4 Un lugar tranquilo

La granja de las Allegadas se encontraba en una ancha hondonada, rodeada por tres colinas bajas; la formaba una docena o más de edificios desperdigados, grandes, encalados y con tejados planos, que brillaban al sol. Había cuatro grandes graneros construidos justo en la falda de la colina más alta, una elevación de cumbre aplanada, con una vertiente que caía en escarpados farallones, detrás de los graneros. Unos cuantos árboles que no habían perdido las hojas proporcionaban una mínima sombra en el patio de la granja. Hacia el norte y el este se extendían olivares a lo largo de la hondonada e incluso ascendían por las laderas de los cerros. Una especie de tranquilo ajetreo envolvía la granja; a pesar del calor de la tarde había a la vista más de un centenar de personas, ocupadas en las tareas diarias, pero sin apresurarse.

Habría pasado incluso por una aldea en lugar de una granja, sólo que no se veían hombres ni niños por ningún lado. Elayne no esperaba verlos. Era el punto de parada para las Emparentadas que pasaban por Ebou Dar hacia cualquier otro destino, y así no había demasiadas en la ciudad al mismo tiempo, pero tal cosa era secreta, tanto como la misma existencia de las Allegadas. Públicamente, la granja era conocida en un radio de trescientos kilómetros o más como un retiro para mujeres, un lugar para la meditación donde escapar de los afanes mundanos durante un tiempo, días, semanas y a veces incluso períodos más largos. Elayne casi podía sentir la serenidad en el aire. Habría lamentado haber llevado el mundo a aquel apacible lugar de no ser porque también llevaba nuevas esperanzas.

La aparición de los primeros caballos rodeando la colina inclinada produjo menos revuelo del esperado. Varias mujeres interrumpieron sus ocupaciones para observar, pero nada más. Sus ropas abarcaban gran variedad —Elayne vio incluso el brillo de seda aquí y allí—, unas llevaban cestos o cubos, o grandes fardos que parecían ropa para la colada. Una sujetaba por las patas un par de gansos atados, uno en cada mano. Nobles o artesanas, granjeras o mendigas, todas eran bien recibidas allí, pero cada cual compartía las tareas diarias durante su estancia. Aviendha tocó a Elayne en el brazo y luego señaló la cumbre de una de las colinas, una elevación con apariencia de embudo invertido y ladeado. La heredera del trono se protegió los ojos del resol con una mano además del ala del sombrero y un momento después divisó movimiento. Ahora entendía que la aparición de la caravana no hubiese causado sorpresa. Vigías apostados allí arriba avistarían a cualquiera que se aproximara mucho antes de su llegada.

Una mujer normal y corriente se adelantó para salirles al paso a corta distancia de los edificios de la granja. Su vestido era de estilo ebudariano, con un escote profundo, pero la oscura falda y las enaguas de colorines eran lo bastante cortas para que no tener que recogérselas a fin de que no se rozaran con el polvo. No llevaba Cuchillo de Esponsales; las reglas de las Allegadas prohibían el matrimonio; eran muchos los secretos que debían guardar.

—Ésa es Alise —informó Reanne mientras frenaba su montura entre Nynaeve y Elayne—. Está encargada de dirigir la granja este turno. Es muy inteligente. —Casi como una ocurrencia de último momento, añadió en voz más baja—: Alise tiene muy poca paciencia con las estupideces de la gente.

Mientras Alise se aproximaba, Reanne se sentó más erguida en la silla como preparándose para una dura prueba. Elayne calificó a Alise como común para sus adentros, no alguien que diese que pensar a Reanne, desde luego, aun en el caso de que ésta no hubiese sido la Rectora del Círculo. Alise, que caminaba con la espalda muy recta, parecía de mediana edad, ni gorda ni flaca, ni alta ni baja, con algunas canas mezcladas en el cabello castaño oscuro que llevaba atado en la nuca con una cinta, pero de un modo muy práctico. Su rostro también era común y corriente, si bien muy agradable; una cara de rasgos suaves, quizá de mandíbula algo larga. Cuando vio a Reanne dejó translucir una fugaz expresión de sorpresa y luego sonrió. Aquella sonrisa lo transformó todo. No la hizo hermosa, ni siquiera bonita, pero Elayne se sintió reconfortada por su calidez.

—No esperaba verte… Reanne —dijo con una ligerísima vacilación al pronunciar el nombre. Obviamente no estaba segura de la conveniencia de utilizar el título preceptivo de Reanne delante de Nynaeve, Aviendha y Elayne. Las observó a las tres con rápidas ojeadas mientras hablaba. Parecía haber cierto acento tarabonés en su voz—. Berowin trajo noticias sobre problemas en la ciudad, naturalmente, pero no pensé que fueran tan graves como para que tuvieses que marcharte. ¿Quiénes son estas…? —Se calló al tiempo que abría mucho los ojos y se quedaba mirando fijamente detrás de ellas.

Elayne echó una ojeada hacia atrás y a punto estuvo de soltar unas cuantas frases escogidas que había escuchado en distintos sitios, la mayoría en labios de Mat Cauthon. No las entendía todas; en realidad, casi ninguna —nadie había querido explicarle lo que significaban exactamente— pero servían para liberar emociones. Los Guardianes se habían quitado las capas cambiantes, y las hermanas se habían puesto las capuchas como se les había indicado, incluso Sareitha, que no tenía necesidad de ocultar su rostro juvenil, pero Careane no se había calado la suya lo suficiente, de manera que los pliegues enmarcaban sus rasgos intemporales en lugar de disimularlos. No todo el mundo habría sabido lo que ello significaba, pero sin duda cualquier mujer que hubiese pisado la Torre Blanca sí sabría a qué atenerse. Careane tiró de la capucha hacia adelante ante la mirada iracunda de Elayne, pero el daño ya estaba hecho. Además de Alise, había otras mujeres que tenían muy buena vista.

—¡Aes Sedai! —chilló una de ellas en un tono apropiado para anunciar el fin del mundo.

Quizás era lo que significaba para su mundo. Los gritos cundieron como polvo levantado por el viento, y con igual celeridad la granja se convirtió en un pandemónium tal que parecía un hormiguero pateado. Aquí y allí una mujer se desmayaba sin más, pero la mayoría echó a correr enloquecidamente, chillando, tirando lo que llevaban, chocando entre sí, cayendo y levantándose precipitadamente para volver a correr. Patos y gallinas aleteaban y cabras negras de cuernos cortos corrían para evitar ser pisoteadas. En medio del jaleo, algunas mujeres seguían paralizadas y boquiabiertas, obviamente aquellas que habían acudido al retiro sin saber nada sobre las Allegadas, aunque unas cuantas también empezaron a correr, contagiadas por el histerismo.

—¡Luz! —bramó Nynaeve, propinándose un tirón de la trenza—. ¡Algunas huyen hacia los olivares! ¡Detenedlas! ¡Que cunda el pánico es lo que menos nos interesa! ¡Enviad a los Guardianes! ¡Vamos, deprisa!

Lan enarcó una ceja en gesto interrogante, pero ella hizo un ademán perentorio.

—¡Rápido! —insistió—. ¡Antes de que todas huyan!

El hombre asintió con un cabeceo que empezó como si fuese a sacudir la testa, y luego taconeó a Mandarb y galopó en pos de los otros Guardianes, procurando esquivar el maremágnum desencadenado entre los edificios.

Elayne se encogió de hombros y después indicó a Birgitte que se uniera a los demás Gaidin. Estaba de acuerdo con Lan. Parecía un poco tarde para evitar que se desatara el pánico y probablemente unos Guardianes a caballo tratando de conducir a mujeres aterradas no era el mejor modo de lograrlo. Pero ahora no veía el modo de cambiar las cosas y no tenía sentido dejarlas huir por la campiña. Todas querrían enterarse de las nuevas que traían Nynaeve y ella.

Alise no hizo intención de huir ni dio señales de inquietud. Su tez palideció ligeramente, pero mantuvo la vista fija en Reanne. Una mirada firme.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué, Reanne? Jamás habría imaginado esto de ti! ¿Te sobornaron? ¿Te ofrecieron inmunidad? ¿Te dejarán libre mientras las demás pagamos el precio? Probablemente no lo permitirán, pero juro que les pediré que me dejen darte un escarmiento. ¡Sí, a ti! Las reglas son aplicables incluso para ti, Rectora. ¡Si puedo hallar un modo de evitarlo, juro que no saldrás de esto de rositas!

Una mirada muy firme. Acerada, de hecho.

—No es lo que piensas —se apresuró a decir Reanne mientras desmontaba y soltaba las riendas. Cogió las manos de Alise a pesar del esfuerzo de la otra mujer para apartarlas—. Oh, no quería que ocurriera así. Lo saben, Alise. Saben lo de las Allegadas. La Torre lo ha sabido siempre, todo. O casi todo. Pero eso no es lo importante. —Las cejas de Alise se alzaron exageradamente al oír aquello, pero Reanne prosiguió precipitadamente y exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja bajo el sombrero de paja—. Podemos volver, Alise. Podemos intentarlo de nuevo. Dijeron que podíamos.

Los edificios de la granja también se estaban vaciando, ya que las mujeres salían para ver a qué se debía el barullo y luego se unían a la huida sin hacer más pausa que la necesaria para recogerse las faldas. Los gritos provenientes de los olivares ponían de manifiesto que los Guardianes estaban metidos de lleno en su tarea, pero no hasta qué punto tenían éxito. Elayne percibió en Birgitte una frustración creciente, así como irritación. Reanne contempló el tumulto y suspiró.

—Tenemos que reunirlas y traerlas, Alise —dijo—. Podemos regresar.

—Eso está muy bien para ti y para algunas de las otras —adujo su compañera en tono dubitativo—. Si es cierto. Pero ¿y las demás de nosotras? La Torre no me habría dejado quedarme tanto tiempo como estuve si hubiese sido más rápida en aprender. —Dirigió una mirada ceñuda a las ahora bien ocultas hermanas, y cuando la volvió hacia Reanne la rabia no era menor en sus ojos—. ¿Para qué vamos a regresar? ¿Para que nos digan otra vez que no somos lo bastante fuertes y mandarnos marchar? ¿O nos dejarán como novicias el resto de nuestras vidas? Quizás algunas acepten tal cosa, pero yo no. ¿Para qué, Reanne? ¿Para qué?

Nynaeve desmontó y tiró de las riendas para que la yegua la siguiera; Elayne hizo otro tanto, aunque condujo a Leona con más tiento.

—Para formar parte de la Torre, si es eso lo que quieres —intervino Nynaeve, impaciente, antes de llegar junto a las dos mujeres del Círculo—. O, quizá, para ser Aes Sedai. En lo que a mí respecta, no sé por qué tienes que poseer más o menos fuerza siempre y cuando pases las absurdas pruebas. O no regreses; por mí, puedes huir. Una vez haya acabado aquí, en cualquier caso. —Plantó firmemente los pies, se quitó el sombrero de un tirón y se puso en jarras—. Esto es una pérdida de tiempo, Reanne, y tenemos trabajo que hacer. ¿Seguro que hay alguien aquí que pueda ayudarnos? Vamos, habla. Si no estás segura, entonces podríamos ponernos en ello enseguida. Tal vez no sea necesario actuar con prisas, pero ahora que tenemos el objeto, preferiría empezar cuanto antes y acabar de una vez.

Cuando les presentaron a ella y a Elayne como Aes Sedai, las Aes Sedai que habían hecho las promesas, Alise soltó un ruido ahogado y empezó a alisarse la falda de paño como si sus manos quisieran cerrarse sobre el cuello de Reanne y apretar. Abrió la boca con gesto furioso, y entonces la cerró de golpe sin haber dicho nada cuando Merilille se reunió con ellas. Su mirada hostil no se borró del todo, pero sí se mezcló con un punto de maravillado pasmo. Y bastante más cautela.

—Nynaeve Sedai —empezó Merilille pausadamente—, las Atha’an Miere están… impacientes por bajar de los caballos. Creo que algunas podrían pedir la Curación. —Una fugaz sonrisa asomó a sus labios.

Aquello dejó resuelta la cuestión, aunque Nynaeve rezongó exageradamente sobre lo que haría a la siguiente persona que pusiera en duda su condición de Aes Sedai. Elayne habría podido añadir unas cuantas palabras de su cosecha, pero lo cierto era que Nynaeve ofrecía una imagen bastante ridícula actuando de ese modo mientras Merilille y Reanne esperaban atentamente a que terminara su diatriba y Alise las miraba de hito en hito a las tres. Sí, aquello zanjó la cuestión, o quizá fue a causa de las Detectoras de Vientos, que llegaron a pie y tirando de las riendas de sus monturas. Habían perdido hasta el último vestigio de gracia durante el viaje, borrada por las duras sillas —sus piernas estaban tan rígidas como sus semblantes—, pero aun así nadie dejaría de identificarlas por lo que eran.

—Si hay veinte mujeres de los Marinos tan lejos del mar —murmuró Alise—, entonces creeré cualquier cosa.

Nynaeve resopló pero no dijo nada, cosa que Elayne agradeció. A la mujer ya le costaba bastante trabajo aceptar lo que eran las dos aun cuando Merilille las llamaba Aes Sedai, de modo que ni una rabieta ni ninguna invectiva servirían de nada.

—Entonces, cúralas —dijo Nynaeve a Merilille. Sus ojos fueron hacia el grupo de mujeres tambaleantes y añadió—. Si lo piden. Con educación.

Merilille sonrió de nuevo, pero Nynaeve ya se había desentendido de las mujeres de los Marinos y miraba ceñuda el patio casi vacío. Unas pocas cabras seguían trotando de un lado para otro entre ropa tirada, escobones, cubos derramados y cestos, por no mencionar las formas inmóviles de las Emparentadas que se habían desmayado; un puñado de gallinas había vuelto a picotear y a escarbar, pero las únicas mujeres conscientes que seguían entre los edificios de la granja no eran, evidentemente, del Círculo. Reanne había dicho que en cualquier época la mitad más o menos de las que se encontraban en la granja podrían pertenecer a ese grupo. La mayoría parecía estupefacta.

Pese a sus rezongos, Nynaeve no perdió un momento en encargarse de Alise; o puede que fuese al contrario. Resultaba difícil asegurarlo, ya que la Allegada no mostraba la deferencia hacia las Aes Sedai que exhibían las mujeres del Círculo. Quizá se encontraba demasiado aturdida aún por el repentino giro de los acontecimientos. En cualquier caso, echaron a andar las dos juntas, Nynaeve conduciendo a la yegua y gesticulando con el sombrero en la otra mano, dando instrucciones a Alise sobre cómo traer de vuelta a las mujeres desperdigadas y qué hacer con ellas una vez que las hubiese reunido. Reanne estaba convencida de que al menos había una lo bastante fuerte para unirse al círculo, Garenia Rosoinde, y tal vez otras dos más. A decir verdad, Elayne se temía que todas hubiesen huido. Alise alternaba los cabeceos de asentimiento con miradas impávidas en extremo dirigidas a Nynaeve, que ésta aparentemente no advertía.

En la espera mientras reunían a las huidas, a Elayne le pareció un buen momento para buscar un poco más en los cestos de las alforjas, pero cuando se volvió hacia los animales de carga, que empezaban a ser conducidos hacia los edificios de la granja, reparó en que las componentes del Círculo, Reanne y todas las demás al completo, se dirigían a la granja a pie, algunas corriendo hacia las mujeres tendidas en el suelo y otras hacia las que seguían de pie, boquiabiertas. Todas ellas, y ni rastro de Ispan. Sin embargo, sólo tardó un momento en localizarla, entre Adeleas y Vandene, cada una sosteniéndola por un brazo mientras la llevaban casi a rastras, con las capas ondeando detrás.

Las hermanas de cabello blanco estaban coligadas y el brillo del saidar las envolvía de algún modo a ambas sin incluir a Ispan. Imposible saber cuál de las dos estaba a cargo del pequeño círculo y mantenía el escudo sobre la Amiga Siniestra, pero ni siquiera una de las Renegadas habría podido romperlo. Se pararon para hablar con una mujer corpulenta vestida con sencillo paño de lana, que se quedó boquiabierta al reparar en el saco de cuero que cubría la cabeza de Ispan, pero aun así hizo una reverencia y señaló hacia uno de los edificios encalados.

Elayne intercambió una mirada furiosa con Aviendha. Bueno, la suya era furiosa, en cualquier caso. A veces Aviendha resultaba tan inexpresiva como una piedra. Entregaron sus caballos a un mozo de cuadra de palacio y fueron apresuradamente en pos del trío. Algunas de las mujeres que no eran Allegadas les preguntaron qué estaba pasando, unas pocas de un modo muy autoritario, pero Elayne las despachó con cajas destempladas, dejando a su paso un rastro de indignados respingos y resoplidos. ¡Oh, qué no habría dado por tener ya el semblante intemporal! Aquello dio un tironcillo de un hilo de su memoria, pero desapareció tan pronto como intentó examinarlo.

Cuando abrió de golpe la sencilla puerta de madera tras la cual había desaparecido el trío, Adeleas y Vandene habían sentado a Ispan en una silla, con la cabeza destapada; el saco se encontraba sobre una mesa estrecha de caballete, junto con sus guardapolvos de lino. El cuarto sólo tenía una ventana, abierta en el techo, por la que penetraba bastante luz debido a que el sol aún estaba alto. Las paredes se hallaban cubiertas de estanterías, repletas de tarros de cobre y grandes cuencos blancos. Por el olor a pan cociéndose, la otra puerta que había conducía a la cocina.

Vandene se volvió bruscamente al oír la puerta, pero al verlas suavizó el gesto hasta que su rostro quedó inexpresivo.

—Sumeko nos dijo que el efecto de las hierbas de Nynaeve empezaba a debilitarse —comentó—, y nos pareció que lo mejor era interrogarla antes de embotarle el cerebro otra vez. Ahora parece haber tiempo para hacerlo. Sería conveniente saber qué se traía entre manos el… Ajah Negro —su boca se torció en un gesto de asco—, en Ebou Dar. Y lo que saben.

—Dudo que tengan noticia de esta granja, ya que nosotras desconocíamos su existencia —argumentó Adeleas al tiempo que se daba golpecitos con el índice en los labios, pensativamente, y estudiaba a la mujer sentada en la silla—, pero más vale asegurarse que lamentarlo después, como nuestro padre solía decir.

Por su actitud podría haber estado examinando a un animal desconocido, una criatura que jamás imaginó que pudiera existir.

Ispan apretó los labios. El sudor le caía por la cara magullada, tenía despeinadas las largas y finas trenzas adornadas con cuentas y las ropas desaliñadas, pero a pesar del empañamiento de sus ojos la mujer no estaba ni mucho menos tan atontada como antes.

—El Ajah Negro. Es una fábula, un bulo infame —se mofó con voz un tanto ronca. El saco de cuero debía de dar mucho calor, y no había bebido agua desde que salieron del palacio de Tarasin—. Particularmente, me sorprende que lo nombréis en voz alta. ¡Y acusarme de ello a mí! Lo que he hecho ha sido por orden de la Sede Amyrlin.

—¿Elaida? —espetó Elayne con incredulidad—. ¿Tienes la osadía de afirmar que Elaida te ordenó asesinar hermanas y robar objetos de la Torre? ¿Que Elaida ordenó lo que hicisteis en Tear y Tanchico? ¿O acaso te refieres a Siuan? ¡Tus mentiras resultan patéticas! De algún modo te has retractado de los Tres Juramentos, y eso te señala como miembro del Ajah Negro.

—No tengo por qué responder a vuestras preguntas —replicó hoscamente Ispan, encorvando los hombros—. Sois rebeldes contra la legítima Sede Amyrlin. Seréis castigadas, tal vez neutralizadas. Sobre todo si me hacéis daño. Sirvo a la verdadera Sede Amyrlin y se os castigará severamente si me maltratáis.

—Responderás a todas las preguntas que te haga mi medio hermana. —Aviendha se limpió la uña del pulgar con el cuchillo del cinturón mientras hablaba, pero sus ojos no se apartaron de Ispan—. Los habitantes de las tierras húmedas temen el dolor. No saben cómo abrazarlo, cómo aceptarlo. Responderás a todo lo que se te pregunte.

Su mirada no era iracunda ni el tono de su voz amenazante, pero la hermana Negra se echó hacia atrás en la silla.

—Me temo que eso está vedado, aun cuando no fuese una iniciada de la Torre —adujo Adeleas—. Tenemos prohibido derramar sangre en un interrogatorio o que lo hagan otras personas en nuestro nombre.

Su tono sonaba renuente, aunque Elayne no supo discernir si se debía a la prohibición o por admitir que Ispan era una iniciada. A decir verdad, no se le había ocurrido que a la hermana Negra se la pudiera seguir considerando una de ellas. Existía un dicho sobre que ninguna mujer había terminado con la Torre hasta que ésta hubiese terminado con ella; una vez que el contacto con la Torre quedaba establecido, jamás se destrababa.

Elayne frunció el entrecejo mientras estudiaba a la hermana Negra, tan desaliñada y, aun así, tan segura de sí misma. Ispan se sentó más erguida y asestó miradas rebosantes de complacido desprecio a Aviendha y a Elayne. Antes no había demostrado tanto aplomo, cuando pensó que eran sólo Nynaeve y Elayne quienes la tenían atrapada; la recuperación de compostura había surgido al recordar que había otras hermanas de mayor edad presentes. Hermanas que verían la ley de la Torre como parte de sí mismas. Dicha ley prohibía no sólo derramar sangre, sino también romper huesos y otras cuantas cosas que cualquier interrogador de los Capas Blancas estaría más que dispuesto a hacer. Antes de iniciar cada sesión, tenía que realizarse una Curación, y si el interrogatorio comenzaba después de la salida del sol, debía terminar antes del ocaso, y viceversa. La ley era más restrictiva incluso cuando se trataba de iniciadas de la Torre —hermanas, Aceptadas y novicias—, en las que estaba descartado el uso del saidar para interrogar, castigar o disciplinar. Oh, sí, una hermana podía dar un tirón de orejas a una novicia utilizando el Poder si estaba exasperada, o incluso un buen azote, pero no mucho más. Ispan le sonrió. ¡Le sonrió! Elayne respiró hondo.

—Adeleas, Vandene, quiero que nos dejéis a Aviendha y a mí a solas con Ispan.

Sintió un nudo en el estómago. Tenía que haber un modo de presionar a la mujer lo bastante para descubrir lo que querían sin romper la ley de la Torre, pero ¿cómo? Las personas que eran sometidas a un interrogatorio de la Torre por lo general empezaban a hablar sin ponerles un dedo encima —todo el mundo sabía que nadie se resistía a la Torre; ¡nadie!—, pero rara vez eran iniciadas. Pudo oír una voz, otra que no era la de Lini, sino la de su madre. «Lo que ordenes hacer, debes estar dispuesta a hacerlo por tu propia mano. Como reina, lo que ordenes hacer, serás tú quien lo haga». —Si rompía la ley… De nuevo oyó la voz de su madre: «Ni siquiera una reina se encuentra por encima de la ley, o no existe ley». Y la de Lini: «Siempre puedes hacer lo que quieras, pequeña, mientras estés dispuesta a pagar el precio». Se quitó el sombrero sin desatar las cintas.

—Cuando hayamos… —Mantener firme la voz le costó un gran esfuerzo—. Cuando hayamos acabado de hablar con ella, la llevaréis de nuevo con las mujeres del Círculo.

Después se sometería a Merilille. Cualesquiera cinco hermanas podían enjuiciar a alguien y dictar sentencia, si se les pedía.

Ispan volvió la cabeza hacia Aviendha y luego hacia Elayne sucesivamente, y sus ojos se desorbitaron poco a poco hasta que se vio el blanco alrededor. Ya no se sentía segura de sí misma.

Vandene y Adeleas intercambiaron una mirada del modo que lo hace la gente que ha pasado junta tanto tiempo que ya no necesita hablar para entenderse; luego Vandene cogió a Elayne y a Aviendha por el brazo.

—¿Podemos hablar fuera un momento? —Sonaba como una sugerencia, pero ya las empujaba disimuladamente hacia la puerta.

En el patio de la granja se encontraban unas dos docenas de Allegadas, agrupadas como un rebaño de ovejas. No todas llevaban vestidos ebudarianos, pero dos tenían el cinturón rojo de las Mujeres Sabias, y Elayne reconoció a Berowin, una mujer fornida y baja que por lo general hacía gala de un orgullo mucho mayor que su fuerza en el Poder. Pero no en ese momento. Al igual que las demás, su expresión era asustada y sus ojos lanzaban rápidas y fugaces miradas a pesar de que el Círculo al completo las rodeaba, hablando con urgencia. Un poco más allá, Nynaeve y Alise intentaban conducir a otro grupo, quizás el doble de numeroso, hacia el interior de uno de los edificios más grandes. Desde luego, el término «intentar» parecía el más adecuado.

—… me importa poco qué heredades te pertenecen —le gritaba Nynaeve a una mujer de porte orgulloso, vestida en seda verde—. ¡Entra y quédate ahí, donde no estorbes, o te meteré de una patada!

Alise se limitó a coger a la mujer de verde por la nuca y la hizo cruzar el umbral a pesar de sus acaloradas y prolijas protestas. Sonó una especie de graznido, como si alguien hubiese pisado a un pato gordo, y luego Alise reapareció en la puerta, sacudiéndose las manos. Después de aquello, las demás no dieron problemas.

Vandene las soltó y las miró a la cara con aire pensativo. El brillo de la Fuente todavía la envolvía, pero tenía que ser Adeleas la que controlaba los flujos combinados de ambas. Una vez tejido, Vandene habría podido mantener el escudo aunque no lo viese, pero si hubiese sido ella la que dirigía la coligación, lo lógico habría sido que fuera Adeleas quien las condujese fuera. Vandene habría podido alejarse varios cientos de pasos antes de que la coligación empezara a debilitarse —no se rompería aunque Adeleas se marchara a la otra punta del mundo, si bien perdería su utilidad mucho antes— pero se mantuvo cerca de la puerta. Daba la impresión de que escogía mentalmente las palabras antes de hablar.

—Siempre he pensado que es mejor que sean mujeres de experiencia las que se encarguen de esta clase de cosas —dijo finalmente—. A las jóvenes se les sube la sangre a la cabeza con más facilidad, y entonces se exceden. O a veces se dan cuenta de que son incapaces de hacer lo necesario, porque aún no han visto realmente lo suficiente. O, peor aún, encuentran cierto… deleite en ello. Y no es que crea que ninguna de vosotras tiene ese defecto. —Dedicó a Aviendha una mirada ponderativa sin hacer pausa alguna; la Aiel se apresuró a envainar su cuchillo—. Adeleas y yo hemos visto lo suficiente para saber por qué hemos de hacer lo que debe hacerse, y hace mucho que dejamos atrás el arrebatamiento de la juventud. Quizá quieras dejarnos esto a nosotras. Mucho mejor así, desde todo punto de vista.

Vandene pareció tomar la recomendación como aceptada; inclinó la cabeza y se dirigió a la puerta. En cuanto desapareció tras ella, Elayne percibió el uso del Poder en el interior, un tejido que aislaba el cuarto; una salvaguardia contra oídos indiscretos, indudablemente. Sin duda, no querían que cualquiera oyera por casualidad lo que quiera que Ispan tuviese que decir. Entonces se le ocurrió otro uso, y de repente el silencio del cuarto le resultó más ominoso que los posibles gritos que dicha salvaguardia pudiera silenciar.

Volvió a ponerse el sombrero, bruscamente. No sentía el calor, pero de pronto el resol le había revuelto el estómago.

—Tal vez te apetezca ayudarme a mirar lo que llevan esos animales de carga —dijo con un hilo de voz. No había ordenado hacerlo, pero ese detalle no parecía cambiar nada. Aviendha asintió con sorprendente rapidez; daba la impresión de que también quería alejarse de aquel silencio.

Las Detectoras de Vientos esperaban a poca distancia de donde los sirvientes tenían a los caballos albardones con aire impaciente y dirigiendo miradas imperiosas en derredor, todas cruzadas de brazos en imitación a Renaile. Alise fue hacia ellas, identificando a Renaile como la cabecilla del grupo con sólo un breve vistazo. Hizo caso omiso de Elayne y Aviendha.

—Venid conmigo —instó en tono enérgico que no admitía discusión—. Las Aes Sedai dicen que querréis resguardaros del sol hasta que las cosas estén más calmadas. —Había tanta amargura en las palabras «Aes Sedai» como el temor reverencial al que Elayne se había acostumbrado a oír en labios de las Allegadas. Tal vez más. Renaile se puso tensa y su rostro se ensombreció, pero Alise siguió sin inmutarse—. Por mí, espontáneas, podéis sentaros aquí fuera y sudar si es eso lo que queréis. Si es que estáis en condiciones de sentaros. —Saltaba a la vista que ninguna de las Atha’an Miere había recibido Curación para los dolores causados por las sillas; su actitud era la de unas mujeres que quisieran olvidar que existían de cintura para abajo—. Lo que no haréis será tenerme aquí esperando.

—¿Sabes quién soy? —demandó Renaile con rabia mal contenida, pero Alise ya se alejaba sin mirar atrás.

Luchando consigo misma de manera patente, Renaile se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y luego ordenó a las otras, iracunda, que dejaran los «condenados costeros» caballos y la siguieran. Caminaron en fila, bamboleándose y despatarradas, en pos de la mujer, todas, salvo las dos aprendizas, mascullando entre dientes, incluida la propia Alise.

Instintivamente, Elayne empezó a planear cómo suavizar la situación, cómo lograr que se curaran los dolores de las Atha’an Miere sin que éstas tuviesen que pedirlo, y sin que una hermana tuviese que ofrecerlo demasiado enérgicamente; también había que apaciguar a Nynaeve y a las otras hermanas. Para su sorpresa, descubrió que, por primera vez en su vida, no sentía el menor deseo de suavizar nada. Mientras seguía con la vista a las Detectoras de Vientos que cojeaban hacia uno de los edificios de la granja, decidió que las cosas estaban bien así. Aviendha exhibía una sonrisa abierta y amplia al tiempo que observaba a las Atha’an Miere. Elayne borró la suya, mucho más discreta, y se volvió hacia los animales de carga. Se lo merecían. No sonreír costaba un gran esfuerzo.

Con ayuda de Aviendha, la búsqueda fue mucho más rápida, y reunieron un surtido de objetos que habrían sido causa de celebración de haberlos llevado a la Torre. Aunque no hubiese nadie que estudiara los ter’angreal. Los había de todas las formas imaginables; copas, cuencos y jarrones, ninguno igual a otro en tamaño, diseño o material. Una caja aplanada, comida por la carcoma, contenía joyas —un collar y brazaletes con piedras de colores engastadas, un fino cinturón tachonado de gemas, varios anillos—, y había sitio para más. Todas eran ter’angreal, y hacían juego, pensadas para llevarlas puestas a la vez, aunque Elayne no alcanzaba a imaginar por qué querría una mujer lucir tantas al mismo tiempo. Aviendha encontró una daga con la empuñadura de cuerno de ciervo y forrada con hilo de oro; la hoja no tenía filo y, por las apariencias, nunca lo había tenido. La Aiel empezó a darle vueltas y más vueltas entre los dedos —de hecho, las manos empezaron a temblarle— hasta que Elayne se la cogió y la puso con los otros objetos sobre la tapa de la cisterna. Aun entonces, Aviendha continuó mirándola fijamente un rato y lamiéndose los labios como si los tuviese secos. Había anillos, pendientes, collares, brazaletes y broches, muchos con diseños realmente peculiares. Había figurillas y tallas de pájaros, animales y gente; varios cuchillos —éstos con filo—; media docena de medallones grandes en bronce o acero, la mayoría trabajada con dibujos extraños y ninguno de ellos con una imagen que Elayne alcanzara a entender; un par de sombreros singulares, aparentemente hechos de metal, demasiado ornamentados y finos para ser yelmos, y un montón de objetos a los que no sabía cómo describir. Una vara, tan gruesa como su muñeca, suave, de color rojo intenso y redondeada, más firme que dura a pesar de parecer de piedra; ésta no adquirió una leve calidez cuando la tocó, sino que casi quemaba. No una quemazón real, del mismo modo que la calidez tampoco lo era, ¡pero aun así! ¿Y qué decir de un juego de bolas de metal huecas en filigrana, metidas unas dentro de otras? Cualquier movimiento producía un ligero tintineo musical, de tono distinto en cada ocasión; tenía la impresión de que por mucho que mirara, siempre habría otra bola más pequeña esperando a ser descubierta. ¿Y aquello que parecía un rompecabezas de los que hacían los herreros, pero de cristal? Pesaba tanto que se le cayó, y desportilló el borde de la tapa de la cisterna. Sí, era una colección que habría despertado el asombro de cualquier Aes Sedai. Y, lo más importante de todo, encontraron dos angreal. Elayne los puso aparte, al alcance de su mano.

Uno era una extraña pieza de joyería, un brazalete dorado unido por cadenillas a anillos, todo ello cincelado con un intrincado dibujo laberíntico. Ése era el más fuerte de los dos, más que la tortuga que todavía guardaba en la escarcela. Estaba hecho para una mano más pequeña que la suya o la de Aviendha. Cosa curiosa, el brazalete tenía una pequeña cerradura, completa con una diminuta llave tubular que colgaba de una fina cadena y que obviamente estaba hecha para poder quitarla. ¡Junto con la llave! El otro era la figura de una mujer sentada, en marfil oscurecido por el paso del tiempo, con las piernas dobladas y las rodillas desnudas, pero con el cabello tan largo y frondoso que no habría estado más cubierta con una capa. Ni siquiera tenía la fuerza de la tortuga, pero la encontró muy atrayente. Una mano reposaba sobre una rodilla, con la palma hacia arriba y los dedos colocados de manera que el pulgar tocaba las puntas del corazón y el anular, en tanto que la otra mano la tenía levantada, con el índice y el corazón alzados y los otros dedos flexionados. Toda la figurilla tenía un aire de suprema dignidad y, sin embargo, el rostro, delicadamente trabajado, mostraba contento y deleite. ¿La habrían creado para alguna mujer en particular? De alguna manera parecía personal. Tal vez hacían eso en la Era de Leyenda. Algunos ter’angreal eran inmensos y hacían falta hombres y caballos, o incluso el Poder, para moverlos, pero el tamaño de casi todos los angreal era lo bastante pequeño para poder llevarlos encima; no todos, pero sí la mayoría.

Estaban retirando las cubiertas de lona de otro grupo de alforjas de mimbre cuando Nynaeve se acercó caminando a zancadas. Las Atha’an Miere empezaron a salir de uno de los edificios de la granja, sin cojear ya. Merilille hablaba con Renaile, o más bien la Detectora de Vientos hablaba y Merilille escuchaba. Elayne se preguntó qué habría ocurrido allí dentro. La delgada Gris ya no parecía tan satisfecha. El grupo de Allegadas había aumentado, pero mientras Elayne las miraba otras tres aparecieron, vacilantes, en el patio, y otras dos se asomaron al borde de los olivos, con aire indeciso. Podía percibir a Birgitte en alguna parte entre los olivares, y sólo un poco menos irritada que un rato antes.

Nynaeve echó una ojeada al montón de ter’angreal y se dio un tirón de la coleta. Se había dejado el sombrero en algún sitio.

—Eso puede esperar —dijo, en un tono que sonaba indignado—. Ha llegado el momento.

Загрузка...