29 Una copa de sueño eterno

No seas un redomado majadero, Rand —dijo Min. Obligándose a permanecer sentada, cruzó las piernas y balanceó el pie con aire despreocupado, aunque no pudo evitar un tono exasperado en la voz—. ¡Ve con ella! ¡Habla con ella!

—¿Por qué? —espetó él—. Ahora sé cuál de las cartas era verdad. Mejor así. Ahora está a salvo. De cualquiera que quiera herirme. ¡A salvo de mí! ¡Es mejor!

Sin embargo, no dejaba de pasear arriba y abajo entre las dos hileras de sillones situadas ante el Trono del Dragón, con los nudillos blancos de tanto apretar los puños y una expresión más tormentosa que la de los negros nubarrones que cubrían el cielo, descargando otra copiosa nevada sobre Cairhien.

Min intercambió una mirada con Fedwin Morr, quien se encontraba junto a las puertas adornadas con soles tallados. Las Doncellas dejaban pasar ahora a cualquiera que no fuese una evidente amenaza, sin anunciarlo antes, pero aquellos a los que Rand no deseaba ver esa mañana serían rechazados por el fornido joven. Lucía el dragón y la espada en el cuello de la chaqueta negra, y Min sabía que ya había presenciado más batallas —más horrores— que muchos hombres que le triplicaban la edad, pero era un muchacho. En ese momento, mientras lanzaba ojeadas inquietas a Rand, parecía más joven que nunca. A los ojos de Min, la espada que colgaba de su cintura todavía resultaba chocante, fuera de lugar.

—El Dragón Renacido es un hombre, Fedwin —dijo—. Y, como cualquier hombre, se enfurruña porque cree que una mujer no quiere volver a verlo.

Abriendo los ojos como platos, el chico dio un respingo como si Min le hubiese pellizcado el trasero, en tanto que Rand interrumpió su ir y venir para mirarla hoscamente. Lo único que frenó a Min de soltar una carcajada fue la certeza de que estaba ocultando un dolor tan real como una puñalada. Eso y saber que se sentiría igualmente herido si ella hubiese hecho lo que se había hecho; naturalmente, Min Farshaw nunca habría tenido la posibilidad de arrancar sus estandartes, pero el ejemplo servía para su razonamiento. Rand se había quedado de una pieza al principio con las noticias que Taim le llevó de Caemlyn al amanecer, aunque tan pronto como el hombre se hubo marchado, salió de su estupefacción para empezar… ¡con esa actitud!

Min se puso de pie, se arregló la chaqueta verde, se cruzó de brazos y se encaró con él.

—¿Qué otra cosa puede ser? —preguntó tranquilamente. Bueno, intentó mostrarse tranquila, y casi lo logró. Amaba a ese hombre, pero después de aguantar una mañana como ésa deseaba darle de bofetadas—. No te has referido a Mat más que de pasada, y ni siquiera sabes si está vivo.

—Mat está vivo —gruñó Rand—. Si hubiese muerto, lo sabría. ¿Y a qué viene eso de que estoy…? —Cerró la boca de golpe, como si fuese incapaz de pronunciar la palabra.

—Enfurruñado —apuntó Min—. Y a no tardar, habrás cogido un berrinche. Algunas mujeres creen que los hombres están más guapos cuando se amohínan. No soy una de ésas. —Bueno, sería mejor dejarlo así. Rand tenía el rostro enrojecido, y no a causa del rubor—. ¿Acaso no has hecho todo lo habido y por haber para que ella ocupara el trono de Andor? Que es suyo por derecho, dicho sea de paso. ¿Acaso no dijiste que querías que tuviese un Andor intacto, no desgarrado y escindido como Cairhien o Tear?

—¡Lo dije, sí! —bramó—. ¡Y ahora es suyo, y me quiere fuera de él! ¡Pues por mí, de acuerdo! ¡Y no me digas otra vez que deje de gritar! ¡No estoy…! —De nuevo cerró la boca de golpe al darse cuenta de que sí estaba gritando. Un sordo gruñido resonó en su garganta.

Morr se puso a examinar uno de los botones de su chaqueta con profundo interés, dándole la vuelta a uno y otro lado. Había hecho lo mismo en varias ocasiones esa mañana. Min mantuvo el gesto sereno. No iba a abofetearlo, y era demasiado mayor para darle unos azotes en el trasero.

—Andor es suyo, como tú querías —manifestó. Tranquilamente. Casi—. Ninguno de los Renegados va tras ella, ahora que ha quitado tus estandartes. —Un brillo peligroso asomó en sus ojos de color gris azulado—. Exactamente como querías. Y no pensarás que se está aliando con tus enemigos. Andor seguirá al Dragón Renacido, y lo sabes. Así que la única razón de que estés encorajinado es porque crees que no quiere verte. ¡Ve con ella, necio! —Lo siguiente fue lo que más le costó decir—. Antes de que hayas pronunciado dos palabras, te estará besando. —Luz, amaba a Elayne casi tanto como a Rand, o puede que igual, aunque de un modo diferente, pero ¿cómo podía competir con una hermosa y rubia reina que tenía un poderoso país a su entera disposición?

—No estoy… enojado —repuso Rand con voz tensa. Y empezó de nuevo a pasear arriba y abajo.

Min se planteó atizarle una patada en el trasero. Muy fuerte. Una de las puertas se abrió y dio paso a la canosa y arrugada Sorilea, que apartó de un empellón a Morr cuando el joven todavía miraba a Rand para ver si éste quería dejarla entrar o no. Rand abrió la boca —enojado, por mucho que lo negara—, y cinco mujeres vestidas con gruesas ropas negras, húmedas con la nieve derretida, siguieron a la Sabia al interior de la estancia, con la mirada baja y las manos enlazadas; las amplias capuchas no ocultaban del todo sus rostros. Llevaban los pies envueltos en andrajos.

A Min se le puso el pelo de punta. A sus ojos, imágenes y halos aparecían y desaparecían sucesivamente en torno a las seis mujeres, al igual que alrededor de Rand. Min había esperado que él se hubiera olvidado de la existencia de esas cinco. ¿Qué demonios estaba haciendo esa retorcida vieja?

Sorilea hizo un gesto acompañado del tintineo de los brazaletes de oro y marfil, y las cinco se colocaron apresuradamente en línea, sobre el Sol Naciente encastrado en el suelo. Rand caminó a lo largo de aquella línea, retirando las capuchas, dejando al descubierto unas caras a las que miró fríamente.

Todas las mujeres de negro estaban sucias, con el cabello apelmazado por el sudor. Elza Penfell, una hermana Verde, buscó ansiosa aquella mirada, con una chocante expresión de fervor. Nesune Bihara, una Marrón esbelta, lo contempló con igual intensidad que él a ella. Sarene Nemdhal, tan hermosa que a pesar del polvo y la suciedad una pensaría que su aparente juventud era natural, daba la impresión de estar manteniendo sólo por un pelo la frialdad propia de su Ajah Blanco. Beldeine Nyram, demasiado nueva con el chal para poseer los rasgos intemporales, ensayó una sonrisa insegura que se borró ante la fija mirada del hombre. Erian Boroleos, pálida y casi tan bella como Sarene, se encogió y después se obligó a sostener aquella frígida mirada. Las dos últimas también eran Verdes, y las cinco formaban parte de las hermanas que lo habían raptado por orden de Elaida. Algunas habían estado entre las que lo habían torturado mientras lo llevaban camino de Tar Valon. A veces Rand todavía se despertaba sudoroso y jadeante, farfullando sobre estar confinado, ser golpeado. Min esperaba no ver la muerte en su mirada.

—A éstas se las declaró da’tsang, Rand al’Thor —anunció Sorilea—. Creo que ahora sienten su vergüenza hasta la médula. Erian Boroleos fue la primera en pedir que se la golpeara como hicieron contigo, al amanecer y al anochecer, pero todas han hecho la misma petición a estas alturas. Una petición que se les ha concedido. Todas han pedido también que se les permita servirte en lo que puedan. El toh por su traición no puede saldarse. —Su voz se tornó severa un momento; para los Aiel, el rapto era mucho peor que lo que habían hecho después—. No obstante, saben su vergüenza y quieren intentarlo. Hemos decidido dejar la decisión en tus manos.

Min frunció el entrecejo. ¿Dejarle a él la decisión? Las Sabias rara vez dejaban a otros una decisión que podían tomar ellas. Sorilea no lo hacía jamás. La nervuda Sabia se ajustó despreocupadamente el chal y observó a Rand como si aquello no tuviera la menor importancia. Sin embargo, lanzó una rápida y fría mirada a Min, y ésta comprendió de repente que si decía lo que no debía la anciana la despellejaría. Y no fue una visión. Simplemente, a estas alturas conocía a Sorilea mejor de lo que hubiese querido.

Resueltamente, se puso a estudiar lo que aparecía y desaparecía alrededor de las mujeres, tarea nada fácil al encontrarse tan cerca unas de otras que no tenía la seguridad de si una imagen en particular pertenecía a una de ellas o a la que estaba a su lado. Al menos los halos eran seguros siempre. ¡Luz, que fuera capaz de entender al menos algo de lo que veía!

Rand recibió el anuncio de Sorilea con tranquila frialdad, aparentemente. Se frotó lentamente las manos y después examinó las garzas grabadas en sus palmas con detenimiento. A continuación hizo lo mismo con los rostros de las Aes Sedai. Por último, detuvo la mirada en Erian.

—¿Por qué? —le preguntó suavemente—. Maté a dos de tus Guardianes. ¿Por qué?

Min se encogió. Rand era muchas cosas, pero rara vez suave. Y Erian era una de las pocas que lo había golpeado en más de una ocasión.

La pálida illiana se irguió. Las imágenes y los halos surgieron y desaparecieron en rápida sucesión. Nada que Min pudiese interpretar. A pesar de la cara sucia y el largo y negro cabello apelmazado, Erian hizo acopio de la autoridad Aes Sedai y sostuvo su mirada sin vacilar. Sin embargo, su respuesta fue simple y directa.

—Nos equivocamos al capturarte. Hemos reflexionado largamente sobre ello. Debes librar la Última Batalla, y nosotras debemos ayudarte. Si no me aceptas, lo entenderé, pero si me lo permites, te ayudaré como quieras y en lo que requieras.

Rand siguió contemplándola con gesto inexpresivo. Después hizo la misma pregunta a cada una de ellas, y las respuestas fueron tan distintas como lo era cada mujer.

—El Verde es el Ajah de Batalla —respondió, orgullosa, Beldeine, y a despecho de los churretes en sus mejillas y las ojeras marcadas en los párpados, realmente parecía la reina de las batallas. Claro que las mujeres saldaeninas parecían poseer ese rasgo como algo natural en ellas—. Cuando vayas al Tarmon Gai’don, las Verdes deben estar allí. Yo te seguiré, si me aceptas.

¡Luz, iba a vincular a un Asha’man como Guardián! ¿Cómo…? No; eso no era importante ahora.

—Lo que hicimos era lógico en ese momento. —La serenidad mantenida férreamente por Sarene dio paso a una obvia preocupación, y la mujer sacudió la cabeza—. Digo esto para explicarlo, no para disculparlo. Las circunstancias han cambiado. Para ti, podría parecer que el curso lógico sería… —Hizo una inhalación decididamente inestable.

Imágenes y halos; ¡una aventura amorosa apasionada, nada menos! Esa mujer era puro hielo, por muy hermosa que fuese. ¡Y no había nada útil en saber que algún hombre iba a derretirla!

—Sería devolvernos a la cautividad —concluyó la Blanca— o, incluso, ejecutarnos. Para mí, la lógica dice que debo servirte.

Nesune ladeó la cabeza y sus ojos oscuros parecieron tratar de almacenar hasta la última brizna de Rand. Un halo rojo y verde hablaba de honores y fama. Un edificio inmenso apareció sobre su cabeza y desapareció. Una biblioteca que fundaría.

—Quiero estudiarte —manifestó simplemente—. Y difícilmente puedo hacer eso acarreando piedras o excavando agujeros. Con ese tipo de trabajo se tiene tiempo a montones para pensar, pero servirte me parece un precio justo a cambio de lo que podría aprender.

Rand parpadeó por la franqueza de la Marrón, pero, aparte de ello, su expresión no cambió.

La respuesta más sorprendente la dio Elza, más por el modo que por las palabras en sí. Se hincó de rodillas y alzó los ojos febriles hacia Rand. Todo su rostro parecía iluminado por el fervor. Los halos resplandecieron y surgió una cascada de imágenes alrededor, que no revelaron nada a Min.

—Eres el Dragón Renacido —manifestó, falta de aliento—. Tienes que estar allí para la Última Batalla. ¡He de ayudarte a estar allí! ¡Haré todo lo que sea necesario! —Y se inclinó para besar el suelo delante de sus botas. Incluso Sorilea pareció sorprendida, y Sarene se quedó boquiabierta. Morr también la miró boquiabierto, y enseguida se puso a darle vueltas al botón de la chaqueta. A Min le pareció que reía quedamente, nervioso.

Girando sobre sus talones, Rand echó a andar hacia el Trono del Dragón, donde su cetro y la corona de Illian reposaban encima de la chaqueta roja con bordados de oro, pero se detuvo a mitad de camino. Su semblante era tan inexpresivo que Min deseó correr hacia él sin importarle quién había delante, pero siguió estudiando a las Aes Sedai. Y a Sorilea. Nunca había visto nada realmente útil alrededor de aquella vieja bruja.

De pronto Rand se volvió, y se dirigió hacia la línea de mujeres con tanta premura que Beldeine y Sarene dieron un paso atrás. Un seco gesto de Sorilea las hizo volver a su lugar en la línea.

—¿Aceptaríais que se os confinara en un cajón? —Su voz sonaba rechinante, como una piedra al rozar el suelo helado—. ¿Pasar todo el día metidas dentro de un baúl y ser golpeadas cuando se os sacara de él y antes de volver a encerraros en su interior? —Eso era lo que le habían hecho a él.

—¡Sí! —gimió Elza, con el rostro pegado al suelo—. ¡Haré lo que sea necesario!

—Si es lo que quieres, sí —se las ingenió para contestar Erian, con voz temblorosa.

Las demás asintieron lentamente, dejando traslucir una expresión aterrada.

Min no salía de su asombro; apretó los puños dentro de los bolsillos de la chaqueta. Que él quisiera desquitarse haciéndoles pasar por lo mismo que él había pasado parecía casi lógico, pero tenía que impedirlo de algún modo. Lo conocía mejor que él mismo; sabía en qué era duro como el acero y en qué era vulnerable por mucho que lo negara. Jamás se perdonaría a sí mismo algo así. La ira crispaba su cara y sacudía la cabeza como solía hacer cuando discutía con esa voz que oía. Masculló una sola palabra que Min alcanzó a entender: ta’veren. Sorilea lo examinaba con tanta intensidad como Nesune. Ni siquiera la amenaza del baúl alteró a la Marrón. Con excepción de Elza, que seguía gimiendo y besando el suelo, las otras tenían los ojos desorbitados, como si se viesen a sí mismas dobladas y atadas como lo había estado él.

Entre el torrente de imágenes que se sucedían en torno a Rand y a las mujeres, de repente surgió un halo azul y amarillo, teñido de verde, que los abarcó a todos. Y Min supo su significado. Soltó una exclamación ahogada, entre sorprendida y aliviada.

—Te servirán, cada cual a su manera, Rand —se apresuró a comunicarle—. Lo he visto. —¿Que Sorilea le serviría? De pronto Min se preguntó qué significaría exactamente «a su manera». Las palabras surgían junto con el conocimiento, pero ella no siempre entendía su significado. No obstante, le servirían; de eso no cabía duda.

La ira abandonó el semblante de Rand mientras estudiaba en silencio a las Aes Sedai. Alguna que otra echó una ojeada a Min, enarcando una ceja, obviamente maravilladas de que unas pocas palabras suyas tuvieran tanto peso, pero la mayoría no apartó los ojos de Rand, sin apenas respirar. Hasta Elza levantó la cabeza para mirarlo. Sorilea lanzó una fugaz ojeada a Min e hizo un mínimo gesto de asentimiento. Aprobador, le pareció a la joven. Así pues, la vieja bruja sólo fingía que le daba igual una cosa que otra, ¿no? Finalmente, Rand habló.

—Podéis prestarme el mismo juramento que Kiruna y las otras. Es eso o volver a dondequiera que os hayan tenido retenidas las Sabias. No aceptaré otra cosa.

Cruzado de brazos, con aire impaciente, a pesar del indicio imperativo en su voz, parecía que tampoco a él le importaba. El juramento que exigía fue prestado de inmediato.

Min no esperaba objeciones después de su visión, pero aun así fue una sorpresa cuando Elza se apresuró a ponerse de rodillas y las otras se agacharon para hacer lo mismo. Pronunciándolo a la par, cinco Aes Sedai más juraron por la Luz y por su esperanza de salvación servir lealmente al Dragón Renacido hasta que la Última Batalla llegara y finalizara. Nesune pronunció las palabras como si las examinara de una en una; Sarene como si expusiera un principio de lógica; Elza, exhibiendo una gran sonrisa victoriosa. Cada una a su estilo, pero todas juraron. ¿Cuántas Aes Sedai reuniría alrededor?

Una vez prestado el juramento, Rand pareció perder interés.

—Encontradles ropas y que se unan con tus otras «aprendizas» —le dijo a Sorilea distraídamente. Tenía fruncido el entrecejo, pero no con ella ni por las Aes Sedai—. ¿Cuántas crees que acabarás teniendo?

Min casi dio un brinco al oír en sus labios la idea que se le acababa de ocurrir a ella.

—Las que sean necesarias —replicó secamente la Sabia—. Creo que acudirán más.

Dio una palmada, seguida de un gesto, y las cinco hermanas se incorporaron sin tardanza. Sólo Nesune pareció sorprenderse por la rapidez con que habían obedecido. Sorilea sonrió —una sonrisa muy complacida para provenir de una Aiel— y a Min no le pareció que se debiera a la obediencia de las otras mujeres.

Rand asintió con la cabeza y se dio media vuelta. Había empezado de nuevo a pasear y a fruncir el entrecejo por el tema de Elayne. Min volvió a sentarse en el sillón, deseando tener el libro de maese Fel para leer y el de otra persona para arrojárselo.

Sorilea condujo a las hermanas fuera de la sala, pero ya en la puerta se paró, sujetándola con la mano, y miró a Rand, que se alejaba hacia el trono dorado. Apretó los labios, pensativamente.

—Esa mujer, Cadsuane Melaidhrin, se encuentra bajo este techo hoy otra vez —dijo finalmente—. Me parece que cree que le tienes miedo, Rand al’Thor, por el modo en que la evitas.

Sin más, salió al pasillo. Durante unos largos segundos, Rand permaneció inmóvil, mirando el trono. Luego, bruscamente, se sacudió y recorrió la distancia que lo separaba del trono, de donde cogió la Corona de Espadas. A punto de ponérsela, sin embargo, vaciló y después la soltó de nuevo en el sillón. Se metió la chaqueta y dejó cetro y corona donde estaban.

—Me propongo descubrir qué pretende Cadsuane —anunció—. No viene a palacio a diario sólo porque le guste darse un paseo a través de la nieve. ¿Quieres acompañarme, Min? A lo mejor tienes una visión.

La joven se puso de pie más deprisa que las Aes Sedai antes. Una visita a Cadsuane sería tan placentera como una a Sorilea, pero cualquier cosa le parecía mejor que quedarse sentada allí, sola. Además, quizá sí tuviera una visión. Fedwin salió tras Rand y ella, con una expresión alerta en los ojos.

Las seis Doncellas que montaban guardia en el pasillo se levantaron, pero no los siguieron. Somara era la única a la que Min conocía; le sonrió brevemente a Min y le dedicó una mirada fría y desaprobadora a Rand. Las de las otras fueron fulminantes. Las Doncellas habían aceptado su explicación sobre la razón de que se hubiese marchado sin ellas, para que cualquiera que estuviese vigilándolo pensara que seguía en Cairhien el mayor tiempo posible, pero aun así exigían saber por qué no había enviado a buscarlas después, y para eso Rand no tenía respuesta. Él masculló algo entre dientes y apretó el paso de manera que Min tuvo que esforzarse para no quedarse atrás.

—Observa atentamente a Cadsuane, Min —le dijo—. Y tú también, Morr. Se trae entre manos alguna artimaña Aes Sedai, pero así me aspen si sé qué demonios es. Hay algo…

Min sintió como si un muro la golpeara por detrás; le pareció oír un estruendo ensordecedor, de algo enorme cayendo. Y entonces Rand le dio media vuelta —¿es que estaba tendida en el suelo?—, mirándola con una expresión de miedo que era la primera vez que veía en aquellos ojos azules como un amanecer. Sólo se borró al incorporarse ella, tosiendo. ¡El aire estaba cargado de polvo! Y entonces vio el corredor.

Las Doncellas habían desaparecido de delante de las puertas de Rand. Las propias puertas habían desaparecido, junto con la mayor parte de la pared, y un agujero irregular y enorme se abría en la pared contraria. Podía ver los aposentos claramente a pesar de la polvareda, completamente devastados. Enormes montones de escombros se apilaban por todas partes, y arriba, el techo se abría al cielo. La nieve caía sobre las llamas prendidas entre los escombros. Uno de los grandes postes del lecho sobresalía del suelo resquebrajado, ardiendo como una antorcha, y Min reparó en que podía ver todo el exterior hasta las altas torres, tras el velo de la nevada. Era como si un gigantesco martillo se hubiese descargado sobre el Palacio del Sol. Y si hubiesen estado ahí dentro, en lugar de ir a ver a Cadsuane… Min se estremeció.

—¿Qué…? —empezó, temblorosa la voz, pero después dejó la pregunta sin acabar. Cualquier necio podía ver qué había ocurrido—. ¿Quién? —inquirió, en cambio.

Cubiertos de polvo, con el cabello revuelto y las chaquetas desgarradas, los dos hombres parecían haber rodado por el corredor, y tal vez lo habían hecho. Min tenía la impresión de que se encontraban diez pasos más lejos de las puertas que antes. De donde habían estado las puertas. A lo lejos se alzaban gritos ansiosos que resonaban en los corredores. Ninguno de los hombres le contestó.

—¿Puedo confiar en ti, Morr? —preguntó Rand.

Fedwin lo miró a los ojos directamente.

—Como si en ello fuera vuestra vida, milord Dragón —respondió simplemente.

—Eso es precisamente lo que te confío —repuso Rand. Acarició la mejilla a Min y después se incorporó bruscamente—. Protégela con tu vida, Morr. —Dura como acero, su voz. Sombría como la muerte—. Si siguen en palacio, notarán que intentas abrir un acceso y te habrán machacado antes de que puedas acabar. No encauces a menos que sea preciso, pero estáte preparado. Llévala abajo, a las dependencias de la servidumbre, y mata a cualquiera que intente apoderarse de ella. ¡A cualquiera!

Tras dirigirle una última mirada —¡oh, Luz, en cualquier otro momento, Min habría pensado que podría morir feliz al ver aquella mirada en sus ojos!— salió corriendo, alejándose de la zona destruida. Alejándose de ella. Quienquiera que hubiese intentado matarlo, estaría rastreándolo ahora.

Morr le palmeó el brazo con la mano llena de polvo y le dirigió una sonrisa de niño.

—No te preocupes, Min. Yo cuidaré de ti.

Pero ¿quién cuidaría de Rand? Había preguntado si podía confiar en él a ese muchacho que fue uno de los primeros en acudir a su llamada, pidiendo aprender. Luz, ¿quién lo mantendría a salvo a él?


Rand giró en una esquina del pasillo y se paró, apoyando una mano en la pared, para asir la Fuente. Una estupidez, no querer que Min lo viera tambalearse cuando alguien intentaba matarlo, pero ¡así eran las cosas! Y no era simplemente cualquiera. Demandred, o quizás Asmodean, había vuelto finalmente. O tal vez los dos; había habido una singularidad, como si el tejido hubiese llegado de distintas direcciones. Había percibido el encauzamiento demasiado tarde para hacer nada. Podría haber muerto en sus aposentos. Estaba preparado para morir, pero no para que muriera Min. Ella no. Mejor que Elayne se encontrara lejos, volviéndose contra él. Sí, mejor para ella, pero ¡oh, Luz, cómo dolía!

Aferró la Fuente, y el saidin lo inundó de hielo candente y de fuego helador, de vida y dulzura, de inmundicia y muerte. Se le revolvió el estómago, y vio una doble imagen del pasillo. Durante un instante vislumbró un rostro, no con los ojos, sino en su mente: el de un hombre, rielante e irreconocible, que desapareció al punto. Flotó en el vacío, aislado y henchido de Poder.

«No ganarás —le dijo a Lews Therin—. Si muero, ¡moriré siendo yo!»

«Debí hacer que mi Ilyena se fuera —susurró Lews Therin—. Habría sobrevivido».

Rechazando firmemente la voz, se apartó de la pared y empezó a recorrer los corredores de palacio con el mayor sigilo posible, pisando sin hacer ruido, avanzando pegado a las paredes adornadas con tapices, rodeando arcones con incrustaciones de oro y vitrinas doradas que contenían delicadas porcelanas y estatuillas de marfil, escudriñando en derredor en busca de sus atacantes. No se darían por satisfechos hasta dar con su cadáver, pero se acercarían precavidamente a sus aposentos por si acaso había sobrevivido merced a un golpe de suerte ta’veren. Esperarían, para ver si se movía dando señales de vida. Dentro del vacío estaba fundido en uno con el Poder hasta donde un ser humano podía hacerlo sin perecer. Dentro del vacío, al igual que con una espada, era uno con su entorno.

Gritos frenéticos y tumulto resonaban en todas direcciones, algunas voces clamando saber qué ocurría, otras chillando que el Dragón Renacido se había vuelto loco. El puñado de sensaciones y frustración dentro de su cabeza que era Alanna le procuró un pequeño consuelo. La mujer se encontraba fuera de palacio, como lo había estado toda la mañana, tal vez incluso fuera de las murallas de la ciudad. Ojalá Min también hubiera estado ausente. A veces veía hombres y mujeres, sirvientes de uniforme negro en su mayor parte, corriendo por uno u otro pasillo, tropezando y cayendo y levantándose de nuevo para reanudar la carrera. Ellos no lo vieron. Con el Poder hinchiéndolo podía oír cada susurro, incluido el de botas flexibles trotando ligeramente.

Se pegó contra la pared, junto a una larga mesa sobre la que reposaban piezas de porcelana, tejió rápidamente Fuego y Aire alrededor y permaneció completamente inmóvil envuelto en Luz Plegada.

Las Doncellas aparecieron, un tropel, velados los rostros, y pasaron a su lado sin verlo. Hacia sus aposentos. No podía permitir que lo acompañaran; lo había prometido, pero dejarlas combatir, no que las masacraran. Cuando encontrara a Demandred y a Asmodean, lo único que las Doncellas podrían hacer era morir, y él ya tenía otros cinco nombres que aprender y añadir a su lista. Somara, de los Daryne de Pico Corvo, ya estaba incluida en ella. Una promesa que no tuvo más remedio que hacer; una promesa que estaba obligado a cumplir. ¡Sólo por esa promesa merecía la muerte!

«A las águilas y a las mujeres sólo se las puede mantener a salvo dentro de una jaula», dijo Lews Therin, como citando textualmente, y entonces, de repente, rompió a llorar mientras la última Doncella se perdía de vista.

Rand siguió avanzando, desplazándose adelante y atrás por el palacio en arcos que lo alejaban lentamente de sus aposentos. La Luz Plegada requería una mínima cantidad de Poder —tan insignificante que ningún hombre habría percibido el uso del saidin a menos que se diese de bruces con él— y Rand la utilizaba cada vez que parecía que alguien estaba a punto de verlo. Sus atacantes no habían arremetido contra sus aposentos confiando en que se encontrara allí por azar. Tenía que haber espías en palacio. Tal vez había sido el efecto ta’veren lo que lo había impulsado a salir de sus habitaciones, si es que un ta’veren podía influir sobre sí mismo, o tal vez sólo fue casualidad, pero quizás el efecto de atracción que ejercía en el Entramado tiraría de sus atacantes hacia él, poniéndolos a su alcance cuando aún lo creyeran muerto o herido. Esa idea hizo que Lews Therin soltara una risita. Rand casi podía sentir al hombre frotándose las manos ante la perspectiva.

Tuvo que esconderse tras el tejido del Poder en otras tres ocasiones, al paso de Doncellas veladas, y una vez cuando vio a Cadsuane avanzando a buen paso corredor adelante, con nada menos que seis Aes Sedai pisándole los talones, a ninguna de las cuales reconoció. Parecía estar a la caza. No es que tuviese exactamente miedo de la hermana de cabello gris. ¡No, pues claro que no! No obstante, aguardó a que ella y sus compañeras se hubieran perdido de vista antes de soltar el tejido que lo ocultaba. A Lews Therin no le hizo reír Cadsuane. Se quedó callado como una tumba hasta que la mujer desapareció.

Rand se apartó de la pared; una puerta que había justo a su derecha se abrió de repente y Ailil asomó la cabeza. Rand ignoraba que se encontraba cerca de su habitación. Detrás de ella se encontraba una mujer de tez oscura, con gruesos aros de oro en las orejas y una cadena llena de medallones que unía uno de los pendientes con el aro de la nariz: Shalon, Detectora de Vientos de Harine din Togara, la embajadora Atha’an Miere que se había trasladado a palacio con su comitiva casi en el mismo momento en que Meara le había informado a él del acuerdo. Y estaba reunida con una mujer que quizá deseaba que muriera. Los ojos de las dos se desorbitaron al verlo.

Actuó con tanta delicadeza como le fue posible, pero tenía que actuar con rapidez. Unos segundos después de que se hubiese abierto la puerta, estaba metiendo a empujones a Ailil debajo de la cama, junto a Shalon. Quizá no tenían nada que ver con lo ocurrido. Tal vez. Más valía tomar precauciones que lamentarlo después. Asestándole miradas furibundas por encima de las bocas amordazadas con unos pañuelos de Ailil, las dos mujeres forcejearon contra las ataduras hechas de la sábana rasgada en tiras con las que les había atado muñecas y tobillos. El escudo que ató sobre Shalon aguantaría un día o dos hasta que el nudo se deshiciera, pero alguien las encontraría antes y cortaría las otras ataduras.

Preocupado por lo del escudo, Rand abrió la puerta una rendija para echar una ojeada fuera, y luego salió apresuradamente al desierto pasillo. No había podido dejar a la Detectora de Vientos libre para encauzar, pero escudar a una mujer requería mucho más que una pizca de Poder. Si uno de sus atacantes se encontraba lo bastante cerca… Sin embargo, tampoco vio a nadie en los pasillos transversales que cruzó.

Cincuenta pasos más allá de la habitación de Ailil el corredor desembocaba en una galería abierta, de mármol azul y con una ancha escalinata en cada extremo, que se abría en un salón cuadrado, de techo abovedado, y con otra especie de galería en el lado opuesto. Tapices de diez pasos colgaban en las paredes, recreando pájaros en vuelo y motivos al estilo severo de Cairhien. Abajo, Dashiva miraba en derredor mientras se lamía los labios con incertidumbre. ¡Gedwyn y Rochaid se encontraban con él! Lews Therin farfulló sobre matar.

—Te repito que yo no he sentido nada —estaba diciendo Gedwyn—. ¡Ha muerto!

Entonces Dashiva vio a Rand, en lo alto de la escalinata.

La única advertencia que tuvo fue el repentino gruñido que crispó el rostro de Dashiva. Éste encauzó y, sin tiempo para pensar, Rand tejió… no supo qué, como le ocurría tan a menudo; algo extraído de los recuerdos de Lews Therin. Ni siquiera estaba seguro de ser él el que creaba totalmente el tejido o si Lews Therin aferraba el saidin. Aire, Fuego y Tierra se entrelazaron alrededor sin más. El fuego que salió de Dashiva estalló, destrozando mármol y lanzando a Rand por el aire, hacia el pasillo, rebotando y rodando dentro de la envoltura protectora, esa barrera que impediría el paso de cualquier cosa con excepción del fuego compacto. Incluido el aire.

Rand soltó el tejido, falto de aliento, mientras resbalaba sobre el suelo, con el estampido de las explosiones resonando todavía en sus oídos, el polvo flotando en el aire y fragmentos de mármol lloviéndole encima. Sin embargo, más que para poder respirar, soltó el tejido porque lo que podía mantener fuera al Poder también le impedía salir. Antes de que acabara de deslizarse por el pasillo, encauzó Fuego y Aire, pero tejidos de un modo muy distinto a como había hecho para la Luz Plegada. De su mano izquierda salieron disparados finísimos flujos rojos que se abrieron en abanico a medida que atravesaban los muros que se interponían entre él y el lugar donde Dashiva y los otros habían estado de pie. De su mano derecha salieron bolas ígneas, Fuego y Aire, en una sucesión vertiginosa, demasiado deprisa para poder contarlas, y traspasaron la piedra antes de estallar en la sala central. Un ininterrumpido y ensordecedor fragor hizo temblar el palacio. El polvo que había caído volvió a alzarse en el aire, y los fragmentos de piedra saltaron a lo alto.

Casi de inmediato, sin embargo, Rand se encontraba de pie y corría, de vuelta hacia las habitaciones de Ailil. El hombre que atacaba y se quedaba en el mismo sitio estaba pidiendo que lo mataran. Él estaba dispuesto a morir, pero todavía no. Tirantes los labios en un gruñido mudo, corrió por otro pasillo y bajó por una estrecha escalera de la servidumbre que lo llevó al piso inferior.

Se encaminó con precaución hacía el lugar donde había visto a Dashiva, listo para lanzar tejidos mortíferos en una fracción de segundo.

«Debí matarlos a todos al principio —jadeó Lews Therin—. ¡Debí matarlos a todos!»

Rand dejó que bramara de rabia sin hacerle caso.

El amplio vestíbulo parecía haber sido arrasado con fuego. De los tapices sólo quedaban fragmentos calcinados que aún eran pasto de las llamas, y el suelo y las paredes presentaban agujeros de un metro de diámetro. La escalinata en la que había estado Rand terminaba bruscamente a mitad de camino, diez metros por encima del vestíbulo. De los tres hombres no había señal. No podían haberse consumido por completo; tendrían que quedar restos.

Un criado con uniforme negro asomó cautelosamente la cabeza desde una pequeña puerta que había junto a la escalinata del lado contrario. Al ver a Rand, los ojos se le pusieron en blanco y se desplomó en el suelo, desmayado por la impresión. Una criada se asomó por un corredor, se remangó la falda y echó a correr por donde había venido al tiempo que chillaba a pleno pulmón que el Dragón Renacido estaba matando a todos los que se encontraban en palacio.

Rand abandonó el vestíbulo, torciendo el gesto. Se le daba muy bien asustar a la gente que no podía hacerle daño. Y desatar la destrucción.

«Destruir o ser destruido —rió Lews Therin—. Cuando es la única opción que se tiene, ¿qué diferencia hay entre lo uno o lo otro?»

En algún lugar de palacio, un hombre encauzó suficiente Poder para hacer un acceso. ¿Dashiva y los otros, dándose a la fuga? ¿O querían que pensara eso?

Recorrió los pasillos de palacio, sin molestarse ya en ocultarse. Cosa que todo el mundo parecía haber hecho. Los pocos criados que vio huyeron gritando. Corredor tras corredor, rastreó su presa, lleno a reventar de saidin, de un torrente de fuego y hielo que intentaba aniquilarlo como lo había intentado Dashiva, de un raudal de infección que se arrastraba abriéndose paso hasta su alma. No necesitaba la risa demente y los desvaríos de Lews Therin para estar colmado del ansia de matar.

Atisbó fugazmente una chaqueta negra y su mano descargó fuego que estalló arrancando la esquina donde se cruzaban los dos pasillos. Rand dejó que el flujo del tejido decreciera, pero no lo soltó. ¿Lo habría matado?

—¡Milord Dragón! —gritó una voz, al otro lado del recodo destrozado—. ¡Soy yo, Narishma! ¡Y Flinn!

—No te reconocí —mintió Rand—. Venid aquí.

—Creo que quizás estéis muy arrebatado —contestó la voz de Flinn—. Me parece que deberíamos esperar a que los ánimos se calmasen.

—Sí —dijo lentamente Rand. ¿De verdad había intentado matar a Narishma? No creía que pudiera poner como excusa a Lews Therin—. Sí, tal vez sea lo mejor. Durante un rato más.

No hubo respuesta. ¿Se oían pasos retirándose? Se obligó a bajar las manos y giró hacia la dirección contraria.

Buscó por palacio durante horas sin encontrar señales de Dashiva y los otros. Por los corredores y los grandes salones, incluso en las cocinas, no había ni un alma. No encontró nada ni descubrió nada. No. Comprendió que había averiguado algo: la confianza era un cuchillo, y su empuñadura era tan afilada como su hoja.

Y con ese conocimiento llegó el dolor.


El pequeño cuarto con los muros de piedra se hallaba a gran profundidad bajo el Palacio del Sol, y se estaba caliente a pesar de que no había chimenea, pero Min sintió frío. Tres lámparas doradas, colocadas sobre la pequeña mesa, daban luz de sobra. Rand había dicho que desde allí podría sacarla aun en el caso de que alguien intentara arrasar el palacio hasta sus cimientos. Por el tono de su voz, no hablaba en broma.

Sosteniendo la corona de Illian en el regazo, contempló a Rand, que observaba detenidamente a Fedwin. Al ceñir las manos sobre la corona, las aflojó de inmediato cuando sintió los pinchazos de las minúsculas espadas escondidas entre las hojas de laurel. Qué curioso que la corona y el cetro hubiesen salido indemnes cuando el Trono del Dragón no era más que un montón de astillas doradas, enterradas entre cascotes. Una gran bolsa de cuero al lado de su silla, con el talabarte y la espada envainada de Rand recostadas contra ella, contenía todo lo que él había conseguido rescatar de los montones de escombros. Elecciones extrañas en su mayor parte, a su juicio.

«Redomada idiota —pensó—. No pensar en lo que tienes delante de las narices no hará que desaparezca».

Rand estaba sentado en el suelo de piedra, con las piernas cruzadas, todavía rebozado de polvo y lleno de arañazos, con la chaqueta desgarrada. Su rostro parecía tallado, contemplando fijamente, sin pestañear siquiera, a Fedwin. El chico también estaba sentado en el suelo, con las piernas extendidas en un ángulo abierto. Mordiéndose la punta de la lengua, Fedwin se hallaba concentrado en construir una torre con bloques de madera. Min tragó saliva con esfuerzo.

Todavía recordaba el horror experimentado cuando se dio cuenta de que el chico que la «guardaba» tenía ahora la mente de un niño pequeño. Tampoco se había borrado la sensación de tristeza —¡Luz, sólo era un muchacho! ¡No era justo!—, pero esperaba que Rand lo mantuviera aún escudado. No había resultado fácil convencer a Fedwin de que jugase con aquellos bloques de madera en lugar de arrancar piedras de los muros, utilizando el Poder, a fin de construir «una gran torre para mantenerte a salvo dentro». Y entonces fue ella la que se ocupó de vigilarlo hasta que Rand llegó. Oh, Luz, qué ganas de llorar tenía. Por Rand más aún que por Fedwin.

—Os resguardasteis en las profundidades, al parecer.

La profunda voz no había acabado de hablar desde el umbral de la puerta cuando Rand ya estaba de pie, haciendo frente a Mazrim Taim. Como siempre, el hombre de nariz ganchuda vestía una chaqueta negra con dragones azules y dorados ascendiendo en espiral por las mangas. A diferencia de los otros Asha’man, no llevaba los alfileres de la espada y el dragón prendidos en el cuello de la prenda. Su semblante era casi tan inexpresivo como el de Rand, quien, mientras contemplaba fijamente a Taim pareció rechinar los dientes. Min sacó subrepticiamente una daga de su manga. Igual de numerosas eran las imágenes y los halos que surgían en torno a un hombre y a otro, pero no fue una visión la que la había puesto repentinamente alerta. Ya había visto antes a un hombre intentando decidir si matar o no a otro, y eso era exactamente lo que veía ahora.

—¿Vienes aquí aferrando el saidin, Taim? —inquirió Rand, con demasiada suavidad. El otro hombre extendió las manos y Rand añadió—: Eso está mejor. —Sin embargo, no se relajó.

—Una mera precaución para no acabar alanceado por accidente comentó Taim—, en mi camino hacia aquí a través de corredores abarrotados de esas Aiel. Parecen muy alteradas. —Sus ojos no se apartaron de Rand un solo instante, pero a Min no le cabía duda de que la había visto tocando la daga—. Muy comprensible, por supuesto —continuó suavemente—. Me faltan palabras para expresar la alegría de encontraros vivo después de ver lo que hay ahí arriba. Vine para informar sobre unos desertores. Normalmente, no me habría molestado en hacerlo, pero se trata de Gedwyn, Rochaid, Torval y Kisman. Por lo visto, estaban descontentos con los acontecimientos de Altara, pero jamás imaginé que llegarían tan lejos. No he visto a ninguno de los hombres que dejé con vos. —Sus ojos se desviaron fugazmente hacia Fedwin, sólo una fracción de segundo—. ¿Ha habido otras… bajas? Me llevaré a éste, si queréis.

—Les dije que se mantuvieran fuera de la vista —replicó Rand con voz dura—. Y yo me ocuparé de Fedwin. Fedwin Morr, Taim, no «éste».

Entonces se volvió hacia la pequeña mesa para coger la copa de plata que había entre las lámparas. Min contuvo el aliento.

—La Zahorí de mi pueblo podía curar cualquier cosa —dijo Rand mientras se arrodillaba junto a Fedwin. De algún modo, se las arregló para sonreír al muchacho sin apartar la vista de Taim. Fedwin respondió con otra sonrisa, alegre, e intentó coger la copa, pero Rand la sostuvo para que bebiera—. Sabe más sobre hierbas medicinales que cualquier persona que conozco. Aprendí algo de ella, cuáles son peligrosas y cuáles no. —Fedwin suspiró mientras Rand retiraba la copa y recostaba al muchacho contra su pecho—. Duerme, Fedwin —murmuró.

Pareció que el muchacho se estaba durmiendo. Sus ojos se cerraron. Su pecho subió y bajó más despacio. Y más. Hasta que se paró. La sonrisa no se borró de sus labios.

—Una pizca de algo en el vino —musitó Rand mientras tumbaba a Fedwin en el suelo.

A Min le ardían los ojos, pero no iba a llorar. ¡No iba a llorar!

—Sois más duro de lo que creía —masculló Taim.

Rand le sonrió; era una mueca dura, feroz.

—Añade el nombre de Corlan Dashiva a tu lista de desertores, Taim. La próxima vez que visite la Torre Negra, espero ver su cabeza colgando en tu famoso Árbol de los Traidores.

—¿Dashiva? —gruñó Taim, los ojos muy abiertos por la sorpresa—. Se hará como decís. Cuando visitéis la Torre Negra —añadió, recobrándose con sorprendente rapidez, todo él roca pulida y aplomo de nuevo.

Con qué ansia deseó Min poder interpretar las visiones que se le ofrecían de ese hombre.

—Regresa a la Torre Negra y no vuelvas aquí. —Rand se levantó y se giró de cara al otro hombre, por encima del cadáver de Fedwin—. Es posible que me traslade a otro lugar durante un tiempo.

—Como ordenéis. —La reverencia de Taim fue minúscula.

Cuando la puerta se cerró tras él Min soltó un profundo suspiro.

—No tiene sentido perder tiempo y no hay tiempo que perder —murmuró Rand. Se arrodilló ante ella, cogió la corona y la guardó con las otras cosas en la bolsa de cuero—. Min, creía que yo era la jauría entera, dando caza a un lobo tras otro, pero al parecer el lobo soy yo.

—Maldita sea, Rand —exclamó Min; lo agarró del pelo y lo miró a los ojos, ora azules, ora grises, un cielo justo antes de amanecer. Y secos—. Puedes llorar, Rand al’Thor. ¡No te ablandarás porque llores!

—Tampoco tengo tiempo para las lágrimas, Min —respondió en voz queda—. A veces, los sabuesos alcanzan al lobo y desean no haberlo hecho. A veces, el lobo se revuelve contra ellos o los espera emboscado. Pero antes, el lobo tiene que huir.

—¿Cuándo nos vamos? —preguntó. No le soltó el pelo. No pensaba soltarse de él nunca. Jamás.

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