2. EN CASA DE MADRE

El camino que iba de la casa Wetchik a Basílica era largo pero ellos lo conocían bien. Hasta los ocho años, Nafai había hecho el viaje en dirección contraria, cuando Madre los llevaba a él e Issib a casa de Padre para las vacaciones. En esos días era mágico estar en una morada de hombres. Padre, con su melena blanca, les parecía casi un dios. De hecho, hasta los cinco años, Nafai había pensado que Padre era el Alma Suprema. Mebbekew, sólo seis años mayor que Nafai, siempre había sido socarrón y fastidioso, pero en esa época Elemak se mostraba amable y juguetón. Diez años mayor que Nafai, Elya ya tenía talla de adulto en los primeros recuerdos de Nafai acerca de la casa Wetchik; pero en vez del aspecto etéreo de Padre, tenía trazas de luchador, un hombre que era amable sólo porque le venía en gana, no porque rehuyera la violencia. En esos días Nafai había rogado que lo liberasen de la casa de Madre y lo dejaran vivir con Wetchik y Elemak. Soportar a Mebbekew sería el precio inevitable por vivir en la morada de los dioses.

Madre y Padre le explicaron por qué no lo liberaban de su educación.

—Los niños que van a vivir con el padre a esta edad son los menos promisorios —dijo Padre—. Los que son demasiado violentos para permanecer en una casa de estudios, demasiado irrespetuosos para vivir en una casa de mujeres.

—Y los más tontos van a vivir con el padre a los ocho años —añadió Madre—. Aparte de los rudimentos de lectura y aritmética, ¿de qué le sirve el aprendizaje a un hombre estúpido?

Aun ahora, al recordar, Nafai sentía un hormigueo de placer, pues Mebbekew se jactaba de que él, a diferencia de Nyef e Issya, y Elya en sus tiempos, había ido a casa de su padre a los ocho años. Nafai estaba seguro de que Meb cumplía todos los requisitos para ingresar tempranamente en la casa de los hombres.

Así lograron persuadir a Nafai de que le convenía quedarse con la madre. También había otras razones —hacerle compañía a Issib, el prestigio del hogar de su madre, la asociación con sus hermanas—, pero fue la ambición lo que hizo que Nafai se alegrara de quedarse. Soy un chico promisorio. Seré valioso para la tierra de Basílica, quizá para el mundo entero. Tal vez un día mis escritos sean enviados al cielo para que el Alma Suprema los comparta con gentes de otras ciudades y otros idiomas. Tal vez un día sea uno de los grandes cuyas ideas se almacenan en cristal y se guardan en un archivo, para ser leídas durante el resto de la historia humana como uno de los gigantes de Armonía.

Aun así, como había rogado tan fervientemente que le permitieran vivir con Padre, desde los ocho hasta los trece años él e Issib pasaban casi todos los fines de semana en casa de Wetchik, y se familiarizaron tanto con ella como con la casa que Rasa tenía en la ciudad. Padre les exigía que trabajaran con ahínco, experimentando lo que hace un hombre para ganarse la vida, de modo que sus fines de semana no eran festivos. «Estudias seis días, trabajando con la mente mientras tu cuerpo se toma vacaciones. Aquí trabajarás en los establos e invernáculos, trabajando con el cuerpo mientras tu mente aprende la paz que proviene del trabajo honesto.»

Así hablaba Padre, una especie de continua perorata. Madre decía que adoptaba este tono porque no sabía hablar naturalmente con los niños. Pero Nafai había oído suficientes conversaciones adultas para saber que Padre hablaba así con todos excepto con Rasa. Padre nunca estaba a sus anchas, nunca era él mismo con nadie; pero con los años Nafai también aprendió que Padre, por muy pomposo y grandilocuente que fuera, no era tonto; sus palabras nunca eran hueras, estúpidas ni ignorantes. Así hablaba un hombre, pensaba Nafai cuando era pequeño, de forma que practicaba un estilo elegante y se esmeraba por aprender el emeznetyi clásico, además del bassyat coloquial que era el idioma de las artes y el comercio de Basílica. Últimamente Nafai había comprendido que para comunicarse con la gente real tenía que hablar el idioma común, pero los ritmos y melodías del emeznetyi aún se traslucían en sus escritos y su habla. Incluso en las estúpidas bromas que provocaban la ira de Elemak.

—Acabo de comprender una cosa —dijo Nafai.

Issib no respondió. Iba tan adelante que Nafai no supo si le había oído. Pero Nafai continuó de todos modos, hablando en voz aún más baja, quizá porque sólo se lo decía a sí mismo.

—Creo que digo esas cosas que enfurecen tanto a los demás no por ganas de molestar, sino porque se me ocurre un modo ingenioso de expresarlas. Es como un arte, pensar en el modo perfecto de expresar una idea, y cuando lo piensas tienes que decirlo, porque las palabras no existen hasta que las dices.

—Un arte bastante endeble, Nyef, y te aconsejaría que lo abandones antes de que alguien te mate por su causa. Vaya, Issib sí estaba escuchando.

—Para ser un sujeto tan fuerte y robusto, tardas bastante en subir por el Camino del Risco hasta la Calle del Mercado —comentó Issib.

—Estaba pensando.

—Tendrías que aprender a pensar y caminar al mismo tiempo.

Nafai llegó a la cima, donde Issib aguardaba. De verdad estaba remoloneando, pensó. Ni siquiera me falta el aliento.

Pero como Issib se había detenido, Nafai también se demoró, volviéndose como Issib para mirar camino abajo. El Camino del Risco tenía un nombre atinado, pues cruzaba un risco que descendía hacia la vasta e irrigada llanura de la costa.

Era una mañana clara, y desde esa altura alcanzaban a ver el océano. Retazos multicolores de granjas y huertos, con costurones de carreteras y nudos de ciudades y aldeas, se extendían como una colcha entre las montañas y el mar. Por el Camino del Risco subía una larga fila de granjeros que se dirigían al mercado con largas hileras de animales de carga. Si Nafai e Issib se demoraban diez minutos más, tendrían que continuar la marcha en medio del bullicio y el hedor de caballos, asnos, musías y kurelomi, el sudor de los hombres y el cuchicheo de las mujeres. En otros tiempos habría sido placentero, pero Nafai había viajado con ellos bastantes veces para saber que el sudor y los cuchicheos eran siempre iguales. No todo lo que viene de un jardín es una rosa.

Issib se volvió hacia el oeste y Nafai lo imitó, para ver un paisaje que era todo lo contrario: la escabrosa y rocosa meseta del Besporyadok, el yermo que se extendía hacia occidente. Mil poetas cantaban que el sol se elevaba del mar, aureolado por astillas de luz que bailaban en las aguas, y se ponía en una roja llamarada en el oeste, perdiéndose en el polvo del desierto. Pero Nafai siempre pensaba que, a juzgar por el clima, el sol debía de ir en sentido contrario. No llevaba agua del océano a la tierra, sino fuego seco del desierto al mar.

Los granjeros que se dirigían al mercado se acercaban, y ya se oían los arrieros y los asnos. Los hermanos reanudaron la marcha hacia Basílica, cuya muralla de roca roja fulguraba con los primeros rayos del sol. Basílica, donde las boscosas montañas del norte se juntaban con el desierto del oeste y el fecundo litoral del este. Los poetas celebraban ese lugar: Basílica, Ciudad de las Mujeres, Puerto de las Brumas, Rojo Jardín del Alma Suprema, el refugio donde todas las aguas del mundo confluían para concebir nuevas nubes, para derramar agua fresca sobre la tierra.

O, como decía Mebbekew, la mejor ciudad del mundo para follar.

El camino que unía la Puerta del Mercado de Basílica con la casa de Wetchik no había cambiado en todos esos años: Nafai notaba hasta el cambio de una piedra. Pero cuando Nafai cumplió los trece, llegó a un punto de inflexión que alteró el significado de ese camino. A los trece años, incluso los niños más promisorios iban a vivir con el padre y abandonaban para siempre su educación. Sólo se quedaban los que se proponían rechazar los oficios viriles para transformarse en sabios. Al cumplir ocho años Nafai rogó que le dejaran vivir con su padre, pero a los trece cambió de parecer. No, no he decidido ser sabio, decía, pero tampoco he decidido lo contrario. ¿Por qué he de decidir ahora? Déjame vivir contigo, Padre, si es necesario… pero también déjame quedarme en la escuela de Madre hasta que las cosas se aclaren. No me necesitas en tu trabajo tal como necesitas a Elemak. Y no quiero ser otro Mebbekew.

Así, aunque el camino que unía la casa de Padre con la ciudad no había cambiado, ahora Nafai lo recorría en dirección contraria. Ahora el trayecto no iba desde la casa de Rasa hasta la campiña, sino desde la casa de campo de Wetchik hasta la ciudad. Aunque tenía más pertenencias en la ciudad —todos sus libros, papeles, herramientas y juguetes— y a menudo dormía allá tres o cuatro de las ocho noches de la semana, su hogar estaba en la casa de Padre.

Lo cual era inevitable. Ningún hombre podía afirmar que en Basílica algo le pertenecía: todo era obsequio de una mujer. Ni siquiera un hombre como Padre, que tenía buenas razones para sentirse seguro de su compañera de muchos años, se sentía a sus anchas en Basílica, debido al lago. El profundo valle en el corazón de la ciudad —la razón de la existencia de la ciudad— ocupaba la mitad de la superficie de Basílica, y nadie podía visitarlo, ningún hombre podía internarse en el bosque circundante lo suficiente para vislumbrar esas aguas brillantes. Si eran brillantes. Por lo que sabía Nafai, el valle era tan profundo que el sol jamás tocaba las aguas del lago de Basílica.

Ningún lugar puede ser tu hogar si alberga un sitio donde está prohibido entrar. Ningún hombre puede ser un verdadero ciudadano de Basílica. Y yo me estoy volviendo un extraño en casa de mi madre.

En el pasado Elemak había hablado de ciudades donde los hombres poseían todo, lugares donde los hombres tenían muchas esposas y las esposas no tenían opciones en cuanto a la renovación del contrato de matrimonio, e incluso de una ciudad donde ni siquiera había matrimonio, sino que cualquier hombre podía adueñarse de cualquier mujer y ella no podía rechazarlo a menos que ya estuviera encinta. Nafai se preguntaba si estas historias eran verídicas. ¿Por qué las mujeres iban a resignarse a semejante trato? ¿Era posible que las mujeres de Basílica fueran mucho más fuertes que las de otros lugares? ¿O los hombres de este lugar eran más débiles o más tímidos que los de otras ciudades?

La pregunta cobró un carácter súbitamente apremiante.

—¿Alguna vez has dormido con una mujer, Issya? Issib no respondió.

—Sólo preguntaba —dijo Nafai. Issib guardó silencio.

—Trato de entender qué tienen de maravilloso las mujeres de Basílica para que un hombre como Elya regrese siempre aquí cuando podría vivir en uno de esos sitios donde los hombres actúan siempre a su antojo.

Sólo esta vez Issib respondió.

—En primer lugar, Nafai, no hay ningún sitio donde los hombres actúen siempre a su antojo. Hay sitios donde los hombres fingen que actúan a su antojo y las mujeres fingen que se lo permiten, así como las mujeres fingen que actúan a su antojo y los hombres fingen que se lo permiten.

Era una reflexión interesante. A Nafai nunca se le había ocurrido pensar que quizá las cosas no fueran tan claras y sencillas como parecían. Pero Issib no había concluido y Nafai quiso oír el resto.

—¿Y en segundo lugar?

—En segundo lugar, Nyef, Madre y Padre me encontraron una instructora hace varios años y, para ser franco, no es tan sensacional como dicen.

No era lo que Nafai quería oír.

—Meb opina lo contrario.

—Meb no tiene cerebro —dijo Issib—, sólo va hacia donde lo conduce su parte más protuberante. A veces eso significa que sigue a su nariz, pero habitualmente no.

—¿Cómo fue?

—Agradable. Ella era muy tierna, pero yo no la quería —comentó Issib con cierta tristeza—. Era como dejarse hacer algo, en vez de hacer algo juntos.

—¿Eso fue por…?

—¿Porque soy inválido? En parte, quizás, aunque ella me enseñó cómo brindarle placer y dijo que lo hacía asombrosamente bien. Quizá tú lo disfrutes como Meb.

—Espero que no.

—Madre dijo que los mejores hombres no gozan mucho con su instructora, porque los mejores hombres no quieren recibir el placer como una lección, sino gratuitamente, por amor. Pero también dijo que los peores hombres tampoco gozan con su instructora, porque no soportan que otra persona controle la situación.

—Yo ni siquiera quiero una instructora —dijo Nafai.

—Bien, muy inteligente de tu parte. ¿Entonces cómo aprenderás?

—Quiero aprenderlo con mi compañera.

—Eres un idiota romántico.

—Nadie enseña a las aves ni a los lagartos.

—Nafai ab Wetchik mag Rasa, el famoso amante lagarto.

—Una vez vi un par de lagartos haciéndolo durante una hora.

—¿Aprendiste alguna técnica interesante?

—Claro. Pero sólo puedes usarlas si tienes las proporciones de un lagarto.

—¿En serio?

—Lo tienen tan largo como la mitad del cuerpo. Issib rió.

—Imagínate lo que sería comprarse unos pantalones.

—¡O atarse las sandalias!

—Tendrías que enrollártelo en la cintura.

—O colgártelo del hombro.

Continuaron con esta conversación hasta que llegaron al mercado exterior, donde la gente comenzaba a abrir sus puestos, esperando la llegada inminente de los granjeros de la planicie. Padre tenía un par de puestos en el mercado exterior, aunque ningún granjero de la planicie tenía dinero ni refinamiento suficiente para comprar una planta que requería tantos cuidados y no producía frutos aprovechables. Las únicas ventas del mercado exterior eran para tenderos de Basílica, y en ocasiones para extranjeros ricos que visitaban el mercado camino de la ciudad. Estando Padre de viaje, Rashgallivak supervisaría los escaparates, y en efecto allí estaba, preparando una exhibición de plantas polares. Lo saludaron con la mano, pero él se limitó a mirarlos adustamente. Así era Rash. Acudiría si lo necesitaban en una crisis. Pero en ese momento su tarea consistía en preparar las plantas y a eso consagraba toda su atención. No había prisa, sin embargo. Las mejores ventas se producirían por la tarde, cuando los basilicanos buscaban obsequios atractivos para sus compañeros o amantes, o para conquistar el corazón de alguien a quien cortejaban.

Meb comentaba que nadie compraba plantas exóticas para uso personal, pues mantenerlas con vida era una molestia, y que sólo las compraban para regalo porque eran caras. «Constituyen el regalo perfecto porque la planta es bella y atractiva mientras dura el idilio… por lo general una semana. Luego la planta muere, a menos que el dueño nos pague para que vayamos a cuidarla. De cualquier modo los sentimientos hacia la planta siempre congenian con los sentimientos hacia el amante que la obsequió. O bien fastidia porque aún está merodeando, o bien disgusta como un recuerdo mustio. Si un amor ha de ser duradero, los amantes deberían comprar un árbol.» Como Meb hablaba así con los clientes, Padre le había prohibido atender los puestos. Sin duda era lo que Meb pretendía.

Nafai comprendía el deseo de eludir esa responsabilidad. La pesada tarea de vender un ramillete de plantas temperamentales no era divertida.

Si termino mis estudios, pensó Nafai, tendré que trabajar todos los días en una de esas tareas infames. Y no me llevará a ninguna parte. Cuando Padre muera, Elemak será el Wetchik, y nunca me permitirá guiar mi caravana, que es la única parte interesante del trabajo. No quiero pasarme la vida en un invernáculo o un cobertizo, injertando, cultivando y multiplicando plantas que morirán en cuanto las vendan. No hay ninguna grandeza en ello.

El mercado exterior terminaba en la primera puerta, que estaba abierta, como de costumbre. Nafai se preguntó si sería posible cerrarla. No importaba. Era siempre la puerta mejor custodiada porque era la más activa. A todo el mundo le revisaban la retina y cotejaban el resultado con el censo de ciudadanos. Issib y Nafai, como hijos de ciudadanos, eran técnicamente ciudadanos, y aunque no se les permitiera tener propiedades dentro de la ciudad podrían votar cuando fueran mayores. Así que los guardias los trataron con respeto.

Entre la puerta exterior y la puerta interior, entre las altas murallas rojas y bajo la custodia de gran cantidad de guardias, la ciudad de Basílica albergaba su negocio más lucrativo: el Mercado de Oro. En realidad el oro no era la mercancía que más se compraba y vendía, aunque los prestamistas abundaban. En el Mercado del Oro se traficaba con cualquier forma de riqueza que resultara portátil y fácil de robar, títulos de propiedad, títulos de depósito, certificados de propiedad de acciones y certificados de deudas incobrables: todo se vendía aquí y cada puesto tenía un ordenador que transmitía las transacciones al registro oficial, el ordenador maestro de la ciudad. Las rutilantes proyecciones holográficas de los ordenadores causaban un extraño efecto de fluctuación, de modo que uno siempre veía un parpadeo por el rabillo del ojo. Meb decía que por eso los prestamistas y vendedores del Mercado del Oro creían que alguien los espiaba.

Sin duda la mayoría de los ordenadores habían reparado en Nafai e Issib en cuanto les revisaron la retina en la puerta, transmitiendo sus nombre, situación y posición financiera a la proyección holográfica. Algún día eso significaría algo, sabía Nafai, pero de momento no. Desde que Meb había contraído cuantiosas deudas el año anterior al cumplir los dieciocho, existía una fuerte restricción del crédito para la familia Wetchik, y como el crédito era el único modo en que Nafai podía contar con una buena suma de dinero, aquí nadie estaría interesado en él. Padre podría haber hecho levantar esas restricciones, pero como Padre hacía sus negocios en efectivo, sin pedir nada prestado, las restricciones no lo afectaban y además impedían que Meb contrajera más deudas. Los gemidos, gritos, protestas y sollozos se habían prolongado durante meses, hasta que Meb comprendió que Padre jamás cedería ni le daría la independencia económica. Últimamente Meb lo tomaba con más calma. Cuando aparecía con ropa nueva, afirmaba que se la habían prestado amigos compasivos, pero Nafai no le creía. Meb gastaba dinero cuando lo tenía, y como Nafai no imaginaba a Meb trabajando en nada, su conclusión era que Meb había hallado a alguien a quien le pedía prestado a cuenta de su futura parte de la finca Wetchik.

Era típico de Meb pedir prestado a cuenta de la muerte de Padre. Pero Padre aún era un hombre sano y vigoroso, de sólo cincuenta años. En algún momento los acreedores se hartarían de esperar y Meb tendría que recurrir de nuevo a Padre, rogándole que lo ayudara a saldar sus deudas.

Hubo otro chequeo retinal en la puerta interior. Como eran ciudadanos y los ordenadores mostraban que no traían nada ni habían comprado nada en los puestos, no hubo que registrarlos en busca de lo que un eufemismo denominaba «préstamos no autorizados», así que poco después entraron en la ciudad.

Más específicamente, entraron en el Mercado Interior. Era casi tan vasto como el exterior, pero allí terminaba toda semejanza, pues en vez de vender carnes y comida, rollos de tela y trozos de madera, el Mercado Interior vendía productos manufacturados: pasteles y sorbetes, especias y hierbas, muebles y cobertores, colgaduras y tapices, finas camisas y pantalones, sandalias para los pies, guantes para las manos, anillos para los dedos y las orejas; y chucherías, animales y plantas exóticas, conseguidos con gran coste y riesgo en todos los rincones del mundo. Aquí Padre ofrecía las plantas más preciosas en sus puestos abiertos día y noche.

Pero nada de esto atraía a Nafai, después de tantos años de atravesar el mercado sin un cobre. Sólo le atraían los muchos puestos que vendían myachiks, pequeñas esferas de cristal que contenían grabaciones de música, danza, escultura, pinturas, tragedias, comedias e historias verídicas, recitadas como poemas, representadas en escena o cantadas en óperas; las palabras de historiadores, científicos, filósofos, oradores, profetas y autores de sátiras; lecciones y demostraciones de cada arte o proceso jamás concebido, y, por supuesto, las grandes canciones de amor por las cuales Basílica era célebre en todo el mundo, que combinaban música con imágenes eróticas continuas que se repetían aleatoriamente, como esculturas autogeneradas, en las alcobas y jardines privados de cada hogar de la ciudad.

Claro que Nafai era demasiado joven para comprar estas canciones, pero había visto más de una cuando visitaba el hogar de amigos cuyas madres o maestras no eran tan discretas como Rasa. Lo fascinaban, tanto por la música y el relato como por el erotismo. Pero se pasaba las horas en el mercado buscando nuevas obras de poetas, músicos, artistas y actores basilicanos, o viejas obras que gozaban de nueva difusión, o extrañas obras de otras tierras, en traducción o en el original. Padre daba poco dinero a los hijos, pero Madre concedía a sus niños —hijos, sobrinas y meros alumnos— una generosa asignación para la compra de myachiks.

Nafai enfiló hacia un puesto donde un joven cantaba con aguda y dulce voz de tenor; la melodía parecía pertenecer a la compositora que se hacía llamar Amanecer, o al menos a sus mejores imitadoras.

—No —dijo Issib—, ya regresarás por la tarde.

—Tú puedes seguir.

—Vamos con retraso.

—Entonces puedo retrasarme un poco más.

—Date prisa, Nafai. Cada lección que pierdas tendrá que recuperarse después.

—De todos modos nunca conseguiré aprenderlo todo. Quiero oír esta canción.

—Pues escucha mientras caminas. ¿No sabes caminar y escuchar al mismo tiempo?

Nafai se dejó arrastrar fuera del mercado. La canción pronto se perdió en medio de la música de otros puestos y el parloteo del mercado. Al contrario del Mercado Exterior, el Mercado Interior no aguardaba a los granjeros de la planicie, así que nunca cerraba; la mitad de esa gente había pasado la noche en vela y compraba pasteles y té para desayunar antes de regresar a casa para acostarse. Quizá Meb estuviera entre ellos. Por un instante Nafai le envidió esa libertad. Si alguna vez llego a ser un gran científico o historiador, ¿dispondré de tanta libertad? Levantarse por la tarde, escribir hasta el ocaso y luego aventurarse en la noche de Basílica para ver las danzas y los dramas, oír los conciertos o quizá recitar pasajes del trabajo que preparé ese día ante un público culto que se marchará discutiendo, elogiando y criticando mi obra. ¿Cómo podían compararse los sucios y fatigosos viajes de Elemak con semejante vida? Y luego regresar al alba a la casa de Eiadh, y hacer el amor mientras susurramos y reímos recordando las peripecias y triunfos de esa noche.

Sólo faltaban algunos detalles para concretar semejante sueño. Por lo pronto, Eiadh aún no tenía casa, y aunque estaba conquistando cierta reputación como cantante y rapsoda, saltaba a la vista que no tendría una carrera deslumbrante; no era un prodigio, así que su casa sería modesta por muchos años. No importa, le ayudaré a comprar una vivienda mejor de la que ella podría costearse, aunque cuando un hombre ayuda a una mujer a comprar propiedades en Basílica el dinero sólo puede entregarse como obsequio. Eiadh es demasiado leal como para revocar mi contrato y negarme el ingreso en la casa que le ayude a comprar.

El otro detalle que faltaba para concretar el sueño era que Nafai nunca había escrito nada descollante. Claro que aún no había escogido su especialidad, y por tanto aún se estaba ejercitando, picoteando aquí y allá. Pronto se decidiría por una especialidad en la que tuviera talento, y habría myachiks de sus obras en los puestos del Mercado Interno.

Una procesión se dirigía al valle por el Camino Sagrado, así que ellos, siendo hombres, tuvieron que sortearlo. Aun así, pronto llegaron a la casa de Madre. Issib lo abandonó de inmediato y ascendió flotando a la sala de ordenadores, donde últimamente pasaba todo el tiempo. Un curso de pequeños ya había iniciado sus actividades en la curva sur del porche con columnas, por donde ya asomaba la luz oblicua del sol.

Estaban practicando las devociones: los niños se abofeteaban con fuerza, las niñas tarareaban. Su curso estaría haciendo lo mismo en otra parte, y Nafai no tenía prisa por llegar, pues se consideraba vagamente impío interrumpir una devoción.

Caminó despacio, sorteando la clase del porche, deteniéndose tras una columna para escuchar la agradable música de las niñas que tarareaban, hallando acordes fugaces que se perdían apenas descubiertos, y el tamborileo quebrado de los niños que se palmeaban las piernas, los brazos, el pecho y las mejillas.

Una niña de la clase apareció de pronto junto a él. Nafai la conocía del gimnasio. Era esa brújula llamada Luet, de quien se rumoreaba que tenía visiones tan notables que algunas damas del Bancal ya la llamaban vidente. Nafai no daba crédito a esas historias mágicas. Ni siquiera el Alma Suprema podía conocer el futuro, y en lo concerniente a las visiones, la gente sólo recordaba las que por puro azar coincidían hasta cierto punto con la realidad.

—Tú eres el que está cubierto de fuego —dijo ella. ¿De qué cuernos hablaba? ¿Cómo responder a semejante cosa?

—No, soy Nafai.

—En realidad no es fuego. Chispas diamantinas que se transforman en relámpagos cuando te enfureces.

—Tengo que entrar.

Ella le tocó la manga, reteniéndolo con tanta firmeza como si le hubiera cogido el brazo.

—Ella nunca será tu compañera.

—¿Quién?

—Eiadh. Ella se ofrecerá, pero tú la rechazarás.

Esto era humillante. ¿Cómo conocía esa niña, una mocosa de doce años, sus sentimientos por Eiadh? ¿Acaso su amor era tan evidente para todos? Bien, que así fuera. No tenía nada que ocultar. Consideraba un honor que se supiera que amaba a semejante mujer. Y en cuanto a las cualidades de vidente de la jovencita, no parecían muy convincentes, pues afirmaba que Eiadh se le ofrecería y que él la rechazaría. Me arrancaría un dedo a mordiscos antes que rechazar a la mujer más perfecta de Basílica.

—Perdona —dijo Nafai, apartando el brazo.

No le gustaba que esa niña lo tocara. Decían que su madre era una agreste, una de esas mugrientas y solitarias mujeres desnudas que llegaban a Basílica desde el desierto; supuestamente eran mujeres sagradas, pero Nafai sabía que se acostaban en plena calle con cualquier hombre que se lo pidiera, y estaba permitido que cualquier hombre las poseyera, aunque estuviera desposado con una compañera bajo contrato. Los hombres decentes y de abolengo no lo hacían, desde luego. Ni siquiera Meb había alardeado de «adorar el desierto» ni de practicar «juergas polvorientas», como la jerga vulgar llamaba a los acoplamientos con agrestes. Nafai no veía nada de sagrado en ese asunto, y consideraba a Luet una bastarda, concebida por una demente y un hombre bestial en un apareamiento que se parecía más a una violación que al amor. Era imposible que el Alma Suprema tuviera nada que ver con eso.

—El bastardo eres tú —espetó la niña, y se marchó.

Los demás habían terminado sus devociones, o quizá las habían interrumpido para escuchar a Luet. Lo cual significaba que el rumor se propagaría por toda la casa a la hora del almuerzo y por toda Basílica antes de la cena, y sin duda Issib se burlaría de él cuando regresaran a casa y Elemak y Mebbekew nunca le permitirían olvidar el asunto. Nafai lamentó que las mujeres de Basílica no encerraran bajo llave a locas como Luet, en vez de tomar en serio las bobadas que decían.

Загрузка...