Enfiló hacia la sala de la fuente, donde su curso se reuniría durante todo el otoño. Desde la cocina llegaba el aroma de la comida, y con un retortijón Nafai recordó que por culpa de la discusión con Elemak se había olvidado de desayunar. Hasta ese momento no había sentido hambre, pero ahora comprendió que estaba famélico. Incluso sintió un mareo. Debería sentarse. La sala de la fuente estaba a poca distancia; su malestar justificaría su retraso. Nadie se enfadaría. Nadie pensaría que era un tonto remolón si se encontraba mal. No tenían por qué enterarse de que se había mareado de hambre.
Entró en la sala arrastrando los pies, exagerando su debilidad, apoyándose en la pared. Notó que se volvían hacia él, pero no miró; sospechaba que la gente enferma no miraba a los demás. Esperaba que la maestra del día le dijera algo. ¿Qué pasa, Nafai? ¿No te encuentras bien?
En cambio se hizo un silencio y tuvo que deslizarse por la pared hasta sentarse en el piso de madera.
—Iremos a buscar una comitiva fúnebre, Nafai, por si mueres de repente.
¡Oh, no! No era una maestra, una de esas jóvenes crédulas a quienes les impresionaba que Nafai fuera hijo de Rasa. Era Madre. Nafai enfrentó su mirada. Madre le sonreía con malicia, sin dejarse engañar por su pantomima.
—Te estaba esperando. Issib ya está en mi pórtico. Omitió mencionarme que estabas agonizando.
No quedaba más remedio que tomarlo con buen humor. Nafai suspiró y se puso en pie.
—Madre, tu resistencia a suspender la incredulidad retrasará en varios años mi carrera de actor.
—Mejor así, querido Nafai. Tu carrera de actor retrasaría en siglos el teatro basilicano.
Los demás estudiantes rieron. Nafai sonrió, pero también estudió al grupo para ver quién disfrutaba más. Allá estaba Eiadh, sentada cerca de la fuente. Unas gotas de agua le habían salpicado el cabello y ahora reflejaban la luz como gemas. Ella no se reía. Le sonreía afablemente y le guiñó el ojo. Nafai le sonrió a su vez —como un payaso tonto, sin duda— y casi tropezó con el escalón que conducía a la puerta del corredor trasero. Estallaron más risas, así que Nafai dio media vuelta para hacer una profunda reverencia. Luego se marchó airosamente, tropezando adrede con el dintel para conquistar otra carcajada antes de salir de la sala.
—¿De qué se trata? —le preguntó a Madre, apresurándose para alcanzarla.
—Asuntos de familia —dijo ella.
Atravesaron la puerta que conducía al pórtico de Madre. Como de costumbre, se quedarían en el recinto cubierto. Más allá del biombo, cerca de la balaustrada, el pórtico ofrecía una bella vista del Valle de la Grieta, así que los hombres tenían prohibido el ingreso. Esa prohibición a menudo se ignoraba en las casas particulares. Nafai conocía a varios chicos que hablaban del Valle de la Grieta, asegurando que no era nada especial, sólo un abrupto y escabroso barranco con árboles y matorrales cubierto por una capa brumosa o nubosa que impedía ver el centro, donde presuntamente se hallaba el lago. Pero en casa de Madre se respetaba el decoro y Nafai estaba seguro de que ni siquiera Padre había transpuesto el biombo.
Una vez que los ojos se le acostumbraron al interior, Nafai distinguió quién más estaba en el pórtico. Issib, por supuesto, pero, para su sorpresa, también Padre, que había regresado del viaje. ¿Por qué había ido a la casa de Rasa en la ciudad en vez de ir primero a su granja? Padre se levantó para abrazarlo.
—Elemak está en casa, Padre.
—Eso me ha dicho Issya.
Padre parecía muy serio y distante. Estaba preocupado por algo; nada bueno, sin duda.
—Ahora que Nafai ha llegado —dijo Madre—, quizá podamos analizar de qué se trata.
Sólo al sentarse a la sombra Nafai comprendió que había dos niñas con ellos. Al principio, encandilado por la luz del sol, había pensado que eran sus hermanas Sevet y Kokor, hijas de Rasa. En ese contexto, una reunión de Rasa con sus hijos, la presencia de Padre era sorprendente, pues él sólo era padre de Issib y Nafai, no de las niñas. Pero en vez de Sevet y Kokor, descubrió que eran dos niñas de la escuela: Hushidh, otra sobrina de Madre, de la misma edad que Eiadh, y esa brújula que había encontrado en el porche, Luet. La miró consternado. ¿Cómo había llegado allí tan pronto? Claro que él no se había dado prisa. Madre debía de haber enviado a buscarla aun antes de saber que Nafai ya estaba en la casa.
¿Qué hacían Luet y Hushidh en una conferencia sobre asuntos de familia?
—Mi querido compañero Wetchik tiene algo que contarnos. Esperábamos que pudierais… bien, al menos que Luet o Hushidh pudieran…
—¿Por qué no empiezo ya? —sugirió Padre. Madre sonrió y elevó las manos en un gesto grácil y elegante.
—Esta mañana he visto algo perturbador —comenzó Padre—. Antes del amanecer, en realidad. Regresaba por el Camino del Desierto (ayer fui al desierto para meditar y consultar conmigo y con el Alma Suprema) cuando de pronto sentí el fuerte deseo, la necesidad de abandonar el sendero, aunque es una imprudencia hacerlo en ese momento oscuro entre la puesta de la luna y el amanecer. No fui lejos. Sólo tuve que rodear una gran roca y comprendí por qué me habían guiado a ese lugar. Pues frente a mí estaba Basílica. Pero no la Basílica que hubiera esperado, cuajada de luces de celebración en Villa de las Muñecas o los mercados interiores. Lo que vi fue Basílica ardiendo.
—¿En llamas? —preguntó Issib.
—Una visión, naturalmente. Aunque al principio no lo entendí y eché a andar deprisa hacia la ciudad, para comprobar si estabas bien, querida…
—No esperaría menos de ti —dijo Madre.
—Luego la ciudad se desvaneció tan repentinamente como había aparecido. Sólo quedaba el fuego, elevándose para formar una columna en la roca. Esa columna de fuego permaneció largo tiempo. Irradiaba calor, como si fuera real. Sentí que me quemaba, aunque por supuesto no tengo marcas en la ropa. Y luego la columna de llamas se elevó, despacio al principio, luego cada vez más rápido hasta transformarse en una estrella que surcaba el cielo, y al fin desapareció.
—Estabas cansado, Padre —dijo Issib.
—Muchas veces he estado cansado, pero nunca había visto columnas de fuego. Ni ciudades en llamas. Madre habló de nuevo.
—Tu padre vino a mí, Issya, esperando que yo le ayudara a comprender el significado de todo esto. Si es un mensaje del Alma Suprema o sólo una ensoñación alocada.
—Yo voto por la ensoñación —dijo Issib.
—Incluso la locura puede provenir del Alma Suprema —intervino Hushidh.
Todos la miraron. Era una niña feúcha y callada. Ahora que Nafai la veía junto a Luet, comprendió que se parecían mucho. ¿Eran hermanas? Más aún, ¿qué hacía allí Hushidh, y con qué derecho opinaba sobre asuntos de familia?
—Puede provenir del Alma Suprema —convino Padre—. ¿Pero es así? Y en tal caso, ¿qué significa?
Nafai advirtió que Padre no interpelaba a Rasa, ni siquiera a Hushidh, sino a Luet. No era posible que él se creyera lo que decían de ella las mujeres, ¿o sí? ¿Una mera visión transformaba a un racional hombre de negocios en un peregrino supersticioso que buscaba símbolos en todo lo que veía?
—No sé decirte qué significa tu sueño —dijo Luet.
—Oh —exclamó Padre—. No es que yo pensara…
—Si el Alma Suprema envió el sueño, y si ella quería que lo entendieras, también envió la interpretación.
—No hubo interpretación.
—¿No? —preguntó Luet—. Es la primera vez que tienes semejante sueño, ¿verdad?
—Claro. No tengo el hábito de ver visiones mientras camino de noche.
—Así que no estás habituado a reconocer los significados que acompañan a una visión.
—Supongo que no.
—Sin embargo recibiste mensajes.
—¿En serio?
—Antes de ver el fuego, supiste que debías apartarte del camino.
—Pues sí.
—¿Cómo crees que es la voz del Alma Suprema? ¿Crees que habla basyat o pone letreros?
Ese tono desdeñoso no era apropiado ante un hombre del prestigio de Wetchik. Sin embargo él no parecía ofendido y captaba la reconvención como si esa niña tuviera todo el derecho a reprenderlo.
—El Alma Suprema pone conocimiento puro en nuestra mente, sin mezcla con lenguaje humano —explicó Luet—. Recibimos mucho más de lo que podemos comprender, y comprendemos mucho más de lo que lograríamos expresar en palabras.
La voz de Luet era potente en su sencillez. No era la salmodia que las brujas y profetas del Mercado Interno usaban para atraer clientes. Hablaba como si supiera, como si no tuviera la menor sombra de duda.
—Déjame preguntarte una cosa. Cuando viste la ciudad en llamas, ¿cómo supiste que era Basílica?
—La he visto mil veces, desde ese mismo sitio, al llegar del desierto.
—¿Pero viste la forma de la ciudad y la reconociste por eso, o primero supiste que era Basílica en llamas y luego tu mente invocó la imagen de la ciudad que ya estaba en tu memoria?
—No sé… ¿cómo puedo saberlo?
—Recuerda. ¿El conocimiento existía antes de la visión, o primero vino la visión?
En vez de ordenar a la niña que se marchara, Padre cerró los ojos e intentó recordar.
—Ahora que lo dices, creo… que lo supe antes de mirar en esa dirección. Creo que no la vi hasta que me lancé hacia ella. Vi las llamas, pero no la ciudad ardiendo. Y ahora que preguntas, también supe que Rasa y mis hijos corrían gran peligro. Eso fue lo primero que supe al rodear la roca… por eso sentía tanto apremio. Supe que si abandonaba el camino e iba a ese lugar, podría salvarlos del peligro. Sólo entonces comprendí cuál era el peligro; luego vi las llamas y la ciudad.
—Es una verdadera visión —declaró Luet.
¿Sólo con eso? ¿Le bastaba con conocer el orden de las cosas? Quizás hubiera dicho lo mismo sin importar lo que recordara Padre. Y quizá Padre sólo recordaba así porque Luet lo guiaba con sus sugerencias. Nafai se impacientaba al ver que Padre aceptaba dócilmente las impertinencias de aquella mocosa de doce años que lo trataba con las ínfulas de un profesional eminente ante un aprendiz.
—Pero no era verdadera —dijo Padre—. Cuando llegué aquí, no había peligro.
—No, no creí que lo hubiera —aseguró Luet—. Cuando sentiste que tu compañera y tus hijos corrían peligro, ¿qué decidiste hacer?
—Salvarlos, desde luego.
—¿Pero cómo?
De nuevo él cerró los ojos.
—No rescatarlos de un edificio en llamas. Eso sólo se me ocurrió después, cuando regresaba a la ciudad. En el momento quería gritar que la ciudad estaba ardiendo, que teníamos que…
—¿Qué?
—Que teníamos que salir de la ciudad. Pero eso no fue lo que quise decir al principio. Cuando todo comenzó, tuve la urgencia de venir a la ciudad para avisar de que habría un incendio.
—¿Y que todos debían marcharse?
—Supongo. Sí, ¿qué otra cosa? Luet calló, pero lo miró fijamente.
—No —dijo Padre con voz sorprendida—. No era eso. No iba a advertirles de que se marcharan.
Luet se inclinó hacia adelante, con expresión intensa, menos analítica.
—Hace un momento, cuando decías que querías avisarles que se marcharan de la ciudad…
—Pero no era eso lo que iba a hacer.
—Pero cuando pensaste eso por un instante, cuando supiste que ibas a avisarles que se fueran de la ciudad… ¿qué sensación tuviste? Cuando nos dijiste eso, ¿por qué supiste que estaba mal?
—No sé. Tuve la sensación de que… estaba mal.
—Esto es muy importante. ¿Cómo es esa sensación? De nuevo Padre cerró los ojos.
—No estoy acostumbrado a reflexionar sobre mi modo de pensar. Y ahora trato de recordar qué sentí al pensar que recordé algo que en realidad no recordé…
—No hables —le aconsejó Luet.
Padre guardó silencio.
Nafai sintió ganas de gritar. ¿Qué era eso de escuchar a esa chiquilla fea y estúpida, de consentir que le ordenara a Padre —el Wetchik, por si lo habían olvidado— que cerrara la boca?
Pero todos los demás estaban tan alerta que Nafai también guardó silencio. Issib se enorgullecería de él por haberse abstenido de decir algo que había pensado.
—No sentí nada —dijo Padre, cabeceando despacio—. Cuando hiciste la pregunta y yo respondí… Claro, tú te quedaste mirando y yo no tenía nada en la cabeza.
—Estúpido —dijo ella.
Padre enarcó una ceja. Para alivio de Nafai, al fin estaba notando que Luet era irrespetuosa.
—Te sentiste estúpido —repitió ella—. Así supiste que lo que habías dicho estaba mal.
—Sí, supongo que sí.
—¿Qué es esto? —dijo Issib—. ¿Analizar tu análisis del análisis de una alucinación totalmente objetiva?
Bien hecho Issya, dijo Nafai para sus adentros. Me has quitado las palabras de la boca.
—Podemos seguir con esto toda la mañana, pero sólo acumuláis sentidos encima de una experiencia absurda. Los sueños son sólo imágenes aleatorias de recuerdos, que el cerebro luego interpreta para inventar conexiones causales, elaborando historias a partir de nada.
Padre miró a Issib un instante, sacudió la cabeza.
—Tienes razón, desde luego —convino—. Aunque yo estaba despierto y jamás he sufrido una alucinación, sólo fue la activación aleatoria de las sinapsis de mi cerebro.
Nafai supo, al igual que Issib y Madre, que Padre estaba siendo irónico, que le estaba diciendo a Issib que su visión del fuego en la roca era mucho más que un mero sueño. Pero Luet no conocía a Padre, así que ella pensó que se estaba retractando de su misticismo para replegarse hacia la realidad.
—Te equivocas —dijo—. Era una verdadera visión, porque se te presentó del modo correcto. La comprensión precedió a la visión… por eso te hice esas preguntas. El sentido es intrínseco, y luego tu cerebro aporta las imágenes para permitir que lo comprendas. Así es como nos habla el Alma Suprema.
—Como les habla a los locos, querrás decir —objetó Nafai.
Se arrepintió de inmediato, pero ya era demasiado tarde.
—¿Locos como yo? —preguntó Padre.
—Y te aseguro que Luet es tan cuerda como tú —añadió Madre.
Issib no pudo perderse la oportunidad de disparar un dardo verbal.
—¿Cuerda como Nyef? Entonces está en apuros. Padre interrumpió las bromas de Issib.
—Hace un instante tú opinabas lo mismo.
—No dije que nadie fuera loco —replicó Issib.
—No, no tenías la… acerada elocuencia de Nafai.
Nafai sabía que podía salvarse si cerraba el pico y dejaba que Issib recibiera el impacto. Pero era escéptico y la contención no era su fuerte.
—Esa chica —prosiguió—. ¿No ves que ella guiaba tus palabras, Padre? Ella te hace una pregunta, pero no te dice de antemano la respuesta… así que digas lo que digas, puede afirmar que es una visión verdadera, la voz del Alma Suprema.
Padre no respondió de inmediato. Nafai se volvió triunfalmente hacia Luet, ansiando verla temblar. Pero Luet no temblaba. Lo observaba con calma. Había perdido su fervor y estaba serena. La fijeza de su mirada le resultaba molesta.
—¿Qué miras? —preguntó Nafai.
—A un necio —respondió Luet. Nafai se levantó de un brinco.
—No toleraré que me llames…
—¡Siéntate! —rugió Padre. Nafai se sentó, hirviendo de rabia.
—Tú acabas de tildarla de farsante —dijo Padre—. Aprecio que mis hijos estén cumpliendo el propósito para el cual los llamé, el de contar con un público escéptico para mi historia. Tú analizaste el proceso con inteligencia y tu versión de las cosas explica todo lo que sabes al respecto, tanto como la versión de Luet.
Nafai intervino para ayudarle a llegar a la conclusión correcta:
—Entonces la regla de la simplicidad requiere que tú…
—La regla de tu padre requiere que tú contengas la lengua, Nafai. Ambos olvidáis que existe una diferencia fundamental entre vosotros y yo.
Padre se inclinó hacia Nafai.
—Yo vi el fuego.
Se irguió nuevamente.
—Luet no me dijo qué pensar ni qué sentir en ese momento. Y sus preguntas me ayudaron a recordar cómo sucedió todo. Pues yo lo estaba desfigurando para adaptarlo a mis prejuicios. Ella sabía que sería extraño… del modo exacto en que lo fue. Por supuesto, no puedo convencerte a ti.
—No —convino Nafai—. Sólo puedes convencerte a ti mismo.
—Al fin y al cabo, Nafai, uno sólo puede convencerse a sí mismo.
La batalla estaba perdida si Padre ya estaba elaborando aforismos. Nafai se dispuso a aguardar el final. Se consoló pensando que a fin de cuentas todo había sido un sueño. No era algo que le cambiaría la vida.
Padre aún no había concluido.
—¿Sabes lo que quería hacer, cuando sentí la urgencia de venir a la ciudad? Quería advertir a la gente… prevenirle que siguiera las viejas tradiciones, que regresara a las leyes del Alma Suprema o este lugar ardería.
—¿Qué lugar? —preguntó Luet con renovada intensidad.
—Este lugar. Basílica. La ciudad. Es lo que vi arder. De nuevo Padre guardó silencio, mirándole los ojos ardientes.
—No la ciudad —dijo al fin—. La ciudad fue sólo la imagen que aportó mi mente, ¿verdad? No la ciudad. El mundo entero. Toda Armonía, en llamas.
—La Tierra —jadeó Rasa.
—Oh, por favor —bufó Nafai. Ahora Madre iba a asociar la visión de Padre con esa vieja monserga de que el Alma Suprema había incinerado el planeta originario para castigar a la humanidad por algún fallo contra el cual el narrador deseaba predicar. El mito coercitivo multiuso: Si no hacéis lo que yo digo (es decir, lo que dice el Alma Suprema) el mundo entero arderá.
—Yo no vi el fuego —dijo Luet, ignorando a Nafai—. Quizá no hayamos visto lo mismo.
—¿Qué has visto? —preguntó Padre.
Nafai se irritó al ver que la trataba con tanto respeto.
—Vi el Lago Hondo de Basílica, cubierto de sangre y ceniza.
Nafai aguardó a que ella terminara. Pero la niña no dijo más.
—¿Eso es todo? ¿Nada más? —Nafai se levantó, dispuesto a marcharse—. Es magnífico veros comparar visiones. Yo vi una ciudad en llamas. Vaya, pues yo vi un lago cubierto de porquerías.
Luet se levantó para observarlo. No, para erguirse sobre él. Lo cual era ridículo, pues Nafai le llevaba casi medio metro.
—Sólo te opones a mí porque no quieres creer lo que te dije acerca de Eiadh —dijo acaloradamente.
—Eso es ridículo —respondió Nafai.
—¿Tuviste una visión con Eiadh? —preguntó Rasa.
—¿Qué tiene que ver Eiadh con Nyef? —preguntó Issib. Nafai odiaba a la niña por haber mencionado ese asunto ante la familia.
—Puedes inventar lo que quieras acerca de los demás, pero te aconsejo que no me incluyas.
—Ya basta —dijo Padre—. Hemos terminado. Rasa lo miró sorprendida.
—¿Me das órdenes en mi propia casa?
—Doy órdenes a mis hijos.
—Tienes autoridad sobre tus hijos, naturalmente —dijo Madre sonriendo, aunque por el tono de voz era evidente que estaba irritada—. Sin embargo, en mi casa sólo veo a mis alumnos.
Padre asintió, aceptando la reconvención, y se levantó para irse.
—Entonces me marcharé… Espero que eso me esté permitido.
—Puedes marcharte, mi adorado compañero, siempre que prometas regresar.
Por toda respuesta, él le besó la mejilla.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó ella.
—Lo que el Alma Suprema me pidió que hiciera.
—¿Es decir…?
—Advertir a la gente que regrese a las leyes del Alma Suprema o el mundo arderá. Issib estaba anonadado.
—Es una locura, Padre.
—Estoy harto de oír esa palabra de labios de mis hijos.
—Pero… los profetas del Alma Suprema no dicen esas cosas. Son como los poetas, aunque sus metáforas contienen una lección moral o celebran al Alma Suprema o …
—Issya —dijo Wetchik—, toda mi vida he escuchado esas presuntas profecías, así como los salmos, parábolas y sermones de los sacerdotes, y siempre pensé que si eso era todo lo que Alma Suprema tenía que decir, no valía la pena escuchar. ¿Por qué se molestaba en hablar si eso era todo lo que tenía en mente?
—Entonces, ¿por qué nos enseñaste a hablar con el Alma Suprema? —preguntó Issib.
—Porque creía en las antiguas leyes. Y yo hablaba con Alma Suprema, aunque más para aclararme las ideas que porque creyera que me estaba escuchando. Pero anoche, o esta mañana, tuve una experiencia que jamás había imaginado. Ni siquiera supe qué era hasta que hablé con Luet. Ahora sé qué se siente cuando la voz del Alma Suprema resuena en tu interior. No es nada parecido a las peroratas de esos poetas, soñadores y farsantes que anotan sus ocurrencias y luego las venden como profecías. Lo que estaba en mí no era yo mismo, y Luet me ha mostrado que ella oye la misma voz en su interior. Significa que el Alma Suprema es real y vive.
—Quizá —replicó Issib—. Pero eso no nos indica qué es.
—Es el custodio del mundo —dijo Wetchik—. Me pidió que ayudara. Me ordenó que ayudara. Y lo haré.
—Eso es jerigonza de los sacerdotes —protestó Issib—. Tú no sabes nada de eso. Tú cultivas plantas exóticas. Padre desechó las objeciones de Issib con un gesto.
—Si el Alma Suprema necesita que yo sepa algo, me lo dirá.
Padre enfiló hacia la puerta. Nafai lo siguió a pocos pasos.
—Padre —dijo.
Padre esperó.
El problema era que Nafai no sabía qué decir. Sólo que tenía que decirlo. Que había una pregunta muy importante cuya respuesta necesitaba. Pero ignoraba cuál era la pregunta.
—Padre —repitió.
—¿Sí?
Y como Nafai no pudo expresar la pregunta verdadera, la pregunta profunda, la pregunta importante, hizo la única pregunta que se le ocurrió.
—¿Qué debo hacer?
—Observar las antiguas tradiciones del Alma Suprema —respondió Padre.
—¿Qué significa eso?
—O el mundo arderá.
Y Padre se marchó. Nafai se quedó mirando la puerta y al fin se volvió hacia los demás. Todos lo miraban a él, como si esperaran que hiciera algo.
—¿Qué hay? —preguntó.
—Nada —dijo Madre. Se levantó del asiento que ocupaba a la sombra del árbol kaplya—. Todos volveremos a nuestras labores.
—¿Eso es todo? —preguntó Issib—. Nuestro padre, tu compañero, acaba de decirnos que el Alma Suprema le habla, ¿y nosotros debemos regresar a los estudios?
—No entendéis, ¿verdad? —dijo Madre—. Habéis vivido todos estos años como hijos míos, como alumnos míos, pero sólo sois un par de mozuelos que merodean por las calles de Basílica buscando una mujer complaciente y una cama donde pasar la noche.
—¿Cómo que no entendemos? —pregunto Nafai—. El hecho de que las mujeres toméis en serio a esta brújula no significa que…
—Yo estuve en las aguas profundas —dijo Madre con voz metálica—. Los hombres podéis fingir que el Alma Suprema está distraída o durmiendo, o que es sólo una máquina que compila nuestras transmisiones y las envía a las bibliotecas de las ciudades. Sea cual fuere vuestra teoría, no cambiará la verdad. Para mí, y para casi todas las mujeres de esta ciudad, el Alma Suprema está viva. Al menos como guardiana de los recuerdos de este mundo. Todos recibimos esos recuerdos cuando bajamos al agua. A veces parecen caprichosos, a veces recibimos exactamente el recuerdo que necesitamos. El Alma Suprema mantiene la historia del mundo tal como fue vista por los ojos de otros. Sólo unas pocas, como Luet y Hushidh, reciben sabiduría del agua, y aún menos reciben visiones de cosas reales que todavía no han sucedido. Desde que murió la gran Izumina, Luet es la única vidente que conozco en Basílica. Así que, en efecto, la tomamos muy en serio.
¿Las mujeres bajan al agua y reciben visiones? Era la primera vez que Nafai oía describir una parte del culto del lago. Siempre había supuesto que el culto de las mujeres era como el de los hombres: un modo físico, ascético, doloroso y desapasionado de descargar las emociones. En cambio todas eran místicas. Lo que para un hombre era leyenda o locura ocupaba el centro de la vida de una mujer. Nafai tuvo la sensación de que las mujeres pertenecían a otra especie. La pregunta era quiénes eran los humanos: las mujeres o los hombres. ¿Los hombres, racionales pero brutales? ¿O las mujeres, irracionales pero tiernas?
—Hay una sola cosa más rara que una muchacha como Luet —dijo Madre—, y es un hombre que oiga la voz del Alma Suprema. Ahora sabemos que tu padre oye, pues Luet lo ha confirmado. No sé qué desea el Alma Suprema, ni por qué ha hablado a tu padre, pero tengo sabiduría suficiente para comprender que es importante.
Cogió la oreja de Nafai con firmeza, aunque sin causarle dolor.
—En cuanto al mítico incendio de la Tierra, querido niño, yo misma lo he presenciado. Ocurrió hace muchísimo tiempo… calculamos que han transcurrido por lo menos treinta millones de años de historia humana en este mundo que bautizamos Armonía. Pero vi volar los proyectiles, estallar las bombas y el mundo ardiendo en llamas. El humo cubría el cielo y tapaba el sol, y debajo de ese manto de tinieblas los océanos se congelaban y el mundo se recubría de hielo y sólo algunos seres humanos sobrevivían, para levantarse de la negrura mientras el mundo perecía, llevando sus gentes, sus arrepentimientos y sus genes a otros planetas, con la esperanza de volver a empezar. Lo hicieron. Estamos aquí. Ahora el Alma Suprema ha advertido a tu padre que nuestro nuevo comienzo puede conducir al mismo final.
Nafai había visto el semblante de Madre en público: juguetón, brillante, analítico, grácil. También había visto el semblante de Madre en familia: franco pero amable, pronto para la furia pero más pronto para el perdón. Suponía que el semblante que presentaba a la familia era el verdadero, el que no ocultaba nada. Pero detrás de esos dos semblantes ocultaba otro: su amarga visión del final de la Tierra.
—Nunca nos lo habías contado —susurró Nafai.
—Claro que sí lo hice —dijo Rasa—. No es culpa mía que creyerais que os contaba un mito.
Le soltó la oreja y regresó a la casa.
Issib pasó flotando junto a Nafai, mascullando que un día te levantabas y descubrías que habías vivido siempre en un manicomio. Hushidh también pasó a su lado sin mirarlo; Nafai imaginó el chisme que propagaría en su clase durante todo el día.
Quedó a solas con Luet.
—No debí hablar antes contigo —dijo ella.
—Y no deberías hablarme nunca más —sugirió Nafai.
—Algunos oyen una mentira cuando les dicen la verdad. Te enorgulleces de ser el hijo de Rasa y Wetchik, pero es evidente que los genes que has heredado de tus padres no son los mejores.
—En cambio, yo estoy seguro de que tú has recibido lo mejor que tus padres podían ofrecer.
Ella lo miró con manifiesto desprecio y se marchó.
—Será un día maravilloso —dijo Nafai cuando estuvo a solas—. Toda mi familia me detesta. —Caviló un instante—. Ni siquiera sé si quiero su afecto.
Por un peligroso momento, a solas en el pórtico, tuvo la tentación de dirigirse al borde para asomarse a mirar el prohibido paisaje del Valle de las Mujeres Sagradas, al que todos llamaban el Valle de la Grieta (y algunas lenguas vulgares apodaban el Barranco de las Arpías). Veré y apuesto a que ni siquiera quedaré ciego.
Pero no lo hizo, aunque se quedó rumiando largo rato. Le pareció que cuando estaba a punto de caminar hacia el borde su mente divagó y él titubeó confundido, olvidando por un instante su propósito. Al fin perdió todo interés y regresó al interior de la casa.
Tenía que regresar a clase, era lo que correspondía. Pero no tenía ánimos. Enfiló hacia la puerta y salió al porche y a las calles de Basílica. Quizá Madre se enfadara, pero le daba igual.
Sin duda miraba por dónde iba, pues no tropezó con nada, pero no recordó lo que veía ni dónde había estado. Terminó en el barrio de la Fuente, a poca distancia del vecindario de la casa de Rasa, aunque mentalmente había recorrido una y otra vez los mismos pensamientos, para terminar cerca de donde había comenzado.
Pero sabía una cosa: no podía descartar todo aquello como mera locura. Padre no estaba loco, por nuevo y extraño que pareciera; y en cuanto a Madre, si su visión del incendio de la Tierra era locura, entonces estaba loca desde antes de que él naciera. Conque había algo que ponía ideas, deseos y visiones en la mente de sus padres, y también en la de Luet. La gente lo llamaba el Alma Suprema, pero eso era sólo un nombre, una etiqueta. ¿Qué era y qué quería? ¿Qué hacía? Si podía hablar con algunas personas, ¿por qué no se comunicaba con todos?
Nafai se detuvo enfrente de lo que quizá fuera la casa más grande de Basílica. La conocía bien, pues el jefe del clan Palwashantu era compañero de la mujer que residía allí; Nafai no recordaba el nombre de ella. No era una mujer importante, y todos sabían que había adquirido esa antigua casa con el dinero de su compañero, y si ella no renovaba el contrato no sería nadie a pesar de la casa, y en cambio él era Gaballufix. Había cierto parentesco. La madre de Gaballufix era Hosni, quien después fue instructora de Wetchik y madre de Elemak. Puesto que existía esa consanguinidad, y dado que Padre era segundo en prestigio en el clan Palwashantu, habían visitado esa casa un par de veces por año desde que Nafai tenía memoria.
Mientras miraba ausente el frente de aquel prestigioso edificio, se despabiló de golpe, pues reconoció a alguien que se acercaba por la calle. Elemak debía estar en casa durmiendo, pues había viajado toda la noche. Pero allí estaba, en mitad de la tarde. Por un instante de pánico Nafai se preguntó si Elya lo buscaba a él. ¿Era posible que Madre se hubiera alarmado y hubiera enviado a toda la familia, quizás incluso a los empleados de Padre, a buscarlo por toda la ciudad?
Pero no, Elemak no buscaba a nadie. Caminaba con despreocupación. No miraba hacia ningún lado.
Y luego desapareció.
No, había doblado en el hueco que separaba la casa de Gaballufix del edificio vecino. De forma que se dirigía a algún lugar concreto.
Nafai sintió curiosidad. Echó a trotar para tener una buena vista del estrecho callejón. Llegó a tiempo para ver que Elemak entraba en la casa de Gaballufix por una portezuela.
Nafai ignoraba qué asunto tenía Elya con Gaballufix, algo tan urgente como para ir a la casa el mismo día en que regresaba de una larga travesía. Claro que Gaballufix era técnicamente el hermanastro de Elya, pero había dieciséis años de diferencia entre ambos y Gaballufix nunca lo había reconocido como hermano. Eso no significaba que ahora no pudieran comenzar a tratarse como parientes, pero era raro que Elemak nunca lo hubiera mencionado y ahora pareciera ocultarlo.
Raro o no, Nafai sabía que sería pésima idea preguntarle a Elemak directamente. Cuando Elya quisiera dar a conocer lo que hacía con Gaballufix, lo revelaría. Entretanto, el secreto quedaría bien guardado en su cabeza.
Un secreto guardado en la cabeza.
Luet sabía que Nafai estaba enamorado de Eiadh. Bien, eso no era tan secreto. Luet pudo haberlo adivinado por el modo en que él la miraba. Pero en el porche de la casa de Madre, Luet había dicho «El bastardo eres tú», como si le replicara por llamarla bastarda a ella. Sin embargo, él no había dicho nada. Sólo lo había pensado. Y jamás había expresado esa opinión. Se le había ocurrido en aquel momento, porque estaba molesto con Luet. Pero ella lo había sabido.
¿Eso también era el Alma Suprema? ¿No sólo ponía ideas en la cabeza de la gente, sino que las sacaba para comunicarlas a otros? El Alma Suprema no sólo transmitía extraños sueños, sino que se dedicaba a fisgonear y chismorrear.
Nafai sintió miedo al pensar no sólo que el Alma Suprema era real, sino que podía leer sus pensamientos más íntimos y fugaces y revelarlos a alguien. Y nada menos que a una persona tan repulsiva como aquella brújula bastarda.
Sintió miedo como esa primera vez que había ido solo al mar. Padre los había llevado de vacaciones a la playa. La primera tarde que fue al mar, rodeado por su padre y sus hermanos —excepto Issib, quien miraba desde su silla en la playa—, Nafai sintió que las aguas jugaban con él, que las olas lo empujaban de aquí para allá. Era divertido, estimulante. Incluso se atrevió a nadar hasta donde sus pies no tocaban el fondo, jugando entretanto con Meb, Elya y Padre. Un buen día, un día espléndido, cuando sus hermanos mayores aún le tenían afecto. Pero a la mañana siguiente se levantó temprano, salió de la tienda y fue al agua solo. Podía nadar como un pez; no corría peligro. Sin embargo se internó en el agua con inexplicable inquietud. El agua tironeaba y empujaba; Nafai estaba a pocos metros de la costa, pero al no haber nadie más en el agua se sentía desorientado, como si el mar pudiera arrastrarlo, como si estuviera en poder de algo tan vasto que podía devorarlo.
Sintió pánico. Corrió hacia la costa, forcejando, convencido de que el mar no lo soltaría, que lo arrastraría hasta succionarlo. Y cuando llegó a la arena, a la arena seca, cayó de rodillas y lloró porque estaba a salvo.
Pero durante esos instantes había experimentado el terror de saber lo pequeño e indefenso que era, cuánto poder existía en el mundo y lo frágil que era en manos de ese poder.
Ahora sentía el mismo temor. No tan fuerte ni concreto como el día de la playa, pero él ya no tenía cinco años y había aprendido a enfrentar el miedo. El Alma Suprema no era una vieja leyenda. Estaba viva y podía introducir visiones en la mente de sus padres y hurgar en la mente de Nafai en busca de secretos para revelarlos a otros, a gente que Nafai odiaba y que odiaba a Nafai.
Lo peor era saber que Luet no le tenía afecto, quizá porque el Alma Suprema le había revelado sus secretos. Sus pensamientos más íntimos expuestos ante ese monstruito antipático. ¿Qué más? ¿La próxima visión de Padre sería acerca de las fantasías de Nafai con Eiadh? Peor aún, ¿Madre las vería?
En la playa había podido correr hacia la costa. ¿Adonde correría para librarse del Alma Suprema?
Imposible. No había lugar donde ocultarse. ¿Cómo disfrazar los pensamientos para que ni siquiera tú supieras lo que pensabas?
La única opción era tratar de averiguar qué era el Alma Suprema, tratar de comprender qué quería, qué pretendía hacerle a él y su familia. Tenía que comprender al Alma Suprema y, a ser posible, conseguir que lo dejara en paz.