13. FUGA

Issya nunca había tratado de elevarse tanto con los flotadores. Sabía que respondían a la tensión muscular, que cuando él apretaba un flotador éste se «clavaba» en el aire. Pero siempre había creído que la posición era relativa al suelo. No estaba del todo equivocado: cuanto más se elevaba, más tendían los flotadores a «resbalar» hacia abajo, pero aun así pudo escalar el aire hasta llegar a la altura de los tejados.

Todos lo miraron, naturalmente, pero eso era lo que quería. Miradme, y hablad del joven inválido que «voló» hacia el tejado. Los matones de Gaballufix no se atreverían a dispararle ante tantos testigos, y menos frente a la casa de su jefe.

Pronto comprobó que no había nadie en los tejados, así que los usó como una especie de carretera, deslizándose entre pozos de ventilación y chimeneas, cúpulas y huecos de ascensores, lomas y árboles de los jardines altos. Una vez sorprendió a un anciano que reparaba la mampostería del parapeto de una viuda; el tamborileo de una teja rota preocupó a Issib un instante, pero al volverse vio que el hombre no se había caído, sino que miraba a Issib boquiabierto. ¿Esta noche circularán rumores, se preguntó Issib, sobre un joven semidiós que sobrevoló Basílica, tal vez enamorado de una mortal de incomparable belleza?

Era una manzana excepcionalmente larga, pues se había construido sobre varias calles de la zona. Había recorrido un buen trecho sin descender a la calle, sin duda a más velocidad que sus perseguidores. Siempre era posible que Gaballufix tuviera sicarios apostados en las puertas de la ciudad; si había una emboscada, sería en la Puerta Trasera, la más cercana a su casa. Así que Issib no pudo permitirse el lujo de descuidarse cuando descendió a la calle.

Pero antes de alejarse de los tejados, echó una mirada nostálgica a la roja muralla de la ciudad. El sol aún estaba alto, partido en la mitad por la muralla. Ojalá pudiera sobrevolarla. Pero sabía que la muralla estaba erizada de dispositivos electrónicos, incluidos los nodos que generaban el campo magnético que alimentaba los flotadores. Era imposible cruzar por allí. El diminuto ordenador que llevaba en el cinturón nunca ecualizaría el violento choque de fuerzas encima de la muralla.

Llegó al linde de un tejado y descendió hacia la muchedumbre. Era el extremo de la Calle Sagrada, por donde se permitía la circulación de hombres. Muchos notaron su descenso, pero en cuanto llegó a la calle flotó a poca altura y se confundió con el tráfico. Que un matón intente dispararme ahora, pensó. En cuestión de minutos llegó a la puerta. Los guardias reconocieron el nombre en cuanto el lector de pulgares lo proyectó en la pantalla y le palmearon la espalda para desearle suerte.

En Puerta Trasera no había desierto, sino los lindes del Bosque Sin Sendas. A la derecha estaba la tupida selva que volvía inaccesible el lado norte de Basílica; a la izquierda sinuosos arroyos, sofocados por árboles y matorrales, descendían de las irrigadas colinas a las áridas rocas del desierto. Para un hombre normal habría sido un viaje de pesadilla, a menos que supiera el camino, como Elemak. Para Issib se trataba de eludir los obstáculos más altos y flotar cuesta abajo hasta perder la ciudad de vista. Se guió por el sol hasta llegar a la meseta del desierto. Luego enfiló hacia el sur, cruzando el Camino Seco y el Camino del Desierto, hasta que en el ocaso llegó al lugar donde habían escondido su silla.

Los flotadores estaban en el límite del campo magnético de la ciudad y le resultó difícil maniobrar para acomodarse en la silla. La silla sólo representaba dificultades y limitaciones. Aun así, tenía sus ventajas. Diseñada como silla multiuso para inválidos, poseía un terminal conectado a la principal biblioteca pública de la ciudad cuando estaba al alcance, con diferentes interfases para personas con diversas incapacidades. Incluso comprendía ciertas palabras clave y podía pronunciar las palabras más comunes de varias lenguas. Si no existieran los flotadores, la silla hubiera sido el objeto más preciado de su vida. Pero había flotadores. Cuando los usaba, era un ser humano normal que además gozaba de ciertas ventajas. Cuando no podía usarlos, era un inválido sin ventaja alguna.

Los camellos aguardaban fuera de la influencia del campo magnético, sin embargo, así que tendría que usar la silla. Se sentó, desactivó los flotadores y guió la silla en su lento y torpe vuelo entre angostos despeñaderos hasta que al fin olió y oyó los camellos.

No había nadie allí; él era el primero. Descendió, posando la silla sobre las patas, y se quedó sentado y alerta mientras estudiaba los informes de la biblioteca buscando matanzas inexplicables u otros episodios violentos. Nada todavía. Pero los redactores de noticias y los chismosos no tardarían en enterarse. Quizá sus hermanos estuvieran muriendo en ese instante o ya estuvieran muertos, o tal vez los hubieran capturado y encarcelado a la espera de algún rescate. ¿Qué haría entonces? ¿Cómo podría regresar? La silla podía llevarlo, pero no estaba diseñada para viajes de larga distancia. Sabía por experiencia que la silla sólo podía desplazarse una hora seguida y luego necesitaba varias horas de recarga solar.

Madre me ayudará, pensó Issib. Si no regresan esta noche, Madre me ayudará. Si puedo llegar a ella.


Mebbekew corrió en medio de la multitud. Advirtió que varios hombres intentaban acercarse a él, pero su experiencia de actor —un actor que debía circular en medio del público para recaudar el dinero— le había enseñado a moverse en una muchedumbre y buscaba el modo de burlar a sus perseguidores internándose en los lugares más atestados, cruzando claros que pronto quedaban cerrados por la marea de gente. Enseguida dejó atrás a los matones. Entonces apuró el paso, un trote desmañado que no daba la impresión de gran prisa pero cubría mucho terreno a gran velocidad. Parecía estar corriendo por puro placer, y así era, pero nunca dejaba de vigilar. Cuando veía soldados enfilaba directamente hacia ellos, pensando que Gaballufix no se atrevería a usar hombres claramente identificados como suyos para asesinar a alguien a plena luz del día.

A la media hora había llegado a Villa de las Muñecas, el barrio que mejor conocía. Había menos soldados, y aunque allí abundaban los criminales a sueldo, eran de la clase que no permanecía comprada mucho tiempo. Además Meb tenía amistades que conocían ese barrio mejor que el ordenador de la ciudad.

No confiéis en ningún hombre, había dicho Elemak. Bien, eso era fácil. Meb conocía a muchos hombres, pero sus mejores amigos eran mujeres. La elección resultó fácil desde que tuvo edad suficiente para conocer las aplicaciones prácticas de la diferencia entre hombres y mujeres. Casi se había reído cuando Padre le consiguió una instructora a los dieciséis años. Se divirtió fingiendo que era virgen cuando fue a visitarla, pero al cabo de unos días ella lo despidió riendo, diciendo que si seguía visitándola pronto le enseñaría a ella cosas que no deseaba aprender. Meb tenía buena mano con las mujeres. Ellas lo amaban, y seguían amándolo, no porque supiera complacerlas —aunque en efecto sabía hacerlo— sino porque sabía escucharlas; sabía hablarles de tal modo que se sentían necesitadas y protegidas al mismo tiempo. No todas las mujeres le profesaban simpatía, pero las que gustaban de él no lo olvidaban.

Así que al cabo de pocos minutos en Villa de las Muñecas Mebbekew se hallaba en la habitación de una citarista de la Calle de la Música, y al cabo de pocos minutos estaba en sus brazos, y al cabo de pocos minutos más estaba dentro de ella; luego hablaron durante una hora y ella salió a buscar la ayuda de algunas actrices que ambos conocían, que también simpatizaban con Mebbekew. Poco después del anochecer, Mebbekew, con peluca, túnica y maquillaje, hablando y caminando como una mujer, atravesó la Puerta de la Música con un grupo de mujeres risueñas y cantarinas. Sólo se reveló el disfraz cuando Mebbekew apoyó el pulgar en la pantalla, y el guardia, al leer el nombre, le guiñó el ojo y le deseó buenas noches.

Mebbekew conservó el disfraz hasta que llegó al lugar de la cita, y sólo lamentó que fuera Issib y no Elemak quien lo miró boquiabierto sin reconocerlo. Le habría gustado festejar la travesura con su hermano mayor. De todos modos, puesto que acababan de arrebatarles toda su fortuna y el título de su padre, era improbable que Elemak estuviera de ánimos para bromas.

Elemak fue quien cruzó la ciudad con menos dificultades. No se topó con ningún matón y tardó poco en llegar a la casa de Hosni, cerca de la Puerta Trasera. Temiendo que los asesinos aguardaran en la puerta misma, entró para visitar a su madre. Ella le ofreció una espléndida comida —siempre contrataba a las mejores cocineras de Basílica—, escuchó atentamente su relato, convino en que si hubiera abortado cuando estaba embarazada de Gaballufix el mundo sería un lugar más agradable, y al fin lo despidió después del anochecer con una pieza de oro en el bolsillo, un fuerte cuchillo de metal en el cinturón y un beso. Elemak sabía que si Gaballufix aparecía más tarde, alardeando de haber arrebatado su fortuna y el título de Wetchik a los hijos de Volemak, Madre reiría y lo alabaría. Amaba todo lo que fuera divertido, y casi todo la divertía. Una mujer jovial, aunque totalmente vacía. Elemak sospechaba que Gaballufix había heredado de ella sus principios morales, aunque desde luego no su inteligencia. Aunque, a decir verdad, su maestra Rasa le había dicho una vez que su madre era muy inteligente, demasiado inteligente para permitir que los demás lo supieran. «Es como estar entre extranjeros peligrosos —explicó Rasa—. Es mejor hacerles creer que no sabes el idioma, para que hablen sin tapujos. Así actúa la querida Hosni cuando se codea con quienes se consideran cultos y educados. Se burla despiadadamente de ellos cuando se van.»

¿Se burla de mí ante Gaballufix, o se burla de Gaballufix ante mí? ¿O nos ridiculiza a ambos ante sus amigas cuando nos vamos?

En la puerta, los guardias lo reconocieron de inmediato, se cuadraron nuevamente y le ofrecieron su ayuda. Elemak les dio las gracias y se internó en la noche. La luz de las estrellas le bastaba para reconocer las tortuosas veredas que conducían desde Bosque Sin Sendas hasta el desierto. Durante ese oscuro viaje sólo pudo pensar en su furia contra Gaballufix, quien lo había burlado logrando el apoyo de Rash. Las carcajadas de su madre le resonaban en la mente como si se divirtiera sólo a costa de él. Se sentía desamparado, humillado.

Y luego recordó el peor momento, cuando Nafai se inmiscuyó torpemente en sus regateos y regaló la fortuna de Padre. Si no hubiera hecho eso, tal vez Rashgallivak no hubiera pensado que eran indignos de la fortuna Wetchik. Entonces no habría actuado contra ellos y podrían haberse marchado con el tesoro y el título de Padre intactos. Nafai les había hecho perder aquella batalla. Si hubiera dependido sólo de Elemak, él lo habría logrado. Tal vez Gaballufix le hubiera cedido el índice por un cuarto de la fortuna de Padre, lo cual representaba más dinero del que Gaballufix podía obtener de otra manera. Nafai, ese chiquillo imbécil que no podía mantener la boca cerrada, que fingía tener visiones propias para granjearse el afecto de Padre, que por el mero acto de nacer había transformado a Gaballufix en enemigo jurado de Padre.

Si lo tuviera ahora mismo en mis manos lo mataría, pensó Elemak. Me ha arrebatado la fortuna y el honor, y por tanto mi futuro. Para él es fácil entregar la fortuna Wetchik, que de todos modos jamás le habría pertenecido. Habría sido mía. Yo nací para ella. Me preparé para ella. La habría duplicado una y otra vez, porque soy mucho mejor hombre de negocios que Padre. Pero ahora soy un exiliado y un renegado, acusado de robo y privado de fortuna, sin siquiera el respeto del hombre que debió haber sido mi mano derecha, Rashgallivak.

Todo por culpa de Nafai.

Nafai corrió a ciegas, sin rumbo fijo. Sólo cuando se apartó de la muchedumbre y se encontró en un espacio abierto procuró calmarse para pensar dónde estaba y qué debía hacer. Se encontraba en la Vieja Pista de Baile, otrora un espacio tan vasto como la Orquesta de Villa de las Muñecas, que la había reemplazado siglos atrás. Pero ahora los edificios la invadían por doquier. Había perdido su redondez y hasta la forma de cuenco del anfiteatro se perdía entre las casas y tiendas. Pero aún era un espacio abierto, y allí se quedó Nafai, mirando el cielo, rosado hacia el oeste, gris hacia el este. Anochecía y Nafai no sabía si aún lo estaban siguiendo. Algo era seguro: en la oscuridad, en esa zona de la ciudad, las multitudes desaparecerían y sería mucho más fácil matarle a escondidas. Su loca carrera lo había alejado de la seguridad y no sabía qué hacer.

—Nafai —llamó una voz infantil. Dio media vuelta. Era Luet.

—Hola —saludó. Pero no tenía tiempo para charlas. Tenía que pensar.

—Pronto —dijo ella.

—¿Pronto qué?

—Ven conmigo.

—No puedo. Tengo que hacer algo.

—Sí. Tienes que venir conmigo.

—Tengo que largarme de la ciudad.

Ella lo cogió por la camisa y se irguió de puntillas con el propósito de mirarlo a los ojos, pero sólo quedó colgada de la camisa como una marioneta. Nafai rió, pero ella no le vio la gracia.

—Escucha, hombre ocupado, ¿has olvidado que soy una vidente del Alma Suprema?

Sí, lo había olvidado. Incluso había olvidado que al acudir en medio de la noche ella había salvado a Padre de la conspiración de Gaballufix. Comprendió que había cosas que ella aún ignoraba sobre aquel punto. Se creyó obligado a ponerla al corriente.

—Elemak y Mebbekew eran cómplices de la conspiración —dijo—. Pero creo que Gaballufix les mintió acerca de sus propósitos.

Luet no tenía paciencia para esos farfulleos.

—¿Crees que ahora me importa? Te están buscando, Nafai. Lo he visto en un sueño… un soldado con manos ensangrentadas merodeando en las calles. Supe que tenía que encontrarte. Para salvarte.

—¿Cómo puedes salvarme a mi?

—Ven conmigo. Conozco el camino.

Nafai no tenía una idea mejor. Más aún, cuando trató de pensar en una alternativa, la mente se le quedó en blanco. No podía retener el pensamiento. Comprendió que era un mensaje del Alma Suprema, que lo instaba a acompañarla. El Alma Suprema la había enviado, así que debía acompañarla adondequiera que lo llevara.

Ella le tomó la mano y lo sacó de la Vieja Pista de Baile, tomando por la calle del mismo nombre, hasta que llegaron a un punto donde se hacía más estrecha y a una encrucijada donde doblaron a la izquierda.

—Hemos perdido nuestra fortuna —dijo Nafai—. Y por mi culpa. Sólo que Rashgallivak nos traicionó.

—Cállate —le ordenó Luet—. Este vecindario no es respetable.

Tenía razón. Estaba oscuro y la calle continuaba entre casas viejas, derruidas y mugrientas. Había pocas personas y todas tenían un aire furtivo.

Doblaron en un par de recodos bruscos y desembocaron en la Calle del Manantial, cerca del sitio donde descendía al bosque sagrado. En ese momento Nafai vio un grupo de soldados que montaban guardia como si supieran que él aparecería allí. Quiso girar sobre los talones para huir, pero por la calle que acababan de coger se aproximaban un par de hombres cuyas espadas energéticas refulgían en la oscuridad.

—Buen trabajo, Nyef —rezongó Luet—. Tal vez no se hubieran fijado en nosotros, pero ahora sí parecemos sospechosos.

—Ya saben quiénes somos —dijo él, señalando a los hombres que avanzaban por la calle oscura.

—Bien. Esperaba entrar por el camino fácil, pero habrá que conformarse con éste.

Le cogió la mano y lo arrastró por la Calle del Manantial, alejándose de la ciudad y acercándose al Bosque Sagrado. Nafai sabía que era lo más estúpido que podían hacer. En los lindes del bosque no habría testigos. Los asesinos podrían salirse con la suya. Si Luet imaginaba que Nafai era un hábil luchador, capaz de desarmar o matar a los atacantes, pronto descubriría la triste verdad de que jamás le había interesado pelear y no tenía la menor preparación. No recordaba haberle pegado a nadie en un arrebato de furia, ni siquiera a sus hermanos mayores, pues resistirse contra Meb o Elemak sólo empeoraba las cosas. Nafai era corpulento para su edad, el más alto de los hijos de Wetchik, pero eso no significaba nada en una refriega.

Al internarse en la oscuridad del extremo de la Calle del Manantial, los matones se envalentonaron.

—Muy bien —murmuró uno, aunque en voz audible para Nafai y Luet—. A las sombras. Ahí entablaremos nuestra conversación.

—No tenemos nada que podáis robarnos —respondió Luet con voz asustada y trémula. Pero Nafai, por la firmeza de su mano, supo que ella no estaba temblando.

Aunque él sí estaba temblando.

—A las sombras —repitió el hombre.

Así que le obedecieron. Se internaron en la oscuridad, bajo los árboles. Pero, para sorpresa de Nafai, no se detuvieron, ni giraron al sur para bordear el bosque y regresar a la ciudad por la próxima cal e. Ella lo conducía directo hacia el este. Cada vez se internaban más en la zona prohibida.

—No puedo ir allá —objetó Nafai.

—Cállate. Tampoco pueden ellos, a menos que nos oigan hablar y sigan el sonido.

Nafai contuvo la lengua y la siguió. Al cabo de un trecho el terreno comenzó a descender, pareciéndose más a un barranco que a un declive, y el avance se volvió dificultoso. El cielo estaba totalmente oscuro, y aunque ya habían caído muchas hojas, la sombra de los árboles era muy profunda.

—No veo nada —susurró Nafai.

—Yo tampoco —respondió Luet.

—Detente. Escucha. Quizás hayan dejado de seguirnos.

—Sí, han dejado de seguirnos. Pero no podemos detenernos.

—¿Porqué no?

—Tengo que sacarte de la ciudad.

—Si me sorprenden aquí, el castigo será terrible.

—Lo sé. Y también para mí, por traerte.

—Entonces llévame de vuelta.

—No. El Alma Suprema quiere que vayamos allá.

Resultaba difícil andar cogidos de la mano. Ambos necesitaban las dos manos para abrirse paso por la escabrosa ladera del peñasco. No hubiera sido un descenso tan peligroso a plena luz del día, pero en la oscuridad quizá no vieran un precipicio mortal, así que debían andar a tientas a cada paso. Al menos en esa cuesta los árboles eran más escasos, así que la luz de las estrellas comenzó a ayudarles. Al menos, así fue hasta que llegaron a la niebla.

—Ahora tenemos que detenernos —dijo Nafai.

—Sigue bajando.

—¿En la niebla? Nos perderemos en la cuesta, caeremos y moriremos.

—Es buena señal. Significa que hemos hecho la mitad de trayecto hasta el lago.

—¡No pensarás llevarme al lago!

—Silencio.

—¿Por qué no me tiro de cabeza, pues, y les ahorro el esfuerzo de matarme?

—Cállate, hombre estúpido. El Alma Suprema nos protegerá.

—El Alma Suprema es un enlace por ordenador con satélites que están en órbita de Armonía. No tiene máquinas mágicas para cogernos en el aire si nos caemos.

—Nos está alertando —dijo Luet—. Al menos me está ayudando a mí a encontrar el camino. Podrías dejar de hablar y dejarme escucharla.

Pasaron horas bajando por la niebla, o eso creyó Nafai, pero al fin llegaron al fondo. Hierba en una llanura, y después barro.

Un barro tibio. No, caliente.

—Hemos llegado —dijo Luet—. No podemos bajar al agua, que viene de una profunda grieta de la corteza del mundo, donde es tan caliente que hierve y despide vapor. El agua nos escaldaría hasta pelarnos los huesos si nos quedáramos sumergidos mucho tiempo, aun cerca de la costa.

—¿Y cómo hacen las mujeres…?

—Adoramos cerca del otro extremo, donde el lago recibe helados arroyos de montaña. Algunas se sumergen en las aguas más frías. Pero en general recibimos visiones cuando flotamos en el lugar donde confluyen las aguas frías y calientes. Un sitio turbulento donde el agua gira sin cesar, congelando y quemando alternativamente. El lugar donde se encuentran el corazón del mundo y su superficie más gélida. Un lugar donde los dos corazones de cada mujer se convierten en uno.

—No es para mí —objetó Nafai.

—Lo sé. Pero aquí nos ha traído el Alma Suprema, así que aquí nos quedaremos.

Y entonces, lo que Nafai más temía. Una mujer, a poca distancia.

—Ya os aseguré que había oído una voz de hombre. Venía de allá.

Se acercaron faroles y muchas mujeres. Sus pies chapoteaban al pisar el barro caliente, y hacían ruidos de succión al desprenderse. ¿Cuánto me he hundido en el barro?, se preguntó Nafai. ¿Les costará sacarme? ¿O simplemente me sepultarán vivo, dejando que el barro decida si debe cocerme o asfixiarme?

—Yo lo he traído —declaró Luet.

—Es Luet —dijo una anciana. Un murmullo recogió el nombre y lo transmitió a la muchedumbre.

—El Alma Suprema me condujo hasta aquí. Este hombre no es como los demás. El Alma Suprema lo ha escogido.

—La ley es la ley —declaró la anciana—. Has asumido la responsabilidad, pero eso sólo desplaza el castigo. Tú en vez de él.

Nafai notó lo tensa que estaba Luet. Comprendió: Entiende al Alma Suprema tanto como yo. Tal vez al Alma Suprema no le importe si ella vive o muere, y quizá se contente con dejarle pagar con la vida por haberme salvado.

—Muy bien —declaró Luet—. Pero debéis llevarle a la Puerta Privada, y ayudarle a atravesar el bosque.

—¡No puedes darnos órdenes, infractora! —exclamó una mujer. Pero otras la silenciaron. Nafai comprendió que Luet era muy respetada, aun cuando hubiera cometido una falta.

La multitud se entreabrió para ceder el paso a una mujer que apareció como un fantasma en la niebla. Iba desnuda, y como estaba limpia Nafai tardó en comprender que era una agreste. Sólo cuando se aproximó y cogió la manga de Luet, Nafai pudo verle el cutis curtido y seco, el rostro arrugado y enjuto.

—Tú —susurró Luet.

—Tú —repitió la agreste.

Entonces la sagrada mujer del desierto encaró a la anciana que parecía estar al mando de aquel grupo de justicieras.

—Ya la he castigado —declaró.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la anciana.

—Soy el Alma Suprema, y afirmo que ella ya recibió mi castigo.

La anciana miró a Luet con incertidumbre.

—¿Es verdad, Luet?

Nafai quedó estupefacto. ¿Tanto confiaban en Luet que le pedían que confirmara o negara un testimonio que podía costarle o salvarle la vida, según su propia respuesta?

Esa confianza se justificaba, pues la respuesta de Luet no incluyó ninguna súplica a favor de sí misma.

—Esta mujer sagrada sólo me abofeteó. ¿Cómo puede ser castigo suficiente para esto ?

—Yo la he traído aquí —dijo la agreste-—. Le he hecho traer a este muchacho. He mostrado a este varón grandiosas visiones, y le mostraré más aún. Honraré su simiente, y engendrará una gran nación. Que nadie lo detenga en su marcha por el agua y el bosque, y en cuanto a ella, lleva la marca de mi mano en el rostro. ¿Quién puede tocarla cuando yo he saldado cuentas con ella?

—Es en verdad la voz de la Madre —dijo la anciana.

—La Madre —murmuraron algunas.

—El Alma Suprema —susurraron otras.

La mujer sagrada se encaró nuevamente a Luet y le tocó los labios con el dedo. Luet le besó suavemente el dedo y por un instante Nafai anheló saborear aquella dulzura. Luego la expresión de la agreste se alteró. Era como si un alma más brillante le hubiera iluminado el rostro y ahora se hubiera ido; parecía distraída, confundida. Miró alrededor sin reconocer y se perdió en la niebla.

—¿Era tu madre? —susurró Nafai.

—No. La madre de mi cuerpo ya no es sagrada. Pero, en mi corazón, todas las mujeres sagradas son mi madre.

—Bien dicho —declaró la anciana—. Es una niña elocuente.

Luet inclinó la cabeza. Cuando la irguió, tenía lágrimas en las mejillas. Nafai no entendía qué sucedía allí, ni qué significaba para Luet; sólo sabía que su vida había corrido peligro, y luego la de Luet, y ahora el peligro había pasado. Eso era suficiente para él.

La agreste había dicho que nadie debía detenerlo en su paso por el agua y el bosque. Al cabo de una breve deliberación, las mujeres decidieron que esto significaba que debía atravesar el lago desde ese punto hasta la otra orilla, desde lo caliente hasta lo frío; Nafai ignoraba cómo deducían esto a partir de las pocas palabras de la mujer sagrada, pero a menudo se había sorprendido de los muchos sentidos que los sacerdotes hallaban en las sagradas escrituras de la religión de los hombres. Aguardaron unos minutos, hasta que varias mujeres llamaron desde el agua. Sólo entonces Luet lo llevó a un lugar desde donde podía ver el lago. Ahora entendía de dónde surgía la niebla: vaharadas de vapor brotaban del agua. Dos mujeres conducían un bote largo y bajo hacia la costa, una remando, la otra al timón. La proa del bote era cuadrangular y baja, pero como no había olas en el lago y remaban suavemente, no había peligro de que entrara agua por la proa. Se aproximaron a la costa hasta encallar. Aún quedaban varios metros de agua entre el bote y los bajíos de lodo donde se hallaban Nafai y Luet. El barro estaba decorosamente caliente, de modo que Nafai tenía que mantener los pies en movimiento para no escaldarse. ¿Qué sentiría al caminar en las aguas?

—Camina con firmeza —le susurró Luet—. Cuanto menos salpiques, mejor, así que no debes correr. Si caminas sin pausa, llegarás pronto al bote, y el dolor pasará rápidamente.

De forma que ella lo había hecho antes. Bien, si Luet podía soportarlo, también él. Avanzó hacia el lago. Las mujeres jadearon.

—No —dijo Luet—. En este lugar, donde eres un niño y un forastero, alguien debe guiarte.

¿Yo, un niño? ¿Comparado contigo? Pero Nafai comprendió que Luet estaba en lo cierto. Al margen de la edad, aquel lugar era de ella, no de él; ella era la adulta y él era el chiquillo.

Ella marcó el ritmo, ágil pero sereno. Nafai sentía que el agua le quemaba los pies, pero no era honda y no salpicó demasiado, aunque sus movimientos no eran tan gráciles ni certeros como los de Luet. El trayecto hasta el bote duró una eternidad, mil pasos punzantes, sobre todo mientras aguardó a que ella abordara la embarcación. Luet le ayudó a subir al bote y Nafai sintió aguijonazos tan profundos que temió mirarse los pies pensando que el calor le había arrancado la carne. Pero cuando miró, la piel parecía normal. Luet usó el vuelo de la falda para enjugarle los pies. La mujer que impulsaba el bote clavó el remo en el barro y dio un empellón, haciendo ondular los músculos de sus macizos brazos con el esfuerzo. Nafai se puso frente a Luet y le cogió las manos mientras se deslizaban por el agua.

Ese breve viaje fue el más extraño de su vida. La niebla creaba una atmósfera mágica e irreal. Pasaban en silencio junto a grandes rocas que surgían del agua y pronto se perdían de vista como si hubieran cesado de existir. La temperatura aumentaba, y el agua burbujeaba en ciertos sitios; eludieron esos puntos. El bote no se calentaba, pero el aire era tan tórrido y húmedo que pronto quedaron empapados, con la ropa pegada al cuerpo. Nafai advirtió por primera vez que Luet tenía silueta de mujer; las curvas no eran muy marcadas, pero sí lo suficiente para que nunca más la viera como una niña. De pronto sintió vergüenza de cogerle las manos, pero tenía miedo de soltarla. Necesitaba tocarla, como un niño que aferra la mano de la madre en la oscuridad.

El aire se enfrió poco a poco. Atravesaron un estrecho flanqueado por abruptos peñascos que parecían unirse en las alturas, perdiéndose en la niebla. Nafai se preguntó si estaban en una caverna, o si simplemente el sol jamás llegaba al fondo de aquella profunda grieta. Entonces las paredes de los peñascos se alejaron, y la niebla se despejó un poco. El agua se encrespó. Ahora había olas y las corrientes balanceaban el bote.

La mujer que impulsaba el bote alzó los remos; la timonel apartó la mano del timón. Luet se inclinó hacia Nafai y susurró:

—Este es el lugar adonde acuden las visiones. Como te dije, donde confluyen las aguas frías y calientes. Aquí es donde atravesamos las aguas con el cuerpo.

«Con el cuerpo» era literal. Nafai sintió más vergüenza por la desnudez de Luet que por la propia, así que se miró las manos mientras se desnudaba y plegaba la ropa, al igual que Luet, para dejarla en el bote. En su timidez, Nafai no atinó a ver cómo Luet se deslizaba hacia el agua sin ruido para permanecer inmóvil y de espaldas. Notó que ella no intentaba nadar, así que se zambulló —ruidosamente— y se quedó quieto. El agua lo mantenía a flote. No había peligro de hundirse. El silencio era hondo y poderoso; Nafai sólo habló cuando vio que Luet se alejaba a la deriva.

—No importa —murmuró ella—. Calla.

Nafai guardó silencio. Ahora estaba solo en la niebla. Las corrientes lo hicieron girar, o tal vez no, pues en la niebla no distinguía el este del oeste ni lograba tener ninguna orientación, excepto arriba y abajo, y ni siquiera eso parecía importar. Era un lugar apacible donde sus ojos veían y no veían, donde sus oídos oían y no oían. La corriente, sin embargo, no le permitía adormilarse. Sentía el contacto de las aguas calientes y frías, a veces quemantes, a veces gélidas, y por momentos pensaba que no resistiría más, que tendría que nadar para no morir allí. De pronto la corriente cambió de nuevo.

No recibió ninguna visión. El Alma Suprema no le dijo nada. Nafai escuchó. Incluso le habló al Alma Suprema, rogándole saber cómo podría conseguir el índice que Padre le había mandado buscar. Si el Alma Suprema lo oyó, no se lo dio a entender.

Anduvo a la deriva una eternidad, o quizás escasos minutos, hasta que oyó el roce de los remos contra el agua. Una mano le tocó el cabello, el hombro, le cogió el brazo. Recordó cómo volver la cabeza, y al volverse vio el bote. Luet, totalmente vestida, le tendía las manos. Ahora no sentía vergüenza; se alegraba de verla, pero le entristecía tener que salir del agua. Subió al bote con torpeza, balanceándolo bruscamente, haciendo entrar agua.

—Rueda hacia dentro —le susurró Luet.

Se tendió de lado en el agua, levantó un brazo y una pierna, los apoyó en el bote y rodó hacia dentro. Un movimiento deslizante, casi silencioso. Luet le alcanzó sus ropas, aún mojadas, pero ahora muy frías. Nafai se vistió y tiritó mientras las mujeres impulsaban el bote hacia la gélida niebla. Luet también tiritaba, pero parecía impávida.

Al fin llegaron a la costa, donde aguardaba otro grupo de mujeres. Tal vez otro bote había cruzado el lago sin detenerse para observar el ritual de cruzar el agua con el cuerpo, o tal vez había un camino para llevar mensajes a pie; fuera como fuese, las mujeres que aguardaban ya sabían quiénes eran. No hubo necesidad de explicaciones. Luet lo guió de nuevo, esta vez por aguas heladas que le hicieron doler los huesos. Llegaron a la tierra seca —una ribera herbosa en vez de bajíos fangosos— y manos de mujer lo cubrieron con una manta seca. También arroparon a Luet.

—El primer varón que atraviesa las aguas —comentó una mujer.

—El varón que atraviesa las aguas de las mujeres —dijo otra. Luet le explicó, con cierta confusión.

—Profecías famosas. Hay tantas que es difícil no cumplir alguna de vez en cuando.

Nafai sonrió. Sabía que Luet tomaba las profecías más en serio de lo que fingía. También él.

Nadie preguntó a Luet qué había ocurrido en el agua; nadie le preguntó si había visto una visión. Pero aguardaron, demorándose hasta que ella dijo:

—El Alma Suprema me dio confortación, y fue suficiente. Entonces se desperdigaron, aunque algunas miraron a Nafai hasta que él negó con la cabeza.

—Ya hemos terminado con la parte fácil —suspiró Luet.

Nafai pensó que era una broma, pero entonces ella lo condujo a través de la Puerta Privada, una legendaria brecha en la muralla roja, en cuya existencia no había creído del todo. Era un pasaje combado entre dos macizas torres, y en vez de guardias de la ciudad sólo había mujeres. Al otro lado se extendía Bosque Sin Sendas. Pronto supo que el nombre era merecido. Cuando llegaron al Camino del Bosque tenía el rostro cubierto de arañazos, al igual que Luet, y los brazos y piernas llenos de rasguños.

—Por allá está Puerta Trasera —dijo Luet—. Y por cualquiera de estos barrancos llegarás al desierto. No sé adonde irás desde allí.

—Con eso basta —dijo Nafai—. Sabré orientarme.

—Entonces he cumplido con lo que ordenó el Alma Suprema.

Nafai no supo qué decir. Ni siquiera conocía el nombre para sus sentimientos.

—Creo que no te conozco —dijo Nafai. Ella lo miró perpleja.

—No, no quise decir eso —dijo Nafai—. Creo que antes no te conocía, aunque creía conocerte, y ahora que al fin te conozco, no te conozco en absoluto.

Ella sonrió.

—Las corrientes cruzadas causan este efecto. No cuentes a nadie, hombre o mujer, lo que has hecho esta noche.

—Creo que al recordarlo no creeré que haya ocurrido.

—¿Te veremos de nuevo en casa de Tía Rasa?

—No lo sé. Sólo sé esto: que ignoro cómo obtener el índice sin hacerme matar, pero debo conseguirlo.

—Aguarda a que el Alma Suprema te indique qué hacer. Y luego hazlo.

Nafai asintió.

—Eso está bien, siempre que el Alma Suprema me diga algo.

—Lo hará. Cuando haya algo que hacer, ella te lo dirá.

Impulsivamente Luet tendió la mano y cogió la de Nafai, apenas un instante. Nafai recordó de nuevo, como un eco en la carne, lo que había sentido al aferrarse a ella en el lago, pero ahora sentía vergüenza y apartó la mano. Ella lo había visto en su debilidad. Lo había visto desnudo.

—¿Ves? —dijo Luet—. Ya estás olvidando cómo fue.

—No.

Ella dio media vuelta y enfiló calle abajo hacia Puerta Trasera. Nafai quiso llamarla para decir: Tenías razón, estaba olvidando cómo fue. Lo estaba recordando con ojos comunes, como el niño que fui antes, pero ahora recuerdo que yo no era débil ni desnudo, ni nada de lo que deba avergonzarme. Era yo irrumpiendo de la profecía como un gran héroe para atravesar el lago mágico, contigo como guía y maestra, y cuando nos quitamos la ropa no hubo un hombre y una mujer desnudos, sino dos dioses surgiendo de antiguos relatos de tierras lejanas, despojándose de su apariencia mortal para revelarse en su gloriosa inmortalidad, dispuestos a flotar en el mar de la muerte y surgir indemnes en la otra orilla.

Pero cuando Nafai hubo pensado todo lo que deseaba decir, Luet había desaparecido detrás de un recodo.

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