8. ADVERTENCIA

Cuando Nafai e Issib llegaron a casa, Truzhnisha aún estaba allí. Había pasado el día cocinando, reponiendo la comida del refrigerador. Pero no había nada caliente y recién preparado para la cena. Padre no permitía que el ama de llaves mimara a sus hijos.

Truzhnisha notó que Nafai estaba defraudado.

—¿Cómo iba a saber que esta noche vendríais a cenar a casa?

—A veces lo hacemos.

—Pues yo uso el dinero de tu padre, compro comida y la preparo para servirla caliente, y luego nadie viene. Sucede con frecuencia, y la comida se desperdicia porque yo la preparo de otro modo para congelarla.

—Sí, siempre la cueces más de la cuenta —protestó Issib.

—Para que quede tierna para tus débiles mandíbulas.

Issib le gruñó como un perro. Era como un juego. Sólo Truzhya podía jugar con él exagerando su debilidad; sólo con Truzhya Issib gruñía, remedando una fuerza viril que siempre estaría fuera de su alcance.

—Tu comida congelada es sabrosa, de todos modos —dijo Nafai.

—Oh, gracias. —El tono exagerado indicaba que Truzhnisha se había ofendido, pero Nafai lo había dicho con franqueza, como un cumplido. ¿Por qué todos creían que era mordaz o hiriente cuando sólo pretendía ser amable? Alguna vez tendría que aprender cuáles eran las señales que detectaba la gente, atribuyéndole siempre la intención de ser ofensivo.

—Vuestro padre está en los establos, pero quiere hablar con ambos.

—¿Por separado? —preguntó Issib.

—¿Pues cómo saberlo? ¿Debo poneros en fila frente a la puerta?

—Claro que sí —dijo Issib. Luego cerró las mandíbulas como un perro que diera una dentellada—. Si no fueras una cabra vieja e inútil.

—Pues mira quién fue a llamarme inútil —rió Truzhnisha.

Nafai miró azorado. Issib decía cosas realmente insultantes y ella las tomaba a risa. Nafai la felicitaba por su comida y ella lo tomaba como un insulto. Debería irme al desierto y convertirme en agreste, pensó Nafai. Claro que sólo las mujeres podían ser agrestes, protegidas de todo daño por la costumbre y la ley. En el desierto una agreste recibía mejor trato que en la ciudad: las gentes del desierto no tocaban a las mujeres sagradas y les ofrecían agua y comida. Pero un hombre que viviera solo en el desierto sería asaltado y asesinado en menos de un día. Además, pensó Nafai, no tengo la menor idea de cómo sobrevivir en el desierto. Padre y Elemak saben, pero necesitan llevar muchas provisiones. En el desierto, sin provisiones, morirían tan pronto como yo. La diferencia es que se sorprenderían de morir, porque se creen expertos en supervivencia.

—¿Estás despierto, Nafai? —preguntó Issib.

—¿Quién? Sí, claro.

—¿Y piensas guardarte esa comida de recuerdo? Nafai bajó los ojos y vio que Truzhya le había servido un plato abundante.

—Gracias —dijo.

—Darte comida a ti es como dejarla en la tumba de los antepasados —dijo Truzhya.

—Ellos no dan las gracias —replicó Nafai.

—Vaya, Nafai ha dicho «gracias» —rezongó ella.

—¿Pues qué debería decir?

—Come y calla —dijo Issib.

—Quiero saber por qué está mal que te dé las gracias.

—Ella bromeaba contigo. Estaba jugando. No tienes sentido del humor, Nyef.

Nafai mordió un bocado y masticó con furia. Conque ella bromeaba. ¿Cómo iba él a saberlo?

El portón se abrió. Un susurro de sandalias y luego una puerta que se abría y cerraba. Era Padre, el único de la familia que podía llegar a su habitación sin pasar frente a la puerta de la cocina. Nafai quiso levantarse para ir a verlo.

—Primero termina la cena —dijo Issib.

—El no dijo que fuera una emergencia —observó Truzhnisha.

—Tampoco dijo que no lo fuera —respondió Nafai. Y se marchó de la habitación.

—Dile que iré en seguida —dijo Issib a sus espaldas.

Nafai salió al patio, pasó frente al portón y entró en la sala pública de Padre. No estaba allí, sino en la biblioteca, leyendo en el ordenador un libro que Nafai reconoció al instante como el Testamento del Alma Suprema, quizá la más antigua de las escrituras sagradas, de una época tan remota que, según las leyendas, la religión de hombres y mujeres era la misma.

—Ella acude en las sombras del sueño —dijo Nafai, leyendo la primera línea de la pantalla.

—Ella susurra cuando teme tu corazón —le respondió Padre.

—En la brillante conciencia de tus ojos y en el oscuro sopor de tu ignorancia, allí está su sabiduría —continuó Nafai.

—Sólo en su silencio hay soledad. Sólo en su silencio hay angustia. Sólo en su silencio hay desesperación. —Padre suspiró—. Todo está aquí, ¿verdad, Nafai?

—El Alma Suprema no es hombre ni mujer —dijo Nafai.

—Oh, vaya, ahora resulta que tú sabes perfectamente qué es el Alma Suprema.

Padre hablaba con voz tan fatigada que Nafai decidió no discutir sobre teología esa noche.

—Querías verme.

—A ti y a Issib.

—Vendrá enseguida.

Como si le hubiera oído, Issib traspuso la puerta, comiendo todavía pan de queso.

—Gracias por traer las migajas hasta mi biblioteca —dijo Padre.

—Perdón —se disculpó Issib. Invirtió el rumbo y enfiló hacia la puerta.

—Vuelve —ordenó Padre—. No me molestan las migajas. Issib regresó.

—Hablan de vosotros en toda Basílica. Nafai e Issib se miraron.

—Sólo estuvimos investigando en la biblioteca.

—Las mujeres sostienen que Alma Suprema sólo os habla a vosotros.

—Pues no recibimos mensajes muy claros —suspiró profundamente Nafai.

—La hemos monopolizado al estimular sus reflejos de rechazo —explicó Issib.

—Mmm —dijo Padre.

—Pero hemos decidido interrumpir —añadió Issib—. Por eso hemos venido a casa.

—No queríamos estorbar —dijo Nafai.

—Pero Nafai oró cuando regresábamos —dijo Issib—. Todo un espectáculo. Padre suspiró.

—Oh, Nafai, si algo has aprendido de mí, ¿no pudiste aprender que lacerarte y derramar sangre nada tiene que ver con las plegarias para el Alma Suprema?

—Qué bien —protestó Nafai—. Y quien me dice esto es el hombre que regresa a casa con su visión de la columna de fuego. Pensé que habías cambiado de parecer.

—Recibí mi visión sin desangrarme —alegó Padre—. Pero no importa. Esperaba que ambos hubierais recibido del Alma Suprema algo que me ayudara.

Nafai sacudió la cabeza.

—No —respondió Issib—. El Alma Suprema sólo nos obsequió ese sopor del pensamiento. Trataba de impedir que pensáramos cosas prohibidas.

—Pues entonces todo ha terminado —dijo Padre—. Estoy solo.

—¿Solo con qué? —preguntó Issib.

—Hoy Gaballufix me envió un mensaje a través de Elemak. Parece que Gaballufix está tan descontento como yo con la situación de Basílica. Si hubiera sabido que el asunto de los carros de guerra causaría tantas controversias no lo habría iniciado. Me pidió que organizara una reunión entre él y Roptat. Sólo busca un modo de retractarse sin quedar en ridículo… sólo necesita que Roptat también se retracte, para que no establezcamos alianzas con nadie.

—¿Y has organizado una reunión con Roptat?

—Sí. Al alba, en el cobertizo de las plantas polares, al este de la Puerta del Mercado.

—Por lo visto —dijo Nafai—, Gaballufix ha adoptado las ideas del Partido de la Ciudad.

—Eso parece.

—Pero tú no lo crees —dijo Issib.

—No lo sé. Su posición es la única razonable e inteligente. ¿Pero desde cuándo Gaballufix es razonable e inteligente? Lo conozco desde hace muchos años, e incluso cuando era joven, antes de obtener el liderazgo del clan con sus tejemanejes, nunca hizo nada que no estuviera destinado a ganar predominio sobre otros. Hay dos modos de lograrlo: o asciendes o derribas a tus rivales. En todos estos años he visto que Gaballufix tiene una marcada preferencia por lo segundo.

—Así pues, tú crees que te está usando —dijo Nafai—. Para atacar a Roptat.

—Se las apañará para traicionar a Roptat y destruirlo. Y al final comprenderé que me usó para ayudarle a conseguirlo. No sería la primera vez.

—Entonces, ¿por qué le ayudas?

—Porque hay una posibilidad, ¿verdad? Una posibilidad de que sea sincero. Si me niego a mediar entre ellos, las cosas empeoran aún más en Basílica, será culpa mía. Así que debo creer en su palabra, ¿o no?

—Sólo puedes hacer todo lo que puedas —observó Nafai, repitiendo una de las máximas favoritas de Padre.

—Mantén los ojos abiertos —aconsejó Issib, repitiendo otro epigrama de Padre.

—Sí, eso haré. Issib asintió.

—Padre —dijo Nafai—, ¿puedo ir contigo mañana? Padre negó con la cabeza.

—Quiero acompañarte. Quizá vea algo que tú pases por alto. Mientras hablas, yo observaré a los demás y veré sus reacciones. Podría ayudarte.

—No. No seré un mediador creíble si llevo compañía. Pero Nafai sabía que eso no era cierto.

—Creo que temes que ocurra algo desagradable y no quieres que esté allí.

Padre se encogió de hombros.

—Tengo mis temores. Por algo soy padre.

—Pero yo no tengo miedo, Padre.

—Entonces eres más tonto de lo que me temía. A la cama, los dos.

—Es muy temprano para eso —observó Issib.

—Pues no os acostéis.

Padre se volvió hacia la pantalla del ordenador. Era una clara señal de despedida, pero Nafai no podía evitar hacerle preguntas.

—Si el Alma Suprema no te habla directamente, Padre, ¿por qué esperas encontrar alguna ayuda en sus palabras antiguas y muertas ?

Padre suspiró sin decir nada.

—Nafai —intervino Issib—, deja que Padre contemple en paz.

Nafai salió de la biblioteca tras Issib.

—¿Por qué nadie responde a mis preguntas?

—Porque nunca dejas de hacerlas, y sobre todo porque insistes en hacerlas cuando salta a la vista que nadie conoce las respuestas.

—¿Y cómo sé que no conocen las respuestas si no lo pregunto ?

—Ve a tu habitación y fantasea con mujeres —dijo Issib—. ¿Por qué no actúas como un adolescente normal?

—Claro. Yo tengo que ser el normal de la familia.

—Alguien tiene que serlo.

—¿Por qué crees que Meb fue al templo?

—A rezar para que te salgan hemorroides cada vez que hagas una pregunta.

—No, tú fuiste al templo para eso. ¿Te imaginas a Meb rezando?

—¿Y lastimándose ese hermoso cuerpo? —rió Issib.

Estaban en el patio, frente a la habitación de Issib. Oyeron pasos y se volvieron. Mebbekew estaba frente a la puerta de la cocina. La estancia estaba a oscuras y ambos habían pensado que Truzhnisha se había ido y no había nadie dentro. Meb debía de haber oído la conversación.

Nafai no supo qué decir. Pero eso no significaba que fuera a contener la lengua.

—Parece que no te has quedado mucho tiempo en el templo, ¿verdad, Meb?

—No, pero recé, por si querías saberlo. Nafai sintió vergüenza.

—Lo siento.

Issib no lo lamentaba.

—Oh, vamos. Muéstrame una costra, entonces.

—Antes tengo una pregunta para ti, Issya.

—Claro.

—¿Tienes un flotador atado a la polla para levantarla cuando orinas? ¿O sólo goteas como una mujer?

Estaba oscuro y Nafai no pudo ver si Issib se ruborizaba. Pero Issib guardó silencio y se marchó a su habitación.

—Bravo —dijo Nafai—. Burlarse de un inválido.

—Me ha llamado mentiroso —dijo Meb—. ¿Querías que le diera un beso?

—Sólo era una broma.

—Pues no me hizo ninguna gracia. —Mebbekew regresó a la cocina.

Nafai fue a su habitación, pero no tenía ganas de acostarse. Se sentía pegajoso, aunque la noche era fresca. Le ardía la piel, por el residuo de sangre y desinfectante de la fuente del templo. No le agradaba la idea de lavarse las heridas, pero esa viscosa irritación resultaría intolerable, así que se desnudó y fue a la ducha. Esta vez se enjuagó primero, aterido de frío a pesar de que el agua se había calentado durante el día. Y era muy doloroso enjabonarse, quizá peor que infligirse las heridas, aunque sabía que esto podía ser subjetivo. El dolor del momento es siempre el peor, sentenciaba Padre.

Mientras se enjabonaba en el oscuro silencio vio llegar a Elemak. Fue directamente a los aposentos de Padre y salió poco después para cerrar el portón con llave. Y no sólo el portón externo, sino el de dentro. Esto no era habitual. Nafai no recordaba la última vez en que había visto el portón de dentro cerrado con llave. Una vez había sido por una tormenta. Otra vez estaban adiestrando un perro y lo guardaban de noche entre ambas puertas. Pero ahora no había tormenta ni perro.

Elemak fue a su habitación. Nafai tiró del cordel y se bañó nuevamente con agua helada, frotándose las heridas para sacar el jabón antes de que cesara el agua. ¡Al cuerno con Padre y su absurda insistencia en curtir a los hijos y transformarlos en hombres! ¡Sólo los pobres tenían que bañarse en una cascada de agua fría!

Esta vez tuvo que enjabonarse dos veces, con una larga espera en la brisa helada mientras se llenaba el tanque de la ducha. Cuando regresó a la habitación, Nafai tiritaba de frío y le castañeteaban los dientes. No logró calentarse ni siquiera cuando estuvo seco y vestido. Pensó en cerrar la puerta de la habitación, lo cual hubiera activado el sistema de calefacción, pero él y sus hermanos siempre competían para ver quién era el último en cerrar la puerta en invierno, y esa noche no quería perder la batalla, confesando que una pequeña plegaria lo había debilitado tanto. Sacó toda la ropa del baúl y se la apiló encima.

No había una posición cómoda para dormir, pero yacer de costado era lo menos doloroso. La furia, el dolor y la preocupación le dificultaron el sueño; tenía la sensación de que no podría dormir mientras escuchaba los ruidos de los otros que se disponían a acostarse, y luego el incesante silencio del patio. En ocasiones oía el canto de un pájaro, o un perro salvaje en las colinas, o el resoplido de los caballos del establo o los animales de carga de la cuadra.

Luego debió de dormirse, pues de lo contrario no habría podido despertar con un súbito sobresalto. ¿Lo despertó un ruido? ¿O un sueño? ¿Y con qué soñaba? Algo oscuro y temible. Estaba temblando, pero no hacía frío. Incluso sudaba bajo el montón de ropa.

Se levantó y guardó la ropa en el baúl. Trató de no hacer ruido al abrirlo y cerrarlo, pues no quería despertar a nadie. Cada movimiento era desgarrador. Debía de tener fiebre, a juzgar por los músculos tensos y la ropa caliente. Pero tenía la mente despejada, los sentidos alerta. En cualquier caso era una fiebre extraña, pues nunca se había sentido tan lúcido y vital. A pesar — o a causa— del dolor tenía la sensación de que podría oír el correteo de un ratón en una viga del establo.

Salió al patio y se quedó allí en silencio. La luna aún no había despuntado, pero la clara noche estaba cuajada de abundantes estrellas. El portón aún estaba cerrado con llave. ¿Pero por qué le llamaba la atención? ¿De qué tenía miedo? ¿Qué había visto en el sueño?

Meb y Elya tenían la puerta cerrada. Qué absurdo, aquí estoy yo, lastimado y dolorido, y dejo la puerta abierta, mientras que ellos dos cierran la puerta como unos chiquillos.

O quizá sólo los chiquillos se preocupan por estas tontas competencias de virilidad.

Fuera hacía más frío que nunca y la sensación febril que lo había instado a levantarse se había aplacado. Pero aún titubeaba en regresar a su habitación. Al fin comprendió que, aunque varias veces había decidido regresar, en cada ocasión su mente había divagado disuadiéndolo de dar un paso.

El Alma Suprema, pensó. El Alma Suprema quiere que esté levantado. Quizá desea que haga algo. ¿Pero qué?

A estas alturas del mes, faltaban tres horas para el alba si la luna aún no había despuntado. Dos horas, pues, para que Padre se levantara y acudiera a su cita en el cobertizo donde cultivaban las plantas del helado norte.

¿Por qué debía celebrarse allí la reunión?

Nafai experimentó el inexplicable deseo de salir y mirar hacia el noreste, más allá del Valle del Tsivet, hacia las altas colinas del otro lado, donde la Puerta de la Música indicaba el linde sureste de Basílica. Era una tontería y el chirrido de los portones podría despertar a alguien. Pero Nafai sabía que el Alma Suprema estaba presente, tratando de impedir que regresara a la cama. Tal vez el impulso de salir también proviniera del Alma Suprema. Nafai había rezado, así que ésta podía ser una respuesta. ¿No era posible que su deseo de salir fuera similar al impulso que había sentido Padre, el que lo había alejado del Camino del Desierto y lo condujo al lugar donde tuvo la visión del fuego ?

¿No era posible que también Nafai estuviera a punto de recibir una visión del Alma Suprema?

Caminó quedamente hacia el portón, alzó el pesado aldabón. Ningún ruido; sus sentidos y reflejos estaban tan alerta que podía moverse en absoluto silencio. El portón crujió ligeramente, pero no era preciso abrirlo de par en par para salir.

El portón de fuera se usaba con mayor frecuencia y estaba mejor cuidado, así que se abrió sin un chirrido. Nafai salió cuando la luna trazaba un arco sobre la cima de las montañas Seggidugu hacia el este. Rodeó la casa y distinguió el cobertizo, pero antes de ir allí oyó un ruido procedente del cuarto de los viajeros.

Como era costumbre en todas las fincas de aquella parte del mundo, cada casa tenía una habitación cuya puerta se abría desde fuera y nunca se cerraba con llave, un sitio acogedor donde un viajero podía refugiarse de las inclemencias y recobrarse de la fatiga. Padre tomaba su obligación de hospitalidad ante los forasteros con más seriedad que la mayoría y no sólo brindaba una habitación, sino también una cama y sábanas limpias, y un gabinete provisto con alimentos. Nafai ignoraba quién era el sirviente responsable de la habitación, pero sabía que se usaba con frecuencia y se reabastecía a menudo. No le sorprendió que estuviera ocupada.

Aun así, supo que debía detenerse en la puerta y echar una ojeada.

La rendija de la puerta arrojó una luz tenue en el cuarto.

Nafai la abrió un poco más, y la luz se derramó en la cama. Nafai enfrentó los anchos ojos de Luet.

—Tú —susurró.

—Tú —respondió ella con alivio.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Nafai—. ¿Quién está contigo?

—Estoy sola. No sabía adonde había venido. Nunca he salido de la ciudad.

—¿Cuándo llegaste?

—Acabo de venir. El Alma Suprema me guió. Naturalmente.

—¿Con qué propósito?

—No sé. Para contar mi sueño, creo. Me despertó.

Nafai pensó en su propio sueño, pero no podía recordarlo.

—Me alegró mucho de que el Alma Suprema hablara de nuevo. Pero el sueño fue espantoso.

—¿Qué era?

—¿Eres tú a quien debo contárselo?

—¿Cómo he de saberlo? Pero estoy aquí.

—¿El Alma Suprema te trajo aquí?

Nafai no pudo eludir esa pregunta tan directa.

—Sí, eso creo. Ella asintió.

—Entonces te lo contaré. En realidad tiene sentido que sea tu familia. Porque hay mucha gente que odia a tu padre por su visión y por haber tenido el valor de proclamarla.

—Sí —admitió Nafai. Y luego sugirió—: El sueño.

—Vi a un hombre solo caminando en línea recta. Caminaba en la nieve. Sólo que yo sabía que era esta noche, aunque no hay un solo copo de nieve. ¿Entiendes que puedo saber algo, aunque sea diferente de lo que el sueño me muestra?

Recordando la conversación que habían entablado una semana atrás en el pórtico, Nafai asintió.

—Así que había nieve, pero era esta noche. Había despuntado la luna. Supe que se acercaba el alba. Y mientras el hombre caminaba, dos hombres encapuchados le salían al paso empuñando espadas energéticas. Él parecía reconocerlos a pesar de las capuchas. Entonces decía: «Aquí tenéis mi garganta.

No voy armado. Pudisteis haberme matado en cualquier momento, aunque yo sabía que erais mis enemigos. ¿Para qué necesitabais hacerme confiar en vosotros? ¿Temíais que la muerte me molestara menos si no me sentía traicionado?»

Nafai ya había hecho la asociación entre el sueño y la reunión que Padre debía celebrar al cabo de pocas horas.

—Gaballufix —murmuró. Luet asintió.

—Sí, ahora lo entiendo… pero no lo entendí hasta comprender que esta casa era de tu padre.

—No… Gaballufix organizó una reunión con Padre y Roptat esta mañana, en el cobertizo refrigerado.

—La nieve.

—Sí. Siempre hay escarcha en los rincones.

—Y Roptat —susurró Luet—. Eso explica la próxima parte del sueño.

—Cuéntame.

—Un hombre encapuchado descubría el rostro del compañero. Por un instante me pareció que sonreía, pero luego mi visión se aclaró y comprendí que la sonrisa no estaba en el rostro. Era su garganta, cortada hasta la nuca. Su cabeza caía hacia atrás y la herida de la garganta se abría por completo, como si fuera una boca tratando de gritar. Y el hombre, el que era yo en el sueño…

—Entiendo. Padre.

—Sí. Pero yo no sabía.

—De acuerdo —dijo Nafai con impaciencia, urgiéndola a continuar.

—Tu padre, si era tu padre, dijo: «Supongo que dirás que yo le maté.» Y el encapuchado respondía: «Y en verdad lo hiciste, querido pariente.»

—Gaballufix diría eso. Conque Roptat también está condenado a morir.

—Aún no he concluido —lo interrumpió Luet—. Mejor dicho, el sueño no había concluido. Porque el hombre, tu padre, dijo: «¿Y a quién se culpará de mi muerte?» Y el encapuchado replicó: «Desde luego, no a mí. Yo jamás alzaría la mano contra ti, pues te amo entrañablemente. Simplemente hallaré tu cuerpo aquí y a tus desalmados asesinos junto al cadáver.» Se echaba a reír y desaparecía en las sombras.

—Conque él no matará a Padre.

—No. Tu padre se giraba y veía a otros dos encapuchados a sus espaldas. Y aunque ellos no hablaban ni se descubrían, él los reconocía. Sentí una agobiante tristeza. «No podías esperar», le decía a uno. «Y tú no podías perdonarme», le decía al otro. Y ambos lo atacaban con sus espadas y lo mataban.

—No, por el Alma Suprema —dijo Nafai—. Ellos no lo harían.

—¿Quiénes? ¿Lo sabes?

—No cuentes a nadie la última parte del sueño. Júralo con toda solemnidad.

—No haré tal cosa.

—Mis hermanos están en casa, no al acecho de Padre.

—¿Ellos son los encapuchados, pues? ¿Tus hermanos?

—¡No! Jamás. Ella asintió.

—No te ofreceré ningún juramento, sólo mi promesa. Si tu padre se salva de la muerte gracias a mi presencia en esta casa, entonces no contaré a nadie esta parte del sueño.

—Ni siquiera a Hushidh.

—Pero te haré otra promesa. Si tu padre muere, sabré que no le avisaste y que tú te contabas entre los encapuchados del sueño, porque conocer la confabulación y negarse a advertirle es como empuñar la espada energética con tus propias manos.

—¿Crees que no lo sé? —dijo Nafai. Por un instante le enfureció que ella procurase explicarle la ética de la situación. Pero pronto abandonó este pensamiento, pues la advertencia de Luet aclaraba otros sucesos de ese día—. Por eso Meb fue a orar, y por eso Elya echó llave al portón de dentro. Sabían o sospechaban algo, y tenían miedo de decirlo. Eso significaba el sueño… no que alzarían la mano contra Padre, sino que estaban enterados y tenían miedo de advertirle.

Ella asintió.

—A menudo acontece así en los sueños. Eso sería un significado verdadero, y no se me vacía la cabeza cuando concibo este pensamiento.

—Quizás hasta el Alma Suprema lo ignore.

Ella le palmeó la mano, haciéndolo sentir como un chiquillo, aunque ella era menor y más menuda que él. Nafai lo tomó a mal.

—El Alma Suprema lo sabe —dijo ella.

—No lo sabe todo.

—Todo lo que se puede saber —replicó Luet. Caminó hacia la puerta de la habitación—. No digas a nadie que he venido aquí.

—Excepto a Padre.

—¿No puedes decir que fue un sueño tuyo?

—¿Por qué? Él creería en tu sueño, no en el mío.

—Subestimas a tu padre. Y también al Alma Suprema, creo. Y a ti mismo. —Enfiló hacia el patio del frente de la casa, bañado por la luna. Iba a doblar a la derecha para encaminarse al Camino del Risco.

—No —susurró Nafai, cogiéndole el menudo brazo, reparando en la fragilidad de aquella niña de huesos pequeños—. No pases frente al portón.

Ella lo miró inquisitivamente, la luna reflejada en los ojos.

—Tal vez desperté a alguien cuando lo abrí —explicó Nafai.

Ella asintió.

—Rodearé la casa por el otro lado.

—Luet.

—¿Sí?

—¿Estarás a salvo al regresar?

—La luna ha despuntado. Y el guardia de la Puerta del Embudo no me causará problemas. El Alma Suprema le hizo dormir cuando pasé antes.

—Luet —repitió Nafai.

Ella se detuvo una vez más, aguardando sus palabras.

—Gracias —dijo Nafai. Las palabras no eran nada en comparación con lo que sentía en el corazón. Luet había salvado la vida de su padre y había demostrado gran valor al recorrer un camino que desconocía a la luz de las estrellas, guiada sólo por un sueño.

Luet se encogió de hombros.

—El Alma Suprema me envió. Dale las gracias a ella.

Y se marchó.

Nafai regresó al portón y esta vez hizo ruido adrede al entrar y asegurarlo. Si uno de sus hermanos estaba escuchando u observando, no quería que su regreso lo sorprendiera. Que oiga y vuelva a su habitación antes de que yo atraviese el portón de dentro.

Como había esperado, el patio estaba vacío. Fue a la habitación de Padre, atravesando la sala pública y la biblioteca para llegar a la alcoba donde dormía a solas. Estaba tendido en el suelo, sin estera, la barba blanca derramada sobre la piedra. Nafai titubeó un instante, imaginando la garganta cortada y la barba manchada de rojo por el borbotón de sangre.

Entonces reparó que los ojos de Padre brillaban. Estaba despierto.

—¿Eres tú quien lo hará? —susurró Padre…

—¿A qué te refieres?

Padre se incorporó fatigosamente.

—He tenido un sueño. No fue nada… sólo mi temor.

—Alguien más tuvo un sueño esta noche. Acabo de hablar con ella en el cuarto de los viajeros. Pero será mejor que no cuentes a nadie que estuvo aquí.

—¿Quién?

—Luet. Y el sueño era para prevenirte sobre esa reunión. La muerte te acecha si vas.

Padre se levantó y encendió la luz. Nafai parpadeó, deslumbrado.

—Entonces lo mío no fue sólo un sueño.

—Empiezo a creer que no hay sueños vanos. Yo también soñé, me desperté, y el Alma Suprema me guió afuera para hablar con Luet.

—La muerte me acecha. Puedo adivinar el resto. Gaballufix también asesinará a Roptat y presentará las cosas como si uno de nosotros hubiera matado al otro y otra persona hubiera matado al asesino, y sólo entonces llegará Gaballufix, probablemente con varios testigos creíbles que podrán jurar que los asesinatos ocurrieron antes de la llegada de Gabya. Declararán que quedó atónito ante la sangrienta escena. ¿Por qué no me di cuenta? ¿De qué otro modo hubiera logrado que Roptat y yo estuviéramos en el mismo sitio al mismo tiempo, sin simpatizantes ni testigos?

—Entonces no irás.

—Sí —resolvió Padre—. Iré, sí.

—¡No!

—Pero no al cobertizo refrigerado. Porque mi sueño me mostró algo más.

—¿Qué?

—Tiendas. Mis tiendas, montadas bajo el sol del desierto. Si nos quedamos, Gaballufix lo intentará de nuevo de otra forma. Y hay otras razones para marcharse. Debo sacar a mis hijos de esta ciudad antes de que él los destruya.

Nafai supo que el sueño de Padre debía de haber sido espantoso. ¿Le mostraba que uno de sus hijos lo mataría? Eso explicaría las primeras palabras de Padre: ¿Eres tú quien lo hará?

Así, ¿iremos al desierto?

—Sí —respondió Padre.

—¿Cuándo?

—Ahora, por supuesto.

—¿Ahora? ¿Hoy?

—Ahora, esta noche. Antes del alba, para cruzar el risco antes de que sus hombres nos vean.

—¿Pero no pasaremos junto a la finca de Gaballufix, allá donde el Sendero Sinuoso cruza el Camino del Desierto?

—Hay otro camino. No es lo mejor para los camellos, pero no queda más remedio. Nos dejará en el Camino del Desierto mucho más allá de la casa de Gabya. Ahora ven, ayúdame a despertar a tus hermanos.

—No —dijo Nafai.

Padre se volvió tan desconcertado que vaciló en enfadarse ante la desobediencia.

—Luet pidió que no contáramos a nadie que fue ella. Y tenía razón. Y tampoco deben saber nada acerca de mí. Debe ser tu sueño.

—¿Por qué? —preguntó Padre—. Que tres personas en una noche tengan contacto con el Alma Suprema…

—Porque si es tu sueño se preguntarán cuánto sabes, qué viste. Pero si hay otros, pensarán que te estamos engañando y manipulando. Discutirán. Se opondrán. Y tienes que llevártelos contigo, Padre.

Padre asintió.

—Eres muy perspicaz para ser un niño de catorce años.

Pero Nafai sabía que no era perspicaz. Sólo tenía la ventaja de conocer el resto del sueño de Luet. Si Meb y Elya se quedaban, serían totalmente absorbidos por las maquinaciones de Gaballufix. Perderían la poca decencia que les quedaba. Y debían de tener algo de bondad. Tal vez incluso planeaban prevenir a Padre. Tal vez por eso Elya había cerrado el portón de dentro, para que el ruido lo despertara cuando saliera Padre, y así podría avisarle de que no fuera.

O quizá sólo quería seguir a Padre para estar cerca cuando él descubriera el cadáver de Roptat en el cobertizo.

¡No!, exclamó Nafai para sus adentros. No Elemak. Es monstruoso pensar que podría hacer semejante cosa. Mis hermanos no son asesinos.

—Ve a tu habitación —ordenó Padre—. O, mejor aún, al retrete. Y al salir ofrece un ejemplo de callada obediencia. No a mí, sino a Elya. El sabe prepararse para estos viajes.

—Sí, Padre.

Abandonó la alcoba, atravesó la biblioteca y la sala pública y salió al patio. Las puertas de Elemak y Mebbekew aún estaban cerradas. Nafai fue a la letrina, cuyas dos paredes la dejaban abierta al patio. Acababa de entrar cuando oyó que Padre golpeaba la puerta de Mebbekew.

—Despierta, pero en silencio —dijo Padre. Luego llamó a Elemak.

—Sal al patio.

Todos salieron, incluso Issib, aunque nadie lo había llamado.

—¿Dónde está Nyef? —preguntó Issib.

—En la letrina —dijo Padre.

—Qué bien —dijo Meb.

—Tú puedes esperar —replicó Padre.

Nafai salió del excusado, dejando que el inodoro se lavara automáticamente. Al menos Padre no los obligaba a vivir en un primitivismo total.

—Lo siento —se disculpó Nafai—. No quise haceros esperar.

Meb lo miró de mal talante, pero con ojos demasiado legañosos como para temer una pelea.

—Nos vamos al desierto —dijo Padre.

—¿Todos? —preguntó Issib.

—Lo siento, sí. Tú usarás la silla. Sé que no es igual que los flotadores, pero es algo.

—¿Por qué? —preguntó Elemak.

—El Alma Suprema me hizo una advertencia en sueños. Meb cloqueó desdeñosamente y regresó a su habitación.

—Será mejor que me escuches —advirtió Padre—, pues si te quedas aquí no será como hijo mío.

Meb se detuvo donde estaba, dándole la espalda.

—Hay un complot para matarme. Esta mañana yo debía asistir a una reunión con Gaballufix y Roptat, y allí iba a morir.

—Gabya me dio su palabra —intervino Elemak—. Nadie va a salir herido.

Conque Elemak llamaba a Gaballufix por su diminutivo.

—El Alma Suprema conoce su corazón mejor que él mismo. Si voy, moriré. Y si no voy, será sólo cuestión de tiempo. Ahora que Gaballufix ha resuelto matarme, mi vida vale poco aquí. Me quedaría en la ciudad si supiera que mi muerte cumple algún propósito… no le temo. Pero el Alma Suprema me ha pedido que me fuera.

—En un sueño —objetó Elemak.

—No necesito un sueño para saber que Gaballufix es peligroso cuando está irritado, y tampoco tú. Cuando no me presente en el cobertizo esta mañana, quién sabe cómo reaccionará. Debo estar en el desierto cuando él lo descubra. Tomaremos la Senda de Hematites.

—Los camellos no podrán resistirlo —alegó Elemak.

—Podrán porque deben hacerlo —dijo Padre—. Llevaremos provisiones para un año.

—Esto es monstruoso —protestó Mebbekew—. No lo haré.

—¿Qué haremos al cabo de un año? —preguntó Elemak.

—El Alma Suprema me mostrará algo para entonces.

—Quizá las cosas ya se hayan calmado en Basílica —sugirió Issib.

—Si nos vamos, Gabya pensará que lo has traicionado, Padre —señaló Elemak.

—¿Ah, sí? Pues si me quedo, él me traicionará a mí.

—Según lo que dice un sueño.

—Según lo que dice mi sueño. Te necesito. Quédate si quieres, pero no como hijo mío.

—No me fue bien como hijo tuyo —observó Mebbekew.

—No —dijo Elemak—. Te fue bien fingiendo que no eras hijo suyo. Pero todos lo sabían.

—Vivía de mi talento.

—Vivías de la esperanza de la gente de la farándula, que aspiraba a que tu padre invirtiera en sus espectáculos… o tú, en el futuro, cuando heredaras.

Mebbekew reaccionó como si lo abofetearan.

—¿Tú también, Elya?

—Hablaré contigo más tarde —dijo Elemak—. Si Padre dice que nos vamos, pues nos vamos… y no hay tiempo que perder. —Se volvió hacia Padre—. No porque hayas amenazado con desheredarme, anciano. Sino porque eres mi padre y no permitiré que vayas al desierto sin más ayuda que la de éstos.

—Yo te enseñé todo lo que sabes, Elya —dijo Padre.

—Cuando eras más joven. Y siempre tuvimos sirvientes. Supongo que los dejaremos a todos.

—Excepto a los criados de la casa. Mientras preparas los animales y las vituallas, Elya, daré instrucciones a Rashgallivak.

Durante la hora siguiente, Nafai trabajó con más prisa de la que habría creído posible. Todos tenían una tarea que cumplir, incluido Issib, y Nafai admiró nuevamente a Elemak por su destreza. Siempre sabía qué hacer y quién debía hacerlo, y cuánto tardaría; también sabía cómo lograr que Nafai se sintiera idiota por no aprender sus faenas con mayor celeridad, aunque él sabía que no lo hacía tan mal por ser la primera vez.

Al fin estuvieron preparados: una verdadera caravana del desierto, formada sólo por camellos, aunque eran los animales de carga más temperamentales y los más incómodos para montar. La silla de Issib iba amarrada al flanco de un camello, con sacos de agua en polvo al otro lado. El agua serviría luego para emergencias; Padre y Elemak conocían todos los pozos del primer tramo del viaje, y las lluvias otoñales del desierto les aumentarían la provisión. Pero en verano estaría más seco y sería demasiado tarde para regresar a Basílica en busca del precioso polvo. ¿Y si los perseguían obligándolos a internarse en parajes apartados del desierto? Entonces quizá necesitaran verter parte del polvo en una sartén, encenderlo y observar cómo la llama lo transformaba en agua al absorber el oxígeno del aire. Nafai la había probado una vez: era repelente, con ese sabor metálico que le daban los agentes químicos que permitían transformar el hidrógeno en polvo. Pero la beberían con gusto si alguna vez la necesitaban.

La silla de Issib sería la mayor incomodidad. Nafai sabía que Issya realizaría el mayor sacrificio, privado de sus flotadores y amarrado a la silla. Los flotadores le daban la sensación de tener un cuerpo ágil y fuerte; en la silla sentía la presión de la gravedad y necesitaba todas sus fuerzas para operar los controles. Al cabo de un día en la silla Issya quedaba exhausto. ¿Cómo podría afrontarlo día tras día, semana tras semana, mes tras mes? Quizá se fortaleciera, quizá se debilitara, quizá muriera; quizás el Alma Suprema lo ayudara.

Quizá descendieran ángeles para llevarlos a la luna.

Aún faltaba una hora para el alba cuando se pusieron en marcha.

Habían actuado con tanto sigilo que no habían despertado a los criados. O quizá los hubieran despertado, pero como nadie les pidió ayuda y los empleados no querían ofrecerse para ninguna faena a esa hora de la noche, habían decidido seguir durmiendo.

La Senda de Hematites era muy traicionera, pero el claro de luna y las instrucciones de Elemak les permitieron cruzarla. Nafai sintió renovada admiración por su hermano mayor. ¿Nada era imposible para Elya? ¿Nafai llegaría a ser tan fuerte y competente?

Al fin cruzaron el Sendero Sinuoso en la cresta del risco más alto; abajo se extendía el desierto. Las primeras luces del alba ya despuntaban en el este, pero habían marchado a buena velocidad. Ahora seguirían cuesta abajo, todavía con dificultad, pero faltaba poco para la gran meseta del desierto occidental. No sería fácil seguirlos hasta allí, y menos para gente de la ciudad. Elemak repartió pulsadores entre todos y los hizo practicar, señalando piedras hacia las que disparaban ese haz de luz fulgurante. Issib era bastante torpe —no podía empuñar el pulsador con firmeza—, pero Nafai se enorgulleció al comprobar que tenía mejor puntería que Padre.

Claro que ignoraba si tendría agallas para matar a un salteador. Sin duda no sería necesario. Cumplían una misión del Alma Suprema, ¿verdad? El Alma Suprema alejaría a los salteadores. Y el Alma Suprema los guiaría hacia el agua y la comida cuando se les acabaran las provisiones.

Pero Nafai recordó que todo eso había comenzado porque el Alma Suprema no era tan competente como antes. ¿Cómo sabía si el Alma Suprema podía hacer esas cosas? ¿O si tenía un plan? Sí, había enviado a Luet a avisarles y había despertado a Nafai para que oyera la advertencia, y también había enviado un sueño a Padre. Pero eso no significaba que el Alma Suprema tuviera la intención de protegerlos o de conducirlos a alguna parte. ¿Quién sabía cuáles eran sus planes ? Tal vez sólo necesitaba liberarse de Wetchik y su familia.

Con ese sombrío pensamiento, Nafai oteó el desierto, la pierna enganchada en el pomo de la silla de montar, en busca de salteadores, perseguidores, cosas extrañas, señales del Alma Suprema. La única música eran las quejas de Mebbekew, las órdenes de Elemak y el ruido blando que hacían los camellos al vaciar las tripas. La bestia de Nafai, sin más preocupación que fijarse dónde pisaba, continuó su marcha bamboleante hacia el calor del día.

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