16. EL ÍNDICE DEL ALMA SUPREMA

Nafai y Padre estaban sentados e Issib yacía recostado en una alfombra, en la tienda de Padre. El índice reposaba en la alfombra. Nafai tocó el índice con los dedos. Padre lo acarició con una mano. Luego, con la otra, cogió el brazo de Issib y le hizo tocar el índice. Con los tres en contacto al mismo tiempo, el índice habló.

—Despierto, después de tanto tiempo —susurró.

Nafai no sabía si le oía con los oídos, o si su mente transformaba los ruidos del entorno —la brisa del desierto, la respiración de ellos tres— en una voz.

—Te hemos traído a un alto precio —dijo Padre.

—Aguardé largo tiempo para recobrar esta voz —respondió el índice.

No era el índice el que hablaba, comprendió Nafai.

—Es la voz del Alma Suprema.

—Sí —dijo el susurro.

—Si esto contiene tu voz —preguntó Padre—, ¿por qué lo llaman índice?

La respuesta llegó al cabo de un titubeo.

—Este es mi índice —dijo al fin.

El índice del Alma Suprema. Un índice era una herramienta creada para orientar a la gente en la laberíntica memoria de un ordenador complejo. El Alma Suprema era el mayor de los ordenadores y esta herramienta permitiría que Nafai, Issib y Padre al fin comenzaran a comprenderlo.

—Ahora que tenemos el índice —dijo Nafai—, ¿puedes explicarnos quién eres ?

De nuevo una pausa y luego el susurro.

—Soy la Memoria de la Tierra. No me construyeron para durar tanto. Me estoy debilitando y debo regresar a quien es más sabio que yo, y quien me dirá qué hacer para salvar este inarmónico mundo llamado Armonía. He escogido a tu familia para que me lleve de vuelta al Guardián de la Tierra.

—¿Allá nos llevarás?

—El mundo que estaba sepultado en el hielo y oculto en el humo ya ha de estar vivo y despierto. El Guardián que guió a los humanos desde el planeta que destruyeron no os apartará el rostro. Seguidme, hijos de la Tierra, y os llevaré de regreso a vuestro antiguo hogar.

Nafai miro a Padre e Issib.

—¿Comprendes lo que significa eso? —preguntó.

—Un largo viaje —dijo Padre, fatigosamente.

¡Largo! —exclamó Nafai—. ¡Tan largo que la luz tarda cien años en llegar a nosotros!

—¿De qué habláis? —preguntó Issib—. ¿Pensáis que el Alma Suprema prometía llevarnos a otro planeta?

Las palabras de Issib pendieron en el aire como música desafinada. Nafai lo miró extrañado. Por supuesto que el Alma Suprema había prometido llevarlos a otro planeta. Eran sus palabras. Excepto que Issib no había oído eso. Ni Padre. Obviamente, el índice no emitía sonidos en sentido literal, sino que se oían con la mente.

—¿Qué crees que dijo el Alma Suprema? —preguntó Nafai.

—Que nos llevaría a una bella tierra —dijo Padre—. Un buen lugar, donde el suelo es fecundo. Un lugar donde nuestros hijos serán libres y benévolos, sin el mal de Basílica.

—¿Pero dónde? —preguntó Nafai—. ¿Dónde dijo que estaba esa bella tierra?

—Nafai, debes aprender a ser más paciente y confiado —dijo Padre—. El Alma Suprema nos guiará paso a paso y un día uno de esos pasos será el último, y habremos llegado.

—No será una ciudad —declaró Issib—, pero será un sitio donde podré usar de nuevo los flotadores.

Nafai estaba profundamente defraudado. Sabía lo que había oído, pero también sabía que Padre e Issib no habían oído lo mismo. ¿Por qué no? Eso significaba que ellos no comprendían la voz del Alma Suprema o bien que el Alma Suprema les había dado otro mensaje. De cualquier modo, no podía imponerles su propia interpretación.

—¿Qué oíste tú? —preguntó Padre—. ¿Había algo más?

—Nada importante por ahora —dijo Nafai—. Lo principal es saber que no aguardaremos a que Basílica nos reciba. Ya no somos exiliados, sino expatriados. Emigrantes. Basílica ya no es nuestra ciudad.

Padre suspiró.

—Y pensar que iba a retirarme y legar los negocios a Elya. ¡Ya no quería viajar más! Ahora, me temo, voy a emprender el viaje más largo de mi vida.

Nafai cogió el índice y se lo acercó. Le temblaba en las manos.

—En cuanto a ti, mi extraño índice, ojalá seas digno de todos los problemas que afrontamos para obtenerte. Del precio que se pagó.

—Una enorme fortuna —suspiró Issib—. No supe que éramos tan ricos hasta el día en que dejamos de serlo.

—Ahora somos más ricos que nunca —dijo Padre—. Se nos ha prometido una tierra entera, sin ciudades ni clanes ni enemigos que puedan arrebatarla. Y el índice del Alma Suprema está aquí para guiarnos.

Nafai no los oía. Pensaba en la sangre que había derramado, que le había manchado la ropa y la piel. No quería hacerlo, pensó, aunque era simple justicia, tomar la vida de un asesino. Cuando Elemak creyó haber matado a un hombre, desde lejos, con un pulsador, alardeó de ello. Pero yo lo maté de cerca, con estas manos, mientras él yacía borracho e indefenso en la calle. No lo hice por salvar mi vida, ni por proteger una caravana, sino a sangre fría, sin cólera. Porque el Alma Suprema me dijo que estaba bien. Y porque en mi corazón creí que era necesario.

Pero además le odiaba. ¿Cómo sabré que no lo hice por odio, por afán de venganza? Temo que siempre sospecharé que tengo el corazón de un asesino.

Pero puedo convivir con ello. Esta noche podré dormir. Con el tiempo el dolor se aplacará. Es el precio de lo que he aceptado ser: un servidor del Alma Suprema. Ya no me pertenezco. Pertenezco al Alma Suprema, y soy lo que ella decida. Espero que al menos me guste una parte de lo que haya llegado a ser, cuando al fin el Alma Suprema termine conmigo.

Esa noche durmió y soñó. No con el asesinato. No con la cabeza de Gaballufix, ni con la sangre que le teñía la ropa. Soñó que flotaba en un mar de corrientes frías y calientes y la niebla le acariciaba el rostro. Y de ese lugar perdido, misterioso y apacible, surgían manos que le buscaban el rostro, los hombros, y le cogían el brazo para alzarlo.

No soy el primero, comprendió al despertar. No estoy solo en este lugar, el reino del Alma Suprema. Otros me han precedido, y me acompañan ahora, y me acompañarán a través de todo lo que vendrá.

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