La guarnición de tassui que había quedado en Tarhana, no se rendiría al asedio y antes de arrancar las hojas de sus melenas y afeitar el césped de sus pellejos para comer, y aún después de eso, no se rendirían hasta haber quemado la fuerza que la última escasa ración de comida les diera. Muchos intentarían elevar todavía el hacha o la pica cuando los legionarios rompieran las puertas indefensas. Sabiendo esto, un regimiento de la Zera Vitrix se dirigía al norte con máquinas para la demolición de los muros: balistas, trabuquetes y arietes-testudo.
Larreka no hubiera ordenado eso, pensó con alegría Arnanak. Es demasiado sabio. Pero Larreka había ido al Sur Sobre el Mar. Su vicecomandante, Wolua, era menos paciente, menos capaz para prever las posibles contramaniobras. Arnanak había esperado que sus enemigos trataran de recuperar la ciudad rápidamente y, en consecuencia, tenía planes al respecto. Cuando estuvo seguro, partieron sus correos; los tambores difundieron el mensaje a través de los desfiladeros. Y en donde no podían ser vistas por extraños, las señales de humo se alzaban de día y los fuegos brillaban de noche.
Wolua no estaba loco. Lo que le ocurría era que dos o trescientos años de servicio habían influido en sus pensamientos, estrechando sus conceptos y primándolos de imaginación. Todo lo contrario de lo que le había sucedido a Larreka. Como conducía su fuerza carretera arriba, mantenía escondido un numeroso grupo de exploradores a cada lado de los Essali. Los tassui no tenían nada para evitar la acción de aquellos grupos, que habían sido seleccionados y entrenados por su ligereza, adiestrados en la lectura de mapas y el uso de compases, equipados con telescopios, heliógrafos portátiles, botellas de humo azul que no se encontraban en Valennen; incluso tenían transmisores mágicos humanos en manos de unos pocos oficiales clave. Los exploradores no impedían solamente que un adversario sorprendiera al cuerpo principal; encontraban y mataban a las fuerzas hostiles, para mantenerlos dentro de sus límites.
O así había sido hasta no hacía mucho. Arnanak tenía algo con qué responder.
Pequeños, sigilosos, sus dauri eran difíciles de ver, y si los veían, creerían que eran animales. Si un legionario los avistaba y sabía algo de folklore tassui, quizá pensaría: ¡Sagrado Sol!, esas historias pueden ser verdad. Puede que haya espectros en las Starklnads, que desciendan a veces… Sí, ¿no dice la leyenda que vendrán en gran número como heraldos de la destrucción milenaria?
Arnanak no entendía muy bien los silbidos y gorjeos que constituían la lengua de los dauri. Y no podían moverse tan rápidamente como un legionario entrenado. Pero le decían lo que él necesitaba saber. Conocía el número y la composición de las fuerzas de Port Rua. Sabía, día a día, donde estaban, y sobre esto podía trazar su plan de batalla.
Estaba de pie esperando la llamada de carga. A su lado se encontraba Kusarat, el Caudillo de Sekrusa. Las noticias de la invasión de Tarhanna habían decidido a aquel poderoso y poco definido jefe, y al fin había llegado a la cabeza de trescientos juramentados. Se les dio la bienvenida, tanto por su ejemplo como por su fuerza. Arnanak estaba dispuesto a otorgar a su líder cualquier signo honorífico, pretendiendo mostrar que ambos eran iguales. El Caudillo de Ulu comprendía que aún tardaría muchos años en reunir bajo su mando a todos los señoríos y conseguir que ellos estuvieran de acuerdo en considerarle verdaderamente el Señor de Valennen del Sur.
—¿Cómo planeaste esto? —preguntó Kusarat.
—Saqué a la mitad de mis tropas de las colinas como si nosotros fuéramos ciegamente en busca de la lucha o el botín —contestó Arnanak—. Como había esperado, los legionarios se lanzaron campo a traviesa con la idea de sorprendernos y matarnos, dada su mayor fuerza. Nosotros, preparados para esto, nos retiramos en perfecto orden, haciéndoles salir a campo abierto. Mientras tanto, la otra mitad de mis machos, oculta al otro lado de la colina, apareció.
—¿Cómo pudieron mantenerse ocultos de los malditos exploradores? Tenían que haber muchos precediendo a los legionarios.
—Sí. Pero los dauri nos ayudaron a saber dónde estaba el mayor número de exploradores y su campo de acción. Por tanto, podíamos desviarnos cuando fuera necesario.
—Dauri. —Kusarat hizo una mueca y trazó un signo.
—La información me llegó hace un rato —prosiguió Arnanak para darle ánimos—. El enemigo dejó unos cuantos soldados vigilando sus máquinas de guerra en la carretera. No tenían idea de que a través de los dauri yo podía informar de esta situación a los guerreros de Tarhanna. Nuestras tropas se han dirigido allí y matado a los vigilantes. Están llevando las máquinas a la ciudad.
Kusarat olvidó su desasosiego. Golpeó su espada contra su escudo y rugió con júbilo.
—Más bajo, si es posible, amigo mío —dijo Arnanak—. No tienen necesidad de saber en la Zera que somos algo más que un desesperado grupo de gentuza.
Desde el bosquecillo que los ocultaba miró abajo, al interior de un seco desfiladero. Por allí pasaron las tropas enemigas; unos dos mil. El desfiladero era mejor lugar para pasar, a pesar de las piedras esparcidas por allí, que el campo circundante, donde crecían los espinos. Los valennos a quienes perseguían habían tomado esa ruta por decisión propia. Wolua puso destacamentos en los extremos del cañón y a lo largo del mismo: puro sentido común. Pero en estos lugares estrechos, los exploradores son de poca utilidad. No tenían forma de comunicarle lo que se cernía contra él tanto delante como detrás. El hostigamiento en las lomas, la lucha de retaguardia a lo largo del paso, los tassui bloqueándole la vanguardia, le mantenían demasiado ocupado para pensar en las fuerzas que ya habían pasado.
Sopló un viento cruelmente caluroso. Las cañas en donde permanecía Arnanak chasqueaban por su impulso. Olía a maleza reseca. El Rojo y el Blanco lucían juntos, formando sombras dobles de diferentes longitudes y colores, dando un tono tétrico al paisaje. Un buitre ptenoide se elevaba lejano, en un cielo menos azul que broncíneo.
Allí estaban tanto el Sol Verdadero como el Demonio; y era como si el primero hubiera aprendido la cólera del segundo. Cuando el verano avanzaba en Valennen, también se intensificaba el fulgor carmesí mezclado con el blanco-dorado. Y golpeaban la tierra como martillos.
Bastante incómodo en su pequeña parcela de sombra, Arnanak pensaba. Pronto tendría que anunciar la carga y dirigirla dentro de un horno.
Bueno, él estaba mejor protegido que sus seguidores, con su viejo equipo legionario. Ningún herrero tassui era tan hábil como para copiarlo, aunque algunos hacían intentos chapuceros. La mayoría de los bárbaros tenían que contentarse con un escudo para protegerse o con nada. Lo mejor que podía conseguir un macho saludable era una cota de malla para el torso y el cuerpo. El forro que requería no dejaba respirar a su pellejo, o absorber la luz del sol. Por tanto, se debilitaba y empezaba a jadear; su sangre se calentaba y, después de un tiempo, debía retirarse a descansar o desmayarse. Los pocos que hubieran podido pagarlo escogían en su lugar una coraza y un casco. Pero el casco norteño era meramente un visor ribeteado de una punta cónica. Aplastaba las hojas de la melena.
Arnanak llevaba una caja de acero redonda apoyada en su arnés de hombros, que a su vez se unía a una coraza de metal y piel. Sus argollas se arqueaban a su espalda desde la nuca a la joroba, guardando esa parte de melena y permitiéndole que trabajara para él. La coraza no se fijaba al azar. Bloques de amortiguación aquí y allí eran puntos de contacto que permitían a su torso absorber completamente la fuerza de un golpe. Las planchas que protegían su lomo estaban equipadas similarmente, curvadas hacia fuera para dejar libre la mayor parte del pellejo, haciendo poco daño las cinchas. Los guanteletes de hierro y las grebas de acero también permitían que el aire llegara a sus extremidades, mientras que las tiras de cuero se anudaban por encima. Todo estaba pintado de blanco.
El escudo oblongo a su izquierda no lo estaba. Su cobertura de acero había sido pulida para enviar la luz a los ojos del enemigo. La parte central era reforzada, la superior e inferior estaban afiladas, para cortar. A su derecha colgaban la espada, el hacha y la daga.
Se necesitaba algo más que los medios suficientes para conseguir aquel equipo. Se necesitaba entrenamiento legionario. Arnanak había servido por una octada en la Tamburu Strider; y, desde entonces, siempre encontraba ocasiones para practicar.
La tropa había sido empujada hasta medio kilómetro de distancia. El momento había llegado. Levantando el cuerno hasta sus labios, venteó la llamada de batalla, emergió del cañizal y se lanzó por la ladera.
Las piedras entrechocaron, saltaron, golpearon sus flancos. El calor ondeó, el brillo del sol danzó, el metal destelló con fulgores estelares. Sintió como sus músculos batían, el aire silbaba a través de su hocico, sus corazones retumbaban, la melena y el pellejo vertían sus jugos en su sangre hasta convertirla en dulzona. A su izquierda saltaba Kusarat, y a la izquierda de éste, un portaestandarte cuya bandera verde era seguida por los sekrusu. A su derecha corría Tornak, un hijo suyo, llevando en alto el emblema de Ulu: una calavera cornuda de un azar de Beronnen del Norte sobre una lanza. Tras él iba su gente.
Y por todas partes, como vio a destellos Arnanak, el resto de bandas, una ola de guerreros vertiéndose sobre los soldados de la Asociación. Rebasaron a las escuadras exteriores de los legionarios sin detenerse. Las dejaron tendidas en el suelo y prosiguieron.
Las trompetas y tambores llevaban a los soldados en formación cerrada. Las flechas, jabalinas y piedras, volaban. Arnanak vio a uno de sus hombres tambalearse y caer, rodar ladera abajo mientras gritaba y sus venas vertían la sangre sobre el campo sediento.
—¡Adelante, adelante! —rugió Arnanak—. ¡Adentraos en sus filas! ¡Por vuestras vidas y vuestras casas… cuando el Tiempo de Fuego llegue!
Después de la batalla, todos estaban cansados y la mayoría habían sido heridos. Muchos se tendían y no pensaban en nada sino en la voluntad de arrojar el sufrimiento de sus mentes. Las heridas tenían que ser curadas, suturadas si era necesario; no se podía gastar demasiado tiempo en impedir que se desangrasen, en perjuicio de tareas más urgentes. Los cuellos de los legionarios sin salvación debían ser cortados, y los de los camaradas que no pudieran hacerlo por sí mismos. Los enemigos que no habían muerto o escapado debían ser conducidos esposados, y condenados a la esclavitud, a menos que la Asociación pagara un buen rescate. Y entonces, aunque tenían cerca un pozo de agua, Arnanak dijo que acamparían en el siguiente, a una hora de marcha.
A los gritos de enfado replicó:
—Los que lucharon hoy, y ahora yacen, lucharon bien. Si permanecemos aquí, los carroñeros no se atreverán a venir, y sus espíritus quedarán atrapados por más tiempo. Tenemos que darles un rápido alivio, ¿no? La muerte sigue a una honorable hazaña.
El mismo cerró los ojos de Wolua.
Así, la hueste cargó con sus pertenencias y sus prisioneros, que portaban las cosas de que ellos habían despojado a sus adversarios, y con sus propios muertos. Los últimos no serían llevados a su hogar, que estaba demasiado lejos. Pero ellos no dejarían que sus mentes esperaran un día o dos en la angustia y el aturdimiento de la carne. Así que serían cocidos y comidos en Tarhanna. El servicio final a los compañeros de guerra era tanto la noble liberación al más allá, como una fiesta ofrecida a los amigos. Y por supuesto sus huesos servirían para conjurar los sueños oraculares, antes de descansar finalmente en los dólmenes.
Arnanak no confiaba, en verdad, en estas creencias. Cuando era soldado de la Asociación había sido iniciado en los misterios de la Tríada. Tenía más sentido para él que los dioses de su pueblo. Pero él esperaba su paz de aquello, y dirigió los sacrificios al llegar al caudillaje, y todavía lo seguía haciendo.
El Sol había casi seguido al Vagabundo bajo las colinas, o el Sol Verdadero había casi seguido al Invasor, cuando alcanzaron la primavera que deseaba. Ya algunos se hundían en los anillos de seco y resquebrajado limo.
Pero los poco crecidos lia color marfil y los árboles yan de hojas rojas anunciaban un oasis. Arnanak notó manchas azules aquí y allí; los primeros indicios de vida Starkland. La tradición, transmitida por antepasados que habían sobrevivido a Tiempos de Fuego precedentes, decía que las plantas de esta clase sobrevivirían a las plantas normales. Estas plantas llegaron a ser comunes y se criaban bestias que podían alimentarse de ellas, las cuales alimentaban los dauri. De esta manera el país maltratado por el fuego podía volver a la normalidad.
Después, cuando el Incursor se retiraba, también lo hacían las plantas azules, y sus animales, salvo especies como los fénix, que siempre prosperaban en Valennen del Sur. Y la gente podía de nuevo tener niños con esperanza de que pudieran crecer.
Arnanak ordenó que los prisioneros fueran atados en la mejor zona de pastos que el oasis podía ofrecer. No había otra comida.
Las estrellas brillaban intensamente, el Puente Fantasma relucía sobre la pequeña roca de Narvu, sobre ensombrecidos pináculos. El aire era caliente, pero una ráfaga de brisa se levantaba como enviada por una mano bien intencionada. Por fin, los vencedores podrían tener descanso. Arnanak oyó suspiros entre la ligeramente vislumbrada masa de sus tropas así que, cuerpo tras cuerpo, se tumbaban y las cadenas se hundían bajo los brazos y patas delanteras. Se aposentó junto a un pequeño fuego. Tornak y otros tres de sus hijos yacían a su lado. Kusarat de Sekrusu preguntó si podía unirse a ellos.
—A menos que quieras dormir —añadió educadamente.
—No, prefiero permanecer despierto un rato —dijo Arnanak.
—Y yo. Mis pensamientos todavía son confusos. Hacen que me aparte del camino recto y no tengo esperanzas de conseguir un buen sueño por mí mismo.
—¿Vu? ¿Tienes conocimientos del arte de los sueños? Yo creía que no.
—No, yo no puedo interpretarlos —admitió Kusarat—. Pero puedo hacerlos placenteros… o útiles.
Arnanak asintió.
—Como yo.
—Y yo —dijo Tornak, riendo—. Esta noche quiero sueños de cerveza y hembras, no en Tarhanna ni en el salón de mi padre, sino en Port Rua cuando lo tomemos, o incluso en Sehala.
—No te precipites —le advirtió Arnanak—. Esas conquistas están lejanas todavía en el tiempo; y podemos no vivir lo suficiente para hacerlas.
—Más razón entonces para soñarlas —dijo el medio hermano de Tornak, Igini.
Su padre los hizo callar. Eran jóvenes e impulsivos. Los otros eran mayores, sobrios y casados, aunque no pasaban de los sesenta y cuatro años. Arnanak tenía poder sobre ellos todavía.
Su deseo era de que a Kusarat se le mostrara respeto. Parecía que éste estuviera ansioso de agradar, ya que preguntó:
—¿Son hijos tuyos, Arnanak? Pero debes tener muchos más que ya han conseguido su independencia. He oído que has engendrado bastantes, de más hembras de las que la mayoría de nosotros ha podido conseguir.
Arnanak no lo negó. Además de varios matrimonios ventajosos y un buen número de concubinas, sin duda había dejado embarazadas a gran cantidad de esposas que había encontrado en sus viajes. Los maridos estaban complacidos de darle esa hospitalidad, con la esperanza de que un niño fuerte naciera en sus casas. Sobre la fama y el poder, él había vencido, allí estaba, enorme, sin rastro de cicatrices, con sus ojos verdes y brillantes en su rostro oscuro, con sus dientes blancos. Cuando habló, lo hizo en tono grave:
—Sí, algunos hacen incursiones por mar, algunos llevan mis mensajes por tierra. Pero la mayoría están en su casa haciendo su trabajo, por órdenes mías. Nunca olvido lo delgado del filo en el que deberemos vivir hasta que ganemos nuevos hogares en mejores sitios. Incluso una victoria como la de hoy significa menos que la producción de alimentos y bienes que podamos conseguir.
—Ng-ng-ng… hablas como un asociado —murmuró Kusarat.
—Lo he sido. Desde entonces, he tratado con ellos en Valennen, los he observado, escuchado; siempre intentando aprender. ¿Por qué supones que extienden su poder por el mundo? Sí, tienen más facultades que nosotros, su tierra es más fértil y poblada que la nuestra, cierto, cierto. Pero principalmente, creo, principalmente tienen el hábito de la previsión.
—¿Te gustaría que los imitásemos? —preguntó secamente Kusarat.
—En cuanto nosotros podamos ganar lo suficiente y sea posible —dijo Arnanak.
Kusarat lo miró en silencio por un instante, a la luz de las llamas que crepitaban, antes de replicar:
—Y tú tratas con los dauri ¿Quién sabe con qué brujerías?
—Esa pregunta es frecuentemente dirigida contra mí —dijo Arnanak—. La mejor respuesta que puedo dar es la verdad.
Kusarat levantó las orejas y situó su cola contra su flanco.
—Te escucho —dijo.
«Cuando encontré al primero, kyai-ai, doscientos años atrás, siendo yo joven, el mundo no estaba preocupado por el Portador de la Antorcha. Ya su brillo era visible de noche, y sabíamos que venía hacia nosotros.
Pero los jóvenes no se preocupaban de un futuro distante y los viejos no tenían razón para temerlo. Vivíamos bien en aquellos días, ¿recuerdas?
»Mis padres estaban establecidos en Evisauk, donde Mekusak era Caudillo. Mi padre era libre y no había prestado juramento. Vivían en una casa en los bosques de los montes Fang, sin vecinos cercanos. Sin embargo mis padres creían que Mekusak me había engendrado, un día en que fue a buscar refugio allí. Crecí hasta parecerme a él en el tamaño y en el fuerte temperamento, y odiando el escarbar en la suciedad. Manteníamos un huerto en donde cultivábamos unas cuantas hierbas. Principalmente mi padre y mis hermanos se dedicaban a la caza. Cuando me enviaban solo, en general permanecía alejado durante días, y después, al regreso, mentía diciendo que había tenido que perseguir largamente a la fiera. No me creían, naturalmente, ya que habían visto mi actitud en las cacerías en grupo. Así, año tras año, crecía más apartado y solitario.
»Entonces, una vez, en lo alto de la ladera occidental de la montaña, donde podía tener una visión de lo que era el océano, encontré un dauri. Había vislumbrado algunos dauri antes, pero sólo vislumbrado. Venían a nuestros territorios menos que a la mayoría de los del sur de Valennen. Puede que fuera por su selvatiquez, y lo escasamente poblado por mortales que estaba. O, quizá, porque ellos tenían unas tierras mágicas donde trabajar. ¿Quién podía saberlo? Yo no lo sabía, ni lo sé ahora.
»Pero allí estaba la pequeña y extraña cosa, atrapada bajo un árbol que había caído a causa de una tormenta la noche antes. Sus brazos y piernas se movían levemente, a impulsos, bajo una piel que, al calor del mediodía, había pasado de púrpura a blanca. Los pétalos del tronco, el tronco en donde una cabeza debería haber crecido, se cerraban y abrían, como si respirasen. Y los pequeños zarcillos de éstos vibraban. Desde el vientre tres ojos brillaban, oscuros como agujeros. Pero el agujero real había sido hecho por una espina afilada; rezumaba un ligero icor.
»Sentí un doble impulso: el de huir, y el de quedarme. No obstante, decidí rápidamente. Y me vino al pensamiento: Nosotros les tememos porque nos son desconocidos, no porque sean malvados. Hay algunas historias acerca de su maldad, que podrían ser falsas; y hay otras sobre su cooperación con los humanos, que podrían ser verdaderas. ¿No sería maravilloso ser amigo de un dauri?
»Quité fácilmente el árbol de encima de él, ya que no era demasiado pesado para mí. Le llevé a una caverna cercana y curé su herida lo mejor que pude. Le hice una cama de lia. En los días siguientes le llevé agua, y alimento apropiado para los de su especie. Perdimos nuestro temor mutuo y empezamos a chapurrear algunas palabras. Yo no podía reproducir bien los sonidos que él emitía, aunque ciertamente mejor que él respecto a los míos. Aprendimos el significado de ciertos signos y ruidos.
»Cuando sanó, no me dio un tesoro de poder mágico como había esperado. Sólo me dio a entender que quería que volviera a verle, cuando me fuera posible. Llegué a mi casa tremendamente pensativo. Naturalmente no conté nada de mi aventura.
»Visité con frecuencia aquel lugar. La mayor parte de las veces nadie se reunía conmigo, pero ahora y entonces yo encontraba un pequeño regalo de aquellos seres. No usaban metal, y me dieron herramientas de piedra, inútiles para mi tamaño y mi mano, pero finamente confeccionadas y quizá de buena suerte. Por mi parte, los guiaba, recuerda que no vivían allí; sólo venían al sur cruzando las Colinas de la Desolación y a lo largo del Muro del Mundo en cortos viajes, y les ayudaba a cazar el alimento que a mí no podía nutrirme y les daba huesos de mis capturas mayores para convertirlas en herramientas. Creo que era lo único que buscaban. Los animales de las Starklands son enanos, como aprendí más tarde.
»Mientras tanto yo había empezado a cortejar una hembra. Y, tontamente, le confié mi camaradería con los dauri. Menos audaz de lo que yo suponía, se alejó de mí aterrorizada. Pronto, dos de sus hermanos me buscaron y me acusaron de haber lanzado un hechizo contra ella. El odio crea odio, pero los padres de ambos bandos se afanaron en poner coto a la disputa. Me he preguntado desde entonces si no será esta la verdadera razón del control absoluto que tienen sobre los jóvenes hasta que éstos cumplen los sesenta y cuatro años. No por derechos, no por nacimiento, no por orden de los dioses, sino porque esta regla impide que muchos jóvenes mueran.
»Sin embargo, mi padre se dio cuenta de que lo mejor era dejarme partir. Y me marché. Durante los siguientes cien años, encontré mejores cosas que hacer que correr por el monte Fang con los dauri. Fui cazador, y llevaba mis pieles a Tarhanna para venderlas. Cuando oí que los extranjeros pagaban bien la madera de fénix, me convertí en leñador. Llevaba los troncos por río hasta Port Rua, y así conocí esa ciudad. Lo que los soldados, marineros y mercaderes me dijeron sobre el Sur Sobre el Mar me encendió y me embarqué.
»Primero fui bucanero. Era un pobre negocio por aquel entonces. No nos atrevíamos a atacar ninguna isla que estuviera guarnecida, y casi todas lo estaban. Pronto me embarqué como mozo de carga en un mercante sehalano.
»Recorrí las tierras de la Asociación. Tomando todo trabajo que se me ofrecía, hasta que me uní a la Legión. Me gustaba, pero cuando mi octada terminó, no me reenganché. Había estado desarrollando mi mente. Fui a Sehala y allí viví de mis ahorros mientras leía libros. Había aprendido a leer; no es un arte de brujos como puedas pensar, y ayuda a hacer sabia a la gente.
»Entenderás. Año tras año el Incinerador era más brillante.
»Crecían los problemas en Sehala. Las civilizaciones siempre habían tenido inundaciones, hambrunas, tormentas, invasiones de los salvajes pertenecientes a países arruinados. Sin embargo, tenían esperanza. En los últimos dos ciclos, los legionarios habían salvado algo, más en el segundo que en el primero. Sí, varias legiones eran tan viejas, la Zera entre ellas. Habían sobrevivido a naciones, y aportaban a las nuevas una gran ayuda en su nacimiento y desarrollo. Más aún, los humanos habían llegado, esos extranjeros de los cuales habrás oído rumores.
»Sí, he encontrado humanos, aunque no he hablado con ellos. Pero… otra noche, Kusarat. Me has preguntado sobre mis relaciones con los dauri…
»Los archivos de las Legiones mostraban que la Estrella Cruel estaría directamente encima de Valennen. En el pasado, la mayoría de valennos, que en propiedad no pueden llamarse tassui, habían perecido. Pero mostraban también que en el pasado, antes de que se fundaran las Legiones, algunos norteños invadieron partes del Mar Fiero y Beronnen. Hoy en día, sus descendientes son parte de la civilización, pero vivieron durante el Tiempo de Fuego. ¡Vivieron!
»Pensé: si la Asociación conserva este poder, sería imposible una invasión ahora, y la mayoría de mi pueblo perecerá. Me preocupaba por ellos todavía. Las disputas que había tenido, las consideraba como disputas de amor.
»Y pensé: Pero los asociados estarán muy debilitados, si mientras tanto Valennen es fortalecida, unida, sabiamente mandada. ¿Lo ves? Y antes de que lo digas, lo diré yo. Sí, desde luego, quiero ser el que trace completo el próximo círculo. Quiero que los humanos vengan a mí, mientras yo viva, no a Sehala, y negocien conmigo. Y cuando esté muerto, quiero que mi memoria permanezca, que mi cráneo sea pieza de oráculo, hasta el siguiente Tiempo de Fuego y más allá. No es más que la paga de un soldado por salvar a todo un pueblo.
»Por estas razones regresé a casa.
»Ya has oído el resto: Cómo despejé de estorbos la nueva tierra de Ulu; cómo la hice rica y poderosa con el comercio con la Asociación, y la reocupación de los territorios que los asociados abandonaban; cómo las familias que sabían que vendrían tiempos peores me dieron su juramento a cambio de tierra y liderazgo, aprendieron de mí cómo luchar con la cabeza además de con las manos. Son los huesos de mi fuerza.
—Pero el espíritu…
—Kusarat, te hablaré francamente. Me he confiado a ti porque eres un Caudillo importante. Por tanto puedo hablar contigo con más franqueza que con cualquier otro. No eres un don nadie atrasado que se traga cualquier historia que las viejas escupan sobre los dioses. Vi que mis tassui no eran bastantes para salvarse a sí mismos…
»Volví a ver a mis dauri.
»Larga fue la búsqueda. Tuve que hacer muchos viajes, más de los que el Portador de Tormentas ha hecho. Sabes que las Starklands son secas, más que nuestras tierras, y sabes que, mientras el calor nos mata, a ellos les hace avanzar. Así, por fin, encontré a un dauri. Hablamos como pudimos. Más tarde encontré a más dauri y hablamos más aún.
»No sé si el que salvé estaba entre ellos, ni si habían oído la historia. Intenté encontrarlo, y fallé. Todo lo que tenía era un ligero dominio de su lengua y un conocimiento de sus caminos, para mostrar que había sido amigo suyo. Trabajé duramente para hacerles entender esto.
»Porque… en el Tiempo de Fuego no sólo son los mortales los que buscan todas las alianzas que pueden conseguir.
»Ellos desconfían de nosotros. Y, francamente, otra vez un trato demasiado íntimo haría que mis seguidores no desconfiaran lo bastante de ellos. Necesitaba una marca, una cosa, que pudiera portar para conservar su favor, principalmente, mientras ellos estaban lejos de los tassui. No podía hacerles entender esto, ellos son completamente distintos de nosotros; o si me entendieron, quizás no supieron que podía servir. Después de todo, yo ignoraba lo que sería indicado allí. Una marca de piedra o hueso no parecía aceptable, ya que yo mismo podía proporcionarme algo similar.
»El resultado final fue que me enviaron a sus tierras.
»Ya has oído lo que siguió. Has oído que volví con la piel y los huesos, y que tardé un año en recuperar mi salud. Pero no has oído nada del tiempo en que estuve allí. En realidad, pasé tres años investigando. Primero los dauri tomaron alimentos adecuados para mí, los depositaron a lo largo de la ruta. En las Starklands no habría raíz ni bestia que yo pudiera comer. Calcularon mal y casi me muero de hambre. Habían preparado demasiado poco. También estuve a punto de morir de sed. No es un desierto, pero necesitan menos agua que nosotros.
»Finalmente llegamos a ciertas ruinas. Me volví medio loco entre ellas, hasta que un dauri me mostró la Cosa que está llena de desconocidas estrellas. Me la entregaron y volví a casa. Algunos de ellos me acompañaron.
»Desde entonces, los dauri y yo hemos estado unidos. Tenemos secretos que no puedo revelar. Pero su voluntad hacia mí es buena, como lo es la mía hacia ellos; y mi voluntad hacia ti es buena. Ayudarán a mis amigos, y dañarán a mis enemigos. Esto es todo. Yo he hablado, y tú entenderás.»
Más tarde, cuando se disponía a dormir, Arnanak pensó: Bastante le he dicho a él. Los humanos seguramente pagarían bien por escuchar más. Lo que yo puedo decirles sobre los dauri vale su abandono de la Asociación.