VI

Anu llevaba pocas horas bajo el horizonte y Bel estaba completamente sobre él. La luz era amarilla bajo los árboles de la calle Campbell. Y donde atravesaba las hojas translúcidas, ponía brillantes puntos de color coral. El aire estaba inmóvil y fresco, y llevaba fragancias de especias otoñales a través del río. Varios niños jugaban sobre el pavimento. Sus gritos llegaban lejanos y dulces a los oídos de Sparling. Un ciclista los esquivó. En el otro extremo no había nadie a la vista. Los laboratorios e industrias, ubicados en bajos edificios rodeados de jardines, estaban cerrados por la tarde, y sus trabajadores en casa o, unos pocos, en los alrededores del ayuntamiento para ver a los terrestres llegar y enterarse de las noticias de que eran portadores.

La primera conferencia había terminado ya, los Hanshaw habían invitado a los participantes a cenar, pensando que esto podría disminuir un poco la tensión entre ellos. Sparling se había excusado con el pretexto de que su mujer se sentiría frustrada si no cenaba en su casa, ya que le había preparado un plato especial. Sospechó que Hanshaw sabía que era mentira, pero no se preocupó. Tomando la salida trasera, y dando un rodeo, evitaría las preguntas de la multitud.

Con la pipa fría entre los dientes y las manos en los bolsillos, cortó el aire con paso rápido, ajeno al mundo. Unos dedos lo agarraron y le sacudieron. Vio a Jill Conway. Se detuvo. Se le aceleró el pulso.

—¡Uah! —dijo ella—. ¿Qué se quema? Andas como si tuvieras el diablo en el cuerpo —después de un segundo, añadió—: Malo, ¿eh?

—No debería… —Casi perdió su pipa—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Esperándote.

Se asombró ante su sinceridad y se detuvo.

—¿Eh? Pero, por qué…

No, obviamente no me estaba esperando. Sólo esperaba una ocasión para hablar conmigo.

Sparling se recompuso.

—¿Cómo sabías cuándo y dónde?

—Le dije a Olga Hanshaw que me llamase por teléfono tan pronto como la reunión oficial acabara. No le estaba prohibido, y creo que me debe un favor.

Jill había rescatado a los dos niños de Olga de ahogarse hacía un par de años. Era la primera vez que Sparling veía que reclamaba alguna recompensa.

—No lo menciones, Ian, por favor.

—No —prometió.

Pero Dios sabe que nosotros nos reservamos cosas confidenciales hasta que se haya planeado cómo comunicárselas a Primavera y… a la Asociación. Bien, no traicionaré mi promesa por hablar con Jill. No la traiciono. Esto es inofensivo. Si hay alguien en este planeta que merezca confianza, esa es Jill. Debería haber sido invitada a la conferencia, aunque eso podría haber levantado envidias y me hubiera distraído, o inspirado… ¡Detén tantas insensateces! Se ordenó a sí mismo. ¡Viejo Loco!

—Y al respecto de donde tenía que esperarte —le dijo Jill—, te conozco. De Campbell a Riverside y en casa. ¿No es así?

—¿Soy tan transparente? —preguntó él, iniciando una sonrisa.

—No. —Ella contempló sus pálidas facciones cuidadosamente—. Eres una persona poderosa. Sin embargo, evitas demasiado los riesgos y no guardas las formalidades banales. Por tanto, escogerías una ruta para evadirte de la gente. A esta hora, tu camino debía ser este. Primavera no es exactamente un laberinto. —Y acabó bromeando—: Conoces mis métodos, Watson. ¡Aplícalos!

No pudo hacer otra cosa sino reír y mover la cabeza.

—¿Por qué no aflojas tu corbata? —sugirió Jill—. No tienes que impresionar ya a la Marina con nuestro poderío. Además, no te favorece.

—Bien, de acuerdo.

Cuando lo hizo, ella volvió a tomarle del brazo y empezaron a andar.

—¿Qué pasó? —preguntó ella después de un rato.

—No creo que…

—Eh, eh, eh, no has jurado mantener el secreto. Te prometo que no diré nada a nadie, si es lo que quieres.

Se mantuvo silenciosa durante un rato, en el que sólo se oyó el golpeteo de los tacones de sus botas contra el pavimento. Cuando habló de nuevo, lo hizo más suavemente:

—Sí, Ian. Estoy presumiendo. Estoy buscando un privilegio. Pero tengo un hermano en la Marina. Y Larreka siempre ha sido como un segundo padre para mí. Cuando la noche se cruzó en mi vida… escogió el camino más duro tratando de distraerme y disipar mi preocupación contando chistes y anécdotas. Yo hubiera querido llorar. Pero me contuve porque él se habría dado cuenta de lo que eso significaba, y la hija de un soldado jamás muestra su pena.

—La tradición legionaria —dijo él, a falta de palabras mejores—. Sería peligrosa para la moral. Somos diferentes, somos humanos.

—No tan diferentes. Y si yo supiera… Y tan pronto como lo sepa, podré empezar a pensar en hacer algo, no me sentaré a esperar.

El debió mirarla entonces, inclinándose más de lo necesario. Ella dejó de sonreír y su mirada azul relampagueó.

—Tú ganas —dijo él—. Aunque creo que las noticias no te van a gustar.

—No esperaba que me gustasen. ¡Oh, Ian, eres un laren!

La palabra significaba, aproximadamente, «buen soldado», con énfasis en la amabilidad así como en la fuerza y la fidelidad. Ella dejó su brazo y tomó su mano. El reprimió su deseo de abrazarla. Llegaron al embarcadero y giraron hacia el norte sobre Riverside, una carretera cortada frente a la margen izquierda del Jayin. A su derecha, los árboles los ocultaban de la vista de la población, una larga fila de hojasespadas de profundas raíces, preservados en medio de la ecología terrestre de aquel lugar por servir de cortavientos, cuando los tornados procedían del oeste. Al lado opuesto, la corriente fluía, rumorosa. Las curvas y remansos hacían remolinos. Los vuelos de cohetes eran dardos brillantes. En la ribera opuesta, el pastoreo nativo seguía en la lejanía azul. Arboles alejados coronados de cobre o bronce. A media distancia, una bandada de owas graznaban, y los grandes els cantaban cada uno por su cuenta, saltando con sus seis patas, en una paz que Sparling deseó que hubiera podido ser pintada por Constable.

Allí el aire era más fresco todavía, húmedo, con una leve brisa. Al Oeste, bajo Bel poniente, unas nubes se tornaban anaranjadas. Por todos lados el cielo presentaba un color claro. Una fantasmal Celestia se empezaba a levantarse por el este. Debajo, tan alto como para semejar sólo un par de alas, revoloteaba un saru. No se paró sobre ninguno de los iburu que volaban más bajo. Puede que esperase una presa más fácil que aquellos grandes ptenoides verde-broncíneos. Un chantre se posó en una rama, pequeño, de plumas grises, sin temor, y cantó su canción otoñal.

Sparling recordó cómo Jill había continuado la tarea de su mentor, el viejo Jim Hashimoto, sobre las muchas funciones del canto en el chantre y especies relacionadas, para su primer proyecto serio de investigación, y cómo ella lo había acometido con alegría, tratando de hallar ideas nuevas. Había sido entonces cuando él… No, probablemente no. Era una jovenzuela zanquilarga, seis o siete años mayor que su hija, que sólo era para él una de los tres hijos de los Conway. Desde entonces, Alice se había casado con Bill Phillips, y Donald había seguido a Becky a un colegio de la Tierra hasta que se alistó en la Marina…

—Pronto llegaremos a tu casa, Ian —advirtió Jill—. A menos que quieras pararte y hablar.

—No, dejémoslo —dijo él—. No hay mucho que decir, de todas formas.

—¿Crees que las naves traerán correo?

—No. Al menos, nadie lo dijo. El capitán Dejerine, su jefe, prometió que las comunicaciones regulares serían mantenidas. Cuando menos, sus botes correo llevarán mensajes civiles también.

—¿Por qué están aquí?

—Eso fue anunciado ayer, después de establecer contacto. Para protegernos de un posible ataque Naksan.

—Estúpido, diría yo. ¿No crees? Estúpido como cualquier guerra.

—Puede que no.

—Bien, si su presencia garantiza los suministros que necesitamos, para tu clase de trabajo en particular, les estaré agradecida. Pero no, lo que ocurrirá es que la guerra necesitará todo el transporte del que se disponga, y aun más. El Capitán Cómo-se-llame lo confirmó hoy, ¿no? No tendrías ese aspecto si no hubiera sido así.

Sparling dio muestras de asentimiento.

Jill estudió su semblante antes de continuar:

—Las noticias eran todavía peores, ¿no?

—Exacto. Quieren construir una base aquí. Para operaciones de reconocimiento. Lo que significa depósitos, apoyos fáciles y una industria de guerra local para ahorrar en transporte interestelar. Dejerine tiene órdenes de movilizar a todo aquel que no sea necesario para nuestra supervivencia. Efectiva e inmediatamente, tendremos que justificar todo gasto de nuestra producción que no vaya a los almacenes de la Armada.

Jill se detuvo. El también.

—Oh, no —susurró ella.

El permitió que un gesto de sus hombros expresara todo su sentimiento de fracaso. Ella cogió sus manos.

—¿Tu planta de cemento? —preguntó—. ¿No puedes seguir haciendo cemento para tus presas?

—Exacto. Será requisado para la base.

—¿No podrías explicárselo?

—Lo hemos intentado. Hemos defendido cada uno de nuestros proyectos. Yo apunté que las inundaciones por la fusión de los casquetes polares ha sido uno de los mayores factores de aniquilamiento de la civilización en Beronnen del Sur. Y que si podíamos evitarlas este periastro, entonces podríamos esperar… ¡Infierno! ¿Por qué te lo estoy explicando? Dejerine preguntó cuándo empezarían las inundaciones. Le di nuestra estimación. El seguramente comprobará mis archivos. Y dijo que, en cinco años, seguramente se habría acabado la guerra y podríamos desarrollar nuestros proyectos como antes.

—¿Quieres decir que no ha oído hablar del tiempo de demora? ¿Cree que puedes construir una serie de presas en un país accidentado, con trabajo nativo y una mísera maquinaria, frotando una lámpara?

Sparling hizo una mueca.

—El y sus compañeros no eran antipáticos. No son malvados, ni estúpidos. Dijeron que tenemos libertad para protestar y apelar a la Tierra, y que ellos no argumentarían necesariamente contra nosotros. Eso dependerá de lo que decidan después de revisar los asuntos que les competen. Mientras tanto, tienen sus órdenes —aspiró una bocanada de aire—; Dios sabe quién les preguntó acerca del apoyo militar a la Asociación. Dejerine dijo que no la apoyaría. Le ha sido específica y especialmente indicado que han de quedar al margen de las disputas locales. Eso también nos incluye a nosotros, dijo. No debemos arriesgar equipo que pueda ser valioso para el esfuerzo de guerra, ni arriesgar su eficacia, que debe ser totalmente empleada en sus tareas. Además, una comisión parlamentaria ha declarado que nuestra «pasada interferencia» debía ser investigada, ya que podría tacharse de «imperialismo cultural».

Jill se asombró.

—Judas… arribistas…

—No estoy demasiado sorprendido —admitió Sparling—. Cuando fui a la Tierra el año pasado, la última moda intelectual era defender el desarrollo natural de los no humanos.

—Excepto que los no humanos sean naqsans de Mundomar, naturalmente.

—Naturalmente. Entonces, no me preocupé por Ishtar, ya que en la refutación de esa tendencia podían usarse argumentos demasiado evidentes: Si nosotros no procuramos que la civilización sobreviva, millones de seres pensantes morirían. Pero ahora…

Sparling se interrumpió. Jill acabó la frase por él.

—Ahora que tienen que racionalizar el hecho de que ellos permiten que esto ocurra, lo mejor es que prosigan su propia guerra doméstica. Una doctrina de no injerencia debe de ser un magnífico lubricante para la conciencia. ¿No te has preguntado por qué no he querido nunca visitar la Tierra?

—Hey, no juzgues a naciones enteras por sus políticos de una época. Creía, simplemente, que no te sentías inclinada a hacer un viaje tan largo para ver un montón de edificios y multitudes, teniendo tantas maravillas aquí. Pero incluso eso es incierto. Todavía hay áreas bellas en la Tierra.

—Ya me lo dijiste. —Jill golpeó su puño contra su palma—. Ian, ¿qué podemos hacer?

—Intentar que esas órdenes sean retiradas —suspiró.

—O encontrar huecos en ellas.

—Si es posible. Creo que lo primero que deberíamos hacer es tener a los hombres de la Marina a nuestro lado. Hacerles estar de acuerdo con que la Asociación tiene más importancia que una base menor fuera del teatro de guerra. Sus palabras tendrán más peso en Ciudad de México que cualquier argumento que nosotros pudiéramos esgrimir. Repito, Dejerine y su equipo me parecen personas decentes y razonables. Apoyan la guerra, pero eso no significa que sean fanáticos.

—¿Tienes planeada una gran visita turística para ellos?

—No todavía. Voy a Sehala mañana, para decir a la asamblea que… cualquier ayuda que fuéramos a prestarles, deberá esperar. No será fácil.

—No —dijo Jill en tono bajo—. Desearía que no tuvieras que hacerlo, Ian. Tú empatizas con ellos más que cualquier otro humano, y Dios sabe lo que ellos piensan de tu posición. Pero desearía que no recayera en ti esta tarea.

El la miró. ¿Se preocupa tanto por mí?

Volviéndose pensativa, ella prosiguió:

—Supón que, mientras tanto, intento persuadir a esos terrestres. Bueno, no persuadir, eso no puede hacerse en una noche, sino exponerles nuestro caso, los hechos. No tengo ningún hacha profesional que blandir; una naturalista puede continuar su investigación sin que estos cambios le afecten. Pero tengo un hermano de uniforme. Así que deberían escucharme. Seré educada, sí, y parcamente cordial. ¿Crees que eso podría ayudar, Ian?

—¡Podría!

A la vez pensó: No creo que la idea haya pasado por su mente. No tiene noción consciente de cómo flirtear. Eso le impulsó a andar, mientras se forzaba a admitir que para ella era un amigo, sólo un amigo.

—De acuerdo —dijo ella—, no estamos muertos. No carecemos de ideas. —Y seriamente añadió—: Cuando veas a Larreka en Sehala, dile de mi parte, «Yaago harao!».

—¿Qué?

—¿No lo sabes?… Bueno, no es sehalano. Es un dialecto de las islas Iren, donde estaba estacionada la Zera décadas atrás —dudó—. Algo equivalente a «No he empezado a luchar todavía». Si Larreka lo oye, se sentirá mejor.

—¿Algo equivalente? ¿Cuál es la traducción literal?

—Soy una señora. No te lo diré hasta que necesite práctica en ruborizarme… o la necesites tú.

Permanecieron en silencio durante un momento, con las manos cogidas.

—Un atardecer demasiado hermoso para hacer algo más que contemplarlo —dijo ella, mirando al río. La luz en las nubes y el agua ponía reflejos dorados sobre ella—. ¿Tiene la Tierra realmente lugares como este?

—Unos cuantos.

—¿Tu tierra?

—No, es diferente. Bosques, montañas, mar, clima húmedo…

—¡Tonto! Sé que eres de la Columbia británica. Me has confirmado lo que ya sabía, que tienes una mente tan literal como un computador. Si dijera «sapo», no te limitarías simplemente a saltar, harías todos los esfuerzos por ponerte verde.

El sonrió.

—Ve a la Tierra y encuentra un sapo. Bésalo y conviértelo en un hermoso príncipe. Entonces te apenarás. Verás que la conservación de la masa requerirá que tú te conviertas en sapo.

¿Se daba ella cuenta de que le había llamado viejo y pelmazo? Ella habló con renovada seriedad:

—Seguro que han reservado enclaves de naturaleza en la Tierra, y tú tuviste la suerte de crecer en uno de ellos. Pero, ¿no fue tu verdadera suerte venir aquí? ¿No eres feliz en donde estamos? La Libertad… —Abruptamente apuntó en una dirección—. ¡Mira! ¡Mira! ¡Un bipen!

La mirada de Sparling siguió su gesto. El animal que volaba sobre los árboles era menos parecido a un pájaro que los otros ptenoides a la vista. En lugar de cuatro patas y dos alas, tenía cuatro alas y dos patas, e interminables diferencias más, desde el esqueleto a la punta del plumaje. Era de la familia del díptero que derivaba de los ictioides de la costa de Beronnen del Sur. Pero la mayoría de cuatrialados, menos afortunados que los de dos alas, estaban confinados en Haelen. Nunca había visto un bipen antes. Era una grande y hermosa criatura, de plumaje violeta a los rayos del atardecer.

—Están empezando a trasladarse al norte —dijo Jill—. Pensaba que esto pasaría. Restos del último ciclo, derivaciones de los cinturones de tormentas… Ian, ¿soy malvada por interesarme tanto por las consecuencias del paso de Anu en la ecología? ¿Por sentirme fascinada al contemplarlas?

No, quiso decir, tú no puedes hacer nada que esté mal.

No pudo pronunciar eso, pero dijo una palabra más significativa que toda la frase:

—Ciertamente no.

El grito de ella lo interrumpió. Fijó su atención en el cielo.

El saur, que había estado en la lejanía, descendía. Sus alas portaban garras afiladas y un pico curvado; Sparling oyó el silbido del aire detrás de él. Oyó el impacto que rompió el cuello del bipen y vio esparcirse la sangre. La sangre orto-ishtariana es púrpura, y salvajemente fluorescente. El saru se afanaba con la pesada presa que había logrado.

Las lágrimas aparecieron en los ojos de Jill.

—Esto ocurre, supongo, cada mil años. Quizá las especies han dependido siempre de esta clase de cosas. Pero nosotros no lo necesitamos, ¿verdad?

El sacudió su cabeza.

—Por Dios, nosotros no renunciaremos. Excúsame —dijo con voz temblorosa—. Intento ser fuerte, pero… ese pobre pájaro que ha venido aquí a morir… Mandémosles al infierno, Ian. Gracias por todo. Buenas noches.

Ella se despedía y empezaba a caminar, Bel se ocultó bajo el horizonte.

Sparling permaneció allí, cargando su pipa, hasta que desapareció de su vista. Las nubes se tornaron azules, salvo en donde la luna las iluminaba. Las estrellas se avivaron, y Marduk brilló. Pensó en lo castigado que estaba aquel planeta por las tormentas que Anu producía en su atmósfera. Pero desde cien millones de kilómetros, nada era visible excepto la paz. El aire era fresco, el agua corría rumorosa, el humo daba a su boca un beso acre.

Pensó que, en realidad, aquel lugar y momento eran más plácidos que su tierra natal. No importaba lo que la Tierra fuera para Ishtar, excepto por haber llevado al hombre hasta allí; la costa canadiense occidental nunca sería como el Valle Jayin.

Jill tiene razón. He sido afortunado.

Su hija había dicho lo mismo el último año, cuando hizo un viaje turístico a su añorado país. El colegio en que estudiaba estaba en la megalópolis de Río de Janeiro.

Su juventud había transcurrido entre los árboles y las corrientes claras, ya que su padre, que era arquitecto espacial, fijó en Vancouver su residencia, ya que no quiso abandonar la Tierra de forma definitiva. Su madre era programadora y podía trabajar en cualquier lugar. He visto la prosperidad y también el subdesarrollo, le dijo a Yuri Dejerine cuando acabaron las discusiones. No se equivoque conmigo. Simpatizo, estoy de acuerdo en que esa gente merece mejores oportunidades. Tantas como los humanos. Yo estaba aun en edad escolar, tenía quince años, cuando Gunnar Heim nos condujo a la victoria sobre Alerion. Eso no es solamente algo que yo sé, yo siento lo que eso significa.

Pero cuando empecé a trabajar, fuera del sistema, como ingeniero, encontré a los naqsans y, ¡por Satán!, son de nuestra clase. Entonces, en los últimos veinte años que he estado en Ishtar, este ha llegado a ser mi mundo, aquí es donde mi deber está…

Trató de volver al presente. El tiempo de la revisión había pasado. Sus botas resonaron.

El crepúsculo se estaba convirtiendo en noche, cuando finalizó su corta ascensión por la calle Humboldt, desde Riverside, y abrió la puerta. El resplandor de las ventanas dejaba ver las rosas marchitas y trozos baldíos en el césped. Las plantas terrestres no se desarrollaban bien. Para eso, tendrían que pasar algunos años, matando gusanos que traían de la Tierra, y eliminando algunas bacterias del suelo, tratando de conseguir la composición original de acidez, nitrógeno y otros elementos, permitiendo a los microbios nativos reconstruir el humus. Las plantas exóticas que no eran escrupulosamente cuidadas enfermaban y morían. Tengo que abonar, drenar, hacer lo que sea necesario, pensó. Cuando tenga oportunidad; si la tengo. No había jardineros en Primavera. Becky tenía que hacer el trabajo.

Debo ser honesto conmigo mismo. Podría encontrar las horas necesarias si quisiera. La verdad es que me gustan los jardines, pero no su mantenimiento. Me resulta más divertido hacer cosas de carpintería para mi casa, o juguetes para regalar a los niños humanos o ishtarianos. Y Rhoda tiene lo que Jill llama un marchito y experto pulgar.

Atravesó la puerta principal. Su mujer dejó el libro que estaba leyendo. Reconoció una novela que había tenido mucho éxito en la Tierra, cuando él estaba allí. La bibliotecaria se había encargado de hacer varias copias. Sentía curiosidad por el contenido de la novela del día y había intentado varias veces iniciar su lectura. Sin embargo, siempre le parecía estar demasiado ocupado, o demasiado cansado, y prefería relajarse con un viejo conocido como Kipling, o estaba intrigado por una pieza de literatura ishtariana, o…

—Hola —dijo su mujer—. ¿Qué pasó?

Su inglés guardaba un rastro de acento brasileño. Tiempo atrás, había aprendido el portugués y lo hablaban en casa. Pero perdieron la costumbre y él su vocabulario.

—Me temo que no podré decírtelo de momento.

Se sintió culpable. Sabía que ella no era una charlatana y que Olga Hanshaw había podido escuchar lo que había querido. Pero se disculpó a sí mismo diciéndose que estaba demasiado cansado para tratar aquel miserable asunto otra vez, más aún cuando Rhoda, situada en una posición poco importante en el departamento de abastecimientos, necesitaría toda clase de explicaciones y detalles de aquello que Jill había comprendido al instante.

—No es bueno —dijo ella después de mirar su rostro.

—No, no es bueno.

Se desplomó en una silla. Y dijo lo mínimo que debía revelar:

—Mañana iré a Sehala. Iré para, uh… negociar con la asamblea. Creo que estaré fuera unos cuantos días.

—Ya veo —se levantó—. ¿Quieres beber algo antes de cenar?

—Desde luego. Dos dedos de ron con un poco de limón. —Los levantó unidos, en posición vertical.

Cuando ella sonrió, un rastro de su antiguo atractivo se hizo presente y recordó a la chica estudiosa que había encontrado en el trabajo. Nunca había sido una chica espectacularmente bella, originalmente él había considerado que tenía la belleza necesaria para botar un solo barco. Pero siempre había sido un poco torpe con las mujeres; vio que podía tener a Rhoda Vargas si quería, y que ella sería una buena compañera; y procedió sistemáticamente a enamorarse. «Me estaba esperando a mí», dijo ella.

Más joven que él, sin embargo mostraba más tonos grises en su pelo. Su cara, de nariz chata, se había vuelto mofletuda, y también su cuerpo, de escasa estatura, había engordado. Todavía cuando pasaba junto a ella, camino de la cocina, posaba la mano en su cabeza y recordaba los primeros años.

Una vez solo, aspiró el humo de su pipa y se preguntó si el difícil nacimiento de Becky había iniciado el lento cambio. El doctor les dijo que no era posible implantarle un nuevo útero; ella lo perdería, y a la criatura también. Pero ellos no habían sido requeridos para que tuvieran más hijos. ¿Pudo la pérdida interna acarrear consecuencias tan sutiles que la medicina no pudiera detectar? El caso es que ella seguía siendo popular en la comunidad, una excelente cocinera, etcétera, etcétera, pero poco a poco se iban separando, tanto física como espiritualmente.

O bien, se preguntó por enésima vez ¿se produjo el cambio principalmente en mí? Por su trabajo había tenido que recorrer medio planeta, mientras ella y la niña se quedaban en casa. Tenía que realizar frecuentes viajes a la Tierra, y ella, que añoraba a su pueblo más de lo que él al suyo, tenía que conformarse con unas pocas semanas cada cuatro años. Por otro lado, ella mantenía sus relaciones humana en Primavera, mientras que él las incrementaba con los Ishtarianos y sus mentes.

Por la causa que fuera, ya no sentía por ella nada más que un vago deseo y cierta compasión: una verdad de la que sólo hacía partícipe a su corazón. Cuando sus proyectos requirieron que permaneciera la mayor parte del tiempo allí, planeando y dirigiendo, y no en el campo, su principal sentimiento fue de resignación.

Hasta que se dio cuenta de la existencia de Jill Conway.

Rhoda apareció con las bebidas:

—Me alegro de que hayas venido pronto, querido. Has estado esforzándote demasiado. Para esta noche había pensado, si no llegabas tarde, hacer un plato especial.

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