11. HERMANOS

Basílica aún no estaba a la vista, pero Elemak conocía el camino. Lo conocía tan bien como el reflejo de su rostro en el espejo, cada lunar, cada protuberancia o hendidura donde se atascaba la navaja haciéndole sangrar. Conocía las sombras de cada hora del día, cada lugar donde había agua después de una lluvia, cada escondrijo de los salteadores.

Ahora Elemak conducía a sus hermanos hacia uno de esos lugares. Hacía rato que no avanzaban por el camino, pero hasta ahora lo habían tenido siempre a la vista. Se alejaron de él y pronto el suelo se volvió tan escarpado que tuvieron que detenerse y desmontar.

—¿Por qué nos detenemos aquí? —preguntó Mebbekew.

—Los flotadores funcionan —dijo Issib—. Estamos cerca. Puedo moverme sin la maldita silla.

Elemak miró a su hermano inválido sacudiendo la cabeza.

—Aún no son seguros. Bajaremos la silla… tendrás que usarla.

Issib solía ser obediente, pero no ahora.

—Úsala tú, si crees que es tan cómoda.

—Mírate. Los flotadores funcionan de forma intermitente. Perderás el control, te caerás y puedes hacerte daño. Usa la silla.

—Mejorará a medida que nos aproximemos.

—No nos aproximaremos.

—¿Entonces qué haremos? —preguntó Mebbekew.

—Bajaremos a ese barranco, donde el campo magnético de Basílica no surte efecto, y allí aguardaremos hasta el anochecer.

—¿Y luego? —preguntó Mebbekew—. ¿Desde cuándo das las órdenes?

Elemak se había enfrentado a esta situación con muchos viajeros, y a veces con peones contratados. Sabía manejarla: represión drástica, instantánea y pública, para que no quedaran dudas sobre quién estaba al mando. En vez de responder, cogió a Mebbekew por los brazos — brazos delgados, femeninos… ¡brazos de actor, por el Alma Suprema!— y lo aplastó contra una pared de roca. El brusco movimiento asustó a un camello. El animal pateó, escupió, resopló. Por un instante Elemak temió tener que ir a tranquilizarlo, pero Nafai se le había acercado y lo calmaba. El chico a veces servía para algo más que para lamerle el culo a Padre. No como Mebbekew, de quien nunca podías fiarte. No entendía por qué Gaballufix había confiado en él. Sin duda Gabya sabía que Mebbekew se delataría. Aunque no hubiera hablado con Padre de la conspiración, sin duda se lo había contado a alguien. ¿De qué otro modo se había enterado Padre?

Meb dilató los ojos de pánico y dolor. Se había dado un golpe brutal contra la piedra. Bien, pensó Elemak. Piensa un poco en el dolor. Piénsalo bien antes de cuestionar mi autoridad en el desierto.

—Yo estoy al mando aquí —jadeó Elemak. Meb asintió.

—Y digo que esperemos el anochecer.

—Sólo bromeaba —gimió Meb—. No tienes que tomártelo todo tan a pecho, ¿verdad?

Elemak sintió ganas de pegarle. ¿A pecho? ¿No comprendes que en Basílica el hombre más poderoso de la ciudad debe de estar convencido de que lo traicionamos y avisamos a Padre de que huyera? Para Mebbekew, Basílica era una ciudad de placer y movimiento. Bien, tal vez hubiera mucho movimiento dentro de esas murallas, pero muy poco placer.

Pero Elemak no le pegó, porque sería excesivo y provocaría resentimiento en vez de respeto entre los demás. Elemak sabía conducir hombres y sabía dominar sus sentimientos sin permitir que le obnubilaran el juicio. Soltó a Mebbekew y le dio la espalda, tanto para mostrar su plena confianza en su liderazgo corno su desprecio por Mebbekew. Meb no se atrevería a atacarlo, ni siquiera por la espalda.

—Al anochecer haremos algo muy sencillo. Yo entraré en la ciudad, hablaré con Gaballufix y traeré el índice.

—No —objetó Issib—. Padre dijo que debíamos ir todos. Otra insubordinación, pero menor. Y tratándose de Issib, el inválido, no era aconsejable recurrir a la fuerza.

—Y todos hemos venido. Pero yo conozco a Gaballufix. Es mi hermanastro, tan hermano mío como cualquiera de vosotros. Soy el más indicado para convencerlo de que nos dé el índice.

—¿Quieres decir que hemos viajado tanto para que ahora me dejes aquí —protestó Issib—, en este ataúd de metal?

—Mejor tu silla que un ataúd verdadero —replicó Elemak—. Si crees que entrar en la ciudad será divertido, eres un tonto. Gaballufix es peligroso.

—En efecto —intervino Nafai—. Elya tiene razón. Si entramos todos juntos, un fracaso podría significar la muerte o la cárcel para todos. Si va uno solo, el resto de nosotros puede lograr algo aunque él fracase.

—Si fracaso, regresad adonde Padre —dijo Elemak.

—Claro —rezongó Meb—. Si todos hemos memorizado el camino.

—No puedes ir tú —objetó Issib—. De todos nosotros, eres el único imprescindible para guiarnos de vuelta.

—Iré yo —se ofreció Nafai.

—Seguro —rió Elemak—. Tú eres el más parecido a Rasa. Creo que no entiendes, Nyef. Con sólo echarte un vistazo, Gaballufix recordará la única humillación que jamás pudo vengar, Rasa anulando el contrato después de tener dos hijas, para pactar a la semana un nuevo contrato con Padre… el cual aún no ha roto. Si entras solo en casa de Gaballufix, sin que nadie lo sepa, puedes darte por muerto.

—Yo, entonces —dijo Mebbekew.

—Sólo te emborracharías o buscarías una mujerzuela —rechazó Elemak—, y luego regresarías y mentirías, diciendo que hablaste con Gaballufix y él dijo que no.

Mebbekew pareció pensar en enfadarse, pero pronto se arrepintió.

—Tal vez —convino—. Pero nadie ha propuesto un plan mejor.

—¿Y qué hay de mí? —sugirió Issib—. Yo iré a preguntar. ¿Qué le haría Gaballufix a un inválido? Elemak sacudió la cabeza.

—Partirte en dos con sus manazas, si le viene en gana.

—¿Y tú eres su amigo? —preguntó Mebbekew.

—Hermano. Somos hermanos. Nadie escoge a sus hermanos, ¿sabes? Nos conformamos con lo que nos toca.

—No haría daño a un inválido —insistió Issib—. Lo avergonzaría ante sus hombres.

Elemak sabía que Issib tenía razón. El inválido era el más indicado para salir vivo de una entrevista con Gaballufix. El problema era que no podía permitir que Issib o Nafai hablaran con ese hombre, Gaballufix podía decir algo comprometedor. No, tenía que ir en persona, hablar a solas con Gabya, arreglar las cosas, persuadir a su hermano de que él no había advertido a Padre en lo referente al plan para matar a Roptat en circunstancias que implicarían y desacreditarían a Wetchik. Si se enteraban de esto, Meb, Issya y Nyef no comprenderían que a fin de cuentas era lo mejor para la seguridad de Padre. Si no lo neutralizaban de este modo, sería Padre quien terminaría muriendo en circunstancias misteriosas.

—Os diré qué vamos a hacer —dijo—. Ya que no nos ponemos de acuerdo, dejemos que el Alma Suprema decida. Una vieja tradición: lo echaremos a suertes.

Cogió un puñado de guijarros del suelo.

—Tres claros y uno oscuro. —Pero al hablar, Elemak ocultó entre dos dedos una cuarta piedra de color claro—. El que saque la piedra oscura irá a la ciudad.

—De acuerdo —aceptó Meb, y los otros asintieron.

—Yo tendré las piedras —dijo Nafai.

—Nadie tiene las piedras, querido chiquillo —dijo Elemak—. Podría hacer trampa, ¿no? — Elemak alzó la mano hacia una plataforma de roca que no se veía desde donde estaban—. Pero cuando yo haya terminado de mezclarlas, tú puedes mezclarlas también, Nafai. Así sabremos que nadie sabe de qué color es cada piedra.

Nafai dio un paso, alzó la mano y mezcló las piedras. Cuatro, naturalmente. Elemak sabía que palparía las cuatro piedras y se daría por satisfecho. Pero no podía saber que la piedra oscura estaba ahora entre los dedos de Elemak, y que las cuatro piedras de la plataforma de roca eran claras.

—Mientras tienes la mano ahí arriba, Nyef, aprovecha para escoger una piedra.

Nafai, pobre tonto, sacó una piedra clara y frunció el ceño. ¿Qué esperaba? Era un juego de hombres. Esos chiquillos no comprendían que un hombre con las responsabilidades de Elemak no habría durado mucho en el camino si no supiera apañárselas para poner el azar de su parte cuando echaba suertes.

—Ahora yo —dijo Issib.

—No —dijo Elemak—. Mi turno.

Era otra regla de oro. Elemak tenía que jugar entre los primeros, pues de lo contrario alguien sospecharía, revisaría las piedras y descubriría que ninguna era oscura. Alzó la mano, fingió que escogía y al fin sacó la piedra oscura, pero ocultando entre los dedos la piedra clara que sobraba. Cuando revisaron, sólo quedaban dos piedras en la roca.

—La reconociste al palparla —acusó Mebbekew.

—No seas mal perdedor. Si todo anda bien, quizá todos podamos ir a la ciudad. Todo depende de la reacción de Gaballufix. Y es mi hermano. Si alguien puede persuadirlo, ése soy yo.

—Pienso ir de un modo u otro —insistió Issib—. Esperaré hasta que regreses, pero no me iré de aquí sin entrar.

—Issya, no puedo prometer que vaya a permitirte entrar en la ciudad. Pero puedo prometerte que antes de irnos de aquí nos aproximaremos lo suficiente para que puedas usar los flotadores. ¿De acuerdo?

Issib asintió hurañamente.

—Pero dadme vuestra palabra de que nadie se moverá de aquí hasta que yo regrese.

—¿Qué haremos si Gaballufix te mata? —preguntó Meb.

—No lo hará.

—¿Qué haremos si Gaballufix te mata? —insistió Meb.

—Si no regreso al amanecer —dijo Elemak—, estoy muerto o capturado. En tal caso, queridos hermanitos, ya no estaré al mando y me importa un comino lo que hagáis. Regresad a casa, con Padre, o id a la ciudad a follar, a perderos o haceros matar. Es cosa vuestra. Pero no os preocupéis. Regresaré.

Eso les dio mucho que pensar mientras los conducía al barranco, a un claro donde nadie podría encontrarlos.

—Pero mirad —dijo Elemak—. Desde aquí veis las murallas de la ciudad. Podéis ver la Puerta Alta.

—¿Usarás esa puerta? —preguntó Nafai.

—Para entrar —dijo Elemak—. Para salir, usaré cualquier puerta adonde pueda llegar.

Y con esas palabras se alejó a grandes pasos, deseando tener tanto valor como aparentaba ante ellos.


Ingresar en la ciudad por la Puerta Alta era menos comprometido que por la Puerta del Mercado, pues allí no había Mercado del Oro que proteger. Aun así, Elemak tuvo que hacerse examinar el pulgar para demostrar que era ciudadano, y así el ordenador de la ciudad supo que había entrado. Elemak estaba seguro de que aunque el ordenador de Gabya no estuviera conectado con los ordenadores de la ciudad —lo cual sería ilegal— sin duda tendría informadores en el gobierno, y si Gabya tenía interés en la novedad, al cabo de unos instantes sabría que Elemak había entrado en Basílica.

Le alivió que el guardia de la puerta no lo detuviera; al menos Gaballufix no había puesto su nombre para arresto inmediato. O quizá Gabya aún no tuviera tanto poder en la ciudad como proclamaba ante sus amigos y seguidores. Quizás aún no podía impartir órdenes para que los guardias detuvieran a sus enemigos personales.

¿Soy su enemigo?, pensó Elemak. Su hermano, sí. Su amigo, no. Un aliado de conveniencia durante un tiempo, sí. Ambos vimos modos de obtener beneficios de una relación más estrecha. ¿Me verá ahora como una vieja transacción frustrada, como un amigo potencialmente útil o como un traidor a quien castigar?

Elemak pensaba ir directamente a casa de Gaballufix, pero una vez dentro de la ciudad cambió de parecer. Ambuló desde Embudo hasta la Calle de la Biblioteca, y luego cogió Templo hasta Ala. Templo o Ala lo habrían llevado cerca de la casa de Gabya, pero las tropas inquietaban a Elemak. Había más soldados que antes de su partida al desierto, y aunque evitaba mirarlos directamente, lo alarmaban cada vez más. Al fin, cuando vio que un grupo de doce cogía la Calle del Ala, se aplastó contra una puerta y les echó una ojeada cuando pasaron.

De inmediato comprendió qué le perturbaba. Todos eran idénticos: el rostro, la ropa, las armas, todo.

—Imposible —jadeó.

No podía haber tantas personas idénticas en el mundo al mismo tiempo. Recordó las antiguas leyendas sobre clonación: brujas y hechiceros que intentaban dominar el mundo creando copias genéticamente idénticas de sí mismos, los cuales inevitablemente (al menos en las leyendas) se volvían contra sus creadores y los mataban. Pero esto era el mundo real, y éstos eran soldados de Gabya; él no sabía nada de clonación y si hubiera podido hacer clones, habría escogido un modelo mejor que aquella figura obtusa que recorría las calles.

—Es una farsa —dijo una mujer.

No había nadie en el umbral con Elemak. Sólo al salir descubrió a quien le hablaba, una agreste anciana y mugrienta, desnuda excepto por las capas de lodo y polvo que la cubrían. Elemak no era de los que consideraban a las agrestes objeto de deseo, aunque algunos de sus amigos las usaban tan desaprensivamente como si fueran orinales para su lujuria. La habría ignorado, pero ella parecía haber respondido a su comentario. Además, nada más seguro que hablarle a una anónima mujer sagrada del desierto.

—¿Cómo lo hacen? —preguntó—. Todos son iguales.

—Dicen que es una vieja técnica teatral, muy en boga hace mil años.

No hablaba como una mujer del desierto.

—¿Cómo funciona?

—Es una redecilla que se usa como una capa. Un control de la cintura la enciende y la apaga. Se adapta automáticamente a la luz circundante. Es muy brillante bajo la luz del sol, más opaca en el claro de luna o la sombra. Un dispositivo muy ingenioso.

La voz de la mujer sonaba cada vez más refinada.

—¿ Quién eres ? —preguntó Elemak. Ella le escrutó el rostro.

—Soy el Alma Suprema. ¿Y quién eres tú, Elemak? ¿Mi amigo o mi enemigo?

Elemak sintió un escalofrío de terror. Se había preocupado tanto por Gaballufix, había temido tanto que un soldado lo identificara, gritara su nombre y lo arrestara o lo matara en el acto que quedó estupefacto cuando una loca de la calle lo reconoció. ¿Cómo es posible ocultarse cuando los enemigos callejeros conocen tu nombre? Sólo cuando ella se movió, insertándose el índice en el ombligo y moviéndolo como si resolviera una aborrecible mixtura, la repulsión superó el miedo y Elemak echó a correr a ciegas calle abajo.

Su plan de caminar sin llamar la atención quedó arruinado, pero tuvo la presencia de ánimo de no ir directamente a casa de Gabya. Antes quería recobrarse. Pero ¿adonde ir? El hábito lo llevaría a casa de su madre. La vieja Hosni tenía una bonita casa en Los Pozos, cerca de Puerta Trasera, donde se inmiscuía en política y creaba y destruía la reputación de jóvenes que ascendían en el gobierno. Pero el deseo triunfó sobre la costumbre, y en vez de buscar refugio en casa de su madre se encontró en el porche de la casa de Rasa.

Había estudiado allí en su infancia, incluso antes de que Padre fuera esposo de ella; en realidad, su padre y su maestra se habían conocido porque la madre de Elemak lo había llevado a casa de Rasa. Había sido embarazoso que los demás estudiantes chismorrearan acerca de la relación entre la maestra y el padre de Elya, y nunca se había sentido a sus anchas hasta que al fin terminó su educación a los trece años. Pero ahora no acudía como estudiante, sino como pretendiente, un pretendiente a quien habían recibido de buen grado.

Titubeando ante la puerta, Elemak comprendió que estaba haciendo exactamente lo que había prohibido a sus hermanos: dedicarse a un asunto personal en vez de cumplir con el encargo de Padre. Pero pronto abandonó sus titubeos. No sólo cortejaba a Eiadh en busca de una unión ventajosa. En los últimos meses se había enamorado de ella; la deseaba más de lo que jamás había deseado a una mujer. Su voz era música, su cuerpo una escultura infinitamente variable que lo sorprendía con cada movimiento. Pero al crecer su devoción por ella, temía cada vez más que ella no le correspondiera de igual forma. Por lo que sabía, ella sólo lo deseaba como heredero del gran Wetchik, quien podría brindarle enorme fortuna y prestigio. Y si eso era todo lo que veía en él, todo lo que sentía por él, los hechos recientes la volverían en contra de Elemak. Ahora no le convendría casarse con el heredero del Wetchik, con tantas actividades interrumpidas y tantos bienes vendidos. ¿Cómo le respondería ahora?

Tiró del cordel de la campanilla. Era una campanilla anticuada, un gong resonante en vez del tintineo musical por entonces en boga. Para su sorpresa, quien atendió fue nada menos que Rasa.

—Un hombre viene a mi puerta —dijo ella—. Un joven vigoroso, con la suciedad y el sudor del desierto en el rostro. ¿Cómo debo recibirte? ¿Me traes noticias de mi compañero? ¿Me traes más amenazas de Gaballufix? ¿Estás aquí para llevarte a mi sobrina Eiadh? ¿O has regresado, con temor en el corazón, a la casa donde estudiaste cuando niño, ansiando un baño y una comida y cuatro sólidas paredes para resguardarte?

Había tanto humor en esas palabras que los temores de Elemak se disiparon. Era agradable que Rasa le hablara como a un igual, y con genuino afecto.

—Padre está bien —respondió—. No he visto a Gabya desde que regresé a la ciudad. Desearía ver a Eiadh, pero aún no planeo secuestrarla, y en cuanto al baño y la comida, aceptaría con gratitud tanta hospitalidad, aunque jamás la habría solicitado.

—Estoy segura de ello. Habrías irrumpido como un energúmeno esperando que Eiadh te abrazara de buen grado cuando hueles como un camello y dejas mugre por donde pisas. Entra, Elemak.

Mientras disfrutaba del baño volvió a sentirse culpable, pensando que sus hermanos lo aguardaban en las rocas soportando la canícula. Aun así, bañarse y acicalarse antes de ver a Gaballufix era muy sensato. Ofrecería un aspecto menos desesperado y comunicaría el claro mensaje de que tenía amigos en la ciudad, una posición más fuerte para negociar. A menos que Gaballufix lo viera como nueva prueba de que Elemak era desleal. No importaba. Su ropa, lavada y oreada, estaba tendida en el secador, y se la puso con gratitud cuando se levantó de la bañera, dejando que el secador lo secara mientras se vestía. Desdeñaba los ungüentos para el cabello. La falta de aceite en el cabello era uno de los modos en que se identificaban los partidarios de Potokgavan, quienes rehusaban parecerse a los cabezas mojadas en ningún detalle.

Eiadh lo recibió en el salón de Rasa. Parecía tímida, pero eso era buena señal: al menos no se mostraba altanera ni furiosa. Aun así, ¿se atrevería a tomarse las libertades que ella le había permitido en su última cita? ¿O eso sería demasiado presuntuoso, considerando cuánto habían cambiado las circunstancias? Se le acercó, pero en vez de sentarse junto a ella en el diván, se hincó sobre una rodilla y le cogió la mano. Ella se la cedió, y luego tendió la otra mano para tocarle la mejilla.

—¿Ahora somos extraños? —preguntó—. ¿No deseas sentarte junto a mí?

Había comprendido su vacilación y le brindaba el aliento necesario. Elemak se sentó junto a ella, la besó, le rodeó la cintura con la mano y sintió su apasionada respiración, su ávida entrega. Al principio dijeron poco, al menos en palabras; en actos ella le reveló que sus sentimientos por él no habían cambiado.

—Pensé que te habías alejado para siempre —susurró al cabo de un largo silencio.

—No de ti. Pero no sé qué me depara el futuro. Las turbulencias de la ciudad, el exilio de Padre…

—Algunos dicen que tu hermano tramaba matar a tu padre…

—Jamás.

—Y otros afirman que tu padre tramaba matar a tu hermano…

—Tonterías. Ridículo. Ambos son hombres empecinados, eso es todo.

—Eso no es todo. Tu padre nunca vino aquí con soldados, amenazando que podría entrar cuando quisiera, como hizo Gaballufix.

—¿El vino aquí? —exclamó Elemak, furioso—. ¿A qué?

—Recordarás que en un tiempo fue compañero de Rasa… tienen dos hijas…

—Sí, creo que las conozco.

—Claro —rió Eiadh—. Son tus sobrinas, lo sé. Y son las hermanas de Nyef e Issya, además… Las familias son complicadas. Pero quise decir que lo extraño no fue la visita de Gaballufix, sino el modo en que vino, con esos soldados vestidos con sus horribles trajes. Parecen inhumanos.

—He oído decir que era una holografía.

—Un antiquísimo dispositivo teatral. Ahora que lo he visto, me alegra que nuestros actores usaran pintura y máscaras. Los hologramas resultan perturbadores. Antinaturales. —Le metió la mano dentro de la camisa, le acarició la piel. Elemak sintió un cosquilleo, un hormigueo—. ¿Ves? ¿Cómo podría un holograma dar esa sensación? ¿Cómo alguien soporta ser tan irreal?

—Siguen siendo reales debajo del holograma y pueden hacerte muecas de burla sin que te des cuenta. Eiadh rió.

—Pero imagínate, ser actor con esa cosa… ¿Cómo conocerían los demás tus expresiones faciales ?

—Tal vez sólo las usaban para los personajes mudos, de modo que los mismos actores pudieran desempeñar muchos papeles cambiando instantáneamente de traje.

Eiadh abrió mucho los ojos.

—Ignoraba que supieras tanto de teatro.

—Una vez cortejé a una actriz —comentó Elemak. Lo hizo adrede, sabiendo que a la mayoría de las mujeres les molestaba oír hablar de viejos amores—. Entonces me parecía bella, pues nunca te había visto a ti. Ahora me pregunto si era algo más que un holograma.

Ella le dio un beso, como recompensa por el bonito cumplido.

Entonces se abrió la puerta y entró Rasa. Les había concedido los quince minutos que permitía la etiqueta, quizás un poco más.

—Es muy grato que nos visites, Elemak. Gracias, Eiadh, por agasajar a nuestro huésped mientras yo estaba ocupada.

Era la delicada farsa del cortejo, la costumbre de actuar como si el pretendiente visitara a la dama de la casa, mientras la joven cortejada sólo ayudaba a la dama a agasajar al huésped.

—Estoy inefablemente agradecido por tu hospitalidad —dijo Elemak—. Has rescatado a un viajero fatigado, Rasa. No sabía lo cerca de la muerte que estaba hasta que tu amabilidad me devolvió la vida.

Rasa se volvió hacia Eiadh.

—Es un experto en cumplidos, ¿verdad? Eiadh sonrió dulcemente.

—Rasa —dijo Elemak—, ignoro qué me depara el futuro. Hoy debo reunirme con Gaballufix y no sé que resultará de ello.

—Entonces no te reúnas con él —replicó Rasa con toda seriedad—. Se ha vuelto muy peligroso. Roptat está convencido de que había una conspiración para matarlo en esa reunión del cobertizo refrigerado, el día en que Wetchik se marchó. Si Wetchik hubiera estado allí, como habían convenido, Roptat habría caído en una trampa. Le creo… creo que Gaballufix lleva la muerte en el corazón.

Elemak sabía que era cierto, pero ignoraba qué sucedería si confirmaba las sospechas de Rasa. Por lo pronto, Rasa y Eiadh se preguntarían cómo conocía el complot, y en tal caso, por qué no había prevenido a Roptat. Las mujeres no comprendían que, a veces, para evitar las miles de víctimas de una guerra sanguinaria era más prudente impedir el conflicto con una sola muerte oportuna. Los inexpertos a menudo confundían la estrategia con el homicidio.

—Quizá —dijo Elemak—. Pero ¿se puede conocer el corazón de otro?

—Yo conozco el corazón de alguien —dijo Eiadh—. Y el mío no le guarda secretos.

—Si no te refieres a Elemak —señaló Rasa—, quizás el pobre comience a pensar también en un impulsivo delito pasional.

—Me refiero a Elya, por supuesto —asintió Eiadh. Le cogió la mano y se la apoyó en el regazo.

—Rasa, no me reuniré con Gaballufix sin ningún motivo. Padre me ha enviado. Necesita algo que sólo Gaballufix puede darle.

—Todos necesitamos algo que sólo Gaballufix puede darnos, y es la paz. Se lo puedes mencionar cuando lo veas.

—Lo intentaré —dijo Elemak, aunque desde luego ambos sabían que no lo haría.

—¿Qué quiere el Wetchik? ¿Ha enviado algún mensaje para mí?

—No esperaba que te viera. Me envió por una visión del Alma Suprema. Hemos venido los cuatro…

—¿También Issib? ¡Aquí!

—No, los dejé fuera de la ciudad, en un lugar seguro. Sólo vosotras dos sabéis que están aquí. Con suerte, conseguiré el índice y me marcharé de la ciudad antes del anochecer, e ignoro cuándo regresaré.

—El índice —jadeó Rasa—. Entonces él nunca regresará. Elemak se inquietó al oír esas palabras.

—¿Por qué? ¿Qué es?

—Nada. Mejor dicho, no lo sé. Sólo que… digamos que si los Palwashantu saben que ha desaparecido…

—¿Cómo puede ser tan importante? Nunca lo oí nombrar hasta que Padre nos mandó buscarlo.

—No, nadie suele mencionarlo. Supongo que no hubo mucha necesidad. Quizás el Alma Suprema no quería que se conociera.

—¿Por qué? Hay muchísimos índices en todas las bibliotecas del mundo, cientos tan sólo en Basílica. ¿Por qué es éste el índice?

—No lo sé, de verdad. Sólo sé que es el único objeto del culto de los hombres que también se menciona en las tradiciones de las mujeres.

—¿Culto? ¿Cómo se usa?

—No lo sé. Nunca se ha usado, que yo sepa. Nunca lo he visto. Ni siquiera sé qué aspecto tiene.

—Vaya, magnífica noticia. Supuse que sería como cualquier otro índice, y ahora me dices que Gaballufix podría darme cualquier cosa diciendo que es el índice y yo ni siquiera sabría que me engaña.

Rasa sonrió.

—Elemak, debes comprender. A menos que desee perder el liderazgo de los Palwashantu, jamás te dará el índice.

Elemak estaba preocupado, pero no desesperado. Sin duda Rasa hablaba en serio, pero eso no significaba que necesariamente tuviera razón. Nadie sabía qué haría Gaballufix y quizás aceptara cualquier trato si pensaba que podía sacar partido de ello. Entregaría a la madre de ambos, si Gabya pensaba que la vieja Hosni tenía algún valor. No, era posible adueñarse del índice, si el precio era atinado.

Y cuanto más comprendía la importancia de ese misterioso índice, más lo codiciaba, no sólo para complacer a Padre, no sólo como parte de esa partida donde apostaba su futuro, sino por la posesión en sí misma. Si el poseedor gozaba de tanto poder, ¿por qué no podía ser de Elemak?

—Elemak —dijo Rasa—, si de algún modo consigues el índice, debes comprender que Gaballufix no te permitirá conservarlo. Lo recobrará de algún modo. Correrás un inmenso peligro. Te estoy diciendo que si tú o tus hermanos debéis defenderos de Gabya, no confiéis en ningún hombre. ¿Entiendes? No confíes en ningún hombre.

Elemak no supo qué responder. Él era un hombre. ¿Cómo podía seguir semejante consejo?

—Hay pocas mujeres en esta ciudad —dijo Rasa— que no se regocijarían al ver a Gabya privado de su poder y prestigio.

Con sumo gusto ayudarían al que cogiera el índice a escapar de las garras de Gaballufix… aunque lo hubiera obtenido por medios que comúnmente se considerarían…

—Delictivos —completó Elemak.

—Odio la sola idea. Pero tu padre tiene razón al pensar que perder el índice sería un duro golpe para Gaballufix.

—No fue idea de Padre, a decir verdad. Dijo que se le ocurrió en un sueño. Del Alma Suprema.

—Entonces podría suceder. Podría, quién sabe… Tal vez el Alma Suprema aún ejerce influencia suficiente sobre Gaballufix para… idiotizarlo momentáneamente.

—¿Tanto como para que me lo entregue?

—Y tanto como para que no te encuentre ni te destruya una vez que lo hayas conseguido.

Elemak sintió el contacto de la mano de Eiadh, la tibieza de su cuerpo. He venido aquí en busca de refugio, y por deseo de ti, Eiadh, pero en realidad necesitaba la ayuda de Rasa. ¡Pensar que pude haber ido a casa de Gabya sin comprender la importancia de ese índice!

—Rasa, ¿cómo puedo agradecer todo lo que has hecho por mí?

—Me temo que te he alentado a arriesgar la vida en una empresa imposible. Me duele pensar que Gaballufix podría causarte daño, pero las apuestas son muy altas en esta partida. Está en juego el futuro de Basílica… aunque me temo que ganar la apuesta cause tanto daño a la ciudad que la partida no valga la pena.

—De un modo u otro, ten la certeza de que regresaré por Eiadh si puedo, y si ella me acepta.

—¿Aunque seas un paria o un criminal? ¿Esperas que aun así ella te siga?

—¡Sobre todo en ese caso! —exclamó Eiadh—. No amo a Elya por su dinero ni su prestigio, sino por sí mismo.

—Querida mía —dijo Rasa—, nunca lo has conocido sin su dinero ni su prestigio. ¿Cómo sabes quién será cuando ya no los tenga?

Era una frase cruel. Elemak no podía creer que se hubiera atrevido a pensarla y mucho menos a decirla.

—Si Eiadh fuera la clase de mujer cuyo corazón se guía por la codicia, Rasa, entonces no sería la mujer que amo, ni siquiera confiaría en ella. Pero sí la quiero y ninguna mujer es más digna de mi confianza.

Rasa sonrió.

—Oh, Eiadh, tu pretendiente tiene una espléndida visión de ti. Procura ser digna de ella.

—Por el modo en que habla mi Tía Rasa, cualquiera diría que trata de evitar que me quieras —dijo Eiadh—. Tal vez esté un poquitín celosa de que un hombre tan cabal me corteje.

—Olvidas que ya tengo al padre —observó Rasa—. ¿Para qué quiero al hijo?

Fue un momento de tensión. Esas cosas no debían decirse en compañía de gente discreta. A menos que fuera una broma.

Al fin Rasa se echó a reír. Al fin. Ambos rieron aliviados.

—Que el Alma Suprema te acompañe —deseó Rasa.

—Regresa pronto —dijo Eiadh.

Lo abrazó con tal fuerza que Elemak sintió el contacto de cada parte de su cuerpo, como si ella le estuviera dejando su impronta en la carne. O quizá marcando en su propia carne la impronta del cuerpo de Elemak. Él también la abrazó, para no dejar dudas sobre su deseo ni su devoción.

Por la tarde Elemak llegó a casa de Gaballufix. Por hábito casi cogió el callejón que conducía a la entrada lateral, pero recordó que su relación con Gaballufix había cambiado de modo imprevisible. Si Gaballufix lo consideraba un traidor, una llegada furtiva daría a Gabya una perfecta oportunidad para librarse de él sin que nadie se enterase. Además, entrar por el flanco implicaba que Elemak era de rango inferior a Gaballufix. Ya estaba harto de eso. Entraría abiertamente, a la vista de todos, por la entrada principal, como un hombre encumbrado de la ciudad, un huésped de honor, con muchos testigos.

Afortunadamente, los criados de Gaballufix fueron respetuosos y lo condujeron al interior de inmediato, y pronto Elemak fue introducido en la biblioteca, donde siempre se había reunido con Gaballufix. Nada parecía haber cambiado. Gabya se levantó para abrazarlo. Hablaron como hermanos, chismorreando unos minutos acerca de personas que ambos conocían en el círculo de amigos y seguidores de Gaballufix. El único indicio de tensión fue el modo en que Gabya se refirió al «intempestivo viaje nocturno» de Elemak.

—No fue idea mía —aseguró Elemak—. No sé cuál de tus hombres habló, pero Padre nos despertó horas antes del alba y nos internamos en el desierto antes de la reunión.

—No me gustó que me tomaran por sorpresa —dijo Gaballufix—. Pero sé que a veces estas cosas no pueden remediarse.

Gabya parecía dispuesto a comprender. Aliviado, Elemak se reclinó en la silla.

—Ya imaginarás mi preocupación. No podía escabullirme para avisarte de lo que sucedía… Padre nos estaba encima continuamente, por no mencionar a mis hermanitos.

—¿Mebbekew?

—Apenas pude evitar que se le aflojaran los esfínteres. Jamás debiste incluirlo en nuestro plan.

—¿No?

—¿Cómo sabes que no fue él quien previno a Padre?

—Pues no lo sé. Sólo sé que mi querido primo Wetchik se marchó, y mi hermano Elemak con él.

—Al menos está fuera de la ciudad. No te estorbará más.

—¿No?

—Claro que no. ¿Qué puede hacer desde un apartado valle del desierto?

—Pues te ha enviado de regreso —señaló Gaballufix.

—Con un objetivo limitado que no guarda ninguna relación con el debate sobre los carros de guerra, Potokgavan ni los cabeza mojada.

—El debate ya ha trascendido esos problemas, de todos modos. O, mejor dicho, se ha vuelto mucho más inmediato. Dime… ¿cuál es el objetivo limitado de tu padre, y cómo puedo burlarlo?

Elemak rió, esperando que Gabya bromeara.

—Creo que el mejor modo de burlarlo es darle lo que quiere… una cosa sencilla, nada importante. Luego nos iremos y tú te las verás con Roptat, tal como querías.

—Nunca quise vérmelas con nadie. Soy un hombre pacífico. No quiero conflictos. Creí tener un plan para evitar los conflictos, pero a último momento la gente en quien confiaba me defraudó.

Aún sonreía, pero Elemak comprendió que la situación no era tan halagüeña como había esperado.

—Dime, Elya, ¿qué es esa nimiedad que debo hacer por tu padre, tan sólo porque él lo pide?

—Hay un índice —dijo Elemak—. Una antigualla que pertenece a la familia desde hace generaciones. i ›

—¿Un índice? ¿Por qué iba yo a tener un índice de la familia Wetchik?

—No lo sé. Supuse que tú sabrías a qué se refería. Padre lo llamó simplemente «el índice», así que pensé que estarías al corriente.

—Tengo montones de índices. Montones. —Gaballufix enarcó las cejas como si hubiera comprendido algo. Pero Elemak le había visto representar esa farsa, así que supo que era una treta—. A menos que te refieras… pero no, es absurdo, eso nunca perteneció a la casa de Wetchik.

Elemak le siguió el juego.

—¿De qué hablas?

—Del índice Palwasbantu, naturalmente. La única razón por la cual se fundó el clan, en los albores del tiempo. El más precioso objeto de toda Basílica.

Era natural que exagerase el valor del objeto, como cualquier mercader ávido de vender. Fingirá que ofrece el objeto más valioso del planeta para ponerle un precio ridículamente alto e iniciar el regateo.

—Entonces no puede ser eso —resolvió Elemak—. Padre no le atribuía gran valor. Se trata de una cuestión sentimental. Su abuelo lo tenía y se lo prestó al consejo del clan para que lo pusiera a buen recaudo durante sus viajes. Ahora Padre lo quiere llevar consigo.

—Ah, pues es ése. Su abuelo lo tuvo, pero sólo como guardián temporal. El clan Palwashantu delegó el cuidado en manos del Wetchik; él se hartó de la carga y lo devolvió. Ahora se ha designado otro guardián… yo. Y no me he hartado. Di a tu padre que agradezco su afán de asistirme en mis obligaciones, pero me las apañaré sin su ayuda varios años más.

Era momento de mencionar el precio. Elemak aguardó, pero Gaballufix no dijo nada. El silencio se prolongó durante varios minutos y Gaballufix se levantó de la mesa.

—De todos modos, querido hermano, me alegro de verte en la ciudad. Espero que te quedes mucho tiempo… tu respaldo me vendrá bien. Más aún, ahora que tu padre se ha ido, me valdré de toda mi influencia para tratar de designarte Wetchik en su lugar.

Esto no era lo que Elemak esperaba. Reafirmaba una intolerable relación entre Elemak y su herencia.

—Padre es Wetchik —dijo—. Él no ha muerto, y cuando él muera seré Wetchik sin ayuda de nadie.

—¿No ha muerto? —preguntó Gaballufix—. Entonces, ¿dónde está? No veo a mi viejo amigo Wetchik… pero veo al hijo que sacará mayor partido de su muerte.

—Mis hermanos también serán testigos de que Padre está vivo.

—¿Y dónde están?

Elemak estuvo a punto de revelar que se ocultaban a poca distancia de la ciudad. Luego comprendió que esto era precisamente lo que Gaballufix deseaba saber: quiénes eran los aliados de Elemak y dónde se escondían.

—¿No ibas a pensar que entraría solo en la ciudad cuando mis hermanos ansiaban regresar a Basílica tanto como yo?

Gaballufix sabía que Elemak mentía, o cuando menos sabía que la huella del pulgar de Elemak era la única que se había registrado en las puertas de la ciudad. Pero no podía saber si Elemak sólo fingía y sus hermanos estaban en las honduras del desierto o si habían burlado a los guardias de las puertas y se encontraban en la ciudad, planeando alguna trapisonda que fuera motivo de preocupación para Gaballufix. Aun así, no mencionó que sabía que Elemak era el único que había entrado legalmente. Sería como admitir que tenía pleno acceso a los ordenadores de la ciudad.

—Me alegro de que hayan podido regresar a los placeres de la capital —dijo Gabya—. Pero deben andarse con cuidado. Me temo que Roptat y su pandilla han introducido elementos indeseables, y aunque yo ayudo a la ciudad permitiendo que algunos empleados míos trabajen fuera de hora patrullando las calles, también es posible que unos jóvenes que vagan a solas se enreden en incidentes infortunados, a veces peligrosos.

—Les avisaré de que se cuiden.

—Y también tú, Elemak. Me preocupo por ti, hermano mío. Algunos creen que tu padre estaba involucrado en una conspiración contra Roptat. Imagina qué sucedería si desquitaran su rencor contigo.

Elemak comprendió que su misión había fracasado. Gabya creía que Elemak lo había traicionado, o bien había llegado a la conclusión de que ya no le era útil y podía ser tan peligroso que valía la pena matarlo. Ya no había esperanzas de conseguir nada fingiendo cortesía fraternal. Pero quizá conviniera adoptar otra táctica.

—Vamos, Gabya, sabes que eres tú quien ha propagado esa patraña acerca de la conspiración de Padre contra Roptat. ¿O no recuerdas que ése era el plan? Que Padre fuera sorprendido en el cobertizo con el cadáver de Roptat. No sería condenado, pero quedaría implicado, desacreditado. Sólo que Padre no fue, y Roptat no se expuso a tus matones, y ahora intentas rescatar ese plan. Nos sentamos aquí a hablar de él… ¿por qué fingir ahora que no sabemos lo que ocurre?

—Pero no sabemos lo que ocurre —replicó Gaballufix—. No sé de qué estás hablando. ,fe Elemak lo miró con desprecio.

—Y pensar que una vez creí que eras capaz de conducir a Basílica hacia la grandeza. Ni siquiera supiste neutralizar a la oposición cuando tuviste la oportunidad.

—Me traicionaron hombres necios y cobardes.

—Esa es la excusa que los necios y cobardes dan por sus fracasos… y siempre es sincera, mientras comprendas que te refieres a tu propia traición.

—¿Tú me llamas necio y cobarde? —Gaballufix se enfurecía, perdía los estribos. Elemak nunca lo había visto así, excepto en arrebatos ocasionales. No sabía si podía enfrentarlo, pero le satisfacía haber desbaratado la cortés indiferencia que Gabya había exhibido hasta aquel momento—. Al menos no me escabullí en plena noche. Al menos no creí todas las historias que me contaban, por imbéciles que fueran.

—¿Y yo sí? Olvidas, Gabya, que eras tú quien me contaba historias. ¿Cuál fue la más imbécil? ¿Que sólo actuabas pensando en el interés de Basílica? Pues nunca la creí… sabía que andabas persiguiendo lucro y poder. O quizá pienses que creí la historia de que realmente amabas a mi padre e intentabas protegerlo de una enmarañada situación política. ¿Supones que me lo creí? Le has odiado desde que Rasa te abandonó y se casó con él, y le has odiado más con cada año que ellos han pasado juntos.

—¡Eso nunca me importó! ¡Rasa no significa nada para mí!

—Incluso ahora es el único público a quien procuras complacer… Vas a su casa y te pavoneas como un gallo, alardeando de tu poder. Deberías oír cómo se ríe de ti. —Elemak sabía que al decir semejante cosa ponía a Rasa en grave peligro, pero era un juego arriesgado y era imposible ganar sin exponerse. Además, Rasa sabía manejar a Gaballufix.

—¿Se ríe? Ella no se ríe. Ni siquiera has hablado con Rasa.

—Mírame… ¿Ves el polvo del desierto en mis ropas? Me bañé en su casa. Seré compañero de su sobrina favorita. Me dijo que preferiría haberse apareado con un conejo que pasar otra noche contigo.

Por un instante temió que Gaballufix desenfundara un arma para matarlo en el acto. Pero Gabya se distendió, sonrió.

—Ahora sé que estás mintiendo. Rasa jamás diría semejante grosería.

—Claro que me lo he inventado —dijo Elemak—. Sólo quería ver quién era el necio que se creía todas las historias que oía.

—Una cosa es creer por un momento. Muy distinto es creer en las ideas más estúpidas y aferrarse a ellas.

Elemak comprendió de pronto a qué mentira se refería Gaballufix. Y Gabya tenía razón: Elemak era un necio por haberla creído, y más necio aún por seguir creyéndola hasta ahora.

—Nunca pensaste en acusar a Padre de matar a Roptat, ¿verdad?

—Claro que sí.

—Pero no en llevarle a juicio.

—Oh, no… eso sería una estupidez. Una pérdida de tiempo. Te lo dije.

—Dijiste que sería una pérdida de tiempo porque el prestigio de Padre en la ciudad impediría que lo condenaran. Pero lo cierto es que jamás hubiese comparecido en un juicio porque tendrías testigos que descubrirían no sólo el cadáver de Roptat, sino también el de Padre.

—Qué terrible acusación. Lo niego todo. Tienes una imaginación perversa, muchacho.

—Me usabas para traicionar a mi propio padre y para poder matarlo.

—Durante mucho tiempo supuse que lo sabías. Supuse que comprendías que no hablaríamos directamente de ello porque era un tema desagradable. Pensé que comprendías que el único modo de lograr que heredaras pronto era tramando la muerte de tu padre.

Elemak se enfureció tanto por haber sido cómplice de una conspiración parricida que perdió todo su control. Se lanzó contra Gaballufix, pero éste le apuntó con un pulsador.

—Sí, sí, veo que sabes lo que un pulsador puede hacer a quemarropa. Mataste a un hombre con un arma parecida, ¿verdad? —dijo Gaballufix—. Más aún, pudo ser esta misma arma, ¿eh?

Elemak miró el pulsador y reconoció las marcas del uso: los arañazos, las muescas, el color desteñido por el sol mientras él lo llevaba en la cadera durante interminables horas de viaje por el desierto.

—Presté ese pulsador a Mebbekew cuando regresé de mi última travesía —dijo estúpidamente.

—Y Mebbekew me lo prestó a mí. Hablando de estúpidos… Le dije que lo quería para sorprenderte en una fiesta, para honrarte por derramar sangre. Le dije que usaría tu anécdota para inspirar a mis soldados —rió Gaballufix.

—Por eso incluiste a Mebbekew. Para conseguir mi pulsador.

¿Pero por qué? Elemak imaginó a su padre muerto, y a alguien descubriendo el pulsador de Elemak a poca distancia, como si lo hubiera abandonado al darse a la fuga. Imaginó a Gaballufix tratando de explicar todo lo sucedido al consejo de la ciudad, con lágrimas en los ojos: «A esto conduce la codicia de los jóvenes… mi propio hermanastro, dispuesto a asesinar a su padre con tal de recibir la herencia.»

—Tienes razón —murmuró Elemak—. Fui un necio.

—Lo fuiste y lo eres —dijo Gaballufix—. Hoy te han visto en la ciudad… en toda la ciudad. Mis hombres te siguieron en varios vecindarios. Hay muchos testigos… y pronto será delicioso ver a Rasa obligada a atestiguar contra el primogénito de su amado Volemak. Porque alguien morirá esta noche, asesinado por este pulsador, que se hallará cerca del cadáver, y entonces todos sabrán que el asesino fue el hijo del Wetchik, quizá siguiendo órdenes de su padre. Y lo mejor de todo es que puedo contarte esto, puedo revelártelo, puedo dejarte salir con vida de la ciudad, y aun así tú no podrás hacer nada. Si decides mencionar mi plan para matar a alguien, sea quien fuere, supondrán que sólo tratas de encubrir tu crimen por anticipado. Eres un estúpido, Elemak, igual que tu padre. Aun sabiendo que yo no temí matar para cumplir mis propósitos, pensaste que tú y tu familia seríais inmunes, que yo me mostraría más tierno contigo porque el mismo fatigado vientre nos albergó nueve meses, mientras sorbíamos la vida de una placenta.

Elemak nunca había visto tanto furor, tanto odio, tanta malevolencia en un rostro humano; nunca había imaginado que fuera posible. Pero ahora enfrentaba el deleite de Gabya al describir un crimen que se proponía cometer. Le dio miedo, pero también le inspiró una descabellada confianza. Como si Gaballufix, al revelar su mezquindad, le permitiera comprender que él era mucho más noble, a pesar de todo.

—¿Quién es el estúpido, Gabya? ¿Quién?

—Creo que ya no hay ninguna duda —dijo Gaballufix.

—Es verdad. Lograrás que sea imposible que Padre y yo regresemos a la ciudad, al menos por un tiempo, pero la muerte de Roptat no te allanará el camino. ¿De veras eres tan ingenuo? Nadie creerá ni por un instante que Padre mataría a Roptat, o que yo lo haría.

—¡Tendré el arma! —exclamó Gaballufix.

—El arma, sí, pero ningún testigo de la muerte, sólo tu versión divulgada por tu gente. Los basilicanos no son tan imbéciles. ¿Quién gana con la muerte de Roptat y el exilio de Padre? Sólo tú, Gabya. La ciudad se alzará en una rebelión sangrienta. Tus soldados perecerán en las cal es.

—Sobreestimas la voluntad de mis timoratos enemigos —dijo Gaballufix. Pero ya no hablaba con el mismo aplomo ni con el mismo deleite.

—Tus enemigos no son timoratos sólo porque rehúsen matar para lograr sus propósitos. Pero están dispuestos a matar para detener a un hombre de tu calaña. Una garrapata sin cerebro, envidiosa, despechada y maligna.

—¿Tanto deseas morir?

—Sí, mátame aquí, Gabya. Cientos de personas saben que estoy aquí. Cientos aguardan para oír lo que diré. Tu plan está al desnudo y no funcionará. Porque eres tan estúpido que tenías que jactarte.

Las palabras de Elemak eran puro alarde, pero Gaballufix lo creyó, al menos lo suficiente como para titubear. Para dudar. Sonrió.

—Elya, hermano mío, me enorgullezco de ti. Elemak sabía reconocer una rendición. No respondió.

—A fin de cuentas eres mi hermano… la sangre de Volemak no te ha debilitado, a pesar de todo. Quizás hasta te haya fortalecido.

—¿Acaso crees que ahora me tragaré tus adulaciones?

—Claro que no. Claro que no las tendrás en cuenta… pero eso no impide que te admire, ¿verdad? ¡Sólo impide que tú creas en mi admiración! Eres tú quien pierde, querido Elya.

—He venido a buscar el índice, Gaballufix —dijo Elemak—. Una cosa sencilla. Dámelo y me largaré. Wetchik y su familia no volverán a molestarte, y tú podrás seguir con tus tejemanejes hasta que alguien te apuñale por la espalda con tal de acallar esos chillidos de cerdo que sueltas cada vez que crees haber dicho algo ingenioso.

Gaballufix ladeó la cabeza.

Me lo dará, pensó Elemak triunfalmente.

—No —respondió Gaballufix—, me gustaría, pero no puedo. Sería difícil explicar la desaparición del índice ante el consejo del clan. Causaría muchos problemas, ¿y para qué ponerme en apuros sólo para deshacerme de Wetchik? A fin de cuentas, ya me he librado de él.

Ahora, al fin, Elemak había conseguido lo que buscaba: regatear como un mercader.

—¿Qué más se requeriría para que valiera la pena entregármelo? —preguntó.

—Hazme una oferta. Suficiente dinero como para compensar las molestias a que me veré sometido.

—Dame el índice y Padre liberará sus fondos para ti. Lo que quieras.

—¿Debo esperar por los fondos? ¿Esperar a que Wetchik me pague después por un índice que te doy ahora? Ah, ya entiendo. —Gaballufix rió despectivamente—. No puedes darme dinero ahora porque no tienes nada. Wetchik aún no te ha dado ni una pizca de su fortuna. ¡Te ha enviado con este encargo y ni siquiera te ha dado acceso a su dinero!

Era humillante, en efecto. Padre tendría que haber comprendido que al negociar con Gaballufix el dinero sería decisivo; tendría que haberle revelado un código que le diera acceso a los fondos familiares de los Wetchik. Rashgallivak, el mayordomo, tenía más control sobre la fortuna Wetchik que Elemak. Sintió furia y resentimiento contra su padre por haberlo puesto en esta posición de debilidad. Ese viejo estúpido y miope, siempre a trompicones en los negocios.

—Dime, Elya —dijo Gaballufix, ya serio—. Si tu padre no te confía su dinero, ¿por qué he de confiarte yo el índice?

Gaballufix metió la mano bajo la mesa. Debió de activar un interruptor, pues tres puertas se abrieron al instante y tres soldados idénticos irrumpieron en la biblioteca. Aprehendieron a Elemak, se lo llevaron al vestíbulo y lo sacaron a empellones.

Y no se conformaron con eso. Lo llevaron a rastras hasta la puerta más próxima, la Puerta Trasera, pasando frente a la casa de su madre, y lo arrojaron al polvo frente a los guardias.

—¡He aquí a uno que abandona la ciudad! —gritó un soldado.

—¡Y no regresará nunca! —exclamó otro.

Los guardias, sin embargo, reaccionaron con calma.

—¿Eres ciudadano? —preguntó uno.

—Sí —respondió Elemak, sacudiéndose el polvo.

—El pulgar, por favor. —Acercaron la pantalla y Elemak apoyó el pulgar—. Ciudadano Elemak, hijo de la dama Hosni por el Wetchik. Es un honor servirte. —Todos los guardias se cuadraron para hacer un saludo militar.

Elemak quedó apabullado. En todas sus visitas a Basílica, nadie había hecho más que enarcar las cejas cuando el ordenador comunicaba su ilustre linaje. ¡Y ahora un saludo militar!

Los soldados de Gaballufix se burlaron de nuevo, describiéndole lo que harían si alguna vez se atrevía a regresar, y Elemak comprendió. Los guardias oficiales de la ciudad le daban a entender a él y a todos los que estuvieran cerca que ellos no formaban parte del ejército de Gaballufix. Más aún, el mero hecho de que el hijo de Wetchik fuera enemigo de Gaballufix inspiraba el respeto de los guardias. Si Elemak hallaba un modo de aprovechar esa situación, quizá pudiera volverla en su favor. ¿Qué ocurriría si regreso a la ciudad como el libertador, al mando de la guardia y la milicia, para aplastar a Gabya y su odiado ejército de disfrazados ? La ciudad me dará con gusto todo lo que Gabya procura ganar mediante el timo, la intimidación y el homicidio. Tendría todo el poder que Gaballufix ha imaginado… y la ciudad me adoraría.

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