12 Fragmento de un instante

Birgitte corría a través del bosque acompañada por un grupo de treinta Aiel, todos equipados con arco. Hacían ruido —era algo que no podían evitar—, pero los Aiel hacían menos de lo que deberían. Saltaban encima de árboles caídos y corrían con agilidad a lo largo del tronco o encontraban piedras en las que pisar. Esquivaban ramas que colgaban, se agachaban, se movían.

—Aquí —dijo en voz baja al doblar en la hendidura de una colina.

Por suerte, la cueva seguía allí aunque oculta por enredaderas. Un pequeño regato corría junto a ella. Los Aiel se metieron en el agua, que borró todo rastro de su paso.

Dos de ellos siguieron por la trocha de animales de caza; se alejaron haciendo mucho más ruido al rozar con todas las ramas con las que se encontraban. Birgitte se reunió con los que se habían escondido en la caverna. Estaba oscuro dentro y olía a moho y a tierra.

¿Se había escondido ella en esa cueva siglos atrás, cuando vivía en ese bosque siendo salteadora de caminos? Lo ignoraba. Rara vez recordaba cualquiera de sus vidas pasadas, a veces sólo vislumbres fugaces de los años intermedios de su vida en el Mundo de los Sueños, antes de verse anormalmente arrastrada de vuelta al mundo real por Moghedien.

Contemplaba aquello con una sensación de náusea. Estaba bien renacer con la mente en blanco. Pero ¿que sus recuerdos —su propio yo— le fueran arrebatados? Si perdía la memoria del tiempo pasado en el Mundo de los Sueños, ¿olvidaría por completo a Gaidal? ¿Se olvidaría de sí misma?

Apretó los dientes. «Es la Última Batalla, necia —pensó—. ¿Qué importa eso?»

Pero le importaba. Una pregunta había empezado a obsesionarla. ¿Y si al haberla sacado a la fuerza del Mundo de los Sueños había quedado disociada del Cuerno? Ignoraba si tal cosa era posible. No recordaba lo suficiente para saberlo.

Pero, si había ocurrido eso, entonces había perdido a Gaidal para siempre.

Fuera crujieron hojas y chascaron ramitas. El estrépito era tal que Birgitte habría jurado que un millar de soldados marchaban por el bosque; pero sabía que el pelotón de trollocs constaba sólo de cincuenta bestias. Aun así, cincuenta superaban con creces a su grupo. No se preocupó. Aunque a Elayne le decía que no sabía mucho sobre tácticas de guerra, ese escondite en un bosque con un equipo de compañeros bien entrenados... Era algo que ya había hecho antes. Docenas de veces. Puede que centenares, aunque los recuerdos eran tan borrosos que no podía afirmarlo con certeza.

Cuando los trollocs casi habían pasado del todo, los Aiel y ella salieron del escondite. Los seres habían empezado a bajar por la trocha marcada a propósito por los otros Aiel un rato antes; Birgitte los atacó por detrás y derribó a varios con flechas antes de que el resto hubiera reaccionado.

Los trollocs no eran fáciles de matar. A menudo había que acertarles con dos o tres flechas para frenarlos. En fin, eso ocurría sólo cuando no se acertaba a dar en un ojo o en la garganta. Ella nunca fallaba. Monstruo tras monstruo cayeron por disparos de su arco. Los trollocs habían empezado a bajar la cuesta que había un poco más adelante de la cueva, lo cual significaba que cada uno que los Aiel o ella mataran era otro cuerpo que los demás tenían que saltar para llegar hasta ellos.

De cincuenta pasaron a ser treinta en cuestión de segundos. Al tiempo que esos treinta corrían hacia arriba, la mitad de los Aiel sacaron las lanzas y se enzarzaron con ellos mientras Birgitte y los otros daban unos cuantos pasos cuesta abajo y flanqueaban a los trollocs.

Los veinte se redujeron a diez, que intentaron huir. A pesar del entorno boscoso, era fácil localizarlos, aunque hacerlo así significara darles en las piernas o en la parte posterior del cuello, malhiriéndolos para después rematarlos con lanzas.

Diez de los Aiel se ocuparon de ellos clavando una lanza en cada uno para asegurarse de que estaban muertos. Otros recogieron flechas. Birgitte hizo un gesto a Nichil y a Ludin, dos de los Aiel, y ambos se le unieron para explorar los alrededores.

Se movía por la zona con seguridad. Esa fronda le resultaba familiar, y no sólo por vidas pasadas que ya no recordaba. Durante los siglos vividos en el Mundo de los Sueños, Gaidal y ella habían pasado años y años en ese bosque. Recordó las caricias de Gaidal en su cuello. Su cuello.

«No puedo perder esto —pensó al tiempo que contenía el pánico—. Luz, no puedo, Por favor...» No sabía lo que le estaba pasando. Recordaba algunas cosas, una simple discusión por... ¿Por qué? Lo había perdido. A la gente no se la podía desvincular del Cuerno, ¿verdad? Puede que Hawkwing lo supiera. Tendría que preguntárselo. A no ser que ya se lo hubiera preguntado...

«¡Así me abrase!»

Un movimiento en el bosque la hizo pararse en seco. Se agazapó junto a una roca, con el arco por delante de ella. La maleza crujió muy cerca. Nichil y Ludin habían desaparecido con el primer ruido. Luz, qué buenos eran. Aunque escondidos cerca, tardó unos instantes en localizarlos.

Alzó un dedo, con el que se señaló a sí misma, y después señaló hacia adelante. Ella exploraría; ellos serían su cobertura.

Birgitte se movió en silencio. Iba a enseñarles a esos Aiel que no eran los únicos que sabían cómo evitar ser detectados. Además, ese bosque era suyo. No permitiría que la dejara en evidencia una pandilla de habitantes del desierto.

Se movió con sigilo, evitando los quebradizos matorrales de espino. ¿No había más de esos matorrales últimamente? Parecían ser de las pocas plantas que no se habían secado del todo. El suelo tenía un olor a rancio que no debería haber en un bosque, aunque lo superaba el hedor a muerte y podredumbre. Pasó cerca de otro grupo de trollocs caídos. La sangre estaba seca. Llevaban varios días muertos.

Elayne había ordenado a sus tropas que llevaran de vuelta a sus muertos. Miles y miles de trollocs se desplazaban por ese bosque como escarabajos. Elayne quería que sólo encontraran los cadáveres de los suyos con la esperanza de que eso les infundiera miedo.

Birgitte se movió hacia el ruido. A la luz menguante del día, vio largas sombras. Trollocs que olisqueaban el aire.

Las criaturas siguieron abriéndose paso a través del bosque. No tenían más remedio que evitar las calzadas donde una emboscada con los dragones podría resultar mortífera. El plan de Elayne de formar equipos como el de Birgitte tenía el propósito de empujar a grupos de trollocs hacia el interior de la fronda para reducir su número.

Por desgracia, ese grupo era demasiado numeroso para que su equipo le saliera al paso. Birgitte se retiró e hizo una seña a los Aiel para que la siguieran, y regresaron en silencio hacia el campamento.


Esa noche, tras su fracaso con el ejército de Lan, Rand se refugió en sus sueños.

Buscó su valle de paz y apareció en medio de una arboleda de cerezos en flor cuyo perfume impregnaba el aire. Con esas hermosas flores de un intenso color rosa en el interior de la corola y blanco por el borde de los pétalos, casi parecía que los árboles estuvieran en llamas.

Rand vestía la ropa sencilla de Dos Ríos. Tras meses de ropajes regios de llamativos colores y tejidos finos, los amplios pantalones de paño y la camisa de lino le resultaban cómodos. Calzaba botas fuertes, como las que había gastado en la adolescencia. Le ajustaban como no lo haría ninguna bota nueva, por bien hecha que estuviera.

Ahora ya no dejaban que llevara botas viejas. Si tenían el más leve asomo de desgaste, uno u otro sirviente las hacía desaparecer.

Rand se encontraba en las colinas de su sueño e hizo aparecer un bastón normal, tras lo cual echó a andar pendiente arriba. Aquél no era un lugar real; ya no. Lo había creado de la memoria y el deseo, mezclando de algún modo reminiscencias de algo familiar con cierta posibilidad de explorar. El aire tenía un olor a frescura, a hojas caídas y a savia. Entre los matorrales se movían animales. El grito de un halcón se oyó a lo lejos.

Lews Therin había sabido cómo crear fragmentos de sueño como ése. A pesar de no ser un Soñador, casi todos los Aes Sedai de aquella era habían hecho uso del Tel’aran’rhiod de un modo u otro. Una de las cosas que aprendían era a escindir un sueño para sí mismos, un lugar seguro dentro de su mente, más controlado que los sueños normales. Aprendían a entrar en un fragmento como ése mientras meditaban, a la par que, de algún modo, le proporcionaban al cuerpo un descanso tan real como si durmieran.

Lews Therin había sabido hacer esas cosas y más. Por ejemplo, cómo llegar a la mente de alguien si entraban en su fragmento de sueño. Cómo darse cuenta si alguien invadía sus sueños. Cómo mostrar sus sueños a otros. A Lews Therin le había gustado saber cosas, como un viajero que desea llevar en las alforjas un ejemplar de todo lo que es útil.

Lews Therin rara vez había utilizado esas herramientas. Las había dejado almacenadas en algún rincón de la mente, cogiendo polvo. ¿Las cosas habrían ido de un modo distinto si cada noche hubiera dedicado un rato a deambular por un tranquilo valle como ése? Rand lo ignoraba. Y, a decir verdad, ese valle había dejado de ser seguro. Llegó cerca de una caverna que había a su izquierda. Esa cueva no era obra suya. ¿Otro intento de Moridin de atraerlo? Rand pasó de largo, sin mirar.

El bosque ya no parecía tan vivo como hacía unos segundos. No había practicado con esto lo suficiente; así pues, a medida que caminaba, la fronda empezó a volverse gris, como si se destiñera.

La caverna reapareció. Rand se detuvo delante de la boca. Un aire frío, húmedo, con olor a moho, llegó hasta él y le heló la piel. Desechó el bastón y entró en la caverna. Al entrar en la oscuridad tejió una esfera de luz blanca azulada y la dejó flotando a un lado de la cabeza. La claridad se reflejaba en la piedra húmeda y brillaba en protuberancias y hendiduras alisadas.

En las profundidades de la caverna sonó el eco de jadeos, seguido por gritos ahogados. Y... chapoteos. Rand continuó adelante, aunque para entonces ya había imaginado de qué se trataba aquello. Había empezado a preguntarse si ella volvería a intentarlo.

Al final del túnel llegó a una pequeña cámara de unos diez pasos de ancho, donde la piedra se hundía bajo un estanque de agua clara, perfectamente circular. La profundidad azul parecía extenderse hacia abajo sin interrupción.

Una mujer vestida de blanco se debatía para mantenerse a flote en el centro. La tela del vestido ondeaba en el agua y formaba un círculo. Tenía el rostro y el cabello mojados. Rand la estaba mirando cuando, de repente, agitándose en el agua cristalina, la mujer jadeó y se hundió.

Boqueando, emergió al cabo de unos instantes.

—Hola, Mierin —dijo con suavidad Rand.

Apretó el puño. No iba a saltar al agua para rescatarla. Estaba en un fragmento de sueño y ese estanque, de hecho, podía ser de agua, pero lo más probable era que representara algo diferente.

Su llegada pareció mantenerla a flote, y sus vigorosos manoteos y movimientos se volvieron más eficaces.

—Lews Therin —dijo ella mientras se limpiaba la cara con una mano, entre jadeos.

¡Luz! ¿Dónde había quedado su estado de paz y tranquilidad? Volvió a sentirse como un chiquillo, un muchacho que pensaba que Baerlon era la urbe más grande de cuantas se habían construido jamás. Sí, la cara de la mujer era diferente, pero las caras habían dejado de tener importancia para él. Ella seguía siendo la misma persona.

De todos los Renegados, sólo Lanfear había elegido su nuevo nombre. Siempre había querido tener uno así.

Él recordó. Recordó. Se vio a sí mismo entrando en fiestas magníficas, con ella del brazo. Oía su risa mezclada con la música. Y las noches pasadas a solas los dos. No habría querido recordar hacer el amor a otra mujer, sobre todo a una de las Renegadas, pero no podía escoger y seleccionar lo que había en su mente.

Esos recuerdos se mezclaban con los suyos propios, de cuando la había deseado como lady Selena. Una lujuria estúpida, juvenil. Ya no sentía nada de eso, pero los recuerdos permanecían.

—Puedes liberarme, Lews Therin —dijo Lanfear—. Me tiene en su poder. ¿Es que he de suplicar? ¡Me tiene en su poder!

—Juraste lealtad a la Sombra, Mierin —contestó Rand—. Ésta es tu recompensa. ¿Esperas que te compadezca?

Algo oscuro ascendió en el agua y se enroscó alrededor de las piernas de la mujer para, acto seguido, tirar otra vez de ella hacia el abismo. A pesar de lo que había dicho, Rand se sorprendió dando un paso adelante, como si fuera a saltar a la charca.

Se contuvo. Tras luchar largo y tendido, por fin se sentía de nuevo un único ser, completo e intacto. Eso lo fortalecía, pero en su paz alentaba una debilidad, la debilidad que siempre había temido. La que Moraine había visto en él, y con razón: la de la compasión.

Él necesitaba ese sentimiento. Igual que un yelmo necesitaba un agujero por el que ver. De ambas cosas podía sacar provecho un enemigo. Admitía que era cierto.

Lanfear salió a la superficie escupiendo agua y con aspecto de indefensión.

—¿He de suplicar? —repitió.

—No te creo capaz de hacerlo.

Ella bajó los ojos.

—¡Por favor...! —susurró después.

A Rand se le revolvieron las tripas. Él mismo había luchado en la oscuridad buscando la Luz. Se había dado a sí mismo una segunda oportunidad; ¿es que no iba a dársela a ella?

¡Luz! Dudó al recordar lo que había sentido en el momento de asir el Poder Verdadero. Ese tormento y esa excitación, ese poder y ese horror. Lanfear se había entregado al Oscuro, pero, en cierto modo, Rand también lo había hecho.

La miró a los ojos, hurgando en ellos, reconociéndolos. Por último, Rand meneó la cabeza.

—Has perfeccionado este tipo de engaño, Mierin. Pero no lo suficiente.

La expresión de la mujer se ensombreció. En un visto y no visto, el estanque desapareció y fue reemplazado por un suelo de piedra. Lanfear se sentó en él, cruzada de piernas, con el vestido blanco plateado. Con un rostro nuevo, pero sin dejar de ser ella.

—Así que has vuelto —dijo de un modo que no sonaba muy complacido—. Bueno, ya no habré de tratar con un simple pastor. Lo cual tiene más pros que contras.

Rand resopló con sorna y entró en la cámara. Mierin seguía prisionera; se percibía una oscuridad a su alrededor, como una cúpula de sombras, y se mantuvo fuera de ella. Sin embargo, el estanque —el acto de ahogarse— había sido mero teatro. Por arrogante que fuera, era muy capaz de fingir fragilidad cuando la situación lo requería. Si hubiera podido aceptar antes como propios los recuerdos de Lews Therin, esa mujer no lo habría engañado con tanta facilidad en el Yermo.

—En ese caso no me dirigiré a ti como una damisela necesitada del auxilio de un héroe —dijo Lanfear, que siguió con la mirada los pasos de Rand alrededor de la cámara—. Lo haré como a un igual, para pedir asilo.

—¿Un igual? —Rand se echó a reír—. ¿Desde cuándo has considerado a alguien tu igual, Mierin?

—¿Te trae sin cuidado mi cautividad?

—Lo lamento —contestó Rand—, pero no más de lo que lo lamenté cuando juraste servir a la Sombra. ¿Sabías que yo estaba allí, cuando lo manifestaste? No me viste, porque no quería que me vieras, pero te estaba observando. Luz, Mierin, juraste matarme.

—¿Crees que lo decía en serio? —preguntó ella, que se volvió para mirarlo a los ojos.

¿Lo fue...? No, no era su intención. Entonces no. Lanfear no mataba a quienes pensaba que podían serle de utilidad, y ella siempre lo había considerado útil.

—Hubo un tiempo en que compartimos algo especial —manifestó la mujer—. Eras mi...

—¡Era un adorno que lucías! —espetó Rand. Respiró hondo en un intento de sosegarse. Luz, qué difícil resultaba conseguirlo estando ella cerca—. El pasado, pasado está. No tiene importancia para mí, y de buen grado te ofrecería una segunda oportunidad para volver a la Luz. Por desgracia, te conozco. Vuelves a hacer lo mismo. Juegas con todos nosotros, incluido el Oscuro. La Luz te trae sin cuidado. A ti sólo te importa tu poder, Mierin. ¿De verdad quieres que crea que has cambiado?

—No me conoces tan bien como crees —repuso ella sin dejar de seguirlo con la mirada mientras él recorría el perímetro de su prisión—. Nunca me conociste.

—Entonces, demuéstramelo. —Rand se paró—. Muéstrame tu mente, Mierin. Ábrela por completo para mí. Dame control sobre ti aquí, en este lugar de sueños domeñados. Si en tus intenciones no hay doblez, te liberaré.

—Lo que me pides está prohibido.

Rand rompió a reír.

—¿Y cuándo te ha detenido eso a ti? —le preguntó a la mujer.

Ella se quedó pensativa, como si se lo estuviera planteando; en verdad debía de estar preocupada por su cautividad. En otro tiempo, semejante sugerencia la habría hecho reír. Puesto que aquél era, de forma ostensible, un sitio donde Rand tenía todo el control, si le daba permiso él podría ahondar en su mente y despojarla de todo fingimiento.

—Yo... —empezó Lanfear.

Él avanzó un paso, hasta el borde de la prisión. Ese temblor en la voz de la mujer... parecía real. La primera emoción genuina que dejaba ver.

«Luz —pensó al tiempo que escudriñaba su mirada—. ¿De verdad va a hacerlo?»

—No puedo —dijo Lanfear—. No puedo —repitió, esta vez en un susurro.

Rand exhaló. Descubrió que la mano le temblaba. Qué cerca. ¡Qué cerca de la Luz, como una gata salvaje en la noche, al acecho, acercándose y apartándose del granero iluminado! Se sorprendió al notar que estaba enfadado; y más que antes. ¡Ella siempre acababa haciendo lo mismo! Coqueteando con lo que era correcto, pero eligiendo siempre su propio camino.

—Hemos terminado, Mierin —dijo Rand al tiempo que daba media vuelta, dispuesto a salir de la cámara—. Para siempre.

—¡Me has malinterpretado! —gritó ella—. ¡Siempre lo haces! ¿Acaso tú te mostrarías a alguien de esa forma? Yo no puedo hacerlo. Me han abofeteado demasiadas veces aquellos en quienes debería haber podido confiar. Me han traicionado quienes deberían haberme amado.

—¿Ahora vas a culparme a mí por esto? —replicó Rand, que se había dado la vuelta de nuevo para mirarla.

Ella no apartó la vista. Estaba sentada con aire imperioso, como si la prisión fuera un trono.

—En verdad lo recuerdas así, ¿no es cierto? —preguntó Rand—. ¿Crees que te traicioné por ella?

—Dijiste que me amabas.

—Jamás dije tal cosa. Jamás. No podía decirlo. Ignoraba lo que era amar. Siglos de vida y no lo descubrí hasta que la conocí. —Vaciló antes— de continuar; habló en voz tan baja que no levantó eco en la pequeña cámara—. Jamás lo has sentido, ¿verdad? Por supuesto. ¿Cómo podrías amar? Tu corazón ya tiene dueño: el poder que ambicionas con tantas ansias. No queda sitio para nada más.

Rand se dejó llevar.

Y lo hizo como Lews Therin nunca había sido capaz de hacerlo. Incluso después de descubrir a Ilyena, incluso después de comprender cómo lo había utilizado Lanfear, se había aferrado al odio y al desprecio.

«¿Esperas que te compadezca?», le había preguntado.

Y ahora era justamente eso lo que sentía. Compasión por una mujer que jamás había conocido el amor, una mujer que no se permitiría conocerlo. Compasión por una mujer que no era capaz de estar de parte de nadie que no fuera ella.

—Yo... —susurró de nuevo Lanfear.

Rand alzó la mano y entonces se abrió a ella. Sus intenciones, su mente, su ser... Todo apareció en un remolino de color, de emociones y de poder a su alrededor.

Los ojos de Lanfear se abrieron de par en par mientras el remolino danzaba delante de ella, como imágenes sobre una pared. No podía ocultar nada. Ella vio sus motivaciones, sus deseos, sus anhelos para el género humano. Vio sus intenciones. Ir a Shayol Ghul, matar al Oscuro. Dejar tras de sí un mundo mejor del que había dejado la última vez.

No temió revelar esas cosas. Había tocado el Poder Verdadero y, en consecuencia, el Oscuro sabía lo que había en su corazón. Allí no había sorpresas, al menos nada que debería haberlo sido.

Aun así, Lanfear se sorprendió. Se quedó boquiabierta al ver la verdad... La verdad de que, en lo más hondo, no era de Lews Therin la esencia que daba vida a Rand. Era la del pastor criado por Tam. Sus vidas revisadas en unos instantes, sus recuerdos y sus sentimientos puestos al descubierto.

Por último, le mostró su amor por Ilyena... como un cristal brillante colocado en una repisa donde admirarlo. Después, su amor por Min, por Aviendha, por Elayne. Como una ardiente hoguera, cálido, reconfortante, apasionado.

No había amor por Lanfear en lo que mostró de sí mismo. Ni una brizna. También había aplastado el desprecio que Lews Therin sentía por ella. Y así, para él, Lanfear no era nada en realidad.

Ella soltó un grito ahogado. El brillo que envolvía a Rand se desvaneció.

—Lo siento —dijo él—. Lo que dije era en serio. He terminado contigo, Mierin. Mantén la cabeza agachada mientras dure la tormenta que se avecina. Si salgo victorioso en esta batalla, ya no tendrás motivos para temer por tu alma. No quedará nadie que quiera atormentarte.

Una vez más, le dio la espalda y se dirigió a la salida de la cueva. Atrás quedó Lanfear, sumida en el silencio.


La llegada del crepúsculo en el Bosque de Braem iba acompañada por el olor de hogueras ardiendo sin llama en sus agujeros y los sonidos de hombres que gemían entre dientes mientras se acomodaban para echar un sueño intranquilo, con la espada al alcance de la mano. En el aire estival había un frío impropio de la estación.

Perrin caminó a través del campamento, entre los hombres que tenía a su mando. La lucha había sido dura en ese bosque. Los suyos estaban haciendo daño a los trollocs, pero, por la Luz, siempre parecía haber más Engendros de la Sombra para reemplazar a los que habían caído.

Después de comprobar que los suyos se habían alimentado como era debido, que se habían organizado los turnos de guardia y que los hombres sabían qué hacer si se despertaban en plena noche por un ataque de los Engendros de la Sombra, fue a buscar a los Aiel. A las Sabias en particular. Casi todas ellas se habían reunido para ir con Rand cuando emprendiera la marcha contra Shayol Ghul —de momento, seguían esperando esa orden—, pero unas pocas se habían quedado con Perrin, incluida Edarra.

Ella y las otras Sabias no se hallaban sujetas a sus órdenes. Y, sin embargo, al igual que Gaul, seguían con él cuando sus compañeros se habían ido a otro sitio. Perrin no les había preguntado la razón de que actuaran así. Tenerlas con él le era útil, y por ello les estaba agradecido.

Los Aiel lo dejaron entrar en su perímetro. Encontró a Edarra sentada junto al fuego bien rodeado de piedras para evitar que una chispa perdida saltara del hoyo. Esas frondas, secas como estaban, podían salir ardiendo con tanta facilidad como un granero lleno de paja de la última siega.

Ella lo miró mientras se sentaba a su lado. La Aiel parecía joven, pero olía a paciencia, curiosidad y control. Sabiduría. No le preguntó por qué había ido a verla. Esperó a que él hablara.

—¿Eres una caminante de sueños? —preguntó Perrin.

Ella lo observó en la noche; Perrin tuvo la clara sensación de que aquélla no era una pregunta que un hombre —o un forastero— debería hacer.

Por lo tanto, se sorprendió cuando ella respondió:

—No.

—¿Sabes mucho sobre ello? —inquirió.

—Algo.

—Necesito saber cómo entrar físicamente en el Mundo de los Sueños. No sólo en mi sueño, sino con mi cuerpo físico. ¿Has oído hablar de ello?

Ella inhaló con brusquedad.

—No pienses en eso, Perrin Aybara. Es maligno.

Perrin frunció el entrecejo. La fuerza en el Sueño del Lobo —en el Tel’aran’rhiod— era un tema delicado. Cuanto más fuerte entrara Perrin en el sueño —cuanto más sólido fuera allí— más fácil le resultaba cambiar las cosas, manipular ese mundo.

No obstante, implicaba un riesgo. Al entrar con demasiada fuerza en el sueño se exponía a disociarse de su cuerpo, dormido en el mundo real.

Eso, al parecer, no le preocupaba a Verdugo. Verdugo era fuerte allí. Muy, muy fuerte; el hombre estaba físicamente en el sueño. De eso Perrin tenía cada vez más certeza.

«Nuestra contienda no acabará hasta que tú seas la presa, Verdugo —pensó Perrin—. Cazador de lobos. Acabaré contigo.»

—En muchos aspectos todavía eres un niño, por mucho honor que hayas obtenido —rezongó Edarra sin quitarle ojo; aunque no le hacía gracia, Perrin se había acostumbrado a que las mujeres que tenían uno o dos años más que él lo trataran así—. Ninguna caminante de sueños te enseñará a hacer eso. Es maligno.

—¿Por qué lo es?

—Entrar en el Mundo de los Sueños en persona te arrebata parte de lo que te hace humano. Lo que es más, si uno muere en ese sitio mientras se halla físicamente en él, ocurre que muere para siempre. Sin más renacimientos, Perrin Aybara. Tu hilo en el Entramado podría terminar para siempre, y tú, destruido. Eso no es algo que deberías plantearte hacer.

—Los seguidores de la Sombra lo hacen, Edarra —argumentó Perrin—. Corren esos riesgos para dominar. Tenemos que aceptar exponernos a los mismos peligros para detenerlos.

Edarra soltó un quedo siseo mientras meneaba la cabeza.

—No te cortes un pie por miedo a que una serpiente vaya a morderlo, Perrin Aybara. No cometas un terrible error porque te atemoriza algo que parece peor. Es todo cuanto tengo que decir respecto a este tema.

La Sabia se puso de pie y lo dejó sentado junto al fuego.

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