Arnanak sacó la espada. La luz flameó en la hoja. Gritó:
—¡Adelante!
Un poderoso sonido se alzó así que dos docenas de fuertes guerreros se colgaron en las barras de arrastre. Lentamente, rechinando, crujiendo, el puente se puso en movimiento. El polvo y las piedras surgían de sus ruedas. El Sol y el Merodeador brillaban sin piedad en un cielo tranquilo, sobre una tierra serena. A la derecha, el río brillaba como el bronce. Las fortificaciones parecían irreales a través de la calina.
El puente seguía avanzando. Arnanak lo seguía a distancia. Su tripulación necesitaba todo el coraje que él pudiera darles. El, y su escudo legionario, tendrían su oportunidad cuando estuvieran a tiro de arco.
Su orgullo creció. Era su idea, su obra. Los ingenieros de la Asociación nunca habían hecho nada parecido; sus enemigos nunca habían tenido ciudades tan bien fortificadas como Port Rua. Las tres enormes carretas dispuestas en hilera llevaban troncos enormes, lo suficientemente largos como para cruzar el foso. Una carga de piedras evitaba que se balanceara. Detrás, una mampara y un techo protegían a los que llevaban tal peso adelante. Era imparable, salvo que el más fuerte tiro de un trabuquete lo impactara directamente; y él había gastado vidas y sus restantes piezas de artillería en asegurarse de que no quedaba un solo bastión en pie en el lado norte.
Las flechas surgían de la empalizada. Muchas eran incendiarias, y varias llegaron a su objetivo. Pero se necesitaba algo más que eso para incendiar aquella mole, que había sido humedecida mientras era transportada desde Tarhanna y aún después, por brigadas de cubos. Arnanak iba y venía.
Seguía sin ver la bandera de Larreka. Hacía ya varios días, desde que la Zera les infligió aquel desastre en la orilla del río que obligó a Arnanak a suspender todos los ataques, excepto la construcción de su artefacto y el bombardeo. ¿Había caído el comandante? Si era así, duerme bien, Hermano Entre los Tres. Larreka era astuto y…
¡Y ellos estaban en el foso!…
Un grito jubiloso brotó de la masa tassui cuando la estructura se situó formando puente. Arnanak se volvió con rapidez. La fatigada tripulación lo dejó fijado y se retiró a un lugar más protegido. Las trompetas de los muros invitaron a los arqueros a hacer un alto en sus disparos incesantes.
Arnanak hizo una señal. La máquina siguiente, última entre las que habían capturado al desgraciado grupo de Walua, se movió hacia adelante. Un ariete sostenido por cadenas y protegido por una testudo, manejado por sesenta y cuatro machos. Aunque el cobre de que estaba hecha era incombustible, su techo parecía enmohecido; no se podía mirar directamente a la máquina bajo el brillo de los soles.
—Preparaos para la carga —dijo Arnanak a sus guardias.
Las banderas ondeaban hacia él desde lejos. El rió.
—Sí, esperaba esto.
La puerta este estaba abierta y el puente levadizo bajado. Tomó aire y empezó a correr. Sus tropas se precipitaron tras él.
La luz se reflejaba en esta y en la otra armadura, a lo lejos. Un destacamento había dejado la fortaleza para intentar capturar a la tripulación del ariete, matarla e inutilizar la máquina, antes de que derribara la muralla. No eran pocos los miembros del destacamento. Los tassui esperaban poder cortarles la retirada. Cuando vieron a los tassui sobre ellos, cambiaron del orden cerrado a la disposición de combate y contra cargaron. Su pérdida seguramente debilitaría a la guarnición.
—Extendeos, zigzaguead. Atrapadlos entre vosotros.
Por mucho que hubiera entrenado a sus tropas de choque, nunca estaba de más recordarles las tácticas.
No dijo nada más. Las catapultas portátiles empezaron a disparar nubes de dardos a más distancia de la que un arco podía lograr, produciendo más y más muertes.
El vio a machos que caían por tierra y rodaban. Algunos conseguían volver a ponerse en pie, renquear hasta la retaguardia o continuar luchando; otros seguían yaciendo y su sangre púrpura manchaba la tierra. Pero los heridos eran pocos, y faltaba poco tiempo para que los tassui cayeran sobre los sureños. Arnanak se dirigió con ocho machos hacia un trío de fuertes soldados que vestían armaduras como la suya. Entraron en combate.
Los escudos golpeaban y segaban, la espada o el hacha se elevaba por encima de las cabezas. Arnanak y un legionario se enfrentaron y lucharon, buscando la forma de anular la defensa de su oponente. Los golpes sobre el casco fueron intercambiados y resonaron sobre las corazas y grebas. Sus compañeros se reunieron en torno suyo. Con cotas de malla, no podían competir contra los completamente protegidos. Pero mientras su Caudillo luchaba, ellos golpeaban a través de cualquier hendidura. Su enemigo fue herido en el vientre por una pica. Gritó cuando sus intestinos se desparramaron, se derrumbó sobre ellos y se dispuso a morir. Sus compañeros habían muerto ya.
Arnanak observó que tenía cerca a un legionario y le atacó. El soldado podría haber huido, ya que Arnanak estaba cargado con su armadura, pero lo esperó a pie firme. Arnanak abrazó su escudo y clavó la espada.
En otros lugares, las tropas de Ulu habían servido hasta el fin. Habían roto la formación legionaria, contra la cual los bárbaros no podían luchar bien. Arnanak ondeó el cuerno.
Así que el polvo se posaba, Arnanak vio el testudo cruzar su puente, subir la ladera, contra el muro. Oyó el golpe.
—¡Ohai-ha! —gritó gloriosamente, conduciendo a sus tropas al camino.
No debían permitir una salida que aislara a sus zapadores. Estuvieron bajo un fuerte fuego hasta que la empalizada se rompió. Después, sólo hubo una estrecha brecha, desesperadamente defendida; pero los tassui lograrían cruzarla. Aquel día conseguirían entrar en Port Rua.
Dentro de sesenta y cuatro años, estaremos en Sehala.
Un aullido rompió el cielo. Arnanak miró. Una forma metálica planeaba como si saliera del Sol Demonio. Sus corazones flaquearon. ¡Humanos! ¿Qué es lo que vienen a hacer?
Desde la nave, algo atacó a la masa de guerreros.
Entre llamas y resplandor, el cielo se abrió.
Empujado hacia lo alto, Arnanak voló. El ruido era demasiado grande para percibirlo. Lo llenaba a él, lo poseía a él, se convertía en él, y todos sus huesos vibraron. Cayó a tierra, que ondeaba como el mar. El dolor de sus quemaduras se impuso. Su alma se rompió en un grito.
Todavía conservaba una parte de su fuerza. Era una piedra llamada Arnanak, y aunque el fuego la atravesaba de extremo a extremo, en su espíritu vivió la voluntad de ser un imán para su gente. A través de una ardiente y blanca ceguera donde corrían monstruosos vientos, aquello arrastró el pensamiento y la angustiada alma de Arnanak. Después de un millón de ciclos de la Estrella cruel, él permanecía.
Se levantó sobre un costado, en medio de la agonía, y alzó los ojos. Yacía sobre la tierra, cenicienta y tranquila, porque no podía oír a los heridos, que vio en la lucha, entre los montones de muertos; porque no podía oír nada. Desde el campo se alzaba una nube, más alta de lo creíble, y en su cumbre flotaba el fantasma de un enorme fénix. La ciudad permanecía intacta, y el aire abandonado bajo las rampas. Debo haber estado cerca del límite de la explosión, se dijo lentamente a sí mismo. Iré a buscar a mis hijos. Pero sus cuartos traseros no respondían. Cuando vio su carne atravesada por lanzas y cuchillos, supo por qué. Se incorporó sobre sus manos y sus patas delanteras, y empezó a arrastrar la parte muerta de él:
—Tornak, Uverni, Aklo, Tatara, Igini. —Intentó gritar. No. Igini murió en el mar, ¿no?—. Korviak Mituso, Navano —los hijos que habían compartido su orgullo y su honor, pero no se acordaba de todos— Kusarat, Usayuk, Innukrat, Alinark —amigos, esposas, seres queridos… Pero no podía saber si le quedaba voz. Humanos. ¿Por qué? Hubiera sido vuestro amigo. Os hubiera mostrado mis dauri y la Cosa. No estaba seguro de si la nave seguía allí, no la vio, con la pobre vista que le quedaba. Ni estaba seguro de si el cadáver que estaba a su lado y ante el cual debía pararse, ya que no podía ir más lejos, pertenecía a alguien que él hubiera conocido. Pensó que podía ser el de Tornak, pero estaba demasiado quemado para saberlo. ¿Estuvo cerca de la explosión?
Si pudo recorrer aquella distancia en su debilidad, entonces… no todos estaban muertos. La mayor parte de los que vivían habían huido, y regresarían a sus casas y algunos sobrevivirían al Tiempo de Fuego. Si los humanos no los seguían vengativamente… ¿Por qué habrían de hacerlo? No tenían necesidad. Eran casi todopoderosos.
Arnanak suspiró y se tendió a descansar. La noche llegaba. ¿Estaba demasiado débil para un sueño de Muerte? No. No lo permitiría. No era un animal moribundo, era el Caudillo de Ulu.
Se levantó y sacó la espada.
—Dame mi honor —dijo al sin rostro.
La luz dio en el filo. Golpeó a las alas negras que, tormentosas, daban vueltas y vueltas, cercándolo contra la colina y los árboles. Gemían, aquellos vientos.
Arnanak caminaba hacia delante. Iba silbando hacia el gris matorral, donde el viento frío hacía silbar a su ensangrentada espada con él. Las bolsas se balanceaban a su espalda, con la armadura colocada encima de ellas, con el escudo colgado de sus hombros para que la joroba cargara el peso, con la cabeza alta y la vista al frente, derecha frente-izquierda, ar, izquierda frente-derecha ar:
Escuchad el tambor, el tambor, el tambor.
«¡Fuera!» grita el cuerno.
Acaba tu cerveza,
Recoge tus cosas,
Despídete de las hembras.
«¡Adiós a todos! ¡Adiós a todos!»
Gritan el tambor y la trompeta.
¡Al infierno con ellos! ¡Al infierno con ellos!
Yo preferiría ir a casa.
Vamos murmurando, murmurando, murmurando.
Tranquilizaos a vosotros mismos con la marcha.
Es como la cerveza.
Y en el frente ¿qué puede sustituir a las hembras?
Era la marcha de la Tamburu.
La Zera se les había unido, ya que había que forzar un puente.
—¡Qué país más frío escogí para nacer! —Dijo Larreka, entre obscenidad y obscenidad—. La mejor cosa de Haelen es el barco que te lleva lejos de allí.
—No te gustaría mucho más el mío —le advirtió Arnanak.
—No, seguro que no. Por eso tuvimos que irnos a recorrer el mundo.
—¿Lo lamentas?
—Naturalmente que no.
—Ni yo.
El puente era delgado y brillante como la hoja de una espada. Temblaba sobre el cañón en donde se precipitaban las aguas del océano, rodando hacia el infierno. Ellos estaban de pie ante él, horrorizados.
—Tendremos que tomarlo a la carrera —decidió Arnanak.
A Larreka le pareció bien. Cuando estuvieron armados, tomó el acero en la mano izquierda. Así irían escudo contra escudo, guardándose mutuamente.
Arnanak disparó su lanza, que se precipitó entre los enemigos. El y Larreka la siguieron. Arrojaron a sus enemigos a la catarata, y pasaron.
Al otro lado había una vasta y accidentada tierra, con montañas hacia el cielo, los valles agostados, silenciosos bajo los soles. Su fiereza penetraba en los huesos.
—¿Entiendes ahora por qué esto tenía que ser abandonado? —Preguntó Arnanak—. Pero ven. Conozco el camino.
Todos ellos estaban allí a la entrada de Ulu, dándoles una bienvenida ritual, canciones, amigos, amores dispuestos a abrazarlo. Condujo a Larreka al sitio de honor. Allí el aire era fresco, y la luz de una lámpara iluminaba las armas colgadas de las paredes. Aquella noche, la fiesta se convirtió en alud. Se divirtieron, bebieron, hicieron el amor, explicaron historias, lucharon, jugaron, cantaron canciones y recordaron, recordaron, recordaron…
Al final, los machos tomaron sus armas otra vez, pronunciaron sus últimas palabras de despedida y salieron al exterior. ¡Ohai-ha, qué aspecto de valientes tenían! Lanzas entre banderas, plumas, espadas y hachas, eran blandidas como un único y profundo grito de las huestes en homenaje a sus capitanes.
—Ya es hora —dijo Arnanak.
—Yai —dijo Larreka.
Jubilosos, todos los tassui y legionarios que habían caído en la batalla, los siguieron hacia los ventosos caminos donde el inmenso rojo caos del Merodeador esperaba su embestida.