III

Por la tarde, desde el sur, Larreka y sus acompañantes se acercaron a Primavera. Había dejado a su mujer en el Rancho Yakulen. El asentamiento humano estaba a tres marchas río arriba, desde la ciudad de Sehala. No era una medida precautoria contra posibles problemas. Casi todos en Beronnen, y la mayoría de habitantes de las tierras de la Asociación habían entendido que los humanos eran sus amigos, la última y mejor esperanza de salvar su civilización. Pero los alienígenas aún necesitaban espacio para aumentar las cosechas y ganadería que podrían nutrirles de mejor forma que el cereal de lluvia o la raíz del pan, o la carne de los els y los owas. Y aquellos que estudiaban la naturaleza, como Jill Conway, preferían un acceso rápido a la vida salvaje que no podían proporcionar los campos labrados alrededor de Sehala. Y aquellos que estudiaban a la gente decían que su constante presencia en la ciudad podría ser demasiado inquietante.

Ninguno de esos efectos carecía de importancia, Larreka lo había pensado a menudo, teniendo en cuenta la inquietud que tenía su pueblo.

Avanzó balanceándose enérgicamente por una carretera que corría paralela al ancho y brillante fluir del Jayin. Una ruta importante, pavimentada con ladrillo; sentía su calor y su dureza arenosa. Pero no era suficiente para que un viejo y veterano soldado hiciera más lenta su marcha y se pusiera los borceguíes. El mal tiempo estaba llegando, Beronnen del Sur siempre había escapado de lo peor que había portado el Vagabundo… Excepto indirectamente, por supuesto, cuando las hambrientas hordas invadían su tierra favorecida. Por otro lado, estaba en pleno otoño en el hemisferio sur, con los aires que anticipaban un invierno lluvioso, sin que importara el mal trato que diese el Vagabundo a las cosas del norte.

Su brillo rojo, que se tornaba amatista en las colinas, estaba apagándose. El Sol se mantenía alto y brillante. Las sombras dobles y los mezclados matices daban al paisaje un aspecto extraño. Corrió ágilmente por una de las orillas del río. Aquella orilla estaba reservada para que la cultivaran los humanos. El trigo, maíz y todo lo demás había sido cosechado, dejando campos de rastrojos; pero las manzanas brillaban en los árboles de una hondonada; animales de cuatro patas inclinaban su cornamenta para mordisquear el pasto en los campos vallados… ¡Qué verde estaba todo! La orilla opuesta permanecía sin cultivar: césped dorado con matas de flores color de fuego, bosquecillos de árboles leonados (hojas de espada) u ocres (remolineros y corteza de piel). Matojos alados se extendían más allá, y muchas vainas volaban por encima de la corriente antes de quedarse sin su energía almacenada y caer al suelo. El descuido de la naturaleza: no podría ya arraigar allí. El suelo había cambiado demasiado.

La brisa, entre la cual se debatían, era placentera después del bochorno de la mañana. Larreka oía el susurro de su crin. Sorbió los dulces y extraños olores del lado terrestre con una apreciación aprendida a través de cien años. El pesar de su misión no lo disminuía en nada. Un soldado no podía desaprovechar cualquier placer que la vida pusiera en su camino. — ¿Cuánto falta, señor?

La pregunta la había formulado un macho de la media docena que le seguía. No eran necesarios en aquellos asentamientos, ricos en alimentos. Pero habían sido enviados en la migración a través de Beronnen del Norte y las Montañas Cabeza de Trueno, para tener a alguien que podía ser destacado para cazar y forrajear mientras el resto seguía la marcha, y darían una ayuda extra a las tareas del campamento. Larreka imaginó que podrían conducirlas tan bien como ellos le permitieran por el camino hacia Sehala y su agradable vida. Pobres bastardos, no tendrían mucha diversión durante su juventud. El que había hablado era un nativo de la Isla Foss en el Mar Fiero, reclutado en su lugar de origen y asignado directamente a Valennen porque era allí donde la Zera se había estacionado los últimos años. Nunca había visitado antes el continente madre.

—Chu, quizás una hora. —Larreka usó una unidad de tiempo que denotaba la decimosexta parte de un período luna-a-luna, que coincidía incidentalmente con mucha exactitud a la medida terrestre.

—Moveos. Diré que pasaréis la noche allí.

—Bien, por lo menos Skeela se pondrá pronto.

—¿Huh?… Oh. Oh, sí.

Con tantos nombres como había oído para el orbe rojo, Larreka podía admitir uno más.

El le llamaba Vagabundo, ya que había pertenecido al culto Triádico. Allí era central, junto con el Sol y esa Oscuridad sobre cuyo trazado arde lentamente la Estrella Ascua. En su juventud en Haelen, lo había llamado Abbada, y se le había dicho que era un dios fuera de la ley que volvía cada mil años; más tarde llegó a ser escéptico, y consideró los ritos paganos de propiciación como un desperdicio de buena carne. Los bárbaros de Valennen tenían tal pavor a la cosa que no le daban ningún nombre, sólo un montón de epítetos, ninguno de los cuales podía ser usado dos veces seguidas so pena de atraer su atención sobre el que hablaba. Y así era el asunto, diferente en todas partes, incluyendo el sector humano. Ellos llamaban al Rojo, Anu, y negaban que un alma de cualquier tipo estuviera en él. Tampoco creían en el alma del Sol, que denominaban Bel, ni en la de la Estrella Ascua, que llamaban Ea.

En muchos aspectos, su concepto era el más rastrero de todos. Larreka había tenido que dominar sus nervios para asimilar sus enseñanzas. Todavía no podía creer que no hubiera nada más que fuego en la Tríada. Y si era cierto o no, tanto daba. El seguía llevando a cabo los ritos y mandatos de su religión. Era una buena fe para un soldado, popular entre las legiones y excelente para la moral y disciplina.

Por su aspecto externo, Larreka no parecía alguien que pudiera estudiar filosofía. Podría haber sido un sargento veterano, no muy grande pero musculoso, menos bizarro que la mayoría pero enormemente rápido cuando era necesario. Heridas, lo suficientemente profundas como para dejar cicatrices, trazaban sus costuras en su cuerpo; un surco cruzaba su frente y había perdido su oreja izquierda. Siendo un haeleno originario de Beronnen del Sur, su piel había sido de color castaño claro, pero ahora aparecía oscura y correosa por los muchos cambios de clima sufridos. Sus ojos seguían siendo de un tono gélidamente azulado. Su lenguaje conservaba restos del rudo acento de su tierra natal, y su arma más conspicua, prácticamente su marca de fábrica, era la espada corta de hoja curvada y férrea empuñadura, favorita en aquel país antártico. Por otra parte sólo llevaba un cinturón-bolsa para pequeños artículos, y las armas y el equipo de viaje estaban en un fardo a su espalda o cargadas en dos banastas de mimbre. Sus pertrechos incluían una lanza de caza y una pequeña hacha que bien podía servir para el combate. No ostentaba ornamentos; sólo ropa, pieles, madera y acero. Su única joya era una cadena de oro que llevaba en la robusta muñeca izquierda.

Los soldados tras él eran más llamativos: plumas deportivas, quincalla y eslabones tintineantes. Eran también muy respetuosos con su raído líder. Hijo de Larreka Zabat, del Clan Kerazzi, era quizás el líder más exigente de entre los treinta y tres comandantes legionarios. Después de dos siglos en la Zera, estaba ya bien entrado en la media edad, con trescientos noventa años cumplidos. Pero podía esperar otros cien años de salud, y quizás pudieran ser más, si un bárbaro o las catástrofes naturales que volcaba el Vagabundo no le atrapaban antes.

El Vagabundo se hundió en el horizonte. Durante un breve instante, las nubes del extremo norte cubrieron sus rayos. Entonces la sana luz del Sol brilló libremente. Los cúmulos surgieron en lo alto, blancos sobre un azul oscuro, presagio de tormenta.

—¿Cree que lloverá, señor? —preguntó el macho de la Isla de Foss—. Yo no lo aseguraría.

Aunque cercano al ecuador, su hogar estaba refrescado por los vientos marinos. Se sentía sofocado y polvoriento.

—Guarda tu sed para Primavera —aconsejó Larreka—. La cerveza de allí es buena —anotó—. N-n-no, yo no esperaría lluvia hoy. Mañana, quizás. No te preocupes por eso, hijo. Pronto tendrás más agua de la que puedas manejar, suficiente como para ahogar a un pez galera. Quizás entonces apreciarás mejor a Valennen.

—Lo dudo —dijo un compañero—. Se supone que Valennen se seca más que un muerto.

—Esa no es la expresión, Saleh —metió baza un tercero riéndose—. Los pellejos de las hembras quedan cocidos de tal forma que puedes hacer un agujero en tu vientre con ellos.

Su exageración era moderada. La pérdida de humedad hacía burda toda la capa de finas plantas verdes que crecían por la mayor parte del cuerpo.

—Al respecto de eso —dijo Larreka—, prestad atención a la voz de la experiencia.

Y describió técnicas alternativas con lenguaje abrupto. —Pero, señor —insistió Saleh—, no lo comprendo. Seguro que Valennen ve mucho más a la Estrella Malvada, más alta en el cielo, de lo que en Beronnen está. Comprendo que haga más calor que aquí. Sólo que, ¿por qué este campo se reseca tanto? Creo, ng-ng, creo que el calor saca el agua del mar y la devuelve en forma de lluvia. ¿No es esa la causa de que las islas tropicales sean en su mayoría húmedas?

—Cierto —contestó Larreka—. Esa es la razón por la que lloverá en Beronnen durante los siguientes sesenta y cuatro años o más, hasta que estemos embarrados hasta el nacimiento de la cola cuando nos inundemos, sin hablar de la formación de nieve en las tierras altas y los constipados abajo, para añadirse al juego. Pero Valennen está encerrado entre esas enormes montañas que corren a lo largo de la costa oeste, de donde provienen los vientos principales. La poca agua que el interior consigue viene del este, del Mar de Ehur, mientras que las nubes del Océano Argénteo se estrellan en el Muro del Mundo. Ahora cierra tu boca y sigamos la marcha.

Se dieron cuenta de lo que significaba y obedecieron. Por alguna razón recordó una observación que Goddard Hanshaw le había hecho una vez:

—Vosotros los ishtarianos parecéis tener tal disciplina innata que no necesitáis para nada la disciplina del escupe-y-lustra. Infierno, vuestras unidades organizadas, como las del ejército, parece que no necesiten entrenamiento. Además, ¿es «disciplina» la palabra adecuada? Creo que es más una…, bien, una sensibilidad para los matices, una habilidad para captar lo que está haciendo el grupo y para ser una parte inteligente de él… De acuerdo, reconozco que los humanos captamos más rápidamente ciertas ideas, conceptos que involucran el espacio tridimensional, por ejemplo. Pero vosotros tenéis, eh…, un cociente intelectual social más alto. —El había hecho una mueca—. Una teoría impopular en la Tierra. Los intelectuales odian tener que admitir que seres que conservan guerras y tabúes y todo lo demás puedan estar más evolucionados que ellos mismos, que obviamente no tienen ninguno.

Larreka recordó las palabras en el inglés que habían sido pronunciadas. Fascinado por los humanos desde su primera llegada, había visto a todos los que había podido y había aprendido todo lo que se refería a ellos y de ellos como le había sido posible. Esto era más de lo que él hubiera admitido ante sus seguidores o sus compañeros oficiales. No habría sido adecuado a su carácter duro. El lenguaje no constituyó un problema para alguien que había recorrido la mitad del planeta y siempre había encontrado rápidamente la forma de preguntar a la gente del lugar las direcciones y de pedirles ayuda, alimentos, cerveza, alojamiento, sexo; cualquier cosa que quisiera. Además, el inglés tenía un estrecho margen en la elección de sonidos. Los humanos nunca podrían competir con la voz o el oído de incluso un macho ishtariano. De todas formas, los admiraba porque habían aprendido a hablar el sehalano, con desenvoltura.

Y también eran de muy corta vida. Solamente dos períodos de sesenta y cuatro o menos, y necesitaban medicinas especiales para mantener su fuerza. Antes del final del segundo sesenta y cuatro, no había esperanza para ellos.

…Larreka apresuró inconscientemente su paso. Quería disfrutar de sus amigos mientras los tuviera.

Más urgente era la misión encomendada. Llevaba malas noticias.

Primavera tenía casas y otros edificios a lo largo de calles asfaltadas, sombreadas por el follaje rojo y amarillo de grandes y viejos árboles nativos que habían sido respetados cuando el área fue limpiada originalmente, con un suelo que tendía a mantenerlos vivos entre aquellos crecimientos extraños. Se elevaba en las colinas suaves que ascendían desde un embarcadero en el Jayin donde estaban amarrados los botes y los bajeles fluviales ishtarianos que hacían escala allí. Los habitantes manufacturaban algunos artículos, como tejidos a prueba de putrefacción, para cubrir muchas de sus necesidades. Sus construcciones eran de materiales nativos, madera, piedra, ladrillo; aunque el vidrio que fabricaban era superior a cualquiera de Beronnen, y le añadían una ligera pintura brillante. Una carretera corría hacia el este, desvaneciéndose tras una loma, para alcanzar el espaciopuerto. A un kilómetro de la ciudad estaba el aeropuerto, donde se guardaban los voladores para el transporte a larga distancia. Para distancias cortas, la gente usaba los automóviles, las bicicletas o sus pies.

Los ishtarianos eran demasiado abundantes en Primavera para captar una atención especial, a menos de que fueran muy conocidos individualmente. Larreka sólo lo era de los residentes antiguos. Y no había muchas personas en las calles a esta hora, en que los adultos estaban trabajando y los niños en la escuela. Había llegado a Stubbs Park, y estaba a punto de acortar por allí y tomar un trago de agua de la fuente de su centro, cuando fue saludado.

Primero, oyó el rumor de un gran volador-rodante a alta velocidad, seguido por un chirrido de frenada. Conducir de aquella forma en el pueblo podría haber sido indudablemente arriesgado para la mayoría, pero no para todos. No se sorprendió en reconocer el grito ronco de Jill Conway:

—¡Larreka! ¡El viejo tío azúcar en persona! ¡Hey!

Desabrochó su cinturón de seguridad, saltó de la cabina, dejó el vehículo y se dirigió a él para darle un abrazo. Después de un rato, sacudió la cabeza y le miró centímetro a centímetro. Entonces dijo:

—Mmm. Tienes buen aspecto. Te has quitado un poco de grasa de encima, ¿no? ¿Pero por qué demonios no me avisaste de que ibas a venir? Hubiera hecho un pastel.

—Quizás fuera por eso —contestó en inglés.

—Oh, olvídate, ¿quieres? El problema que hay con una longevidad como la tuya es que no desarrollas ningún sentido del tiempo. Mis desastres culinarios no sucedieron ayer, fueron hace veinte años. Ahora soy una señora; la gente, por desgracia, me lo recuerda continuamente, y te sorprenderías de lo bien que cocino. Debo admitir que no hiciste jamás nada tan heroico como comer las cosas que una chiquilla hacía para su tío azúcar.

Sonrieron ambos, un gesto común a ambas especies, aunque los labios humanos se curvaban, más que doblarse hacia arriba. Larreka correspondía a su mirada penetrante. Se habían enviado radiogramas y algunas veces hablado directamente por teléfono, pero no se habían visto en persona desde hacía siete años, desde que la Zera Victrix fue enviada a Valennen. El había estado demasiado ocupado con el empeoramiento de las condiciones naturales y el aumento del bandolerismo, para tener descanso; y mientras tanto ella había estado estudiando y dedicándose a su carrera. Cuando se conocía muy poco acerca de la ecología de Beronnen y el Archipiélago de las Iren, no podía reprocharle el que hubiera cogido esas tierras para su investigación. De hecho, se habría angustiado si hubiera decidido investigar los mayores misterios de Valennen. Ese continente no era seguro y Jill estaba entre las cosas que quería.

Ella había cambiado. En cien años de tratos con los humanos, con buena amistad con algunos de ellos, Larreka había aprendido a distinguirlos tan bien como a los suyos, persona por persona o año por año. Había dejado a una adolescente larguirucha que había desarrollado un carácter hombruno que, sin duda, él había contribuido a aumentar. Hoy era una persona adulta.

Vestía con la usual blusa y los típicos pantalones de la gente de aquel pueblo. Era alta, de piernas largas, muy delgada. Su cabeza era larga también, su cara bastante estrecha, aunque soportaba una boca ancha; su nariz era recta, de perfil clásico, sus ojos, azul cobalto, bien colocados bajo sus niveladas cejas. La luz del sol había bronceado y pintado unas cuantas pecas en su bella piel. Su cabello, de un rubio oscuro y liso, caía sobre sus hombros, controlado por una cinta con filigranas de plata y piel que él le había regalado. Y en la que ella había insertado un pluma de saru color de bronce.

—De acuerdo, estás lista para el matrimonio —dijo Larreka—. ¿Cuándo y con quién?

No había esperado que se ruborizara y dijera:

—No todavía. —Y preguntó inmediatamente—: ¿Cómo está la familia? ¿Vino también Meroa?

—Sí. La dejé en el rancho.

—Demonios, ¿por qué? —desafió—. Para tu información, tienes una esposa más linda de lo que mereces.

—No se lo digas —su placer se marchitó—. No es una fiesta para mí. He venido a Sehala para una asamblea, y después volveré a Valennen tan pronto como pueda. Meroa se quedará aquí.

Jill quedó pensativa un rato antes de preguntar en voz baja:

—¿Van las cosas mal por allí? —Peor.

—Oh. —Otra pausa—. ¿Por qué no nos lo comunicaste?

—El problema se produjo de la noche a la mañana. Al principio no era seguro. Existía la posibilidad de que estuviésemos pasando una racha de mala suerte. Cuando me enteré mejor, pedí una asamblea y tomé un barco.

—¿Por qué no nos llamaste para conseguir transporte aéreo?

—¿Para qué? No hubieseis podido traer a todos. Ni aunque tuvierais los aviones suficientes, cosa que dudo, muchos de los oradores no subirían a ellos. Así que no podríamos tener quórum hasta que llegaran por tierra o mar. —Larreka dejó escapar un suspiro—. Meroa y yo necesitábamos unas vacaciones de todas formas. Fue terrible, el año pasado. El viaje nos dio la oportunidad.

Jill asintió. No tenía ningún motivo para explicarle el por qué había escogido aquella ruta. Bajo mejores condiciones, el camino más rápido habría sido enteramente marítimo, desde Port Rua, en el sur de Valennen, hasta Liwas, en la desembocadura del Jayin; y después, remontando el río hasta Sehala. Pero en aquel momento, habían demasiados vientos equinociales levantados por el Sol Rojo. Además del riesgo de encallar, los navegantes se enfrentaban con la posibilidad de un viaje que las tormentas podían alargar semanas. Lo más seguro era el salto de islas por el Mar Fiero, hacer puerto en la costa de Beronnen del Norte y entonces pasar por Dalag, las Tierras Malas, las Colinas Rojas, el Bosque Central y la sierra Cabeza de Trueno hasta llegar al Valle del Jayin. La mayoría de los territorios eran salvajes y áridos, pero nada que un hombre acostumbrado a las campañas militares no pudiera superar.

—Bueno, he estado en el campo hasta hace poco —dijo ella—. Dando vueltas alrededor de las Montañas Pétreas desde anteayer. No sé qué noticias pueden tener God o Ian Sparling ahora.

Su referencia no era teológica, Goddard Hanshaw era el alcalde.

—No saben nada, aparte de que sin duda habrán oído que los oradores se reunirán en asamblea pronto. ¿Cómo podía llamarlos durante el viaje? Esta es la razón que me ha traído primero aquí, para ver a nuestros líderes e intentar conseguir una palabra suya que pueda llevar a Sehala.

Jill asintió de nuevo.

—Lo olvidé. Tonta de mí. Estoy demasiado acostumbrada a las comunicaciones instantáneas: simplemente añadir aire caliente y agitar.

Ella estaba en distinta embarcación que él, pensó Larreka indulgentemente. Un transmisor-receptor portátil de tamaño estándard podía alcanzar uno de los relés que los humanos habían implantado por toda la mitad sur de aquel continente, y podían transmitir la voz. Pero mayores distancias requerían mayores transmisores y los relés que habían llegado últimamente estaban colocados en las lunas. Existían sólo cuatro estaciones. Después de todo, estaban al final de una larga, fina y poderosa línea de abastecimientos desde la Tierra. Las habían construido en Primavera, en Sehala, en Light Place en la costa de Haelen y, hacía escasamente diez años, en Port Rua. Era irónico que cuando estaba en el hemisferio norte tuviera la posibilidad de hablar de extremo a extremo de la Asociación: un arco de meridiano de diez mil kilómetros de longitud y ahora, cuando se aproximaba al corazón de la civilización, su walkie-talkie se hubiera vuelto sordo y mudo.

Jill tomó su brazo.

—No te esperan, ¿eh? —dijo—, déjame arreglarlo. Quiero estar presente.

—¿Por qué no? —contestó—. Aunque no te va a gustar lo que vas a oír.

Pasó una hora. Jill se movía para reunir a los hombres que había mencionado, y que estaban realizando trabajos en la vecindad. Mientras tanto, Larreka condujo a su tropa a la única posada que había en Primavera. Servían principalmente cerveza y vino, tenían juegos de dardos y de azar. A veces servían alguna comida; pero tenían acomodo para humanos, tanto si eran transeúntes como nuevos miembros en espera de conseguir un agujero definitivo, y también para visitantes ishtarianos. Larreka aposentó a su escuadra y dijo al propietario que pasara la factura a la ciudad por el acuerdo de larga estancia. No les advirtió que no armaran demasiado escándalo. Eran buenos muchachos que tendrían en cuenta el honor de la Legión.

No hizo arreglos para sí mismo. Jill le había escrito hacía dos años que se había trasladado de la casa de sus padres a una mansión alquilada que tenía una habitación equipada al modo ishtariano, que databa de varias generaciones atrás, cuando escolares de ambas razas estaban trabajando constante e íntimamente en un esfuerzo de entendimiento mutuo, y si no estaba con ella el tiempo que permaneciera en la ciudad, se ofendería.

Se dirigió a la casa-oficina del alcalde. Una comunidad como Primavera necesitaba poco gobierno. La mayoría de las actividades de Hanshaw estaban relacionadas con la Tierra: compañías de transporte, científicos y técnicos que pedían trabajo allí, burócratas de la Federación Mundial cuando tenían la necesidad de entrometerse, y políticos nacionales que podían ser todavía una molestia mayor.

La casa era típica, construida para un clima que los humanos llamaban «mediterráneo». Paredes gruesas, pintadas en tonos pastel, daban aislamiento y fuerza; en la parte trasera, un patio abierto a un jardín lleno de flores. Construcción robusta, persianas de acero para las ventanas, un techo diseñado aerodinámicamente de heraklita, todo ello necesario contra los tornados. Le habían dicho a Larreka que la rotación de Ishtar producía tormentas más violentas y frecuentes que en la Tierra.

La esposa de Hanshaw le abrió la puerta, pero no se unió a la conferencia que se celebraba en su sala de estar. Además del alcalde y Jill, Ian Sparling estaba presente. Reúnan a varios terrestres y les parecerá increíble el tiempo que pierden en complicadas charlas. Sparling era el ingeniero jefe del proyecto de rescate, por tanto, se trataba de un hombre clave. Más aún, también era un buen amigo de Larreka.

—Hola, forastero —tronó Hanshaw.

Había cambiado sorprendentemente, según vio el comandante. Se había vuelto gris y gordo. Todavía parecía vigoroso, sin embargo, e insistía en estrechar la mano en vez de dar palmadas en los hombros.

—Cáigase donde pueda —señaló a un colchón dispuesto enfrente de las tres sillas. Cerca, había una mesa con ruedas con una cónsola de ejecutivo.

—¿Qué va a tomar? Cerveza, si le conozco bien.

—Cerveza —replicó Larreka—. En muchas tazas grandes.

Quería decir fermento de raíz del pan endulzado con yema de cúpula; para él, la bebida hecha con los granos terrestres tenía un gusto horrible. Eso no pasaba con aquellas plantas. Después de intercambiar una sincera palmada con Sparling, sacó una pipa de su bolsa.

—No he fumado tabaco desde hace siete años.

El ingeniero gruñó, le ofreció su bolsa y cuando se la devolvió cargó también su pipa. Era un hombre alto, dos metros y algo, lo que le ponía hombro con hombro con Larreka. Espaldas anchas, pero flaco y huesudo, con grandes manos y pies. Sus movimientos parecían indolentes, aunque sus miembros hacían lo que él quería que hiciesen. Pómulos prominentes, nariz curvada, profundos pliegues alrededor de los finos labios, piel tostada por el sol, un alborotado pelo negro veteado de gris, voz átona, ojos grandes, brillantes, de color gris-verde. Había cambiado poco desde la última vez que lo vio. A diferencia de Hanshaw, Sparling era tan descuidado en el vestir como Jill, pero carecía de su instinto.

—¿Cómo están tu mujer y tu hija? —preguntó Larreka.

—Oh, Rhoda como siempre —replicó—. Becky está estudiando en la Tierra. ¿No lo sabías? Lo siento. Siempre fui un informador desastroso. La vi el año pasado en un viaje. Lo está haciendo bien.

Larreka recordó que los humanos podían volver a visitar su planeta cada cuatro años nativos. Algunos, como Jill, nunca lo habían hecho; aquel era su hogar, y no tenían interés en hacer un viaje tan caro. Pero Sparling iba más a menudo, para presentar sus últimos planes y discutir el apoyo a éstos.

—He tenido más noticias de tu trabajo que de tu familia.

Larreka no ofendía. Cualquiera que pudiera aliviar los desastres era un hombre de primera fila en toda mente civilizada.

—Tus presas de control de caudal… —Viendo el gesto del ingeniero, se detuvo.

—Eso ha llegado a ser parte de nuestro problema —dijo Sparling—. Sentémonos.

Olga Sanshaw llenó los refrescos que su marido había ordenado por interfon, y anunció el almuerzo para una hora después.

—Me temo que no será nada extraordinario —se excusó con Larreka—. Las tormentas del pasado verano dañaron las cosechas, tanto las de tu pueblo como las nuestras.

—Bien, comprendemos que en tu posición tenga que ser un ejemplo de austeridad —dijo Jill—. Yo sé de un cerdo perteneciente a un Hanshaw.

Sólo Sparling rió. Quizás, pensó Larreka, su referencia era acerca de algo de la Tierra, donde el ingeniero había nacido y había pasado su juventud. ¿Habría notado ella que la mirada que le había dirigido, retrocedía?

—Dejemos los chistes para más tarde —urgió el alcalde—. Quizá después podamos tener una partida de póquer.

Larreka también lo esperaba. Había llegado a ser muy bueno en eso, y se mantenía en forma enseñando a sus oficiales. Entonces vio a Jill frotarse las manos y recordó que ella jugaba un desmañado ajedrez pero un precoz póquer. ¿Cómo jugaría ahora?

Atendieron cuando Hanshaw prosiguió:

—Comandante, está usted aquí por un trabajo desagradable. Y creo que tengo noticias aún peores para usted; Port Rua nos envió un mensaje el otro día. Tarhanna ha caído.

Larreka conservaba lo bastante del carácter haeleno como para gritar o jurar. Pero aspiró su pipa y dijo sencillamente:

—¿Detalles?

—Demasiado pocos. Aparentemente los nativos, los bárbaros quiero decir, no los pocos ciudadanos de Valennen que hemos conseguido civilizar, atacaron por sorpresa, tomaron la ciudad, expulsaron a todo el mundo y dijeron al jefe legionario que no estaban allí por el botín sino que iban a quedarse.

—Malo —dijo Larreka después de un rato—. Malo, malo y malo.

Jill se inclinó hacia adelante para tocar su melena. Unos cuantos seleks que allí había salieron de entre las hojas. Cuando Jill retiró su mano volvieron a los asuntos propios de tales entomoides, mantenerla libre de parásitos y materia muerta.

—Un shock, ¿eh? —preguntó ella suavemente.

—Sí.

—¿Por qué? Quiero decir, tal como lo entiendo yo, Tarhanna es… era el puesto avanzado principal de la Asociación en el interior de Valennen, río arriba de Port Rua. ¿No es así? Pero su finalidad era el comercio. Es una plaza comercial. Y todo el mundo sabe que el comercio se arruina en cuanto las condiciones se deterioran.

—Era también una base militar —le recordó Larreka—, y por tanto podía atacar al bandolerismo, señoríos rebeldes, etc. Ahora… —Aspiró el humo por segunda vez, antes de proseguir—. Quizás esto me impacte más que un signo. Verás, la Zera todavía está en buena forma. Tarhanna debería haber sido capaz de rechazar cualquier incursión que la parte habitada del continente hubiera podido hacer. O, de cualquier forma, aguantar hasta que Port Rua enviase una expedición de refuerzo. Pero no lo hizo. Además, el enemigo cree que puede quedarse. Por tanto es algo organizado. No un puñado de incursores. Puede ser incluso una confederación. ¿Comprenden lo que eso significa? —apeló—. La prueba final de lo que me temía. Los bandidos y piratas se estaban volviendo tremendamente arriesgados, y tenían demasiada suerte, para pertenecer a la clase de gente con la que estábamos acostumbrados a tratar. Y naturalmente disponíamos de algunos informes de la inteligencia militar… y ahora esto. Alguien ha unido a los bárbaros por fin, y los ha preparado para aplastarnos. Y para expulsar a la Asociación de Valennen, además.

«Pero es un inicio trashumante. Tiene que serlo. En el pasado, el Vagabundo condujo a la gente desesperada hacia el sur. Y aplastaron a la civilización. Esta vez, parecía que la civilización tenía la oportunidad de contenerlos. Sólo que alguien ha organizado a los Valennos para confrontarnos. No puede tener sino un propósito a largo plazo: invadir el sur, matar, esclavizarnos, expulsarnos fuera de nuestras tierras y tomar posesión de las ruinas.

»Este es el motivo de mi viaje. Decir a la asamblea que no podemos retirarnos "temporalmente" de Valennen, que tenemos que mantenerlo a toda costa. Hay que mandar refuerzos; una segunda legión como mínimo tiene que ir allí. Pero primero quería preguntaros qué ayuda puede dar Primavera. Puede que no sea exactamente vuestra guerra. Pero estáis aquí para aprender cosas sobre Ishtar. Si la civilización cae, tendréis poco tiempo para llevar a cabo vuestro objetivo.»

Era el discurso más largo que había hecho jamás, incluyendo el que había dirigido a la Zera en una solemnidad. Se volvió un poco bruscamente hacia su pipa y su cerveza.

La voz de Sparling hizo que desviara de nuevo su atención.

—Larreka, me duele decir esto tanto como una quemadura de tercer grado, pero no estoy muy seguro de que podamos prestaros ayuda. Verás, estamos enzarzados en nuestra propia guerra.

Загрузка...