19 Elegir un parche

Elayne encontró a Bashere paseando por la margen oriental del río.

Las riberas eran de los pocos sitios que todavía parecían seguir vivos. En la actualidad había tantas cosas inánimes... Árboles en los que no brotaban hojas, hierba que no crecía, animales que se amontonaban en las madrigueras y se negaban a moverse.

Los ríos seguían fluyendo. Lo cual daba una sensación de vida, aunque las plantas estuvieran pardas.

El Alguenya era uno de esos grandes ríos engañosos que a primera vista parecían tranquilos, plácidos, pero que te podían arrastrar bajo el agua hasta ahogarte. Recordaba que una vez, durante una partida de caza que habían realizado a lo largo del río, Bryne había aprovechado esa circunstancia para que Gawyn aprendiera algo al respecto. También se había dirigido a ella. Puede que a ella en primer lugar, aunque siempre había tenido cuidado de no excederse con la heredera del trono.

«Hay que tener cuidado con las corrientes —había dicho—. Las corrientes fluviales son una de las cosas más peligrosas que existen bajo la Luz, pero sólo porque los hombres las subestiman. La superficie parece tranquila porque nada opone resistencia a la corriente. Nada quiere oponérsele. Los peces se dejan llevar por ella y los hombres se mantienen lejos. Todos excepto los necios que quieren probarse a sí mismos.»

Elayne bajó por la pedregosa orilla hacia Bashere. Sus guardias se quedaron atrás; Birgitte no se encontraba con ella en ese momento. Se hallaba ocupada con las compañías de arqueros, unas millas río abajo, donde se dedicaban a machacar a los trollocs que construían balsas para cruzar el río. Los arqueros de Birgitte y los dragones de Talmanes estaban llevando a cabo un trabajo excepcional en cuanto a reducir el número de trollocs que había allí, pero aun así sólo era cuestión de tiempo que el vasto ejército de la Sombra cruzara en masa el Alguenya.

Elayne había sacado a su ejército de Andor hacía una semana, y Bashere y ella se sentían satisfechos con la evolución de las cosas. Hasta que descubrieron la trampa.

—Sorprendente, ¿verdad? —preguntó ella al llegar junto a Bashere, que paseaba por la margen del río.

El hombre la miró y asintió con la cabeza.

—Allá, en casa, nosotros no tenemos nada que se parezca a esto —le comentó el mariscal después.

—¿Y el Arinelle?

—No se vuelve tan caudaloso hasta después de salir de Saldaea —respondió el mariscal con aire ausente—. Esto casi parece un océano que hubiera entrado aquí, separando una orilla de la otra. Me hace sonreír la idea de lo que los Aiel debieron de pensar al verlo la primera vez que cruzaron la Columna.

Los dos guardaron silencio unos minutos.

—¿La situación es mala? —preguntó por fin Elayne.

—Lo es. Debería haberme dado cuenta, así me abrase. Tendría que haberlo visto venir.

—No podéis planearlo todo, Bashere.

—Con todo mi respeto —respondió él—, eso es exactamente lo que se supone que debería hacer.

La marcha hacia el este desde el Bosque de Braem se había llevado a cabo según lo planeado. Quemar los puentes a través del Erinin y el Alguenya había servido para eliminar un gran número de trollocs que habían intentado cruzarlos tras ellos. Elayne se encontraba ahora en la calzada que subía río arriba hasta la ciudad de Cairhien. Bashere había planeado organizar el enfrentamiento final con los trollocs en las colinas que se alzaban a lo largo de la calzada que se extendía veinte leguas al sur de Cairhien.

La Sombra había sido más astuta y les había ganado por la mano. Los exploradores habían localizado un segundo ejército de trollocs justo al norte de su posición actual, en marcha hacia el este, de camino a la propia ciudad de Cairhien. Elayne había dejado la urbe sin defensores para completar su ejército. Ahora sólo estaba llena a rebosar de refugiados, tan abarrotada como lo había estado Caemlyn.

—¿Cómo lo han hecho? —preguntó ella—. Esos trollocs no pueden haber llegado aquí desde el desfiladero de Tarwin.

—No, no ha habido tiempo suficiente para eso —convino Bashere.

—¿Otra puerta de los Atajos?

—Tal vez. Tal vez no —contestó Bashere.

—Entonces, ¿cómo? —inquirió Elayne—. ¿De dónde ha venido ese ejército?

Ese ejército trolloc se hallaba lo bastante cerca de Cairhien para llamar a las puertas de la ciudad. ¡Luz!

—Cometí el error de pensar como un humano —dijo Bashere—. Conté con la velocidad de marcha de los trollocs, pero no calculé hasta qué punto los azuzarían los Myrddraal ni hacia dónde. Un error estúpido. El ejército del bosque debió de dividirse en dos, y una mitad debió de tomar la ruta hacia el nordeste a través de los bosques, en dirección a Cairhien. Es lo único que se me ocurre.

—Nos hemos desplazado tan rápido como ha sido posible —argumentó Elayne—. ¿Cómo han podido adelantársenos?

Su ejército contaba con los accesos. No era posible trasladarlo todo, ya que no había suficientes encauzadoras para mantener los accesos abiertos durante largos periodos. Sin embargo, sí se trasladaban las carretas de suministros, los heridos y los seguidores de campamento. Todo ello les permitía avanzar a la velocidad de soldados entrenados para la marcha.

—Nos hemos movido todo lo rápido que podíamos de un modo seguro —apuntó Bashere—. Un comandante humano nunca habría empujado a sus fuerzas a avanzar a un paso de marcha tan veloz. El terreno por el que han pasado tiene que haber sido terrible, con todos esos ríos, los bosques, las ciénagas... ¡Luz! Tienen que haber pedido millares de trollocs por el agotamiento durante una marcha así. Los Fados corrieron el riesgo y ahora nos tienen pillados en una maniobra de tenaza. La ciudad también acabará destruida.

—No permitiré que eso ocurra —dijo por fin Elayne, tras unos instantes de silencio—. Otra vez no. No si puedo evitarlo.

—¿Tenemos otra opción?

—Sí —contestó Elayne—. Bashere, sois una de las mentes militares más privilegiadas que ha conocido el mundo. Tenéis unos recursos como ningún hombre ha tenido jamás: los dragones, las Allegadas, los Ogier deseosos de combatir... Podéis conseguir que todo eso funcione. Sé que podéis.

—Demostráis tener una fe en mí sorprendente considerando que me conocéis hace muy poco tiempo.

—Rand confía en vos —repuso Elayne—. Incluso en sus peores días, Bashere, cuando miraba con expresión sombría a casi todos los que lo rodeaban, se fiaba de vos.

—Existe un modo de hacerlo. —Bashere parecía preocupado.

—¿Cómo?

—Marchamos y atacamos a los trollocs que están cerca de Cairhien lo más rápido que podamos. Deben de estar cansados; tienen que estarlo. Si conseguimos derrotarlos con rapidez, antes de que la horda del sur nos alcance, podríamos tener una oportunidad. Será difícil. La fuerza del norte probablemente tiene intención de asaltar y ocupar la ciudad para después utilizarla contra nosotros mientras los trollocs del sur llegan.

—¿Podríamos abrir accesos dentro de la ciudad y defenderla?

—Lo dudo, con encauzadoras que están tan cansadas como las nuestras —contestó Bashere—. Aparte de eso, necesitamos destruir a los trollocs del norte, no sólo resistir contra ellos. Si les damos tiempo para descansar, se recuperarán del agotamiento de la marcha, se reunirán con los trollocs del sur y entonces recurrirán a los Señores del Espanto para destruir Cairhien como quien revienta con un golpe una manzana pasada. No, Elayne. Tenemos que atacar y aplastar a ese ejército del norte mientras está debilitado; sólo entonces tendremos posibilidades de resistir contra el del sur. Si fracasamos, nos aplastarán entre los dos.

—Es el riesgo que hemos de correr —manifestó Elayne—. Ocupaos de los planes, Bashere. Haremos que funcionen.


Egwene entró en el Tel’aran’rhiod.

El Mundo de los Sueños había sido siempre peligroso, impredecible. Últimamente, lo era más aún. La grandiosa ciudad de Tear se reflejaba de un modo extraño en el sueño, con los edificios deteriorados como si hubiesen sufrido la erosión de cien años de tormentas. La muralla de la ciudad tenía ahora poco más diez pies de altura, con la parte de arriba redondeada y pulida por el viento. Los edificios del interior se habían deshecho dejando los cimientos y fragmentos de piedra erosionada, como muñones.

Estremecida por el panorama, Egwene se volvió hacia la Ciudadela. La Roca, al menos, seguía siendo como antes. Alta, fuerte, inalterada por la acción demoledora de los vientos. Eso la confortó.

Se trasladó al corazón de la Ciudadela. Las Sabias la esperaban. Eso también era reconfortante. Incluso en un tiempo de cambios y tempestades, ellas eran tan resistentes con la propia Roca. Amys, Bair y Melaine hablaban, y oyó parte de su conversación antes de que advirtieran su llegada.

—Lo vi igual que lo vio ella —decía Bair—. Aunque fue a través de los ojos de mis propios descendientes. Creo que todas lo veremos ahora si regresamos por tercera vez. Debería ser un requisito hacerlo.

—¿Tres visitas? —preguntó Melaine—. Eso sí que traería un cambio. Todavía no sabemos si la segunda visita mostraría eso o la visión previa.

Consciente de estar escuchando sin que supieran que se encontraba allí, Egwene se aclaró la garganta. Dejaron de hablar de inmediato y se volvieron hacia ella.

—No era mi intención entrometerme —dijo Egwene mientras caminaba entre las columnas y se reunía con ellas.

—No pasa nada —contestó Bair—. Deberíamos haber tenido cuidado con lo que hablábamos. Fuimos nosotras quienes te invitamos a que vinieras a reunirte aquí, después de todo.

—Me alegra verte, Egwene al’Vere —dijo Melaine con una sonrisa afectuosa. A la mujer se le notaba un estado de gestación tan avanzado que debía de estar a punto de dar a luz—. Según los informes, tu ejército ha ganado mucho ji.

—Vamos bien —contestó Egwene, que se sentó en el suelo con ellas—. Vosotras tendréis oportunidad de ganarlo también, Melaine.

—El Car’a’carn lo va retrasando —dijo Amys, ceñuda—. Las lanzas están cada vez más impacientes. Deberíamos atacar al Cegador de la Vista.

—Le gusta hacer preparativos y planes —comentó Egwene. Vaciló antes de proseguir—. No puedo quedarme mucho con vosotras. Tengo una reunión con él hoy, más tarde.

—¿Sobre qué? —inquirió Bair, que se echó hacia adelante, con curiosidad.

—Lo ignoro. Encontré una carta suya en el suelo de mi tienda. Dice que quiere verme, pero no como el Dragón y la Amyrlin, sino como viejos amigos.

—Dile que no debe perder el tiempo —instruyó Bair—. Pero ahora hay algo que tenemos que hablar contigo.

—¿De qué se trata? —quiso saber Egwene, interesada.

—¿Habías visto algo como esto? —preguntó Melaine, concentrada.

Unas fisuras surcaron la piedra del suelo en el que estaban sentadas. La Sabia imponía su voluntad en el Mundo de los Sueños para crear algo específico a fin de que Egwene lo viera.

Al principio, Egwene se sintió confusa. ¿Grietas en la roca? Pues claro que era algo que había visto antes. Y últimamente, con los terremotos sacudiendo la tierra con tanta frecuencia, probablemente era más habitual.

Había algo diferente en esas fisuras. Egwene se inclinó hacia adelante y advirtió que las grietas parecían abiertas a la nada. Una profunda negrura. Tanto, que no era natural.

—¿Qué es? —preguntó.

—Los nuestros han informado de haber visto estas grietas —dijo Amys en voz baja—. Los que luchan en Andor y los que están en las Tierras Malditas. Aparecen como fracturas en el propio Entramado. Se mantienen así de oscuras durante unos instantes, luego se desvanecen y dejan grietas corrientes.

—Es una mala señal, muy peligrosa —declaró Bair—. Hemos enviado a los nuestros a preguntar en las Tierras Fronterizas, donde lucha Lan Mandragoran. Por lo visto, la aparición de esas fisuras es algo casi habitual allí.

—Aparecen con más frecuencia cuando combaten los Señores del Espanto —añadió Amys—. Cuando utilizan el tejido conocido como fuego compacto.

Egwene contempló aquella negrura y la sacudió un escalofrío.

—El fuego compacto debilita el Entramado —dijo—. Durante la Guerra del Poder llegó un momento en el que incluso a los Renegados les dio miedo usarlo porque existía el peligro de deshacer el propio mundo.

—Debemos informar de lo que ocurre a todos nuestros aliados —opinó Amys—. Nadie debe utilizar ese tejido.

—Las Aes Sedai ya lo tienen prohibido —informó Egwene—. Pero les haré saber que nadie se plantee siquiera romper esa regla.

—Una sabia medida —dijo Melaine—. Para ser unas personas con tantas reglas que seguir, he descubierto que las Aes Sedai son muy competentes a la hora de saltarse las directrices si la situación se lo permite.

—Confiamos en nuestras mujeres. Los Juramentos las conducen; si no, su propia sabiduría debe guiarlas. Si Moraine no hubiera estado dispuesta a saltarse esta regla, Perrin estaría muerto. Al igual que lo estaría Mat si Rand no hubiese hecho caso omiso de ella. Sin embargo, hablaré con las mujeres.

El fuego compacto la incomodaba. No por el hecho de que existiera o por lo que hacía. Su peligrosidad era única. Y, no obstante, ¿qué era lo que Perrin le había dicho en el sueño?

Sólo es un tejido...

No parecía justo que la Sombra tuviera acceso a un arma como ésa, una que deshacía el Entramado cuando se utilizaba. ¿Cómo iban a enfrentarse a una cosa así, como podían hacerle frente?

—No es la única razón por la que te hemos hecho venir, Egwene al’Vere —dijo Melaine—. ¿Has visto los cambios en el Mundo de los Sueños?

—La tormenta es peor aquí —contestó ella al tiempo que asentía con la cabeza.

—En el futuro, no vamos a visitar este lugar a menudo —advirtió Amys—. Hemos tomado esa decisión. Y, a despecho de nuestras protestas sobre él, el Car’a’carn está preparando sus ejércitos para ponerse en movimiento. No tardaremos en marchar con él al dominio de la propia Sombra.

—Así que ya ha llegado. —Egwene asintió despacio con la cabeza.

—Estoy orgullosa de ti, pequeña —dijo Amys.

A Egwene le pareció que Amys, la Amys dura como las piedras, tenía los ojos llorosos. Las Sabias se pusieron de pie y Egwene las abrazó por turno.

—Que la Luz os cobije, Amys, Melaine, Bair —les dijo—. Transmitid mi cariño a las demás.

—Lo haremos, Egwene al’Vere. Que encuentres agua y sombra, ahora y siempre —respondió Bair.

Una tras otra desaparecieron de Tear. Egwene hizo una profunda inhalación y miró hacia arriba. El edificio crujía como un barco en medio de la tempestad. La propia roca parecía moverse a su alrededor.

Había amado ese sitio; no la Ciudadela, sino el Tel’aran’rhiod. Le había enseñado muchas cosas. Pero, mientras se preparaba para partir, sabía que era tan peligroso como un río durante una inundación. Por querido y conocido que le pareciera, ella no podía arriesgarse a entrar allí. No mientras la Torre Blanca la necesitara.

—Y adiós a ti también, viejo amigo —le dijo al aire—. Hasta que sueñe otra vez.

Se indujo a despertar.

Gawyn esperaba junto a la cama, como siempre. Otra vez se encontraban en la Torre, Egwene completamente vestida, en el cuarto anexo a su estudio. Aún no había caído la noche, pero la petición de las Sabias para que se reuniera con ellas no era algo que había querido pasar por alto.

—Ya está aquí —informó Gawyn en voz baja al tiempo que miraba hacia la puerta del estudio.

—Pues, entonces, reunámonos con él.

Egwene se levantó de la cama y se arregló la falda. Luego hizo un gesto con la cabeza a Gawyn y salieron del cuarto para reunirse con el Dragón Renacido.

Rand sonrió al verla. Esperaba dentro con dos Doncellas a las que Egwene no conocía.

—¿De qué se trata? —le preguntó Egwene con aire cansado—. ¿Quieres convencerme de que rompa los sellos?

—Te has vuelto muy cínica —observó Rand.

—Las dos últimas veces que nos hemos reunido trataste de enfurecerme de forma intencionada. ¿Es raro que espere que ocurra lo mismo?

—No quiero que te pongas furiosa. Toma. —Sacó algo del bolsillo. Era una cinta del pelo. La sostuvo en alto, ofreciéndosela—. Siempre parecías deseosa de poder trenzarte el cabello.

—¿Con eso quieres decir que soy una chiquilla? —exclamó ella, exasperada.

Gawyn le puso la mano en el hombro en un gesto reconfortante.

—¿Qué? ¡No! —Rand suspiró—. Luz, Egwene. Deseo reconciliarme. Eres como una hermana para mí. No tuve hermanos. O, al menos, el que tengo no me conoce. Sólo te tengo a ti. Por favor. No quiero sacarte de quicio.

Durante un instante pareció el que había sido largo tiempo atrás. Un muchacho inocente, serio. La frustración que sentía Egwene se desvaneció.

—Rand, estoy muy ocupada. Todos lo estamos. No hay tiempo para cosas así. Tus ejércitos están impacientes.

—Su momento no tardará en llegar —dijo Rand con una voz que pareció endurecerse—. Antes de que esto haya acabado, se preguntarán por qué estaban tan ansiosos y recordarán con nostalgia estos días tranquilos de la espera. —Todavía sostenía la cinta en la mano, ahora apretada—. Es que no... No quería ir a mi batalla habiendo acabado nuestro último encuentro con una discusión, aunque fuera una importante.

—Oh, Rand.

Egwene se acercó y cogió la cinta. Lo abrazó. Luz, pero qué difícil había sido tratar con él últimamente... Aunque, a decir verdad, había pensado lo mismo de sus padres de vez en cuando.

—Tienes mi apoyo —añadió—. Eso no significa que vaya a hacer con los sellos lo que dijiste, pero tienes mi apoyo.

Egwene lo soltó. No dejaría que las lágrimas le humedecieran los ojos. Aunque aquello pareciera la despedida final para ellos.

—Un momento —dijo Gawyn—. ¿Un hermano? ¿Tienes un hermano?

—Soy hijo de Tigraine —contestó Rand encogiéndose de hombros—. Nací después de que viajara al Yermo y se convirtiera en Doncella.

Gawyn parecía estupefacto, aunque Egwene ya se lo había imaginado hacía siglos.

—¿Eres hermano de Galad? —preguntó Gawyn.

—Medio hermano —dijo Rand—. Aunque probablemente no sea algo que tenga mucha importancia para un Capa Blanca. Tenemos la misma madre. Su padre, como el tuyo, era Taringail, pero el mío era un Aiel.

—Creo que Galad te sorprendería —dijo Gawyn en voz queda—. Pero entonces, Elayne...

—No es que quiera explicarte la historia de tu propia familia, pero entre Elayne y yo no existe ningún vínculo de sangre. —Rand se volvió hacia Egwene—. ¿Puedo verlos? Los sellos, me refiero. Antes de ir a Shayol Ghul me gustaría mirarlos una última vez. Prometo que no les haré nada.

De mala gana, ella los sacó de una bolsa que llevaba colgada a la cintura, donde solía guardarlos. Gawyn, que todavía no había salido de su asombro, fue hacia la ventana y la abrió para que entrara luz en la estancia. La Torre Blanca, tan silenciosa, daba la sensación de quietud. Sus ejércitos habían partido con sus dueñas y señoras a la guerra.

Egwene desenvolvió el primer sello y se lo tendió a Rand. No le daría todos al mismo tiempo. Por si acaso. Confiaba en su palabra; después de todo era Rand, pero... Por si acaso.

Rand alzó el sello y lo miró fijamente, como si buscara la sabiduría en esa línea sinuosa.

—Yo los creé —susurró—. Los hice para que nunca se rompieran. Pero mientras los creaba sabía que al final se malograrían. Todo acaba fallando cuando él lo toca...

Egwene sacó otro de los sellos y lo sostuvo con cautela. Sólo faltaría que se rompiera por accidente. Los guardaba envueltos y la bolsa rellena con tela; le preocupaba que se le rompieran llevándolos encima, pero Moraine había afirmado que sería ella quien los rompería.

Aquello le parecía absurdo, pero lo que había leído, las cosas que Moraine había dicho... En fin, si llegaba el momento de romperlos, habría que tenerlos a mano. Así que los llevaba encima... Cargaba con la muerte potencial del mundo.

De repente, Rand se quedó blanco como el papel.

—Egwene —dijo—, esto no me engaña.

—¿El qué?

Él la miró.

—Es una falsificación. Por favor, no pasa nada. Dime la verdad. Hiciste una copia y me la has dado.

—No he hecho nada de eso —protestó ella.

—Oh... Oh, Luz. —Rand alzó de nuevo el sello—. Es falso.

—¿Qué? —Egwene le arrebató el sello de la mano y lo tocó. No notó nada extraño—. ¿Cómo estás tan seguro?

—Los hice yo —le recordó Rand—. Conozco mi obra, mi trabajo artesanal. Éste no es uno de los sellos. Es... Luz, alguien se ha apoderado de ellos.

—¡Los he tenido conmigo en todo momento desde que me los diste! —exclamó Egwene.

—Entonces es que ocurrió antes —susurró Rand—. No los examiné con cuidado después de reunirlos. De algún modo él sabía dónde los había guardado. —Tomando el otro que tenía Egwene, meneó la cabeza—. Tampoco es el original. —Cogió el tercero—. Ni éste tampoco. —Miró a Egwene.

»Él los tiene, Egwene. A saber cómo los sustrajo y los ha recuperado. El Oscuro tiene las llaves de su prisión.


Que la gente no lo mirara tanto era algo que Mat había deseado casi toda su vida. Le lanzaban miradas ceñudas por un problema que, aparentemente, había ocasionado —un problema que en realidad no era culpa suya— y miradas desaprobadoras cuando él iba por ahí con toda inocencia y con toda la intención de ser lo más agradable posible. Todos los chicos birlaban un pastel de vez en cuando. No había nada malo en ello, sino que era algo de esperar; o casi.

La vida cotidiana había sido más dura con Mat que con otros chicos. Sin ningún motivo, todo el mundo lo observaba con mucha más atención de lo normal. Perrin podría haberse pasado todo el día robando pasteles y la gente sólo le habría sonreído, quizás hasta le habría revuelto el cabello. A Mat lo perseguían con la escoba.

Cuando entraba en un sitio para jugar a los dados, atraía las miradas. La gente lo observaba como haría con un tramposo —aunque nunca lo había sido— o con la envidia reflejada en los ojos. Sí, siempre había imaginado que sería fantástico que nadie estuviera pendiente de él. Vamos, eso sería algo que celebrar a lo grande.

Ahora que se había cumplido ese deseo, resultaba que lo ponía enfermo.

—Puedes mirarme —protestó—. En serio. ¡No pasa nada, maldita sea!

—Perdería prestigio, tendría los ojos bajos —contestó la criada mientras amontonaba telas en la mesa baja que había pegada a la pared.

—¡Ya los tienes bajos! Están mirando el jodido suelo, ¿no es así? Quiero que los levantes.

La seanchan siguió con su tarea. Era de piel clara, con pecas en los pómulos; no estaba mal, aunque en la actualidad él prefería matices más oscuros. Con todo, no le habría importado que esa chica le hubiera sonreído. ¿Cómo ibas a hablar con una mujer si ni siquiera podías intentar que sonriera?

Entraron más criados, baja la vista, cargados con más rollos de tela. Mat se hallaba en los que, al parecer, eran «sus» aposentos en palacio. Tenía más habitaciones de las que jamás necesitaría. A lo mejor Talmanes y algunos chicos de la Compañía podrían instalarse con él para que el palacio no diera esa sensación de estar tan vacío.

Mat se acercó a la ventana. Abajo, en la plaza de Mol Hara, se estaba organizando un ejército. Iban a tardar más de lo que él deseaba. Galgan —al que Mat había conocido brevemente, y no confiaba en ese tipo por mucho que Tuon dijera que no pretendía que los asesinos contratados tuvieran éxito— reunía las tropas seanchan de las fronteras, pero con una lentitud excesiva. Y todo porque le preocupaba perder el llano de Almoth con la retirada.

Bueno, pues, más valía que atendiera a razones. Mat no tenía muchos motivos para que ese tipo le cayera bien, pero si se retrasaba con la preparación de la marcha...

—Enaltecido Señor... —dijo la criada.

Mat se dio la vuelta y enarcó una ceja. Con los últimos rollos de tela había entrado un grupo de jóvenes da’covale de ambos sexos; Mat se puso colorado. Casi no llevaban puesto nada encima, y lo que llevaban era transparente. Bueno, podía mirar a las chicas, ¿verdad? No llevarían esa ropa si lo que se pretendía era que un hombre no las mirara. ¿Qué pensaría de eso Tuon?

«Ella no es mi dueña —pensó con firmeza—. No voy a ser como cualquier marido.»

La criada de las pecas —era so’jhin y llevaba la mitad de la cabeza afeitada— hizo un gesto a una persona que había entrado detrás de los da’covale, una mujer de mediana edad que llevaba el cabello oscuro recogido en moño, sin afeitar ninguna parte de la cabeza. Era achaparrada, con el cuerpo en forma de campana y de aspecto maternal, más bien de abuela.

La recién llegada lo observó. ¡Por fin alguien que lo miraba! Claro que sería mejor si no lo hiciera con la expresión de quien examina caballos en el mercado.

—Negro por su nueva clase social —dijo la mujer al tiempo que daba una palmada—. Verde por su herencia. Un verde bosque oscuro, con moderación. Que alguien me traiga una variedad de parches para el ojo, y que alguien queme ese sombrero.

—¿Qué? —exclamó Mat. Los sirvientes se amontonaron a su alrededor y empezaron a desvestirlo—. Eh, un momento. ¿Qué pasa aquí?

—Vuestro nuevo vestuario, Enaltecido Señor —repuso la mujer—. Me llamo Nata, y seré vuestra modista personal.

—No vas a quemar mi sombrero —dijo Mat—. Inténtalo, y ya veremos qué tal se te da volar desde el cuarto piso. ¿Me has entendido?

La mujer vaciló antes de hablar.

—Sí, Enaltecido Señor. No queméis esas ropas —dio la contraorden a los criados—. Guardadlas por si hiciesen falta. —Lo dijo como si dudara que fuera a ocurrir tal cosa.

Mat abrió la boca para protestar más y entonces una de las jóvenes da’covale abrió una caja. Dentro brillaban joyas. Rubíes, esmeraldas, gotas de fuego... Mat se quedó sin respiración. ¡Allí había una fortuna!

Era tal su estupefacción que casi ni se percató de que los sirvientes lo estaban desnudando. Tiraron de la camisa, y Mat los dejó hacer. Y que no les permitiera que le quitaran el pañuelo del cuello no se debía a que fuera tímido. La rojez de las mejillas no tenía nada que ver con que le quitaran los pantalones. Sólo era por la sorpresa con las joyas.

Entonces uno de los jóvenes da’covale hizo intención que quitarle la ropa interior.

—Estarías muy raro sin dedos —gruñó Mat.

El da’covale alzó la vista y lo miró con los ojos desorbitados, pálido el semblante. De inmediato bajó la vista otra vez, hizo una reverencia y se retiró hacia atrás. Mat no era tímido, pero lo de la ropa interior era pasarse de la raya.

Nata chasqueó la lengua. Sus criados empezaron a echar por encima a Mat finas telas negras y verde oscuro, tanto que casi parecía negro también.

—Os prepararemos ropajes para demostraciones militares, asistencias a la corte, actos privados, y comparecencias cívicas. Los...

—No —la interrumpió Mat—. Sólo ropas militares.

—Pero...

—Estamos ya en la puñetera Última Batalla, mujer. Si sobrevivimos a esto, podrás hacerme una jodida gorra para días festivos. Hasta entonces, estamos en guerra y no necesito nada más.

Ella asintió con la cabeza.

De mala gana, Mat se puso con los brazos en cruz y dejó que lo envolvieran con tela y le tomaran medidas. Si tenía que aguantar que lo llamaran «Enaltecido Señor» y «Alteza», entonces al menos se aseguraría de ir vestido de un modo razonable.

A decir verdad, ya empezaba a cansarse de las mismas ropas de siempre. No parecía que sastres y costureras seanchan utilizaran mucha puntilla, lo cual era una lástima, pero Mat no quería corregir a la mujer en lo tocante a su trabajo. No protestaría por tan poca cosa. A nadie le caían bien los protestones, y a él al que menos.

Mientras se encargaban de las medidas, un sirviente se acercó con una caja pequeña forrada con terciopelo, en la que se exhibían varios parches para el ojo. Mat vaciló antes de elegir; algunos iban adornados con gemas, otros con dibujos pintados.

—Ése —dijo.

Señaló el parche menos recargado. Era negro, con sólo dos pequeños rubíes de talla fina y alargada, colocados en uno y otro extremo del parche, a derecha e izquierda. Se lo pusieron mientras los otros sirvientes acababan de tomarle las medidas.

Hecho lo cual, la modista y sus criados lo vistieron con un atuendo que la mujer había llevado consigo. Al parecer, no iban a permitirle ponerse otra vez sus ropas usadas mientras esperaba a que estuviera confeccionada la nueva indumentaria.

La primera prenda de su nueva vestimenta era bastante simple: una túnica de seda de calidad. Mat habría preferido pantalón, pero la túnica era cómoda. No obstante, la cubrieron con una vestidura amplia y de tejido más rígido. También era de seda, en verde oscuro, completamente bordada con dibujos de volutas. Las mangas eran pesadas y voluminosas, así como lo bastante grandes para que cupiera dentro un caballo.

—¡Creía haber dicho que se me diera ropa de guerrero! —gritó.

—Éste es un uniforme militar de gala para un miembro de la familia imperial, Alteza —informó Nata—. Muchos os verán como un forastero y, aunque nadie cuestione vuestra lealtad, a nuestros soldados les vendría bien veros como Príncipe de los Cuervos primero y como un extraño después. ¿No os parece?

Los sirvientes continuaron vistiéndolo; le abrocharon un fajín ornamentado y le pusieron brazales con el mismo diseño, por debajo de las enormes mangas. Eso estaba bien, suponía Mat, ya que el fajín le ceñía el ropaje a la cintura, de forma que no daba la misma sensación de ser voluminoso.

Por desgracia, la siguiente prenda del atuendo era la más ridícula de todas. Una pieza de paño tieso y pálido que se apoyaba en los hombros y bajaba por el pecho y por la espalda como un tabardo, con los costados abiertos, pero que se acampanaba hacia afuera por ambos lados un pie como poco, de manera que lo hacían parecer inhumanamente ancho. Eran como hombreras de armadura pesada, sólo que hechas de tela.

—A ver —dijo Mat—. Esto no será una especie de broma que le gastáis a un hombre sólo porque es un recién llegado, ¿verdad?

—¿Broma, Enaltecido Señor? —preguntó Nata.

—No es posible que vosotros...

Mat dejó la frase en el aire cuando alguien pasó por delante de su puerta. Otro comandante. El hombre llevaba una vestimenta muy parecida a la suya, sólo que menos adornada y con hombreras menos anchas. No era una armadura de la familia imperial, sino una armadura de gala para alguien de la Sangre. Aun así, era casi tan desmesurada como la suya.

El hombre se detuvo y le hizo una reverencia a Mat, tras lo cual siguió andando.

—Así me abrase —masculló Mat.

Nata dio una palmada y los sirvientes empezaron a cubrir de gemas a Mat. En su mayor parte eran rubíes, y eso hizo que Mat se sintiera incómodo. Tenía que ser una coincidencia, ¿verdad? No sabía qué pensar de ir cubierto de todas esas gemas. A lo mejor podría venderlas. De hecho, si pudiera apostarlas en una mesa de juego, probablemente acabaría siendo dueño de Ebou Dar...

«Tuon ya posee Ebou Dar —comprendió—. Y yo me he casado con ella.» Asimiló la idea de que era rico. Muy rico.

Se sentó para que le esmaltaran las uñas mientras reflexionaba sobre lo que significaba todo aquello. Oh, hacía tiempo que no tenía que preocuparse por el dinero, ya que siempre podía jugar para conseguir más. Esto era diferente. Si ya poseía todo, ¿qué sentido tenía jugar? La conclusión no sonaba nada divertida. Se suponía que la gente no debía darle así las cosas a uno. Se suponía que eras tú el que debía encontrar el modo de conseguirlas por ti mismo, con ingenio, suerte o destreza.

—Así me abrase —repitió; bajó los brazos a los costados cuando acabó el proceso de esmaltarle las uñas—. Soy un jodido noble.

Suspiró y, cogiendo su sombrero de las manos de un sobresaltado sirviente que pasaba por allí con sus ropas viejas, se lo encasquetó en la cabeza.

—Enaltecido Señor —dijo Nata—, por favor perdonad mi atrevimiento, pero es mi deber aconsejaros en cuanto a moda, si sois tan amable. Ese sombrero parece... muy fuera de lugar con el uniforme.

—¿Y a quién le importa? —replicó Mat, que salió de la habitación. ¡Casi tuvo que cruzar la puerta de costado!—. Si voy a ir haciendo el ridículo, también puedo hacerlo a mi estilo. Que alguien me indique dónde se reúnen los jodidos generales. He de calcular el número de efectivos que tenemos.

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