez, lo lanzó en columnas; las llamas iluminaron el suelo resquebrajado todo en derredor. Esas grietas que M’Hael había causado la preocupaban muchísimo. Empezó a crear otro tejido, pero se detuvo. Algo iba mal.

Giró sobre sí misma al tiempo que el fuego compacto —una columna tan ancha como el brazo de un hombre— atravesó en un instante la línea de Aes Sedai de forma que vaporizó a media docena de ellas. Como salidas de la nada, surgieron explosiones todo en derredor y otras hermanas pasaron de la batalla a la muerte en una fracción de segundo.

«El fuego compacto ha abrasado mujeres que habían detenido tejidos para que no nos mataran... pero a esas mujeres las han sacado del Entramado antes de que los tejieran y ya no han podido detener los ataques sharaníes.» El fuego compacto quemaba los hilos de las vidas hacia atrás en el Entramado.

La cadena de sucesos era catastrófica. Encauzadores sharaníes que habían muerto ahora volvían a estar vivos y avanzaban... Hombres desplazándose a través del suelo resquebrajado como una jauría, mujeres que caminaban en grupos coligados de cuatro o cinco. Egwene buscó la fuente del fuego compacto. Jamás había visto una barra tan enorme como aquélla, tan poderosa que debía de haber quemado hilos hasta unas horas atrás.

Encontró a M’Hael en la cumbre de los Altos, el aire envuelto en una burbuja ondulante a su alrededor. Zarcillos negros —como moho o liquen— brotaban de las grietas de la roca en torno al hombre. Una infección que se extendía. La oscuridad, la nada. Los consumiría a todos.

Otra barra de fuego candente abrió un agujero a través del suelo y tocó mujeres cuyas figuras resplandecieron un instante y luego desaparecieron. El mismo aire pareció romperse, como una burbuja de fuerza que explosionara a partir de M’Hael. La tormenta de antes regresó, más fuerte.

—Creía que te había enseñado a poner pies en polvorosa —bramó Egwene mientras se afianzaba y hacía acopio de su poder.

A sus pies, el suelo crujió y se abrió a la nada. ¡Luz! Sentía el vacío en ese agujero. Empezó a tejer, pero otro ataque de fuego compacto recorrió el campo de batalla matando mujeres a las que quería. El temblor bajo sus pies la tiró de bruces. Los gritos se hicieron más intensos a medida que los ataques sharaníes masacraban a los seguidores de Egwene. Las Aes Sedai se dispersaron en busca de seguridad.

Las grietas del suelo se expandieron como si en aquella parte de la cumbre de los Altos se hubiera descargado un martillo gigantesco.

Fuego compacto. Tenía que usarlo. ¡Era el único modo de combatir a ese hombre! Se incorporó de nuevo, de rodillas, y empezó a crear el tejido prohibido aunque el corazón le palpitaba desbocado mientras lo hacía.

No. Usar el fuego compacto sólo aceleraría la destrucción del mundo.

Entonces, ¿qué?

Sólo es un tejido, Egwene. Eso es lo que había dicho Perrin cuando la vio en el Mundo de los Sueños y detuvo el fuego compacto con la mano, impidiendo que los alcanzara. Pero no era un tejido más. No había nada semejante.

Qué cansancio. Ahora que se había parado un momento era cuando notaba la fatiga que la entumecía. En lo profundo de ese agotamiento sintió la pérdida —la amarga pérdida— de la muerte de Gawyn.

—¡Madre! —dijo Leilwin mientras la sacudía por el hombro. La mujer se había quedado con ella—. ¡Madre, tenemos que irnos! Los sharaníes nos arrollan.

Al frente, M’Hael la vio. Sonrió y avanzó con un cetro en una mano y con la otra adelantada y la palma apuntando hacia ella. ¿Qué ocurriría si la destruía con fuego compacto? Las últimas dos horas desaparecerían, el ataque combinado de Aes Sedai que había dirigido, las docenas y docenas de sharaníes que había matado...

Sólo un tejido...

Como no había otro.

«Así es como funciona —pensó—. Dos lados en cada moneda. Dos mitades en el Poder. Calor y frío, luz y oscuridad, mujer y hombre.»

«Si existe un tejido, asimismo ha de existir su opuesto.»

M’Hael lanzó el fuego compacto y Egwene creó... algo. El tejido que había probado antes con las grietas, pero con mucho más poder y alcance; un tejido majestuoso, maravilloso, una combinación de los Cinco Poderes. Cobró forma delante de ella. Egwene chilló cuando, como si le saliera del alma misma, soltó una columna de un blanco puro que golpeó a la de M’Hael en el centro.

Las dos se contenían y se anulaban mutuamente, como si se vertiera agua hirviendo y agua helada a la vez. Un intensísimo destello de luz sobrepasó todo lo demás y cegó a Egwene, pero ella sintió algo debido a lo que hacía. Un reforzamiento del Entramado. Las grietas dejaron de extenderse y algo brotó de Egwene, una fuerza estabilizadora. Un crecimiento, como la costra en una herida. No era un remiendo perfecto, pero al menos era un parche.

Gritó y se obligó a ponerse de pie. ¡No se enfrentaría a él de rodillas! Absorbió hasta el último retazo de Poder que podía tomar y se lo arrojó al Renegado con la ira de la Amyrlin.

Los dos chorros de Poder rociaron luz el uno al otro, y el suelo en torno a M’Hael se resquebrajó en tanto que el suelo próximo a ella se reconstruía. Egwene todavía no sabía lo que había tejido. Lo opuesto al fuego compacto. Un fuego propio, un tejido de luz y reconstrucción.

La Llama de Tar Valon.

Permanecieron enfrentados el uno al otro, estáticos, durante un instante eterno. En ese momento, Egwene sintió que la inundaba una hermosa paz. El dolor por la muerte de Gawyn desapareció. Él renacería. El Entramado continuaría. El propio tejido que manejaba calmó su ira y la reemplazó por paz. Se sumergió más profundamente en el Saidar, ese brillo confortador que la había guiado tanto tiempo.

Y siguió absorbiendo Poder.

Su chorro de energía se fue abriendo paso a través del fuego compacto de M’Hael como un golpe de espada que esparció Poder a los lados y viajó recto desde el chorro hasta la mano extendida de M’Hael. Traspasó la mano y penetró en el torso del hombre.

El fuego compacto desapareció. M’Hael, con los ojos desorbitados, se tambaleó y entonces se cristalizó de dentro afuera, como congelado en hielo. Un bellísimo cristal multicolor, irisado, creció de él. En bruto, sin tallar, como si hubiera surgido del núcleo del mundo. Egwene sabía que la Llama habría tenido mucho menos efecto en una persona que no se hubiera entregado a la Sombra.

Se aferró al Poder que tenía dentro de sí. Había absorbido demasiado. Sabía que, si lo soltaba, le sobrevendría la consunción y la dejaría incapaz de encauzar una sola gota. El Poder se movió impetuoso a través de ella en ese último instante.

Algo tembló a lo lejos, en el norte. La lucha de Rand proseguía. Las brechas en el suelo se expandieron. El fuego compacto de M’Hael y de Demandred había hecho su trabajo. El mundo se estaba desmenuzando. Líneas negras irradiaron a través de los Altos, y su visión mental las vio abrirse y la tierra desgarrarse, y un vacío que aparecía allí absorber toda la vida.

—Estate atenta a la luz —susurró Egwene.

—¿Perdón, madre? —Leilwin seguía arrodillada a su lado.

A su alrededor, cientos de sharaníes se levantaban del suelo.

—Estate atenta a la luz, Leilwin —repitió—. Como Sede Amyrlin, te ordeno que encuentres los sellos de la prisión del Oscuro y los rompas. Hazlo en el momento en que la luz brille. Sólo entonces puede salvarnos.

—Pero...

Egwene tejió un acceso y, envolviéndola en Aire, empujó a Leilwin a través de él, hacia la seguridad. Cuando la mujer lo hubo cruzado, Egwene la liberó del vínculo, cortando el breve lazo que había habido entre ambas.

—¡No! —gritó Leilwin.

El acceso se cerró. Negras grietas abiertas a la nada se expandieron alrededor de Egwene mientras ella se enfrentaba a centenares de sharaníes. Sus Aes Sedai habían luchado con firmeza y valor, pero esos encauzadores sharaníes aún seguían allí. La rodearon, algunos con temor, otros con una sonrisa de triunfo.

Cerró los ojos y absorbió el Poder. Más de lo que una mujer debería ser capaz de contener, más de lo debido. Mucho más allá de la seguridad, mucho más allá de la prudencia. Ese sa’angreal no tenía tope para evitarlo.

Su cuerpo se consumía. Lo ofreció en sacrificio y se convirtió en una columna de luz, soltando la Llama de Tar Valon en el suelo bajo sus pies y sobre ella, muy alto en el cielo. El Poder la abandonó en una silenciosa, hermosa explosión, que se expandió a través de los sharaníes y selló las grietas creadas durante su lucha con M’Hael.

El alma de Egwene se separó de su cuerpo, que sucumbía, y descansó en ese tejido, que la llevó hacia la Luz.


Egwene había muerto.

Rand gritó en un gesto de rechazo, con rabia, con pena.

—¡Ella no! ¡ELLA NO!

LOS MUERTOS SON MÍOS.

—¡Shai’tan! —gritó Rand—. ¡Ella no!

ACABARÉ CON TODOS, ADVERSARIO.

Encorvado, Rand apretó los ojos con fuerza.

Te protegeré. Pase lo que pase, me ocuparé de que no te ocurra nada, lo juro. Tiempo atrás había hecho esa promesa para sus adentros.

Oh, Luz. El nombre de Egwene se sumó a la lista de los muertos. Esa lista seguía creciendo, atronadora, en su mente. Sus fracasos. Tantos fracasos.

Tendría que haber sido capaz de salvarlos.

Los ataques del Oscuro persistían en un intento de desgarrarlo y aplastarlo, todo a la vez.

Oh, Luz. Egwene no.

Rand cerró los ojos y se desplomó, apenas capaz de frenar el siguiente ataque.

La oscuridad lo envolvió.


Leane alzó el brazo para protegerse los ojos del esplendoroso estallido de luz. Barrió la oscuridad de la ladera y —durante un instante— sólo dejó fulgor. Los sharaníes se quedaron petrificados en el sitio y proyectaron sombras tras ellos al cristalizarse.

La columna de Poder se elevó a gran altura en el aire, como una almenara, y luego se apagó.

Leane cayó de rodillas y se apoyó con una mano en el suelo para sostenerse. Un manto de cristales cubría la ladera; crecía en el suelo quebrado, revistiendo el paraje rocoso. Allí donde se habían abierto grietas, las llenaba el cristal dándole la apariencia de ríos diminutos.

Leane se puso de pie y avanzó sigilosamente entre los sharaníes muertos, figuras de cristal suspendidas en el tiempo.

En el mismo centro de la explosión, Leane encontró una columna de cristal, tan ancha como un añoso cedro, que se elevaba en el aire unos cincuenta pies. Atrapada en el centro, había una vara estriada: el sa’angreal de Vora. Ni rastro de la Amyrlin, pero Leane comprendió lo ocurrido.

—¡La Sede Amyrlin ha caído! —gritó cerca una Aes Sedai, entre los sharaníes cristalizados—. ¡La Sede Amyrlin ha caído!


Retumbó un trueno. Berelain, sentada junto a la cama, alzó la vista y se puso de pie; la mano de Galad se deslizó de entre las suyas cuando se dirigió hacia la ventana abierta en el muro de piedra.

Fuera, el agitado mar rompía contra los acantilados, rugiente, como con rabia. O quizá con dolor. Rociadas de espuma blanca saltaban con violencia hacia las nubes, donde los relámpagos emitían destellos zigzagueantes. Mientras observaba, las nubes se tornaron más densas en la noche, si tal cosa era posible. Más oscuras.

Sólo faltaba una hora para que amaneciera. Sin embargo, las nubes eran tan negras que Berelain comprendió que no vería el sol cuando el astro saliera. Regresó al lado de Galad, se sentó y tomó en la suya la mano de él. ¿Cuándo acudiría una Aes Sedai a curarlo? Seguía inconsciente, salvo algunos susurros entre sueños y pesadillas. Al rebullir, algo brilló en el cuello del hombre.

Berelain buscó debajo de la camisa y sacó un medallón. Era una cabeza de zorro. Pasó el dedo por la superficie.

—... devolvérselo a Cauthon... —susurró Galad, con los ojos cerrados—. ... Esperanza...

Berelain pensó un momento mientras sentía esa oscuridad del exterior como si fuera la del propio Oscuro que cubría el mundo y se colaba a través de las ventanas y por debajo de las puertas. Se levantó, dejó a Galad en la habitación, y se alejó a buen paso con el medallón en la mano.


—La Sede Amyrlin ha muerto —informó Arganda.

«Maldición —pensó Mat—. Egwene. ¿Ella también?» Lo impactó como un puñetazo en la cara.

—Lo que es más —continuó Arganda—, las Aes Sedai informan que han perdido más de la mitad de sus efectivos. Las que quedan afirman que, y cito sus palabras, «no podrían encauzar suficiente Poder Único para levantar una pluma». Están descartadas para la batalla.

—¿A cuántos encauzadores sharaníes se han llevado por delante? —preguntó con un gruñido, preparándose para lo peor.

—A todos.

Mat miró a Arganda y frunció el entrecejo.

—¿Qué? —exclamó.

—A todos los encauzadores —repitió Arganda—. Todos los que luchaban contra las Aes Sedai.

—Que no es poco —dijo Mat.

Pero Egwene... No. No debía pensar ahora en eso. Ella y los suyos habían parado a los encauzadores sharaníes.

Los sharaníes y los trollocs retrocedieron en los frentes para reagruparse. Mat había aprovechado la oportunidad para hacer lo mismo.

Sus fuerzas —lo que restaba de ellas— estaban desperdigadas por los Altos. Había reunido a todos los que le quedaban. Los fronterizos, los Juramentados del Dragón, Loial y los Ogier, las tropas de Tam, los Capas Blancas, soldados de la Compañía de la Mano Roja. Habían combatido con mucho arrojo y esfuerzo, pero el enemigo los superaba en número con creces. Ya era bastante malo cuando habían tenido que enfrentarse a los sharaníes; pero, una vez que los trollocs habían abierto brecha en el borde oriental de los Altos, se habían visto forzados a defenderse en dos frentes. En la última hora los habían hecho retroceder más de mil pies en dirección norte, y las filas de retaguardia casi habían llegado al final de la cumbre llana de la loma.

Ésa sería la última acometida. El final de la batalla. Faltando los encauzadores sharaníes, no los barrerían de inmediato, pero Luz... todavía quedaban muchos jodidos trollocs. Él había danzado bien ese baile. Sabía que era cierto. Pero siempre había un límite en lo que un hombre podía hacer. Incluso era posible que el regreso de las tropas de Tuon no fuera suficiente, si es que volvían.

Arganda le entregó informes de las otras zonas del campo de batalla; el primer capitán de Alliandre tenía heridas lo bastante graves para impedirle que siguiera luchando, y no había nadie con fuerza suficiente en el Poder para emplearla en Curar. Había hecho bien su trabajo. Era un buen hombre. A Mat le habría ido bien en la Compañía.

Los trollocs se reunían para el ataque y de nuevo retiraron cuerpos para despejar el camino; luego empezarían a formar en pelotones con los Myrddraal que los dirigían. Eso le daba a Mat cinco o diez minutos para prepararse. Después llegaría el asalto. Lan se acercó con expresión sombría.

—¿Qué quieres que hagan mis hombres, Cauthon?

—Preparaos para luchar contra esos trollocs —repuso Mat—. ¿Alguien ha contactado con Mayene hace poco? Sería un buen momento para que regresaran algunas tropas de hombres a los que hubieran Curado.

—Iré a preguntar —se ofreció Lan—. Y luego prepararé a mis hombres.

Mientras Lan se alejaba, Mat revolvió en las alforjas y sacó el estandarte de Rand, el que llevaba el antiguo símbolo Aes Sedai. Lo había recogido antes con la idea de que quizá podría ser útil.

—Que alguien enarbole esto. Luchamos en nombre de Rand, maldita sea. Que la Sombra vea que nos enorgullece hacerlo.

Dannil se llevó el estandarte y encontró una lanza para usarla como asta. Mat respiró hondo. Por la forma en que los fronterizos hablaban, creían que aquello iba a terminar con una carga gloriosa, heroica y suicida. Así era como acababan todas las historias que cantaban los juglares... La clase de narraciones en las que Mat había esperado no aparecer nunca. Débil esperanza esa, en la situación actual.

«Piensa, piensa.» A lo lejos, empezaron a sonar los cuernos de los trollocs. Tuon se había retrasado. ¿Vendría? En secreto, confiaba en que no lo hiciera.

«¡Vamos, suerte!» Necesitaba una oportunidad. Se abrió otro acceso y Arganda fue a recoger el informe del mensajero. Mat no necesitó oírlo para comprender la clase de noticia que era, porque cuando Arganda regresó estaba ceñudo.

—Bien, adelante —dijo con un suspiro—. Dame esas noticias.

—La reina de Andor ha muerto.

«¡Rayos y centellas! ¡Elayne no! —A Mat le dio un vuelco el corazón—. Rand... Lo siento.»

—¿Quién tiene el mando allí? ¿Bashere?

—Ha muerto —informó Arganda—. Y su esposa. Cayeron durante un ataque contra los piqueros andoreños. También hemos perdido seis jefes de clan. Nadie dirige a los andoreños ni a los Aiel. Se están viniendo abajo con rapidez.

—¡Esto es el fin! —retumbó la voz amplificada de Demandred desde el otro extremo de la loma—. ¡Lews Therin os ha abandonado! Llamadlo mientras morís. Que oiga vuestro dolor.

Habían llegado a los últimos movimientos de la partida, y Demandred había jugado bien. Mat miró a su ejército de tropas exhaustas; muchos hombres estaban heridos. No podía negarse que su situación era desesperada.

—Ve a buscar a las Aes Sedai —dijo Mat—. Me da igual si dicen que no pueden levantar una pluma. A lo mejor cuando se trate de salvar la vida encontrarán un poco de fuerza para lanzar una bola de fuego aquí y allá. Además, sus Guardianes aún están en condiciones de luchar.

Arganda asintió con la cabeza. Cerca, se abrió un acceso y dos Asha’man con aire acosado salieron a trompicones. Naeff y Neald tenían quemaduras en la piel y la Aes Sedai de Naeff no iba con ellos.

—¿Y bien? —les preguntó Mat.

—Hecho —contestó Neald con un gruñido.

—¿Y qué hay de Tuon?

—Han descubierto al espía, al parecer —repuso Naeff—. La emperatriz espera vuestra señal para regresar.

Mat respiró hondo, catando el aire del campo de batalla, percibiendo el ritmo de la lucha que había preparado. No sabía si podría ganar, ni siquiera con la participación de Tuon. No con el ejército de Elayne sumido en el caos, no con las Aes Sedai debilitadas hasta el punto de ser incapaces de encauzar. No sin Egwene y su testarudez de Dos Ríos y su indomable arrojo. No sin un milagro.

—Ve en su busca, Naeff —dijo.

Pidió papel y pluma y garabateó una nota que le tendió al Asha’man. Resistió el deseo egoísta de dejar a Tuon a salvo. Pero, qué puñetas, no había ningún sitio en el que se estuviera a salvo.

—Dale esto a la emperatriz —indicó—. Dile que estas instrucciones deben seguirse al pie de la letra.

Luego se volvió hacia Neald.

—Quiero que vayas con Talmanes —instruyó—. Que ponga en marcha el plan.

Los dos encauzadores se marcharon a entregar los mensajes.

—¿Bastará con eso? —preguntó Arganda.

—No —contestó Mat.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque así me vuelva un Amigo Siniestro si abandono esta batalla sin intentarlo todo, Arganda.

—¡Lews Therin! —bramó Demandred—. ¡Enfréntate a mí! ¡Sé que sigues el curso de esta batalla! ¡Súmate a ella! ¡Lucha!

—Me estoy hartando de ese hombre —declaró Mat.

—Cauthon, mira, esos trollocs se han reagrupado —señaló Arganda—. Creo que están a punto de atacar.

—Pues ha llegado la hora. A formar —dijo Mat—. ¿Dónde está Lan? ¿Aún no ha regresado? Detestaría hacer esto sin él.

Se volvió y recorrió con la mirada las líneas buscando al hombre, mientras Arganda daba las órdenes a voces. De pronto Arganda lo agarró del brazo para llamar su atención y señaló hacia los trollocs. Mat sintió un escalofrío cuando vio a la luz de las hogueras un jinete solitario en un semental negro que cargaba contra el flanco derecho de la horda trolloc en su cabalgada hacia la ladera oriental de los Altos. Hacia Demandred.

Lan había ido a librar una guerra él solo.


En medio de la noche, los trollocs arañaron a Olver el brazo tanteando dentro de la grieta en un intento de sacarlo de un tirón. Otros escarbaban por los lados de modo que la tierra se precipitaba sobre él y se le pegaba en las lágrimas y la sangre que brotaba de los arañazos.

No dejaba de tiritar. Tampoco era capaz de moverse. Temblaba, aterrado, mientras las bestias intentaban sacarlo con los sucios dedos, cavando más y más cerca.


Loial se sentó en un tocón para descansar antes de que la batalla se reanudara.

Un cambio. Sí, sería un buen modo de que acabara aquello. Loial se notaba todo el cuerpo dolorido. Había leído mucho sobre batallas y había estado en combates antes, así que sabía lo que podía esperar de una guerra. Pero saber algo y experimentarlo era completamente diferente; para empezar, ésa era la razón por la que se había marchado del stedding.

Tras un día entero de luchar sin descanso, los brazos y las piernas le ardían con una fatiga profunda, interna. Cuando levantó el hacha, la cabeza del arma le pareció tan pesada que se preguntó si no partiría el mango.

Guerra. Podría haber vivido toda la vida sin tener que pasar por tal experiencia. Era muchísimo más de lo que había sido la batalla desesperada de Dos Ríos. Al menos allí habían tenido tiempo de retirar a los muertos y ocuparse de los heridos. Allí había sido cuestión de aguantar firme y resistir contra oleadas de ataques.

Ahí no había tiempo para esperar, para pensar. Erith se había sentado en el suelo, al lado del tocón, y Loial le puso la mano en el hombro. Erith cerró los ojos y se recostó en él. Era preciosa, con esas orejas perfectas y esas cejas maravillosas. Loial no miró las manchas de sangre que tenía en el vestido; temía que algo de esa sangre fuera de ella. Le frotó el hombro; tenía los dedos tan cansados que apenas los sentía.

Loial había tomado algunas notas en el campo de batalla, para sí mismo y para otros, a fin de seguir el desarrollo de la batalla hasta el momento. Sí, un último ataque. Eso sería un buen final para la historia una vez que la escribiera.

Fingía que aún escribiría el libro. Una mentira tan pequeña no tenía nada de malo.

Un jinete salió de pronto de entre las filas de sus soldados, lanzado a galope tendido hacia el flanco derecho trolloc. A Mat no iba a gustarle nada eso. Un hombre solo moriría. A Loial le sorprendió que pudiera lamentar la pérdida de la vida de aquel hombre, después de todos los muertos que había visto.

«Ese hombre me resulta conocido —pensó. Sí, era por el caballo. Había visto a ese animal antes, muchas veces—. «Lan —comprendió, aturdido—. Es Lan el que cabalga solo.»

Loial se puso de pie.

Erith alzó la vista hacia él cuando se echó el hacha al hombro.

—Espera —le dijo a su esposa—. Combate junto a los otros. He de irme.

—¿Irte?

—He de presenciar eso —contestó.

La caída del último rey de los malkieri. Tendría que incluirlo en su libro.


—¡Preparados para cargar! —gritó Arganda—. ¡A formar! ¡Arqueros al frente, después la caballería, y la infantería preparada para salir a continuación!

«Una carga —pensó Tam—. Sí, es nuestra única esperanza.» Tenían que seguir presionando, pero su frente era tan poco profundo... Ahora veía lo que Mat había estado intentando, pero no iba a funcionar.

Había que seguir adelante con la lucha, de todos modos.

—En fin, puede darse por muerto —dijo un mercenario cerca de Tam al tiempo que señalaba con un gesto de la cabeza a Lan Mandragoran, que cabalgaba hacia el flanco trolloc—. Jodidos fronterizos.

—Tam... —llamó Abell a su lado.

Sobre ellos, el cielo se oscureció más. ¿Era eso posible, de noche? Aquellas nubes horribles y agitadas parecían bajar más y más. Tam casi perdió de vista la figura de Lan a lomos del semental negro como azabache, a pesar de que había hogueras encendidas en los Altos. Qué luz tan feble difundían...

«Cabalga hacia Demandred —pensó Tam—. Pero hay un muro de trollocs en su camino.» Tam sacó una flecha con un trapo empapado de resina, atado detrás de la punta, y la encajó en la cuerda del arco.

—¡Hombres de Dos Ríos, preparados para disparar!

—¡La distancia es al menos de cien pasos! —exclamó el mercenario entre las risas de sus compañeros—. Todo lo más que conseguiréis será acribillarlo a él con las flechas.

Tam miró al hombre y luego acercó la flecha a una antorcha; el trapo enrollado detrás de la punta se prendió.

—¡Primera línea, a mi señal! —gritó Tam sin hacer caso de las órdenes que llegaban a lo largo de las filas—. ¡Demos a lord Mandragoran un poco de luz que guíe su camino!

Sintiendo el calor del trapo ardiendo en los dedos, Tam tensó la cuerda en un grácil movimiento y disparó.


Lan cargó contra los trollocs. Su lanza, así como los tres reemplazos de ésta, se habían roto horas antes. Al cuello llevaba el frío medallón que Berelain había enviado a través del acceso con una breve nota:

No sé cómo acabó esto en poder de Galad, pero creo que él quería que se lo devolviera a Cauthon.

Lan no pensó lo que estaba haciendo. El vacío no permitía tales cosas. Algunos hombres lo tacharían de presuntuoso, temerario, suicida. Los hombres que no se sentían inclinados a intentar ser cualquiera de esas tres cosas rara vez cambiaban el mundo. A través del vínculo, transmitió a Nynaeve todo el consuelo de que fue capaz y después se preparó para luchar.

A medida que se acercaba a los trollocs, las bestias montaron una línea de picas para detenerlo. Un caballo se empalaría si intentaba abrirse paso a través de esa barrera. Lan inhaló y buscó la calma en el vacío; su plan era cortar la punta de la primera lanza y después embestir para abrirse paso a través de la línea.

Era una maniobra imposible. Lo único que tenían que hacer los trollocs era acercarse más unos a otros y detenerlo. Después, podrían arrinconar a Mandarb y desmontarlo a él.

Pero alguien tenía que destruir a Demandred. Con el medallón al cuello, Lan enarboló la espada.

Una flecha en llamas cayó del cielo y alcanzó en la garganta al trolloc que estaba justo delante de Lan. Sin vacilar, se valió del trolloc abatido para penetrar en la brecha de la línea de picas. Chocó contra los Engendros de la Sombra mientras Mandarb arrollaba al trolloc caído. Tendría que...

Cayó otra flecha que abatió a un segundo trolloc. Luego cayó otro, y otro más, todo en una rápida sucesión. Mandarb embistió contra los trollocs desconcertados, unos ardiendo y otros moribundos, y se fue abriendo paso a medida que una lluvia de flechas incendiarias caía delante de él.

—¡Malkier! —gritó al tiempo que taconeaba a Mandarb, que pasó por encima de los cadáveres pero mantuvo la velocidad conforme se despejaba el camino.

Una granizada de luz se precipitó ante él; cada flecha precisa mataba a cualquier trolloc que intentaba interponerse en su camino.

Pasó a galope entre las filas apartando a golpes a los trollocs moribundos; las flechas incendiarias le marcaban el camino en la oscuridad como si fuera una calzada. A ambos lados, la masa de trollocs era compacta, pero los que estaban delante de él se desplomaban sin cesar, hasta que no quedó ninguno.

«Gracias, Tam.»

Lan condujo a su caballo a medio galope a lo largo de la zona oriental de los Altos, ahora solo, tras haber dejado atrás a soldados y a Engendros de la Sombra. Era uno con la brisa que le acariciaba el cabello, uno con el musculoso animal que cabalgaba, uno con el objetivo hacia el que se dirigía y que era su destino.

Demandred se puso de pie al oír la trápala de cascos, y sus compañeros sharaníes hicieron otro tanto.

Con un rugido, Lan taconeó a Mandarb contra los sharaníes que le cerraban el paso. El semental brincó y derribó con las patas delanteras a los guardias que tenía enfrente. Después giró sobre sí mismo y con las ancas hizo caer a más sharaníes mientras que con las patas delanteras lanzaba más coces.

Lan desmontó —Mandarb— no tenía protección contra el encauzamiento, por lo que luchar a lomos del caballo sería invitar a Demandred a matar al animal— y nada más tocar el suelo echó a correr, desenvainada la espada.

—¿Otro? —rugió Demandred—. ¡Lews Therin, empiezas a...!

Dejó de hablar cuando Lan llegó hasta él y se lanzó en El vilano flota en el remolino, una maniobra ofensiva, impetuosa. Demandred levantó la espada y paró el ataque con su arma; se deslizó hacia atrás un paso por la fuerza de la acometida. Intercambiaron tres golpes rápidos como chasquidos de relámpagos. Lan sintió un leve roce en la hoja de su espada, y la sangre salpicó en el aire.

Demandred se llevó la mano a la herida de la mejilla y los ojos se le abrieron más.

—¿Quién eres? —preguntó.

—El hombre que va a matarte.


Min alzó la vista del lomo de su torm mientras el animal corría hacia el acceso que los llevaba de vuelta al campo de batalla de Merrilor. Confiaba en que aguantara bien el frenesí de la batalla cuando llegaran allí. A lo lejos brillaban hogueras y antorchas, luciérnagas que iluminaban escenas de valor y determinación. Contempló el titileo de las luces, los últimos rescoldos de un fuego que pronto se habría extinguido.

Lejos, Rand temblaba en el remoto norte.


El Entramado giraba alrededor de Rand, obligándolo a observar. Miró a través de las lágrimas que le anegaban los ojos. Vio luchar a la gente. La vio caer. Vio a Elayne, cautiva y sola, ante un Señor del Espanto que se preparaba para arrancarle los niños del vientre. Vio a Rhuarc, perdida la mente, convertido en el títere de una Renegada.

Vio a Mat desesperado, haciendo frente a una situación insostenible.

Vio a Lan cabalgar hacia su muerte.

Las pullas de Demandred se clavaban en él. La presión del Oscuro continuaba amenazando con despedazarlo.

Había fracasado.

Pero en el fondo de la mente oyó una voz. Débil, casi olvidada.

Libérate.


Lan estaba dándolo todo.

No luchó como había enseñado a Rand a luchar. Nada de tantear con cautela, nada de examinar el terreno, nada de una valoración cuidadosa. Demandred encauzaba y, a despecho del medallón, Lan no podía dar tiempo a su enemigo para pensar, tiempo para tejer y arrojarle rocas o abrir el suelo bajo sus pies.

Se sumergió profundamente en el vacío y dejó que el instinto lo guiara. Quemándolo todo, llegó más allá de la ausencia de emociones. No necesitaba examinar el terreno, porque sentía la tierra como si fuera parte de él. No necesitaba tantear la habilidad de Demandred. Tratándose de uno de los Renegados y con muchas décadas de experiencia, sería el espadachín más diestro al que se había enfrentado en su vida.

Era vagamente consciente de los sharaníes que se habían apartado para formar un amplio círculo alrededor de los dos contendientes mientras luchaban. Al parecer, Demandred se sentía lo bastante seguro de sus aptitudes para no permitir que los otros interfirieran.

Lan giró en una secuencia de ataques. El agua desbordada en la pendiente dio paso a e Torbellino en la montaña, que se convirtió en El halcón se zambulle en los matojos. Sus poses eran como arroyos que afluían a un río, y éste a otro río más grande. Demandred combatía tan bien como Lan había temido. Aunque las poses del Renegado eran ligeramente distintas de las que él conocía, los años no habían cambiado la naturaleza de una lucha con espadas.

—Eres... bueno —dijo con un gruñido Demandred, que retrocedió ante Viento y lluvia; un hilillo de sangre le resbalaba por la mejilla y reflejaba la luz rojiza de una hoguera cercana.

Demandred respondió con Golpe de pedernal, que Lan había visto llegar y contrarrestó. Recibió un arañazo en el costado, pero hizo caso omiso. El intercambio lo había dejado un paso atrás, y eso dio a Demandred la oportunidad de levantar una roca con el Poder Único y arrojársela.

En la profundidad del vacío, Lan percibió que la roca se le venía encima. Era un conocimiento de la lucha, una comprensión que alentaba en lo más recóndito de su ser, en el mismo centro de su alma. La forma en que Demandred dio un paso, la dirección en que sus ojos parpadearon, revelaron a Lan exactamente lo que se le venía encima.

Al tiempo que adoptaba la siguiente postura de lucha, Lan alzó su arma colocándola a través del torso y dio un paso atrás. Una piedra del tamaño de la cabeza de un hombre pasó directamente frente a él. Lan se desplazó hacia adelante con agilidad en tanto que el brazo se movía en la siguiente pose y otra piedra le pasaba zumbando debajo del brazo, agitando el aire. Lan alzó la espada y se apartó del camino de una tercera piedra, que pasó casi rozándolo e hizo que la ropa le ondeara.

Demandred paró el ataque de Lan, pero respiraba trabajosamente.

—¿Quién eres? —musitó de nuevo Demandred—. Nadie de esta era tiene tanta destreza. ¿Asmodean? No, no. No habría sido capaz de luchar contra mí así. ¿Lews Therin? Eres tú, detrás de ese rostro, ¿verdad?

—Sólo soy un hombre —susurró Lan—. Es todo lo que he sido siempre.

Demandred gruñó y se lanzó al ataque. Lan respondió con La avalancha de rocas, pero la furia del Renegado lo obligó a retroceder unos cuantos pasos.

A despecho de la ofensiva inicial de Lan, Demandred era el mejor espadachín de los dos. Lan lo sabía por el mismo conocimiento que le decía cuándo atacar, cuándo parar, cuándo avanzar un paso y cuándo retroceder. Quizá si hubieran llegado a la lucha en igualdad de condiciones habría sido diferente. Pero no era el caso. Él había estado luchando a lo largo de todo un día, y, aunque lo habían Curado de las peores heridas, las menos graves todavía dolían. Además, la propia Curación restaba fuerzas.

Demandred aún estaba descansado. El Renegado dejó de hablar y se sumergió por completo en el duelo. También dejó de utilizar el Poder Único, enfocado sólo en su esgrima. No sonrió cuando empezó a sacar ventaja. No parecía la clase de hombre que sonriera muy a menudo.

Lan se retiró de Demandred, pero el Renegado siguió presionando con El jabalí baja corriendo la montaña, haciéndolo retroceder de nuevo hacia el perímetro del círculo, machacando sus defensas, cortándolo en el brazo, luego en el hombro y, finalmente, en el muslo.

«Sólo dispongo de tiempo para una última lección...»

—Te tengo —gruñó por fin Demandred, que resollaba—. Quienquiera que seas, te tengo. No puedes vencer.

—No me escuchaste antes —susurró Lan.

«Una última lección. La más dura...»

Demandred atacó y Lan vio su oportunidad. Se lanzó hacia adelante de forma que apoyó el costado en la punta de la espada de Demandred, y se impulsó contra el arma.

—No vine a ganar un duelo —musitó con una sonrisa—. Vine a matarte. La muerte es más liviana que una pluma.

Los ojos de Demandred se desorbitaron e intentó echarse hacia atrás. Demasiado tarde. La espada de Lan lo alcanzó de lleno en el cuello.

El mundo se oscureció mientras Lan se deslizaba por la hoja de la espada hacia atrás. Al hacerlo, sintió el miedo y el dolor de Nynaeve, y le envió todo su amor.

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