1 Hacia el este sopló el viento

La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene en mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las Montañas de la Niebla. El viento no fue un inicio, pues no existen ni comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.

Descendiendo de los altísimos picos y discurriendo sobre colinas desoladas, el viento sopló hacia el este y pasó por un lugar llamado Bosque del Oeste, un paraje en el que antaño prosperaban pinos y cedros. Allí, el viento encontró poco más que una densa maleza enmarañada y alguno que otro roble imponente. Los árboles tenían un aspecto enfermizo, con la corteza cayéndose a trozos y las ramas agostadas. En otro sitio, el suelo estaba cubierto con una alfombra marrón creada por las agujas de pino caídas. En ninguna de las esqueléticas ramas del Bosque del Oeste brotaban yemas.

El viento sopló hacia el norte y al este a través de maleza que chascaba y crujía con sus sacudidas. Era de noche, y unos zorros escuálidos recorrían el terreno reseco en una búsqueda infructuosa de presas o carroña. No sonaba el canto de las aves migratorias y —lo más relevante— no se oía el aullido de los lobos en toda la zona.

El viento dejó atrás el bosque y pasó por Embarcadero de Taren. O lo que quedaba de él. Había sido un pueblo bonito, conforme a las pautas de la región. Edificios oscuros que se alzaban sobre cimientos de piedra rojiza, una calle adoquinada construida en la entrada de la comarca llamada Dos Ríos.

Hacía mucho que no salía humo de los edificios incendiados, y en la villa quedaba poco que pudiera reconstruirse. Perros asilvestrados de ojos hambrientos que buscaban carne entre los escombros levantaron la vista cuando el viento pasó por encima de ellos.

El viento cruzó el río hacia el este. Allí, grupos de refugiados equipados con antorchas caminaban a lo largo de la calzada de Baerlon a Puente Blanco a pesar de lo avanzado de la hora. Ofrecían un aspecto lamentable con las cabezas agachadas y los hombros hundidos. Algunos tenían la tez cobriza de los domani; sus ropas raídas revelaban las penalidades sufridas a consecuencia de cruzar las montañas con escasas vituallas para el camino. Otros llegaban de lugares más lejanos. Taraboneses de mirada acosada por encima de los velos sucios. Granjeros con sus esposas, procedentes del norte de Ghealdan. Todos habían oído rumores de que en Andor había comida. Que en Andor había esperanza.

Hasta el momento no habían encontrado ninguna de las dos cosas.

El viento sopló hacia el este a lo largo del río que serpenteaba entre granjas sin cosechas. Entre praderas sin pasto. Entre huertas sin fruta en los árboles.

Pueblos abandonados. Árboles que parecían huesos limpios de carne, con cuervos apiñados en las ramas. Conejos muertos de hambre —y a veces otros animales de caza mayor— escarbaban en la tierra para mordisquear la hierba seca. Y, por encima de todo, las omnipresentes nubes que oprimían la tierra. A veces, aquel manto nuboso hacía difícil saber si era de día o de noche.

Conforme se aproximaba a la gran urbe de Caemlyn, el viento viró hacia el norte, lejos de la ciudad en llamas —anaranjada, roja y violeta— que vomitaba humo negro hacia las ávidas nubes en lo alto. La guerra había llegado a Andor en medio de la quietud de la noche. Los refugiados que iban llegando no tardaban en descubrir que habían marchado hacia el peligro. No era de extrañar. El peligro se encontraba en todas direcciones. El único modo de evitar ir hacia él habría sido quedarse quieto.

En su camino hacia el norte, el viento dejó atrás gente sentada junto a las calzadas —tanto viajeros solitarios como pequeños grupos— con una expresión desesperanzada en los ojos. Algunos se tumbaban, hambrientos, y alzaban la vista hacia aquellas nubes que rebullían y retumbaban. Otros seguían adelante; hacia qué, era algo que ignoraban. A la Última Batalla, al norte, significara lo que significara eso. La Última Batalla no era esperanza. La Última Batalla era muerte. Pero al menos era un sitio en el que estar, un lugar al que ir.

Con la penumbra de la caída de la tarde, muy lejos ya de Caemlyn, el viento llegó a una vasta concentración de personas acampadas en el norte. Ese amplio espacio abierto rompía la uniformidad del paisaje salpicado de bosques, pero estaba abarrotado de tiendas, como un tronco podrido cubierto de moho. Decenas de miles de soldados, que consumían con rapidez la madera de los alrededores, aguardaban junto a fogatas de campamento.

El viento sopló entre ellos y a su paso agitó el humo de las lumbres en los rostros de los soldados. Las gentes allí concentradas no transmitían la misma sensación de desesperanza que los refugiados, pero sí denotaban aprensión. Veían la tierra enferma. Sentían las nubes suspendidas en lo alto. Lo sabían.

Sabían que el mundo se estaba muriendo. Los soldados miraban las llamas fijamente y observaban cómo se consumía la madera. Lo que antes había estado vivo ahora se deshacía en polvo, ascua a ascua.

Una compañía de hombres inspeccionaba piezas de armadura que habían empezado a oxidarse a despecho de estar bien engrasadas. Un grupo de Aiel vestidos de blanco —antiguos guerreros que se negaban a empuñar de nuevo las armas a pesar de haber cumplido su toh de servidumbre— llenaban recipientes con agua. Un corro de criados asustados, convencidos de que el nuevo día traería la guerra entre la Torre Blanca y el Dragón Renacido, organizaba depósitos de provisiones dentro de las tiendas sacudidas por el viento.

Hombres y mujeres susurraban la verdad en la noche: «Ha llegado el fin. Ha llegado el fin. Todo acabará. Ha llegado el fin».

Una risa rasgó el aire.

De una tienda grande, situada en el centro del campamento, se derramaba una cálida luz por el borde del faldón de la entrada y por debajo de los laterales.

Dentro, Rand al’Thor, el Dragón Renacido, reía con la cabeza echada hacia atrás.

—Y entonces ¿qué hizo ella? —preguntó cuando se apagó su risa.

Se sirvió una copa de vino tinto y llenó otra para Perrin, al que la pregunta había hecho enrojecer. «Se ha endurecido —reflexionó Rand para sus adentros—. Pero, de algún modo, no ha perdido esa inocencia suya. No del todo.» Lo cual le parecía maravilloso. Un milagro, como descubrir una perla dentro de una trucha. Perrin era fuerte, pero esa fuerza no lo había quebrantado.

—Bueno, ya conoces a Marin —contestó su amigo—. No sé cómo lo hace, pero se las arregla para mirar incluso a Cenn como si éste fuera una criatura necesitada de cuidados maternales. ¡Mira que encontrarnos tirados en el suelo a Faile y a mí, como dos jovenzuelos estúpidos...! En fin, creo que no sabía bien si reírse de nosotros o mandarnos a la cocina a fregar platos. Separados, claro, para que no nos metiéramos en más líos.

Rand sonrió e intentó imaginarse la escena. Perrin —el fornido y corpulento Perrin—, tan débil que apenas era capaz de caminar. La imagen resultaba incongruente. Rand habría querido pensar que su amigo exageraba, pero Perrin no tenía de mentiroso ni un pelo. Qué extraño que un hombre pudiera cambiar tanto sin que su esencia cambiara lo más mínimo.

—En fin —continuó Perrin tras beber un poco de vino—, Faile me ayudó a levantarme del suelo y me montó en mi caballo, tras lo cual ambos avanzamos pavoneándonos con aire importante. Yo no hice gran cosa, Rand. La lucha la llevaron a cabo los demás. A mí me habría resultado difícil llevarme una copa a los labios. —Calló y los ojos dorados adquirieron una expresión ausente—. Tendrías que sentirte orgulloso de ellos, Rand. Si Dannil no hubiese estado allí, o no hubiera estado tu padre o el padre de Mat, sin todos ellos, yo no habría logrado ni la mitad de lo que se consiguió. Ni una décima parte.

—Lo creo.

Rand contempló su copa de vino. A Lews Therin le había gustado mucho el vino. Una parte de Rand, esa parte distante, la de los recuerdos del hombre que había sido en otro tiempo, se sintió disgustada por la mala cosecha. Pocas uvas del mundo actual podían igualar los caldos favoritos de la Era de Leyenda. Al menos, no los que él había probado.

Dio un pequeño sorbo y después dejó la copa a un lado. Min aún dormía en otra parte de la tienda que quedaba separada por una cortina. Los sucesos ocurridos en los sueños lo habían despertado, y Rand se había alegrado de que Perrin fuera a visitarlo y así no pensar en lo que había visto.

«Mierin»... No. No permitiría que esa mujer lo distrajera. Probablemente lo que había visto tenía ese propósito.

—Ven, acompáñame —le propuso a Perrin—. Tengo que comprobar algunas cosas para mañana.

Salieron a la noche. Varias Doncellas echaron a andar ajustando su paso al de ellos. Rand se encaminó hacia Sebban Balwer, que ahora estaba a su disposición porque Perrin había accedido a que el hombrecillo le prestara sus servicios de forma temporal. Lo cual le parecía bien a Balwer, que tendía a acercarse hacia quienes ostentaban más poder.

—Rand, ya te había contado todo esto con anterioridad. Me refiero al asedio de Dos Ríos y el combate... ¿Por qué has vuelto a preguntarme eso otra vez? —inquirió Perrin.

—Antes te había preguntado por lo ocurrido, Perrin. Me interesé por lo que había acontecido, pero no por la gente que tuvo que vivirlo. —Miró a Perrin y creó un globo de luz para ver mientras caminaban en la noche—. He de acordarme de las personas. No hacerlo es un error que he cometido a menudo en el pasado.

El aire arremolinado llevaba el olor de las lumbres encendidas en el cercano campamento de Perrin, así como el sonido de las forjas donde los herreros trabajaban en las armas. Rand estaba enterado de la noticia: el redescubrimiento del proceso para crear armas forjadas con el Poder. Los hombres de Perrin trabajaban muchas más horas de lo normal agotando hasta la extenuación a sus dos Asha’man a fin de fabricar todas las que fuera posible.

Rand le había dejado todos los Asha’man de los que podía prescindir, aunque sólo fuera porque —tan pronto como se habían enterado— se le habían presentado docenas de Doncellas para exigir puntas de lanza forjadas con el Poder.

«Es simple lógica, Rand al’Thor —le había explicado Beralna—. Sus herreros tardan lo mismo en hacer cuatro puntas de lanza que en hacer una espada.» Y había torcido el gesto al pronunciar la palabra «espada», como si le supiera a agua de mar.

Él nunca había probado el agua de mar, pero Lews Therin sí. En otro tiempo, saber cosas como ésa lo había hecho sentirse muy incómodo. Ahora había aprendido a aceptar esa parte de él.

—¿Puedes creer lo que nos ha ocurrido? —preguntó Perrin—. Luz, a veces me pregunto cuándo va a presentarse el hombre al que pertenecen todas estas ropas tan elegantes para pillarme por sorpresa y empezar a gritarme, tras lo cual me mandará a limpiar los establos por tener muchas ínfulas.

—La Rueda gira según sus designios, Perrin. Nos hemos convertido en aquello en que debíamos convertirnos.

Perrin asintió con la cabeza mientras avanzaban por el camino flanqueado por tiendas y alumbrado por el brillo del globo de luz que flotaba por encima de la mano de Rand.

—¿Qué... se siente? —preguntó Perrin—. Me refiero a esos recuerdos que has adquirido.

—¿Alguna vez has tenido un sueño que recordaras con claridad meridiana al despertarte? No uno que se desvaneciera enseguida, sino que se mantuviera en tu mente a lo largo de todo el día.

—Sí —contestó Perrin con un extraño tono reservado—. Sí, puedo decir que lo he tenido.

—Pues así es —repuso Rand—. Recuerdo ser Lews Therin, recuerdo haber hecho lo que él hizo, como alguien que recuerda lo acaecido en un sueño. Era yo quien llevaba a cabo esas cosas, pero no por ello tienen por qué gustarme, ni pensar que repetiría esos actos si mi mente estuviera despierta. Lo cual no cambia el hecho de que, en el sueño, parecían ser correctos.

Perrin asintió con la cabeza.

—Soy yo y soy él —añadió Rand—. Pero al mismo tiempo, no lo soy.

—Bueno, aún te veo como el de siempre —comentó Perrin, aunque Rand captó una ligera vacilación en la palabra «veo». ¿Había estado Perrin a punto de decir «huelo»?—. No has cambiado tanto.

Rand no creía ser capaz de explicárselo a Perrin sin parecer un demente. La persona en la que se convertía cuando asumía la responsabilidad inherente al Dragón Renacido... No era un simple acto, no era una simple máscara.

Era quien era. No había cambiado, no se había transformado. Simplemente lo había aceptado.

Lo cual no significaba que conociera todas las respuestas. A despecho de los cuatrocientos años de recuerdos alojados en su cerebro, todavía le preocupaba lo que tenía que hacer. Lews Therin no había sabido cómo sellar la Perforación. El intento de hacerlo había conducido al desastre. La infección, el Desmembramiento, todo a causa de una prisión imperfecta con sellos que ahora estaban quebradizos y se desmenuzaban.

Una respuesta seguía llegándole. Una respuesta peligrosa. Una que Lews Therin ni siquiera había contemplado.

¿Y si la respuesta no era confinar otra vez al Oscuro? ¿Y si la respuesta, la respuesta definitiva, era otra cosa? Algo más permanente.

«Sí —pensó Rand para sus adentros por enésima vez—. Pero ¿es posible?»

Con las Doncellas desplegándose en abanico delante de ellos, llegaron a la tienda en la que trabajaban los escribientes de Rand, y Perrin y él entraron.

—Milord Dragón —saludó Balwer, que hizo una rígida reverencia desde donde se encontraba junto a una mesa llena de mapas y montones de papeles.

El reseco hombrecillo colocó los documentos con nerviosismo; llevaba una chaqueta marrón, muy grande para él, y un codo nudoso se asomaba por un agujero en la manga.

—Informa —ordenó Rand.

—Roedran vendrá —empezó Balwer con su voz fina y precisa—. La reina de Andor lo ha mandado llamar, prometiéndole accesos creados por esas Allegadas que tiene a su cargo. Nuestro espía en la corte de Roedran dice que el rey está furioso por necesitar la ayuda de la reina para poder asistir, pero insiste en que ha de acudir a esta reunión... aunque sólo sea para que no parezca que lo dan de lado.

—Excelente. ¿Elayne no sabe lo de tus espías? —preguntó Rand.

—¡Milord! —exclamó Balwer, indignado en apariencia.

—¿Ya has determinado quién entre nuestros escribientes espía para ella?

—Nadie está... —empezó a barbotar el hombrecillo.

—Ha de tener a alguien, Balwer —lo interrumpió Rand, sonriente—. Después de todo, fue ella la que me enseñó cómo hacer estas cosas. Da igual. Pasado mañana mis intenciones se pondrán de manifiesto para todos. No habrá necesidad de andar con secretos.

«Ninguno, salvo los que guardo en lo más profundo de mi corazón.»

—Supongo que eso significa que todo el mundo estará aquí para la reunión, ¿verdad? —preguntó Perrin—. Me refiero a todos los dirigentes importantes, como los de Tear e Illian.

—La Amyrlin los persuadió para que vinieran —intervino Balwer—. Guardo copias aquí de los intercambios que ha habido entre ellos si desean verlos, milores.

—Sí, los quiero —contestó Rand—. Envíalos a mi tienda. Les echaré un vistazo esta noche.

El temblor de tierra ocurrió de repente. Los escribientes sujetaron los montones de papeles al tiempo que gritaban y los muebles caían al suelo a su alrededor. Fuera, los gritos de los hombres apenas se oían con el ruido de árboles rompiéndose y el estruendoso repiqueteo del metal. La tierra gimió y sonó un retumbo lejano.

Rand sentía como si estuviera sufriendo un espasmo muscular.

A lo lejos, los truenos sacudieron el cielo como una promesa de algo por venir. Los temblores amainaron. Los escribientes siguieron sujetando los montones de papeles, como si temieran que se cayeran si los soltaban.

«Ya está aquí —pensó Rand—. No estoy preparado. No lo estamos. Pero de todos modos ya está aquí.»

Llevaba muchos meses temiendo ese día. Desde que los trollocs habían aparecido en medio de la noche, desde que Lan y Moraine lo habían sacado de Dos Ríos, había temido lo que tenía que llegar.

La Última Batalla. El final. Descubrió que no tenía miedo ahora que había llegado el momento. Estaba preocupado, sí, pero no asustado.

«Voy por ti», pensó Rand.

—Avisad a la gente —indicó a sus escribientes—. Poned anuncios advirtiéndolo. Los temblores de tierra se repetirán. Habrá tormentas. Tormentas terribles. Se producirá un Desmembramiento y no podremos evitarlo. El Oscuro intentará convertir en polvo este mundo.

Los escribientes asintieron con la cabeza mientras se lanzaban miradas preocupadas unos a otros a la luz de las lámparas. Perrin parecía absorto, pero también hizo un leve gesto de asentimiento, como para sí mismo.

—¿Más noticias? —preguntó Rand.

—Es posible que la reina de Andor esté tramando algo esta noche, milord —apuntó Balwer.

—«Algo» no es un término muy descriptivo, Balwer —objetó Rand.

El secretario hizo un gesto mohíno.

—Lo siento, milord. Aún no tengo nada más para vos; sólo recibí esta nota. A la reina Elayne la despertaron algunos de sus consejeros hace un rato. No cuento con nadie que esté lo bastante cerca para saber por qué.

Rand frunció el entrecejo y apoyó la mano en la espada de Laman que llevaba a la cintura.

—Es posible que se trate de planes para mañana —sugirió Perrin.

—Cierto —convino Rand—. Infórmame si descubres algo, Balwer. Gracias, haces un buen trabajo aquí.

El secretario se irguió, con la cabeza bien alta. En los últimos días —unos días tan sombríos— todos buscaban algo útil de lo que ocuparse. Balwer era el mejor en lo que hacía, y se sentía seguro de su habilidad. Sin embargo, no estaba de más que se lo confirmara la persona para quien trabajaba, sobre todo si esa persona era nada menos que el Dragón Renacido.

Rand salió de la tienda, seguido por Perrin.

—Te preocupa eso —dijo Perrin—. Lo que quiera que fuera que despertó a Elayne.

—No la habrían despertado sin tener un buen motivo —susurró Rand—. En especial si se tiene en cuenta su estado.

Embarazada. Embarazada de sus hijos. ¡Luz! Acababa de enterarse. ¿Por qué no se lo había dicho ella misma?

La respuesta era sencilla: Elayne percibía las emociones de Rand igual que él sentía las de ella. Tenía que haber notado cómo se había sentido recientemente. Antes del Monte del Dragón. Cuando...

En fin, que no habría querido que afrontara su embarazo cuando se encontraba en semejante estado. Además, tampoco había puesto fácil que dieran con él.

Con todo, había sido impactante.

«Voy a ser padre», pensó, no por primera vez. Sí, Lews Therin había tenido hijos, y Rand los recordaba, así como el amor que sentía por ellos. Pero no era lo mismo.

Él, Rand al’Thor, sería padre. Eso, siempre y cuando ganara la Última Batalla.

—No la habrían despertado sin tener una buena razón —continuó—. Me preocupa, pero no por lo que pueda haber ocurrido, sino por la distracción potencial. Mañana será un día importante. Si la Sombra tiene la más ligera idea de cuán importante es, intentará todo cuanto esté a su alcance para impedir que nos reunamos y aunemos esfuerzos.

—Tengo gente cerca de Elayne —comentó Perrin mientras se rascaba la barba—. Gente a mi servicio que está al tanto de lo que pasa.

—Vayamos a hablar con esas personas —propuso Rand—. Tengo muchas cosas que hacer esta noche, pero... No puedo dejar pasar por alto esta oportunidad de descubrir algo.

Los dos se encaminaron hacia el cercano campamento de Perrin; la guardia personal de Rand apretó el paso y los siguió como sombras con velos y lanzas.


Había demasiado silencio esa noche. Egwene, en su tienda, escribía una carta a Rand. No estaba segura de si la enviaría; enviarla no era importante. Escribirla le servía para ordenar las ideas y determinar qué quería decirle.

Gawyn entró de nuevo en la tienda, con la mano posada en la espada y envuelto en la susurrante capa de Guardián.

—¿Te vas a quedar esta vez o vas a marcharte de inmediato? —le preguntó ella mientras mojaba la pluma.

—No me gusta esta noche, Egwene. —Miró hacia atrás—. Se nota algo raro.

—El mundo está en vilo, Gawyn, a la espera de los acontecimientos de mañana. ¿Mandaste recado a Elayne, como te pedí?

—Sí, pero no estará despierta. Es muy tarde para ella.

—Veremos.

Poco después llegaba un mensajero del campamento de Elayne con una breve carta plegada. Egwene la leyó y sonrió.

—Ven —le dijo a Gawyn al tiempo que se ponía de pie y recogía varias cosas. Agitó una mano y se abrió un acceso en el aire.

—¿Vamos a Viajar allí? —preguntó Gawyn—. Hay un corto trecho.

—Recorrer un corto trecho requiere que la Amyrlin emplace a la reina de Andor —respondió Egwene mientras Gawyn cruzaba el acceso antes que ella y comprobaba la seguridad al otro lado—. A veces no quiero hacer algo que dé pie a que la gente se haga preguntas.

«Siuan habría hecho cualquier cosa por tener esta habilidad», pensó Egwene mientras cruzaba el acceso. ¿Cuántas otras confabulaciones habría hilado esa mujer si hubiese podido visitar a otros tan deprisa, tan sigilosamente y con tanta facilidad?

Al otro lado, Elayne se hallaba de pie, al calor de un buen brasero. La reina llevaba puesto un vestido de color verde claro; tenía el vientre cada vez más hinchado por los bebés que llevaba dentro. Se acercó presurosa hacia Egwene y le besó el anillo. Birgitte se encontraba a un lado de los faldones de la entrada de la tienda, cruzada de brazos. Vestía una chaqueta corta de color rojo y un pantalón ancho en azul cielo; la dorada trenza le caía sobre el hombro.

Gawyn miró a su hermana y enarcó una ceja.

—Me sorprende verte despierta —le dijo.

—Estoy esperando que me traigan un informe —contestó Elayne, que hizo un gesto a Egwene para que se sentara con ella en un par de sillas mullidas que había junto al brasero.

—¿Algo importante? —se interesó Egwene.

—Jesamyn ha olvidado otra vez informar desde Caemlyn. Le di órdenes estrictas de que enviara a alguien cada dos horas y ya ves lo que tarda. Luz, probablemente no ocurra nada, pero de todos modos envié a Serinia a la zona de Viaje para que comprobara que todo iba bien. Espero que no os importe.

—Tienes que descansar —dijo Gawyn, que se cruzó de brazos.

—Muchas gracias por el consejo, que pasaré por alto como hice cuando Birgitte dijo lo mismo. Madre, ¿de qué queríais hablar?

Egwene le tendió la carta que había estado escribiendo.

—¿Para Rand? —preguntó Elayne.

—Tienes una perspectiva de él diferente de la mía. Dime qué te parece esta carta. Es posible que no se la envíe. Aún no lo he decidido.

—El tono es... enérgico —comentó Elayne.

—Es a lo único que parece responder.

—Quizás —opinó Elayne tras leer unos segundos la carta— deberíamos dejarle hacer lo que quiere, simplemente.

—¿Romper los sellos? ¿Liberar al Oscuro? —respondió ella.

—¿Y por qué no?

—¡Luz, Elayne!

—Es lo que ha de ocurrir, ¿no es así? —inquirió Elayne—. Quiero decir que el Oscuro va a escapar. De hecho, prácticamente ya está libre.

—Hay una diferencia entre tocar el mundo y estar libre. —Egwene se frotó las sienes—. En realidad, el Oscuro nunca estuvo libre en el mundo durante la Guerra del Poder. La Perforación le permitió tocarlo, pero se volvió a sellar antes de que pudiera escapar. Si el Oscuro hubiera entrado en el mundo, la propia Rueda se habría roto. Toma, te traigo esto para que lo veas.

Egwene sacó un montón de notas de su portafolio. Los apuntes los habían recopilado a toda prisa las bibliotecarias del decimotercer depósito.

—No digo que no debamos romper los sellos —agregó Egwene—. Lo que digo es que, con esto, no podemos correr el riesgo de seguir un proyecto insensato de Rand.

Elayne sonrió con cariño.

«Luz, está locamente enamorada —pensó Egwene—. Puedo confiar en ella, ¿verdad?» No era fácil saberlo con la Elayne de la actualidad. La estratagema de la reina con las Allegadas...

—Por desgracia no hemos descubierto nada pertinente con tu biblioteca ter’angreala — agregó. La estatuilla del sonriente hombre barbudo casi había ocasionado un disturbio en la Torre, pues todas las hermanas querían leer los miles de libros que contenía—. Parece que todos fueron escritos antes de que la Perforación se abriera. Seguirán buscando, pero estas notas recogen todo cuanto hemos podido reunir respecto a los sellos y la prisión del Oscuro. Si rompiéramos los sellos en el momento equivocado, me temo que significaría el fin de todas las cosas. Mira, lee esto. —Le tendió una página a Elayne.

—¿El Ciclo Karaethon? —preguntó Elayne con curiosidad—. «Y la luz desfallecerá y no habrá amanecer, en tanto el cautivo clama.» ¿El cautivo es el Oscuro?

—Eso creo —dijo Egwene—. Las Profecías nunca son claras. Rand se propone entablar la Última Batalla y romper los sellos de inmediato, pero es una idea atroz. Nos aguarda una guerra larga. Liberar al Oscuro ahora reforzaría las filas de la Sombra y a nosotros nos debilitaría.

»Si hay que hacerlo, y aún no sé si es necesario, deberíamos esperar hasta el último instante posible. Como mínimo, deberíamos discutirlo. Rand estaba en lo cierto respecto a muchas cosas, pero también se ha equivocado en otras. Ésta no es una decisión que se le deba permitir que tome exclusivamente él.

Elayne revolvió las páginas y de pronto se detuvo en una de ellas.

—«Su sangre nos traerá la Luz...» —Frotó la hoja con el pulgar, como absorta en sus pensamientos—. «Esperad la Luz.» ¿Quién añadió esta nota?

—Es el ejemplar que poseía Doniella Alievin de la traducción de Termendal de El Ciclo Karaethon —explicó Egwene—. Doniella puso sus propias notas y han sido objeto de tanta discusión entre estudiosos como las propias Profecías. Era una Soñadora, ¿sabes? La única Amyrlin que sepamos que lo ha sido. Antes que yo, claro.

—Sí —dijo Elayne.

—Las hermanas que recogieron estos apuntes para mí llegaron a la misma conclusión que yo —añadió Egwene—. Puede que llegue el momento de romper los sellos, pero ese momento no es al principio de la Última Batalla, piense lo que piense Rand. Debemos esperar el momento oportuno y, como Vigilante de los Sellos, es responsabilidad mía elegirlo. No pondré al mundo en peligro por una de las estratagemas histriónicas de Rand.

—Tiene cierta vena de juglar —comentó Elayne, otra vez con cariño—. Tu exposición es buena, Egwene. Platéasela a él. Te escuchará. Es sensato, y es posible convencerlo.

—Veremos. De momento, yo...

Egwene percibió de pronto una ráfaga de alarma en Gawyn. Se volvió hacia él para mirarlo. Fuera se oía el galope de un caballo. No es que Gawyn tuviera el oído más fino que ella, pero su trabajo era estar pendiente de cosas así.

Egwene abrazó la Fuente Verdadera, lo que ocasionó que Elayne hiciera otro tanto. Birgitte ya había abierto los faldones de la entrada, con la mano en la espada.

Fuera, una mensajera rendida y con los ojos desorbitados se bajó de un salto de la silla. Entró en la tienda tambaleándose mientras Birgitte y Gawyn se situaban junto a Elayne de inmediato, vigilantes, en caso de que se acercara demasiado. No lo hizo.

—Caemlyn está siendo atacada, majestad —dijo la mujer, jadeante.

—¡Qué! —Elayne se incorporó de golpe—. ¿Cómo? ¿Acaso Jarid Sarand se ha lanzado por fin...?

—Trollocs —farfulló la mensajera—. Empezó poco antes del crepúsculo.

—¡Imposible! —Elayne asió a la mensajera por el brazo y la sacó de la tienda casi a rastras. Egwene fue tras ellas con rapidez—. Han transcurrido casi seis horas desde que empezó a anochecer —le dijo a la mensajera—. ¿Por qué no hemos sabido nada hasta ahora? ¿Qué ha pasado con las Allegadas?

—De eso no sé nada, majestad —contestó la mensajera—. El capitán Guybon me mandó que viniera a buscaros lo antes posible. Acaba de llegar por el acceso.

La zona de Viaje no se encontraba lejos de la tienda de Elayne. Ya había una multitud agrupada allí, pero hombres y mujeres abrieron paso a la Amyrlin y a la reina. En cuestión de segundos las dos habían llegado a primera línea.

Hombres con las ropas ensangrentadas salían por el acceso caminando fatigosamente y tirando de una especie de carros pequeños cargados con las nuevas armas de Elayne, los dragones. Muchos parecían a punto de desplomarse. Olían a humo y tenían la piel tiznada de hollín. No pocos cayeron inconscientes cuando los hombres de Elayne se acercaron para ayudarlos con los carros, que, tal como saltaba a la vista, estaban pensados para que fueran tirados por caballos.

Más accesos se abrieron cerca cuando Serinia Sedai y algunas de las Allegadas más fuertes —Egwene no quería pensar en ellas como las Allegadas de Elayne— abrieron otros. Los refugiados entraron por ellos como las aguas de un río que se desbordan de forma repentina.

—Ve —le dijo a Gawyn mientras tejía un acceso que comunicaba con las zonas de Viaje en el cercano campamento de la Torre Blanca—. Manda venir a tantas Aes Sedai como sea posible despertar. Dile a Bryne que prepare a sus soldados, dile que hagan lo que Elayne ordene y mándalos por accesos a las afueras de Caemlyn. Mostraremos solidaridad con Andor.

Gawyn asintió con la cabeza y entró por el acceso. Egwene lo cerró después y se reunió con Elayne, cerca del agrupamiento de soldados heridos y confusos. Sumeko, de las Allegadas, se había hecho cargo de organizar la Curación para que se atendiera primero a los que corrían un peligro inmediato.

El aire estaba cargado de humo. Mientras Egwene se acercaba deprisa hacia Elayne avistó algo a través de uno de los accesos: Caemlyn en llamas.

«¡Luz!» Se quedó conmocionada un instante, y luego reanudó la marcha. Elayne hablaba con Guybon, comandante de la Guardia Real. El apuesto hombre parecía que se mantenía de pie de puro milagro, con las ropas y los brazos manchados con un alarmante montón de roja sangre.

—Amigos Siniestros mataron a dos de las mujeres que dejasteis para enviaros mensajes, majestad —le decía a Elayne con voz cansada—. Otra cayó en la lucha. Pero recobramos los dragones. Una vez que... escapamos... —Parecía afligido por algo—. Una vez que escapamos por el agujero abierto en la muralla, descubrimos que varias bandas de mercenarios se abrían paso alrededor de la ciudad hacia la puerta que lord Talmanes había dejado con soldados para defenderla. Por casualidad, se encontraban lo bastante cerca para ayudarnos en la huida.

—Hicisteis un buen trabajo —dijo Elayne.

—Pero la ciudad...

—Hicisteis un buen trabajo —repitió Elayne con voz firme—. Recobrasteis los dragones y rescatasteis a toda esta gente. Me ocuparé de que se os recompense por ello, capitán.

—Dad vuestra recompensa a los hombres de la Compañía, majestad. Han sido ellos quienes lo han conseguido. Y, por favor, si pudieseis hacer algo por lord Talmanes... —Señaló al hombre caído que varios miembros de la Compañía acababan de transportar a través del portal.

Elayne se arrodilló junto a él y Egwene se reunió con ella. Al principio Egwene creyó que Talmanes estaba muerto, con la piel oscurecida como por la vejez. Entonces el hombre inhaló con dificultad.

—Luz —dijo Elayne, que Ahondaba el cuerpo postrado del hombre—. Jamás había visto algo así.

—Lo causan las hojas forjadas en Thakan’dar —dijo Guybon.

—Esto nos supera —le dijo Egwene a Elayne mientras empezaba a incorporarse—. Yo... —Dejó la frase en el aire al oír algo por encima de los gemidos de los soldados y el chirrido de las ruedas.

—¿Egwene? —preguntó con suavidad Elayne.

—Haz lo que puedas por él —contestó.

De pie ya, se alejó deprisa. Se abrió paso entre la aturdida multitud siguiendo la voz. ¿Era...? Sí, allí. Encontró un acceso abierto al borde de la zona de Viaje por el que salían Aes Sedai vestidas con variedad de atuendos y corrían presurosas hacia los heridos. Gawyn había hecho bien su encargo.

Nynaeve preguntaba, en un tono de voz bastante alto, quién estaba al frente de aquel desbarajuste. Egwene se acercó a ella por un lado y al asirla por el brazo la sorprendió.

—Madre, ¿qué es todo eso de que Caemlyn arde en llamas? —preguntó—. Yo...

Enmudeció al ver a los heridos. Se puso tensa, y después intentó ir hacia ellos.

—Hay alguien a quien tienes que ver antes —dijo. La condujo hacia donde yacía Talmanes.

Nynaeve inhaló bruscamente. Luego se arrodilló y apartó a Elayne a un lado con suavidad. Acto seguido Ahondó a Talmanes y se quedó paralizada, con los ojos desorbitados.

—Nynaeve, ¿puedes...? —empezó a decir Egwene.

Una explosión de tejidos brotó de Nynaeve como la luz de un sol saliendo entre las nubes de forma repentina. Nynaeve tejió los Cinco Poderes juntos en una columna radiante y seguidamente la dirigió al interior del cuerpo de Talmanes.

Egwene la dejó centrada en lo que hacía. Quizá sería suficiente, aunque el noble parecía perdido. Quisiera la Luz que viviera. La había impresionado en el pasado. Parecía justo el tipo de hombre que la Compañía —y Mat— necesitaban.

Elayne se encontraba cerca de los dragones y hacía preguntas a una mujer con el cabello tejido en trencillas. Debía de ser Aludra, la creadora de los dragones. Egwene se acercó a las armas y posó los dedos en uno de los largos tubos de bronce. Le habían pasado informes sobre ellos, por supuesto. Algunos hombres decían que eran como Aes Sedai, forjados con metal y activados con el polvo explosivo de los fuegos de artificios.

El torrente de refugiados seguía saliendo del acceso; muchos de ellos eran gente de la ciudad.

«Luz —se dijo Egwene para sus adentros—, son muchos. No podemos albergar a toda Caemlyn aquí, en Merrilor.»

Elayne acabó la conversación que sostenía y dejó a Aludra para que inspeccionara los dragones. Al parecer, la mujer no estaba dispuesta a descansar durante la noche y a ocuparse de ellos por la mañana. Elayne se encaminó hacia el acceso.

—Los soldados dicen que el aérea fuera de la ciudad es segura —comentó Elayne al pasar por delante de Egwene—. Voy a echar una ojeada.

—Elayne... —dijo Birgitte, que llegó por detrás.

—¡Vamos a ir! Venga.

Egwene dejó que la reina se ocupara de eso y regresó para supervisar el trabajo. Romanda se había puesto al frente de las Aes Sedai y estaba organizando a los heridos en grupos separados, dependiendo de la gravedad de las heridas.

Mientras supervisaba la caótica mezcla, Egwene reparó en un par de personas que se mantenían algo apartadas. Eran una mujer y un hombre illianos, a juzgar por su aspecto.

—¿Qué queréis vosotros?

La mujer se arrodilló delante de ella. Era de tez clara y cabello oscuro; había firmeza en sus rasgos y su porte, a pesar de tener una constitución alta y delgada.

—Soy Leilwin —dijo con un acento inconfundible—. Acompañaba a Nynaeve Sedai cuando se dio el aviso para la Curación. La seguimos aquí.

—Eres seanchan —musitó Egwene, sobresaltada.

—He venido para serviros, Sede Amyrlin.

Seanchan. Egwene todavía asía el Poder Único. Luz, no todos los seanchan que conocía eran peligrosos para ella; aun así, no correría riesgos. Al ver a algunos miembros de la Guardia de la Torre que entraban por uno de los accesos, Egwene señaló a la pareja seanchan.

—Llevaos a éstos a algún lugar seguro y vigiladlos. Me ocuparé de ellos después.

Los soldados asintieron. El hombre fue a regañadientes; la mujer sin resistirse. No tenía capacidad de encauzar, así que no era una damane liberada. Lo que, sin embargo, no significaba que no fuera una sul’dam.

Egwene regresó con Nynaeve, que seguía de rodillas al lado de Talmanes. Había desaparecido el tono enfermizo de la piel del noble, que ahora estaba pálida.

—Llevadlo a descansar a algún sitio —instruyó Nynaeve en tono cansado a varios miembros de la Compañía que habían observado la Curación y aguardaban—. He hecho todo lo que he podido. —Miró a Egwene mientras los hombres se llevaban al noble.

»Luz —susurró—, esto me ha dejado extenuada, incluso con mi angreal. Me sorprende que Moraine lo consiguiera con Tam, años atrás. —En la voz de la mujer parecía haber una nota de orgullo.

Había querido sanar a Tam, pero le había sido imposible; aunque, claro, por aquel entonces Nynaeve no sabía lo que hacía. Había recorrido un largo, largo camino desde aquel día.

—¿Es cierto, madre, lo que dicen de Caemlyn? —preguntó, levantándose.

Egwene asintió con la cabeza.

—Va a ser una noche muy larga —manifestó Nynaeve, que miró a los heridos que seguían saliendo por los accesos.

—Y mañana un día aún más largo —respondió Egwene—. Venga, coliguémonos. Te prestaré mi fuerza.

—Madre... —Nynaeve parecía consternada.

—Eres mejor Curadora que yo. —Egwene sonrió—. Seré la Amyrlin, Nynaeve, pero sigo siendo Aes Sedai. Sirviente de todos. Mi fuerza te será útil.

Nynaeve asintió con un cabeceo y se coligaron. Las dos se reunieron con el grupo de Aes Sedai que Romanda había organizado para Curar a los refugiados con las peores heridas.


—Faile ha estado organizando mi red de espías —le explicó Perrin a Rand mientras los dos se dirigían presurosos hacia el campamento de Perrin—. Tal vez esté reunida con ellos esta noche. Te lo advierto: no estoy seguro de que le agrades.

«Sería necia si le cayera bien —pensó Rand—. Probablemente sabe lo que voy a exigiros antes de que esto haya acabado.»

—Bueno, supongo que sí le gusta el hecho de que te conozca —agregó Perrin—. Su prima es una reina, después de todo. Creo que todavía le preocupa que te vuelvas loco y me hagas daño.

—La locura ya ha llegado —repuso Rand—. Y la tengo controlada. En cuanto a hacerte daño, probablemente tu mujer tiene razón. No creo que pueda evitar hacérselo a quienes me rodean. Ha sido una lección dura de aprender.

—Das a entender que estás loco —dijo Perrin.

De nuevo tenía la mano posada en el martillo mientras caminaban. Lo llevaba al costado aunque era grande; era evidente que había tenido que hacer una funda especial para él. Un trabajo de forja impresionante. Rand tenía intención de preguntarle si era una de las armas forjadas con el Poder que sus Asha’man habían estado creando.

—Pero no lo estás, Rand —prosiguió Perrin—. A mí no me lo parece. En absoluto.

Rand sonrió y un pensamiento revoloteó al filo de su mente.

—Estoy loco, Perrin. Mi demencia son estos recuerdos, estos impulsos. Lews Therin intentó imponerse. Yo era dos personas que luchaban por controlarme. Y una de ellas estaba completamente perturbada.

—Luz —susurró Perrin—. Qué cosa más horrible.

—No fue agradable, no. Pero... ahí está el quid de la cuestión, Perrin. Cada vez estoy más convencido de que necesitaba esos recuerdos. Lews Therin era un buen hombre. Yo era un buen hombre. Pero las cosas salieron mal. Me volví demasiado arrogante, di por hecho que podía hacerlo todo yo solo. Tenía que recordar eso. Sin la locura, sin esos recuerdos, podría haberme lanzado de nuevo al ataque solo.

—¿Así que vas a trabajar con los otros? —preguntó Perrin, que desvió la vista hacia el lugar donde Egwene y los otros miembros de la Torre Blanca estaban acampados—. Esto va pareciendo cada vez más un montón de ejércitos reunidos para combatir unos contra otros.

—Haré que Egwene entre en razón —contestó Rand—. Estoy bien, Perrin. Hemos de romper los sellos. No sé por qué se niega a hacerlo.

—Ahora es la Amyrlin. —Perrin se frotó la mejilla—. Es la Vigilante de los Sellos, Rand. Su deber es asegurarse de que se los maneja como es debido.

—En efecto. Y tal es la razón por la que la persuadiré de que mis intenciones son procedentes.

—¿Estás seguro de que hay que romperlos, Rand? ¿Absolutamente seguro?

—Dime una cosa, Perrin. Si un arma o una herramienta de metal se hacen pedazos, ¿podrías volver a unirlas en una pieza de forma que funcionaran correctamente?

—Bueno, puede hacerse —repuso Perrin—. Pero es mejor no hacerlo. La estructura del acero... En fin, que casi siempre es mejor volver a forjarla. Fundirla y empezar de cero.

—Pues con esto es lo mismo. Los sellos están rotos, como una espada. No podemos parchear los trozos. No funcionará. Hay que retirar los fragmentos y hacer algo nuevo que los reemplace. Algo mejor.

—Rand, es la argumentación más razonable que cualquiera ha hecho sobre este tema. ¿Se lo has explicado así a Egwene?

—Ella no es un herrero, amigo mío. —Rand sonrió.

—Es lista, Rand. Más que cualquiera de nosotros. Lo entenderá si se lo explicas bien.

—Veremos. Mañana —contestó Rand.

Perrin dejó de andar; el brillo del orbe creado por Rand con el Poder le alumbraba la cara. Su campamento, al lado del de Rand, albergaba una fuerza tan numerosa como cualquier otra acampada allí. A Rand aún le parecía increíble que Perrin hubiera reunido a tantos, incluidos los Capas Blancas, nada menos. Los espías de Rand le habían informado que todos los del campamento de Perrin parecían serle leales. Incluso las Sabias y las Aes Sedai que estaban con él daban la impresión de sentirse más inclinadas a hacer lo que Perrin decía que a no hacerlo.

Tan cierto como el viento y el cielo, Perrin se había convertido en un rey. Una clase de rey diferente de él; un rey de su pueblo que vivía entre los suyos. Él no podía seguir el mismo camino. Perrin podía permitirse ser un hombre. Él tenía que ser algo más durante un poco más de tiempo. Debía ser un símbolo, una fuerza con la que todo el mundo podía contar.

Era terriblemente agotador. No todo era cansancio físico, sino algo más profundo. Ser lo que la gente necesitaba resultaba agobiante, lo iba desgastando con la tenaz constancia del río que hiende una montaña. Al final, el río ganaría siempre.

—Te apoyo en esto, Rand —le dijo Perrin—. Pero quiero que me prometas que no dejarás que la cosa llegue a mayores. No me enfrentaré a Elayne. Ir contra las Aes Sedai será peor aún. No podemos permitirnos pelear entre nosotros.

—No habrá pelea.

—Prométemelo. —El gesto de Perrin se endureció tanto que uno habría podido partir piedras con él—. Prométemelo, Rand.

—Te lo prometo, amigo mío. Iremos todos unidos a la Última Batalla.

—Eso bastará, entonces.

Perrin entró en su campamento e hizo un saludo con la cabeza a los centinelas. Hombres de Dos Ríos ambos, Reed Soalen y Kert Wagoner. Saludaron a Perrin y luego miraron a Rand e hicieron una reverencia un tanto torpe.

Reed y Kert. Los conocía a los dos; Luz, los había admirado de pequeño, pero ya se había acostumbrado a que la gente que había conocido antaño lo tratara como a un desconocido. Notó como si la carga de la responsabilidad de ser el Dragón Renacido le pesara un poco más.

—Milord Dragón —saludó Kert—. ¿Estamos...? Quiero decir... —Tragó saliva con esfuerzo y miró al cielo y las nubes, que parecían avanzar despacio sobre ellos a pesar de la presencia de Rand—. El panorama no parece bueno, ¿verdad?

—Las tormentas suelen ser malas, Kert —contestó Rand—. Pero Dos Ríos sobrevive a ellas. Y volverá a hacerlo.

—Pero... —siguió Kert—. Tiene mala pinta. La Luz me abrase, vaya si la tiene.

—Será lo que haya que ser. La Rueda gira según sus designios. —Rand miró hacia el norte—. No temáis, Kert, Reed —añadió con suavidad—. Todas las Profecías están a punto de cumplirse. Este momento ya fue visto, y las pruebas que pasaremos se conocen. No vamos a ellas desprevenidos.

No les había prometido que vencerían y tampoco que sobrevivirían, pero los dos hombres se pusieron más erguidos y asintieron con la cabeza, sonrientes. A la gente le gustaba saber que había un plan. Saber que había alguien que controlaba las cosas tal vez fuera el mejor consuelo que Rand podía ofrecerles.

—Dejad ya de molestar al lord Dragón con vuestras preguntas —dijo Perrin—. Ocupaos de vigilar bien esta posición. Nada de echar cabezadas, Kert, y nada de jugar a los dados.

Los dos hombres volvieron a saludar cuando Perrin y él entraron en el campamento. Allí había más animación que en los otros campamentos de Campo de Merrilor. Parecía que las hogueras brillaban un poco más, que las risas sonaban con algo más de fuerza. Era como si la gente de Dos Ríos se las hubiera arreglado para, de algún modo, llevar la comarca consigo.

—Los lideras bien —comentó Rand en voz baja mientras caminaba deprisa al lado de su amigo.

Perrin señaló con un gesto de la cabeza a los que se encontraban fuera, bajo la noche.

—No tendrían que necesitarme para que les dijera lo que han de hacer, y no hay más que decir.

Sin embargo, cuando llegó un mensajero corriendo al campamento, Perrin tomó las riendas de inmediato. Llamó al delgaducho joven por su nombre y, al fijarse en el rostro enrojecido y las piernas temblorosas del chico —estaba asustado por Rand—, Perrin lo asió del brazo y se lo llevó a un lado para hablar con él en voz baja, pero firme. Luego lo mandó buscar a lady Faile y regresó junto a Rand.

—Tengo que hablar con Rand otra vez —manifestó.

—Pero si estás hablando con...

—Necesito al verdadero Rand, no al hombre que ha aprendido a hablar como una Aes Sedai.

—Soy yo de verdad, Perrin —protestó con un suspiro—. Soy más yo mismo de lo que lo he sido hace muchísimo tiempo.

—Sí, vale, pues no me gusta hablar contigo cuando todas tus emociones están encubiertas.

Un grupo de hombres de Dos Ríos pasó a su lado y saludó. Sintió una punzada de heladora frialdad al ver a aquellos hombres y saber que jamás volvería a ser uno de ellos. Era una sensación que se le hacía más cuesta arriba cuando se trataba de hombres de Dos Ríos. Pero se esforzó por estar más... relajado por bien de Perrin.

—Bien, ¿qué pasa? —preguntó—. ¿Qué te dijo el mensajero?

—Estabas preocupado con razón —contestó Perrin—. Rand, Caemlyn ha caído. La han invadido trollocs.

Rand notó que el semblante le cambiaba y el gesto se le endurecía.

—No te ha sorprendido —comentó Perrin—. Estás preocupado, pero no sorprendido.

—No, no lo estoy —admitió—. Imaginé que atacarían en el sur. He recibido informes de avistamientos de trollocs allí, y estoy casi seguro de que Demandred está involucrado en ello. Nunca se ha sentido a gusto sin un ejército a sus órdenes. Pero Caemlyn... Sí, un movimiento ofensivo muy inteligente. Te dije que intentarían distraernos. Si consiguen que Andor se retire y atraen sus fuerzas hacia allí, mi alianza será mucho más frágil.

Perrin echó una ojeada hacia donde se levantaba el campamento de Elayne, al lado del de Egwene.

—¿Y no sería positivo para ti que Elayne se fuera? Está en el bando contrario de este enfrentamiento.

—No hay otros bandos, Perrin. Sólo hay uno, con desacuerdo en el camino que debemos seguir. Si Elayne no se encuentra aquí para formar parte de la asamblea, minará todo lo que intento lograr. Probablemente ella es la más poderosa de todos los dirigentes.

Por supuesto, Rand la sentía a través del vínculo. Ese aguijonazo de alarma que percibía en ella le revelaba que ya había recibido la información sobre el ataque. ¿Debería ir a reunirse con ella? Quizá podría mandar a Min. Se había levantado y se alejaba de la tienda donde la había dejado. Y... Parpadeó. Aviendha. También estaba allí, en Merrilor. Unos instantes antes no estaba, ¿verdad? Perrin lo miraba, pero no se molestó en borrar la expresión conmocionada que reflejaba su rostro.

—No podemos dejar que Elayne se marche —dijo Rand.

—¿Ni siquiera para proteger su reino? —inquirió Perrin con incredulidad.

—Si los trollocs ya han tomado Caemlyn, es demasiado tarde para que Elayne haga algo que merezca la pena. Las fuerzas de Elayne se enfocarán en la evacuación. Ella no tiene que estar presente para que esa tarea se lleve a cabo, pero sí es necesario que se quede aquí. Mañana por la mañana.

¿Cómo podía asegurarse de que se quedara? Elayne no reaccionaba bien a cualquier cosa que se le dijera que hiciese; era algo que les ocurría a todas las mujeres. Pero si él daba a entender...

—Rand, ¿y si mandamos a los Asha’man? ¿A todos ellos? Podríamos presentar batalla en Caemlyn.

—No —se opuso, aunque decirlo era doloroso—. Perrin, si de verdad la ciudad ha sido invadida, y voy a enviar hombres para asegurarme de que es así, entonces está perdida. Volver a controlar esas murallas costaría un esfuerzo excesivo, al menos en este momento. No podemos permitir que esta coalición se desarticule antes de que yo tenga ocasión de forjar la unión. Mantenernos unidos nos protegerá. Si cada uno de nosotros sale corriendo para apagar incendios en sus países, entonces habremos perdido. Tal es la finalidad de este ataque.

—Supongo que tienes razón... —comentó Perrin mientras toqueteaba el martillo.

—Ese asalto podría poner nerviosa a Elayne, empujarla a actuar. —Rand sopesó distintas acciones posibles—. Quizás esto la haga sentirse más inclinada a aceptar mi plan. Sería estupendo.

Perrin frunció el entrecejo.

«Con qué rapidez he aprendido a utilizar a otros», se dijo Rand. Había aprendido a reír otra vez. Había aprendido a aceptar su destino y a marchar hacia él con una sonrisa. Había aprendido a sentirse en paz con quien había sido y con lo que había hecho.

Ese conocimiento no le impediría que utilizara los instrumentos que le habían dado. Los necesitaba. Los necesitaba a todos. Ahora la diferencia era que veía a la gente como era, no como unas herramientas que podía usar. Eso se dijo a sí mismo.

—Sigo pensando que deberíamos hacer algo para ayudar a Andor —insistió Perrin mientras se rascaba la barba—. ¿Cómo crees que entraron sin ser vistos?

—Por una puerta de los Atajos —respondió Rand, absorto.

—Bueno —murmuró Perrin—, dijiste que los trollocs no pueden Viajar a través de los accesos. ¿Crees que habrán aprendido a solucionar eso?

—Quiera la Luz que no sea así —deseó con fervor—. Los únicos Engendros de la Sombra a los que lograron hacer pasar a través de los accesos eran los gholam, y Aginor no era tan estúpido para crear más que unos pocos seres de ésos. No, apostaría incluso contra Mat que lo han hecho a través de la puerta de los Atajos de Caemlyn. ¡Creía que ella tendría esa puerta vigilada!

—Pues si fue por una puerta de los Atajos, podemos hacer algo al respecto —dijo Perrin—. No podemos tener trollocs campando por sus respetos en Andor; si se marchan de Caemlyn, los tendremos en la retaguardia y será un desastre. Pero si entran por un único sitio, quizá podríamos interrumpir la invasión con un ataque a ese punto.

Rand esbozó una sonrisa.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Perrin.

—Yo al menos tengo una excusa para saber y entender cosas que ningún joven de Dos Ríos debería saber ni entender.

—Ve y tírate al Manantial —contestó Perrin con un resoplido de sorna—. ¿De verdad crees que es Demandred?

—Es exactamente el tipo de maniobra que él haría. Separa a tus enemigos y luego aplástalos de uno en uno. Es una de las estrategias de guerra más antiguas.

El propio Demandred la había descubierto en los escritos antiguos. Ignoraban todo sobre las guerras cuando la Perforación se abrió por primera vez. Oh, habían pensado que lo entendían, pero era la comprensión de un estudioso que revisa algo antiguo y polvoriento.

De todos los que se habían incorporado a las filas de la Sombra, la traición de Demandred pareció la más trágica. Ese hombre habría podido ser un héroe. Tendría que haberlo sido.

«Eso también es culpa mía —pensó Rand—. Si le hubiera echado una mano en lugar de esbozar una sonrisa de suficiencia, si lo hubiera felicitado en lugar de competir con él... Si entonces hubiera sido el hombre que soy ahora...»

Eso ya daba igual. Tenía que pensar en Elayne. Lo que debía hacer era enviar ayuda para evacuar la ciudad, Asha’man y Aes Sedai leales que abrieran accesos y liberaran a tanta gente como les fuera posible... Y asegurarse de que, por el momento, los trollocs permanecieran en Caemlyn.

—En fin, supongo que esos recuerdos tuyos sirven para algo, pues —comentó Perrin.

—¿Sabes lo que me da que pensar y no dejo de darle vueltas, Perrin? —susurró en voz baja Rand—. ¿Lo que me provoca escalofríos, como si me rozara el aliento gélido de la propia Sombra? La infección es lo que me volvió loco y lo que me dio recuerdos de mi vida anterior. Me llegaron como susurros de Lews Therin. Pero la locura es lo que me da las claves que necesito para vencer. ¿No te das cuenta? Si salgo victorioso, será la propia infección la que conduzca al Oscuro a su caída.

Perrin soltó un suave silbido.

«Mi redención —pensó Rand—. Cuando intenté esto la última vez, mi locura nos destruyó. Esta vez, nos salvará.»

—Ve con tu esposa, Perrin —dijo, alzando la vista al cielo—. Ésta será la última noche que viviremos algo semejante a la paz antes del final. Investigaré y veré hasta qué punto van mal las cosas en Andor. —Miró a su amigo—. No olvidaré mi promesa. La unión ha de anteponerse a todo lo demás. La última vez fui derrotado precisamente por tirarla por la borda.

Perrin asintió con un cabeceo y apoyó la mano en el hombro de Rand.

—Que la Luz te ilumine —deseó.

—Y a ti, amigo mío.

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