7. PLEGARIA

Durante una semana Nafai trabajó con Issib todos los días. Dormían en casa de Madre. No pidieron permiso, pero Madre no los echó. Fueron momentos agobiantes, no sólo por las dificultades del trabajo sino porque la interferencia del Alma Suprema era muy dolorosa. Sin embargo, Issib tenía razón. Podía superarse; y aunque el rechazo de Nafai era más intenso que el de Issib, logró superarlo más pronto, quizá porque Issib estaba allí para ayudarlo, para asegurarle que valía la pena, para recordarle de qué se trataba.

Confeccionaron una lista de lo que habían tenido los humanos en el pasado y lo que el Alma Suprema les había impedido reinventar.

Un sistema de comunicaciones gracias al cual una persona podía hablar instantánea y directamente con otra persona de cualquier ciudad del mundo.

Máquinas que podían recibir gráficos, obras dramáticas y relatos a través del aire, no sólo de biblioteca a biblioteca, sino en el hogar de la gente.

Máquinas que se desplazaban rápidamente por el suelo, sin caballos.

Máquinas que volaban, no sólo por el aire, sino también por el espacio.

—Claro que tuvieron que existir máquinas que viajaran por el espacio; de lo contrario no hubiéramos llegado a Armonía desde la Tierra —comentó Nafai. Pero nunca había podido concebir semejante idea antes de superar el rechazo.

Y armas bélicas. Explosivos. Armas de proyectiles. Algunos tan pequeños que se podían coger con la mano. Otros tan terribles que podían devastar ciudades enteras, y arrasar un planeta si se usaban centenares al mismo tiempo. Enfermedades mutantes. Gases venenosos. Disruptores sísmicos. Misiles. Plataformas de lanzamiento orbital. Virus que destruían los genes.

La imagen que surgió era tan bella como espantosa.

—Entiendo por qué el Alma Suprema nos hace esto —dijo Nafai—. Para salvarnos de estas armas. Pero el precio es enorme, Issya. Renunciamos a la libertad.

Issib asintió.

—Al menos el Alma Suprema nos dejó algo. La capacidad para extraer energía del sol. Ordenadores. Bibliotecas. Refrigeración. Los enseres de cocina, los invernáculos. El campo magnético que hace funcionar mis flotadores. Y tenemos armas de mano bastante sofisticadas. Espadas energéticas. Y pulsadores. Así los fuertes no aventajan a los débiles y pequeños. El Alma Suprema pudo habernos privado de todo. Herramientas de piedra y metal. Objetos con partes móviles. Tendríamos que quemar árboles para calentarnos.

—Entonces ni siquiera seríamos humanos.

—Ser humanos es una cosa —dijo Issib—. Pero ser civilizados. Éste es el gran regalo del Alma Suprema. Civilización sin autodestrucción.

Una vez intentaron explicárselo a Madre, pero no sirvió de nada. Ella no logró comprender de qué hablaban, y se marchó comentando jovialmente que era agradable que fueran amigos y compartieran esos juegos a pesar de la diferencia de edad. Resultó imposible hablar con Padre.

Pero hubo alguien que se interesó por ellos.

—¿Por qué has dejado de venir a clase? —preguntó Hushidh.

Estaba sentada en la escalinata del porche junto a Nafai, y masticaba pan con queso. Una buena dentellada, no los delicados mordiscos de Eiadh. Madre enseñaba a sus alumnas a usar la boca para comer, en vez de ingerir pequeños bocados como estaba en boga entre las jóvenes de Basílica. Pero Nafai no tenía por qué encontrar atractiva la obediencia de Hushidh a Madre.

—Trabajo en un proyecto con Issib.

—Los otros estudiantes dicen que te escondes —dijo Hushidh.

Esconderse. Porque Padre era tan notorio y controvertido.

—No me avergüenzo de mi padre.

—Claro que no —dijo Hushidh—. Ellos dicen que te escondes. No yo.

—¿Y tú qué crees que estoy haciendo? ¿O el Alma Suprema ya te lo ha contado?

—Soy descifradora, no vidente.

—Claro. Lo olvidé. —Como si le interesara recordar qué clase de bruja era.

—El Alma Suprema no tiene que contarme que te estás conectando con el mundo.

—Porque puedes verlo. Hushidh asintió.

—Y eres muy valiente. Nafai la miró consternado.

—Trabajo en la biblioteca con Issib.

—Te estás conectando con la más débil de las facciones enfrentadas de Basílica, que sin embargo es la mejor. La que debería ganar, aunque nadie imagina cómo.

—No formo parte de ninguna facción. Ella asintió.

—Si no quieres oír la verdad, me callaré.

Como si fuera una fuente de irresistible sabiduría.

—Escucharé el pedorreo de un puerco, siempre que sea la verdad —espetó Nafai.

Ella se levantó y se marchó.

Nafai se maldijo por su estupidez. Ella sólo trata de ayudar y tú haces una broma estúpida. Se levantó para seguirla.

—Lo siento —dijo. El a intentó alejarse.

—Siempre digo tonterías —se excusó Nafai—. Es una mala costumbre, pero no hablaba en serio. A fin de cuentas, ahora sé que el Alma Suprema es real.

—Sé lo que sabes —replicó ella con frialdad—. Pero salta a la vista que saber que el Alma Suprema existe no significa que automáticamente obtengas inteligencia, amabilidad o siquiera decencia.

—Puedes insultarme. Me lo merezco. —Nafai se plantó ante ella. Esta vez Hushidh no lo rehuyó.

—Veo patrones —dijo ella—. Veo cómo encajan las cosas. Veo dónde comienzas a encajar tú. Tú e Issib.

—No he seguido la situación en la ciudad. Estoy atareado con ese proyecto. No sé qué está ocurriendo.

—Eso te ha agotado.

—Sí, supongo que sí.

—Gaballufix es el centro de un partido. Es el más fuerte, por diversas razones. Ya no se trata sólo de los carros de guerra, ni de la alianza con Potokgavan. Se trata de los hombres. Sobre todo los extranjeros. Así que cuenta con mucho respaldo y además es fuerte porque sus hombres se imponen recurriendo a la violencia.

Nafai recordó las conversaciones que había oído en las comidas. Sobre los tolchocks, hombres que aporreaban a las mujeres en las calles sin razón alguna.

—¿Sus hombres son los tolchocks?

—El lo niega. Más aún, sostiene que enviará sus soldados a las calles de Basílica para proteger a las mujeres de los tolchocks.

—¿Soldados?

—Oficialmente son la milicia del clan Palwashantu. Pero todos responden a Gaballufix y el consejo del clan no ha podido reunirse para deliberar sobre el empleo de la milicia. Tú eres Palwashantu, ¿verdad?

—Aún soy muy joven para la milicia.

—En realidad ya no es una milicia, son mercenarios. Hombres de fuera de las murallas, hombres desesperados, y muy pocos son Palwashantu. Gaballufix les paga. Y también pagó a los tolchocks.

—¿Cómo lo sabes?

—Fui maltratada. He visto a los soldados. Sé cómo encajan.

Más brujería. ¿Pero cómo podía dudarlo? ¿No había sentido la influencia del Alma Suprema cada vez que pensaba en palabras prohibidas? Sudaba de sólo pensar en las que había pasado la semana anterior. ¿Por qué Hushidh no podía mirar a un soldado y un tolchock y saber cosas acerca de ellos? ¿Por qué no volaban los camellos? Cualquier cosa era posible.

Pero la influencia del Alma Suprema se estaba debilitando. ¿Acaso él e Issib no habían superado las vallas que impedían pensar en conceptos prohibidos?

—Y sabes que no soy uno de ellos.

—Pero tus hermanos sí.

—¿Tolchocks?

—Están con Gaballufix. Issib no, por supuesto. Elemak y Mebbekew.

—¿Cómo los conoces? Nunca vienen aquí… no son hijos de Madre.

—Elemak ha venido aquí varias veces esta semana. ¿No lo sabías?

—¿A qué vino?

Pero Nafai lo supo de inmediato. Sin poder pensarlo por su cuenta, supo exactamente el motivo de Elemak para visitar la casa de Rasa. Madre gozaba de gran reputación en la ciudad; sus sobrinas eran cortejadas por muchos, y Elemak ya estaba en edad para entablar una relación estable y tener un heredero.

Nafai miró el patio, donde muchas niñas y algunos niños estaban cenando. Todos los estudiantes externos se habían marchado, y los pequeños comían más temprano. Así que la mayoría de esas muchachas eran elegibles como compañeras, incluidas sus sobrinas, si Rasa las liberaba. ¿A cuál de ellas cortejaría Elemak?

—Eiadh —susurró.

—Podemos suponerlo —dijo Hushidh—. Sé que no soy yo.

Nafai la miró sorprendido. Claro que no era ella. Entonces se sintió confundido. ¿Y si ella notaba que le había parecido ridículo pensar que su hermano la deseara?

Pero Hushidh continuó como si no hubiera reparado en su callado insulto. Sin duda no tenía en cuenta que la idea de que Elya cortejara a Eiadh podía lastimar a Nafai.

—Cuando tu hermano vino, supe de inmediato que andaba en buenos tratos con Gaballufix. Estoy segura de que está causando gran pesar a Tía Rasa, porque ella sabe que Eiadh le dirá que sí. Tu hermano tiene mucho prestigio.

—¿A pesar del escándalo que han causado las visiones de Padre?

—Él está con Gaballufix. Entre los del Partido de los Hombres, los que apoyan a Gaballufix, la simpatía por Elemak crece a medida que disminuye el prestigio de tu padre. Porque si algo le sucediera a tu padre, Elemak sería un hombre muy rico y poderoso.

Esas palabras reavivaron los temores de Nafai acerca de su hermano. Pero era un pensamiento monstruoso, insoportable.

—Gaballufix quiere que Elya influya sobre Padre, eso es todo.

Hushidh movió la cabeza. ¿Pero era un cabeceo de asentimiento o sólo lo silenciaba para continuar?

—El otro partido fuerte es el de Roptat. Ahora lo llaman el Partido de las Mujeres, aunque su dirigente es un hombre. Quieren aliarse con los gorayni. Y también quieren quitar el voto a todos los hombres excepto a los que ahora son compañeros de una ciudadana, y exigen que todos los solteros abandonen la ciudad por la noche, y que no regresen hasta el alba. Es la solución que proponen para el problema de los tolchocks… y el de Gaballufix. Tienen muchos seguidores, entre hombres y mujeres casados.

—¿Mi padre está con ese grupo?

—Todos lo creen así en el Partido de los Hombres, pero la gente de Roptat conoce mejor la situación.

—¿Cuál es pues el tercer grupo?

—Se denomina Partido de la Ciudad, pero en realidad es el Partido del Alma Suprema. Rehúsa aliarse con cualquier nación agresora. Quieren regresar a la tradición para la protección del Lago, lograr que esta ciudad se mantenga al margen de la política y los conflictos, deshacerse de la gran riqueza de la ciudad y vivir con sencillez, para que ninguna otra nación desee dominarnos.

—Nadie aceptará eso.

—Te equivocas. Muchos lo aceptan. Tu padre y Tía Rasa han conquistado a casi todas las mujeres de los Barrios Lacustres.

—Pero eso no suma mucha gente. Sólo un puñado de personas viven en el Valle de la Grieta.

—Tienen un tercio de los votos del consejo. Nafai reflexionó.

—Creo que es muy peligroso para ellas —dijo.

—¿Por qué lo crees?

—Porque sólo cuentan con el respaldo de la tradición. Cuanto más se oponga Gaballufix a la tradición, cuanto más pánico provoquen sus tolchocks y soldados, más gente exigirá que se actúe. Padre y Madre sólo imposibilitan que nadie obtenga una mayoría en el consejo. Impiden que Roptat detenga a Gaballufix.

Hushidh sonrió.

—Eres muy perspicaz.

—El estudio de la política es mi fuerte.

—Has visto el peligro. Pero no me has dicho cómo nos libraremos de él.

—¿Nos?

Nosotros. Basílica.

—No. Según has dicho, tú sabes con qué partido estoy yo.

—Estás con el Alma Suprema, claro.

—No lo sabes. Ni siquiera yo lo sé. No sé si me gusta el modo en que el Alma Suprema nos manipula. Hushidh movió la cabeza.

—Quizá tardes unos días en tomar la decisión con la mente, pero ya la has tomado en tu corazón. Rechazas a Gaballufix y te atrae el Alma Suprema.

—Te equivocas —dijo Nafai—. Sí, me atrae el Alma Suprema. Issib tomó esa decisión hace tiempo y por buenas razones. A pesar de esa secreta manipulación de las mentes, rechazar el Alma Suprema es aún más peligroso. Pero eso no significa que esté dispuesto a entregar el futuro de Basílica a una minoría de fanáticas religiosas que viven en el Valle de la Grieta y tienen visiones continuamente.

—Somos las que están cerca del Alma Suprema.

—El mundo entero tiene al Alma Suprema en el cerebro —replicó Nafai—. No se puede estar más cerca.

—Somos las que escogen al Alma Suprema —insistió ella—. Y no todos la tiene en el cerebro, pues de lo contrario no habrían comenzado a llevar la guerra a naciones lejanas.

Por un instante Nafai se preguntó si también ella habría descubierto que el Alma Suprema había bloqueado el conocimiento de los carros de guerra hasta hacía poco tiempo. Luego comprendió que ella pensaba en el séptimo codicilo: «No tendrás reyerta con la vecina de la vecina de tu vecina; cuando ella riña, quédate en casa y cierra la ventana.» Se había interpretado que esto prohibía enzarzarse en conflictos y alianzas cuyas consecuencias no tenían importancia para uno. Nafai e Issib conocían el propósito y el origen de dicha ley, y el modo en que el Alma Suprema la había impuesto en la mente de las personas. Para Hushidh, en cambio, la ley misma había impedido las guerras de agresión imperial durante milenios. No importaba que muchas naciones hubieran tratado de crear imperios y que la falta de medios de transporte y comunicación eficaces hubiera sido el único impedimento.

—No estoy contigo —dijo Nafai—. No puedo retrasar el reloj.

—En tal caso —replicó ella—, puedes darte por destruido.

—Quizá. Si Roptat gana, cuando llegue la flota potoku, subirán la montaña y nos destruirán antes de que los cabeza mojada lleguen aquí. Y si gana Gaballufix, entonces los cabeza mojada llegarán, destruirán primero a los potoku y luego subirán por las montañas y nos destruirán como represalia.

—Bien. Como ves, sí estás con nosotros.

—No. Porque si el Partido de la Ciudad mantiene este empate, Gaballufix o Roptat perderán los estribos y empezará a morir gente. Entonces no necesitaremos que vengan extranjeros a destruirnos. Nosotros mismos lo haremos. ¿Cuánto tiempo crees que continuarán gobernando la ciudad las mujeres si estalla una guerra civil entre dos hombres poderosos?

Hushidh escrutó el vacío.

—¿Eso crees?

—Quizá no sea un descifrador —dijo Nafai—, pero he leído historia.

—Durante siglos ésta ha sido una ciudad de mujeres, un sitio de paz.

—Nunca debisteis entregar el voto a los hombres.

—Han tenido el voto durante un millón de años. Nafai asintió.

—Lo sé —dijo—. Lo que sucede ahora… es el Alma Suprema.

Nafai notó que Hushidh escrutaba el vacío porque tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Está muriendo, ¿verdad?

Nafai no había pensado que alguien pudiera tomarlo de forma tan personal. Como si el Alma Suprema fuera un ser querido, un pariente. Pero para alguien como Hushidh quizá fuera así. Además, era hija de una agreste, una mujer sagrada. Aunque todos sabían que los hijos de las agrestes eran habitualmente fruto de la violación o de una cópula casual en las calles de la ciudad, aún los llamaban «hijos del Alma Suprema». Tal vez Hushidh consideraba que el Alma Suprema era su padre. Aunque no… las mujeres consideraban femenina al Alma Suprema. Y Hushidh sabía que su madre era una agreste.

Aun así, Hushidh apenas podía contener las lágrimas.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Nafai—. No sé qué hace el Alma Suprema. Tu hermana… como has dicho, ella es vidente.

—El Alma Suprema no ha hablado en toda la semana. Ni a ella ni a nadie.

Nafai quedó sorprendido.

—¿Ni siquiera en el lago?

—Supe que tú e Issib estabais muy estrechamente conectados con el Alma Suprema durante esta semana. Ella os estaba agotando, tal como hace con Lutya… y a veces conmigo.

Las mujeres se han internado en el agua, cada vez más, pero no traen nada o sólo sueños tontos. Eso las asusta. Pero yo les dije: Escuchad, Nafai e Issib están en contacto con el Alma Suprema. Así que ella no ha muerto. Y me pidieron… que te preguntara.

—¿Qué debías preguntarme?

Al fin brotaron las lágrimas, humedeciéndole las mejillas.

—No sé —dijo la afligida Hushidh—. Qué hacer. Qué espera el Alma Suprema de nosotros.

Nafai le tocó el hombro para consolarla, sin saber qué hacer.

—No sé. Pero tienes razón en una cosa: el Alma Suprema se está desgastando. Aun así, me sorprende que deje de enviar visiones. Tal vez esté distraída… Tal vez…

—¿Qué?

Nafai movió la cabeza.

—Déjame hablar con Issib.

Ella asintió, ladeando la cabeza para enjugarse las lágrimas.

—Sí, por favor. Yo no podría… hablar con él.

¿Por qué no? Pero Nafai no llegó a preguntarlo. Estaba demasiado confundido. Issib y él creían que su investigación era secreta, y Hushidh contaba a todas las mujeres de Basílica que estaban en contacto con el Alma Suprema. Pero al mismo tiempo las mujeres parecían tremendamente ignorantes. ¿Cómo podían Issib y él saber por qué las visiones habían cesado?

Nafai fue a la biblioteca y refirió a Issib todo lo que recordaba de su conversación con Hushidh.

—Se me ha ocurrido una idea. ¿Y si el Alma Suprema no es tan poderosa? ¿Y si las visiones han cesado porque el Alma Suprema no puede tratar con nosotros y transmitir visiones al mismo tiempo?

Issib rió.

—Vamos, Nyef. No somos el centro del mundo.

—Hablo en serio. ¿Cuánta capacidad necesitaría el Alma Suprema? La mayoría de las personas son tan ignorantes, estúpidas o débiles que aunque pensaran en estos temas prohibidos no podrían hacer nada al respecto. ¿Para qué observarlas? Eso significa que el Alma Suprema tiene que controlar a una cantidad relativamente escasa de personas. Si las examina de vez en cuando, tiene tiempo de sobra para apartarlas de proyectos peligrosos. Pero ahora, al debilitarse el Alma Suprema, tú pudiste desensibilizarte. Hubo una competencia entre el Alma Suprema y tú, Issib, y venciste. Tal vez durante ese forcejeo, el Alma Suprema estaba totalmente centrada en ti, y no transmitía visiones ni controlaba a nadie más. Pero tú andabas despacio y aún le sobraba tiempo.

—Pero al trabajar los dos juntos… —intervino Issib—. Tuvo que concentrarse continuamente en nosotros. Y además está perdiendo… debilitándose cada vez más.

—Sospecho, Issib, que no estamos ayudando, sino estorbando.

Issib rió de nuevo.

—No es posible —declaró—. Estamos hablando del Alma Suprema, no de una maestra con un par de alumnos díscolos.

—El Alma Suprema ha fracasado antes. De lo contrario no habría carros de guerra.

—¿Y qué debemos hacer?

—Detenernos —determinó Nafai—. Por un día. No tocar los temas prohibidos. Ver si la gente comienza a recibir visiones nuevamente.

—¿De verdad crees que hemos ocupado tanto tiempo del Alma Suprema que no puede comunicar visiones a la gente? ¿Y el tiempo en que dormimos y comemos? Hay muchas interrupciones.

—Tal vez la hemos confundido. Tal vez está asustada porque no sabe qué hacer con nosotros.

—De acuerdo. Pues no nos limitemos a renunciar. Demos algunos consejos al Alma Suprema, ¿por qué no?

—¿Por qué no? Es un artefacto fabricado por seres humanos, ¿verdad?

—Eso creemos. Quizá.

—Pues digámosle que deje de preocuparse por bloquearnos. Es una misión sin cometido y debe dejar de perder el tiempo ahora, porque aunque nosotros podamos pensar en todos los temas prohibidos del mundo, no lo revelaremos a nadie ni intentaremos construir nada, ¿o sí?

—Claro que no.

—Pues júralo, Issib. Yo juraré también. Lo juro ahora mismo. ¿Escuchas, Alma Suprema? No somos tus enemigos, así que no pierdas un segundo más en controlarnos. Vuelve a comunicar visiones a las mujeres y dedica el tiempo a bloquear a los sujetos peligrosos. Los cabeza mojada, por ejemplo, Gaballufix. Y tal vez Roptat, también. Y si no puedes bloquearlos, entonces al menos haznos saber qué debemos hacer para que los bloqueemos nosotros.

—¿Con quién estás hablando?

—Con el Alma Suprema.

—Esto parece muy estúpido —rió Issib.

—Esa cosa nos ha dicho siempre qué pensar. ¿Qué hay de estúpido en darle una sugerencia de vez en cuando? Presta el juramento, Issya.

—Sí, lo prometo. Lo juro solemnemente. ¿Estás escuchando, Alma Suprema?

—Está escuchando. Eso lo sabemos.

—Ya. ¿Y crees que nos hará caso?

—No sé. Pero sí sé una cosa… no averiguaremos nada más con pasar el resto del día en la biblioteca. Salgamos de aquí. Pasemos la noche en casa de Padre. Tal vez se nos ocurra una buena idea. O quizá Padre tenga una visión… O cualquier otra cosa.

Sólo esa tarde, al irse de casa de Madre, Nafai recordó que Elemak cortejaba a Eiadh. Claro que Nafai no tenía derecho a odiarlo por eso. Jamás le había comentado a nadie sus sentimientos por la muchacha. Y a los catorce años era demasiado joven para que alguien lo tomara en serio corno candidato a compañero legítimo. Era natural que Eiadh deseara a Elemak. Eso lo explicaba todo: por qué se mostraba tan amable con Nafai y sin embargo nunca se le acercaba. Quería granjearse su buena disposición por si él ejercía alguna influencia sobre Elemak. Pero nunca habría pensado en aceptar un contrato con Nafai. A fin de cuentas, sólo era un niño.

Luego recordó lo que Hushidh había dicho de Issib. No podía hablar con él. ¿Porque era un tullido? Improbable. No, Hushidh era tímida con Issib porque lo consideraba un posible compañero. Hasta yo sé lo suficiente acerca de las mujeres para adivinarlo, pensó Nafai.

Hushidh tiene mi edad, y se fija en mi hermano mayor cuando piensa en un compañero. En una chica de mi edad ejerzo tanta atracción sexual como un árbol o un ladrillo. Y Eiadh es mayor que yo, una de las mayores del curso, mientras que yo soy de los menores. ¿Cómo se me ocurrió pensar…?

Sintió un fuerte rubor en las mejillas, aunque sólo él conocía su humillación.

Caminando por las calles de Basílica, Nafai comprendió que no había salido de la casa de Madre desde que se había puesto a investigar con Issib, excepto por algún paseo por la Calle de la Lluvia. ¿Había menos gente en las calles? Tal vez. Pero lo que había cambiado era el modo de caminar. La gente de Basílica caminaba con determinación, pero eso no le impedía gozar de su entorno. Incluso los que llevaban prisa solían detenerse un instante, o al menos sonreían, cuando pasaban frente a un músico callejero, un malabarista o un cómico que recitaba sus coplas. Y muchos observaban con auténtico placer, conversando con sus acompañantes, pero también interpelando a extraños, como si todos los basilicanos fueran vecinos o parientes.

Esa tarde era diferente. Mientras el sol aureolaba los tejados del oeste proyectando oblicuas franjas de negrura en las calles, la gente parecía eludir la luz como si les quemara la piel. Nadie se fijaba en nadie ni prestaba atención a los músicos callejeros, cuyas melodías parecían más tímidas, como si estuvieran dispuestos a interrumpir la canción al primer indicio de disgusto de un viandante. Las calles eran más silenciosas porque casi nadie hablaba.

Pronto fue evidente la razón. Un contingente de ocho hombres avanzó calle arriba, con pulsadores en la mano y espadas energéticas en la cintura. Soldados, pensó Nafai. Hombres de Gaballufix. Aunque oficialmente eran milicianos de los Palwashantu, pero Nafai no sentía ningún parentesco con ellos.

No miraban a los costados, como si avanzaran con un rumbo determinado. Pero Nafai e Issib advirtieron que las calles se vaciaban con el paso de los soldados. ¿Adonde habían ido los peatones? No estaban escondidos, pero sólo reaparecieron cuando los soldados pasaron. Se habían metido en tiendas, fingiendo que compraban algo. Algunos habían cogido por calles laterales. Y otros se habían quedado en la misma calle pero, al igual que Nafai e Issib, se habían parado en seco, de modo que por unos instantes formaron parte de la arquitectura, no de la vida del lugar.

La gente no parecía creer que los soldados le brindaran seguridad. En cambio, se sentía intimidada.

—Basílica está en problemas —dijo Nafai.

—Basílica está muerta —replicó Issib—. Todavía hay gente, pero esta ciudad ya no es Basílica.

Afortunadamente, no fue tan malo cuando avanzaron por la Calle del Ala. Los soldados habían pasado por donde Ala cruzaba la Calle del Trigo, a pocas manzanas de la casa de Gaballufix. Cuando llegaron a la Ciudad Vieja, había más vida en las calles. Pero aún se notaban cambios.

Por ejemplo, la Calle del Manantial estaba despejada. Primavera era una de las arterias principales de Basílica y constituía el camino más directo desde la Puerta del Embudo hasta el linde del Valle de la Grieta, a través de la Ciudad Vieja. Pero como a menudo ocurría en Basílica, una constructora emprendedora había decidido que era una lástima desperdiciar tanto espacio vacío en medio de la calle, cuando allí podía vivir gente. En una larga manzana entre Ala y Templo, la constructora había levantado seis edificios.

Cuando una constructora basilicana comenzaba a levantar una estructura que bloqueaba la calle, podían ocurrir varias cosas. Si no había mucha actividad en la calle, pocas personas se oponían. Gritaban, maldecían e incluso arrojaban piedras a las constructoras, pero como los peones eran sujetos robustos, la resistencia era escasa. El edificio acababa construyéndose y la gente buscaba nuevos caminos. Los más perjudicados eran quienes poseían viviendas o tiendas cuyo frente daba sobre la calle ahora bloqueada. Tenían que regatear con las vecinas para obtener derechos sobre pasillos que les dieran acceso a la calle, o conquistar esos derechos, si la vecina era débil. A veces tenían que resignarse a abandonar la propiedad. De un modo u otro, los nuevos pasillos o la propiedad abandonada pronto se transformaban en nuevos caminos. Con el tiempo una persona emprendedora compraba un par de casas abandonadas o derruidas cuyos pasillos se usaban para el tráfico, derrumbaba una parte y así nacía una nueva calle. El consejo no se inmiscuía en este proceso. De esta forma la ciudad evolucionaba y cambiaba a través del tiempo, y era absurdo tratar de contener la marea del tiempo y de la historia en una ciudad de decenas de millones de años.

Era muy distinto cuando alguien comenzaba a construir en una arteria tan frecuentada como la Calle del Manantial. Allí los peatones se envalentonaban porque eran muchos y no se resignaban a perder un camino que usaban con frecuencia. Así que saboteaban la construcción al pasar, estropeando la mampostería y llevándose piedras. Si la constructora era poderosa y obstinada, y disponía de muchos peones fuertes, estallaba una trifulca, pero esto terminaba en una querella en un juzgado, donde la constructora invariablemente resultaba culpable, pues se consideraba que construir en una calle equivalía a provocar abiertamente un ataque legítimo.

La constructora de la Calle del Manantial, sin embargo, había sido astuta. Había diseñado sus seis edificios sobre arcadas, de modo que no cerraban el paso. Las casas comenzaban en el primer piso, encima de la calle. Aunque los peatones se fastidiaran, no era una provocación tan grave como para instigarlos al sabotaje. Los edificios, pues, se habían completado a principios del verano, y algunas personas adineradas ya residían allí.

Inevitablemente, sin embargo, las arcadas se abarrotaban de buhoneros y restauradores, algo que la constructora sin duda había previsto. El tráfico avanzaba despacio, y otras constructoras comenzaban a instalar tiendas y puestos permanentes. Desde hacía unas semanas era imposible ir desde Templo hasta Ala por Primavera, pues los pequeños edificios bloqueaban el camino. Otra calle acababa de morir en Basílica, sólo que esta vez era una arteria importante y causaba graves inconvenientes a mucha gente. Sólo la constructora original y los emprendedores tenderos se beneficiaban; las gentes que habían comprado los edificios internos tenían crecientes dificultades para llegar a las escaleras que conducían a sus casas y había quien se disponía a abandonar viejas estructuras que ya no daban a la calle.

Esta vez, al pasar por Primavera, Nafai y Issib advirtieron que alguien había arrasado los edificios pequeños del tramo bloqueado. Los edificios nuevos aún estaban en pie, arqueándose sobre la calle, pero el pasaje permanecía abierto. Significativamente, un par de soldados custodiaban cada extremo de la calle. El mensaje era claro: no se tolerarían nuevos edificios.

—Gaballufix no es tonto —observó Issib.

Nafai sabía a qué se refería. La gente no querría ver soldados trotando por las calles, pues eso implicaba la amenaza de violencia y pérdida de la libertad. Pero ver la Calle del Manantial abierta permitiría considerar a los soldados como un mal necesario que quizá valiera la pena tolerar.

La Calle del Ala desembocó en la Calle del Templo, y ambos la siguieron hasta llegar al gran círculo que rodeaba el Templo. Éste era el único reducto de la religión de los hombres en esta ciudad de mujeres, el único lugar donde se pensaba que el Alma Suprema era un ser masculino, y donde el líquido sagrado era la sangre y no el agua. Impulsivamente, aunque no había entrado allí desde los ocho años, cuando su prepucio quedó bañado en su propia sangre, Nafai se detuvo ante las puertas del norte.

—Entremos —sugirió.

—Odio este lugar —protestó Issib con un escalofrío.

—Si usaran anestesia, el culto sería más popular entre los niños.

Issib sonrió.

—Un culto indoloro. Buena idea. Tal vez un culto seco tendría éxito entre las mujeres, también.

Atravesaron la puerta para entrar en la perfumada y penumbrosa cámara externa, que no tenía ventanas.

Aunque el templo era redondo, las habitaciones interiores estaban diseñadas para evocar las cavidades del corazón: Aurícula Entrante, Ventrículo del Aire, Aurícula Inhaladora y Ventrículo Saliente. Los sinuosos pasillos y las diminutas salas tenían nombre de venas y arterias. Antes de la circuncisión los niños tenían que aprender el nombre de todas las salas, pero lo hacían memorizando una canción que no tenía mayor sentido para la mayoría. Así que los nombres escritos en los dinteles y dovelas no resultaban familiares, y ambos hermanos pronto se extraviaron.

No importaba. Todos los corredores desembocaban al fin en el patio central, el único espacio brillante del templo, abierto al cielo. Como faltaba poco para el ocaso, no había luz directa en el piso de piedra del patio, pero después de tanta penumbra incluso la luz refleja deslumbraba.

Un sacerdote los detuvo en la puerta.

—¿Plegaria o meditación? —les preguntó. Issib tiritó. En él era un movimiento espasmódico, pues los flotadores exageraban cada vibración de sus músculos.

—Creo que aguardaré en la Aurícula Inhaladora.

—No seas tiquismiquis —dijo Nafai—. Un poco de meditación no te hará daño.

—¿Quieres decir que tú vas a rezar?

—Eso creo.

A decir verdad, Nafai no sabía por qué ni para qué. Sólo sabía que su relación con el Alma Suprema se estaba volviendo cada vez más complicada; entendía al Alma Suprema mejor que antes, y el Alma Suprema ahora se inmiscuía en su vida, así que resultaba importante comunicarse clara y directamente en vez de avanzar a tientas. No bastaba con interrumpir la investigación de palabras prohibidas con la esperanza de que el Alma Suprema comprendiera la señal. Tenía que hacer algo más.

Los sacerdotes pincharon el dedo de Issib y pasaron la diminuta herida por la hematites. Issib no se quejó. No tenía miedo y había soportado tanto dolor en la vida que nada le hacía un pinchazo. Sólo que no le interesaban los ritos del culto de los hombres. Los llamaba «deportes sangrientos» y los comparaba con las peleas de tiburones, que siempre comenzaban haciendo sangrar a cada tiburón de la piscina. En cuanto untó la tosca piedra con su sangre, enfiló hacia el alto banco de la pared soleada, donde restaba media hora de luz. El banco estaba repleto, pero Issib siempre podía flotar por encima.

—Date prisa —le murmuró a Nafai.

Como Nafai iba allí a orar, el sacerdote no lo pinchó. En cambio le hizo meter la mano en el cuenco dorado de los anillos de plegaria. El cuenco estaba lleno de un potente desinfectante que surtía el doble efecto de impedir que los afilados anillos contagiaran enfermedades y de prolongar el ardor de cada punzada durante largos segundos. Nafai habitualmente cogía sólo dos anillos, uno para el dedo medio de cada mano, pero esta vez pensó que necesitaba más. Aunque ignoraba cuál sería su plegaria, quería cerciorarse de que el Alma Suprema entendiera que hablaba en serio. Cogió anillos para todos los dedos de ambas manos.

—No puede ser tan serio —comentó el sacerdote.

—No estoy rezando para pedir perdón —dijo Nafai.

—No quiero que te desmayes. Hoy tenemos poco personal.

—No me desmayaré.

Nafai se dirigió al centro del patio, cerca de la fuente. El agua de la fuente no tenía su habitual color rosado, sino rojo oscuro. Nafai recordaba su escalofrío la primera vez que comprendió el origen del color del agua. Padre había dicho que cuando Basílica estaba en gran necesidad —durante una sequía, por ejemplo, o cuando un enemigo la amenazaba— la fuente rebosaba de sangre casi pura. Era una sensación extraña y poderosa, quitarse las sandalias y la ropa y arrodillarse en la taza sabiendo que el tibio líquido que le llegaba a la cintura estaba teñido con las apasionadas y sangrientas plegarias de otros hombres.

Extendió las manos largo tiempo, serenándose, preparándose para conversar con el Alma Suprema. Luego se palmeó vigorosamente los brazos, como en las plegarias matinales; esta vez los afilados anillos le mordieron la carne provocándole un ardor profundo. Era un comienzo bueno y vigoroso, y oyó que varios meditadores suspiraban o cuchicheaban. Sabía que habían oído la vibrante palmada y visto su penitencia mientras él procuraba no jadear de dolor, y respetaban esa plegaría por su fuerza y virtud.

Alma Suprema, dijo en silencio. Tú has comenzado todo esto. Débil como estás, decidiste invadir la vida de mi familia. Espero que tengas un plan preparado. En ese caso, es hora de que nos reveles cuál es.

Se dio otra palmada, esta vez en la sensible piel del pecho. Cuando el ardor se disipó, sintió el cosquilleo de la sangre en el vello invisible que le crecía allí. Te ofrezco este sacrificio, Alma Suprema, ofrezco mi dolor si lo necesitas. Haré lo que desees, pero a cambio quiero una promesa tuya. Quiero que protejas a mi padre. Espero que tengas un propósito definido, y que se lo reveles a Padre. Espero que impidas que mis hermanos se involucren en un terrible crimen contra la ciudad y en un crimen contra mi padre. Si proteges a Padre y nos permites saber qué ocurre, haré todo lo posible para contribuir a la consecución de tu plan, porque sé que el propósito que está programado en ti desde el principio es impedir que la humanidad se autodestruya, y haré todo lo que pueda para servir a ese propósito. Soy tuyo, mientras nos trates con justicia.

Se palmeó el vientre, sufriendo un dolor más agudo, y oyó que varios meditadores comentaban en voz alta. El sacerdote se le acercó. No me interrumpas, pensó Nafai. No sé si el Alma Suprema oye esto, pero si está escuchando quiero que sepa que hablo en serio. Tan en serio como para cortarme en pedazos si es necesario. No porque crea que hay un propósito sagrado en este derramamiento de sangre, sino porque demuestra mi voluntad de hacer lo que me pide, incluso a un alto precio personal. Haré lo que desees, Alma Suprema, pero debes ser leal.

—Joven —susurró el sacerdote.

—Lárgate —replicó Nafai en otro susurro. El sacerdote se fue arrastrando las sandalias. Nafai pasó las manos sobre los hombros y se arañó la espalda. Ya no eran meras punzadas y las heridas no serían superficiales. ¿Ves esto, Alma Suprema? Estás en mi cabeza, sabes lo que estoy pensando y sintiendo. Issib y yo hemos decidido dejarte en paz para que puedas comunicar más visiones. Pon manos a la obra y controla esta situación. Haré lo que desees. Lo haré. Si puedo soportar este dolor, sabes que podré soportar lo que me impongas. Y, sabiendo cuánto duele, puedo hacerlo de nuevo.

Se arañó otra vez. Esta vez el dolor le arrancó lágrimas cuando las nuevas heridas se cruzaron con las anteriores, pero ni una queja afloró a sus labios.

Suficiente. Si el Alma Suprema estaba atenta, habría oído.

Se arqueó en el agua sanguinolenta, los ojos aún cerrados. El agua le cubrió la cabeza, y por un instante quedó totalmente sumergido. Luego el agua lo hizo subir, y sintió el fresco aire del atardecer en la espalda y las nalgas mientras flotaba en la superficie.

Un momento más. Contén el aliento un momento más. Unos segundos. Sólo unos segundos. Aguarda la voz del Alma Suprema. Escucha en el silencio del agua.

Pero no recibió ninguna respuesta. Sólo el intenso dolor de las heridas de la espalda y los hombros.

Se puso en pie, goteando, y enfiló hacia el borde de la fuente, abriendo los ojos por primera vez desde que había entrado en el agua. Alguien le tendió una toalla. Varias manos lo ayudaron a salir. Cuando se secó los ojos, vio que varios meditadores se habían alejado de la pared y se reunían en torno ofreciéndole toallas, la ropa.

—Una potente plegaria —susurraban—. Ojalá el Alma Suprema te escuche.

No le permitieron secarse ni vestirse a solas.

—Cuánta virtud en alguien tan joven. Manos ajenas le secaban suavemente la espalda lacerada, le frotaban vigorosamente los muslos.

—Basílica se honra de tener semejante plegaria en este templo.

Manos ajenas le pusieron la camisa y los pantalones.

—Un joven que se inclina con piedad mas se yergue con coraje es el orgullo de un padre.

Le sujetaron las sandalias a las piernas, y cuando vieron que las correas terminaban debajo de la rodilla, asintieron y murmuraron.

—No es un petimetre preocupado por la moda.

—Sandalias de trabajador.

Y mientras Nafai seguía a Issib alejándose de la fuente, oyó que los murmullos continuaban.

—El Alma Suprema ha estado hoy con nosotros.

En la puerta que conducía al Ventrículo Saliente, Nafai tropezó con alguien que entraba. Como llevaba la cabeza gacha, sólo le vio los pies. Teniendo la camisa manchada con la sangre de su plegaria, esperaba que el hombre le cediera el paso, pero el otro no se apartaba.

—Meb —dijo Issib.

Nafai irguió la cabeza. Era Mebbekew. En un instante de hiriente claridad, creyó ver a su hermano entero. Ya no vestía esa indumentaria llamativa que lo caracterizaba. Meb ahora vestía como hombre de negocios, con prendas caras. A Nafai no le importaba la ropa ni el misterio del origen del dinero, pues no había tal misterio. Al observar el rostro de Mebbekew, Nafai supo —sin palabras, sin razonamientos— que Mebbekew era hombre de Gaballufix. Tal vez era su expresión. Meb siempre solía esbozar una sonrisa nerviosa, con un destello socarrón en los ojos, y ahora parecía grave, pomposo y temeroso de… ¿De qué? De sí mismo. Del hombre en quien se estaba convirtiendo.

Del hombre que era su dueño. No había nada en su semblante ni en su indumentaria que lo señalara como perteneciente a Gaballufix, y sin embargo Nafai lo sabía. Así ha de ser cómo Hushidh, pensó, capta las conexiones entre las personas. Sin razonamiento, pero sin dudas.

—¿Por qué rezabas? —preguntó Mebbekew.

—Por ti —respondió Nafai.

Lágrimas inexplicables humedecieron los ojos de Mebbekew, pero el rostro y la voz se negaron a admitir los sentimientos que las provocaban.

—Reza por ti —dijo Mebbekew—, y por esta ciudad.

—Y por Padre —añadió Nafai.

Mebbekew dilató los ojos, apenas un poco, pero Nafai supo que había dado en el blanco.

—Apártate —murmuró una voz queda pero colérica a sus espaldas. Uno de los meditadores, quizá. Un extraño, de cualquier modo—. Cede el paso al joven de potente plegaria.

Mebbekew retrocedió hacia las oscuras sombras del interior del templo. Nafai pasó por su lado y se reunió con Issib, quien aguardaba en el corredor.

—¿Qué hace Meb aquí? —preguntó Issib cuando se alejaron.

—Tal vez haya ciertas cosas que no puede hacer sin hablar primero con el Alma Suprema.

—O tal vez considere conveniente que lo vean en público como un hombre piadoso.

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