36 Cosas que no cambian nunca

A Rand le pasaba algo.

Nynaeve se aferraba a la estalagmita en las profundidades de la Fosa de la Perdición para que el viento no la arrastrara hacia la nada que había enfrente de ella. Moraine la había llamado la esencia del Oscuro, pero ¿eso no lo convertía en el Poder Verdadero? Y lo que era peor: si su esencia estaba en el mundo, ¿no significaría que ya se había liberado? Fuera lo que fuera, su naturaleza era el puro mal y la inundaba con un terror como jamás había sentido en toda su vida.

Tiraba con una fuerza enorme, absorbiendo todo cuanto había cerca. Nynaeve temía que, si se soltaba, la arrastraría hacia sí. De hecho, ya le había arrebatado el chal y lo había hecho desaparecer. Si esa nada la atrapaba, perdería la vida. Puede que también el alma.

«¡Rand!», pensó. ¿Podría hacer algo para ayudarlo? Él se encontraba delante de Moridin, ambos trabados, espada contra espada. Como atrapados en un instante en el que se hubiera detenido el tiempo. El sudor resbalaba por el rostro de Rand. No hablaba. Ni siquiera parpadeaba.

Uno de los pies de Rand había tocado la oscuridad, y en ese momento se había quedado inmóvil; y también Moridin. Eran como estatuas. El aire aullaba alrededor de ambos, pero no parecía afectarlos como le ocurría a ella. Llevaban así, paralizados, sus buenos quince minutos.

En total, había pasado menos de una hora desde que habían entrado en la cueva para enfrentarse al Oscuro.

Nynaeve observó rocas que se deslizaban por el suelo y luego desaparecían absorbidas por esa negrura. Sus ropas se sacudían y ondeaban como si hubiera un vendaval, al igual que las de Moraine, la cual se hallaba cerca, asida a otro de esos dientes de piedra. Menos mal que allí el hedor a azufre que llenaba la caverna lo arrastraba hacia sí la negrura.

No podía usar el Poder Único. Rand absorbía hasta la última pizca que ella era capaz de encauzar, si bien no parecía estar haciendo nada con él. ¿Podría acercarse ella hasta Moridin? Parecía que el hombre no podía moverse. Casi cualquier cosa sería mejor que esperar.

Aflojó las manos agarradas a la estalagmita, para tantear la resistencia de su peso contra el tirón de la nada que tenía enfrente. De inmediato empezó a deslizarse, y Nynaeve tiró de sí misma hacia atrás.

«¡No pienso pasarme la Última Batalla asida a una roca! —pensó—. Al menos, no a la misma todo el tiempo.» Tenía que correr el riesgo de moverse. Ir directamente hacia adelante parecía demasiado peligroso, pero si se movía de lado... Sí, allí cerca había otra estalagmita, a la derecha. Logró soltarse de la piedra y, medio resbalando, medio corriendo, llegó a la otra estalagmita. Desde allí, eligió otra; esta vez se soltó con cuidado y se agarró enseguida a la siguiente. El proceso era muy lento.

«Rand, cabeza de chorlito», se dijo. ¡Si hubiera dejado que Moraine o ella dirigieran el círculo, a lo mejor podrían haber hecho algo mientras él luchaba!

Llegó a otra estalagmita y se paró al ver algo a su derecha. Casi gritó. Allí, medio oculta contra la pared, había una mujer acurrucada, protegida del viento por las rocas. Parecía que lloraba.

Nynaeve miró a Rand, que seguía estático, trabado con Moridin; luego se acercó a la mujer. El mayor número de estalagmitas que había allí facilitaba mucho la tarea de moverse sin correr tanto peligro, ya que las concreciones calcáreas entorpecían el tirón de la nada.

Por fin llegó junto a la mujer. Estaba encadenada a la pared.

—¡¿Alanna?! —gritó Nynaeve—. Luz, ¿qué haces aquí?

La Aes Sedai parpadeó y volvió los ojos enrojecidos hacia Nynaeve. La miró con expresión ausente, como si tuviera la mente vacía. Al examinarla, Nynaeve reparó en que todo el costado izquierdo de Alanna estaba manchado de sangre por una herida de cuchillo en el vientre. ¡Luz! Tendría que haberse dado cuenta por la palidez del semblante de la mujer. ¿Por qué apuñalarla y dejarla allí?

«Vinculó a Rand —recordó Nynaeve—. Oh, Luz.» Era una trampa. Moridin había dejado a Alanna desangrándose y después se había enfrentado a Rand. Cuando Alanna muriera, Rand —al ser su Guardián— se volvería loco de rabia, lo que facilitaría a Moridin la tarea de destruirlo.

¿Por qué no se había dado cuenta él? Nynaeve rebuscó hierbas en sus bolsitas y se paró de golpe. ¿Podían hacer algo las hierbas en ese estado de gravedad? Tenía que usar el Poder Único para Curar una herida así. Nynaeve desgarró tiras de la ropa de la mujer para hacer un vendaje y luego intentó absorber Saidar para la Curación.

Rand lo tenía y no lo soltó. Frenética, trató de apartarlo, pero Rand no cedió. De hecho, incrementó la fuerza con la que lo retenía cuando ella lo presionó. Ahora parecía que sí encauzaba, de algún modo, si bien Nynaeve no veía los tejidos. Percibía algo, pero, con el aullido del viento y la extraña naturaleza de la cueva, era como si una tempestad girara a su alrededor. El Poder estaba envuelto en eso, de algún modo.

¡Maldición! ¡Necesitaba el Saidar! No era culpa de Rand. No podía cederle poder alguno mientras dirigiera el círculo.

Nynaeve presionó la herida de Alanna con la mano; se sentía impotente. ¿Debería pedirle a Rand que la liberara del círculo? Si lo hacía, seguro que Moridin se volvería hacia ella y atacaría a Alanna.

¿Qué hacer? Si esa mujer moría, Rand perdería el control. Y lo más probable era que eso fuera su fin... Y el fin de la Última Batalla.


Mat golpeó la madera con el hacha para rebajarla y dejar una punta afilada.

—¿Veis? —dijo—. No tiene que ser bonita ni elaborada. Dejad la carpintería de lujo para impresionar a la hija del alcalde.

Los hombres y las mujeres que observaban asintieron con seria determinación. Eran granjeros, aldeanos y artesanos, como la gente que había conocido allá, en Dos Ríos. Mat tenía miles de ellos a sus órdenes. Jamás había imaginado que serían tantos. La buena gente del campo había acudido a la batalla.

Mat suponía que estaban chiflados, del primero al último. Si él hubiera podido escaparse, se habría escondido en un sótano en alguna parte. Así se abrasara, al menos lo habría intentado.

Esos dados no dejaban de repicar dentro de su cabeza, como venían haciéndolo desde que Egwene le había entregado el mando de todos los ejércitos de la Luz. Ser un puñetero ta’veren no valía una mierda.

Siguió afilando la estaca para la empalizada. Un tipo lo observaba con especial atención; era un viejo granjero con la tez tan curtida que las espadas de los trollocs seguramente rebotarían al dar en ella. Por alguna razón, a Mat le sonaba la cara de ese hombre.

«Qué asco de memoria», pensó. Sin duda, ese tipo se parecía a alguien de los antiguos recuerdos que había recibido. Sí, debía de ser eso, algo que tenía que ver con un... ¿Un carro? ¿Y un Fado? No conseguía recordarlo.

—Venga, Renald —le dijo el tipo a uno de sus compañeros, otro granjero, éste de buena cepa fronteriza a juzgar por su aspecto—. Vayamos a la línea, a ver si podemos apurar un poco a los otros.

Los dos se fueron mientras Mat terminaba la estaca y se limpiaba la frente. Alargaba la mano hacia un nuevo palo —más valía que hiciera otra demostración a esos pastores—, cuando una figura vestida con cadin’sor se acercó corriendo a lo largo del muro casi acabado de la empalizada.

Urien tenía el cabello de un color rojo intenso y lo llevaba corto excepto por el mechón largo en la nuca. Alzó una mano hacia Mat mientras pasaba.

—Empiezan a moverse, Matrim Cauthon —le dijo, sin detenerse—. Creo que vienen en esta dirección.

—Gracias —contestó Mat—. Te debo una.

El Aiel se volvió sin detenerse y continuó corriendo de espaldas un momento para mirar a Mat.

—¡Tú gana esta batalla! He apostado un odre de oosquai a que vencemos nosotros.

Mat resopló con sorna. Si había algo más inquietante que un Aiel ingrávido, era uno sonriente. ¿Había apostado, por el resultado de la batalla? ¿Qué clase de apuesta era ésa? Si perdían, nadie viviría lo suficiente para recibir...

Mat frunció el entrecejo. Pues la verdad era que se trataba de una apuesta estupenda.

—Urien, ¿a quién encontraste que aceptara esa apuesta? —preguntó a voces Mat.

Pero el Aiel ya estaba demasiado lejos y no lo oyó. Mat rezongó y le tendió su hacha a la persona que tenía al lado, una mujer teariana.

—Mantenlos en línea, Cynd.

—Sí, lord Cauthon.

—No soy un jodido lord —repuso Mat por la fuerza de la costumbre, al tiempo que recogía su ashandarei.

Echó a andar y enseguida se volvió a mirar la empalizada que estaban levantando; entonces atisbó a un puñado de Guardias de la Muerte que caminaban junto a las filas de trabajadores. Como lobos entre ovejas. Mat apretó el paso.

A sus ejércitos no les quedaba mucho tiempo para prepararse. Utilizar accesos los había situado por delante de los trollocs, pero no habían escapado. Luz, no había ningún sitio donde escapar. Sin embargo, Mat había tenido la opción de elegir el campo de batalla, y ese lugar, Merrilor, era el que más les convenía a ellos.

«Es como elegir los dos metros de tierra donde cavarán tu tumba —pensó—. Para empezar, preferiría no tener que elegir, por supuesto.»

La empalizada se levantaba delante del bosque, al este de Campo de Merrilor. No quedaba tiempo para acordonar o rodear toda el área con una empalizada, y hacer tal cosa tampoco tenía mucho sentido, de todas formas. Con esos encauzadores sharaníes, la Sombra podía abrirse paso a través de paredes como una espada a través de seda. Pero algunas empalizadas, con pasarelas por la parte superior, darían a sus arqueros altura para disparar a los trollocs.

Mat tenía allí dos ríos a los que sacar provecho. El río Mora fluía en dirección sudoeste, entre los Altos y Alcor Dashar. La margen meridional estaba en Shienar, en tanto que la septentrional pertenecía a Arafel. Después desembocaba en el río Erinin, que corría directamente hacia el oeste, en la linde meridional de Campo de Merrilor.

Esos ríos darían más protección que cualquier muralla, sobre todo ahora, que tenía efectivos suficientes para defenderlos como era debido. En fin, si es que podían llamarse «efectivos». La mitad de sus soldados eran tan novatos como la nieve de primavera, y la otra mitad había batallado casi hasta la muerte una semana antes. Los fronterizos habían perdido dos combatientes de cada tres... Luz, dos de cada tres. Un ejército con menos raigambre guerrera se habría disuelto.

Contando a todos los que tenía a sus órdenes, el adversario los superaría en cuatro a uno cuando esos trollocs llegaran. Al menos era lo que indicaban los informes de los Puños del Cielo. El panorama se presentaba peliagudo.

Mat se caló más el sombrero y luego se rascó al lado del nuevo parche del ojo que Tuon le había dado. Cuero rojo. Le gustaba.

—A ver, vosotros —dijo al pasar junto a algunos de los nuevos reclutas de la Guardia de la Torre, que practicaban con varas de combate; las puntas de lanza aún se estaban forjando para ponerlas en los extremos. Por las apariencias, sería más probable que esos hombres se hirieran a sí mismos antes que al enemigo.

Mat le tendió la ashandarei a un recluta y luego cogió la vara que sujetaba otro mientras el primero se apresuraba a hacer un saludo. La mayoría de esos reclutas no eran lo bastante mayores para tener que afeitarse más de una vez al mes. Si el joven al que le había quitado la vara tenía un día más de los quince años, Mat se comería las botas. ¡Y sin cocerlas antes siquiera!

—¡No podéis encogeros cada vez que la vara golpee algo! —empezó—. Cerrad los ojos en plena batalla y estáis muertos. ¿Es que ninguno de vosotros ha prestado atención la última vez?

Mat enarboló la vara de combate y les enseñó cómo asirla y por dónde; luego les hizo repetir el ejercicio de parada para contrarrestar un ataque que su padre le había enseñado cuando todavía era lo bastante joven para creer que luchar podría resultar divertido. Atacó a cada uno de los nuevos reclutas por turno, obligándolos a parar el golpe, y con el ejercicio empezó a sudar.

—Así me abrase si no acabáis pillándolo —les iba gritando a todos—. No tendría que preocuparme tanto, ya que sois una pandilla con menos cerebro que un tocón. Pero, si os matan, vuestras madres esperarán que se lo comunique. No es que me importe hacerlo, ojo. ¡Pero a lo mejor me sentía un poco culpable entre una partida de dados y otra, y detesto sentirme así, de modo que prestad atención!

—Lord Cauthon —dijo el muchacho al que le había cogido prestada la vara.

—No soy... —Se interrumpió—. Vale, sí, ¿qué quieres?

—¿Por qué no aprendemos a luchar con espada?

—¡Luz! —exclamó Mat—. ¿Cómo te llamas?

—Sigmont, señor.

—Bueno, Sigmont, ¿cuánto tiempo crees que tenemos para aprender algo? A lo mejor podrías salir a pasear e ir a hablar con los Señores del Espanto y los Engendros de la Sombra para pedirles que me den unos cuantos meses a fin de que pueda entrenaros como es debido.

Sigmont se puso colorado y Mat le tendió su vara.

«Chicos de ciudad.» Suspiró.

—Vamos a ver, lo único que quiero de todos vosotros es que seáis capaces de defenderos. No tengo tiempo para hacer de vosotros grandes guerreros, pero sí puedo enseñaros a trabajar en equipo, a mantener la formación y no asustaros y huir cuando lleguen los trollocs. Eso os llevará más lejos que cualquier tipo de esgrima extravagante, creedme.

Los jóvenes asintieron con la cabeza de mala gana.

—Volved a las prácticas —dijo Mat.

Se limpió la frente y miró hacia atrás. ¡Maldición! Los Guardias de la Muerte se encaminaban hacia allí. Recogió su ashandarei y se alejó deprisa; luego dobló con rapidez por detrás de una tienda, pero se topó con un grupo de Aes Sedai que se acercaban por el sendero.

—¡Mat! —dijo Egwene desde el centro del grupo—. ¿Te encuentras bien?

—Me persiguen —contestó al tiempo que se asomaba por el costado de la tienda para echar un vistazo.

—¿Quiénes te persiguen? —quiso saber Egwene.

—Guardias de la Muerte. Se supone que tendría que estar de vuelta en la tienda de Tuon.

Egwene hizo un gesto con la mano y las mujeres del grupo se apartaron, excepto las dos personas que se habían convertido en su sombra —Gawyn y Leilwin—, que se quedaron con ella.

—Mat —empezó Egwene en tono sufrido—, me alegra que por fin hayas decidido entrar en razón y dejes el campamento seanchan, pero ¿no podrías haber esperado hasta después de que la batalla hubiera acabado para desertar?

—Lo siento —repuso él, que escuchaba a medias lo que Egwene decía—. ¿Podríamos hablar mientras vamos hacia el sector Aes Sedai del campamento? No me seguirán allí.

Tal vez no. Aunque, si todos los Guardias de la Muerte eran como Karede, era posible que lo hicieran. Karede se tiraría de cabeza tras un hombre que se hubiera caído por un precipicio con tal de capturarlo.

Egwene echó a andar de vuelta a su campamento con aire de estar disgustada con él. ¿Cómo era posible que las Aes Sedai pudieran mostrarse tan impasibles y, sin embargo, conseguir que un hombre se diera cuenta de que reprobaban su conducta? Pensándolo bien, probablemente una Aes Sedai también seguiría a un hombre precipicio abajo con tal de explicarle, en detalle, todas las cosas que hacía mal en el modo que había elegido para matarse.

A Mat le gustaría que tantos pensamientos que tenía últimamente no estuvieran relacionados con la sensación de ser él quien saltaba por un precipicio.

—Tendremos que encontrar la forma de explicar a Fortuona por qué has huido —dijo Egwene mientras se aproximaban al sector de las Aes Sedai, sector que Mat había dispuesto que estuviera tan lejos del seanchan como fuera razonable—. El matrimonio va a representar un problema. Sugiero que te...

—Un momento, Egwene. ¿De qué hablas? —la interrumpió Mat.

—Estás huyendo de los guardias seanchan. ¿Es que no has escuchado...? No, por supuesto que no. Es grato saber que, mientras el mundo se hace pedazos, algunas cosas no cambian nunca: el cuendillar y Mat Cauthon.

—Huyo de ellos porque Tuon quiere que actúe como juez —explicó Mat, que miró hacia atrás—. ¡Cada vez que un soldado busca clemencia de la emperatriz, soy yo el que se supone que tengo que atender su puñetero caso!

—¿Tú, dictando sentencias?

—Sí, lo sé. Demasiado trabajo, si quieres saber mi opinión. Me he pasado todo el día esquivando guardias en un intento de disponer de un poco de tiempo para mí mismo.

—Tampoco es para tanto, Mat. No vas a morirte por dedicar un rato a un trabajo honrado.

—Vaya, sabes que eso no es verdad. El oficio de soldado es un trabajo honrado y acaba matando hombres todo el tiempo.

Gawyn Trakand daba la impresión de estar practicando para ser Aes Sedai algún día, porque no dejaba de fulminarlo con miradas que habrían hecho a Moraine sentirse orgullosa. Bueno, allá él. Gawyn era un príncipe. Había crecido aprendiendo a hacer cosas como dictar sentencias. Probablemente mandaba a la horca a unos cuantos hombres cada día durante el descanso para comer, sólo para no perder la práctica.

Pero él... Él no iba a ordenar que se ejecutara a unos hombres, y no había más que hablar. Pasaron junto a un grupo de Aiel que hacían prácticas. ¿Sería ése el grupo hacia el que Urien se había dirigido corriendo? Una vez que los dejaron atrás, mientras Mat procuraba que los otros caminaran más deprisa para que los seanchan no los alcanzaran, se acercó más a Egwene.

—¿Lo has encontrado ya? —preguntó en voz baja.

—No —respondió ella, con la mirada fija al frente.

Era innecesario mencionar a qué se refería.

—¿Cómo puedes haber perdido eso, después de todas las peripecias por las que pasamos para encontrarlo?

—¿Pasasteis, dices? Por lo que ha llegado a mis oídos, Rand, Loial y los fronterizos tuvieron más que ver con encontrarlo que tú.

—Yo estaba allí —dijo Mat—. Cabalgué a través de todo el jodido continente, ¿no es así? Maldita sea, primero Rand y luego tú. ¿Es que todo el mundo va a estar dándome la tabarra por lo de aquellos días? Y tú, Gawyn, ¿quieres que te dé turno?

—Sí, por favor —contestó Gawyn. Y lo dijo con un timbre ansioso.

—Cierra el pico —replicó Mat—. Parece que nadie recuerda bien cómo pasó, excepto yo. El que buscó el jodido Cuerno como un loco fui yo. Y permíteme que mencione que fue el hecho de que yo tocara esa cosa lo que te permitió escapar de Falme.

—¿Es así como lo recuerdas? —preguntó Egwene.

—Claro. Vaya, sé que tengo algunas lagunas sobre aquello, pero he reconstruido casi todo el cuadro.

—¿Y la daga?

—¿Esa baratija? No vale la pena perder tiempo hablando de ella.

Se sorprendió dirigiendo la mano hacia el costado, donde tiempo atrás la había llevado. Egwene lo miró con una ceja enarcada.

—Tenemos gente buscándolo —dijo luego ella—. No sabemos bien qué ha ocurrido. Había un residuo de Viaje, pero de eso ya ha pasado cierto tiempo y... Luz, Mat. Lo estamos intentando, lo prometo. No es lo único que la Sombra nos ha robado recientemente...

Él la miró, pero Egwene no añadió nada más. Condenadas Aes Sedai.

—¿Alguien ha visto a Perrin? —preguntó—. No quiero ser el que le diga que su esposa anda extraviada.

—Nadie lo ha visto. Imagino que está trabajando para ayudar a Rand.

—Bah. ¿Podrías abrirme un acceso a la cima de Alcor Dashar? —pidió Mat.

—Creía que querías ir a mi campamento.

—Pilla de camino —contestó él; bueno, más o menos de camino—. Y esos Guardias de la Muerte no se lo esperarán. Así me abrase, Egwene, pero creo que han imaginado hacia dónde nos dirigimos.

Tras hacer un breve alto, Egwene abrió un acceso a la zona de Viaje situada en la cima de Alcor Dashar. Lo cruzaron.

Alcor Dashar se elevaba sus buenos cien pies en el centro del campo de batalla. La formación rocosa era inaccesible en cuanto a llegar a la cima escalando, por lo que los accesos eran el único medio de subir. Desde allí arriba, Mat y sus comandantes podrían observar el desarrollo de toda la batalla.

—Jamás he conocido a otra persona que pusiera tanto empeño en evitar el trabajo, Matrim Cauthon —le dijo Egwene.

—Eso es porque no has pasado suficiente tiempo rodeada de soldados.

Mat hizo un gesto con la mano a los hombres que lo saludaron a su paso mientras salían de la zona de Viaje.

Miró al norte, hacia el río Mora y el territorio de Arafel. Luego, al nordeste, hacia las ruinas de lo que antaño había sido una especie de fortificación o torre de vigía. Al este, hacia la creciente empalizada y el bosque. Siguió dándose la vuelta, hacia el sur, para mirar el río Erinin allá, en la distancia, y el extraño y reducido grupo de grandes árboles por el que Loial sentía tanto respeto. Decían que Rand los había hecho crecer durante la reunión en la que se había firmado el tratado. Mat miró al sudoeste, hacia el único vado cercano que tenía el Mora; las gentes que antes cultivaban esas tierras lo llamaban Vado de Hawal. Más allá del vado, en la orilla arafelina, había una gran extensión de ciénagas.

Al oeste, al otro lado del Mora, se encontraban los Altos de Polov, una loma de cima plana con una vertiente escarpada al este y otras en los tres lados restantes con declives más graduales. Entre la base de la ladera del sudoeste y las ciénagas quedaba una cañada de aproximadamente doscientos pasos de ancho, con señales de estar muy transitada por los viajeros que utilizaban el vado para cruzar entre Arafel y Shienar. Mat podía aprovechar esas características a su favor. Todas ellas. ¿Sería suficiente? Percibía algo que tiraba de él, como si lo arrastrara hacia el norte. Rand iba a necesitar su ayuda pronto.

Se volvió, dispuesto a escapar, al ver que alguien se acercaba a través de la cima del cerro, pero no eran los Guardias de la Muerte. Sólo era Jur Grady, con su rostro curtido.

—Traje a esos soldados para vos —dijo Grady al tiempo que señalaba.

Mat vio una pequeña fuerza que salía por un acceso en la zona de Viaje que había cerca de la empalizada. Cien hombres de la Compañía, encabezados por Delarn, que enarbolaban una jodida bandera roja. Los Brazos Rojos iban acompañados por unas quinientas personas que vestían ropas muy usadas.

—Y todo esto ¿a cuento de qué? —preguntó Grady—. Enviasteis a esos cien hombres a un pueblo del sur para reclutar gente, supongo.

Para eso y para algo más.

«Te salvé la vida, hombre —pensó Mat, que intentaba distinguir a Delarn entre el grupo—. Y entonces te ofreciste voluntario para esto. Maldito estúpido.» Delarn se comportaba como si ése fuera su sino.

—Llévalos río arriba —indicó Mat—. Los mapas muestran que sólo hay un sitio apropiado para represar la corriente del Mora. Un estrecho cañón situado a unas pocas leguas al nordeste de aquí.

—De acuerdo. Habrá encauzadores involucrados —opinó Grady.

—Tendrás que ocuparte de ellos —contestó Mat—. Sin embargo, principalmente quiero que dejes a esos seiscientos hombres y mujeres defender el río. Tú no te arriesgues demasiado. Deja que Delarn y su gente hagan el trabajo.

—Perdón, pero no es una fuerza que parezca muy grande —opinó Grady—. La mayoría no son soldados entrenados.

—Sé lo que hago —repuso Mat. «Eso espero.»

Grady asintió en silencio, a regañadientes, y se alejó.

Egwene observaba a Mat con curiosidad.

—En este combate no hay retirada —dijo Mat en voz queda—. No retrocedemos. No hay adónde ir. Resistimos aquí o lo perdemos todo.

—Siempre hay una salida —arguyó Egwene.

—No. Ya no.

Mat se apoyó la ashandarei en el hombro. Recorrió el entorno con la mirada mientras los recuerdos aparecían como si surgieran de la luz y del polvo que había ante él. Rion, en Colina Hune. Naath y los San d’ma Shadar. La Caída de Pipkin. Cientos y cientos de campos de batalla, centenares de victorias. Miles de muertos.

Mat veía pasar a través del campo los recuerdos como destellos producto de su imaginación.

—¿Has hablado con los intendentes? Andamos cortos de comida, Egwene. No podemos ganar una guerra demasiado prolongada, combatiendo y replegándonos. El enemigo nos machacará si hacemos eso. Igual que Eyal en las Marcas de Maighande. Ahora, aunque castigados, nos encontramos en nuestro mejor momento. Si retrocedemos, nos resignamos a morir de inanición mientras los trollocs nos destruyen.

—Sólo tenemos que resistir hasta que Rand salga victorioso de su lucha —dijo Egwene.

—Eso es verdad... en cierto modo —replicó Mat, que se volvió hacia los Altos de Polov.

En su mente, veía lo que podría acontecer, las posibilidades. Imaginaba jinetes en los Altos, como sombras. Serían derrotados si intentaban retener esas lomas, pero tal vez...

—Si Rand pierde, dará igual —prosiguió—. La jodida Rueda se romperá y todos nos convertiremos en nada, si tenemos suerte. En fin, no podemos hacer más al respecto. Pero ahí está el quid. Aunque Rand haga lo que se supone que ha de hacer, todavía podemos perder la guerra, y eso será lo que ocurra si no detenemos a los ejércitos de la Sombra.

Parpadeó, mientras lo veía: todo el campo de batalla extendido ante él. La lucha en el vado. Flechas desde la empalizada.

—No podemos contentarnos con vencerlos, Egwene —dijo—. No podemos limitarnos a resistir y a aguantar. Tenemos que destruirlos, hacerlos huir y después darles caza a todos, hasta el último trolloc. No podemos conformarnos con sobrevivir... Tenemos que vencer.

—¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó Egwene—. Mat, no hablas con sentido común. ¿No decías ayer mismo lo mucho que nos superarían en número?

Él miró hacia las ciénagas al imaginar sombras intentando avanzar de forma trabajosa a través de ellas. Sombras de polvo y remembranza.

—Tengo que cambiarlo todo —declaró. No se podía permitir hacer lo que ellos esperaban que hiciera. No podía hacer lo que los espías podrían haber informado ya sobre lo que planeaba—. Rayos y truenos... Una última tirada de dados. A todo cuanto tenemos, apilado en un montón...

Un grupo de hombres con armadura oscura salió por un acceso a la cima del montículo; jadeaban, como si hubieran tenido que dar caza a una damane para que los subiera allí. Los petos estaban lacados en un intenso color rojo, pero ese grupo no necesitaba un despliegue amedrentador para resultar intimidantes. Parecían lo bastante furiosos para cascar huevos con una mirada.

El Guardia de la Muerte que comandaba el grupo, un hombre llamado Gelen, señaló con el dedo a Mat y se dirigió hacia él.

—Se requiere vuestra presencia en...

Mat alzó una mano para que se callara.

—¡No me eludiréis otra vez! —exclamó Gelen—. Tengo órdenes de...

Mat asestó una mirada feroz al hombre, que se paró en seco, y se volvió de nuevo hacia el norte. Un viento frío, de algún modo familiar, sopló en torno a él agitando el largo chaquetón y rozando el sombrero. Entrecerró el ojo. Rand tiraba de él.

Los dados seguían repicando en su cabeza.

—Están aquí —dijo Mat.

—¿Qué has dicho? —preguntó Egwene.

—Que están aquí.

—Los exploradores han dicho...

—Se equivocan —la interrumpió Mat.

Alzó la vista al cielo y divisó un par de raken que regresaban a toda velocidad al campamento. Lo habían visto. Los trollocs debían de haber marchado sin pausa durante toda la noche.

«Los sharaníes habrán llegado a través de accesos y avanzarán primero, para dar a los trollocs un respiro», pensó Mat.

—Enviad corredores —ordenó, señalando a los Guardias de la Muerte—, que hombres y mujeres ocupen sus puestos. Y tú, Egwene, advierte a Elayne que voy a cambiar el plan de batalla.

—¿Qué? —exclamó Egwene.

—¡Están aquí! —repitió Mat, volviéndose hacia los Guardias de la Muerte—. ¡¿Por qué puñetas no os habéis marchado ya?! ¡Moveos, moveos!

En lo alto, los raken chillaron. Cabe decir en su beneficio que Gelen saludó y echó a correr con sus compañeros, haciendo tintinear aquella enorme armadura.

—Ha llegado el momento, Egwene —dijo Mat—. Respira hondo, toma un último trago de brandy o prende tu última pizca de tabaco. Echa un buen vistazo al terreno que tienes ante ti, porque pronto se habrá cubierto de sangre. Dentro de una hora estaremos en lo más intenso del combate. Que la Luz vele por todos nosotros.


Perrin vagaba a la deriva en la oscuridad. Estaba tan cansado...

«Verdugo sigue vivo —pensó una parte de su cerebro—. Graendal está corrompiendo a los grandes capitanes. El fin se aproxima. ¡No puedes dejarte ir ahora! Aguanta.»

¿Aguantar? ¿Asido a qué? Intentó abrir los ojos, pero se sentía demasiado exhausto. Tendría que... Tendría que haber salido del Sueño del Lobo antes. Notaba todo el cuerpo entumecido, excepto...

Excepto el costado. Moviendo los dedos, que le parecían ladrillos, tocó algo caliente: su martillo. Estaba candente. Ese calor pareció fluir dedos arriba, y Perrin respiró hondo.

Debía despertar. Flotaba al borde de la inconsciencia, como cuando uno está a punto de dormirse, aunque todavía sigue un poco despierto. En ese estado, sintió como si tuviera ante sí un camino bifurcado. Uno de ellos conducía a una oscuridad más profunda. Y el otro... No lo veía, pero sabía que eso significaba... Significaba despertarse.

El calor del martillo irradió por el brazo hacia arriba. La mente adquirió agudeza, se tornó más perceptiva. Despertarse.

Eso era lo que Verdugo había hecho. Había... despertado... de algún modo.

A Perrin se le estaba escapando la vida, se le escurría entre los dedos. No quedaba mucho tiempo. Medio envuelto en el abrazo de la muerte, apretó los dientes, hizo una profunda inhalación y se obligó a... Despertar.

El silencio del Sueño del Lobo se hizo añicos.

Cayó en tierra blanda y entró en un sitio donde sonaban gritos. Gritos sobre algo de un frente de batalla, sobre preparar las líneas...

Cerca, alguien gritó. Y luego gritó alguien más. Y otros.

—¿Perrin? —Conocía esa voz—. ¡Perrin, muchacho!

¿Maese Luhhan? Cómo le pesaban los párpados. No podía abrirlos. Unos brazos lo agarraron.

—Aguanta. Ya te tengo, muchacho. Te tengo. Aguanta.

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