10. TIENDAS

Wetchik había levantado sus tiendas lejos de todos los caminos, en un estrecho valle cerca de la costa del mar del Rumen. Habían llegado allí al atardecer, cuando una manada de mandriles abandonaba el sitio donde comía, cerca de la desembocadura del río, para ir a dormir a sus reductos en el peñasco más empinado y escabroso de la pared del valle. Los gritos y chacharees de los mandriles los habían guiado durante el último tramo de la travesía; Elemak los condujo a buena distancia río arriba.

—¿Para no molestar a los mandriles? —preguntó Issib.

—Para que no nos ensucien el agua ni nos roben la comida —replicó Elemak.

Antes de permitirles descargar y abrevar los camellos, antes de que ellos mismos comieran ni bebieran nada, Padre se irguió en el camello y señaló el río.

—Mirad… estamos a finales de la estación seca, pero aún tiene agua. A partir de ahora este lugar se llamará Elemak. Le pongo tu nombre, mi hijo mayor. Sé como el río, para que el propósito de tu vida sea fluir eternamente hacia el gran océano del Alma Suprema.

Nafai miró de soslayo a Elemak y vio que tomaba la perorata con dignidad.

El bautismo de un lugar era un momento difícil, y aunque Padre no se perdiera la oportunidad de soltar un sermón, Elemak comprendió que era un honor, un indicio de que Padre lo reconocía.

—Y en cuanto a este verde valle —dijo Padre—, lo llamo Mebbekew, nombre de mi segundo hijo. Sé como este valle, Mebbekew, un cauce firme por donde puedan correr las aguas de la vida, y donde la vida pueda echar raíces para medrar.

Mebbekew asintió grácilmente.

Nada se bautizó con los nombres de Issib y Nafai. Al cabo de un silencio, Padre gruñó mientras el camello se hincaba de rodillas para permitirle desmontar. Ya había oscurecido cuando terminaron de preparar las tiendas, ahuyentar los escorpiones e instalar los repelentes. Tres tiendas: la mayor para Padre, aunque dormiría solo; la mediana para Elya y Meb, y la más pequeña para Issib y Nafai, aunque la silla de Issib ocupaba muchísimo espacio.

Nafai no pudo pasar por alto las desigualdades. Cuando Issib, en la oscuridad de la tienda, le preguntó en qué pensaba, Nafai no calló su resentimiento.

—Bautiza con sus nombres el río y el valle, cuando Elemak era quien trabajaba con Gaballufix, y Mebbekew quien le dijo esas cosas terribles y se marchó de la casa.

—¿Y? —preguntó Issib, siempre alerta.

—Y aquí estamos, en la tienda más pequeña. Tenemos otras dos, aún embaladas, y ambas son mayores que ésta.

Después de desnudarse, Nafai ayudó a Issib a quitarse la ropa. Ahora, sin los flotadores, le resultaría difícil.

—Padre está comunicando un mensaje —dijo Issib.

—Sí, lo oigo muy bien, y no me gusta. Está diciendo: Issib y Nafai, no sois nada.

—¿Qué quieres que haga? ¿Bautizar una nube con nuestro nombre? —Issib calló un instante mientras Nafai le quitaba la camisa—. ¿O querías que le pusiera tu nombre a un arbusto?

—No me importan los nombres. Me importa la justicia.

—Trata de entender, Nafai. Padre no escoge a sus hijos según quién sea más obediente, colaborador o cortés hora tras hora. Hay una clara jerarquía en la asignación de las tiendas.

—Nafai recostó a su hermano en la estera, lejos de la entrada—. No ha dado a Elya una tienda para él solo, sino que debe compartirla con Meb. Así lo pone en su lugar, recordándole que no es el Wetchik, sólo el hijo del Wetchik. Pero al ponernos en una tienda pequeña indica a Elya y Meb que los valora y honra como hijos mayores. Los reprende al tiempo que los alienta. Creo que ha sido muy hábil.

Nafai se recostó en su estera, cerca de la puerta, en el tradicional lugar del sirviente.

—¿Y qué hay de nosotros?

—¿Qué hay de nosotros? ¿Piensas rebelarte contra el Alma Suprema porque tu padre te ha dado una tienda pequeña?

—No.

—Padre confía en que seamos leales mientras procura recobrar a Elya y Meb. La confianza de Padre es el mayor honor. Me enorgullece estar en esta tienda.

—Dicho de ese modo, también yo me enorgullezco.

—Duérmete.

—Despiértame si necesitas algo.

—¿Qué puedo necesitar cuando tengo mi silla al lado?

—dijo Issib.

La silla estaba a los pies de Issib, y era casi inútil cuando él no estaba sentado encima. Nafai quedó desconcertado un instante, pero comprendió que Issib lo reconvenía: ¿de qué te quejas, Nafai, cuando estar lejos del campo magnético de la ciudad significa que no puedo usar los flotadores y me tienen que cuidar como a un crío? Para Issib debe de ser humillante que yo lo desnude, pensó Nafai. Sin embargo lo soporta sin quejas, y todo por Padre.

En medio de la noche Nafai despertó, desvelándose al instante. Se quedó escuchando. ¿Issib lo había llamado? No, su hermano aún mantenía la rítmica respiración del sueño. ¿Se había despertado porque estaba incómodo? No, porque la arena que había bajo la estera volvía ese suelo más cómodo que el de su habitación. Tampoco era el frío, ni el aullido distante de un perro salvaje, y no podían ser los mandriles, pues de noche dormían en absoluto silencio.

La última vez que se había despertado así, Nafai había encontrado a Luet en el cuarto de los viajeros y el Alma Suprema le había hablado a Padre durante la noche.

¿Entonces soñaba? ¿El Alma Suprema me ha enseñado algo en sueños? Pero Nafai no recordaba ningún sueño. Sólo que se había despertado de golpe.

Se levantó con sigilo, para no despertar a Issib, y se deslizó bajo el mosquitero que cubría la puerta. Fuera hacía más frío que dentro, claro, pero habían viajado tan al sur que el otoño aún no había llegado a ese lugar, y las aguas del mar del Rumen eran más cálidas y plácidas que el océano que lamía la costa oriental de Basílica.

Los camellos dormían en su pequeño corral. Los dispositivos de vigilancia, valiéndose de frecuencias sónicas y emisión de feromonas, mantenían a raya a los animales de la región. El arroyo chapoteaba sobre las piedras con una melodía sincopada. Las hojas de los árboles susurraban en la brisa nocturna. Si hay un sitio en toda Armonía donde un hombre podría vivir en paz, helo aquí, pensó Nafai. Y sin embargo yo no puedo dormir.

Nafai caminó río arriba y se sentó en una piedra a orillas del agua. Tiritó en la brisa fresca y por un instante lamentó no haberse vestido. Pero su intención no era quedarse levantado. Pronto regresaría a la tienda.

Miró alrededor, escrutando las colinas bajas. A menos que una persona observara desde esas colinas, no vería este irrigado valle. Aun así, era extraño que no hubiera más habitantes que esa tribu de mandriles y que no hubiera el menor indicio de presencia humana. Tal vez no había colonos porque estaban muy lejos de las rutas comerciales. La tierra apenas bastaba para mantener a escasas personas, aunque la cultivaran toda. Era un lugar solitario y poco lucrativo. Los salteadores podían usarlo como refugio, pero resultaba demasiado apartado para que lo usaran las caravanas. Era precisamente lo que necesitaban en esos tiempos de exilio. Como si estuviera preparado para ellos.

Por un instante Nafai se preguntó si aquel valle habría cobrado existencia cuando ellos lo necesitaban. ¿El Alma Suprema tenía tanto poder como para transformar el paisaje a voluntad?

Imposible. El Alma Suprema podía gozar de esos poderes en el mito y la leyenda, pero en el mundo real sus poderes parecían totalmente limitados a la comunicación: la difusión de obras de arte, la influencia mental sobre quienes recibían visiones o, más comúnmente, la anulación del pensamiento para evitar que los curiosos indagaran ideas prohibidas.

Por eso este lugar ha estado desierto hasta que nosotros llegamos, pensó Nafai. Para el Alma Suprema sería sencillo lograr que los viajeros del desierto cambiaran de idea en cuanto pensaran dirigirse hacia el mar del Rumen. El Alma Suprema lo preparó para nosotros, no creándolo a partir de la roca, no haciendo que un pozo de agua brotara como un manantial, un arroyo para nosotros, sino impidiendo que otros vinieran aquí, de modo que estuviera desierto cuando llegáramos.

El Alma Suprema persigue un grandioso propósito aquí, planes dentro de planes. Escuchamos su voz, analizamos sus visiones, pero aún somos títeres. Ignoramos si tiran de nuestros hilos y desconocemos el rumbo de nuestra danza. No está bien, pensó Nafai. Ni siquiera es bueno, pues si los seguidores del Alma Suprema son ciegos, si no pueden juzgar los propósitos del Alma Suprema, no escogen libremente entre el bien y el mal, ni entre la sabiduría y la necedad, sino que sólo eligen someterse a los propósitos del Alma Suprema. ¿Cómo se pueden llevar a cabo los planes del Alma Suprema si todos sus seguidores son gentes débiles que la obedecen sin comprender?

Yo te serviré, Alma Suprema, con todo el corazón, si comprendo lo que intentas hacer, qué significa. Y si tu propósito es bueno.

¿Quién soy yo para juzgar qué es bueno?

Cuando este pensamiento le acudió a la mente, Nafai se rió en silencio de su arrogancia. ¿ Quién soy yo para erigirme en juez del Alma Suprema?

Luego se estremeció. ¿Quién me puso ese pensamiento en la mente? ¿No habrá sido la misma Alma Suprema, tratando de domarme? No me dejaré domar, sólo persuadir. No admitiré coerción, obnubilación, trucos ni prepotencia. Sólo estoy dispuesto a dejarme convencer. Si no confías en tu bondad lo suficiente como para contarme qué intentas hacer, Alma Suprema, estás confesando tu debilidad moral y jamás te serviré.

El claro de luna que chispeaba en la superficie del arroyo de pronto se transformó en la luz del sol reflejada por los satélites de metal que orbitaban perpetuamente en torno del planeta Armonía. Nafai vio con la mente que los satélites se tambaleaban en sus órbitas y caían, ardiendo y pulverizándose al entrar en la atmósfera. Los primeros colonos humanos de este mundo habían construido dispositivos destinados a durar diez o veinte millones de años. Para ellos había parecido una eternidad: un período mucho más largo que la existencia de la especie humana multiplicada varias veces. Pero habían transcurrido cuarenta millones de años, y el Alma Suprema ahora cumplía su misión con una cuarta parte de los satélites que poseía al principio, apenas la mitad de los que había tenido en los primeros treinta millones de años. Con razón el Alma Suprema se había debilitado.

Pero sus planes aún eran importantes. Aún era preciso que se llevaran a cabo. Issib y Nafai tenían razón: el Alma Suprema era obra de los primeros colonos humanos y cumplía un solo propósito: convertir Armonía en un mundo donde la humanidad nunca tuviera poder para destruirse. |

¿No hubiera sido mejor, pensó Nafai, cambiar a la humanidad para que ya no deseara destruirse?

La respuesta acudió a su mente con tal claridad que supo que era una contestación del Alma Suprema. No, no hubiera sido mejor.

¿Pero por qué?, preguntó Nafai.

Muchas respuestas acudieron a su mente al unísono, en un borbotón que le impidió comprenderlas. Pero poco a poco, con creciente nitidez, algunas ideas hallaron expresión en el lenguaje. Frases tan claras como si otra voz las hubiera pronunciado. Pero no era otra voz: era la voz de Nafai, en un débil intento de capturar en palabras un vestigio de lo que le había comunicado el Alma Suprema.

En la mente de Nafai, la voz del Alma Suprema dijo lo siguiente: si yo le hubiera arrebatado el deseo de violencia, la humanidad ya no sería humana. No porque los seres humanos necesiten ser violentos para ser humanos, pero si alguna vez perdéis la voluntad de dominar, la voluntad de destruir, debe ser porque vosotros habéis escogido perderla. Mi papel no era el de obligaros a ser bondadosos, sino el de manteneros vivos mientras decidíais por vuestra cuenta quiénes queríais ser.

Nafai temió formular otra pregunta, por miedo a ahogarse en el torrente mental. Pero no podía dejar de hacerla. Dime despacio. Dime suavemente. Pero dime: ¿qué hemos decidido?

Para su alivio, la respuesta no fue un caudal de ideas puras e inefables. Esta vez fue como si una ventana se le abriera en la mente y pudiera ver a través. Las escenas y rostros que contemplaba eran recuerdos, cosas que había visto u oído en Basílica, cosas que ya estaban en su mente, preparadas para que el Alma Suprema las aprovechara, para que las hiciera aflorar a la superficie. Pero ahora las veía con tan clara comprensión que cobraban un poder y un significado que transcendía toda experiencia anterior. Vio recuerdos de transacciones comerciales que había observado. Vio obras dramáticas y sátiras que había presenciado. Conversaciones callejeras. Una mujer sagrada violada por una pandilla de adoradores borrachos. Las maquinaciones de hombres que procuraban obtener un contrato matrimonial con una mujer relevante. La crueldad desdeñosa de mujeres que sembraban la rivalidad entre sus pretendientes. Incluso el modo en que Elemak y Mebbekew habían tratado a Nafai, y el modo en que él los había tratado a ellos. Todo hablaba del afán de las personas de herirsemutuamente, la ardiente pasión de controlar lo que pensaban y hacían los demás. Muchos se valían de subterfugios para destruir a otros, y no sólo a sus enemigos, sino también a sus amigos. Destruirlos por el placer de saber que tenían poder para infligir dolor. Y muy pocos consagraban la vida a reforzar el vigor y la confianza de los demás. Muy pocos eran verdaderos maestros, genuinos esposos.

Eso son Padre y Madre, pensó Nafai. No permanecen juntos para obtener un provecho, sino para dar. Padre no se queda con Madre porque ella sea buena para él, sino porque juntos pueden ser buenos para nosotros y muchos otros. Padre participa en la política de Basílica desde hace pocas semanas, no porque ansié sacar provecho, como Gaballufix, sino porque francamente le interesa más el bien de Basílica que su propia fortuna, su propia vida. Podría desprenderse de su fortuna sin titubear. Y para Madre la vida es aquello que forja en la mente de sus estudiantes. A través de sus jóvenes procura crear la Basílica del mañana. Cada palabra que pronuncia en la escuela está destinada a resguardar la ciudad de la decadencia.

Sin embargo, están perdiendo. Se les escapa de las manos. El Alma Suprema los ayudaría si pudiera, pero no tiene el poder ni la influencia de antaño; además, no tiene la libertad para insuflar benevolencia, sólo para poner coto a la maldad. El despecho y la malicia son hoy la sangre de Basílica, Gaballufix es sólo el hombre que mejor expresa el ponzoñoso corazón de la ciudad. Incluso quienes le odian y luchan contra él no lo hacen porque ellos sean buenos y él sea malo, sino porque se oponen a su predominio, ya que ellos codician ese lugar.

Yo ayudaría, dijo la silenciosa voz del Alma Suprema en la mente de Nafai. Ayudaría a las gentes buenas de Basílica. Pero no hay suficientes. La ciudad anhela destrucción. ¿Cómo puedo pues impedir que sea destruida? Si Gaballufix fracasa con sus planes, otro hombre surgirá para ayudar a la ciudad a suicidarse. El fuego llegará porque la ciudad lo ansia. Son pocos los que aman la ciudad viviente en vez de tratar de alimentarse de su cadáver.

Asomaron lágrimas a los ojos de Nafai. Yo no comprendía. Nunca había visto la ciudad de esta manera.

Porque eres hijo de tu madre y heredero de tu padre. Como todos los seres humanos, supones que detrás de la máscara de su rostro los demás son esencialmente como tú. Pero no siempre es así. Algunos no pueden ver la dicha de otros sin el deseo de destruirla, no pueden ver los vínculos del amor entre amigos o esposos sin el deseo de quebrantarlos. Y muchos otros, que no son malos en sí mismos, se transforman en sus herramientas con la esperanza de obtener ganancias. La gente ha perdido la visión. Y yo no tengo el poder de restaurarla. Lo único que resta, Nafai, es mi memoria de la Tierra.

—Háblame de la Tierra —susurró Nafai.

Una nueva ventana se abrió en su mente, aunque esta vez no eran recuerdos personales. Veía cosas que le resultaban nuevas. Era abrumador, casi incomprensible. Brillantes cascos de vidrio y metal deslizándose por grises autopistas. Macizas casas de metal que se elevaban al cielo sobre esbeltas y frágiles cuñas de acero pintado. Altos edificios poliédricos con paredes de espejo, reflejándose mutuamente, reflejando la amarilla luz del sol. Y entre ellos, chabolas de papel y metal de desecho, donde los bebés perecían con el vientre hinchado. Gente arrojándose bolas de fuego, o grandes llamaradas que brotaban de mangueras. Y cosas totalmente inexplicables: una casa volante pasando sobre una ciudad y arrojando algo que parecía insignificante como excremento de pájaro, aunque de pronto estallaba en una llamarada brillante como el sol, y la ciudad entera se aplanaba, y las ruinas ardían. Una familia sentada ante una gran mesa rebosante de manjares, comiendo con voracidad, y luego inclinándose para vomitar sobre mendigos harapientos que aferraban desesperadamente las patas de las sillas. ¡Sin duda esa visión no era literal, sino figurada! ¡Sin duda nadie llegaría a la degeneración moral de comer más de lo necesario mientras otros morían de hambre ante sus ojos! Alguien que podía inventar un modo de lograr que el cielo ardiera en llamas tan potentes como para arrasar una ciudad de golpe sin duda se mataría antes de permitir que otros conocieran el terrible secreto de esa arma.

—¿Esto es la Tierra? —le susurró al Alma Suprema—. ¿Tan bella y monstruosa? ¿Esto éramos?

Sí, fue la respuesta. Es lo que erais, y es lo que seréis si no encuentro el modo de que el mundo vuelva a escucharme. En Basílica hay muchos que comen más de la cuenta, aun sabiendo que muchos padecen necesidad. Hay una hambruna sólo trescientos kilómetros al norte.

—Podríamos usar los carros para llevar comida allí —apuntó Nafai.

Los gorayni tienen esos carros. También llevan comida, pero es comida para los soldados que han ido a conquistar esa tierra devastada por el hambre. Sólo llevaron la comida después de subyugar al pueblo y destruir su gobierno. Eran las sobras que un porquerizo arroja a sus cerdos. Los alimentas ahora para asarlos después.

Las visiones continuaron durante lo que parecieron horas, aunque luego Nafai comprendió que sólo podían haber sido unos minutos. Más y más recuerdos de la Tierra, con conductas cada vez más perturbadoras, máquinas cada vez más extrañas. Luego la gran conflagración, y las naves elevándose desde el humo, el hielo y las cenizas.

—Huyeron porque habían destruido su mundo.

No, dijo el Alma Suprema. Huyeron porque ansiaban comenzar de nuevo. Quienes viajaron a Armonía no pensaban que la Tierra ya no fuera apta para ellos, sino que ellos ya no eran aptos para la Tierra. Miles de millones habían perecido, pero en la Tierra aún quedaba combustible y vida para que sobrevivieran unos cientos de miles de humanos. Sin embargo, no soportaban vivir en el mundo que habían destruido. Nos iremos, se dijeron, mientras este mundo sana. Durante nuestro exilio, también aprenderemos a sanar, y cuando regresemos seremos aptos para heredar el suelo donde nacimos y para cuidarlo.

Así crearon el Alma Suprema, y la llevaron consigo a Armonía, y le dieron cientos de satélites para que fueran sus ojos y su voz; alteraron sus genes para poder recibir la voz del Alma Suprema en la mente; llenaron el Alma Suprema con recuerdos de la Tierra y dejaron que velara por sus hijos durante veinte millones de años.

En ese tiempo, se dijeron, nuestros hijos habrán aprendido a convivir en armonía. Lograrán que el nombre del planeta concuerde con sus vidas. Y al final de ese tiempo, el Alma Suprema sabrá cómo llevarlos a casa, donde los aguarda el Guardián de la Tierra.

—Pero no estamos preparados —objetó Nafai—. Después del doble de ese tiempo, somos tan malos como antes, sólo que tú nos has impedido desarrollar el poder para transformar toda la vida de este planeta en hielo y cenizas.

El Alma Suprema puso este pensamiento en la mente de Nafai: a estas alturas el Guardián ya ha cumplido su parte. La Tierra está lista para nuestro regreso. Pero la gente de Armonía aún no está preparada para volver. He conservado todo el conocimiento de la Tierra durante todos estos años, aguardando para enseñaros a construir las casas que vuelan, las naves estelares que os devolverán a vuestro hogar; pero no me atrevo a enseñaros, porque usaríais el conocimiento para oprimir y en último extremo para exterminaros.

—Entonces, ¿qué haces? —preguntó Nafai—. ¿Cuál es tu plan? ¿Por qué nos has traído aquí?

Aún no puedo decírtelo, respondió el Alma Suprema. Aún no estoy segura de ti. Pero te he dicho lo que necesitabas. Te he revelado mi propósito. Te he contado lo que hice y lo que aún ha de hacerse. Yo no he cambiado. Hoy soy la misma que cuando tus antepasados me pusieron aquí para cuidar de vosotros. Mis planes están destinados a preparar a la humanidad para que retorne adonde aguarda el Guardián de la Tierra. Sólo vivo para eso, para preparar a la humanidad para el regreso al hogar. Soy la memoria de la Tierra, y si me ayudas, Nafai, participarás en el cumplimiento de ese plan, siempre que pueda cumplirse.

Siempre que pueda cumplirse.

La abrumadora presencia del Alma Suprema desapareció de golpe, como si una gran hoguera se hubiera extinguido súbitamente, como si un caudaloso río de vida se hubiera secado en el interior de Nafai. Se quedó sentado a orillas del arroyo, agotado, exhausto, vacío, con ese angustioso pensamiento en el corazón: siempre que pueda cumplirse.

Tenía la boca seca. Se arrodilló junto al agua, hundió las manos y se las llevó a los labios para beber. No le bastó. Arqueó el cuerpo, no con la actitud reverente de la plegaria, sino con una sed desesperada; hundió la cabeza bajo la superficie y bebió ávidamente, apoyando la mejilla en la fría piedra del cauce, mientras el agua le acariciaba la espalda, las pantorrillas. Bebió sin cesar, irguió la cabeza y los hombros para respirar el aire nocturno, se derrumbó de nuevo en el agua para beber con igual ansiedad.

A pesar de todo, era una especie de plegaria, comprendió al erguirse, tiritando de frío mientras la oscura brisa evaporaba el agua que le perlaba la piel.

—Estoy contigo —le dijo al Alma Suprema—. Haré lo que pides, porque ansío que cumplas tu propósito. Haré todo lo que pueda para preparar nuestro regreso a la Tierra.

Estaba aterido cuando regresó a la tienda. Ya no goteaba agua, pero tampoco estaba seco. Se tendió temblando en la estera, dejando que el aire de la tienda y el calor del cuerpo de Issib lo calentaran, hasta que al fin logró conciliar el sueño.

Por la mañana había mucho que hacer; a pesar de su cansancio, Nafai no pudo dormir hasta tarde, así que realizó sus tareas con lentitud y torpeza mientras Elemak y Padre le ladraban. ¡Presta atención! ¡Usa la cabeza! Sólo con el calor de la tarde, cuando durmieron la siesta que en el desierto era tan esencial para la supervivencia como el agua, Nafai tuvo la oportunidad de recobrarse de su paseo nocturno, de su visión. Pero entonces no deseaba morir. Tendido en su estera, contó a Issib lo que había visto y lo que le había revelado el Alma Suprema. Cuando Nafai concluyó, Issib lagrimeaba. Con gran esfuerzo estiró la mano para coger la de Nafai.

—Sabía que tenía que haber un propósito en todo esto —susurró—. Así cobra mucho sentido. Todo concuerda. Fuiste muy afortunado al oír la voz del Alma Suprema. Aún con mayor claridad que Padre, creo. Con tanta claridad como Luet. Eres como Luet.

Nafai se sintió incómodo un instante. Había desdeñado a Luet en sus pensamientos y a veces en sus palabras. La había tildado de bruja. ¿Era esto lo que ella sentía cuando el Alma Suprema le enviaba una visión? ¿Cómo podía haberla ridiculizado por eso?

Durmió de nuevo, y despertó, y finalizaron su labor: un corral permanente para los camellos, construido con piedras apiladas unidas por un campo gravitatorio alimentado por colectores solares; cobertizos refrigerados para almacenar los alimentos deshidratados que los mantendrían durante un año, si tardaban tanto en regresar a Basílica; dispositivos de vigilancia situados en el perímetro del valle, para que nadie los espiara sin que ellos lo supieran. No encendieron fogatas, por supuesto: en el desierto, la madera era demasiado preciosa para quemarla. Pero fueron aún más lejos; no cocinarían nada, pues una fuente de calor inexplicable podría llamar la atención. El calor de sus cuerpos sería toda la radiación infrarroja que despedirían, y el ruido electromagnético emitido por sus dispositivos de vigilancia, el campo gravítico, el refrigerador, los colectores solares y la silla de Issib no eran tan potentes como para ser detectados más allá del perímetro, excepto con instrumentos mucho más sensibles de los que poseían los merodeadores y las caravanas. Estaban bastante seguros.

Durante la cena Nafai comentó que era innecesario.

—Cumplimos una misión del Alma Suprema —dijo—. El Alma Suprema ha mantenido a la gente alejada de este paraje durante años, preparándolo para nosotros… De todos modos alejaría a los extraños.

Elemak rió y Mebbekew lanzó una carcajada histérica.

—Bien, Nafai el teólogo —se burló Meb—, si el Alma Suprema es tan capaz de protegernos, ¿por qué nos envió a este sitio infernal en vez de permitir que nos quedáramos en casa?

—¿Y desde cuándo eres tan experto en el Alma Suprema, Nafai? —preguntó Elemak—. Es evidente que tu madre ha pasado demasiado tiempo con brujas.

Por una vez, Nafai acal ó sus airadas réplicas. Era inútil discutir. Pero en otras ocasiones eso no le había impedido hablar más de la cuenta. Nafai comprendió que la diferencia radicaba en que ya no era sólo Nafai, el hijo menor de Wetchik. Ahora era el amigo y aliado del Alma Suprema. Tenía preocupaciones más importantes que discutir con Elya y Meb.

—Nafai —intervino Padre—, tu razonamiento es endeble. ¿Por qué permitir que el Alma Suprema pierda tiempo protegiéndonos cuando somos capaces de cuidarnos solos?

—Tienes razón, Padre —admitió Nafai. Había hecho un comentario tonto. Era erróneo sobrecargar al Alma Suprema cuando el Alma Suprema necesitaba que ellos la ayudaran a sobrellevar su carga—. Lo siento.

Elemak sonrió y Mebbekew soltó otra carcajada.

—Escuchadlos —dijo—. Hombres supuestamente racionales preguntándose si el Alma Suprema debería cuidar de nuestros camellos.

—Fue el Alma Suprema quien nos trajo aquí —contestó Padre glacialmente.

—Fuiste tú quien nos hizo partir —replicó Mebbekew— y Elemak quien nos guió.

—Fue el Alma Suprema quien me advirtió que partiera, y fue el Alma Suprema quien nos trajo a este valle bien irrigado.

—Sí, claro, lo olvidaba —se mofó Meb—. Pensé que era un buitre volando en círculos, pero no. Era el Alma Suprema, indicándonos el camino.

—Sólo un necio bromea con lo que no entiende.

—Sólo un viejo tonto llama necios a los hombres racionales. Eres tú quien ve complots y conspiraciones en las sombras, Padre.

—Cállate —exigió Elemak.

—No me ordenes que me calle.

—Cállate —repitió Elemak, enfrentando los airados ojos de Mebbekew.

Nafai notó que Elya despedía fuego por los ojos, a pesar de tenerlos entornados como si estuviera durmiéndose.

—Bien —suspiró Mebbekew, untando pasta de habichuelas fría en otra galleta—. Parece que soy el único que no considera que ir de excursión es lo más apasionante del mundo.

—No estamos de excursión —observó Padre—. Estamos en el exilio.

—Me pregunto qué he hecho yo para merecer el exilio.

—Eres mi hijo. Ninguno de nosotros estaba seguro allá.

—Vamos —replicó Meb—. Todos estábamos seguros.

Nafai comenzaba a entender. Elemak no quería que Mebbekew hablara de la conspiración contra Padre ni de las razones para que toda la familia huyera al desierto. Era un tema delicado y Nafai supuso que ambos sabían más de lo que estaban dispuestos a confesar. Si ocultaban un oscuro secreto, era lógico que Elemak procurase esconderlo eludiendo toda conversación al respecto, y que Mebbekew procurase esconderlo tras una pantalla de negaciones despectivas y mentiras socarronas.

—Ambos sabéis que la vida de Padre peligraba en Basílica —declaró Nafai.

Ambos lo miraron de un modo que confirmaba la verdad de sus sospechas. Si hubieran sido inocentes, habrían tomado ese comentario como si sólo significara que debían creer en la visión de Padre. Pero reaccionaron con mayor vehemencia.

—¿Desde cuándo sabes lo que saben los demás? —preguntó Elemak.

—Si estás tan seguro de que la vida de Padre peligraba —añadió insidiosamente Meb—, significa que tú formabas parte de la conspiración.

De nuevo las reacciones típicas: Elemak se defendía de la acusación de Nafai alegando que no podría probar nada, Mebbekew se defendía volviendo la acusación contra Nafai.

Ahora deben comprender que están confesando, pensó Nafai.

—¿Qué conspiración? —preguntó—. ¿De qué hablas? Mebbekew se dio cuenta de que había hablado en exceso.

—Sólo supuse… que insinuabas que nosotros conocíamos algo de antemano.

—Si sabías que había un complot contra la vida de Padre —replicó Nafai—, tendrías que haberle prevenido, si tienes algo de decencia. Y sin duda no estarías gimiendo que no era necesario marcharse de la ciudad.

—No soy yo quien gime, chiquillo —estalló Mebbekew. Su furia había perdido toda sutileza. No sabía cómo interpretar las palabras de Nafai, quien había hablado así precisamente con esa intención. Quería que Meb se preguntara cuánto sabía su hermano menor.

—Cállate, Meb —masculló Elemak—. Y tú también, Nafai. Que ya tenemos bastantes problemas sin vuestras pendencias.

Elya el pacificador. Era cosa de risa. Pero quizá fuera cierto. Quizás Elemak no supiera. Quizá Gaballufix nunca le había confiado sus propósitos en ese sentido. Claro que no, comprendió Nafai. Elya podía ser hermanastro de Gaballufix, pero aún era hijo y heredero de Wetchik. Gaballufix nunca sabría con certeza de qué lado estaba Elemak. Podía utilizar a Elya como intermediario, como mensajero ante Padre, pero nunca le confiaría datos concretos.

Eso también explicaría por qué Elemak se afanaba en acallar a Meb; quería ocultar su relación con Gaballufix, sí, pero no porque fuera cómplice de una conspiración. ¿Cómo podía Nafai haber imaginado tal cosa? Además, si estaban en el desierto como parte del plan del Alma Suprema, ¿no significaba eso que Elemak y Mebbekew también formaban parte del plan? Aquí estoy, lleno de sospechas, abrigando la misma malevolencia que amenaza con destruir Basílica. ¿Cómo puedo afirmar que estoy del lado del Alma Suprema si ni siquiera me fío de mi propio hermano ?

—Lo siento —dijo Nafai—. No debí decir eso.

Lo miraron realmente asombrados. Nafai tardó un instante en comprender que era la primera vez en su vida que se disculpaba por haber agraviado a sus hermanos sin que primero lo sometieran por la fuerza y el dolor.

—Está bien —dijo Mebbekew, con voz de sorpresa. Aun así, sus ojos despedían un brillo de triunfal desprecio.

Crees que me disculpo porque soy débil, le dijo Nafai en silencio. Te equivocas. Me disculpo porque trato de aprender a ser fuerte.

Fue entonces cuando Nafai contó a Padre, Elemak y Mebbekew algunas visiones que el Alma Suprema le había mostrado la noche anterior. Pero no pudo llegar muy lejos en su relato.

—Estoy cansado —dijo Elemak—. No tengo tiempo para esto.

Nafai lo miró atónito. ¿No tenía tiempo para oír el plan del Alma Suprema? ¿No tenía tiempo para aprender acerca de la esperanza de que la humanidad regresara a la Tierra? Mebbekew bostezó sin disimulos.

—¿Acaso no os importa? —preguntó Issib. Elemak sonrió a su hermano inválido.

—Eres demasiado crédulo, Issya. ¿No entiendes lo que ocurre? Nafai no soporta no ser centro de atención. Como es incapaz de ser útil o medianamente competente, empieza a tener visiones. En cuanto te descuides, Nyef nos impartirá las órdenes del Alma Suprema y querrá ser el jefe.

—Claro que no —dijo Nafai—. Tuve las visiones.

—Sí, claro —replicó Mebbekew—. Yo también tuve visiones anoche. Muchachas que ni siquiera tienes gónadas para soñar, Nafai. Creeré en tus sueños del Alma Suprema cuando estés dispuesto a casarte con una chica de mis sueños. Hasta te daré una de las más bonitas.

Elemak rió, e incluso Padre sonrió un poco. Pero las burlas de Mebbekew enfurecieron a Nafai.

—Os digo la verdad —insistió—. ¡Os cuento lo que el Alma Suprema intenta lograr!

—Prefiero pensar en lo que intentan lograr las chicas de mis sueños —dijo Meb.

—Basta de vulgaridades —intervino Padre, aunque seguía riendo entre dientes. Era un golpe cruel que Padre creyera, con Elemak, que Nafai inventaba sus visiones.

Cuando Elemak y Mebbekew fueron a atender los animales, Nafai se quedó con Padre e Issib.

—¿Por qué no vas? —preguntó Padre—. Issib no puede ayudar en esas tareas, pues aquí no funcionan sus flotadores. Pero tú puedes colaborar.

—Padre, pensé que tú me creerías.

—Te creo. Creo que sinceramente anhelas formar parte de la obra del Alma Suprema. Te respeto por ello, y es posible que algunos de esos sueños fueran enviados por el Alma Suprema. Pero no intentes convencer a tus hermanos mayores. No te lo consentirán. —Rió amargamente—. Apenas me lo consienten a mí.

—Yo creo a Nafai —dijo Issib—. Y no eran sueños. Estaba despierto, a orillas del río. Le vi regresar a la tienda, mojado y aterido.

Nafai nunca había sentido tanta gratitud por nadie. No esperaba que Issib lo respaldara; más aún, temía que su hermano dejara de creerle al ver que Padre no lo tomaba en serio.

—Yo también le creo —dijo Padre—. Pero las cosas que dijiste eran mucho más concretas de lo que el Alma Suprema nos revela en sus visiones. Acepto que exista un fondo de verdad en lo que dices, pero la mayor parte debe de venir de tu imaginación, y no seré yo quien trate de discernir una cosa de otra, y menos esta noche.

—Yo te creí —objetó Nafai.

—Al principio no. Y no se cambian creencias como si fueran favores. La confianza debe ganarse. No pretendas que yo te crea más pronto de lo que tú me creíste a mí.

Humillado, Nafai se levantó de la alfombra. La tienda de Padre era tan amplia que no tuvo que agachar la cabeza cuando se incorporó.

—Fui ciego al principio, cuando me contaste lo que viste. Pero ahora veo que tú eres sordo, pues no oyes lo que he oído.

—Ayuda a tu hermano a volver a la silla. Y sé más respetuoso con tu padre.

Esa noche, en su tienda, Issib trató de consolar a Nafai.

—Padre es un padre, Nafai. No le puede gustar que su hijo menor obtenga mucha más información del Alma Suprema de la que él ha recibido.

—Quizá yo esté mejor sintonizado o algo por el estilo —sugirió Nafai—. No puedo evitarlo. ¿Pero qué importa a quién le habla el Alma Suprema? ¿Acaso Gaballufix no tendría que creer a Padre, aunque Padre ocupe un rango inferior en el clan Palwashantu?

—Su puesto será inferior, no su rango. Si Padre hubiera querido ser jefe del clan, lo hubieran escogido. Por algo es el Wetchik de nacimiento. Por eso Gaballufix lo odia, porque sabe que si Padre no hubiera despreciado la política habría borrado de un plumazo el poder y la influencia de Gaballufix desde el principio.

Pero Nafai no deseaba hablar de política basilicana. Guardó silencio, y en el silencio habló nuevamente con el Alma Suprema. Tienes que lograr que Padre me crea, dijo. Tienes que mostrarle lo que sucede. No puedes presentarme una visión y luego no ayudarme a persuadir a Padre.

—Yo te creo, Nyef —susurró Issib—. Y creo en lo que el Alma Suprema intenta lograr. Tal vez sea todo lo que el Alma Suprema necesite, ¿no lo has pensado? Tal vez el Alma Suprema no necesita que Padre te crea ahora. Acéptalo. Confía en el Alma Suprema.

Nafai miró a Issib, pero en la oscuridad de la tienda no distinguió si su hermano tenía los ojos abiertos. ¿Era Issib quien hablaba, o Issib estaba dormido y Nafai oía palabras del Alma Suprema en la voz de Issib?

—Algún día, Nyef, tal vez suceda lo que dijo Elemak. Quizá debas impartir órdenes a tus hermanos. O incluso a Padre. ¿Crees que entonces el Alma Suprema te librará a tu suerte?

No, no podía ser Issib. El Alma Suprema le decía, con la voz de Issib, cosas que Issib jamás diría. Y ahora, al comprender que tenía su respuesta, Nafai podía dormir de nuevo. Pero antes se formaron nuevas preguntas en su mente:

¿Y si el Alma Suprema me revela más que a Padre, no porque forme parte de un plan sino sólo porque soy el único que puede oír y entender?

¿Y si el Alma Suprema cuenta con que yo pueda hallar el modo de persuadir a los demás, porque ya no tiene poder para convencerlos?

¿Y si estoy realmente solo, excepto por este hermano que me cree, un hermano tullido que nada puede hacer?

La creencia es importante, susurró la voz en la mente de Nafai. Gracias a que Issib cree en ti, no has comenzado a dudar tú mismo.

Díselo a Padre, suplicó Nafai mientras se dormía. Habla con Padre para que él me crea.

El Alma Suprema habló con Padre esa noche, pero no con la visión que Nafai había esperado.

—Vi que los cuatro regresabais a Basílica —dijo Padre.

—Ya era hora —suspiró Mebbekew.

—Regresabais, pero con un solo propósito. Conseguir el índice y traérmelo.

—¿El índice? —preguntó Elemak.

—Pertenece al clan Palwashantu desde el comienzo. Es la razón por la cual el clan ha conservado su identidad durante tantos años. Una vez nos llamaban los Guardianes del índice, y mi padre me contó que era derecho de los Wetchik utilizarlo.

—¿Utilizarlo para qué? —preguntó Mebbekew.

—No estoy seguro. Sólo lo he visto unas pocas veces. Mi abuelo se lo dejó al consejo del clan cuando comenzó a viajar, y mi padre no intentó recobrarlo después de la muerte del abuelo. Ahora está en casa de Gaballufix. Pero, a juzgar por su nombre, sospecho que es una guía para una biblioteca.

—Qué útil —se burló Elemak—. ¿Y para eso nos envías a Basílica? ¿A buscar un objeto cuyo propósito no entiendes?

—A buscarlo y traérmelo. A cualquier precio.

—¿Hablas en serio? —se asombró Elemak—. ¿A cualquier precio?

—Es lo que desea el Alma Suprema. No se trata de sentimientos personales. Quiero que regreséis sanos y salvos.

—De acuerdo —asintió Mebbekew—. Puedes darlo por hecho. Ningún problema.

—¿Traemos más provisiones? —preguntó Nafai.

—No habrá más provisiones. Ordené a Rashgallivak que vendiera todos los suministros para caravanas.

Nafai notó que Elemak se ruborizaba bajo la piel tostada.

—Y cuando nuestro exilio haya terminado, Padre, ¿cómo piensas reiniciar los negocios?

Nafai comprendió que era un momento crucial: Elemak se daba cuenta de que los actos de Padre estaban destinados a ser irrevocables. Si Elya iba a rebelarse, se valdría de este pretexto, lo que él consideraba un derroche de su herencia. Así que Padre respondió sin remilgos.

—No me propongo reiniciar nada. Obedece, Elemak, o tú no deberás preocuparte por la fortuna Wetchik.

Más claro imposible. Si Elemak deseaba ser Wetchik alguna vez, más le valía acatar las órdenes del Wetchik actual.

—De todas formas, nunca me gustaron esos animales pestilentes —cloqueó Mebbekew—. ¿Quién los necesita?

Su mensaje era igualmente claro: no me importaría en absoluto ser Wetchik en tu lugar, Elemak, así que hazme el favor de irritar a Padre.

—Te traeré el índice, Padre —aseguró Elemak—. ¿Pero por qué enviar a estos otros? Déjame ir solo. O déjame llevar a Mebbekew, y quédate con los pequeños. Ninguno de los dos me servirá de nada.

—El Alma Suprema me mostró que los cuatro viajabais. Así que los cuatro iréis a Basílica, y los cuatro regresaréis. ¿Entendido?

—Perfectamente —dijo Elemak.

—Anoche te burlaste de Nafai porque él declaró que tenía visiones —continuó Padre—. Pero te aseguro que podrías aprender muchísimo de Nafai e Issib. Al menos ellos procuran ayudar. Mis hijos mayores sólo aportan quejas.

Mebbekew miró a Nafai de hito en hito, pero Nafai tenía más miedo de Elemak, quien observaba a Padre con ojos entornados. Anoche no me creías, Padre, pensó Nafai. Y hoy haces que mis hermanos me odien aún más que antes.

—Sabéis mucho, Elemak y Mebbekew —prosiguió Padre—, pero en vuestro aprendizaje no llegasteis a asimilar el concepto de lealtad y obediencia. Aprendedlo de vuestros hermanos menores y entonces seréis dignos de la riqueza y los honores a que aspiráis.

Es el fin, pensó Nafai. Ahora estoy muerto. Bien podría ser un gusano en el pan, por el modo en que me tratarán durante este viaje. Preferiría quedarme antes que ir en estas condiciones, Padre, muchísimas gracias.

—Padre, haré lo que me pides —respondió Elemak, pero con una voz glacial que causaba escalofríos.

Elemak inició hurañamente los preparativos. Como Nafai esperaba, Elya lo ignoró por completo cuando le preguntó qué debía hacer para ayudar. Y Mebbekew le clavó una mirada que le provocó escozor. Quiere matarme, pensó. Meb quiere matarme.

Como no le permitían ayudar, y como lo más prudente era pasar inadvertido, Nafai regresó a la tienda que compartía con Issib y ayudó a su hermano a hacer el equipaje, una tarea que se reducía a envolver los flotadores y guardarlos en un saco. Issib miraba tan ávidamente los flotadores que Nafai comprendió que no le importaba lo que Elemak y Mebbekew pensaran de él: quería estar de vuelta donde pudiera usar nuevamente el cuerpo, donde fuera libre y nadie tuviera que vestirlo ni llevarlo a hacer sus necesidades, como un crío o una mascota. Es un prisionero encerrado en su propio cuerpo, pensó Nafai. Terminaron la tarea e Issib se quedó en su silla, balanceándose sobre el suelo como un monarca malhumorado en su trono. Ansiaba marcharse, regresar a Basílica.

Todos ansían regresar, pensó Nafai. Pero no por razones correctas. Nadie ansia llegar por afán de ayudar al Alma Suprema.

Nafai fue a orillas del río y cogió una rama de diez centímetros de grosor, que curvó como si fuera una herradura. Oponía resistencia, pero cedía ante la fuerza de sus manos.

—No la rompas —advirtió Padre.

Nafai se volvió sobresaltado. Soltó la rama, que se elevó bruscamente haciendo caer algunas hojas.

—Le llevó tiempo crecer —dijo Padre.

—No iba a romperla.

—Faltaba poco. Yo conozco las plantas, tú no. Faltaba poco para que se partiera.

—No soy tan fuerte.

—Más fuerte de lo que crees. —Padre lo midió con la mirada—. Catorce años. —Rió entre dientes—. Los genes de tu madre, no los míos, me temo. Te miro y veo…

—¿A Madre?

—Lo que Issib pudo haber sido, en cuerpo y mente. Pobre muchacho.

Pobre muchacho. ¿Por qué no me miras alguna vez, Padre, y me ves a mí? En vez de un hijo imaginario. En vez de un chiquillo que inventa visiones, ¿por qué no ves lo que soy? Un hombre que ha oído la voz del Alma Suprema con más claridad que tú.

—Tengo miedo —dijo Padre.

Nafai miró al padre a los ojos. ¿Se burla de mí?

—Te envío a una misión más peligrosa de lo que suponen tus hermanos. Pero tú lo entiendes, ¿verdad, Nafai?

—Eso creo.

—Después de lo que has visto —dijo Padre. Pero era tanto una pregunta como una respuesta. ¿Qué preguntaba: si Nafai sabía la verdad sobre Elya y Meb? No podía ser, pues ni siquiera Padre lo sabía. No, Padre preguntaba si de veras veía visiones.

La primera reacción de Nafai fue enfurecerse, ofenderse. Pero comprendió que era un error. Pues Padre tenía derecho a preguntar, derecho a tomarse tiempo para creer en sus visiones, tal como decía Issib. Trataba de aceptar la idea de que Nafai era su camarada, otro servidor del Alma Suprema.

—Sí —respondió Nafai—. He visto. Pero nada sobre el índice.

—Gaballufix no lo entregará fácilmente. En la visión lo entregaba, pero el Alma Suprema no puede verlo todo. El índice no es simplemente algo que pides prestado. Es muy poderoso.

—¿Por qué? ¿Qué puede hacer?

—No sé qué puede hacer por sí mismo. Pero sé que significa poder. Sé que, entre los Palwashantu, el que guarda el índice cuenta con la confianza del clan. El máximo honor. Gabya no lo entregará. Antes matará. Y allá mando a mis hijos.

Padre estaba furioso. Nafai comprendió: está furioso con el Alma Suprema, que le ha ordenado hacer esto.

Pero poco a poco Padre dominó su furia y recobró la calma.

—Espero que el Alma Suprema haya pensado bien todo esto.

—Padre, yo iré y haré lo que el Alma Suprema nos ha pedido, porque sé que el Alma Suprema no nos pediría que lo hiciéramos sin preparar un modo de lograrlo.

Padre le estudió el rostro largo rato, luego sonrió. Nafai jamás había visto semejante sonrisa en el rostro de su padre, llena de alivio, de confianza.

—No estás fingiendo, ¿verdad? —dijo—. No te limitas a decir lo que crees que deseo oír.

—¿Desde cuándo un hijo tuyo dice lo que tú quieres oír? —preguntó Nafai.

Padre lanzó una estentórea carcajada.

—¡Jamás! —tronó. Y dejó de reír súbitamente. Cogió la cabeza de Nafai entre las manos, unas manazas callosas, nervudas, curtidas por años de manejar cortezas, arneses de cuero y piedras toscas. Apoyó esas grandes palmas en ambos lados de la cara de Nafai y se inclinó para besarle la boca—. Hijo mío —susurró—. Hijo mío.

Permanecieron juntos un instante junto al árbol, junto al agua, hasta que oyeron pasos y se volvieron. Era Elemak, con semblante avinagrado.

—Hora de partir —anunció—. Si hoy queremos avanzar algo.

—Marchaos, por favor —dijo Padre—. No quiero retrasaros un solo instante.

Poco después montaron en sus camellos para emprender el regreso a la ciudad.

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