XVII

Port Rua era un conjunto de barracones legionarios y sus edificios anejos, tales como tiendas, establecimientos de artesanos, tabernas, casas de habitantes permanentes…, todo apilado en calles estrechas y rectas para que una muralla pudiera encerrarlo. En el exterior se extendía una gran cantidad de tiendas y refugios para que la población flotante pudiera permanecer allí, a menos de que fueran atacados. Más lejos se extendían las granjas y los campos de pasto que ayudaban a nutrir a la ciudad. Pero la mayoría de ellos estaban desiertos. Los incursores tassui habían expoliado algunos. Las columnas legionarias hacían salidas al norte y al oeste, tanto para conseguir alimento y caza, como para hostigar a sus enemigos. Desde la cima de aquella montaña donde esperaba con sus guerreros, Arnanak apenas divisaba el asentamiento. Más claramente se destacaba la silueta del río Esali a través del valle marrón tostado hasta que se vertía en la Bahía de Rua, y la gran ensenada al Mar de Ehur. Su telescopio encontró botes que intentaban pescar… sin aventurarse demasiado lejos, para que un buque de guerra nativo no pudiera capturarlos, y los mástiles de buques amarrados al muelle, constituían línea de abastecimientos y de escape para la Zera Victrix.

El cielo parecía blanco matizado sobre los dos soles.

Aunque el viento no los agitaba, la sequedad hacía que sus pellejos y melenas crujieran al menor movimiento. Arnanak y sus sesenta y cuatro machos no llevaban nada más que escudos y armas, cuyas partes metálicas no tocaban, y aún así se sentían consumidos. ¿Qué habría sido de ellos si hubieran tenido que estar completamente armados?

Habían llegado hasta allí a trote corto, levantando porciones de lías muertas y con su estandarte aleteando lentamente. Y también en orden de batalla, las escuadras divididas en grupos: tres soldados de choque provistos de pesadas cotas de malla con un porteador para cargar sus utensilios; cuatro arqueros, cada uno acompañado de su portador de flechas, que llevaban un gran escudo para cubrirse ambos; ocho soldados ligeros, hábiles exploradores o feroces combatientes cuerpo a cuerpo, si se necesitaba; y un trío de catapultas, cada una atendida por un portador, un disparador y un cargador. Esto dejaba el mando a un solo macho, siempre que el número de individuos no fuera excedido.

En aquella ocasión lo había sido, pero Arnanak no estaba enojado. Ya que el miembro extra… ¡Era un humano!

Vestida de blanco, su cabeza se destacaba contra el cielo, como una visión misteriosa. El descontento se extendía entre los tassui, que murmuraban.

—¡Conteneos! —les dijo Arnanak—. Esta es la criatura que yo estaba esperando. Recordad, tales criaturas son mortales. ¿No tengo cautiva a una de ellas?

El recién llegado era más alto y voluminoso que Jill Conway, sin duda un macho. Arnanak se preguntó si una herramienta de muerte no se ocultaría allí entre sus flotantes vestiduras, para destruir a todo su grupo de un disparo. Decidió que no. ¿Cómo podría saber entonces el macho dónde estaba escondida la hembra? No, tenía que haber llegado poco antes en un volador. Anteriormente, el comandante de la Zera había liberado a un par de prisioneros tassui con el mensaje de que quería negociar un acuerdo. Arnanak salió de Ulu ese día, enviando un correo por delante para fijar el lugar y los términos del encuentro. Acababa de llegar y de montar el campamento. Así que no había podido tener información sobre el recién llegado.

Los legionarios se detuvieron a la distancia de dos tiros de lanza. Su estandarte se inclinó tres veces, en signo de paz. Arnanak por su parte tiró la espada al suelo. Los dos líderes avanzaron.

Asombrado, vio que era nada menos que Larreka. Todos lo conocían como el viejo Una Oreja. Arnanak lo había visto varias veces, en sus visitas a Port Rua antes del inicio de la guerra. Así que estaba de vuelta del Sur Sobre el Mar y que arriesgaba su vida en la buena fe de sus enemigos. ¿Por qué no?, decidió el tassui. Yo estoy aquí en persona, y bien puedo ser la clave de la fuerza de mi pueblo más que él del suyo.

—Saludos, poderoso —dijo Larreka en lengua vulgar. Pero no añadió los acostumbrados deseos de suerte.

Arnanak devolvió el saludo en sehalano.

—Que el honor y la felicidad sean tuyos, Comandante, y la camaradería entre nosotros.

Larreka permaneció de pie, quieto, midiendo con sus ojos azul pálido los verdes del otro. Avanzó y ofreció su mano izquierda. Se produjo el apretón de los iniciados en la Tríada, seguido de ciertas frases.

—¿Dónde serviste? —preguntó Larreka.

—Tamburu Strider. Cuerpo de Ingenieros de Combate, la mayor parte del tiempo en las Islas Iren. Pero de eso ya hace mucho.

—Sí, puede ser… Eres el Señor de Ulu, ¿no? Los dioses saben lo que he oído de tí. Y nos hemos encontrado antes. No parece que me reconocieras entonces, con mi casco. Pero yo te reconocería hasta en la Oscuridad Final. Tú te llevaste el humano de mi barco. Yo hice tirar su caja de raciones al tuyo.

Los corazones de Arnanak se detuvieron. ¿Era un capricho, del Sol o de Ascua, o del Merodeador que parecía una fatalidad… o que no significaba nada?

Ya que Larreka permanecía tranquilo. El regresó a su propósito inicial.

—Entonces estaría bien que nos reuniésemos de nuevo, quizás. Disfrutemos de un día de paz, y que tu gente confraternice con la mía. Hemos traído cerveza en señal de hospitalidad.

—Tú y yo y ese humano tenemos trabajo que hacer.

—De acuerdo.

Los guerreros prestaron juramento uno a uno, rompieron la formación, se desarmaron y se mezclaron, los sureños con más prevención que los del norte. En sehalano, Arnanak reconoció la presentación que Larreka hizo de Ian Sparling (y los condujo a su refugio. Una tienda regular, aunque dos de sus lados estaban abiertos al objeto de dejar pasar el aire y facilitar la respiración; situada en un espacio donde crecían hojaespadas azul claro, mecidas por los fuertes vientos, sobrevivían mejor el Tiempo de Fuego que la mayoría de plantas que alimentaban a los mortales.

Bajo la tienda había sombra, alfombras sobre las que descansar, y bolsas de agua. Los ishtarianos se tendieron. El humano se sentó erguido, rodeándose las rodillas con los brazos. Su rostro estaba ojeroso.

—Aquella de tu clase que se nombra a sí misma como Jill Conway está bien —le dijo Arnanak—. No ha sufrido daño, ni pienso hacérselo.

—Eso… es bueno de escuchar —contestó Ian Sparling.

—La apresamos cuando se nos presentó la ocasión, tanto para conseguir una reunión de esta clase como por alguna otra razón. Por nuestra parte, siempre estamos dispuestos a hacer la paz. Pero nadie nos ha hecho ninguna oferta…

—No hemos recibido ninguna proposición. —Le interrumpió Larreka en un tono tan seco como la tierra sobre la que estaban—. Salvo decirnos que las legiones tenían que marcharse y no volver.

—Este es nuestro país —afirmó Arnanak para que el humano lo oyera.

—No todo él —replicó Larreka—. Nuestros asentamientos han estado aquí durante octadas, comprados a sus propietarios, gustosos de la bienvenida a los civilizados comerciantes. Desde entonces, hemos tenido que perseguir a menudo el bandolerismo. ¿Pero quién de tu horda de bárbaros puede reclamar nuestras ciudades?

Arnanak se dirigió a Ian Sparling.

—Nos gustaría poder reunimos con los de tu clase y tratar con ellos. Nunca nos habéis abierto una puerta.

—Hemos enviado exploradores ocasionales aquí. —Dijo el humano.

Habiendo hablado de una gran reunión con Jill Conway, Arnanak prescindió de la suavidad de su tono.

—Pero esto fue antes de que hubiese el propósito de un liderazgo entre sus habitantes. Últimamente hemos tenido problemas.

—Bueno, yo he venido aquí para lograr su liberación. Si realmente deseas la amistad de sus amigos, debes traérmela cuanto antes.

—Y a continuación seguiremos hablando, ¿no?

—¿Qué quieres de nosotros?

—Vuestra ayuda. He oído que ayudaréis a la Asociación durante los próximos sesenta y cuatro. ¿Tiene mi pueblo menos derecho a la vida?

—Yo… no estoy sobre lo que podríamos hacer por vosotros.

—De acuerdo —dijo Arnanak hoscamente—. No me han llegado noticias de importantes trabajos, ni de los prometidos milagros que iban a realizarse en Beronnen.

Ian Sparling dudó, antes de ganarse el respeto del tassui diciendo:

—Puedo prometer toda clase de recompensas, pero ¿para qué? Eres demasiado inteligente. Discutamos, hoy, el rescate de la hembra. Pide lo imposible, y no tendrás nada. No, peor que nada: ataques sobre tu país, la ruina de tus planes. Pide algo razonable, y podremos arreglarlo.

No obstante, Arnanak se permitió dar un zarpazo:

—Si sois capaces de abatir el Sur de Valennen, ¿por qué no habéis atacado antes de ahora? Hemos proporcionado a la Asociación amplios problemas, a la Asociación a quien se supone que vais a salvar. ¿Por qué no les habéis prestado ayuda militar? ¿Es porque no podéis hacer nada?

—Nosotros… nosotros no hemos venido aquí buscando querellas. —Sparling se pluralizó a sí mismo en su respuesta—. Pero ahora es demasiado pronto para amenazas. Pide un rescate.

—¿Qué podéis ofrecer?

—Nuestra buena voluntad, en primer lugar y principalmente. Después herramientas, materiales, consejo y ayuda para soportar los malos años. Por ejemplo, en lugar de esta tienda de tela tan pesada, un material que es mucho más ligero y resistente, a prueba de putrefacción y de incendio. Esto os permitiría moveros más libremente en la busca de alimento salvaje.

—Ng-ng, preferiría tener un suministro de esas armas que habéis dado a los soldados. —Arnanak miró a Larreka—. También tenéis que retirar vuestra ayuda a la Asociación.

El comandante lanzó una risa ronca y tomó un sorbo de la copa de cerveza que tenía delante.

—Esta cerveza no sabe demasiado bien —dijo.

—Sé que vosotros dos habéis hablado de antemano. —Arnanak había logrado situarse en una ordenada calma—. No creo realmente que los humanos quisieran o pudieran abandonar sus propósitos largamente mantenidos a causa de uno de sus seres. Ella, la que tengo en mi poder, me advirtió de eso. Honrado sea su orgullo.

—Vamos a hablar de lo que puede hacerse en realidad —urgió Ian Sparling.

—De acuerdo —dijo Arnanak—. Permíteme que trate con Larreka. ¿Querrá la Zera dejar Valennen libremente, con nuestro agradecimiento, o deberemos destruiros? Los huesos de los muertos son oráculos aquí, pero inútiles en Beronnen. No es demasiado tarde para negociar sobre las islas del Mar Fiero que podáis conservar —Hasta que estemos listos para expulsaros de ellas, pensó—, aunque lo mejor para nosotros sería que os marcharais todos a casa.

—No pierdas el tiempo —dijo el legionario—. Creo que podríamos negociar unas cuantas cosas significativas. Si dejas a nuestros pescadores y cazadores tranquilos, ellos cazarán lo que necesiten y dejarán de poner la antorcha a las áreas en donde saben que tenéis viviendas. Como esta.

—Eso podremos tratarlo más tarde —dijo Arnanak. Aquella no era una propuesta inesperada.

—¡Un momento! —exclamó el humano—. ¿Qué hay de Jill?

Arnanak suspiró.

—No has ofrecido nada en pago del valor del rehén, ya que no puedes evitar que tu pueblo deje de ayudar a la Zera. ¿O puedes hacerlo? Si no, la conservaremos hasta después de nuestra victoria. Mientras tanto hablaremos de su precio de vez en cuando… su precio y mucho más. ¿Lo has entendido, Ian Sparling? Mi deseo es que los tassui vivan, no como miserables hambrientos, sino en el poder y la fortuna. ¿No has pensado que podemos ser los que mejor paguemos vuestra ayuda? Aunque sólo hayamos logrado aquí la primera oportunidad real de conocernos mutuamente, esto es más importante que un barco cargado de provisiones. No temas por ella. Piensa en cómo podremos arreglárnoslas para darle lo que necesite para conservar su salud mientras esté entre mi pueblo.

Sparling permaneció silencioso. Los ruidos que producían los soldados y guerreros moviéndose fuera, parecían distantes.

Larreka rompió el silencio:

—Sabía que el líder valenno debía ser tan inteligente como fuerte. Pero no me había dado cuenta hasta hoy de que fuera tan sabio. Es malo que tengamos que matarte, Arnanak. Deberías haberte quedado en tu legión.

—Lamento que no cedáis. —El Caudillo retornó a la cortesía.

Ian Sparling se estiró.

—Muy bien —dijo—, preveía este desenlace. Llévame con ella, entonces.

—¿Qué? —preguntó Arnanak, sorprendido.

—Está sola entre extranjeros salvajes. Pueden tratarla bien, pero no son como ella. Déjame acompañarla. ¿Por qué no? Tendrás a dos de nosotros.

Arnanak no estudió el rostro de Ian, tan extraño como el de un daur, sino el de Larreka. El comandante parecía rígido. El y su invitado habrían hablado antes de esa posibilidad.

La decisión surgió. ¿Qué es la vida sino la aceptación de riesgos?

—No puedo hacer promesas —advirtió—. Hay que hacer un viaje duro y largo para llegar adonde está ella. Tampoco tenemos un tiempo fácil allí.

—Razón de más para que os acompañe —dijo Sparling.

—Primero quiero revisar todo lo que vas a llevar contigo, todo. Manejar cada cosa por mí mismo y que me demuestres para qué sirve, hasta que esté seguro de que no planeas ninguna traición. —Naturalmente.

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