15. ASESINATO

Si queremos alentar alguna esperanza, pensó Nafai, debemos desistir de forjar nuestros propios planes. Gaballufix nos burla en cada ocasión.

Y ahora quedaban aún menos esperanzas, pues Elemak y Mebbekew se negaban a colaborar. ¿Por qué el Alma Suprema les había dicho que Nafai los guiaría? ¿Cómo podía impartir órdenes a sus hermanos mayores, que preferirían ver su fracaso antes que contribuir a su triunfo? Issib no presentaría problemas, desde luego, pero quizá no pudiera aportar gran cosa, ni siquiera con sus flotadores. Era demasiado conspicuo, demasiado frágil y demasiado lento.

Poco a poco, mientras atravesaban el desierto —con Nafai a la cabeza, no porque él quisiera, sino porque Elemak se negaba a ayudarle a escoger un camino—, Nafai llegó a una ineludible conclusión: le iría mejor a solas que con sus hermanos.

No pensaba, por supuesto, que a solas pudiera irle muy bien. Pero el Alma Suprema le ayudaría. El Alma Suprema ya le había ayudado a escapar de Basílica.

Pero cuando el Alma Suprema lo sacó de Basílica fue porque Luet le cogía la mano. ¿Quién sería su Luet esta vez? Ella era la vidente, tan familiarizada con el Alma Suprema como Nafai con su propia madre. Luet sentía la presencia del Alma Suprema a cada paso; Nafai sólo sentía la guía del Alma Suprema en escasas ocasiones y de forma confusa. ¿Qué era esa visión de un soldado de manos ensangrentadas recorriendo las calles de Basílica? ¿Un enemigo a quien tendría que enfrentarse? ¿Era su muerte? ¿O su guía? ¿Cómo podía trazar un plan si estaba tan confundido?

Se detuvo.

Los demás también se detuvieron.

—¿Y ahora qué? —preguntó Mebbekew—. Esclarécenos, oh gran líder ungido por el Alma Suprema.

Nafai no respondió. En cambio, trató de vaciar la mente. Desanudar el miedo que le oprimía el estómago. El Alma Suprema no le hablaba como a Luet porque Luet no pensaba en trazar un plan. Luet escuchaba. Escuchaba primero, entendía primero.

Si Nafai deseaba ayudar al Alma Suprema, tratando de ser sus pies y manos en la faz de este mundo, tendría que desistir de sus absurdos planes y permitir que el Alma Suprema le hablara.

Estaban cerca de Villa del Perro, que se extendía a lo largo de los caminos que salían de la Puerta del Embudo. Hasta ahora Nafai había creído que le convenía sortear Villa del Perro y escoger un barranco que regresara hacia el Camino del Bosque para entrar en Basílica por Puerta Trasera. Pero ahora aguardó, sopesó las ideas. Pensó en continuar, sortear Villa del Perro, y sus pensamientos vagaron a la deriva. Luego se volvió hacia el Embudo y sintió un torrente de confianza. Sí, pensó, el Alma Suprema procura guiarme, siempre que me calle y escuche, tal como debí callarme y escuchar mientras Elemak regateaba con Gaballufix esta tarde.

—Qué bien —exclamó Mebbekew—. Vayamos hacia una de las puertas mejor vigiladas. Atravesemos el barrio más pobre, donde Gaballufix compra a todos los que están en venta, es decir a todos los que están vivos.

—Cállate —ordenó Issib.

—Déjale hablar —rezongó Nafai—. Así atraerá a todos los hombres de Gaballufix y nos hará matar de inmediato, que es precisamente lo que Mebbekew quiere, porque mientras morimos podrá decir: «¡Mira, Nyef, nos has hecho matar!» Con lo cual morirá feliz.

Mebbekew quiso acercarse a Nafai, pero Elemak lo detuvo.

—Nos callaremos —dijo Elemak.

Nafai los condujo hasta la Calle Mayor, que iba desde Villa de la Puerta hasta Villa del Perro. Aunque abundaban las casas, no era segura a esas horas de la noche y había poca gente. Nafai los condujo hasta el centro del camino, miró a izquierda y derecha y cruzó a la carrera. Aguardó en una zanja seca del otro lado del camino.

Los demás no lo seguían.

No lo seguían.

Han decidido abandonarme ahora, pensó Nafai. Bien, así sea.

Pero aparecieron. No a la carrera, como Nafai, sino caminando. Los tres. Desde luego, pensó Nafai. Habían esperado para sacar a Issib de la silla. Debí haber pensado en eso.

Mientras se aproximaban, Nafai comprendió que Issib no flotaba, sino que los otros dos le ayudaban, cogiéndole los brazos y llevándolo a rastra. Para cualquier observador, Issib parecía un borracho a quien sus amigos llevaban a casa.

Y no caminaban en línea recta, sino que zigzagueaban como si siguieran los ángulos de la calle pero se extraviaran en la oscuridad, o como si el borracho los obligara a desviarse. Al fin cruzaron y se internaron entre los arbustos.

Nafai se les acercó mientras bajaban a Issib y le ayudaban a ajustar los flotadores.

—Eso ha estado muy bien —susurró—. Mil personas pudieron haberos visto y nadie os habría dado importancia.

—Fue idea de Elemak —dijo Issib.

—Tú deberías ser el líder —dijo Nafai.

—No según el Alma Suprema —respondió Elemak.

—La silla de Issib, querrás decir —masculló Mebbekew.

—También fue prudente que tú cruzaras primero, Nyef —señaló Elemak—. Los guardias buscarán a cuatro hombres, uno de ellos flotando. En cambio vieron a tres, uno de ellos borracho.

—¿Adonde vamos ahora? —preguntó Issib. Nafai se encogió de hombros.

—Por aquí, supongo.

Encabezó la marcha, atravesando el terreno desierto que mediaba entre la Calle Mayor y el Embudo.

Se distrajo. No sabía qué hacer a continuación. No se le ocurría nada.

—Alto —dijo. Pensó en seguir adelante con ellos, pero no le convencía. En cambio, le atraía la idea de continuar solo—. Esperad aquí. Entraré solo en la ciudad.

—Pero qué listo —se burló Mebbekew—. Pudimos haber esperado allá con los camellos.

—No. Por favor. Os necesito aquí. Necesito tener la certeza de que al salir por la puerta os encontraré aquí.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó Issib.

—No lo sé.

—Bien, ¿qué piensas hacer?

No podía decirles que no tenía la menor idea.

—Elemak no nos dijo cuál era su plan.

—Espléndido —protestó Mebbekew—. Juega a ser el gran hombre.

—Aguardaremos —convino Elemak—. Pero si seguimos aquí cuando salga el sol, estaremos a la vista de todos y nos atraparán. ¿Comprendes?

—Con las primeras luces del alba, si no he regresado, coged la silla de Issib y volved adonde están los camellos.

—De acuerdo —asintió Elemak.

—Si nos viene en gana —añadió Mebbekew.

—Nos vendrá en gana —intervino Elemak—. Y Meb estará aquí con nosotros.

Nafai sabía que Elemak aún lo odiaba, aún lo despreciaba, pero también sabía que Elemak cumpliría con su palabra. Aunque Elemak deseaba su fracaso, le daba una razonable oportunidad de triunfar.

—Gracias —dijo Nafai.

—Consigue el índice —replicó Elemak—. Tú eres el chico del Alma Suprema. Consigue el índice.

Nafai los abandonó y enfiló hacia el Embudo. Al aproximarse, oyó el murmullo de los guardias. Había demasiados. Seis o siete, en vez de los dos habituales. ¿Por qué? Se aplastó contra la pared y se acercó con sigilo para oír lo que decían.

—Yo digo que es Gaballufix —dijo un guardia—. Tal vez mató primero al hijo del Wetchik, para que no pudiera abandonar la ciudad, y luego mató a Roptat y culpó a quien no podía defenderse.

—Parece cosa de Gaballufix —respondió el otro—. Pura bazofia, él y sus hombres.

Roptat había muerto. Nafai sintió un escalofrío de miedo. Después de tantas conspiraciones frustradas, había sucedido. Gaballufix había asesinado. Y había culpado a un hijo de Wetchik.

A mí, comprendió Nafai. Me ha culpado a mí. Soy el único que no salió de la ciudad por una puerta vigilada. Para el ordenador de la ciudad, aún estoy dentro. Gaballufix se percató y aprovechó la oportunidad, hizo matar a Roptat y propagó el rumor de que el hijo menor de Wetchik era el culpable.

Pero las mujeres saben. Las mujeres saben que miente. Él no se da cuenta, pero mañana todas las mujeres de Basílica conocerán la verdad: que cuando daban muerte a Roptat yo estaba en el lago con Luet. Ni siquiera tengo que entrar esta noche. Gaballufix será destruido por su propia estupidez y podremos aguardar riendo frente a las murallas.

Sólo que no le convencía la idea de aguardar fuera. No era el deseo del Alma Suprema. Al Alma Suprema no le interesaba que Gaballufix fuera víctima de sus mentiras. Al Alma Suprema le interesaba el índice, y la caída de Gaballufix no pondría el índice en manos de Padre.

¿Cómo burlo a los guardias?, se preguntó Nafai.

Por toda respuesta, sólo sintió su propio miedo. Sabía que eso no venía del Alma Suprema. Así que esperó. Al cabo de un rato, los guardias dejaron de conversar.

—Demos un paseo por Villa del Perro —sugirió uno.

Cinco de ellos salieron para internarse en la oscuridad de las calles. Si hubieran dado la vuelta para mirar hacia la puerta, habrán visto a Nafai, apoyado contra la muralla a dos metros de la entrada. Pero no miraron hacia atrás.

Era el momento; aún sentía temor, pero ahora también ansiaba actuar, ponerse en movimiento. ¿El Alma Suprema? resultaba difícil de saber, pero tenía que hacer algo. Conteniendo el aliento, Nafai avanzó hacia la luz.

Un guardia sentado en un taburete se apoyaba en la puerta. Dormido, o casi. El otro orinaba contra la pared de enfrente, de espaldas a la entrada. Nafai pasó sigilosamente. Ninguno de los dos cambió de posición hasta que Nafai se alejó de la luz. Luego oyó las voces a sus espaldas. Pero no hablaban de él ni daban la alarma. Así debía de haber sido cuando Luet fue a prevenirnos. El Alma Suprema interfiriendo para permitirle pasar como si fuera invisible. Tal como he pasado yo.

Despuntaba la luna. Había transcurrido buena parte de la noche. La ciudad dormía, excepto Villa de las Muñecas y el Mercado Interior, e incluso allí reinaría cierta calma en esos días de tensión y turbulencia en que los soldados patrullaban las calles. Pero en aquel barrio, bastante protegido, sin vida nocturna, no había nadie merodeando. Nafai no sabía si las calles desiertas eran favorables. Le convenían porque había menos gente para verlo; pero también eran desfavorables porque si alguien lo veía no pasaría inadvertido.

Pero esa noche el Alma Suprema le ayudaba a pasar desapercibido. Se ocultó en las sombras para no tentar al destino y cuando vio un grupo de soldados, se aplastó contra un portal mientras pasaban de largo.

Este debe de ser el límite del poder del Alma Suprema, pensó Nafai. Con Luet, con Padre y conmigo, el Alma Suprema puede comunicar ideas. Y a través de una máquina, la silla de Issib, pero quién sabe cuánto le costó al Alma Suprema. Al llegar directamente a la mente de estas otras personas no puede hacer más que distraerlas, tal como cuando impide que alguien conciba ideas prohibidas. No puede desviar a los soldados, pero puede impedir que vean al sujeto que se oculta en un portal, puede quitarles el afán de investigar, de averiguar qué hace. No puede impedir que los guardias de la puerta cumplan con su deber, pero puede ayudar al guardia adormilado a soñar, para que el ruido de mis pasos forme parte de la trama del sueño y él no mire.

E incluso para eso el Alma Suprema debe de tener toda su atención concentrada en esta calle esta noche, pensó Nafai. En este mismo lugar. En mí.

¿Adonde voy?

No importa. Debo desconectar la mente y dejarme guiar. Dejar que el Alma Suprema me lleve de la mano, como hizo Luet.

Pero resultaba difícil vaciar la mente, abstenerse de reconocer las calles, renunciar a pensar en las personas y las tiendas que conocía en esa calle, y en cómo podían relacionarse con el índice. Su mente era un hervidero.

¿Y cómo evitarlo? ¿Qué he de hacer, dejar de ser una criatura consciente? ¿Idiotizarme al extremo de que el Alma Suprema pueda controlarme? ¿Mi mayor ambición en la vida es ser un títere?

No, acudió la respuesta. Era tan clara como aquella noche en el desierto. No eres un títere. Estás aquí porque has escogido estar aquí. Pero ahora, para oír mi voz, debes vaciar la mente.

No porque quiera idiotizarte, sino porque tienes que estar alerta a mis palabras. Pronto necesitarás contar nuevamente con toda tu inteligencia. Los tontos no me sirven.

Nafai se apoyó en una pared, respirando entrecortadamente, cuando cesó la voz. Esa intrusión del Alma Suprema en sus pensamientos era abrumadora. ¿ Qué hicieron nuestros antepasados a sus hijos cuando nos alteraron de tal modo que un ordenador podía insertarnos pensamientos de este modo? ¿En esos días todos los niños oían la voz del Alma Suprema tal como la oigo ahora? ¿O siempre fue una rareza el hecho de que alguien oyera esa voz?

Muévete. Era como un hambre. Y se movió. Se movió tal como había hecho dos veces en las últimas semanas: de una calle a la otra casi en trance, sin saber dónde estaba. Igual que esa misma tarde, al escapar de los matones.

Ni siquiera tengo un arma.

Este pensamiento lo detuvo en seco, lo arrancó del trance. No sabía dónde estaba. Pero en medio de las sombras había un hombre tendido en la calle. Nafai se le acercó con curiosidad. Un borracho, tal vez. O una víctima de los tolchocks, los soldados o los matones. Una víctima de Gaballufix.

No. No era una víctima. Era uno de los muchos soldados idénticos de Gaballufix, y a juzgar por el hedor a orina y alcohol, no lo había tumbado ninguna herida.

Nafai estaba a punto de marcharse cuando comprendió que allí tenía el mejor disfraz que podía pretender. Sería mucho más simple acercarse a Gaballufix si usaba un traje holográfico: y allí estaba el traje, como un obsequio.

Se arrodilló y giró al hombre. Era imposible ver la caja que controlaba el holograma, pero al palpar la imagen con las manos la descubrió, cerca de la cintura. La desabrochó, pero no lograba quitársela.

Claro, pensó Nafai. Elemak dijo que era una especie de manto, y que la caja formaba parte de él.

Logró empujar la caja hacia arriba. Moviendo al hombre de aquí para allá, consiguió deslizarle el traje holográfico por las extremidades y la cabeza.

Sólo entonces Nafai comprendió que el Alma Suprema le había dado algo más que un disfraz. El que usaba el disfraz no era un matón. Era Gaballufix en persona.

Borracho como una cuba, tendido en sus orines y sus vómitos, pero sin duda Gaballufix.

¿Pero qué podía hacer Nafai con aquel borracho? Desde luego, no llevaba el índice encima. Y Nafai no abrigaba la ilusión de que por llevarlo a casa fuera a conquistar la gratitud de Gaballufix.

El muy canalla debía de haber celebrado la muerte de Roptat. Un asesino tendido en la calle, sólo que jamás lo castigarán por ello. Al contrario, intenta culparme a mí. Nafai estaba lleno de furia. Quiso apoyar el pie en la cabeza de Gaballufix y aplastarle el rostro en la calle cubierta de vómito. Sería magnífico, sería…

Mátalo.

El pensamiento fue tan nítido como si alguien hubiera hablado a sus espaldas.

No, pensó Nafai. No puedo. No puedo matar a un hombre.

¿Por qué crees que te he traído aquí? Es un asesino. La ley decreta su muerte.

La ley decretaba también mi muerte por haber visto el Lago de las Mujeres, respondió Nafai en silencio. Pero se me ofreció misericordia.

Yo te llevé al lago, Nafai. Así como te traje aquí. Para que hagas lo que debe hacerse. Nunca conseguirás el índice mientras él viva.

No puedo matar a un hombre. Un hombre indefenso. Sería un asesinato.

Sería simple justicia.

No si viniera de mi mano. Le odio demasiado. Deseo que muera. Por la humillación de mi familia. Por haber robado el título de mi padre. Por habernos quitado nuestra fortuna. Porque mis hermanos me pegaron. Por los soldados y los tolchocks, porque ha extinguido la luz de la esperanza en mi ciudad. Porque transformó a Rashgallivak, un buen hombre, en una herramienta débil y ciega. Por todo eso quiero que muera, quiero pisotearlo. Si lo mato ahora seré un cobarde y un asesino, no un justiciero.

Intentó matarte. Sus asesinos te buscaban para liquidarte.

Lo sé. Y por eso sería venganza personal matarle ahora.

Piensa en lo que haces, Nafai. Piensa.

No seré un criminal.

De acuerdo. Quieres salvar vidas. Sólo hay una esperanza de salvar este mundo del exterminio que asoló la Tierra hace cuarenta millones de años, y dejar con vida a este hombre anulará toda esperanza. ¿Los mil millones de almas del planeta Armonía deben morir para que conserves las manos limpias? Te aseguro que esto no es un crimen ni un asesinato, sino justicia. Yo lo he juzgado y lo he encontrado culpable. Él ordenó la muerte de Roptat, tu muerte, la muerte de tus hermanos y la muerte de tu padre. Planea una guerra que matará a millares y dejará a esta ciudad subyugada. No lo perdonas por misericordia, Nafai, porque sólo su muerte será misericordiosa para la ciudad y la gente que amas, sólo su muerte mostrará misericordia al mundo. Lo perdonas por pura vanidad. Para mirarte las manos y verlas limpias de sangre. Te digo que si no matas a este hombre, la sangre de millones pesará sobre tu cabeza.

¡No!

El grito de Nafai era aún más desgarrador por ser silencioso, por estar encerrado en su mente.

La voz continuó, implacable: El índice abre la biblioteca más profunda del mundo, Nafai. Con él, todo será posible para mis servidores. Sin él, no tendré una voz más clara que ésta, constantemente alterada y distorsionada por tus temores, esperanzas y expectativas. Sin el índice yo no puedo ayudarte ni tú puedes ayudarme a mí. Mis poderes seguirán extinguiéndose y mi ley perderá vigencia entre la gente, hasta que al fin regresará el fuego y otro mundo será devastado. El índice, Nafai. Quita a este hombre lo que exige la ley y luego ve a buscar el índice.

Nafai cogió la espada energética que colgaba del cinturón de Gaballufix.

No sé matar a un hombre con esto. No apuñala. No puedo apuñalar el corazón con esto.

La cabeza. Córtale la cabeza.

No puedo, no puedo, no puedo.

Pero Nafai se equivocaba. Podía.

Cogió a Gaballufix por el cabello, le estiró el cuello. Gaballufix se movió. ¿Se estaba despertando? Nafai casi le soltó el cabello, pero Gaballufix pronto cayó de nuevo en su sopor. Nafai encendió la espada y la apoyó en el gaznate. La hoja zumbó. Apareció un hilillo de sangre. Nafai apretó con más fuerza, el hilillo se convirtió en una herida abierta y la sangre mojó la hoja con un siseo. Demasiado tarde para detenerse, demasiado tarde. Apretó con más fuerza. La espada penetró. Halló resistencia en el hueso, pero Nafai alzó la cabeza hasta abrir una brecha entre las vértebras. La hoja pasó fácilmente y la cabeza quedó libre.

Nafai tenía los pantalones y la camisa manchados de sangre, al igual que las manos y el rostro: salpicados, embadurnados. He matado a un hombre y sostengo su cabeza en las manos. ¿Qué soy ahora? ¿Quién soy ahora? ¿En qué me diferencio de este hombre mutilado por mis manos?

El índice.

No podía soportar las ropas empapadas de sangre. En su desesperado afán de quitárselas, se las arrancó y se enjugó la cara con la espalda de la camisa. Éstas son las ropas que Luet me entregó cuando subí al bote en ese lugar bello y apacible, y ahora veo lo que hice con ellas.

Arrodillándose junto al cuerpo, dejando su ropa en el charco de sangre, comprendió que debido al declive de la calle y como la sangre brotaba del cuello, alejándose del cuerpo, las ropas de Gaballufix no estaban manchadas de sangre. Vómito y orina, sí, pero no sangre. Nafai tenía que usar algo. El traje holográfico no sería suficiente, pues por debajo estaría desnudo y descalzo.

Le repugnaba ponerse las ropas de Gaballufix, pero sabía que era necesario. Arrastró el cuerpo alejándolo de la sangre, lo desnudó con cuidado, tratando de no manchar la ropa. Tuvo náuseas al ponerse los pantalones fríos y húmedos, pero pensó con desdén que un hombre que acababa de matar como él lo había hecho no podía andarse con remilgos. La orina de otro hombre en las piernas no era nada, ni el hedor del ácido estomacal en la camisa y la coraza que Gaballufix usaba debajo. Ya nada es demasiado horroroso para mí, pensó Nafai. Ya estoy perdido.

Lo único que no pudo hacer fue colgarse la espada en la cintura, como había hecho Gaballufix. En cambio limpió sus huellas del puño y la arrojó cerca de la cabeza. Se echó a reír. Allá van mis ropas, con las que hoy me vieron muchísimos testigos. ¿Por qué tratar de ocultarme, si las dejo allí?

Y las dejaré allí, pensó Nafai. Las dejo como si ése fuera mi propio cadáver. El disfraz de un niño. Ahora uso ropa de hombre. Y no de cualquier hombre. El hombre más ruin y monstruoso que conozco. Sus ropas me quedan bien.

Se deslizó el manto del disfraz de soldado encima de la cabeza. No se sentía distinto, pero supuso que su apariencia había cambiado. Se alejó del cadáver. No sabía adonde ir. No sabía nada.

Regresó hacia el cuerpo. Había dejado algo, estaba seguro. Pero sólo había dejado la ropa y la espada. Así que cogió la espada a pesar de todo, enjugó la sangre en su vieja ropa y se la calzó en el cinturón.

Podía seguir el viaje. Hacia la casa de Gaballufix, desde luego. Ahora lo sabía con certeza. Ahora pensaba con claridad. Los pantalones le enfriaban e irritaban las piernas. La coraza era pesada. Le costaba andar con la espada energética. Ésta era la sensación de ser Gaballufix, pensó Nafai. Esta noche soy Gaballufix.

Tengo que darme prisa. Antes de que hallen el cuerpo.

No. El Alma Suprema les impedirá descubrir el cuerpo, al menos durante un rato. Hasta que por la mañana haya tantas personas que el Alma Suprema no pueda influir sobre todas al mismo tiempo. Así que tengo tiempo.

Subió por la Calle de la Fuente, cambió de parecer. Enfiló hacia Calle Larga y se aproximó a la casa de Gaballufix por detrás. En el callejón encontró la puerta donde Elemak había entrado tantos —o tan pocos— días antes. ¿Estaría trabada?

Lo estaba. ¿Qué hacer? Dentro habría alguien esperando. Vigilando. ¿Cómo podía él, vestido como un vulgar soldado, exigir la entrada a esas horas? ¿Y si en el interior le hacían desactivar el traje? Lo reconocerían de inmediato. Peor aún, reconocerían la ropa de Gaballufix y sabrían que sólo había un modo de entrar usando las ropas de su amo.

No, dos modos.

Gaballufix debía de haber regresado borracho en otras ocasiones.

Nafai trató de recordar la voz de Gaballufix. Áspera y ronca. Con un susurro gutural. Nafai podía imitarla, y además no tenía que ser perfecta, pues Gaballufix estaba borracho —era evidente, pues apestaba—, así que la voz podía resbalar, y él se tambalearía y caería y…

—¡Abrid la puerta! —rugió. Eso era pésimo, no se parecía en nada a Gaballufix.

—¡Abrid las puertas, idiotas, soy yo!

Eso estaba mejor. Además, el Alma Suprema los distraería un poco, los alentaría a pensar en otras cosas para que Gaballufix no les pareciera tan cambiado esa noche.

La puerta se abrió unos centímetros. Nafai la empujó bruscamente y se abrió paso a empellones.

—Me impedías entrar en mi propia casa. Debería enviarte de regreso en un ataúd, debería devolverte a tu padre en pedazos.

Nafai no sabía cómo hablaba habitualmente Gaballufix, pero imaginó que sería desagradable y violento, sobre todo cuando estaba borracho. Nafai no había visto a muchos borrachos. Algunas veces en las calles, y con mayor frecuencia en los teatros, aunque ésos eran actores que fingían estar borrachos.

Pensó: Soy un actor, a fin de cuentas. Pensaba que terminaría por serlo, y aquí estoy.

—Déjame ayudarte, señor —dijo el hombre.

Nafai no lo miró. Tropezó y cayó de rodillas, se arqueó.

—Creo que voy a vomitar —jadeó. Se tocó la caja del cinturón y desactivó el traje. Sólo un instante. Sólo para que quien estuviera en la habitación viera la ropa de Gaballufix, mientras Nafai ocultaba el rostro y el cabello al encorvarse. Luego activó de nuevo el traje. Trató de imitar arcadas, y lo hizo tan bien que tuvo náuseas y sintió la bilis y el ácido en la garganta.

—¿Qué necesitas, señor? —preguntó el hombre.

—¿Quién guarda el índice? —ladró Nafai—. Hoy todos quieren el índice… Pues bien, yo lo quiero ahora.

—Zdorab —dijo el hombre.

—Llámalo.

—Está dormido…

Nafai se levantó penosamente.

—¡Nadie duerme en esta casa cuando yo ordeno lo contrario!

—Lo traeré, señor, perdona. Sólo pensé…

Nafai se volvió torpemente hacia él. El hombre se alejó con una mueca de horror. ¿Exagero demasiado? No había modo de saberlo. El hombre se alejó pegado a la pared y se escabulló por una puerta. Nafai ignoraba si regresaría con soldados para arrestarlo.

Regresó con Zdorab. O, al menos, Nafai supuso que era Zdorab. Pero tenía que asegurarse. Se le acercó y le respiró en el rostro.

—¿Eres Zdorab?

Para que el hombre imaginara que Gaballufix estaba tan borracho que no veía bien.

—Sí, señor —dijo el hombre. Parecía asustado. Bien.

—Mi índice. ¿Dónde está?

—¿Cuál?

—El que querían esos hijos de puta… los chicos del Wetchik… ¡El índice, por el Alma Suprema!

—¿El índice Palwashantu?

—¿Dónde lo has puesto, canalla?

—En la bóveda. No sabía que querías tenerlo a mano. Nunca lo usaste antes, así que pensé…

—¡Puedo mirarlo si quiero!

Deja de hablar tanto, se dijo. Cuanto más digas, más le costará al Alma Suprema evitar que este hombre dude de tu voz.

Zdorab lo condujo por un pasadizo. Nafai, como parte de su actuación, tropezaba con las paredes. Cuando chocó del lado donde Elemak le había pegado con mayor fuerza, sintió un aguijonazo en el flanco, desde el hombro hasta la cadera. Gruñó de dolor, pero supuso que eso volvería su actuación más convincente.

Mientras avanzaban por el piso inferior de la casa, comenzó a sentir nuevos temores. ¿Y si tenía que identificarse para abrir la bóveda? ¿Un registro retinal? ¿Una huella dactilar?

Pero la puerta de la bóveda estaba abierta. ¿El Alma Suprema había influido para que alguien se olvidara de cerrarla? ¿O era cuestión de suerte? ¿Soy un títere de la fortuna, se preguntó Nafai, o una marioneta del Alma Suprema? ¿O al menos estoy escogiendo libremente una parte de mi intervención en la labor de esta noche?

Ni siquiera sabía qué era preferible. Si escogía libremente, había escogido libremente matar a un hombre indefenso en la calle. Mejor creer que el Alma Suprema lo había obligado o lo había persuadido mediante un subterfugio. O que había algo en sus genes o en su educación que lo había obligado a cometer ese acto. Mucho mejor era creer que no había otra elección posible, en vez de atormentarse preguntándose si no hubiera bastado con robar la ropa de Gaballufix, sin necesidad de matarlo. Ser responsable de lo que hacía era una carga mayor de la que Nafai deseaba soportar.

Zdorab entró en la bóveda. Nafai lo siguió y se detuvo al ver una gran mesa donde la fortuna que Gaballufix les había robado esa tarde estaba cuidadosamente apilada.

—Como ves, señor, íbamos a terminar la evaluación —dijo Zdorab mientras ambulaba entre los anaqueles—. He mantenido todo muy limpio y organizado. Eres amable al visitarme.

¿Me está retrasando en la bóveda, pensó Nafai, aguardando a que llegue ayuda?

Zdorab salió de los anaqueles del fondo de la habitación. Era un hombre menudo, mucho más bajo que Nafai, y ya le raleaba el cabello, aunque no tenía más de treinta años. Un hombre cómico, en verdad… pero si sospechaba lo que estaba ocurriendo, podía causarle la muerte.

—¿Es esto?—preguntó Zdorab.

Nafai no tenía la menor idea. Había visto muchos índices, pero la mayoría eran pequeños ordenadores autónomos con acceso inalámbrico a una biblioteca importante. Éste no se parecía en nada a los que conocía Nafai. Zdorab sostenía una esfera metálica color bronce, de veinticinco centímetros de diámetro, un poco achatada en los polos.

—Déjame ver —gruñó Nafai.

Zdorab parecía reacio a desprenderse del objeto. Nafai sintió una oleada de pánico. No quiere dármelo porque sabe quién soy.

Zdorab explicó su preocupación.

—Señor, dijiste que siempre debemos mantenerlo muy limpio.

Temía que Gaballufix estuviera sucio debajo de su traje de soldado. A fin de cuentas, parecía borracho perdido y apestaba. Podía tener las manos sucias de cualquier cosa.

—Tienes razón —convino Nafai—. Llévalo tú.

—Como digas, señor.

—Es éste, ¿verdad? —preguntó Nafai.

Tenía que cerciorarse. Sólo esperaba que su actuación de borracho fuera tan convincente como para que las preguntas estúpidas no despertaran sospechas.

—Es el índice Palwashantu, si a eso te refieres. Sólo me preguntaba si es el que buscas. Nunca me lo habías pedido.

Conque Gaballufix ni siquiera lo había sacado de la bóveda. Nunca, ni por un momento, había pensado en darles el índice, por muy hábil que fuera Elemak en sus regateos. Nafai se sintió un poco más tranquilo. No se había perdido ninguna oportunidad. Cualquier negociación hubiera llevado al mismo resultado.

—¿Adonde lo llevamos? —preguntó Zdorab.

Excelente pregunta, pensó Nafai. No puedo decirle que se lo daremos a los hijos de Wetchik, que aguardan en la oscuridad frente al Embudo.

—Tengo que mostrárselo al consejo del clan.

—¿A estas horas de la noche?

—¡Sí, a estas horas de la noche! Los muy mamones me interrumpieron. Estaba de celebración y los imbéciles quisieron ver el índice porque temían que esos asesinos, embusteros y ladrones hijos de Wetchik lo hubieran robado.

Zdorab carraspeó, agachó la cabeza y continuó la marcha, precediendo a Nafai en el pasadizo.

Conque a Zdorab no le gustaba que Gaballufix hablara así de los hijos de Wetchik. Muy interesante. Pero no tan interesante como para que Nafai pensara en confiar sus problemas a Zdorab.

—¡Más despacio, maldito enano! —gruñó Nafai.

—Sí, señor —dijo Zdorab. Aminoró la marcha y Nafai lo siguió dando tumbos.

Llegaron a la puerta, donde el mismo hombre estaba de guardia. El hombre miró inquisitivamente a Zdorab. He aquí el momento, pensó Nafai. Una señal entre ambos.

—Por favor, ábrele la puerta al amo Gaballufix —dijo Zdorab—. Saldremos de nuevo.

La única señal, comprendió Nafai, era que el guardián preguntaba si el hombre con traje holográfico era Gaballufix, y Zdorab respondía asegurándole que aquel patán borracho que había dentro del traje era el mismo que había entrado antes.

—¿Vas de juerga, señor? —preguntó el guardia. ;

—Parece que el consejo decidió imponer su autoridad esta noche —respondió Zdorab.

—¿Quieres escolta? —preguntó el guardia—. Sólo tenemos una veintena de hombres a mano, pero podemos llamar a algunos de Villa del Perro, si los necesitas.

—No —barbotó Nafai.

—Sólo pensé… El consejo tal vez necesite un recordatorio, como la última vez.

—¡Recordarán! —gruñó Nafai, preguntándose a qué se refería.

Zdorab precedió la marcha. Nafai salió a trompicones. La puerta se cerró detrás.

Mientras recorrían las desiertas calles de Basílica, Nafai comenzó a comprender lo que acababa de conseguir. Después de todos los fracasos de ese día, acababa de salir de casa de Gaballufix con el índice. O al menos con un hombre que llevaba el índice.

—El aire es muy estimulante, ¿verdad? —comentó Zdorab.

—Mm —gruñó Nafai.

—Es decir… pareces más despejado.

Nafai comprendió que se había olvidado de seguir en su papel de borracho. Pero era demasiado tarde para reiniciarlo. Sería estúpido tropezar cuando Zdorab acababa de comentar que parecía menos ebrio. Así que Nafai se detuvo, encaró a Zdorab y lo miró severamente. Claro que Zdorab no podía verle la expresión. No, el hombre tendría que imaginarla.

Al parecer Zdorab tenía una excelente imaginación. De inmediato se intimidó.

—Claro que tu cabeza estaba despejada antes. Es decir, tu cabeza está siempre despejada, señor. Y esta noche tienes una reunión con el consejo del clan, así que eso es bueno, ¿verdad?

Maravilloso, pensó Nafai.

—¿Dónde se reunirá esta noche? —preguntó Zdorab. Nafai no tenía la menor idea. Sólo sabía que tenía que reunirse con sus hermanos frente al Embudo.

—¿Dónde crees? —gruñó—.

—Bien, es decir, es sólo… me pareció que te dirigías hacia el Embudo, y… claro, podrían celebrar una reunión en Villa del Perro, sólo que no es habitual… aunque por supuesto yo nunca voy. Bien podrían reunirse en un sitio diferente cada noche, sólo que una vez oí mencionar una reunión del consejo en casa de tu madre, cerca de Puerta Trasera, pero eso fue sólo… pudo haber sido sólo por esa vez.

Nafai siguió caminando, dejando que Zdorab se enredara cada vez más en su temor.

—¡Oh, no! —exclamo Zdorab.

Nafai se detuvo. Si cojo el índice y echo a correr hacia la puerta, ¿podré llegar antes de que él dé la voz de alarma?

—Dejé la bóveda abierta —dijo Zdorab—. Estaba tan preocupado por el índice… Perdóname, señor. Sé que la puerta sólo debe estar abierta cuando yo estoy allí, y yo… cielos, acabo de recordar que también la dejé abierta antes, cuando salí a recibirte. ¿Qué me sucede? Comprenderé que me despidas después de esto, señor. Nunca he descuidado la puerta de la bóveda. ¿Quieres que regrese a cerrarla? Con todos esos tesoros… nunca se sabe si algún sirviente… Señor, puedo regresar a la casa y volver aquí en pocos minutos, tengo los pies muy ágiles, te lo aseguro.

Era la oportunidad perfecta para librarse de Zdorab: coger el índice, dejar que el hombre se fuera y salir del Embudo antes de que pudiera regresar. ¿Pero y si era una treta? ¿Y si Zdorab intentaba deshacerse de él para advertir a los soldados de Gaballufix que un impostor con traje holográfico huía con el índice? No podía permitir que Zdorab se fuera hasta que hubiera cruzado la puerta.

—Quédate conmigo —ordenó Nafai. Notó con un escalofrío que su voz ya no se parecía a la de Gaballufix. ¿Zdorab había enarcado las cejas al oírle? ¿Le llamaría la atención la voz? Muévete, pensó Nafai. Sigue andando y no digas nada. Apuró el paso. Zdorab, de piernas más cortas, tuvo que andar al trote.

—Nunca he asistido a una reunión como ésta, señor —dijo Zdorab. Ahora jadeaba por el esfuerzo—. No tendré que decir nada, ¿verdad? Es decir, no soy miembro del consejo. ¡Oh, qué estoy diciendo! Quizá no me dejen presenciar la reunión, de cualquier modo. Simplemente aguardaré fuera. Por favor, perdóname por estar tan nervioso, yo nunca… Paso el tiempo en la bóveda y la biblioteca, haciendo cuentas y otros menesteres, y tienes que comprender que no salgo mucho, y como vivo solo converso poco, así que lo único que sé sobre política es lo que oigo por ahí. Toda la gente de la casa se enorgullece de trabajar para un hombre tan famoso. Pero es peligroso, ¿verdad…? Considerando que esta noche han asesinado a Roptat. ¿No temes por tu seguridad?

¿De veras es tan tonto?, se preguntó Nafai. ¿O sospecha que Gaballufix es el asesino de Roptat, y éste es su torpe modo de tratar de sonsacar información?

De cualquier modo, Nafai pensaba que Gaballufix no respondería a estas preguntas, así que mantuvo la boca cerrada. Al fin se aproximaban a la puerta.

Los guardias estaban muy alerta. Claro… Zdorab sospecharía si esta vez estuvieran distraídos. Nafai se maldijo por haber llevado a Zdorab. Tendría que haberse librado de aquel hombre cuando tuvo la oportunidad.

Los guardias ocuparon su puesto, sacando las pantallas de identificación. Y tenían aspecto huraño. El traje de soldado transformaba a Nafai en enemigo, o al menos en rival. La pantalla de identificación revelaría su verdadera identidad, pero como ahora Nafai era sospechoso de haber asesinado a Roptat no sería una gran ayuda.

Mientras él era presa de la indecisión, Zdorab intervino.

—¿No insistiréis en que mi amo apoye el pulgar en esa pantallita, verdad? —gruñó. Y puso su pulgar en la pantalla—. Ahí tenéis. ¿Sabéis quién soy? ¡El tesorero de Gaballufix!

—La ley establece que todos deben apoyar el pulgar —declaró el guardia. Pero ahora parecía menos seguro. Una cosa era intercambiar miradas arrogantes con los soldados de Gaballufix y otra muy distinta enfrentarse al hombre en persona—. Lo siento, señor, pero perderé el trabajo si no lo exijo.

Nafai aún no se movía.

—Esto es un agravio —exclamó Zdorab—. Eso es. Miraba de soslayo a Nafai, pero no podía ver ninguna expresión en la impasible máscara holográfica.

—Hay asesinos sueltos esta noche —murmuró el guardia—. Tú mismo denunciaste que el hijo menor de Wetchik asesinó a Roptat, así que debemos registrar a todos los que pasan.

Nafai avanzó un paso y tendió la mano hacia la pantalla. Sin embargo, al mismo tiempo acercó la cabeza al guardia y murmuró:

—¿Y si el hombre que hizo esa denuncia tan absurdamente falsa era el mismo asesino?

El guardia se sobresaltó ante la voz, sin entender las palabras. Miró la pantalla y vio el nombre que le mostraba el ordenador de la ciudad. Vaciló.

Alma Suprema, dale entendimiento. Hazle comprender la verdad.

—Gracias por someterte a la ley, señor Gaballufix —dijo el guardia. Pulsó el botón de borrado y el nombre de Nafai desapareció de la pantalla. Nadie más lo había visto.

Sin mirar atrás, Nafai atravesó la puerta. Zdorab parloteaba a sus espaldas.

—¿Lo he hecho bien, señor? Es decir, me pareció que no querías mostrar el pulgar, así que yo… ¿Adonde vamos? ¿No está un poco oscuro para atravesar estos matorrales? ¿No podríamos seguir por el camino, señor Gaballufix? Claro que hay luna, así que no está tan oscuro, pero…

Con el parloteo de Zdorab, era imposible ser sigiloso mientras enfilaban hacia el lugar donde Nafai había dejado a sus hermanos. Y Zdorab lo había llamado Gaballufix en voz alta. Nafai no se sorprendió de ver movimientos furtivos y oír pasos que se alejaban. Creían que habían apresado a Nafai, que él los había traicionado, que Gaballufix acudía a matarlos. ¿Qué podían ver excepto el traje?

Nafai tocó los controles. ¿Cómo saber si estaba desactivado o no? Al fin se quitó el manto y llamó en voz alta, con su propia voz:

—¡Elemak! ¡Issya! ¡Meb! ¡Soy yo! ¡No corráis! Dejaron de correr.

—¡Nafai! —exclamó Meb.

—¡Con la ropa de Gaballufix! —dijo Elemak.

—¡Lo lograste! —rió Issib.

Un jadeo recordó a Nafai que esta enternecedora reunión familiar resultaría poco conmovedora para Zdorab, quien acababa de descubrir que había seguido al hombre acusado de asesinar a Roptat pocas horas antes, y que seguramente había hecho lo mismo con Gaballufix.

Nafai se volvió y vio que Zdorab daba media vuelta y echaba a correr. «Tengo pies muy ágiles», había dicho antes Zdorab, pero Nafai comprobó que no era verdad. No tardó en alcanzarlo. Lo derribó y forcejeó con él en el suelo pedregoso hasta que logró dominarlo y le tapó la boca. Los guardias estaban a cincuenta metros. Sin duda el Alma Suprema les había impedido prestar atención a los gritos, pero la capacidad del Alma Suprema tenía sus límites.

—Escucha —jadeó Nafai—. Si obedeces mis órdenes, Zdorab, no te mataré. ¿ Comprendes ? Zdorab asintió con la cabeza.

—Te juro por el Alma Suprema que no asesiné a Roptat. Tu amo Gaballufix causó la muerte de Roptat y dio órdenes de matarme a mí y a mis hermanos. Él era el asesino, pero ahora he matado a Gaballufix y se ha hecho justicia. ¿Comprendes? No soy alguien que mate por placer. No quiero hacerte daño. ¿Guardarás silencio si te destapo la boca?

Otro cabeceó. Nafai le destapó la boca.

—Me alegra que no quieras matarme —susurró Zdorab—. No quiero morir.

—¿Te fías de mis palabras? —preguntó Nafai.

—¿Creerías en mi respuesta? —replicó Zdorab—. Es uno de esos trances donde alguien diría lo que el otro quiere oír. ¿No te parece?

Tenía razón.

—Zdorab, no puedo permitir que regreses a la ciudad, ¿entiendes? De esto se trata… Si eres hombre de Gaballufix, uno de los matones que contrata para hacer el trabajo sucio en Basílica no puedo confiar en lo que digas y más me valdría matarte y dar por terminado el asunto. Pero no creo que sea así. Creo que eres un bibliotecario, un archivista, un escribiente que no tenía ni idea de lo que significaba trabajar para Gaballufix.

—Veía cosas pero nadie parecía considerarlas extrañas y nadie respondía a mis preguntas, así que opté por callarme. En general.

—Iremos al desierto. Si nos acompañas y te quedas con nosotros, si me das tu palabra en nombre del Alma Suprema, serás un hombre libre, parte de nuestra casa, igual a cualquier otro. No te queremos como sirviente, sino como amigo.

—Por supuesto que prestaré el juramento. ¿Pero cómo sabrás si haces bien en creerme?

—Júralo por el Alma Suprema, amigo Zdorab, y lo sabré.

—Por el Alma Suprema, pues, juro quedarme contigo y ser tu leal amigo para siempre. A condición de que no me mates. Aunque si me mataras el resto sería ridículo, ¿verdad?

Nafai notó que sus hermanos se reunían alrededor. Habían oído el juramento y tenían su propia opinión.

—Métalo —dijo Meb—. Es hombre de Gaballufix, no puedes fiarte.

—Lo haré yo, si es preciso —intervino Elemak.

—¿Cómo podemos saber? —terció Issib. Pero Nafai no los oyó. Estaba escuchando al Alma Suprema, y la respuesta era clara. Confía en este hombre.

—Acepto tu juramento. Y juro por el Alma Suprema que ni yo ni nadie de mi familia te dañará mientras cumplas con tu palabra. Todos vosotros… juradlo.

—¡Es absurdo! —protestó Mebbekew—. Nos pones en peligro.

—Por esta noche el Alma Suprema me ha puesto al mando, y prometisteis obedecer. He salido de la ciudad con el índice, ¿verdad? Y Gaballufix ha muerto. ¡Juradlo!

Todos prestaron el juramento.

—Ahora —le dijo Nafai a Zdorab—, dame el índice.

—No puedo —dijo Zdorab.

—¿Ves? —exclamó Meb.

—Cuando me derribaste, se me cayó.

—Perfecto —bufó Elemak—. Tantas molestias para conseguir el famoso índice, y ahora recogeremos los pedazos por todo el desierto.

Pero Issib lo encontró a un metro, y cuando Elemak lo recogió parecía intacto. A la luz de la luna, al menos, no mostraba el menor rasguño.

Mebbekew le echó un vistazo, lo sopesó, lo alzó.

—Sólo una pelota. Una pelota de metal.

—Ni siquiera parece un índice —se lamentó Issib. Nafai le arrebató el objeto a Mebbekew. Inmediatamente empezó a fulgurar. Aparecieron luces debajo.

—Creo que lo has cogido al revés —dijo Zdorab.

Nafai le dio la vuelta. En el aire, encima de la esfera, una flecha holográfica señalaba al sudoeste. Encima de la flecha había varias palabras, pero en un idioma que Nafai no entendía.

—Es puckyi antiguo —explicó Issib—. Ya nadie lo habla. Las letras cambiaron. Era una sola palabra. Silla.

La flecha señala hacia donde dejé la silla —dijo Issib.

—Déjame ver —le pidió Elemak.

Nafai le entregó el índice. En cuanto se lo dio, la proyección se esfumó.

Nafai extendió las manos para recobrar el índice. Elemak lo miró con ojos gélidos, pero al fin le devolvió la esfera de metal. Nafai la tocó y la proyección reapareció. Nafai se volvió hacia Zdorab.

—¿Qué significa esto?

—No lo sé —respondió Zdorab—. Nunca había funcionado. Pensé que estaba roto.

—Déjeme intentar —dijo Issib.

—No, por favor. Lo envolveremos y se lo llevaremos a Padre sin mirarlo de nuevo. Elemak conoce el camino. Él podrá guiarnos.

—Perfecto —asintió Mebbekew.

—Como digas —convino Issib.

—¿Quién es Elemak? —preguntó Zdorab.

Elemak echó a andar hacia la Calle Mayor, hacia el lugar donde aguardaba la silla de Issib. Cuando regresaron al barranco, el cielo comenzaba a clarear en el este. Nafai envolvió el índice y se lo dio a Elemak para que lo guardara en un fardo.

—Tú deberías dárselo a Padre —dijo Nafai.

Elemak cogió la camisa de Nafai —no, de Gaballufix— entre el pulgar y el índice.

—No te des ínfulas, Nafai —masculló—. Veo cómo son las cosas y te lo diré sin rodeos. No recibiré poder ni honor como un regalo tuyo. Tendré lo que me corresponde porque es mi derecho. ¿Comprendes?

Nafai asintió. Elemak le soltó la camisa y echó a andar. Sólo entonces Nafai comprendió que sería imposible sanar la herida que lo separaba de su hermano mayor. El índice había cobrado vida en manos de Nafai. Había permanecido inerte en manos de Elemak. El Alma Suprema había hablado y Elemak jamás perdonaría ese mensaje.

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