14. LA SILLA DE ISSIB

Nafai no sabía qué esperar cuando llegó al escondrijo. Mientras cruzaba el desierto a la luz de las estrellas, imaginaba cosas tremendas. ¿Y si ninguno de sus hermanos lograba escapar? Ellos no contaban con la ayuda de Luet ni de las mujeres de Basílica. ¿Y si escapaban pero los soldados seguían a alguno hasta su reducto y los mataban? ¿Al llegar allí encontraría sus cuerpos mutilados? ¿O habría soldados al acecho, para capturarlo cuando él bajara por el barranco?

Se detuvo al borde de la sima, en el lugar donde habían elegido quién iría a la ciudad esa madrugada. Alma Suprema, dijo en silencio, ¿debo bajar allá?

La respuesta que obtuvo fue una imagen mental: uno de los inhumanos soldados de Gaballufix recorriendo la vacías calles nocturnas de Basílica. No supo cómo interpretarlo. ¿El Alma Suprema le indicaba que todos los soldados estaban en la ciudad? ¿O los soldados aguardaban en el barranco y su cerebro sólo había añadido irrelevantes detalles de la ciudad a la visión?

Algo era inequívoco: la sensación de urgencia que recibía del Alma Suprema. Como si hubiera una oportunidad que no podía perder. O un peligro que debía eludir.

Cuando el mensaje es tan ambiguo, pensó Nafai, ¿qué hacer salvo guiarme por mi propio juicio? Si mis hermanos están en apuros, debo saberlo. No puedo abandonarlos, aunque un peligro me aceche. Si me equivoco, aparta de mí este pensamiento.

Inició el descenso. No hubo estupor ni distracción. Aunque el mensaje fuera incierto, el Alma Suprema no se oponía a que acudiera a la cita con sus hermanos.

O bien había desistido de guiarlo. Pero no… Se había tomado demasiadas molestias para sacarlo de la ciudad, haciéndole cruzar el Lago de las Mujeres. El Alma Suprema no podía abandonarlo ahora.

El barranco estaba tan oscuro que Nafai tropezó, resbaló y rodó hasta la plataforma de grava donde sus hermanos debían esperarlo.

—Nafai.

Era la voz de Issib. Pero en cuanto la oyó, Nafai recibió un duro golpe. Una sandalia en el rostro, aplastándolo contra las piedras.

—¡Tonto! —gritó Elemak—. ¡Ojalá te hubieran cogido y matado, pequeño bastardo!

Otro pie, al otro lado, le pateó la nariz. Y la voz de Mebbekew.

—¡Toda nuestra fortuna perdida por tu culpa!

—¡El no la cogió, tontos! —exclamó Issib—. ¡Gaballufix la robó!

—¡Cállate! —gritó Mebbekew, abalanzándose sobre Issib. Nafai al fin vio lo que sucedía. Aunque le ardía el rostro por la grava incrustada en la suela de las sandalias, no lo habían lastimado mucho. Pero ahora notaba que estaban encolerizados. ¿Pero por qué con él?

—Fue Rash quien nos traicionó —dijo. Se volvieron hacia él de inmediato.

—Conque sí, ¿eh? —dijo Elemak—. ¿No te dije que yo me encargaría de las negociaciones? Pude haber conseguido ese índice por un cuarto de lo que teníamos; pero no, tú tenías que…

—¡Estabas renunciando! —exclamó Nafai—. ¡Ibas a desistir!

Elemak rugió de furia, cogió a Nafai por la camisa, alzándolo en vilo.

—¡La mitad de un regateo consiste en desistir, idiota! ¿Crees que no sabía lo que me hacía? Yo, que he regateado en tierras extranjeras y he obtenido pingües beneficios con poca mercancía… ¿Por qué no pudiste confiar en mí? Tú sólo has regateado por unos estúpidos myachiks en el mercado, chiquillo.

—No lo sabía —susurró Nafai.

Elemak lo arrojó a suelo. Nafai se arañó los codos y se golpeó la cabeza contra las piedras. No pudo contener un grito.

—Déjalo en paz, cobarde —dijo Issib.

—¿Me llamas cobarde? —gritó Elemak.

—Gaballufix iba a quedarse con nuestro dinero de un modo u otro. Ya tenía a Rash de su parte.

—Vaya, ahora eres experto en lo que hubiera ocurrido —resopló Elemak.

—¡Nos juzgas desde tu trono! —chilló Mebbekew—. Y si crees que Nafai es tan inocente, ¿qué hay de ti? ¡Fuiste tú quien extrajo el dinero de las cuentas de Padre!

Nafai se incorporó. No le gustaban esas amenazas. Una cosa era que desquitaran su furia con él, pero muy otra que se dispusieran a lastimar a Issya.

—Lo siento —dijo Nafai. No le quedaba más remedio que asumir la culpa y soportar la furia—. No lo entendí; y tenía que haber cerrado el pico. Lo lamento.

—¿Lo sientes? —rugió Elemak—. ¿Cuántas veces lo has lamentado cuando era demasiado tarde para alterar las consecuencias? Nunca aprendes, Nafai. Padre nunca te enseñó. Su benjamín, el precioso niñito de Rasa, que no podía cometer errores. Bien, es hora de que aprendas las lecciones que Padre debió enseñarte hace años.

Elemak sacó una varilla de un fardo apoyado contra la pared de roca. Estaba diseñada para soportar cargas pesadas a lomos de camello; tenía cierta flexibilidad y no era demasiado gruesa, pero era fuerte y larga. Nafai comprendió de inmediato cuál era el propósito de Elemak.

—No tienes derecho a tocarme.

—No, nadie tiene derecho a tocarte —dijo Mebbekew—. El sagrado Nafai, la joya de Padre, nadie puede tocarle. Pero él puede tocarnos a nosotros. Él puede perder nuestra herencia, pero nadie puede hacerle daño.

—Nunca habría sido tu herencia de todos modos —le dijo Nafai a Mebbekew—. Siempre fue para Elemak.

Otro pensamiento acudió a la mente de Nafai, pensando en quién habría recibido la herencia. Supo que no era prudente decirlo, cuando Elemak y Mebbekew ya estaban encolerizados, pero no pudo callar:

—Y si hablamos de lo que habéis perdido, ambos merecéis ser desheredados, pues habéis conspirado contra Padre.

—Mentira —exclamó Mebbekew.

—¿Tan estúpido me creéis? Tal vez no supierais que Gaballufix planeaba matar a Padre esa mañana, pero sabíais que pensaba matar a alguien. ¿Qué te prometió Gaballufix, Elemak? ¿Lo mismo que prometió a Rash, el nombre y la fortuna de Wetchik, una vez que Padre quedara desprestigiado y se viera obligado a huir de su finca?

Elemak se lanzó sobre él con un rugido, agitando la varilla. Estaba tan furioso que acertó pocos golpes, pero aun así fueron brutales. Nafai nunca había sentido tanto dolor, ni siquiera cuando oraba, ni siquiera cuando hundió los pies en las quemantes aguas del lago. Terminó de bruces en la grava, con Elemak encima de él, dispuesto a golpearle… ¿dónde? ¿En la espalda, en la cabeza?

—¡Por favor!—gimió Nafai.

—¡Mentiroso! —rugió Elemak.

—¡Traidor! —respondió Nafai. Trató de arrodillarse. La varilla cayó, derribándolo. Me ha roto la espalda, pensó Nafai. Quedaré paralítico. Seré como Issib, inválido en una silla el resto de mi vida. Fue como si al pensar en Issib lo hubiera puesto en acción. Pues cuando Elemak alzó la varilla de nuevo, la silla de Issib se interpuso. La silla giraba fuera de control y la varilla le pegó a Issib en el brazo. Gritó de dolor y la silla se descontroló por completo, girando como un trompo. Su sistema de elusión de colisiones le impidió chocar contra las paredes de piedra del barranco, pero arrolló a Mebbekew, que procuraba apartarse, y lo derribó.

—¡Apártate, Issib! —gritó Elemak.

—¡Cobarde! —exclamó Nafai—. ¡No eras nada frente a Gaballufix, pero ahora te ensañas con un inválido y con un niño de catorce años! ¡Muy valiente!

Elemak se volvió hacia Nafai.

—Esta vez has hablado demasiado, niño —dijo. Ya no gritaba. Su furia era más fría, más profunda—. Nunca más oiré esa voz, ¿entiendes?

—Bravo, Elya. No lograste que Gaballufix te hiciera el favor de matar a Padre, pero al menos puedes matarme a mí. Adelante, demuestra tu hombría matando a tu hermano menor.

Nafai esperaba disuadir a Elemak al avergonzarlo, pero calculó mal. Elemak perdió los estribos. Mientras Issib giraba frente a él, Elemak le cogió el brazo y lo arrancó de la silla, arrojándolo al suelo como un juguete roto.

—¡No! —gritó Nafai.

Se lanzó hacia Issib para ayudarlo, pero Mebbekew se interponía, y cuando Nafai logró acercarse Mebbekew lo arrojó al suelo. Nafai cayó a los pies de Elemak.

Elemak había soltado la varilla. Se agachó para recogerla mientas Mebbekew corría al fardo para coger otra.

—Despachémoslo de un vez. Y si Issib no puede mantener la boca cerrada, acabemos con ambos.

Nafai no supo si Elemak había oído a Mebbekew, pero la varilla bajó silbando y le golpeó el hombro. La puntería de Elemak aún no era buena, pero algo era indudable: apuntaba hacia lo alto del cuerpo de Nafai, apuntaba a la cabeza. Quería matarlo.

De pronto una luz cegadora estalló en el barranco. Nafai irguió la cabeza. Elemak giró buscando la luz. Era la silla de Issib.

Pero era imposible. La silla de Issib tenía un sistema pasivo de encendido. Cuando no le daban órdenes, se asentaba sobre las patas y aguardaba instrucciones. Eso había hecho cuando Elemak arrojó a Issib al suelo.

—¿Qué sucede? —preguntó Mebbekew.

—¿Qué sucede? —repitió una voz mecánica desde la silla.

—Creo que la has roto —dijo Mebbekew.

—Yo no estoy rota —declaró la silla—. Habéis roto con la fe y la confianza. Habéis roto con la fraternidad. Habéis roto con el honor, la ley y la decencia. Habéis roto con la compasión. Pero yo no estoy rota.

—Hazla callar, Issya —ordenó Mebbekew.

Nafai notó que Elemak no decía nada. Miraba la silla de Issib, empuñando la varilla. De pronto Elemak embistió con un gruñido y atacó la silla tratando de atizarle un golpe.

Estalló un relámpago. Elemak gritó y cayó hacia atrás mientras la varilla volaba por el aire, ardiendo.

Mebbekew dejó su varilla en el fardo.

—¿Por qué pegabas a tu hermano menor con una varilla, Elemak? —dijo la silla—. ¿Por qué planeabas su muerte, Mebbekew?

—¿Quién habla? —preguntó Mebbekew.

—¿No lo adivinas, tonto? —musitó Issib desde el suelo—. ¿Quién nos ha enviado en esta misión?

—Padre —dijo Mebbekew.

—El Alma Suprema —rectificó Elemak.

—¿Aún no entendéis que, puesto que vuestro hermano menor estaba dispuesto a oír mi voz, lo he escogido como vuestro guía?

Eso los silenció a ambos. Pero Nafai supo que, en sus corazones, el odio que sentían había dejado de ser un furor frenético para transformarse en un frío resentimiento que no moriría jamás. El Alma Suprema había escogido a Nafai para guiarlos. Nafai, que ni siquiera podía asistir a una negociación con Gaballufix sin echarlo todo a perder. Alma Suprema, ¿por qué me haces esto?

—Si no hubierais traicionado a vuestro padre, si hubierais creído en él y le hubierais obedecido, no habría tenido que escoger a Nafai por encima de vosotros —explicó la silla, el Alma Suprema—. Ahora regresad a Basílica y os entregaré a Gaballufix.

La silla apagó las luces y se posó lentamente en el suelo.

Aguardaron aturdidos unos instantes. Elemak se volvió hacia Issib, lo alzó suavemente y lo depositó en la silla.

—Lo lamento, Issya —murmuró—. No estaba en mi sano juicio. No te haría daño por nada del mundo. Issib guardó silencio.

—Fue Nafai quien nos enfureció —se justificó Mebbekew. Issib se volvió hacia él y repitió en un susurro las palabras de Mebbekew:

—Despachémoslo de una vez. Y si Issib no puede mantener la boca cerrada, acabemos con ambos. Mebbekew se irritó.

—Veo que piensas reprochármelo para siempre.

—Cállate, Meb —dijo Elemak—. Pensemos.

—Buena idea —retrucó Mebbekew—. Pensar nos ha servido de mucho últimamente.

—Una cosa es que el Alma Suprema mueva una silla —declaró Elemak—. Pero Gaballufix tiene centenares de soldados. Puede matarnos varias veces… ¿Dónde están los soldados del Alma Suprema? ¿Qué ejército nos protegerá ahora? Nafai estaba de pie, escuchando. No podía dar crédito a sus oídos.

—El Alma Suprema acaba de mostrarte parte de su poder y tú aún temes a los soldados de Gaballufix. El Alma Suprema es más fuerte que esos soldados. Si no quiere que nos maten, los soldados no nos matarán.

Elemak y Mebbekew lo miraron en silencio.

—Estabais dispuestos a matarme porque no os gustaban mis palabras —dijo Nafai—. ¿Ahora estáis dispuestos a seguirme, obedeciendo las palabras del Alma Suprema?

—¿Cómo sabemos que tú no preparaste esa silla? —dijo Mebbekew.

—Muy listo —replicó Nafai—. Antes de que fuéramos a la ciudad supe que me culparíais por todo y que intentaríais matarme, así que Issya y yo preparamos la silla para que soltara ese discurso.

—No seas imbécil, Meb —dijo Elemak—. Nos matarán, pero ya que hemos perdido todo lo demás, no me importa demasiado.

—Que tú seas un fatalista no significa que yo desee morir —espetó Mebbekew.

Issib puso la silla en marcha.

—Vamos —le dijo a Nafai—. Seguiré al Alma Suprema, y a ti como su servidor. Andando.

Nafai asintió y echó a andar cuesta arriba. Por un rato sólo oyó el chasquido de sus propias pisadas y el zumbido de la silla de Issib. Al cabo de un rato, las zancadas de Elemak y Mebbekew los siguieron por el barranco.

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