I

En el país del norte durante el Tiempo de Fuego no había tregua por parte del Sol Demonio. Día y noche, verano e invierno, llameaba en lo alto hasta que no existía ni día ni invierno. Aquellas eran las Starklands, dónde pocos mortales habían llegado y ninguno podía vivir, ya fuera el año bueno o malo. Los dauri de ese reino, que llegaban al sur en sus desconocidos vagabundeos, veían al Rojo hundirse conforme se alejaban, hasta que al fin, algunas veces, giraba bajo el horizonte que habían dejado atrás.

Cuando cruzaban las Colinas de la Desolación, tales viajeros se encontraban entre los tassui, el Pueblo Fronterizo, que mantenían el límite sur de Valennen y por tanto eran los más septentrionales de los mortales. Allí, la vida, la tierra y el cielo eran igualmente extraños para ellos.

Cuando el Portador de Tormentas estaba lejos del mundo, casi tanto como la más brillante de las estrellas, aquellos territorios se diferenciaban poco entre una estación y otra. En invierno se podía esperar algo de lluvia, y los días eran un poco más cortos que las noches, pero eso era todo. Los trabajadores y soldados de la Agrupación decían que mientras tanto, en el lejano norte, el Sol Verdadero nunca salía, y el frío era tan fuerte que el hielo se depositaba en sus valles. Pero el Tiempo de Fuego cambiaba y trastornaba esto, así como cambiaba todo lo demás. Entonces, en pleno verano, los tassui tenían de día al Invasor, dos soles de una vez, mientras que en invierno lo tenían permanentemente, sin un momento de bendita oscuridad.

Lo mismo ocurría si una persona viajaba al Sur Sobre el Mar; excepto por el cambio de estaciones, invierno en Beronnen cuando en Valennen era verano, y el hecho de que el Incinerador siempre estaba más bajo hacia el norte. Finalmente se alcanzaba un lugar nunca visto durante el Tiempo de Fuego, sólo después, cuando se había retirado lo suficiente como para no causar daño. La mayoría de los tassui pensaban que debía ser un país favorecido por los dioses, y no creían a los extranjeros que, en cambio, les decían que era horrible y miserable.

Arnanak sabía que la historia era cierta. El mismo había visitado Haelen hacía cien años como legionario de la Agrupación. Pero rara vez contradecía a sus compañeros y seguidores en asuntos de esa clase. Les dejaba tener ideas equivocadas si lo querían, especialmente ideas que alimentaban la envidia, la sospecha y el odio a los forasteros. Porque por fin ya estaba preparado para lanzar su ataque definitivo.

Un cuerno sonó en las colinas de Tarhanna. Sus ecos se esparcieron por los riscos y escarpaduras. El río Esali rugía, precipitándose a través de un cañón hacia la llanura. No se había secado todavía, pero ya se encontraba reducido a un estrecho torrente, entre las piedras que abrasaban los pies de los sedientos, y que el abuelo de Arnanak conocía desde su niñez. Pero el aire era estático y caliente, con un olor brumoso de arbustos donde éstos se marchitaban.

Solitario, el Sol Verdadero se mantenía cerca de las lomas occidentales. La neblina se teñía de amarillo por las cenizas de una arboleda que la llama ya había devastado. Por lo demás, el cielo estaba despejado, con un azul tan fuerte que podía ser cortado con un cuchillo. Más oscuras que el cielo eran las sombras de los pliegues de las colinas; en las grietas y valles el color se tornaba púrpura.

De nuevo Arnanak lanzó al aire el sonido de su cuerno. Los guerreros dejaron sus refugios sombreados y treparon hacia él. No se pondrían los arneses de guerra, aquellos que los tuvieran, hasta poco antes de comenzar la batalla. Una vaina, una bolsa, un carcaj eran las únicas vestiduras de la mayoría. Sus verdes pieles, sus melenas color caoba, con reflejos verde-dorados, sus brazos y rostros negros, contrastaban vivamente con el pardo del suelo y las rocas esparcidas a su alrededor. Las puntas de las lanzas brillaban en lo alto. Las colas se enroscaban en sus cuartos traseros con impaciencia. Cuando se congregaron junto a la suave elevación en que se encontraba, su olor masculino fue como una oleada de hierro húmedo.

El orgullo de Arnanak no le impidió hacer un recuento aproximado, ahora que los tenía allí, juntos. Serían unos dos mil. Muchos menos de los que esperaba necesitar pronto. Sin embargo, era una buena respuesta para el inicio de una aventura como aquella. Y habían llegado de todas partes. Su propio contingente había tenido que hacer el viaje más largo para acudir a la cita desde Ulu, bajo el Muro del Mundo. Pero por el aspecto, forma de andar, ornamentos y fragmentos de charla, reconoció a otros del Sur de Valennen, montañeses, corredores de los bosques, exploradores de las llanuras, segadores de las costas e islas. Si probaban que eran capaces de tomar la ciudad comercial, sus semejantes se les unirían.

Por tercera vez hizo sonar el cuerno. El silencio se extendió hasta que sólo el agua invisible pudo oírse. Arnanak permitió que lo mirasen, que sus mentes lo admiraran antes de comenzar a hablar.

Ya que su pueblo tenía en gran estima a aquellos que poseían la fuerza para ganar y la inteligencia para mantener la riqueza, llevaba adornos costosos y llamativos en abundancia. Engarzada con piedras preciosas, una corona dorada se alzaba desde su melena. Espirales doradas se enroscaban en sus brazos y piernas. Los anillos brillaban en sus cuatro dedos, de ambas manos. Un manto multicolor sehalano cubría su joroba y su espalda. La espada larga que alzó como señal de mando era de acero damasquinado forjado en el Sur Sobre el Mar; pero había sido muy usada.

Tras él un árbol fénix crecía, oscura y poderosamente, y sus ramas se extendían hasta formar un ancho techo azul de hojas. Bajo ese refugio, unas cañas habían brotado recientemente, formando un dosel de tallos oscuros y de sombras rojizas. Arnanak había escogido el lugar de la cita con tiempo, y tuvo mucho cuidado en ser el primero en llegar, en parte para reclamar ese lugar para él. No lo prohibió a otros para reservarse la comodidad; más aún, había confeccionado un punto de alojamiento en campo abierto, a plena luz del sol, como el menos afortunado de los recién llegados. Lo necesitaba para la comedia que había planeado.

Gravemente, caminó hasta el borde rocoso, miró a los ojos de los presentes, llenó sus pulmones y exclamó:

—¡Escuchad, tassui! Yo, Arnanak. Caudillo de Ulu, hablaré; y vosotros entenderéis.

«Mis mensajeros, que llevaron las dagas de guerra de señorío en señorío podían hablar de poco más que de un lugar de encuentro cuando las lunas cruzasen, de determinada forma, entre las estrellas. Vosotros sabíais que con los años me he hecho con aliados y tributarios en todo el oeste, y en otros lugares. Habíais oído que mi deseo es expulsar a los extranjeros al mar y más allá, donde no impidan nuestra marcha hacia el sur antes de que el Tiempo de Fuego muestre su fiereza. Habéis supuesto que golpearé primero en Tarhanna.

»Pero esto la Legión también lo sabe, lo ha oído y lo puede suponer. No podía arriesgarme a que espías o traidores dijeran a nuestros enemigos nuestros planes con más exactitud.

»Por tanto, yo no estoy enojado porque la mayoría de los machos se hayan vuelto atrás. Algunos me temen, otros temen mi fracaso; más aún, esta es la estación en la que cada casa debe hacer acopio de lo que pueda, para poder alimentarse en el duro año venidero y los peores años que vendrán después. No, yo considero el mejor de los presagios el veros reunidos aquí en el número en que estáis.

»Nos iremos a la caída del sol. Voy a explicaros mi plan.

»La razón que tuve para escoger la primavera fue que es la estación en la que los tassui están trabajando. La Legión sólo esperará de nosotros unas pequeñas incursiones, no un asalto contra la fortaleza principal del interior del territorio de la Asociación. Sé como piensan los del Sur Sobre el Mar. Mediante agentes dobles les he ayudado a esperar un gran movimiento de tropas nuestro, en verano; cuando tengamos algo en nuestros graneros y dispongamos de noches enteras de cobertura y frialdad para viajar.

»Aún disponemos de media noche antes de que el Rojo salga. Tiempo suficiente para alcanzar Tarhanna, si ambas lunas nos ayudan a hacerlo rápidamente. Yo mismo he realizado el viaje, dos veces. Por otra parte, sé que la guarnición es pequeña. La Legión ha retirado parte de ella para ayudar a la lucha contra la piratería a lo largo de la costa Ehur… piratería que inicié el invierno pasado con ese propósito.

Un murmullo creció entre la multitud. Arnanak elevó su voz por encima de él:

—Hoy vuestros líderes y yo hemos precisado el plan.

Vosotros lo único que tenéis que hacer es seguir sus estandartes. En dos divisiones, atacaremos por las puertas norte y sur. Entonces, cuando tengamos a los soldados bien ocupados, un pequeño grupo escalará el muro junto al río. Un truco peligroso, una acción por sorpresa, pero no demasiado peligroso para mis machos, que lo han practicado en una réplica de la muralla que he construido en Ulu. Crearán una cabeza de puente para otros, que caerán sobre la puerta que parezca más débilmente defendida, y la abrirán; así tomaremos la ciudad.

»Si hay hambre en tu casa, guerrero, recuerda que puedes ir a las islas del Mar Fiero que todavía son prósperas y que están demasiado bien guardadas para que las podamos tomar; y puedes cambiar tu parte del botín por alimentos. Ante todo, recordad que este es sólo el inicio de la expulsión de la Asociación. Vuestros hijos vivirán en las tierras que los dioses aman.»De esto os daré una señal.»

Había acompasado sus palabras a la marcha del sol. Cuando se ocultó tras las colinas, el crepúsculo cayó como una ola en el mundo y las primeras estrellas empezaron a brillar. Del mismo límite occidental ascendió Kilivu, con su forma irregular, centelleando mientras ascendía. Una luz helada tembló entre repentinas e inalcanzables oscuridades. En algún lugar un predador aulló; el ruido del río pareció aumentar; aunque el suelo y las piedras radiaban calor todavía, el aire pareció hacerse menos pesado.

La cola de Arnanak señaló a los dauri. Ellos se deslizaron fuera del cañaveral como siete sombras hasta que sus fantásticas apariencias fueron iluminadas por la luna. Entre sus pétalos, su jefe portaba en sus brazos la Cosa. El miedo silbó por entre las filas de la multitud congregada bajo el peñasco. Las lanzas apuntaron hacia adelante, y las hojas y hachas salieron de sus fundas. Arnanak tomó la Cosa. Mantuvo sus destellos y sombras en alto.

—¡Quietos! —gritó—. ¡Tranquilizaos! No hay maldición aquí. Estos seres están conmigo.

Después de un rato, logró que los guerreros se calmaran lo suficiente como para poder decirles:

—Muchos de vosotros habéis oído que he llegado a ser amigo de los dauri. Habéis oído que me he adentrado en las Starklands que ellos recorren, donde ningún mortal había penetrado y que había traído desde su ciudad tumba una Cosa de Poder. Aquí está. No era mentira. Ya podemos iniciar la conquista.

»Esta noche empezaremos. He hablado; y vosotros entenderéis.»

Antes de que la tropa se hubiera dispuesto para la marcha, Narvu salió por el este, más pequeña, más perezosa, más lenta, pero llena, mientras que Kilivu no lo estaba. El Invasor ponía su halo rojo en ambas; no se eclipsaban ya cuando alcanzaban el punto más alto de su fase. Ayudados por las lunas, las estrellas y el Puente Fantasma, los tassui veían bien.

Sin embargo, el descenso al valle fue duro. A menudo Arnanak debía agarrarse con los dedos de los cuatro pies, para no caer por una escarpadura traicionera. Sus corazones galopaban. Su garganta estaba seca como el cepillo que se pasaba por sus cuartos. Podía sentir bien cerca las hojas de las melenas y cejas, las hojas afiladas de su piel, igualmente secas. La noche le parecía agobiante. El sabía que era suave, pero su cuerpo no lo notaba de la misma manera.

Había dejado sus riquezas y la Cosa al cuidado de los dauri. Ningún tassui —así como ningún legionario— intentaría robárselas a aquellas criaturas. La persona que lo intentara huiría al verlas o, si era extraordinariamente arriesgada, les haría un ofrecimiento con la esperanza de tener buena suerte. Arnanak llevaba la cota de guerra a su espalda. Hecha en Beronnen para él cuando servía a la Asociación, era más pesada que la mayoría de las que sus seguidores llevaban.

Les oyó tras él, con fuertes pisadas, tintineo de metal, cascabeleo de piedras, juramentos musitados y respiración violenta. Rígidamente, se mantuvo en cabeza. Si quería ser obedecido, debería estar siempre en el primer lugar de la marcha, o del combate.

Locamente, pensaba. Los pueblos civilizados eran más sabios. Su comandante en sus años de soldado había quedado lisiado por las heridas recibidas largo tiempo atrás, pero permanecía en el cargo porque no existía nadie que pudiera superarle en táctica o en administración. Los bárbaros —sí, bárbaros— podían vencer a la civilización sólo por defecto, cuando ésta se derrumbaba.

Le aliviaba saber que la Legión que iban a expulsar era la Zera, no la vieja Tamburu Strider, en la que había militado.

Naturalmente, existía la posibilidad de que interviniera como refuerzo, pero era improbable. Uno por uno, la Asociación estaba abandonando sus territorios exteriores, como todas las civilizaciones hacían cada mil años cuando el Portador de Tormentas regresaba. Permitirían que Valennen se perdiera, y la Asociación trataría con todas sus fuerzas de volverlo a ganar para sí… incluso aunque pudiera representar la caída de las islas del Mar Fiero, y después…

A menos que los humanos… ¿Qué podía saber realmente un macho acerca de seres aún más extraños que los dauri, seres de tan lejos que su sol era invisible en el cielo? Suponiendo que esa historia, o cualquier otra similar, pudiera ser creída.

Arnanak aseguró la funda de la espada, anudada a su torso. Si había oído, entendido, y supuesto bien, los humanos estarían demasiado ocupados alrededor de Sehala para auxiliar a aquel puesto remoto. Extranjeros como eran, no podrían captar el significado del avance de Valennen hasta que fuera demasiado tarde. Entonces… ¿Por qué no iban a tratar con el Alto Caudillo? Tendría más poder, más que ofrecer, que los supervivientes de la Asociación; si quedaban supervivientes.

Arnanak sabía realmente la verdad y había planeado bien.

Si no, moriría, y la mayoría de su pueblo con él. Pero el Tiempo de Fuego los hubiese matado de todas formas, y de peor manera que la batalla. Arnanak dejó la espada y se dirigió al pie de las escarpadas y pedregosas colinas.

El viaje fue más fácil en las llanuras. Por órdenes de sus jefes, los guerreros se mantuvieron alejados de una carretera comercial que trascurría a lo largo del río, salvo dos veces en que tuvieron que entrar en ella para saciar su sed y lavar su piel. Podían haberse encontrado con una patrulla, y alguna podía escapar para dar la alarma. Por eso corrían campo a través.

Los campos estaban libres de arbustos, aunque no de vallas. Los habitantes de los pueblos habían sido agricultores durante dos o tres ciclos de sesenta y cuatro años. El grano de lanza, la raíz del pan y los animales domesticados crecían bien. Pero llegó el Tiempo de Fuego, y las granjas en donde los alimentos podían ser conseguidos se vieron asaltadas por más incursores de los que la Legión podía manejar, hasta que el clima destruyó las cosechas y el ganado. Los agricultores fueron abandonando sus casas en tanto tuvieran una oportunidad de cambiar de estilo de vida. El grupo de Arnanak no encontró ninguno en las pocas estancias por las que pasaron. Sin embargo, el pasto no estaba completamente arruinado; los combatientes forrajearon previsoramente en cuanto tuvieron oportunidad.

El este se había iluminado cuando volvieron hacia el río. Enfrente suyo, negra, delineada por las estrellas occidentales y el reflejo de la luna en el agua, se alzaban los muros y torres de vigía de Tarhanna. Los jefes dieron órdenes en voz baja para detener a la horda y hacer que se armase rápidamente, antes de que el Sol Demonio les traicionase, mostrándolos a los lejanos centinelas.

Por entonces, el aire y el suelo estaban relativamente fríos. El Invasor no traería por sí mismo gran calor. Aunque algo mayor que el Sol Verdadero cuando pasaba cerca del mundo, daba menos brillo y calor. Según le había dicho un filósofo de Sehala a Arnanak, una quinta parte como mucho. En cambio, la peor parte del Tiempo de Fuego llegaría después de que el Intruso estuviera de nuevo en sus límites exteriores.

Pero, al mediodía Verdadero de hoy, la llanura estaría ardiente. (¡Y esto en primavera, en uno de los primeros años de la maldad!) Arnanak esperaba estar dentro de la ciudad para entonces. De si podría estar ya fuera de su armadura o no, dependía de la guarnición. Creía que los legionarios se rendirían bajo la promesa de que se les permitiría marchar sin armas. A los soldados civilizados les parecía bravuconería al morir por una causa perdida. Pero su capitán podría decidir que la muerte era aceptable a cambio de matar tantos bárbaros como se pudiera.

Bien, entonces los tambores de hueso redoblarían; y todo el pueblo de extremo a extremo de Valennen del Sur se uniría al Caudillo de Ulu vengativamente.

Se aseguró el casco y la coraza al cuerpo con ayuda de su portaestandarte y tomó el escudo. El alba maldita extendió sus rayos carmesí por la tierra. Arnanak levantó su espada para hacerla brillar a esa luz.

—¡Vamos! —rugió—. ¡Atacad y venced!

Emprendió la carrera. Tras él el suelo retumbó bajo el peso y la precipitación de sus guerreros.

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