4. MÁSCARAS

No tenía sentido regresar a casa de Madre a horas tan tardías. Explicarse le llevaría el escaso tiempo que quedaba de escuela. Y para excusarse podía esperar hasta el día siguiente.

O quizá no regresara nunca. No era mala idea. A fin de cuentas, Mebbekew no iba a la escuela. En realidad no hacía nada, ni siquiera regresaba a casa si no le venía en gana.

¿Cuándo había empezado eso? ¿Ya lo hacía a los catorce años? En cualquier caso Nafai podía comenzar ahora. ¿Quién iba a detenerle? Era alto como un hombre y ya tenía edad para un oficio de hombre. Aunque no el oficio de Padre, nunca la venta de plantas. Si practicabas ese oficio durante mucho tiempo, terminabas viendo visiones en la oscuridad junto a los caminos del desierto.

Pero había otros oficios. Quizá Nafai pudiera ser aprendiz de un artista. Un poeta o un cantante. La voz de Nafai era joven, pero sabía seguir una melodía y con el ejercicio quizá resultara buena. O quizá fuera bailarín o actor, a pesar de la broma que Madre había hecho esa mañana. Para esas artes no se necesitaba ir a la escuela. Si iba a seguir esa actividad, quedarse con Madre era una pérdida de tiempo.

La idea lo absorbió toda la tarde y primero lo llevó hacia el sur, al Mercado Interior, donde habría canciones y poemas, quizás un nuevo myachik para comprar y escuchar en casa. Desde luego, si dejaba de asistir a la escuela, Madre le cortaría su asignación para myachiks. Pero como aprendiz quizá ganara algún dinero. ¿Y qué importaba si no era así? El mismo estaría creando arte. Pronto ya no querría grabaciones artísticas en pequeñas bolas de cristal.

Cuando llegó al Mercado Interior, se había persuadido de que no debía interesarse en las grabaciones, ahora que iba a hacer carrera como artista. Enfiló hacia el este, por los barrios llamados Corrales, Jardines y Olivar, unas callejas estrechas con casas que se apiñaban entre la muralla de la ciudad y el borde del valle adonde los hombres no podían ir. Por último llegó al lugar más angosto, un callejón con una alta muralla blanca detrás de las casas, de modo que un hombre de pie en la muralla roja de la ciudad no podía ver el valle. Había ido allí pocas veces y nunca solo.

Nunca solo, porque Villa de las Muñecas era un sitio para gozar de la compañía y la camaradería, para sentarse en medio de un público apiñado y mirar danzas y representaciones, o escuchar poemas y conciertos. Pero ahora Nafai llegaba a Villa de las Muñecas como artista, no como parte del público. No buscaba camaradería, sino su vocación.

El sol aún estaba alto, así que las calles aún no estaban atestadas. Con el crepúsculo saldrían los retozones aprendices, y el anochecer convocaría a los amantes, los sibaritas y los juerguistas. Pero aun ahora, por la tarde, algunos teatros estaban abiertos, y las galerías hacían buenos negocios a plena luz del día.

Nafai se detuvo en varias galerías, más porque estaban abiertas que porque pensara seriamente en iniciarse como aprendiz de pintor o escultor. No era hábil para el dibujo, y cuando en la infancia probó suerte con la escultura sus proyectos necesitaban títulos para que la gente entendiera qué eran. Mientras paseaba por las galerías, Nafai procuró adoptar un aspecto grave y circunspecto, pero los vendedores no se dejaban engañar. Nafai sería alto como un hombre pero aún era demasiado joven para ser un cliente de consideración. Así que no se le acercaban a hablarle como cuando entraba un adulto. Tuvo que obtener información de oídas. Los precios lo azoraban. Claro que el coste de los originales era inaccesible, pero incluso las copias holográficas de alta resolución le resultaban demasiado caras. Lo peor era que las pinturas y esculturas que le gustaban más eran siempre las más caras. Tal vez eso significase que tenía un gusto refinado. O quizá que los artistas que sabían impresionar a los ignorantes eran los que ganaban más dinero.

Aburrido de las galerías y resuelto a averiguar qué arte sería el cauce de su futuro, Nafai enfiló hacia el Teatro Abierto, una serie de escenarios diminutos que salpicaban el parque cerca de la muralla. Estaban ensayando algunas obras. Como aún no había público, las burbujas sónicas estaban apagadas, y mientras Nafai caminaba de escenario en escenario los sonidos de las diversas obras se confundían. Al cabo de un rato, sin embargo, Nafai descubrió que si se detenía a mirar un ensayo durante un buen rato y lograba interesarse, dejaba de reparar en los demás ruidos.

Lo que más le atrajo fue la representación de una sátira. La sátira le interesaba porque los guiones siempre eran tan nuevos como los chismes más recientes. Y tal como había imaginado, allí estaba el autor, garrapateando sus versos en papel —en papel— y entregando las hojas a un ayudante que las llevaba al escenario para entregarlas al actor a quien estaban destinadas. Los actores que no estaban en escena aguardaban en el césped, paseándose o en cuclillas, repitiendo sus diálogos para memorizarlos. Por eso las sátiras siempre eran chapuceras y dislocadas, con súbitos silencios y gran abundancia de incoherencias. Pero nadie esperaba que una sátira fuera buena. Sólo tenía que ser divertida, punzante y nueva.

Esta trataba sobre un viejo que vendía pociones de amor. El enmascarado que representaba al viejo no aparentaba más de veinte años, y no era muy hábil imitando una voz mayor. Pero eso formaba parte de la diversión: los enmascarados solían ser aprendices que aún no habían obtenido un papel en una compañía de actores. Sostenían que usaban máscaras en vez de maquillaje para protegerse de las represalias de las airadas víctimas de la sátira, pero al observarlos Nafai sospechó que la máscara también servía para proteger al joven actor de las befas de sus padres.

Era una tarde calurosa y algunos actores se habían quitado la camisa; los de tez clara no parecían tener en cuenta que se estaban poniendo rojos como tomates. Nafai rió en silencio al pensar que los enmascarados debían de ser los únicos de Basílica que podían tostarse todo el cuerpo salvo el rostro.

El ayudante entregó unos versos a un actor que estaba acuclillado en la hierba. El joven les echó un vistazo, se levantó y se aproximó al autor.

—No puedo decir esto —declaró.

El autor estaba de espaldas a Nafai, quien no pudo oír la respuesta.

—¿Qué? ¿Mi papel es tan irrelevante que mis líneas no tienen rima?

El autor respondió con voz tan estentórea que Nafai captó algunas frases, que terminaron con un hiriente «¡escríbelo tú mismo!».

El joven se quitó la máscara con enfado.

—¡No podría escribir nada peor que esto! El autor soltó una carcajada.

—Supongo que no. Vamos, inténtalo. No tengo tiempo para ser brillante en cada escena.

Aplacado, el joven se puso la máscara. Pero Nafai había visto lo suficiente. Pues el joven enmascarado que exigía que sus líneas rimaran era nada menos que su hermano Mebbekew.

Conque ésta era su fuente de ingresos. No pedía dinero prestado. La idea que para Nafai parecía tan ingeniosa y fresca —hacerse aprendiz de artista para independizarse— se le había ocurrido a Mebbekew tiempo atrás y la había puesto en práctica. En cierto modo era alentador. Si Mebbekew puede, ¿por qué yo no? Pero también era desalentador pensar que entre toda la gente había elegido a Mebbekew para emular. Meb, el hermano que lo había odiado toda la vida en vez de empezar a odiarlo recientemente, como Elya. ¿Para esto he nacido? ¿Para ser un segundo Mebbekew?

Luego se le ocurrió el pensamiento más insidioso. ¿No sería cómico que yo me iniciara como actor, años después de Meb, y una compañía me contratara de inmediato? Sería deliciosamente humillante; Meb querría suicidarse.

Bien, tal vez no. Era más probable que Meb quisiera asesinarlo.

Nafai despertó de su despechada ensoñación para presenciar la escena. El vendedor de pociones trataba de persuadir a una joven reacia de que le comprara unas hierbas.


Pon las hojas en su té, pon las flores en tu lecho y cuando toquen las tres sin duda ya estará muerto… muerto de amor, por cierto.


La trama comenzaba a cobrar sentido. El viejo quería envenenar al amante de la muchacha persuadiéndola de que la hierba fatal era una poción de amor. Al parecer ella no había comprendido sus intenciones (los personajes de las sátiras eran increíblemente estúpidos), pero se negaba a comprar por otras razones.


Me moriría de amores antes de usar tus flores. Fuera de aquí, lisonjero. Quiero un amor verdadero.


De pronto el viejo entonó una canción operística. Su voz no era mala, a pesar de la exageración destinada al efecto cómico.


¡El sueño del amor es esplendoroso!

En ese momento el enmascarado Mebbekew brincó al escenario e interpeló al público.


¡Escuchad a ese viejo asqueroso!


Continuaron en un extraño duelo donde el vendedor de pociones cantaba una línea y el joven personaje de Mebbekew respondía con un comentario hablado dirigido al público:


¡Mas el amor viste muchos atuendos! (Hace días que le vengo siguiendo.) ¡Hay quien acude al instante! (Sé que trama matar al amante.) ¡Hay quien demora la acción! (¡Oídle rebuznar su canción!) ¡Ay, no cometas un error! (Daré una visión a este impostor.) ¡Cuando puedo brindarte dicha extrema! (Pensará que es del Alma Suprema.) Nada limita los amorosos juegos. (Una visión con un poco de fuego…) No importa la ocasión, si late el corazón, lograrás despertar la pasión.


Una visión del Alma Suprema. Fuego. A Nafai no le gustó el cariz que tomaban las cosas. No le gustaba que la máscara del viejo vendedor de pociones tuviera una desgreñada melena de cabello blanco y una abundante barba. ¿Era posible que el rumor se hubiera difundido tan pronto? Algunos autores de sátiras eran famosos por escuchar los chismes antes que los demás (a menudo la gente presenciaba las sátiras sólo para enterarse de las novedades) y muchos espectadores se marchaban preguntándose de qué se trataba.

Mebbekew estaba tocando una caja del escenario. El autor le dijo:

—Olvida el efecto del fuego. Fingiremos que funciona.

—Hay que probarlo alguna vez —respondió Mebbekew.

—Ahora no.

—¿Cuándo?

El autor se levantó, caminó hacia el escenario, hizo bocina con las manos y bramó:

—¡Probaremos… el… efecto… después!

—Bien —asintió Meb.

Cuando el autor regresó a su sitio, añadió:

—Además, tú no activarás el efecto.

—Perdón —dijo Meb.

Regresó detrás de la caja que presuntamente debía lanzar una columna de fuego esa noche. Los otros enmascarados volvieron a sus puestos.

—Fin de la canción —prosiguió Meb—. Efecto de fuego. El vendedor de pociones y la muchacha alzaron las manos remedando sorpresa.

—¡Una columna de fuego! —exclamó el vendedor de pociones.

—¿Cómo pudo aparecer fuego en una desnuda roca del desierto? —exclamó la muchacha—. ¡Es un milagro! El vendedor de pociones se volvió hacia ella.

—¡No sabes de qué hablas, zorra! ¡Yo soy el único que puede verlo! ¡Es una visión!

—¡No! —gritó Mebbekew con voz profunda—. ¡Es un efecto especial!

—¡Un efecto especial! —exclamó el vendedor—. Entonces tú has de ser…

—En efecto.

—¡Ese viejo farsante, el Alma Suprema!

—¡Me enorgullecen tus imposturas! ¡Engañas a esa tonta con galanura!

—Engañarla cuesta poco, pues eres mi gran maestro.

—¡No! —tronó el autor—. ¡No gran maestro, idiota, sino maestro loco, para que rime convoco!

—Claro, claro —dijo el joven enmascarado que hacía de vendedor de pociones—. Así perdemos el sentido, pero al menos rima.

—No importa que perdamos el sentido, mozalbete arrogante. Lo importante es que no perdamos dinero.

Todos rieron, aunque era evidente que los actores no le tenían gran simpatía al autor. Reanudaron la escena y poco después Meb y el vendedor de pociones se lanzaron a cantar y balar celebrando su ingenio para estafar a la gente, que en general era muy crédula, sobre todo las mujeres. Cada dístico de la canción parecía destinado a agraviar a un sector del público, y la canción continuó hasta que cada ciudadano de Basílica fue víctima de sus escarnios.

Mientras ellos cantaban y bailaban, la muchacha fingía asar una comida en las llamas.

Meb recordaba la letra mejor que el otro enmascarado, y aunque Nafai sabía que la escena estaba destinada a humillar a Padre, no pudo dejar de notar que Meb era bastante bueno en el canto y que pronunciaba cada palabra con gran claridad. Yo también podría hacerlo, pensó Nafai.

La canción regresaba una y otra vez al estribillo:


Bailo y canto junto al fuego con este gran mentiroso, sumamente peligroso cuando practica sus juegos.


Cuando terminó la canción el Alma Suprema —Meb— había persuadido al vendedor de pociones de que el mejor modo de engatusar a las mujeres de Basílica era convencerlas de que él recibía visiones del Alma Suprema.

—Son niñas tan candorosas —dijo Meb— que se tragan cualquier cosa.

La escena concluyó cuando el vendedor se llevó a la muchacha del escenario diciéndole que había tenido una visión de la ciudad de Basílica en llamas. El autor había optado por aliteraciones en vez de rimas, y el verso resultaba más natural pero menos divertido.

—¿Por qué prefieres perder tiempo con un pequeñín lampiño y ñoño? Mejor fuera follar sin freno con un vejete feo y fogoso, y así asimilar su Alma Suprema.

—De acuerdo —intervino el autor—. Funcionará. Ahora veamos la escena de la calle.

Otro grupo de enmascarados subió al escenario. Nafai cruzó el parque para acercarse a Mebbekew, quien, con la máscara puesta, ya estaba garabateando nuevos diálogos en un papel.

—Meb.

Meb se volvió sorprendido, tratando de ver mejor a través de los pequeños orificios de la máscara.

—¿Cómo me has llamado? —Entonces vio que era Nafai. Se levantó de un brinco y trató de alejarse—. Aléjate de mí, mequetrefe.

—Meb, tengo que hablar contigo. Mebbekew siguió caminando.

—¡Antes de que actúes esta noche en la obra! —gritó Nafai. Meb se volvió bruscamente.

—No es una obra, es una sátira. No soy un actor, soy un enmascarado. Y tú no eres mi hermano, eres un torpe. La furia de Meb lo desconcertó.

—¿Qué te he hecho? —preguntó Nafai.

—Te conozco, Nyef. Siempre terminas contándoselo todo a Padre.

Como si Padre al fin no fuera a averiguar que su hijo participaba en una sátira destinada a ridiculizarlo ante toda la ciudad.

—Lo que me saca de quicio —dijo Nafai— es que sólo te importan tus problemas. No tienes la menor lealtad hacia la familia.

—Esto no perjudica a mi familia. Las máscaras son un buen modo de iniciarse como actor, me permiten ganarme la vida y de vez en cuando me procuran un poco de respeto y placer, mucho más de lo que jamás obtuve trabajando para Padre.

¿De qué hablaba Meb?

—No me molesta que seas enmascarado. Más aún, me parece magnífico. Hoy he venido aquí porque yo también pensaba intentarlo.

Meb se quitó la máscara y lo miró de arriba abajo.

—Tu cuerpo puede funcionar en el escenario. Pero aún tienes voz de chiquillo.

—Mebbekew, eso no importa ahora. No importan las máscaras. ¡Pero no puedes hacerle esto a Padre!

—¡No le hago nada a Padre! Hago esto por mí. Hablar con Mebbekew siempre conducía a lo mismo. Nunca seguía la ilación de un razonamiento.

—De acuerdo, sé enmascarado —dijo Nafai—. ¡Pero ni siquiera tú puedes rebajarte a ridiculizar a Padre! Meb lo miró sin entender.

—¿Ridiculizar a mi padre?

—No me digas que no lo sabes.

—¿En qué lo ridiculiza esta sátira?

—La escena que acabas de terminar, Meb.

—Padre no es la única persona de Basílica que cree en el Alma Suprema. De hecho, pienso que él no cree seriamente.

—¡La visión, Meb! ¡El fuego en el desierto, la profecía sobre el fin del mundo! ¿De quién crees que habla?

—No lo sé. El viejo Drotik no nos cuenta de qué son estas cosas. No importa que no hayamos oído el chisme. Decimos las líneas y listo. —De pronto Meb puso cara de sorpresa—. ¿Qué tiene que ver con Padre este asunto del Alma Suprema?

—Tuvo una visión. En el Camino del Desierto, esta mañana antes del alba, cuando regresaba del viaje. Vio una columna de fuego en una roca, y Basílica en llamas, y cree que significa la destrucción del mundo, como la Tierra de la vieja leyenda. Madre le cree y él ya debe de haber comenzado a hablar con los demás sobre el asunto. De lo contrario el autor no incluiría esta parte en su sátira.

—Es lo más descabellado que he oído nunca.

—No lo estoy inventando —dijo Nafai—. Esta mañana estuve en el pórtico de Madre y…

—¡La escena del pórtico! Ésa es… Él describe que el boticario… ¿Se supone que ése es Padre?

—¿Qué crees que te estoy diciendo?

—Bastardo —susurró Meb—. Ese bastardo. Y me puso en el papel de Alma Suprema.

Meb enfiló hacia el enmascarado que hacía el papel de boticario. Se detuvo un instante a examinar la máscara y el disfraz.

—Es tan evidente. Debo de tener cerebro de mosquito… ¡Pero una visión!

—¿De qué hablas? —preguntó el enmascarado.

—Dame esa máscara —dijo Mebbekew—. ¡Dámela!

—Claro, aquí tienes.

Meb se la arrancó de las manos y corrió colina arriba hacia el autor. Nafai lo siguió. Meb agitaba la máscara frente al autor.

—¡Cómo te atreves, Drotik, viejo repulsivo!

—Oh, no finjas que no lo sabías, muchacho.

—¿Cómo iba a saberlo? He estado durmiendo hasta la hora de los ensayos. Me pusiste en escena ridiculizando a mi padre y es mera coincidencia que no conocieras ese detalle. Sí, vaya si te creo.

—Oye, esto atrae al público.

—¿ Qué pensabas hacer, decir a la gente quién soy, cuando has prometido que protegerías mi anonimato? ¿Y qué significan estas máscaras? —Meb se volvió hacia los demás, que estaban desconcertados por la situación—. Escuchadme. ¿Sabéis qué pensaba hacer este viejo infecto? Iba a ridiculizar a mi padre y revelar al público que yo hacía el papel de Alma Suprema. ¡Iba a desenmascararme!

El autor estaba inquieto por este giro de los acontecimientos. Aunque la mayoría de los enmascarados aún ocultaba el rostro, sin duda se enfurecería ante la idea de que un autor expusiera la identidad de sus enmascarados. Así que Drotik procuró dominar la situación.

—No perdáis tiempo en estas tonterías —dijo a los demás—. Acabo de despedirlo porque ha tenido el descaro de rescribir mis líneas, y ahora quiere estropear el espectáculo.

Los enmascarados se relajaron visiblemente.

Meb comprendió que había perdido la discusión. Los enmascarados querían creer al autor, pues de lo contrario perderían el empleo.

—Mi padre no es el mentiroso, sino tú —dijo Meb.

—La sátira es maravillosa, ¿verdad? —preguntó Drotik—. Hasta que uno es víctima de las befas.

Meb alzó la máscara de melena blanca como si fuera a golpear al autor. Drotik alzó un brazo para defenderse. Pero Meb no pretendía golpearlo. Partió la máscara sobre la rodilla y arrojó los fragmentos sobre el regazo de Drotik.

Drotik bajó el brazo y enfrentó la mirada de Mebbekew.

—Mi artesano tardará diez minutos en ponerle barba a otra máscara. ¿O se trata de una amenaza metafórica?

—No lo sé —dijo Meb—. ¿Tú tratabas de que yo asesinara metafóricamente a mi padre?

Drotik movió la cabeza en un ademán incrédulo.

—Es una parodia, hijo. Meras palabras. Algunas carcajadas.

—Algunos billetes más.

—Eso te pagaba el sueldo.

—Eso te ha hecho rico.

Meb giró sobre los talones y se marchó, seguido por Nafai. Drotik pidió al ayudante que fuera a la muralla en busca de enmascarados que pudieran aprender un papel en tres horas.

Mebbekew no permitió que Nafai lo alcanzara. Apretaba el paso cada vez más, hasta que al fin echaron a correr por las calles, subiendo y bajando las lomas. Pero Mebbekew no tenía resistencia para superar a Nafai, y al fin se apoyó en la esquina de una casa, jadeando.

Nafai no sabía qué decir. No quería perseguir a Meb, sólo decirle lo que pensaba: que había estado sensacional al poner al autor en cintura, al llamarlo mentiroso sin rodeos y pulverizar cada argumento con que Drotik se defendía. Cuando partiste la máscara, quise aplaudirte. Eso quería decirle.

Pero cuando se le acercó, comprendió que Meb no sólo jadeaba para recobrar el aliento. Estaba llorando, no de pesar, sino de rabia, y golpeaba la pared con el puño.

—¿Cómo pudo hacerlo? —repetía—. ¡Ese estúpido y egoísta hijo de puta!

—No te preocupes —dijo Nafai para consolarlo—. Drotik no vale la pena.

—¡No Drotik, imbécil! —respondió Meb—. Drotik es exactamente como yo pensaba, excepto que ahora he perdido el empleo y nunca tendré otro. Drotik dirá a todo el mundo que lo dejé plantado tres horas antes de una función.

—¿Entonces con quién estás enojado?

—¡Con Padre! ¿Con quién crees? Una visión… No puedo creerlo. ¡Pensé que Drotik respondería que no se burlaba de Padre, sino de otra persona, que de dónde sacaba la idea de que el personaje era Wetchik, que sólo un tonto cometería la idiotez de pensar que el honorable Wetchik recibía visiones del Alma Suprema!

—Madre lo cree.

—Madre ha renovado su contrato todos los años desde el año en que fuiste concebido. Obviamente no es muy objetiva cuando se trata de juzgarlo a él. ¿Tú le crees? ¿Le cree alguien que no haya dormido con él?

—No lo sé. Ni siquiera sé quién se ha enterado.

—Te diré una cosa. Dentro de seis horas toda Basílica estará al corriente. ¡Mataría a ese viejo pedorro…!

—Cálmate, no hablas en serio…

—¿No? ¿Crees que no me gustaría asestarle este puño en la jeta? —Meb gritó su próxima frase a un peatón—. ¡Yo te haré ver visiones, charlatán, mercader de plantas!

La gente se detuvo en la calle.

—Ya. Conque Padre te avergüenza a ti.

Yo no te he pedido que me siguieras. Tú me viniste detrás, y si no te gusta estar conmigo puedes ahogarte en tu propio moco, no me opongo.

—Vamos a casa —dijo Nafai, pues no sabía qué otra cosa decir.

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