24 No hacer caso de los augurios

Fortuona, emperatriz del imperio seanchan, observó a su esposo mientras él impartía órdenes a sus fuerzas. Estaban formadas fuera de palacio, en Ebou Dar, y ella se encontraba sentada en un recargado trono móvil, equipado con varas largas en la parte inferior para que cargara con él una docena de soldados.

El trono le prestaba grandeza, pero también daba una impresión engañosa de entorpecimiento. Un asesino daría por descontado que no podría moverse con rapidez llevando el atuendo de gala, con los pliegues del vestido de seda colgándole por delante y cayendo hacia el suelo. Se sorprendería, pues, de que fuera capaz de liberarse de las prendas exteriores con tanta facilidad como chasquear los dedos.

—Ha cambiado, Altísima Señora —le dijo Beslan—. Y, sin embargo, no lo ha hecho. Ya no sé qué pensar de él.

—Es lo que la Rueda nos ha enviado —repuso Fortuona—. ¿Ya habéis pensado qué haréis?

Beslan seguía con los ojos mirando al frente. Era impetuoso, y a menudo se dejaba llevar por las emociones, pero no era distinto de los otros altaraneses. Eran gente apasionada y se estaban convirtiendo en una valiosa incorporación al imperio ahora que habían sido debidamente adiestrados.

—Haré lo que se me ha sugerido —contestó Beslan, que enrojeció.

—Muy acertado —dijo Fortuona.

—Así perdure el trono para siempre —deseó Beslan—. Y así vuestra respiración sea igual de duradera, Altísima Señora.

Hizo una reverencia y se retiró como era debido. Fortuona podía ir a la guerra, pero era a Beslan a quien correspondía gobernar aquellas tierras. Habría querido tomar parte en la batalla, pero ahora comprendía que allí hacía falta.

Selucia lo siguió con la mirada y asintió con la cabeza en un gesto de aprobación.

«Ése se está convirtiendo en un recurso valioso a medida que aprende el comedimiento apropiado», indicó con el lenguaje de las manos.

Fortuona no dijo nada. Lo que había expresado Selucia implicaba una cosa, algo que a Fortuona le habría pasado inadvertido de no ser por la larga relación entre ellas. Beslan estaba aprendiendo. Otros, sin embargo...

Matrim, reunido con los comandantes seanchan, empezó a barbotar improperios y montó un escándalo. Fortuona no oía con claridad qué era lo que lo había sacado de sus casillas. ¿Qué había hecho al unirse a él?

«He hecho caso de los augurios», pensó.

Lo pilló lanzando una mirada hacia ella antes de ponerse a despotricar otra vez. Habría que enseñarle a contenerse, pero conseguirlo... No iba a ser fácil. Bastante más difícil de lo que había sido enseñar a Beslan. Al menos Selucia no le hacía censuras en voz alta. Ahora era su Palabra de la Verdad, aunque ella se daba cuenta de que para Selucia ocupar esa posición le estaba crispando los nervios. Preferiría seguir siendo su Voz, nada más. Quizá los augurios le mostrarían a otra persona adecuada para ser su Palabra de la Verdad.

¿En serio vamos a hacer lo que dice él?, transmitió Selucia.

Este mundo es un caos, contestó Fortuona. No era una respuesta directa. No quería dar ninguna en ese momento. Selucia descifraría el significado.

Los seanchan solían decir «así viva para siempre» respecto a la emperatriz. Para algunos, era un tópico o un mero ritual de lealtad. Para Fortuona siempre había significado mucho más. Esa frase resumía la fortaleza del imperio. Una emperatriz tenía que ser astuta, fuerte y hábil si quería sobrevivir. Sólo los más fuertes merecían sentarse en el Trono de Cristal. Si uno de sus hermanos o un miembro de la Alta Sangre, como Galgan, se las arreglaba para matarla, entonces su muerte sería beneficiosa para el imperio, porque obviamente ella habría sido demasiado débil para dirigirlo.

Así viviera para siempre. Así tuviera la fuerza necesaria para vivir para siempre. Así fuera lo bastante fuerte para conducirlos a la victoria. Ella pondría orden en este mundo. Ésa era su meta.

Matrim cruzó con paso airado el recinto donde había formado el ejército, a diez pasos del trono. Vestía un uniforme de gran general del imperio, aunque no lo llevaba bien. Seguía enganchándose los amplios ropajes con cosas. El traje de gala de un gran general estaba pensado para dar autoridad a quien lo llevaba, para resaltar su elegancia mientras la tela ondeaba en respuesta a sus movimientos cuidadosos. En Matrim era como envolver en seda a un caballo de carreras y esperar que galopara. Tenía una especie de galanura, pero no era la elegancia de la corte.

Comandantes de rango inferior fueron tras él. Matrim desconcertaba a la Sangre. Y eso estaba bien, ya que los mantenía inseguros, sin saber qué esperar de él. Pero también representaba el desorden con sus modales volubles y sus constantes desplantes a la autoridad. Ella representaba el orden, y se había casado con el mismísimo caos. ¿En qué habría estado pensando?

—Pero ¿y qué pasa con los Marinos, Alteza? —dijo el general Yulan, que se detuvo al lado de Matrim y enfrente de Fortuona.

—Dejad de preocuparos por los jodidos Marinos —espetó Matrim—. Si pronunciáis otra vez la palabra «Marinos» os colgaré por las uñas de los dedos de los pies en uno de esos raken en los que revoloteáis y os mandaré de vuelta a Shara.

—Alteza, yo... —Yulan parecía perplejo.—

No terminó la frase porque Matrim lo interrumpió al gritar:

—¡Savara, en cabeza marchan los piqueros, no la caballería, lerda amante de cabras! Me da igual si la caballería cree que puede hacerlo mejor. ¡Es lo que la caballería piensa siempre! ¿Qué sois, una jodida Gran Señora teariana? ¡Pues os nombraré miembro honorario si seguís con esa idea!

Matrim se alejó airadamente hacia Savara, que permanecía en su caballo cruzada de brazos y con un gesto de desagrado plasmado en el oscuro semblante. Yulan, al que había dejado atrás, parecía totalmente desconcertado.

—¿Cómo se cuelga a alguien por las uñas de los dedos de los pies? —se preguntó en voz tan baja que Fortuona apenas oyó lo que decía—. No creo que eso sea posible. Las uñas se romperían. —Y se alejó meneando la — cabeza.

Al lado de Fortuona, Selucia movió los dedos: Cuidado. Se acerca Galgan.

Fortuona se preparó para lo que se avecinaba al ver acercarse a caballo al capitán general Galgan. Vestía armadura negra en lugar de un uniforme como el de Matrim, y sabía llevarla bien. Dominante, casi imponente, era su mayor rival y su mejor baza. Cualquier hombre en su posición sería un rival para ella, desde luego. Así eran las cosas; como debían ser.

Matrim jamás sería un rival. Todavía no sabía qué pensar de eso. Una parte de ella —pequeña, pero no carente de fuerza— pensaba que tendría que repudiarlo por esa misma razón. ¿No era el Príncipe de los Cuervos un medio de que la emperatriz comprobara si se mantenía fuerte al representar una constante amenaza para ella? Sa’rabat shaiqen nai batain pyast. Una mujer era más ingeniosa con un cuchillo al cuello. Un proverbio que decía Varuota, su tataratatarabuela.

Odiaría tener que librarse de Matrim. No podía hasta que estuviera embarazada de él, de todos modos. Sería no hacer caso de los augurios.

Qué hombre tan extraño era. Cada vez que pensaba que sabía lo que iba a hacer, resultaba que no era así.

—Altísima Señora —dijo Galgan—, estamos casi listos.

—El Príncipe de los Cuervos está descontento con los retrasos —contestó ella—. Teme que llegaremos demasiado tarde a la batalla.

—Si el Príncipe de los Cuervos tiene realmente ciertos conocimientos sobre ejércitos y batallas —empezó Galgan en un tono que indicaba que no creía posible tal cosa—, se dará cuenta de que mover un contingente de este tamaño requiere un gran esfuerzo.

Hasta la llegada de Matrim, Galgan había sido el miembro de la Sangre de más alto rango en esas tierras, aparte de la propia Fortuona. No le gustaría ser destituido de repente. Hasta entonces, Galgan había dirigido sus ejércitos, y la intención de Fortuona era que siguiera haciéndolo. Unas horas antes, ese mismo día, Galgan le había preguntado a Matrim cómo reuniría a sus tropas, y Matrim lo había interpretado como una invitación a que lo hiciera. El Príncipe de los Cuervos andaba a zancadas de aquí para allá dando órdenes, pero no temía el mando. No del todo; Galgan podría detenerlo con una palabra.

No lo hizo. Era obvio que deseaba ver cómo se le daba a Matrim dirigir. Galgan lo observaba con los ojos entrecerrados. No sabía bien cómo encajaba el Príncipe de los Cuervos en la estructura de mando. Fortuona todavía tenía pendiente tomar una decisión sobre eso.

Cerca, un golpe de viento levantó algo de polvo y dejó a la vista el pequeño cráneo de un roedor que asomaba en la tierra. Otro augurio. Últimamente su vida estaba saturada de ellos.

Aquél era un augurio de peligro, desde luego. Era como si paseara a través de una pradera de pastos altos y espesos y pasara entre lopar acechantes y agujeros excavados como trampas para los incautos. El Dragón Renacido se había arrodillado ante el Trono de Cristal, y el augurio de las flores de melocotonero —el augurio más poderoso de cuantos conocía— lo había acompañado.

Las tropas en marcha pasaron por delante, con los oficiales gritando órdenes y marcando el paso. Las llamadas de los raken parecían estar sincronizadas con el sonido de las pisadas. Eso era lo que dejaría por una guerra desconocida en tierras de las que apenas sabía nada. Sus dominios quedarían virtualmente indefensos, al mando de un extraño cuya lealtad era de nuevo cuño.

Un gran cambio. Sus decisiones podían acabar con su reinado y, por supuesto, con el propio imperio. Matrim no entendía eso.

«Llama a mi consorte», indicó dando golpecitos con los dedos en los reposabrazos del trono.

Selucia transmitió la orden a un mensajero. Poco después, Matrim se acercaba a lomos de su caballo. Había rechazado el regalo de uno nuevo, y con razón. Tenía mejor ojo para los caballos que la mujer que ostentaba el cargo de caballerizo mayor. De todos modos... Puntos. Qué nombre tan estúpido.

Fortuona se puso de pie. De inmediato, quienes se encontraban cerca se inclinaron. Galgan desmontó y se puso de rodillas. Todos los demás se postraron en el suelo. Que la emperatriz se pusiera de pie significaba una intervención del Trono de Cristal.

—Rayos y centellas —dijo Matrim—. ¿Más reverencias? ¿Es que no tenéis nada mejor que hacer? Pues si a vosotros no se os ocurre ninguna, a mí se me vienen a la cabeza unas cuantas docenas.

A un lado, Fortuona vio sonreír a Galgan. Creía que sabía lo que se proponía hacer. Pues se equivocaba de medio a medio.

—Te doy por nombre Knotai, porque eres el que trae la destrucción a los enemigos del imperio. Que tu nuevo nombre sea el único por el que se te conozca a partir de hoy y hasta la eternidad, Knotai. Proclamo que a Knotai, Príncipe de los Cuervos, se le otorga el rango de Portador de la Vara de nuestros ejércitos. Que se haga saber mi voluntad.

Portador de la Vara. Significaba que, si Galgan caía, Matrim tomaría el mando. Galgan había dejado de sonreír. Ahora tendría que estar alerta y tener los ojos bien abiertos, no fuera a ser que Matrim lo eliminara y se hiciera con el control.

Fortuona se sentó.

—¿Knotai? —dijo Knotai.

Ella le asestó una mirada abrasadora.

«Contén la lengua, por una vez —pensó, deseando que le llegara a él—. Por favor.»

—No está mal —dijo Knotai, que hizo volver grupas a su caballo y se alejó al trote.

Galgan montó de nuevo.

—Tendrá que aprender a arrodillarse —masculló el general, tras lo cual taconeó al caballo.

Era una ofensa mínima, deliberada y calculada. Galgan no le había hablado directamente a ella, sino fingiendo que no era más que un comentario para sí mismo. Había eludido llamarla Altísima Señora.

Eso bastó para que Selucia emitiera un quedo gruñido y moviera los dedos haciéndole una pregunta.

No, respondió Fortuona, lo necesitamos.

Una vez más Knotai no parecía darse cuenta de lo que ella había hecho y el riesgo inherente en ello. Galgan tendría que consultar con él los planes de batalla; al Portador de la Vara no se lo podía dejar fuera de las reuniones, ya que tenía que estar preparado para tomar el control en cualquier momento. Galgan tendría que escuchar su consejo e incorporarlo.

Había apostado por su príncipe en aquello con la esperanza de que volviera a manifestar la imprevista genialidad en batalla que tanto había impresionado a Furyk Karede.

Es una decisión audaz, dijo Selucia. Pero ¿y si fracasa?

No fracasaremos, porque esto es el Tarmon Gai’don, respondió Fortuona.

El Entramado había puesto a Knotai ante ella, la había empujado en sus brazos. El Dragón Renacido había visto y había dicho la verdad sobre ella, pues, a pesar de la ilusión de orden, su reinado era como una pesada roca en equilibrio sobre el punto más pequeño. Estaba realizando un gran esfuerzo al reinar en naciones muy poco acostumbradas a la disciplina. Tenía que correr grandes riesgos para traer el orden al caos.

Confiaba en que Selucia lo viera así y no la denunciara públicamente. Desde luego necesitaba encontrar una nueva Voz o nombrar a otra persona su Palabra de la Verdad. Tener a una misma persona para ambos papeles empezaba a suscitar críticas en la corte. Lo...

De pronto, Knotai regresó a galope, sujetándose el sombrero.

—¡Tuon!

¿Por qué le cuesta tanto entender lo de los nombres?, preguntó Selucia con los dedos. Fortuona casi pudo leer el suspiro en aquellos movimientos.

—Knotai, puedes acercarte —dijo.

—Me alegro, puesto que ya estoy aquí. Tuon, hemos de ponernos en marcha ya. Los exploradores acaban de regresar. El ejército de Egwene está en apuros.

Yulan llegó a caballo detrás de Knotai, desmontó y se postró en el suelo.

—Levántate. ¿Es eso cierto? —le preguntó Fortuona.

—El ejército de las marath’damane ha sufrido una grave derrota — dijo Yulan—. Los Puños del Cielo que han regresado lo han descrito con detalle. Los ejércitos de esa Amyrlin están desperdigados, sumidos en el caos y replegándose a toda prisa.

Galgan se había parado cerca para recibir a un mensajero que, sin duda, le daba una información parecida. El general la miró.

—Deberíamos ponernos en marcha para apoyar la retirada de Egwene —dijo Knotai—. No sé lo que es un Portador de la Vara, pero por la forma en que reacciona todo el mundo, creo que significa que tengo el mando de los ejércitos.

—No. Eres el tercero. Detrás de mí. Detrás de Galgan.

—Entonces puedes ordenar que nos pongamos en marcha ahora mismo —dijo Knotai—. ¡Tenemos que ir! Egwene está recibiendo una paliza.

—¿Cuántas marath’damane hay allí? — preguntó Fortuona.

—Hemos estado observando ese ejército —contestó Yulan—. Hay centenares. Todas las que quedan de la Torre Blanca. Están exhaustas, hostigadas por una fuerza nueva, una que no he sabido identificar.

—Tuon... —advirtió Matrim.

Un gran cambio. Así que esto era lo que significaba el augurio del Dragón. Su ejército podría atacar por sorpresa y todas esas damane serían suyas. Cientos y cientos. Con esa fuerza, podría aplastar la resistencia a su reinado en Seanchan.

Era la Última Batalla. El mundo dependía de sus decisiones. ¿De verdad era mejor apoyar a esas marath’damane en su lucha desesperada ahí o debería replegarse a Seanchan, asegurar su imperio allí y después derrotar a los trollocs y a la Sombra con el poderío del imperio?

—Diste tu palabra —dijo en voz queda Knotai.

—Firmé un tratado. Cualquier tratado puede romperse, sobre todo por la emperatriz.

—Algunas emperatrices podrían hacer algo así —contestó Knotai—. Pero tú no. ¿Verdad? Luz, Tuon. Le diste tu palabra.

El orden en una mano —algo conocido, algo que sabía calibrar— y el caos en la otra. El caos en forma de un hombre tuerto que conocía el rostro de Artur Hawkwing.

¿No acababa de decirle a Selucia que apostaría por él?

—Unas palabras escritas en un papel no pueden imponer limitaciones a la emperatriz —dijo—. No obstante... En este caso, el motivo por el que firmé el tratado sigue siendo válido y real. Protegeremos este mundo en los días oscuros, y destruiremos a la Sombra de raíz. General Galgan, desplazaréis a nuestras fuerzas para proteger a esas marath’damane, ya que requeriremos su ayuda en la lucha contra la Sombra.

—Bien. —Knotai se relajó—. ¡Yulan, Galgan, hagamos planes! Y mandad venir a esa mujer, Tylee. Parece la única general con la cabeza en su sitio entre todos los puñeteros altos mandos reunidos aquí. Y...

Siguió hablando mientras cabalgaba dando órdenes que en realidad tendría que haber dejado que impartiera Galgan. Éste se quedó mirando a Fortuona desde su caballo; la expresión en el semblante del general era indescifrable. Seguro que consideraba un grave error lo que acababa de hacer, pero ella... tenía los augurios de su parte.


Esas funestas nubes negras habían sido compañeras de Lan desde hacía mucho tiempo. Para ser sincero, estaba hastiado de verlas a diario expandiéndose hasta el infinito en todas direcciones al tiempo que retumbaban como los gruñidos del estómago de una bestia hambrienta.

—Parece que las nubes están más bajas hoy —dijo Andere desde su caballo, que marchaba al lado de Mandarb—. Algunos rayos se descarganb en tierra y eso no ocurre todos los días.

Lan asintió en silencio. Andere tenía razón; aquello pintaba mal. Lo cual no cambiaba nada. Agelmar había elegido el lugar para la batalla a lo largo del fragoroso río que corría por su flanco occidental, de manera que los protegía por ese lado. Unas colinas cercanas proporcionaban posiciones adecuadas para los arqueros; Andere y él esperaban en lo alto de una de esas colinas.

Frente a ellos, los trollocs se agrupaban para lanzar el ataque. No tardarían en hacerlo. Más cerca, Agelmar había situado a la caballería pesada en los valles para lanzar ataques por los flancos una vez que los trollocs cargaran, con la caballería ligera detrás de las colinas para, llegado el momento, apoyar la retirada de la caballería pesada. Agelmar no dejaba de rezongar por no tener piqueros, aunque la falta de tropas de infantería era precisamente lo que había facilitado que sus repliegues tuvieran éxito.

«Para lo que ha servido», pensó Lan, abatido, mientras estudiaba el mar casi infinito de trollocs. Sus tropas habían elegido con cuidado cuándo y dónde entablar batallas y cuándo y dónde replegarse. Habían matado decenas de miles y habían perdido sólo miles mientras dejaban Shienar quemada a su paso, sin nada que sustentara a los trollocs en su avance. Al parecer, todo eso no había servido de mucho.

Estaban perdiendo la guerra. Sí, habían retrasado el avance de los trollocs, pero no con suficiente contundencia ni durante bastante tiempo. Dentro de poco se encontrarían atrapados y los destruirían al no contar con la ayuda del ejército de Elayne, que pasaban apuros tan graves como ellos.

El cielo oscureció. Lan alzó la vista con rapidez. Las nubes seguían allí, pero mostraban un aspecto mucho más ominoso. La tierra quedó cubierta por una oscuridad más profunda.

—Maldición —exclamó Andere, que miró hacia arriba—. ¿El Oscuro se habrá tragado el sol de algún mundo? Tendremos que llevar linternas para luchar, aunque sea mediodía.

Lan se llevó la mano al peto; debajo de la armadura guardaba la carta de Nynaeve, cerca del corazón.

«¡Luz! Ojalá su lucha vaya mejor que la mía.» Ese día, más temprano, ella y Rand habían entrado en la Fosa de la Perdición.

Al otro lado del campo de batalla, los cansados encauzadores, apartando los ojos del aterrador cielo oscuro, lanzaron luces que flotaron en el aire. No era que con ellas se viera gran cosa, pero tendrían que arreglárselas. Pero en ese momento la oscuridad empezó a retirarse y la luz volvió poco a poco, aunque el día seguía nublado, como venía siendo habitual.

—Reúne a la Guardia Real de Malkier —dijo Lan.

Así era como llamaban a su grupo los componentes de la guardia personal que lo protegía. Era una antigua denominación malkieri para la guardia del rey en la batalla. Lan aún no sabía qué pensar sobre el hecho de que el príncipe Kaisel, oriundo de Kandor, se considerara uno de ellos.

Muchos de los malkieri de Lan tenían poca ascendencia malkieri de verdad; habían llegado a él más como un honor que por otra cosa. Lo del príncipe era diferente. Lan les había preguntado, a él y a sus compañeros, si sería correcto que juraran lealtad a un rey extranjero, por mucha amistad que hubiera entre sus reinos.

—Malkier representa las Tierras Fronterizas en esta guerra, Dai Shan —fue la única respuesta que recibió.

Un rayo se descargó cerca; el retumbo del trueno alcanzó a Lan como algo físico. Mandarb apenas acusó el impacto de la onda sonora. El animal empezaba a acostumbrarse a ellos. La Guardia Real se reunió y Andere asió el estandarte de Lan y ató la contera del astil a la bolsa de cuero —sujeta con correones al arzón de la silla— para poder llevarlo sin privarse de manejar la espada.

Llegaron las órdenes de Agelmar para ellos. Lan y sus hombres estarían inmersos en el meollo del combate. Una vez que los trollocs arremetieran, la caballería pesada atacaría los flancos para frenar el impulso de la carga enemiga. Lan y sus hombres atacarían a las criaturas de frente.

Como Lan prefería. Agelmar sabía que no debía andarse con contemplaciones respecto a él. Lan y sus tropas defenderían el centro del terreno que llevaba a las colinas y obligarían a los trollocs a luchar de tal modo que los arqueros podrían lanzar andanada tras andanada contra las filas de retaguardia. La mayoría de las fuerzas de hostigamiento quedarían en reserva para prevenir que el enemigo rodeara su flanco derecho en una maniobra envolvente; tenían el río a la izquierda, un elemento disuasorio natural para los trollocs. Era un buen plan, si es que cualquier plan podía considerarse bueno frente a una superioridad numérica tan abrumadora. Con todo, que Lan pudiera ver, Agelmar no estaba cometiendo errores. El gran capitán se quejaba últimamente de tener sueños abrumadores; pero, habida cuenta de la guerra que contendían, Lan se habría preocupado más si el hombre no hubiera soñado con muerte y batallas.

Los trollocs empezaron a moverse.

—¡Adelante! —gritó Lan al tiempo que el toque de trompetas sonaba en el aire, acompañado por el fragor de los truenos.


A corta distancia de las murallas de Cairhien, Elayne cabalgaba a lomos de Sombra de Luna a lo largo de las líneas de vanguardia; el ejército había formado conforme a los planes de batalla de Bashere, pero ella estaba preocupada.

Lo habían conseguido. Una rápida marcha río arriba, a lo largo de la calzada, para llegar a Cairhien antes que el ejército trolloc. Elayne había situado a su ejército en la parte más al norte de la urbe para enfrentarse al contingente que llegaba de esa dirección. También había dejado algunos dragones y una compañía de arqueros río abajo, para retardar el avance de los trollocs que intentaran cruzar el río por allí; tenían que retirarse rápidamente hacia el norte cuando se hiciera imposible impedir que el enemigo cruzara.

Derrotar al ejército que tenían delante; después, hacer frente al que iba detrás. Era su única posibilidad. Las Allegadas estaban exhaustas, pues Elayne había necesitado muchos accesos para mover a sus hombres. La fatiga de las encauzadoras significaba que Elayne no podría contar con ellas en este combate. A las mujeres habría que pedirles que se esforzaran un poco más para crear pequeños accesos a Mayene para mandar a los heridos a fin de que recibieran la Curación.

El ejército de Elayne era algo más grande que el de los Engendros de la Sombra, pero sus tropas se hallaban agotadas. En pleno estado de ansiedad ante la inminente batalla, algunos hombres se desplomaban en las líneas y las picas caían hacia adelante. Incluso los que aguantaban firmes tenían los ojos enrojecidos. No obstante, aún contaban con los dragones de Aludra. Eso sería suficiente.

Elayne había pasado en vela la noche anterior buscando unas palabras que infundieran ánimo, algo que decir ese día que tuviera significado. ¿Qué decía una cuando todo llegaba a su fin?

Detuvo a Sombra de Luna delante de la línea de soldados andoreños. Sus palabras llegarían, transportadas por tejidos, a todo el ejército. Se sorprendió al ver que algunos Aiel se acercaban para oír lo que iba a decir. No habría imaginado que las palabras de una reina de las tierras húmedas pudieran interesarles.

Abría la boca para hablar cuando el sol empezó a oscurecerse.

Elayne se quedó helada, con la vista alzada hacia el cielo, estupefacta. Las nubes se habían abierto sobre el ejército —a menudo ocurría cuando ella se encontraba cerca, una forma en que el vínculo con Rand se manifestaba— y por ello había esperado un cielo despejado y luz para esta batalla.

El sol seguía brillando allí arriba, pero empezaba a apagarse. Algo sólido y oscuro pasaba delante de él y lo estaba tapando.

Todos los hombres del ejército miraban hacia el cielo y alzaban el dedo al tiempo que la oscuridad los iba engullendo. ¡Luz! No era fácil contener el temblor.

Oyó gritos en el ejército. Lamentos, voces inquietas, gritos de abatimiento. Elayne hizo un esfuerzo para recobrar la seguridad y taloneó a la yegua para que avanzara unos pasos.

—Éste es el lugar donde os prometo que venceremos —anunció, aumentando la potencia de la voz con el Poder Único para que se proyectara a través del campo—. Aquí es donde os digo que los días continuarán, que la tierra se recuperará. Éste es el momento en el que os aseguro que la luz volverá, que la esperanza sobrevivirá y que seguiremos viviendo.

Hizo una pausa. Detrás del ejército, había gente en el adarve de las murallas de la ciudad de Cairhien: niños, mujeres y personas mayores que iban armados con cuchillos de cocina y ollas para arrojarlos desde allí si los trollocs destruían el ejército y atacaban la ciudad. Apenas había quedado tiempo para ponerse en contacto con ellos; una fuerza mínima de soldados guardaba la ciudad. Ahora, las figuras lejanas de los refugiados se acurrucaron, apiñadas entre sí, a medida que la oscuridad engullía el cielo.

Esas murallas ofrecían una seguridad engañosa; tenían poca importancia cuando el enemigo contaba con Señores del Espanto. Elayne debía derrotar rápidamente al ejército trolloc, no refugiarse y permitir que al enemigo le llegara el refuerzo de un contingente mayor desde el sur.

—¡Se supone que debo daros seguridad! —les gritó a los hombres—. ¡Pero no puedo! No os diré que el mundo sobrevivirá, que la Luz prevalecerá. Hacerlo eliminaría la responsabilidad.

»¡Afrontar esto es nuestro deber! Nuestra sangre, la que se derramará hoy. Hemos venido aquí a luchar. ¡Si no lo hacemos, entonces la tierra morirá! La Luz caerá ante la Sombra. Hoy no es un día de hacer promesas vanas. ¡Nuestra sangre! Nuestra sangre es el fuego que alienta dentro de nosotros. Hoy nuestra sangre debe llevarnos a derrotar a la Sombra.

Hizo que la yegua se girara. Los hombres habían apartado la vista de la oscuridad del cielo para mirarla a ella. Tejió una luz a gran altura por encima de su cabeza y atrajo su atención.

—¡Nuestra sangre es nuestra pasión! —gritó—. Gran parte de lo que he oído decir en mis ejércitos está relacionado con la resistencia. ¡No podemos limitarnos a resistir! Tenemos que demostrarles nuestra cólera, nuestra rabia, por todo lo que han hecho. No hemos de resistir. ¡Hoy tenemos que destruir!

»Nuestra sangre es nuestra tierra. ¡Este lugar es nuestro y así lo afirmamos! Por nuestros padres y por nuestros hijos.

»Nuestra sangre es nuestra vida. Hemos venido a darla. Por todo el mundo otros ejércitos están siendo obligados a replegarse. Nosotros no retrocederemos. Nuestro deber es derramar nuestra sangre, morir avanzando. ¡No nos quedaremos de brazos cruzados, no!

»¡Si queremos tener de nuevo la Luz, debemos hacerla nuestra! ¡Tenemos que reclamarla y expulsar a la Sombra! Lo que pretende el Oscuro es desmoralizaros para ganar esta batalla antes de que empiece. ¡Pues no le daremos esa satisfacción! Destruiremos sus ejércitos, primero el que tenemos delante, y a continuación el que vendrá por detrás. Y, desde allí, llevaremos nuestra sangre, nuestra vida, nuestro fuego, nuestra pasión, a los otros que combaten. ¡Desde allí irradiará y se extenderá la victoria y la Luz!

Para ser sincera, no sabía qué clase de respuesta esperaba de su discurso. Había leído todos los importantes, en particular los pronunciados por reinas de Andor. Siendo más joven, había imaginado a los soldados aplaudiendo y gritando; la respuesta a su actuación que recibía un juglar en una ruidosa taberna.

En cambio, los hombres alzaron las armas hacia ella. Desenvainaron espadas, levantaron picas y después empezaron a golpear el suelo con ellas. Los Aiel soltaron algunos «hurra», pero los andoreños la miraron con solemnidad. No les había inspirado ardor, sino determinación. Parecía una emoción más sincera. Hicieron caso omiso de la oscuridad del cielo y volvieron la mirada hacia su objetivo.

—Ha sido un discurso realmente bueno, Elayne —dijo Birgitte, que se había acercado a pie hasta ella—. ¿Cuándo lo has cambiado?

Elayne enrojeció al pensar en el discurso que había preparado con tanto esmero y que había aprendido de memoria repitiéndoselo media docena de veces a Birgitte. Había sido un trabajo sobre cosas hermosas, con referencias a lo que las reinas habían dicho durante siglos.

Había olvidado hasta la última palabra al llegar la oscuridad, y en cambio éste le había salido a borbotones.

—Vamos —dijo al tiempo que miraba hacia atrás. El ejército trolloc estaba llegando enfrente del suyo—. Tengo que moverme a mi posición.

—¿A tu posición? —repitió Birgitte—. Te refieres a que tienes que volver a la tienda de mando, supongo.

—No voy a ir allí —dijo Elayne, que hizo volver grupas a Sombra de Luna.

—¡Rayos y centellas, no harás eso! Yo...

—Birgitte —espetó Elayne—, soy yo quien tiene el mando y tú estás a mis órdenes. Obedecerás.

Birgitte retrocedió como si hubiese recibido una bofetada.

—Bashere está en la tienda de mando —dijo Elayne—. Soy una de las pocas encauzadoras con algo de fuerza que le quedan al ejército, y así me evisceren y me descuarticen si permito que me dejéis sentada y fuera de la batalla. Con mi habilidad puede que en esta batalla valga como un millar de soldados.

—Los bebés...

—Aunque Min no hubiera tenido esa visión, insistiría en combatir. ¿Crees que los niños de esos soldados no están en peligro? ¡Muchos de ellos se encuentran asomados a esas murallas! Si fracasamos aquí, serán masacrados. No, no voy a mantenerme fuera de peligro. Y no, no me quedaré atrás esperando sentada. ¡Si crees que tu deber como mi Guardiana es impedírmelo entonces romperé este jodido vínculo aquí y ahora y te mandaré a cualquier otro sitio! ¡No voy a pasarme la Última Batalla repantigada en un sillón bebiendo leche de cabra!

Birgitte se quedó callada y Elayne percibió su estupefacción a través del vínculo.

—Luz —consiguió por fin decir la mujer—. No voy a impedírtelo. Pero ¿aceptarás al menos mantenerte apartada durante las primeras andanadas de flechas? Puedes ser de más utilidad ayudando a las líneas cuando se debiliten.

Permitió que Birgitte y sus guardias la condujeran de vuelta a una ladera, cerca de los dragones de Aludra. Talmanes, Aludra y sus equipos esperaban con más ansiedad y entusiasmo que las tropas regulares. También estaban cansados, pero la verdad era que apenas habían participado durante las batallas del bosque y la retirada. Ese día era su oportunidad para destacar.

El plan de batalla de Bashere era tan complejo como cualquiera en los que Elayne había participado. El grueso del ejército se encontraba situado casi a una milla al norte de la ciudad, más allá de las ruinas de extramuros, fuera de las murallas. Las líneas del ejército se extendían al este del Alguenya, a lo ancho de una ladera que bajaba en pendiente hasta las llanuras a través de una calzada de acceso a las puertas de Jangai, todo el trecho hasta las ruinas de la casa capitular de los Iluminadores.

Filas de soldados de infantería —en su mayoría andoreños y cairhieninos, aunque también había ghealdanos y Capas Blancas— avanzaron formando un arco, como una media luna, a través del frente de las fuerzas de Elayne. Seis escuadrones de dragones rodaron cuesta arriba a la cima de la colina que había detrás de la infantería.

Los trollocs no llegarían a la ciudad sin derrotar a este ejército. Estean tenía la caballería de la Compañía situada en un flanco, en tanto que la Guardia Alada de Mayene cubría el otro. El resto de la caballería quedaba en reserva.

Elayne esperó con paciencia, observando los preparativos del ejército trolloc. Su mayor preocupación era que se limitaran a esperar allí la llegada de sus compañeros que llegaban del sur para atacar a Elayne al mismo tiempo. Menos mal que no ocurrió eso; al parecer tenían órdenes de tomar la ciudad y era lo que se proponían hacer.

Los informes de los exploradores de Bashere indicaban que el segundo ejército estaba a poco más que un día de marcha, y podría llegar al día siguiente por la mañana si marchaba deprisa. Elayne disponía hasta entonces para derrotar a esta fuerza del norte.

«Vamos —pensó Elayne—. Moveos.»

Por fin los trollocs empezaron a avanzar. Bashere y Elayne contaban con que usaran su táctica habitual: el número abrumador y la fuerza bruta. Y, en efecto, los trollocs cargaron en masa. Su objetivo sería arrollar a los defensores destrozando sus líneas.

Las tropas de Elayne aguantaron firmes, sabiendo lo que iba a continuación. Los dragones empezaron a rugir, cada uno de ellos como innumerables martillos que golpeaban con precisión en el mismo instante. Elayne se encontraba a sus buenos cien pasos de ellos, y aun así sintió la imperiosa necesidad de taparse los oídos. Nubes ondulantes de humo blanco empezaron a llenar el cielo por encima de los dragones a medida que éstos disparaban.

Los primeros disparos —pocos— se quedaron cortos, pero Aludra y sus hombres se valían de esos disparos para ajustar el alcance. Después de eso, los huevos de dragón cayeron en medio de los trollocs, los hicieron saltar por el aire y destrozaron las líneas. El suelo salpicado de sangre quedó sembrado de miles de trozos de cuerpos desmembrados. Por primera vez, a Elayne le dieron miedo aquellas armas.

«Luz, Birgitte tenía razón desde el principio», pensó al imaginar lo que sería equipar con dragones una posición fortificada. Normalmente, en la guerra, un hombre podía depender al menos de una cosa: que su destreza se enfrentaría a la de su enemigo. Espada contra espada. Si para los trollocs ya era terrible el castigo de los dragones, entonces ¿qué sería para los hombres tener que afrontar esa clase de poder?

«Nos aseguraremos de que eso no pase», se dijo para sus adentros. Rand había hecho bien en obligarlos a aceptar ese tratado de paz.

Los dragoneros tenían un buen entrenamiento, y la velocidad con que cargaban de nuevo las armas era impresionante. Cada equipo disparó tres veces antes de que los trollocs alcanzaran las líneas del frente. Elayne no había presenciado el intercambio de flechas —estaba demasiado centrada en los dragones—, pero sí vio que unas saetas de plumas negras habían alcanzado algunas de sus líneas y había hombres caídos que sangraban.

Los trollocs chocaron contra las primeras líneas de ballesteros y piqueros de Elayne, los cuales ya se retiraban para dar paso a los alabarderos. Nadie usaba espadas y mazas contra los trollocs; al menos, no cuando se iba a pie, si podían evitarlo.

—Vámonos —dijo Elayne, que taconeó a Sombra de Luna.

Birgitte la siguió; Elayne sentía su forzada resignación. Bajaron de la colina a través de algunas unidades de reserva y entraron en batalla.


Rodel Ituralde casi había olvidado lo que era tener a su disposición recursos adecuados.

Había pasado cierto tiempo desde que había dirigido legiones de hombres y escuadrones de arqueros. Por una vez, sus hombres no estaban medio muertos de hambre, y disponía de Curadores, flecheros y buenos herreros listos para atender a sus tropas y reparar el equipo durante la noche. ¡Qué maravilla poder pedir algo —por inusitado que fuera— y que alguien lo localizara y se lo llevara, a menudo antes de una hora!

A pesar de todo eso, iba a perder. Se enfrentaba a innumerables huestes de enemigos, Señores del Espanto por docenas, e incluso alguno de los Renegados. Había llevado a su ejército dentro de ese valle sin salida, tomando la joya de las tierras del Oscuro, su mismísimo reposapiés: la montaña negra. Y ahora el sol había desaparecido, aunque las Aes Sedai decían que la oscuridad pasaría.

Ituralde dio una chupada a la pipa mientras cabalgaba a lo largo de la cresta que bordeaba el valle por el norte. Sí, iba a perder. Pero con esos recursos lo haría con estilo.

Siguió a lo largo de la cresta y llegó a una posición por encima del paso por el que se entraba a Thakan’dar. El valle, ubicado en el corazón de las Tierras Malditas, se extendía de este a oeste, con Shayol Ghul en el lado occidental, y el paso, en el oriental. Sólo se podía llegar a ese lugar estratégico tras horas de una ascensión muy dura; o de un modo tan sencillo y rápido como cruzar un simple acceso. Muy práctico, eso. Y era perfecto para hacer un reconocimiento de sus defensas.

El paso a Shayol Ghul era como un cañón angosto y largo, más alto que ancho, con la zona alta inaccesible desde el lado oriental salvo a través de un acceso. Con uno, él podía subir y mirar desde arriba el cañón, que tenía una anchura suficiente para que marcharan cincuenta hombres en fondo. Un cuello de botella perfecto. Y podía situar arqueros allí arriba para disparar a quienes llegaran por el paso.

Por fin, el sol empezó a salir —como una gota de acero fundido— por detrás de la negrura que lo había cubierto por completo. Así que las Aes Sedai no se habían equivocado. Con todo, esos agitados nubarrones negros regresaron de inmediato, como si quisieran consumir todo el firmamento.

Puesto que Shayol Ghul se encontraba en las Tierras Malditas, el aire era lo bastante frío para que Ituralde llevara puesta una capa de invierno hecha de grueso paño de lana, y el vaho de la respiración salía en volutas delante de él. Sobre el valle flotaba la niebla, más tenue que cuando las forjas estaban en funcionamiento.

Dejó atrás la boca del cañón y regresó junto a un grupo de gente que había ido con él. Las Detectoras de Vientos y otros Marinos de alto rango esperaban allí, abrigados con largos chaquetones que habían obtenido mediante astutos tratos —como era habitual en ellos— antes de viajar al norte. Por debajo asomaban sus coloridas ropas habituales. Tanto esas ropas como los numerosos adornos que lucían en el rostro, creaban un extraño contraste con las prendas de abrigo de un color marrón apagado.

Ituralde era domani. Había tenido tratos comerciales con los Marinos más que de sobra; si resultaban ser la mitad de tenaces en batalla de lo que lo eran en las negociaciones, estaría contentísimo de tenerlos con él.

La mujer que se hallaba al frente era nada menos que Zaida din Parede Ala Negra, la Señora de los Barcos. Era una mujer de estatura baja, tez oscura y mechones grises entremezclados en el corto cabello negro.

—Las Detectoras de Vientos os envían un mensaje, Rodel Ituralde —dijo la mujer—. El ataque ha comenzado.

—¿El ataque?

—El Desencadenador de Temporales —repuso Zaida, que alzó la vista al cielo, donde las oscuras nubes retumbaban y se arremolinaban—. El Padre de las Tormentas. Podría destruiros con la fuerza de su ira.

—Pero vosotros podéis encargaros de eso, ¿no?

—Las Detectoras de Vientos ya se están enfrentando a él con el poder del Cuenco de los Vientos —confirmó Zaida—. De no ser así, ya nos habría destruido a todos con tempestades.

La mujer seguía contemplando el cielo, como hacían muchos de sus compañeros. Ituralde sólo tenía unos cien Marinos, sin contar las Detectoras de Vientos. Casi todos los demás trabajaban con los equipos de abastecimiento, distribuyendo por turnos flechas, alimentos y demás equipamiento a los cuatro frentes de batalla. Parecían muy interesados en las carretas de vapor, aunque él no imaginaba por qué. Esos artefactos no tenían ni punto de comparación con un buen tiro de caballos.

—Enfrentándose al Oscuro, ráfaga por ráfaga —continuó Zaida—. Se cantará sobre este día. —Miró de nuevo a Ituralde—. Debéis proteger al Coramoor —le dijo con severidad, como si lo reprendiera.

—Cumpliré con mi misión —contestó él mientras seguía adelante—. Y vosotros ocupaos de cumplir la vuestra.

—Este trato se cerró hace mucho tiempo, Rodel Ituralde —le dijo la mujer a su espalda.

Él asintió con la cabeza y continuó a lo largo de la cresta. Los hombres situados en los puestos de vigilancia saludaron a su paso. Mejor dicho, lo hicieron los que no eran Aiel. Tenía un montón de Aiel allí arriba, donde darían buen uso a sus arcos. Pondría al grueso de sus tearianos abajo, donde se sacaría el máximo provecho del uso de las picas y las alabardas. Defenderían el camino a Shayol Ghul.

Un cuerno Aiel sonó a lo lejos; era la señal de uno de los exploradores. Los trollocs habían entrado en el paso. Había llegado la hora.

Galopó de vuelta a lo largo de la cresta hacia el valle, seguido por otros oficiales y el rey Alsalam. Cuando llegaron al punto donde había establecido su puesto de vigilancia principal, una posición aventajada desde la que alcanzaba a divisar millas hacia el paso, Ituralde sacó su visor de lentes.

Allí se movían sombras. Segundos después distinguía hordas de trollocs que cargaban con frenesí, hostigados. Durante un momento fue como si estuviera otra vez en Maradon viendo a sus hombres —buenos hombres— caer uno tras otro. Arrasados en las fortificaciones de la colina, demolidos en las calles de la ciudad. La explosión de la muralla.

Un acto desesperado tras otro. Matar a todos los que pudiera, como un hombre apuñalando lobos entre gritos mientras ellos lo hacen pedazos, con la esperanza de llevarse alguno consigo a la oscuridad definitiva.

La mano que sostenía el visor tembló. Se obligó a volver al presente y a sus defensas actuales. Era como si hubiera estado toda su vida librando batallas perdidas. Eso pasaba factura. De noche, oía acercarse a los trollocs. Resoplando, husmeando el aire, pateando adoquines con las pezuñas. Pesadillas recurrentes de Maradon.

—Calma, viejo amigo —dijo el rey Alsalam, que cabalgaba a su lado.

El monarca tenía una voz tranquilizadora. Siempre había sido capaz de sosegar a los demás. Ituralde estaba convencido de que los mercaderes de Arad Doman lo habían elegido por ese motivo. A veces las tensiones alcanzaban cotas altas cuando se debatía sobre comercio y guerra; los domani contemplaban ambos temas como si fueran la misma bestia. Pero Alsalam... Era capaz de tranquilizar a un mercader frenético que acabara de perder toda su flota en alta mar.

Ituralde asintió con un cabeceo. La defensa de ese valle. Tenía que mantener la mente en ese objetivo. Aguantaría, no dejaría que los trollocs salieran del paso a Thakan’dar. Así se abrasara, resistiría durante meses si el Dragón Renacido lo necesitaba. Cualquier otra batalla, todas las batallas que la humanidad había entablado así como las que ahora disputaba serían irrelevantes si él perdía allí. Había llegado el momento de sacar de la manga hasta el último truco que conocía, hasta la última y más desesperada estrategia. Allí, hasta la más mínima dilación podría proporcionarle a Rand al’Thor el tiempo que necesitaba.

—Recordad a los hombres que se mantengan firmes abajo —dijo mientras observaba a través del visor—. Preparad los troncos.

Los ayudantes despacharon las órdenes a través de un acceso hasta los pelotones involucrados. Esa terrible fuerza trolloc seguía avanzando; los monstruos empuñaban espadas enormes, lanzas de armas con la hoja retorcida y perchas de captura (una vara larga con un gancho ahorquillado en la punta) para desmontar a los jinetes. Bramaban a través del paso, y en el cielo los relámpagos saltaban entre las nubes.

«Primero los troncos», pensó Ituralde.

Cuando los trollocs llegaron a la mitad del paso, los Aiel situados a ambos lados prendieron fuego a montones de troncos apilados y engrasados —en la actualidad había tantos árboles muertos en los bosques que Ituralde no había tenido problemas para recogerlos y transportarlos a través de los accesos— y los soltaron, dejándolos caer.

Cientos de troncos en llamas se precipitaron por las paredes del paso y chocaron contra los trollocs. Los troncos engrasados prendieron la carne. Las bestias aullaban, chillaban y gritaban dependiendo del gañote que tuvieran. Ituralde alzó el visor de lentes y los observó; sintió una profunda satisfacción.

Eso era nuevo. En el pasado, nunca había experimentado esa emoción al ver morir a sus enemigos. Oh, se había sentido complacido cuando su plan funcionaba. Y, a decir verdad, la finalidad de combatir era ver a los otros muertos y a los propios hombres vivos, pero no había habido disfrute en ello. Cuanto más se luchaba, más se veía al enemigo como si fuera uno mismo. Las banderas cambiaban, pero los soldados rasos eran más o menos iguales. Querían ganar, pero por lo general estaban más interesados en una buena comida, una manta para dormir y botas sin agujeros.

Esto era diferente. Ituralde quería verlos muertos. Lo ansiaba. Sin esas bestias, jamás se habría visto abocado a sufrir la pesadilla de Maradon. Sin esas bestias, la mano no le temblaría cuando los cuernos de guerra sonaban. Lo habían destrozado.

Y, a cambio, él los destrozaría a su vez.

Los trollocs se abrían paso a través del revoltijo de troncos con gran dificultad. Había muchos quemados y los Myrddraal tenían que azotarlos para que no dejaran de avanzar. Muchos parecían querer comerse la carne de los caídos. El olor fétido les abría el apetito. Cuerpos asados. Para ellos era como el aroma de pan recién hecho.

Los Fados consiguieron que siguieran adelante, pero los trollocs llegaron enseguida a la siguiente defensa de Ituralde. Idear qué hacer allí había sido un quebradero de cabeza. En la sólida roca no se podían clavar estacas o excavar trincheras, a menos que se forzara a los encauzadores hasta el agotamiento. Podría haber hecho montones de piedras o de tierra, pero los trollocs eran grandes y unos montones que frenarían a hombres eran menos efectivos contra ellos. Además, mover tanta tierra y piedra habría significado quitar trabajadores que construían verdaderas fortificaciones en el valle. Ya había aprendido que en una guerra defensiva lo que uno quería era que las fortificaciones fueran cada vez mejores. De ese modo, uno duraba más, ya que impedía que el enemigo cobrara impulso.

Al final, la solución había sido sencilla: espinos.

Recordó que en Arad Doman había enormes espinos resecos y muertos. Su padre había sido granjero y siempre protestaba por los matorrales de espinos. Bien, pues, si había algo que a la humanidad no le faltaba eran plantas resecas. Y otra era la mano de obra. Eran millares los que habían acudido a la llamada del Dragón, y la mayoría de esos Juramentados del Dragón apenas tenía experiencia en la batalla.

Con todo, los pondría a combatir llegado el momento. Por ahora, sin embargo, los había enviado a cortar enormes espinos. Los habían colocado a través del paso, atados unos con otros en montones de veinte pies de grosor y ocho de alto. Las balas de espinos habían sido relativamente fáciles de colocar —pesaban mucho menos que piedras o tierra— y, no obstante, amontonadas como estaban, los trollocs no podrían moverlas empujándolas sin más. Las primeras filas lo intentaron al llegar a ellas, con el único resultado de que las espinas de cinco pulgadas se les clavaron. Los monstruos que iban detrás empujaban para seguir adelante, y lo que consiguieron fue que las primeras filas se revolvieran con rabia y se enfrentaran a ellos.

Todo lo cual condujo a que las fuerzas trolloc se quedaran paradas en el paso, a merced de Ituralde.

Pero él no se sentía inclinado a la clemencia con esas criaturas.

Ituralde dio la señal y el Asha’man que estaba con él —Awlsten, uno— de los que habían servido a sus órdenes en Maradon— lanzó un llameante e intenso destello rojo al cielo. A lo largo de los lados, en lo alto del paso, aparecieron más Aiel y empezaron a tirar rocas grandes y más troncos en llamas que rodaron pared abajo sobre los Engendros de la Sombra que habían quedado atrapados. A continuación llovieron flechas y piedras, cualquier cosa que pudieran lanzar, disparar o arrojar a los que se encontraban en el paso.

La mayoría de esos ataques de los hombres de Ituralde tuvieron lugar bastante dentro del paso, en el centro del grueso de trollocs. El resultado fue que la mitad retrocedió y salió por pies mientras los demás trataban de correr hacia adelante para escabullirse, empujando a los suyos contra los espinos.

Algunos trollocs llevaban escudo e intentaron protegerse de la mortífera lluvia. Cada vez que se agrupaban en formación defensiva y empezaban a crear un muro de escudos por encima de ellos, los encauzadores de Ituralde atacaban y los hacían pedazos.

No podía poner muchos encauzadores en ese trabajo, pues la mayoría se había desplazado al valle para hacer accesos por los que transportar suministros y estar alerta a la aparición de encauzadores enemigos. Ya habían tenido un segundo enfrentamiento con Señores del Espanto. Aviendha y Cadsuane Sedai tenían controladas esas operaciones.

Algunos trollocs disparaban flechas a los defensores apostados arriba, pero sus bajas aumentaron a medida que los Engendros de la Sombra que iban delante intentaban abrirse paso a tajos a través de la barrera de espinos. Era un trabajo lento y pesado.

Ituralde observó, con absoluta frialdad, que los Myrddraal azotaban a las bestias hasta provocar una estampida. Eso tuvo por resultado que los que se afanaban en cortar los espinos acabaron empalados y arrollados por los que corrían.

La sangre empezó a fluir a raudales hacia atrás, en dirección al extremo oriental del paso, e hizo que los trollocs resbalaran. Las bestias empujaron a las primeras cinco o seis líneas y rompieron las púas de los espinos en los cuerpos de los que estaban allí.

Les llevó casi una hora conseguir atravesar la barrera. Atrás dejaron miles de muertos mientras avanzaban en oleadas, y entonces se encontraron con una segunda barrera de púas, más gruesa y más alta que la primera. Ituralde había colocado siete en el paso, a intervalos. La segunda era la más grande, y obtuvo el efecto deseado. Verla hizo que los trollocs que iban a la cabeza se frenaran en seco, y a continuación dieron media vuelta y echaron a correr en dirección contraria.

La consecuencia fue un caos en masa. Los trollocs de detrás gritaban y chillaban, empujando hacia el frente. Los que se encontraban delante, gruñían y aullaban mientras trataban de abrirse paso entre los espinos. Algunos se quedaban quietos, aturdidos. Entretanto, seguían cayendo flechas, rocas y troncos llameantes.

—Precioso —susurró Alsalam.

Ituralde se dio cuenta de que el brazo ya no le temblaba. Bajó el visor de lentes.

—Vayámonos —dijo.

—¡La batalla no ha terminado! —protestó el rey.

—Sí lo ha hecho. —Ituralde dio media vuelta—. De momento.

A su espalda, confirmando sus palabras, todo el ejército trolloc salió por pies —Ituralde oyó cómo ocurría— y los Engendros de la Sombra huyeron hacia el este por el paso, alejándose del valle.

«Hemos resistido un día», pensó Ituralde. Los trollocs volverían al día siguiente e irían mejor preparados. Más escudos y mejores armas delante para cortar espinos.

Seguirían derramando sangre. Lo pagarían caro.

Él se aseguraría de que fuera así.

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