1. EN CASA DE PADRE

Nafai despertó antes del alba en su estera, en casa de su padre. Ya no podía dormir en casa de su madre, pues había cumplido catorce años. Ninguna mujer respetable de Basílica habría permitido que su hija sirviera en casa de Rasa si allí residía un chico de catorce. Para colmo, desde los doce años Nafai crecía sin cesar y no daba indicios de detenerse, aunque ya se acercaba a los dos metros de altura.

El día anterior había oído que su madre comentaba el caso con su amiga Dhelembuvex.

—La gente empieza a preguntarse cuándo le buscarás una instructora —dijo Dhel.

—Es sólo un niño —respondió Madre. Dhel rió a carcajadas.

—Querida Rasa, ¿tanto temes envejecer que te niegas a admitir que tu bebé ya es un hombre?

—No es temor a la edad. Habrá tiempo suficiente para instructoras, amigas y demás monsergas cuando comience a interesarse por ello.

—Ya se interesa por ello. Sólo que aún no te lo ha dicho.

Era verdad; Nafai se había ruborizado al oírlo decir, y se ruborizaba de nuevo al recordarlo. ¿Cómo sabía Dhel, con sólo mirarlo un instante, que pensaba a menudo «en eso»? Naturalmente, Dhel no lo sabía por lo que hubiera visto en Nafai. Lo sabía porque conocía a los hombres. Sólo paso por una etapa, pensó Nafai. Todos los chicos piensan «en eso» a esta edad. Cualquiera puede señalar a un varón imberbe de dos metros de talla y decir, sin temor a equivocarse: «Ese chico está pensando en el sexo.»

Pero yo no soy como los demás, pensó Nafai. Oigo hablar a Mebbekew y sus amigos y me da asco. No me gusta pensar en las mujeres con esa crudeza, evaluándolas como yeguas para ver en qué pueden ser útiles. ¿Será animal de carga o podré montarla? ¿Caminará o podremos galopar? ¿La guardo en el establo o la muestro a mis amigos?

Nafai no pensaba así de las mujeres. Quizá porque aún estaba en la escuela y aún hablaba todos los días con las mujeres acerca de temas intelectuales. No estoy enamorado de Eiadh porque sea la joven más bella de Basílica y quizá del mundo entero. Estoy enamorado de ella porque podemos hablar, por su modo de pensar, por el sonido de su voz, por su modo de ladear la cabeza cuando no está de acuerdo, por su modo de tocarme la mano cuando intenta persuadirme.

Nafai advirtió que el cielo comenzaba a clarear mientras él se quedaba en la cama soñando con Eiadh; pero si tenía algo de seso se levantaría, iría a la ciudad y la vería en persona.

En un santiamén se levantó, se arrodilló junto a la estera, se palmeó los muslos desnudos y ofreció ese dolor al Alma Suprema, luego enrolló el jergón y lo guardó en la caja del rincón. No necesito un jergón, pensó Nafai. Si fuera un hombre de verdad podría dormir en el suelo y no me importaría. Así llegaría a ser duro y flaco como Padre. Como Elemak. Esta noche no usaré el jergón.

Salió al patio y caminó hacia el tanque de agua. Hundió las manos en el fregadero, humedeció el jabón, se frotó. El aire estaba fresco y el agua estaba más fresca aún, pero fingió que no lo notaba hasta que se hubo aseado. Supo que esa frescura no era nada en comparación con lo que vendría a continuación. Se puso bajo la ducha y tendió la mano hacia el cordel. Titubeó, preparándose para el inminente suplicio.

—Oh, tira de una vez —dijo Issib.

Nafai miró hacia la habitación de Issib, quien flotaba en el aire a poca distancia.

—Para ti es fácil decirlo —respondió Nafai.

Issib, siendo tullido, no podía usar la ducha; sus flotadores no debían mojarse. Así que un criado le sacaba los flotadores y lo bañaba todas las noches.

—Eres un flojo para el agua fría —dijo Issib.

—Recuérdame que te eche hielo por la espalda durante la cena.

—Ya que me has despertado con tus temblores y farfulleos…

—No he hecho el menor ruido.

—He decidido acompañarte a la ciudad.

—Bien, bien. Perfecto —dijo Nafai.

—¿Piensas dejar que se seque el jabón? Dará a tu cutis una blancura maravillosa, pero al cabo de unas horas empezará a picarte.

Nafai tiró del cordel.

El agua helada se precipitó desde el tanque. Nafai jadeó espasmódicamente, se agachó, dio media vuelta y giró arrojándose agua en cada recoveco del cuerpo para enjuagarse el jabón. Tenía sólo treinta segundos para limpiarse hasta que cesara la ducha, y si no terminaba en ese tiempo tendría que aguantar el jabón durante todo el día —y la comezón era espantosa, como mil mordeduras de pulga— o aguardar un par de minutos, congelándose el trasero, mientras el tanque grande llenaba el tanque de la ducha. Ninguna de ambas perspectivas resultaba atractiva, así que había aprendido a quedar limpio antes de que se cortara el agua.

—Me encanta presenciar tu pequeña danza —dijo Issib.

—¿Danza?

—Tuerces a la izquierda, te lavas la axila, tuerces a la derecha, te lavas la otra axila, te encorvas y abres las nalgas para enjuagarte el trasero, te echas hacia atrás…

—De acuerdo, entiendo.

—Hablo en serio, es un número maravilloso. Deberías mostrarlo al representante del teatro abierto. O incluso a la orquesta. Podrías ser una estrella.

—Un chico de catorce años bailando desnudo bajo una catarata de agua —rezongó Nafai— . Creo que mostrarían eso en otra clase de teatro.

—¡Pero siempre en Villa de las Muñecas! ¡Tendrías mucho éxito en Villa de las Muñecas!

Nafai ya se había secado todo menos el cabello, que aún estaba frío como la escarcha. Quería correr a su cuarto como cuando era pequeño, mascullando palabras bobas —«uga- buga luga-buga» había sido una de sus predilectas— mientras se ponía la ropa y se frotaba para entibiarse. Pero ahora ya era un hombre, y ni siquiera estaban en invierno, sólo en otoño, así que se obligó a caminar serenamente hacia la habitación. Por eso aún estaba en el patio, desnudo y helado, cuando Elemak cruzó el umbral.

—Ciento veintiocho días —bramó.

—¡Elemak! —exclamó Issib—. ¡Has regresado!

—Pues no ha sido gracias a los salteadores —dijo Elemak. Enfiló hacia la ducha quitándose la ropa—. Nos atacaron hace un par de días, cerca de Basílica. Creo que esta vez liquidamos a uno.

—¿No estás seguro? —preguntó Nafai.

—Usamos el pulsador, por supuesto. ¿Por supuesto?, pensó Nafai. ¿Usar un arma de caza contra una persona?

—Le vi caer, pero no era momento para retroceder a confirmarlo, así que quizá tropezó y cayó justo cuando disparé.

Elemak tiró del cordel antes de enjabonarse. Al sentir el contacto del agua aulló, y luego bailó su propia danza, sacudiendo la cabeza y salpicando agua por todo el patio mientras canturreaba «uga-buga luga-buga» como un niño.

Era correcto que Elemak actuara así. Ya tenía veinticuatro y acababa de traer su caravana a salvo después de comprar plantas exóticas en la ciudad selvática de Tishchetno. Era el primero de Basílica que iba allá desde hacía años, y quizás hubiera despachado a un salteador en el camino. No cabía la menor duda sobre su hombría. Nafai conocía las reglas: si un hombre actúa como un niño, es encantador y deleita a todos; si un niño actúa del mismo modo, se porta como un crío y todos le dicen que trate de ser hombre.

Elemak se estaba enjabonando. Nafai —congelándose, aunque tenía los brazos cruzados sobre el pecho— estaba a punto de ir a su habitación a buscar la ropa cuando Elemak se puso a hablar de nuevo.

—Has crecido desde que me fui, Nyef.

—Me he dedicado a eso últimamente.

—Pues te sienta bien. Buenos músculos. Te pareces al viejo en muchos sentidos. Aunque tienes el rostro de tu madre.

Nafai se sintió halagado por el tono aprobatorio, pero también humillado por estar allí, desnudo como un arrendajo, mientras su hermano lo examinaba.

Issib, como siempre, empeoró las cosas.

—Por suerte tiene el rasgo más importante de Padre —observó.

—Bien, todos lo tenemos —dijo Elemak—. Todos los hijos del viejo fueron varones… o al menos los hijos que le conocemos —añadió riendo.

Nafai no soportaba que Elemak hablara de Padre de esa manera. Todos sabían que Padre era un hombre casto que sólo tenía relaciones sexuales con su compañera legítima. Y hacía quince años que esa compañera era Rasa, la madre de Nafai e Issib, y que el contrato se renovaba todos los años. Padre era tan fiel que las mujeres habían desistido de visitarlo para sugerirle que estarían disponibles cuando expirase el contrato. Claro que Madre se mantenía igualmente fiel y aún había muchos hombres que la adulaban con obsequios e insinuaciones. Pero así eran los hombres: la fidelidad les resultaba más estimulante que la inconstancia, como si Rasa fuera fiel a Wetchik sólo para provocarlos. Además, el vínculo con Rasa significaba compartir lo que algunos consideraban la mejor casa de Basílica, y lo que todos consideraban la mejor vista. Jamás me uniría a una mujer sólo por su casa, pensó Nafai.

—¿Te has vuelto loco? —preguntó Elemak.

—¿Qué? —preguntó Nafai.

—Aquí hace un frío que pela y tú te quedas tan tranquilo, mojado y con el trasero al aire.

—Sí —dijo Nafai. Pero no corrió hacia su cuarto, pues eso sería admitir que el frío le molestaba. Así que le sonrió a Elemak—. Bienvenido a casa.

—No presumas tanto, Nyef —dijo Elemak—. Sé que te mueres de frío… tus partes colgantes se están encogiendo.

Nafai fue a su habitación y se puso el pantalón y la camisa. Le fastidiaba que Elemak siempre le adivinara el pensamiento. Elemak ni se molestaba en suponer que Nafai se burlaba del frío por ser curtido y viril. No, Elemak siempre suponía que cuando Nafai se portaba como un hombre sólo estaba fingiendo. Claro que fingía y Elemak tenía razón, pero eso sólo servía para fastidiarle más. ¿Cómo lograba un hombre convertirse en un hombre, salvo actuando hasta que la actuación se volvía hábito y al fin se convertía en temperamento? Además, no era sólo simulación. Por un instante, al ver a Elemak de regreso, al oírle decir que quizás hubiera matado a un hombre en su travesía, Nafai se había olvidado del frío, se había olvidado de todo.

Había una sombra en la puerta, Issib.

—No lo tomes así, Nafai.

—¿A qué te refieres?

—No te enfurezcas tanto cuando él bromea. Nafai quedó francamente desconcertado.

—¿De qué estás hablando? No estaba furioso.

—Cuando él bromeó sobre el frío que sentías —le dijo Issib—. Temí que fueras a arrancarle la cabeza.

—Pero si yo no estaba enfadado.

—Pues entonces andas mal de la cabeza, amigo —dijo Issib—. Yo te noté enfadado. El te notó enfadado. Hasta el Alma Suprema te notó enfadado.

—El Alma Suprema sabe que no es así.

—Pues aprende a controlar tu expresión, Nyef, porque parece que muestra emociones que ni siquiera sientes. En cuanto le diste la espalda, Elemak te mandó a la mierda con un gesto. Vaya si pensaba que estabas enfadado.

Issib se alejó flotando. Nafai se puso las sandalias y se entrelazó los cordones sobre las perneras. Los jóvenes de Basílica acostumbraban usar cordones largos hasta los muslos y sujetárselos bajo la ingle, pero Nafai usaba cordones cortos y se los sujetaba a la altura de las rodillas, como un trabajador. Los jóvenes, con un grueso nudo de cuero entre las piernas, se contoneaban al andar, para evitar la fricción contra los muslos y la consiguiente irritación. Nafai no se contoneaba y detestaba esa moda incómoda.

Ese rechazo a la moda le dificultaba las relaciones con los chicos de su edad, pero Nafai no le daba la menor importancia. Disfrutaba más de la compañía de las mujeres, y las mujeres cuya opinión valoraba eran las que no se dejaban seducir por modas frívolas. Eiadh, por lo pronto, a menudo compartía sus burlas contra las sandalias de cordones altos.

—Imagínalos usando esas cosas mientras montan a caballo —comentó una vez.

—Suficiente para transformar a un toro en novillo —replicó Nafai, y Eiadh se echó a reír y repitió la broma varías veces. Si en el mundo existía semejante mujer, ¿por qué un hombre debía interesarse en modas estúpidas?

Cuando Nafai llegó a la cocina, Elemak estaba metiendo un pastel de arroz congelado en el horno. El pastel tenía tamaño suficiente para alimentarlos a todos, pero Nafai sabía por experiencia que Elemak pensaba comérselo él sólito. Hacía meses que viajaba alimentándose de comida fría, moviéndose casi siempre de noche. Elemak devoraría el pastel en seis dentelladas y luego se desplomaría en la cama para dormir hasta la mañana siguiente.

—¿Dónde está Padre? —preguntó Elemak.

—A poca distancia —dijo Issib, quien partía huevos frescos sobre la tostada, preparándolos para el horno. Lo hacía con suma destreza, teniendo en cuenta que para coger un huevo con una mano necesitaba todas sus fuerzas. Sostenía un huevo a poca distancia de la mesa, luego movía un músculo para soltar el flotador que le sostenía el brazo, haciéndolo caer, con huevo y todo, sobre la superficie. El huevo se partía por la mitad, Issib movía otro músculo, el flotador le alzaba el brazo, Issib abría el huevo con la otra mano y lo derramaba sobre la tostada. Issib se las apañaba para todo, pues los flotadores contrarrestaban los efectos de la gravedad. Pero Issib nunca podría viajar como Padre, Elemak y a veces Mebbekew. En cuanto se alejaba del campo magnético de la ciudad, Issib tenía que viajar en una silla, una máquina torpe que sólo podía desplazarse de un sitio al otro, sin ayudarle en nada. Lejos de la ciudad, limitado a su silla, Issib era un auténtico inválido.

—¿Dónde está Mebbekew? —preguntó Elemak. El pastel ya estaba cocido. Pasado, en realidad, pero Elemak siempre se tomaba el desayuno así. Lo cocinaba hasta ablandarlo tanto que no hacían falta dientes para masticarlo, tal vez porque así lo podía engullir más fácilmente.

—Ha pasado la noche en la ciudad —dijo Issib. Elemak no.

—Eso dirá cuando regrese. Pero sospecho que Meb es mucho arado y poca siembra.

Un hombre de la edad de Mebbekew sólo podía pasar la noche en Basílica si alguna mujer lo acogía en su hogar. Elemak podía burlarse diciendo que Mebbekew era un presumido, pero Nafai había visto el modo en que Meb actuaba con algunas mujeres. Mebbekew no necesitaba fingir que había pasado la noche en ciudad; tal vez incluso aceptara menos invitaciones de las que recibía.

Elemak cogió una generosa porción de pastel, gritó, abrió la boca y empinó un sorbo de vino.

—Caliente —explicó cuando recobró el habla.

—Como siempre —dijo Nafai.

Era una broma, una pequeña burla entre hermanos. Pero por algún motivo Elemak lo tomó a mal, como si Nafai lo hubiera tildado de estúpido.

—Escucha, pequeñín —dijo—, cuando has pasado dos meses y medio comiendo cosas frías y durmiendo en el polvo, te olvidas de que un pastel te puede quemar la lengua.

—Perdona. No he querido ofenderte.

—Ojo con tus bromas. A fin de cuentas, sólo eres mi hermanastro.

—No te preocupes —intervino jovialmente Issib—. Nafai surte el mismo efecto en un hermano.

Issib procuraba apaciguar los ánimos para evitar una discusión, pero Elemak parecía empeñado en continuar.

—Supongo que para ti es más difícil —dijo—. Es una suerte que seas un inválido, pues de lo contrario nuestro Nafai no hubiera sobrevivido hasta los dieciocho.

Si ese comentario hirió a Issib, no lo demostró. Pero Nafai se irritó. Issib procuraba mantener la paz y Elemak lo insultaba. Aunque antes Nafai no había tenido la menor intención de buscar pelea, ahora estaba dispuesto. Tenía un buen pretexto: Elemak había contado su edad en años de siembra y no en años de templo.

—Tengo catorce —declaró—. No dieciocho.

—Años de templo, años de siembra —dijo Elemak—. Si fueras un caballo tendrías dieciocho.

Nafai se aproximó a la silla de Elemak.

—Pero no soy un caballo —afirmó.

—Tampoco eres un hombre, todavía. Y estoy demasiado cansado para darte una tunda. Así que prepárate el desayuno y déjame comer el mío. —Se volvió hacia Issib—. ¿Padre se llevó a Rashgallivak?

Nafai se sorprendió de la pregunta. ¿Cómo podía Padre llevarse al mayordomo de la finca cuando Elemak estaba ausente? Truzhnisha se encargaría de la servidumbre, pero sin Rashgallivak, ¿quién se encargaría de los invernáculos, establos y cobertizos? No sería Mebbekew, desde luego, quien desdeñaba los quehaceres cotidianos. Y los hombres no aceptarían órdenes de Issib, a quien trataban con ternura y piedad, pero no con respeto.

—No, Padre dejó a Rash a cargo —dijo Issib—. Tal vez Rash haya dormido esta noche en el cobertizo de plantas polares. Pero sabes que Padre nunca se marcha sin cerciorarse de que todo está en orden.

Elemak miro de soslayo a Nafai.

—Sólo me preguntaba por qué algunos se han puesto tan altaneros.

Entonces Nafai comprendió: la pregunta de Elemak era en realidad un cumplido tácito. Se preguntaba si Padre lo había dejado al mando en su ausencia. Y obviamente no le gustaba que Nafai se hiciera cargo del negocio familiar de plantas exóticas.

—No me interesa vender vegetales —dijo Nafai—, por si eso te preocupa.

—No me preocupa. ¿Y no es hora de ir a la escuela de mamá? Estará inquieta por si han asaltado y aporreado a su pequeñín.

Nafai sabía que era preferible hacer oídos sordos, no provocar a Elemak. No le interesaba enemistarse con él. Pero justamente porque lo admiraba, porque deseaba imitarlo no pudo contener una réplica. Enfilando hacia la puerta del patio, se volvió para decir:

—Tengo ambiciones más altas que merodear por ahí disparando contra salteadores, durmiendo con camellos y llevando plantas de la tundra al trópico y plantas del trópico a los glaciares. Puedes quedarte con tu jueguito.

Elemak se levantó de golpe, haciendo volar la silla, y en dos zancadas se abalanzó sobre Nafai para aplastarle el rostro contra el dintel. Dolía, pero a Nafai no le importaba el dolor ni el miedo de salir mal parado. En cambio sentía una extraña sensación de triunfo. Le he hecho perder los estribos. Ni siquiera se molesta en fingir lo contrario.

—Ese jueguecito, como tú lo llamas, ha pagado todo lo que tienes y todo lo que eres. Si no fuera por el dinero que traemos Padre, Rash y yo, ¿crees que alguien te miraría en Basílica? ¿Crees que tu madre tiene tanto honor como para legarlo a los hijos varones? Si crees eso no sabes cómo funciona el mundo. Tu madre podrá brindar mucho prestigio a sus hijas, pero lo único que una mujer puede hacer por un hijo varón es convertirlo en sabio. —Escupió la palabra con desprecio—. Y créeme, pequeñín, sólo serás eso. No sé por qué el Alma Suprema se molestó en darte un miembro, nena, si cuando crezcas lo único que necesitarás en este mundo es lo que tiene una mujer.

Nafai supo nuevamente que debía guardar silencio y dejar que Elemak se quedara con la última palabra. Pero la réplica le salió por los labios en cuanto se formó en su mente.

—¿Llamarme mujer es un modo sutil de insinuarme que te gusto? Es evidente que has pasado demasiado tiempo en el desierto, si empiezas a considerarme irresistible.

Elemak lo soltó al instante. Nafai dio media vuelta, pensando que Elemak se reiría y restaría importancia a un par de bromas que se les habían ido de las manos. En cambio su hermano estaba rojo y resollaba como un animal dispuesto a embestir.

—Lárgate de esta casa —dijo Elemak—, y no regreses mientras yo esté aquí.

—No es tu casa —señaló Nafai.

—La próxima vez que te vea te mataré.

—Vamos, Elya, sabes que sólo bromeaba. Issib flotó jovialmente entre ambos y rodeó los hombros de Nafai con brazos torpes.

—Llegaremos tarde a la ciudad, Nyef. Madre se preocupará de veras.

Esta vez Nafai tuvo el buen tino de cerrar el pico. Sabía contener la lengua, aunque nunca se acordaba de hacerlo a tiempo. Ahora Elemak estaba furioso. Lo estaría durante días. ¿Dónde dormiré si no puedo ir a casa?, se preguntó Nafai. De inmediato tuvo un súbito recuerdo donde una imagen de Eiadh le susurraba: «¿Por qué no pasas la noche en mi habitación? A fin de cuentas, un día seremos compañeros. Una mujer prepara a sus sobrinas favoritas para que sean compañeras de sus hijos, ¿verdad? Lo supe desde que te conocí, Nafai. ¿Para qué aguardar más tiempo? A fin de cuentas, ¿no eres el ser humano más estúpido de Basílica?»

Nafai despertó de su ensoñación al comprender que quien le hablaba era Issib, no Eiadh.

—¿Por qué insistes en provocarlo así, sabiendo que a veces Elemak te mataría?

—Pienso cosas y las digo cuando no debo —dijo Nafai.

—Piensas cosas estúpidas y eres tan bobo que las dices siempre.

—No siempre.

—¿Qué? ¿Quieres decir que hay cosas aún más estúpidas que te callas? ¡Qué cabeza tienes! ¡Un tesoro! —Issib flotaba llevándole la delantera. Siempre hacía lo mismo cuando subían por el camino del risco, olvidando que los demás tenían que habérselas con la gravedad.

—Elemak me cae bien —suspiró Nafai—. No entiendo por qué no le soy simpático.

—Un día le pediré que te confeccione una lista —dijo Issib—. La pegaré al final de la mía.

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