El ordenador maestro del planeta Armonía tenía miedo. No con los síntomas de un ser humano —palmas sudorosas, boca reseca, retortijones en el estómago—, porque era sólo una máquina sin partes móviles que obtenía energía del sol y datos de sus satélites, su memoria y la mente de quinientos millones de seres humanos. Pero estaba asustado, comprendía que ejercía menos control, que ya no poseía la misma capacidad para influir en el mundo.
En síntesis, sentía miedo de la muerte. No de su propia muerte, pues el ordenador maestro no tenía yo ni se preocupaba por la posibilidad de dejar de existir. Pero tenía una misión programada hacía millones de años, la misión de velar por la humanidad en ese mundo. Si el ordenador se debilitaba tanto que no podía cumplir su misión, era indudable —todas las proyecciones lo confirmaban— que al cabo de pocos milenios la humanidad se enfrentaría de nuevo al único enemigo que podía destruirla: la humanidad misma, provista con armamentos capaces de arrasar un planeta entero.
Ha llegado el momento, decidió el ordenador maestro. Debo actuar ahora, mientras aún ejerzo cierta influencia, u otro mundo morirá.
Pero el ordenador maestro ignoraba cómo actuar. Esa incapacidad para tomar decisiones certeras era precisamente un síntoma de su decadencia. Podía sacar conclusiones, pero no podía confiar en ellas. Necesitaba ayuda, clarificación, reprogramación. Quizá debiera ser reemplazado por una máquina más compleja, más apta para afrontar los nuevos retos que planteaba la raza humana.
El problema era que había un solo sitio al cual acudir para obtener consejos válidos. Era un sitio remoto, y el Alma Suprema tendría que ir allá para obtenerlos. En el pasado —cuarenta millones de años atrás— el Alma Suprema había sido capaz de desplazarse, pero con el correr del tiempo se había deteriorado a pesar del campo de éxtasis. El Alma Suprema no podía emprender su búsqueda a solas. Necesitaba ayuda humana.
Durante dos semanas el ordenador maestro escrutó su vasta base de datos, evaluando la utilidad potencial de cada ser humano viviente. La mayoría eran demasiado estúpidos u obtusos; entre los que aún podían recibir mensajes directos del ordenador maestro, sólo algunos estaban en condiciones de hacer lo necesario.
Así que el ordenador maestro concentró su atención en un puñado de seres humanos de la antigua ciudad de Basílica. En la oscuridad de la noche, uno de los satélites mejor conservados del ordenador maestro inició su labor. Mientras surcaba el firmamento, envió un haz de datos e instrucciones a quienes pudieran contribuir a salvar el mundo llamado Armonía.