A la luz del claro de luna Luet pudo regresar a la ciudad con menos dificultades de las que había tenido para ir a casa de Wetchik. Además, ahora conocía su destino; siempre es más fácil regresar a casa que encontrar un lugar extraño.
Extrañamente, sin embargo, no temió ningún peligro hasta que se encontró de regreso en la ciudad. El guardia de la Puerta del Embudo estaba lejos de su puesto. Quizá lo habían pillado durmiendo o quizás el Alma Suprema le había creado una súbita necesidad. Luet sonrió ante la idea de que el Alma Suprema se molestara en inducir a un hombre a descargar la vejiga para salvaguardar a su mensajera.
Pero dentro de la ciudad la Luna le ayudaba menos. Como aún no estaba en lo alto, proyectaba profundas sombras y las calles norte-sur aún estaban sumidas en una profunda negrura. Cualquiera podía merodear a esas horas. Los tolchocks circulaban a horas más tempranas, cuando aún circulaban muchas mujeres por las calles, pero a esa hora solitaria, poco antes del alba, podía haber personajes más peligrosos que los tolchocks.
—Qué bonita.
La voz la sobresaltó, pero era una mujer, una mujer de voz sedosa. Luet tardó un instante en localizarla en las sombras.
—No soy bonita —dijo—. En la oscuridad tus ojos te han engañado.
Tenía que ser una mujer sagrada para estar en la calle a esas horas. Cuando salió de la oscura esquina donde se había refugiado de la brisa nocturna, su piel mugrienta parecía más pálida que las sombras circundantes. Estaba desnuda de pies a cabeza. Al verla, Luet sintió el frío de la noche otoñal. Mientras caminaba, el ejercicio le calentaba el cuerpo. Ahora se preguntaba cómo podía vivir así esa mujer, sin obstáculos entre su piel y el aire cortante excepto la suciedad del cuerpo.
Madre era una agreste, pensó Luet. Nací de una mujer como ésta. Dormía en el desierto cuando me llevaba en el vientre, y tan desnuda como ella vino a la ciudad para ponerme en manos de Tía Rasa. Pero no es ésta. Mi madre, sea quien fuere, ya no es una mujer sagrada. Al año de mi nacimiento abandonó al Alma Suprema para seguir a un hombre, un granjero, y vivir una vida de subsistencia en el rocoso suelo del valle de Chalvasankhara. Eso, al menos, dijo Tía Rasa.
—Bellos son los ojos de la niña sagrada —salmodió la mujer— que ve en la oscuridad y arde con fuego radiante en la escarchada noche.
Luet permitió que la mujer le tocara el rostro, pero las frías manos comenzaron a tirarle de la ropa y Luet intentó protegerse.
—Por favor —dijo—, no soy sagrada y el Alma Suprema no me protege del frío.
—Ni de los ojos fisgones —dijo la mujer santa—. El Alma Suprema cala en tus honduras, y eres sagrada, claro que sí.
¿De quién eran los ojos fisgones? ¿Del Alma Suprema? ¿Los ojos de los hombres que medían a las mujeres como si fueran caballos? ¿Los ojos de los chismosos? ¿O los de aquella mujer? Y en cuanto a ser sagrada, Luet sabía que no era así. El Alma Suprema la había escogido, pero no por su virtud. En todo caso era un castigo, estar siempre rodeada de gentes que la veían como un oráculo y no como una niña. Hushidh, su hermana, le había dicho una vez: «Ojalá yo tuviera tu don; tu lo ves todo claro.» Yo no veo nada claro, quiso replicar Luet. El Alma Suprema no me confía secretos; sólo me usa para transmitir mensajes que ni siquiera entiendo. Y tampoco entiendo qué quiere esta mujer sagrada, ni por qué el Alma Suprema me la ha enviado, siempre que sea ella la mensajera.
—No temas llevarlo al lado del agua —dijo la mujer sagrada.
—¿A quién? —preguntó Luet.
—El Alma Suprema quiere que lo salves, sea cual fuere el peligro. No hay sacrilegio en obedecer al Alma Suprema.
—¿A quién? —insistió Luet. Esa confusión, el espanto de descifrar el acertijo de esas palabras o de sufrir una terrible pérdida… ¿Así se sentían los demás cuando les refería sus visiones?
—Crees que tú deberías recibir todas las visiones —dijo la mujer sagrada—. Pero algunas cosas son tan claras que ni tú misma las ves. ¿Eh?
Nada de eso, mujer sagrada. Nunca pedí visiones y a menudo deseo que las reciba otra gente. Pero si insistes en darme un mensaje, ten la amabilidad de hacerlo inteligible. Es lo que yo procuro hacer.
Luet trató de excluir el rencor de su voz, pero no pudo resistirse a exigir una respuesta clarificadora.
—¿De quién hablas?
La mujer le abofeteó la cara, arrancándole lágrimas de vergüenza y dolor.
—¿Qué he hecho?
—Te castigo ahora por la ofensa que cometerás —dijo la mujer sagrada—. Has pagado, y nadie puede exigir que pagues más.
Luet no se atrevió a formular más preguntas; la respuesta no le apetecía. Estudió a la mujer, tratando de encontrar comprensión en sus ojos. ¿O acaso sólo hallaría locura? ¿Tenía que ser la verdadera voz del Alma Suprema? Si era locura, todo sería más fácil.
La anciana extendió la mano hacia la mejilla de Luet, quien retrocedió. Pero esta vez la mujer la tocó con dulzura y le enjugó una lágrima.
—No tengas miedo de la sangre de sus manos. Como el agua de la visión, el Alma Suprema la recibirá como una plegaria.
La mujer santa de pronto puso cara de fatiga. La luz de sus ojos se apagó.
—Hace frío —dijo.
—Sí.
—Estoy demasiado vieja.
Ni siquiera tenía el cabello cano, pero Luet pensó: sí, eres muy vieja.
—Nada ha de durar —sugirió la mujer santa—. Sea dorado o plateado. Sea comprado o robado.
Era una rimadora. Muchos creían que cuando una mujer sagrada se ponía a rimar, significaba que el Alma Suprema hablaba por su boca. Pero no era así: las rimas eran una especie de música, la voz del trance que mantenía a algunas mujeres sagradas distanciadas de su vida sórdida y terrible. Sólo decían cosas coherentes cuando dejaban de rimar.
La mujer sagrada echó a andar como si se hubiera olvidado de Luet. Como no parecía recordar dónde estaba su refugio, Luet le cogió la mano y la condujo hasta allí, la ayudó a sentarse y acurrucarse contra la pared que la protegía del viento.
—Lejos del viento —susurró la mujer—. Los pecados lamento.
Luet la dejó allí y reanudó la marcha. La luna estaba más alta, pero la mejor luz no logró animarla. Aunque la mujer sagrada era inofensiva, había recordado a Luet cuántas personas podían ocultarse en las sombras y lo vulnerable que era ella. Se hablaba de hombres que trataban a las ciudadanas tal como la ley les permitía tratar a las mujeres sagradas. Pero eso no era lo peor.
Hay muerte en la ciudad, pensó Luet. Muerte, no santidad, y Gaballufix fue quien pensó primero en ello. De no haber sido por la visión y la advertencia que me comunicó el Alma Suprema, buenos hombres habrían perecido. Tiritó al recordar la garganta cortada de su visión.
Al fin llegó al punto donde el Camino Sagrado se ensanchaba para descender hacia el valle y se transformaba en un barranco con antiguos escalones tallados en la roca, que conducían directamente al lugar donde el lago humeaba con un color sulfuroso. Las que adoraban allí conservaban el olor durante días. Quizá fuera sagrado, pero Luet lo encontraba sumamente desagradable y nunca adoraba allí. Prefería el sitio donde las aguas calientes se mezclaban con las frías creando esa densa niebla, donde podía flotar dejándose acariciar por corrientes de temperaturas cambiantes. Allí su cuerpo bailaba en el agua sin voluntad propia y ella podía entregarse plenamente al Alma Suprema.
¿De quién hablaba la mujer sagrada? Un hombre con sangre en las manos, un hombre que ella podía llevar a las aguas. ¿Las aguas del lago?
No, imposible. Esa mujer sagrada estaba loca y decía frases descabelladas.
El único hombre con sangre en las manos en quien podía pensar era Gaballufix. ¿Cómo podía el Alma Suprema permitir que semejante hombre se aproximara al lago sagrado? ¿Llegaría el momento en que debería salvar la vida de Gaballufix? ¿Cómo era posible que semejante posibilidad concordara con los propósitos del Alma Suprema?
Giró a la izquierda en la Calle de la Torre, a la derecha en la Calle de la Lluvia, que la condujo hasta la casa de Rasa. De regreso, sana y salva. Desde luego. El Alma Suprema la había protegido. El mensaje que acababa de entregar no era el único propósito que el Alma Suprema le reservaba; Luet viviría para cumplir otras misiones. Era un gran alivio. Su propia madre le había dicho a Tía Rasa, el día en que la dejó en brazos de Rasa: «Esta vivirá sólo mientras sirva a la Madre de las Madres.» La Madre de las Madres la había preservado otra noche más.
Luet esperaba entrar en casa de Tía Rasa sin despertar a nadie, pero no había tenido en cuenta que el clima de temor que reinaba en la ciudad también había alterado las costumbres de la dama más renombrada de Basílica. La puerta delantera estaba cerrada con llave. Con esperanzas de pasar inadvertida, buscó una ventana por donde pudiera trepar. Sólo ahora comprendía que las ventanas de la calle apenas permitían el paso del aire y la luz: tajos verticales en la pared, con exquisitas tallas y esculturas, pero sin anchura suficiente para la cabeza y los hombros de una niña.
No es la primera vez que cunde el temor en Basílica, pensó. Esta casa está diseñada para evitar que alguien entre subrepticiamente de noche. Protección contra los ladrones, sí, pero quizás esas ventanas estaban diseñadas para evitar que pretendientes rechazados y ex compañeros regresaran por la fuerza a una casa que habían terminado por considerar suya.
Las medidas que impedían el ingreso de un hombre también detenían a Luet, a pesar de su escasa talla. Sabía que no había modo de rodear los flancos de la casa, pues las estructuras vecinas se apoyaban contra las macizas paredes de piedra de la casa de Rasa.
¿Por qué no había pensado que entrar sería mucho más difícil que salir? Se había marchado después del anochecer, pero antes de que cesaran las actividades de la casa; Hushidh sabía que se iba y se encargaría de impedir que los demás descubrieran su ausencia. Pero ninguna de las dos había pensado en facilitar la entrada.
Tía Rasa nunca cerraba con llave la puerta principal. Y una vez que el Alma Suprema hizo dormitar al guardia durante la salida y lo mantuvo alejado de la puerta a su regreso, Luet dio por sentado que el Alma Suprema le allanaba el camino.
Luet pensó en pasar la noche en el porche, pero hacía frío. Mientras caminaba había logrado entrar en calor, pero dormirse ahora sería peligroso. Las mujeres distinguidas de la ciudad no tenían ropa adecuada para dormir a la intemperie. Si imitaba a las mujeres sagradas caería enferma.
Sin embargo, quizás hubiera otro modo. ¿El pórtico de Tía Rasa, en el lado de la casa que daba al valle, no estaba totalmente abierto? Tal vez hubiera un modo de trepar desde el valle. La zona que estaba al este del pórtico de Rasa era el paraje más silvestre y desierto del Bancal. Ni siquiera formaba parte de un barrio, y aunque allí desembocaba la Calle Agria, no había camino; las mujeres nunca tomaban por allí para llegar al lago.
Pero debía ir por allí si deseaba regresar a casa de Tía Rasa.
El Alma Suprema la estaba guiando de nuevo. La guiaba, pero no le decía nada.
¿Por qué no?, preguntó Luet por milésima vez. ¿Por qué no puedes indicarme tu propósito? Si me hubieras dicho que me dirigía a la casa de Wetchik, no habría tenido tanto miedo. ¿Acaso mi temor y mi ignorancia te servían de algo? ¿Y ahora por qué me mandas a ese paraje silvestre al oriente de la casa de Tía Rasa? ¿Con qué fin? ¿Te complace jugar conmigo? ¿O soy demasiado tonta para entender tu propósito? Soy tu paloma mensajera: transmito tus recados pero no soy digna de entenderlos.
Pero a pesar de su resentimiento, a los pocos minutos abandonaba los últimos adoquines de la Calle Agria para internarse en la hierba y en los bosques sin senderos del Bancal.
El terreno era escabroso y las hendiduras de los matorrales parecían conducir hacia abajo, alejándola del pórtico de Rasa para conducirla hacia los peñascos que se erguían sobre la barranca del Camino Sagrado. Con razón ni siquiera las mujeres del Bancal construían allí. Pero Luet rehusó dejarse desorientar por los senderos fáciles, sabiendo que desaparecerían en cuanto empezara a seguirlos. Se abrió paso a través de los matorrales. Las espinas de zarosel la arañaban y le dejarían cardenales que arderían durante días incluso bajo una capa del bálsamo de Tía Rasa. Para colmo, estaba cansada, tenía frío y sueño, y a veces creía despertar de golpe aunque no se había dormido. Pero se había fijado un rumbo y pensaba seguirlo.
Llegó a un pequeño claro donde un brillante claro de luna se filtraba por la techumbre de hojas. Al cabo de un mes las hojas caerían y esas matas no parecerían tan amenazadoras. Pero ahora un retazo de luz era como un milagro, y Luet parpadeó.
En ese parpadeo, el claro cambió. Había una mujer allí.
—Tía Rasa —susurró Luet. ¿ Cómo supo que debía venir aquí a buscarme? ¿El Alma Suprema ha vuelto a hablar con otros?
Pero no era Tía Rasa, sino Hushidh. ¿Cómo podía haber cometido semejante error?
No. No era un error. Pues Hushidh cambiaba de nuevo. Ahora era Eiadh, la bella muchacha de la clase de Hushidh, la muchacha de quien el pobre Nafai estaba enamorado. Y de nuevo se transformó, esta vez en la actriz Dol, quien había sido tan famosa en su juventud; era una sobrina de Tía Rasa y últimamente había herido muchos corazones, pero ahora tenía más de veinte años y los rasgos que en su infancia despertaban el afecto maternal de las mujeres y deslumbraban a los hombres no eran tan asombrosos en una mujer. Sin embargo, Luet hubiera dado la mitad de su vida si en la otra mitad hubiera podido tener la dulce y exquisita belleza de Dol.
¿Por qué el Alma Suprema me muestra a estas mujeres?
Dol se transformó en Shedemei, otra sobrina de Tía Rasa. Pero Shedya era lo contrario de Dol y Eiadh. A los veintiséis años aún vivía en casa de Tía Rasa, ayudando a enseñar ciencias a los estudiantes mayores a medida que crecía su reputación de genetista. La mayoría de las noches dormía en su laboratorio, a muchas calles de distancia, y no en su habitación de la casa de Rasa, pero aún era una presencia vigorosa y serena allí. Shedemei carecía de belleza; no era tan fea como para sobresaltar a quien la mirase, pero su rostro resultaba menos atractivo cuanto más se lo estudiaba. Su mente, empero, era un imán atraído por la verdad; en cuanto la hallaba, se le adhería con fuerza. Entre las sobrinas de Rasa, era la que Luet más admiraba; pero Luet sabía que tenía tan pocas luces para emular a Shedemei como belleza para seguir la carrera de Dol. El Alma Suprema había escogido para sus visiones a alguien que no tenía otra utilidad en el mundo.
La mujer se esfumó. Luet quedó a solas en el claro y de nuevo tuvo la sensación de haber despertado.
¿Era sólo un sueño, como los que se tienen cuando ni siquiera sabemos que estamos dormidos?
Detrás del sitio donde se habían presentado las apariciones, una luz brillaba en la penumbra de la madrugada. Tenía que ser el pórtico de Tía Rasa. No podía haber otra luz en esa dirección. Quizá la visión hubiera sido acertada. Tía Rasa estaba despierta, esperándola.
Se internó en el matorral. Las ramillas la azotaban, las espinas le rasgaban las ropas y la piel, y el suelo irregular la confundía, haciéndole tropezar y caer. Pero esa luz la guiaba siempre, atrayéndola hasta que se perdió de vista cuando Luet quedó debajo del pórtico.
Formaba una abrupta pared vertical que se erguía desde la base hasta la balaustrada sin ningún peldaño. Y eran por lo menos cuatro metros de altura. Aunque Tía Rasa estuviera esperando, no había manera de subir sin llamar a la servidumbre. Y si iba a causar un alboroto en la casa, bien podía haber tirado del cordel de la campanilla en la puerta principal.
Tras dar tantas vueltas por el tosco terreno del bosque, Luet se había aproximado a la casa de Rasa desde el sur. Casi todo el frente del pórtico estaba oculto para ella. Era posible que la casa dispusiera de alguna comunicación entre el pórtico y el bosque. Sin duda las constructoras habían planeado algo más que una mera vista del Valle de la Grieta. Y aunque no hubiera un acceso concreto, tenía que haber un sitio por donde fuera posible escalar.
Tras rodear la curva superficie de piedra, Luet al fin halló lo que buscaba: un sitio donde el escabroso terreno se elevaba más en relación con el pórtico. Ahora la cima de la balaustrada estaba a un brazo de distancia. Y, al estirar las manos para tratar de aferrar una fisura, Luet vio el rostro de Tía Rasa, bienvenido como el amanecer, y sus brazos abiertos hacia ella.
Si Luet hubiera sido más corpulenta, Tía Rasa quizá no habría podido alzarla; pero si hubiera sido más corpulenta podría haber trepado sin ayuda.
Cuando al fin se sentó en el banco, acurrucándose contra Tía Rasa, a punto de llorar de alivio y agotamiento, Tía Rasa le hizo la pregunta obvia:
—¿Qué hacías ahí en vez de llamar a la puerta principal como cualquier estudiante que regresa fuera de hora? ¿Tanto temías una reprimenda que preferiste arriesgar el pellejo en el bosque?
Luet sacudió la cabeza…
—En el bosque tuve una visión. Pero quizá la hubiera visto de todos modos, así que haber elegido ese camino puede haber sido una tontería.
Al fin Luet contó a Tía Rasa lo que había ocurrido: la visión que había referido a Nafai, la advertencia sobre la conspiración para asesinar a Wetchik, las palabras de la mujer sagrada en la oscura calle y la visión de Rasa y sus sobrinas.
—No entiendo qué significa esa visión —dijo Rasa—. Si el Alma Suprema no te lo reveló a ti, ¿cómo he de saberlo yo?
—No me interesa interpretarla. No quiero más visiones ni charlas sobre visiones. Tengo todo el cuerpo dolorido y quiero acostarme.
—Claro que sí, claro que sí. Puedes dormir y dejar que Wetchik y yo pensemos qué decisión debemos tomar ahora. A menos que él cometiera la tontería de pensar que el honor le exigía mantener esa traicionera cita en el cobertizo refrigerado.
Un pensamiento sobrecogió a Luet.
—¿Y si Nafai no le advirtió? Tía Rasa la miró severamente.
—¿Que Nafai no advirtiera a su padre de una conspiración contra su vida? Estás hablando de mi hijo.
¿Qué podía significar eso para Luet, que no conocía a su madre y cuyo padre podía ser cualquier hombre de la ciudad, siendo los más bestiales los candidatos más probables? Madre e hijo: era un vínculo que no revestía ninguna autoridad para ella. En un mundo de promesas incumplidas, cualquier cosa era posible.
No, era su fatiga la que la inducía a no fiarse de nadie. Estaba dudando del juicio de Tía Rasa, no sólo de la lealtad de Nafai. Obviamente su mente no funcionaba con claridad. Se dejó llevar escalera arriba hasta la habitación de Rasa, quien la acostó en el mullido lecho de la señora de la casa, donde Luet se durmió casi antes de comprender dónde estaba.
—Toda la noche fuera —espetó Hushidh.
Luet abrió un ojo. La luz que entraba por la ventana era muy brillante, pero el aire estaba fresco. Pleno día, y Luet acababa de despertar.
—Y ni siquiera tuviste el buen tino de entrar por la puerta principal.
—No siempre me dejo guiar por el buen tino.
—Ya me he dado cuenta —dijo Hushidh—. Debiste llevarme contigo.
—Dos personas siempre llaman más la atención que una sola.
—¡A la casa de Wetchik! ¿No pensaste que quizá yo conociera el camino?
—Ignoraba adonde iba.
—Sola de noche. Pudo haber ocurrido cualquier cosa. Y con ese tonto juramento me comprometiste a no decir nada a nadie. Tía Rasa casi me despelleja viva y me cuelga en el porche cuando comprendió que yo sabía adonde habías ido y no se lo había contado.
—No te enfades conmigo, Hushidh.
—La ciudad entera está conmocionada. Un súbito temor la apuñaló.
—No, Hushidh… no me digas que se ha cometido el asesinato a pesar de todo.
—¿Asesinato? En absoluto. Pero Wetchik y sus hijos han huido, y Gaballufix afirma que se debe a que él descubrió el complot de Wetchik para asesinarlo a él y a Roptat en una reunión secreta que Wetchik había organizado en su cobertizo, cerca de la Puerta de la Música.
—Eso no es verdad.
—Nunca pensé que lo fuera —dijo Hushidh—. Sólo te repito lo que dice la gente de Gaballufix. Sus soldados ocupan las calles.
—Estoy tan cansada, Hushidh, y no puedo hacer nada acerca de esto.
—Tía Rasa cree que puedes hacer algo. Por eso me envió a despertarte.
—¿Sí?
—Bien, ya la conoces. Me mandó dos veces «para ver si la pobre Luet aún está descansando como debe». La tercera vez comprendí que esperaba que yo te despertase pero no tenía corazón para ordenarme que lo hiciera.
—Qué considerada has sido al leer entre líneas, mi espléndida hermana mayor.
—Puedes dormir después, mi dulce hermana menor.
Luet tardó poco en lavarse y vestirse, pues como era pequeña Tía Rasa no la obligaba a arreglarse el cabello y la indumentaria para parecer grácil y esbelta antes de presentarse en público. Dada su corta edad, podía tener un aspecto desgarbado y desmañado, lo cual exigía menos esfuerzo. Cuando Luet bajó, Tía Rasa estaba en su salón con un hombre, un desconocido a quien presentó de inmediato.
—Él es Rashgallivak, querida Luet. Es fidelísimo y muy digno de confianza, o al menos eso dice mi amado compañero.
—He servido toda mi vida a la finca Wetchik —dijo Rashgallivak—, y así lo haré hasta que muera. Quizá yo no pertenezca a las grandes casas pero soy un auténtico Palwashantu.
Tía Rasa asintió. Luet se preguntó si debía escuchar a ese hombre con credulidad o ironía. Pero Rasa parecía confiar en él, así que Luet decidió imitarla.
—Entiendo que fuiste tú quien llevó la advertencia —dijo Rashgallivak. ¿ Luet miró sorprendida a Tía Rasa.
—Él ha jurado no revelarlo a nadie más —dijo Tía Rasa—4 No queremos implicarte en un intento de asesinato, querida. Pero Rash tenía que saberlo, para no creer que mi Wetchik había perdido el juicio. Wetchik le dejó órdenes detalladas para hacer algo totalmente descabellado.
—Cerrar todo —dijo Rashgallivak—. Despedir a todos los empleados que fuera posible, vender todos los animales de carga y liquidar las acciones. Sólo he de retener la tierra, los edificios y los activos líquidos, en cuentas intocables. Muy sospechoso, si mi señor es inocente. Eso dirían algunos. Eso dicen algunos.
—Hacía apenas media hora que se conocía la ausencia de Wetchik cuando Gaballufix fue a su casa, exigiendo, como jefe del clan Palwashantu, que se le entregaran todas las propiedades de la familia Wetchik. Tuvo el descaro de llamar a mi compañero por su nombre de natalicio, Volemak, como si hubiera renunciado a su derecho al título familiar.
—Si mi amo ha dejado Basílica para siempre —dijo Rashgallivak—, Gaballufix está en su derecho. La propiedad no se puede vender ni donar a nadie que no pertenezca al clan.
—Y yo trato de convencer a Rashgallivak de que fue tu advertencia de peligro inmediato lo que puso a Wetchik en fuga, no una confabulación para abandonar la ciudad y llevarse la fortuna familiar.
Luet comprendió cuál era su deber en esta conversación.
—Hablé con Nafai —le dijo a Rashgallivak—. Le advertí que Gaballufix se proponía matar a Wetchik y Roptat. Al menos eso sugería mi sueño.
Rashgallivak asintió lentamente.
—Claro que esto no bastará para presentar una acusación contra Gaballufix. En Basílica ni siquiera los hombres son juzgados por actos que planearon pero no llegaron a realizar. Pero bastará para convencerme de que debo impedir que Gaballufix se adueñe de la propiedad.
—Una vez fui su compañera —observó Rasa—. Conozco muy bien a Gabya. Sugiero que tomes medidas extraordinarias para proteger la fortuna… sobre todo los activos líquidos.
—Nadie los tendrá salvo el jefe de la casa de Wetchik —dijo Rashgallivak—. Señora, te doy las gracias. Y también a ti, niña sabia.
Se marchó sin decir otra palabra. Era muy distinto de los hombres atildados —artistas, científicos, gente del gobierno y las finanzas— que Luet había conocido en el salón de Tía Rasa. Esos hombres siempre se demoraban hasta que Tía Rasa los obligaba a partir fingiendo fatiga o aduciendo que tenía deberes urgentes en la escuela, como si su personal docente no fuera capaz de apañárselas sin una supervisión directa. Pero Rashgallivak, por su clase social, no podía aspirar razonablemente a ser compañero de una persona como Tía Rasa, ni de sus sobrinas.
—Lamento que no hayas podido dormir más —dijo Tía Rasa—, pero me alegro de que te despertaras en un momento tan oportuno.
Luet asintió.
—Anoche pasé tanto tiempo creyendo que caminaba en sueños que quizás esta mañana sólo necesitaba la mitad del reposo.
—Te enviaría a dormir de inmediato, pero antes debo hacerte una pregunta.
—A menos que sea algo que hemos estudiado recientemente en clase, no conocerá la respuesta, mi señora.
—No finjas que no sabes de qué hablo.
—No imagines que realmente comprendo al Alma Suprema.
Luet supo de inmediato que se había extralimitado. Tía Rasa enarcó las cejas y frunció la nariz, pero contuvo su enfado y habló con serenidad.
—A veces, querida mía, olvidas tu lugar. Finges que te comportas con modestia aunque el Alma Suprema te haya hecho vidente, pero me hablas con una impertinencia en la que no incurriría ninguna mujer de esta ciudad, joven o anciana. ¿En qué debo creer? ¿En tus humildes palabras o en tus soberbios modales?
Luet inclinó la cabeza.
—En mis palabras, señora. Mis modales trasuntan la brusquedad natural de una chiquilla. Tía Rasa se echó a reír.
—Esas palabras son las más difíciles de creer. Pues bien, te ahorraré mis preguntas. Ahora ve a acostarte, aunque esta vez en tu propia cama… Prometo que nadie te molestará.
Luet estaba en la puerta del salón cuando ésta se abrió y una joven irrumpió, obligándola a retroceder.
—¡Madre, esto es abominable!
—Sevet, me encanta que vengas al cabo de tantos meses… y sin el menor anuncio, ni siquiera la cortesía de aguardar a que se te invite a entrar.
Sevet, la hija mayor de Tía Rasa, Luet la había visto una sola vez. Siguiendo la costumbre, Rasa no enseñaba a sus propias hijas, sino que había confiado su crianza a su querida amiga Dhelembuvex. Esta hija era compañera de un joven sabio de cierto renombre —¿Vas?—, pero eso no había entorpecido su carrera de cantante, con una creciente reputación por su singular estilo para las canciones pichalny, las melancólicas canciones de muerte y pérdida que constituían una antigua tradición en Basílica. Pero ahora no había en ella nada de pichalny. Estaba irritada y furiosa, al igual que su madre. Luet decidió marcharse antes de oír otra palabra, pero Tía Rasa no lo consintió.
—Quédate, Luet. Creo que será educativo para ti ver qué poco ha aprendido esta hija mía de su madre y su Tía Dhel. Sevet fulminó a Luet con la mirada.
—¿Qué es esto? ¿Ahora te dedicas a la beneficencia?
—Su madre era una mujer sagrada, Sevya. Tal vez hayas oído hablar de Luet. Sevet se ruborizó.
—Te ruego que me perdones —dijo.
Luet no sabía cómo responder, pues a fin de cuentas la habían acogido allí por caridad y no debía mostrarse ofendida por la hiriente frase de Sevet.
Tía Rasa la salvó de tener que pensar una respuesta apropiada.
—Consideraré que el perdón se ha solicitado y concedido, y ahora podemos iniciar nuestra conversación en un tono más civilizado.
—Por supuesto —dijo Sevet—. Comprenderás que he venido aquí directamente de casa de Padre.
—Por tus modales bruscos y ofensivos, he llegado a sospechar que habías pasado por lo menos una hora con él.
—El pobre hombre está hecho una furia. ¿Y cómo podría ser de otro modo cuando su propia compañera difunde terribles mentiras sobre él?
—Pobre hombre. Me sorprende que esa nulidad que tiene por compañera haya tenido agallas para hablar contra él… y cerebro para inventar una mentira. ¿Qué está diciendo?
—Me refería a ti, Madre, no a su compañera actual. Nadie piensa en ella.
—Pero como cancelé el contrato de mi querido Gabya hace quince años, no creerá que yo tengo el deber de abstenerme de decir la verdad acerca de él.
—Madre, no seas imposible.
—Nunca soy imposible. A lo sumo me concedo el capricho de ser un poquitín improbable.
—Eres la madre de las dos hijas de Padre, y ambas somos famosas… las más famosas de tus vástagos, y por razones honorables, aunque es verdad que la carrera de la pequeña Koya está apenas en su comienzos, y ni siquiera tiene su propio myachik…
—Ten la bondad de ahorrarme tus alusiones a tu rivalidad con tu hermana.
—Es sólo una rivalidad desde su punto de vista, Madre… a mí ni siquiera me importa que su carrera de cantante sea un poco más lenta. Siempre es más difícil adquirir notoriedad para una soprano lírica… Hay tantas que apenas puedes discernirlas, a menos que esa soprano sea tu amada y leal hermana.
—Sí, yo siempre te pongo ante mis niñas como ejemplo de lealtad.
Sevet sonrió un instante, pero comprendió que su madre se estaba burlando de ella y frunció el ceño.
—Eres muy desagradable conmigo.
—Si tu padre te ha enviado para hacerme retractar de mis comentarios acerca de los acontecimientos de esta mañana, puedes decirle que sé lo que estaba planeando gracias a una fuente incuestionable, y que si no deja de proclamar que Wetchik pretendía asesinarlo, presentaré mis pruebas ante el consejo para enviarlo al destierro.
—¡No puedo decirle semejante cosa a Padre!
—Pues no lo hagas. Que se entere cuando yo lo haga.
—¿Desterrarlo? ¿Desterrar a Padre?
—Si hubieras estudiado más historia (y pensándolo bien, dudo que Dhelya te haya enseñado mucha), sabrías que cuanto más poderoso y célebre es un hombre, más probabilidades tiene de ser desterrado de Basílica. Se ha hecho antes y se hará de nuevo. A fin de cuentas, es Gabya, no Wetchik ni Roptat, quien manda a sus soldados a patrullar las calles, fingiendo que nos protege de los matones que quizás él mismo ha contratado. La gente se alegrará de que se vaya… y eso significa que estará dispuesta a creer en cada prueba que yo presente.
Sevet adoptó una expresión grave.
—Padre puede ser irascible y un poco escurridizo en sus negocios, Madre, pero no es un homicida.
—Claro que no. Wetchik se marchó de Basílica y Gabya no se atrevería a matar a Roptat sin que Wetchik esté aquí para cargar con la culpa. Aunque sospecho que si Gabya hubiera sabido que Wetchik había huido, habría matado a Roptat al instante para usar la apresurada partida de Wetchik como prueba de que mi querido compañero era el asesino.
—Hablas de Padre como si fuera un monstruo. ¿Por qué lo aceptaste como compañero?
—Porque quería tener una hija con una extraordinaria voz para el canto y sin el menor discernimiento moral. Funcionó tan bien que renové el contrato por un segundo año y tuve otra. Y luego me di por satisfecha.
Sevet rió.
—Eres una tonta, Madre. Sí tengo discernimiento moral. Y no sólo moral. Me casé con Vasya, no con un actor de segunda.
—Deja de hacer insinuaciones sobre el compañero de tu hermana. El Obring de Kokor es un encanto, aunque no posea el menor talento ni la menor oportunidad de que Koya le dé un hijo, y mucho menos de que le renueve el contrato.
—Un encanto. Tendré que recordar qué significa esa palabra, ahora que la has dicho.
Sevet se levantó para marcharse. Luet le abrió la puerta, pero Tía Rasa detuvo a su hija.
—Querida Sevya —llamó—. Quizá llegue un momento en que debas escoger entre tu padre y yo.
—Ambos me habéis obligado a ello al menos una vez al mes desde que era pequeña. Hasta ahora me las he arreglado para escabullirme de los dos, y me propongo continuar igual.
Rasa batió las palmas, un ruido brusco como el choque de dos piedras.
—Escúchame, hija. Sé por lo que has pasado y te he admirado por el modo en que actuaste al tiempo que te compadecía por el hecho de que fuera necesario. Lo que estoy diciendo es que pronto, muy pronto, quizá no sea posible escabullirse. Es hora de que examines a tus progenitores y decidas quién merece tu lealtad. No digo amor, porque sé que nos quieres a los dos. Digo lealtad.
—No deberías hablarme así, Madre. No soy tu alumna. Y aunque logres desterrar a Padre, eso no significa que deba escoger entre ambos.
—¿Y si tu padre enviara soldados a silenciarme? O tolchocks… lo cual es más probable. ¿Y si tu madre fuera degollada por un cuchillo que él contrató?
Sevet observó a su madre en silencio.
—Entonces tendría inspiración para una magnífica canción pichalny, ¿no crees?
—Creo que tu padre es enemigo del Alma Suprema, y también enemigo de Basílica. Reflexiona, mi Sevet de triste voz, reflexiona y medita, pues cuando llegue el día de escoger no habrá tiempo para pensar.
—Siempre te he respetado, Madre, porque nunca has intentado volverme contra mi padre, a pesar de las cosas pérfidas que él dijo de ti. Lamento que hayas cambiado.
Con gran dignidad, Sevet se marchó de la habitación. Luet, aún desconcertada por esta conversación tan violenta por debajo de su apariencia elegante, vaciló en seguirla.
—Luet —susurró Tía Rasa.
Luet se volvió hacia esa gran mujer y tembló por dentro al verle las mejillas húmedas.
—Luet, debes decirme una cosa. ¿Qué nos está haciendo el Alma Suprema? ¿Qué planea el Alma Suprema?
—No lo sé. Ojalá lo supiera.
—Si lo supieras, ¿me lo dirías?
—Claro.
—¿Incluso si el Alma Suprema te lo prohibiera? Luet no había pensando en esta posibilidad. Tía Rasa tomó su titubeo por una respuesta.
—Bien —dijo—. Era lo que esperaba. El Alma Suprema no escoge servidores débiles ni desleales. Pero dime una cosa, si puedes: ¿es remotamente posible que no hubiera tal confabulación para matar a Wetchik? ¿Que el Alma Suprema hubiera enviado esa advertencia para obligarle a marcharse de Basílica? Piénsalo, Lutya. ¿No es posible que el Alma Suprema sólo deseara librarse de Issib y Nafai? Tiene sentido, ¿verdad? Ellos estorbaban al Alma Suprema, manteniéndola tan atareada que sólo podía hablar con ellos. ¿No pudo enviarte esa visión para que abandonaran la ciudad, porque ellos la amenazaban?
Luet sintió el impulso de negarlo a gritos, de reprenderla por atreverse a decir cosas sacrílegas del Alma Suprema, como si ésta pudiera actuar en beneficio propio.
Pero recobrando la calma, recordó que Hushidh le había contado que Issib y Nafai podían ser la causa del silencio del Alma Suprema. Y si el Alma Suprema pensaba que esos dos chicos atentaban contra su capacidad para guiar y proteger a sus hijas, ¿podía actuar para eliminarlos?
—No —respondió—. No lo creo.
—¿Estás segura?
—Nunca estoy segura de nada, excepto de la visión misma. Pero el Alma Suprema jamás me ha engañado. Todas mis visiones han sido verdaderas.
—Pero ésta aún sería un verdadero instrumento de la voluntad del Alma Suprema.
—No —repitió Luet—. No, imposible. Porque Nafai e Issib ya se habían detenido. Nafai fue a orar…
—Me lo han dicho. Pero también fue Mebbekew, el hijo que Wetchik tuvo con Kilvishevex, esa pelandusca…
—Y el Alma Suprema le habló a Nafai y lo despertó, y lo guió hasta el cuarto de los viajeros para que hablara conmigo. Si el Alma Suprema quería que Nafai la dejara en paz, se lo habría dicho, y él habría obedecido. No, Tía Rasa. Estoy segura de que el mensaje fue real.
Tía Rasa asintió.
—Lo sé. Lo sabía. Sólo que sería…
—Más simple.
—Sí. —Rasa sonrió con amargura—. Sería más simple que Gaballufix fuera tan inocente como pretende. Pero sería incongruente. ¿Sabes por qué renuncié a él?
—No —dijo Luet. Ni quería saberlo. Por tradición, una mujer nunca explicaba sus razones para anular un contrato, y era de pésima educación preguntar o siquiera especular acerca del tema.
—No debería contarlo, pero lo haré… porque tú debes saber la verdad para comprender todas las cosas.
Pero también soy una niña, pensó Luet. Nunca le contarías esto a otras niñas de trece años. Ni siquiera se lo contarías a tu hija. Pero yo soy vidente, y todo se me revela y se me prohíbe ser inocente de nada excepto la alegría.
—Renuncié a él porque supe que…
Luet se preparó para una sórdida revelación, pero no llegó.
—¿Acaso es tonto? —le preguntó Hushidh a Luet un día—. ¿No sabe que cada acto de su soldadesca brinda a sus enemigos nuevos motivos para desterrarlo?
—Debe de saberlo, así que querrá que lo destierren.
—Pues que ese día llegue pronto, nos alegraremos de librarnos de él.
Luet aguardaba una visión del Alma Suprema, un mensaje de advertencia para presentar al consejo. Pero la única visión que obtuvo fueron palabras de consuelo para una anciana del distrito del Olivar, asegurándole que su hijo perdido aún vivía y regresaba en una nave que pronto tocaría puerto. Luet no sabía si alegrarse de que el Alma Suprema aún se tomara tiempo para responder a las fervientes plegarias de mujeres afligidas, o enfurecerse porque el Alma Suprema dedicara tiempo a esos asuntos en vez de impedir que la ciudad se desmoronara.
Al fin llegó el momento más temido. Sonó la campanilla y tronaron puñetazos contra la puerta. Cuando abrieron se enfrentaron a un grupo de soldados. La criada que atendió lanzó un grito y no sólo porque fueran hombres armados en tiempos turbulentos. Luet se encontró entre las primeras que acudió en auxilio de la aterrada criada y vio por qué se había asustado. Todos los soldados usaban uniformes idénticos, con idénticas armaduras y cascos y espadas energéticas, como cabía esperar, pero dentro de esos cascos todos también tenía un rostro idéntico.
Fue la sobrina mayor de Rasa, Shedemei la genetista, quien habló a los soldados.
—No tenéis nada qué hacer aquí. Nadie os quiere. Largo.
—No me iré sin ver a la señora de la casa —dijo el soldado que encabezaba la partida.
—Ya te he dicho que ella no quiere saber nada de ti. Pero Tía Rasa se aproximó y dijo con voz vibrante:
—Cerrad la puerta en las narices de estos facinerosos a sueldo.
El jefe de la partida se echó a reír y llevó la mano a la cintura. Al instante se transformó, y en vez de un soldado joven de rostro muerto apareció un hombre maduro de barba desgreñada y ojos centelleantes, robusto pero no panzón. En vez de armadura vestía ropas elegantes. Un hombre de prestigio y poder que se divertía con la situación.
—Gabya —dijo Tía Rasa.
—¿Te gustan mis nuevos juguetes? —preguntó Gaballufix, quien entró en la casa. Mujeres y niños se apartaron para cederle el paso—. Un viejo dispositivo teatral que no se usa hace siglos, pero estaba en una burbuja de éxtasis en el museo y las máquinas fabricantes aún recordaban cómo copiarlos. Holotrajes, los llaman. Todos mis soldados los tienen ahora. Se hace un poco difícil diferenciarlos, pero tengo el interruptor maestro que me permite apagarlos cuando desee.
—Márchate —dijo Rasa.
—No quiero —replicó Gaballufix—. Deseo hablar contigo.
—Sin ellos, puedes hablar conmigo cuando gustes. Tú lo sabes, Gabya.
—Lo sabía antes. A decir verdad, oh la más noble de mis compañeras, mi inolvidable amante, sabía que mis soldados no te impresionarían… sólo quería mostrarte la última moda. Pronto los usará la flor y nata de la sociedad.
—Sólo en sus ataúdes.
—¿Quieres entablar esta conversación delante de los niños, o nos retiramos a tu sagrado pórtico?
—Que tus soldados aguarden detrás de la puerta. Cerraremos con llave.
—Lo que digas, oh madre de mi dueto de dulces aves canoras. Aunque la puerta, con todos sus cerrojos, no sería obstáculo si yo quisiera que entrasen.
—La gente que está segura de su poder no necesita jactarse —espetó Tía Rasa. Echó a andar por el corredor mientras Shedemei cerraba y atrancaba la puerta en las narices de los soldados.
Luet todavía oía la conversación entre Tía Rasa y Gaballufix, incluso cuando doblaron un recodo y se perdieron de vista.
—Yo no necesito jactarme —decía Gaballufix—. Lo hago por puro placer.
Pero Tía Rasa, en vez de responder, llamó:
—¡Luet! ¡Hushidh! Venid conmigo. Quiero testigos.
Luet obedeció de inmediato, seguida por Hushidh. Como buenas sobrinas de Tía Rasa, no echaron a correr, pero caminaron a tal velocidad que doblaron el recodo a tiempo para oír la susurrada réplica de Gaballufix:
—… que no me atemorizan tus brujitas.
Luet no dio a entender que lo había oído. Sabía que el rostro de Hushidh sería aun más inexpresivo.
Una vez en el pórtico, Gaballufix no se molestó en fingir que respetaba el límite marcado por los biombos. Enfiló hacia la balaustrada para contemplar el paisaje que estaba prohibido a los ojos de los hombres. Tía Rasa no lo siguió, así que Luet y Hushidh también se quedaron detrás de los biombos. Al fin Gaballufix regresó donde ellas aguardaban.
—Siempre una bella vista —comentó.
—Tan sólo por ese acto podrías ser desterrado —dijo Tía Rasa.
Gaballufix se echó a reír.
—Vuestro lago sagrado. ¿Cuánto tiempo crees que permanecerá a salvo de las enlodadas botas de los hombres, si vienen los cabeza mojada? ¿Has pensado en ello? ¿Han pensado en ello Roptat y tu amado Volemak? Los cabeza mojada no respetan la religión de las mujeres.
—¿Aún menos que tú?
Gaballufix levantó la mirada al cielo para demostrar su desdén por esa acusación.
—Si Roptat y Volemak se salen con la suya, los cabeza mojada se adueñarán de esta ciudad, y para ellos el paisaje que se ve desde el pórtico no sería suelo sagrado. Sería propiedad de la ciudad, tierra desaprovechada, potenciales obras de construcción y cotos de caza, y un lago magnífico con agua fría y caliente para bañarse en cualquier estación.
Luet se asombró de que supiera tanto acerca del lago. ¿Qué mujer había olvidado su posición al extremo de describir el lugar sagrado?
Pero Tía Rasa no hizo comentarios sobre esas palabras indecorosas.
—Traer a los cabeza mojada es el plan de Roptat. Wetchik y yo sólo hemos defendido la antigua neutralidad.
—¡Neutralidad! Los tontos y los niños creen en eso. No hay neutralidad cuando chocan grandes poderes.
—En el poder del Alma Suprema hay neutralidad y paz —replicó Tía Rasa, arrostrando con calma la tormenta—. Ella tiene el poder para confundir a nuestros enemigos de tal modo que no nos vean.
—¿Poder? Quizás el Alma Suprema tenga poder, pero no he visto pruebas de que salve de la destrucción a ciudades inocentes. ¿Por qué soy yo el único paladín de Basílica, el único que entiende que nos conviene aliarnos con Potokgavan?
—Ahórrate los discursos patrióticos para el consejo, Gabya. Ante mí no necesitas ocultarte detrás de esa farsa. Los carros ofrecían una ganancia fácil. Y en cuanto a la guerra, sabes tan poco acerca de ella que crees desearla. Crees que marcharás junto a los fuertes soldados de Potokgavan para expulsar a los cabeza mojada, y que tu nombre será recordado para siempre. Pero yo te digo que cuando te enfrentes a tu enemigo, estarás solo. Ningún potoku te acompañará. Y cuando caigas, tu nombre quedará tan olvidado como las lluvias de la semana pasada.
—Esta tormenta, mi querida anuladora de contratos, tiene un nombre, y te aseguro que se recordará.
—Sólo por el daño que has causado, Gabya. Cuando Basílica arda, cada llamarada será bautizada Gaballufix, y la maldición de cada ciudadano moribundo llevará tu nombre.
—Vaya, de forma que ahora eres profetisa. Ahórrate tus devaneos poéticos para quienes tiemblan al pensar en el Alma Suprema. Y en cuanto al destierro, da lo mismo que triunfes o fracases.
—¿Quieres decir que no piensas obedecer?
—¿Yo? ¿Desobedecer al consejo? Impensable. Nadie me encontrará en la ciudad cuando me hayan desterrado, te lo aseguro.
Pero al decir esas palabras conectó el holotraje. De inmediato quedó ilusoriamente armado, con una anónima máscara de soldado en vez de rostro, como cualquiera de los cientos de hombres que había equipado de ese modo. Luet comprendió que Gaballufix no tenía la menor intención de obedecer una orden de destierro. Simplemente usaría su perfecto disfraz para que nadie pudiera identificarlo. Permanecería en la ciudad actuando a su antojo, eludiendo impunemente los edictos del consejo. Entonces la única esperanza de liberar a la ciudad de su dominio dejaría de ser política. Sería la guerra civil y las calles se anegarían de sangre.
Tía Rasa había entendido todo esto. Miró con firmeza los ojos vacíos que la escrutaban desde el holotraje de Gaballufix y guardó silencio cuando él dio media vuelta para marcharse; al fin Luet cogió la mano de Hushidh y ambas caminaron hacia el borde del pórtico para contemplar el Valle de las Mujeres.
—Ya no hay nada entre ellos —dijo Hushidh—. Vi caer el último vínculo de amor, siquiera de compasión. Si él muriera esta noche, ella se alegraría.
Para Luet esto constituía una terrible tragedia. Una vez el amor, o algo parecido al amor, había unido a esas dos personas; habían engendrado dos hijas, y sólo quince años después se rompía hasta el último lazo. Todo muerto, perdido. Nada duraba, nada. Incluso aquel mundo de cuarenta millones de años, que el Alma Suprema había preservado como en hielo, incluso aquel mundo se derretiría en el fuego. La permanencia era una ilusión, y el amor era sólo el disfraz con que los amantes ocultaban la inminente muerte de su unión.