Sentada detrás de su escritorio dorado, Elaida toqueteaba una talla de mármol oscurecido por los años que representaba un extraño pájaro, con un pico tan largo como el cuerpo, y escuchaba con cierta sorna a las seis mujeres que estaban de pie al otro lado del escritorio. Asentadas de sus respectivos Ajahs, se miraban de reojo malhumoradas, apoyaban ora un pie ora otro en la alfombra de vivos colores que cubría gran parte de las baldosas rojizas, ajustaban los chales de manera que los flecos de colores se mecían y, en general, actuaban y hablaban como una pandilla de sirvientas malhumoradas que quisieran tener el valor suficiente para arremeter una contra otra delante de su señora. Una capa de escarcha cubría los cristales de las ventanas, de manera que era imposible ver la nieve arremolinándose en el exterior, aunque a veces el viento aullaba con gélida violencia. Elaida se sentía muy a gusto, sin pizca de frío, y no sólo por los gruesos leños que ardían en el hogar de mármol blanco. Tanto si esas mujeres lo sabían como si no —bueno, Duhara sí lo sabía, indudablemente, y quizá las otras también—, era su señora. El ornamentado reloj dorado, hecho por encargo de Cemaile siglos atrás, desgranaba los segundos. El sueño desvanecido de Cemaile se haría realidad: la Torre recobraría su gloria. Y lo haría firmemente, en las capaces manos de Elaida do Avriny a’Roihan.
—Jamás se ha encontrado un ter’angreal que pueda «controlar» el encauzamiento de una mujer —estaba diciendo Velina en una voz fría y precisa, pero con un timbre casi infantilmente agudo, una voz que contrastaba poderosamente con su nariz aguileña y sus penetrantes y rasgados ojos. Era la portavoz del Ajah Blanco, y era el prototipo de la hermana Blanca en todo, salvo en su fiera apariencia. El vestido sencillo y níveo parecía severo y rígido—. Y muy pocos los hallados que realicen la misma función. En consecuencia, lógicamente, si se encontrara un ter’angreal de ese tipo, o más de uno, por improbable que sea, no habría suficientes para controlar a más de dos o tres mujeres, como mucho. Ello nos lleva a deducir que los informes sobre tales seanchan son exageradísimos. Si existen mujeres «atadas con correas», entonces no pueden encauzar. Obviamente no. No niego que esas gentes dominen Ebou Dar y Amador y tal vez más lugares, pero evidentemente son una invención de Rand al’Thor, quizás a fin de atemorizar a la gente para que se una a él. Como ese Profeta suyo. Es simple lógica.
—Me alegra que al menos no niegues lo de Ebou Dar y Amador, Velina —dijo secamente Shevan. Y podía ser realmente seca cuando se lo proponía. Tan alta como la mayoría de los hombres, además de delgada en extremo, la Asentada Marrón tenía la cara angulosa y la barbilla larga, rasgos que no mejoraba el ondulado cabello. Con sus huesudos dedos se arregló el chal y alisó la falda de seda color oro viejo; su voz adquirió un tono mordaz—. Me produce incomodidad hablar de lo que puede o no puede ser. Por ejemplo, no hace mucho tiempo, todas «sabíamos» que únicamente un escudo tejido por una hermana podía impedir encauzar a una mujer. Entonces aparece una simple hierba, la horcaria, y resulta que cualquiera puede preparar una infusión que te deja tan incapacitada como una piedra para encauzar durante horas. Útil con espontáneas rebeldes o en casos semejantes, supongo, pero una desagradable sorpresa para las que piensan que lo saben todo, ¿eh? Quizá lo siguiente es que alguien aprende a hacer ter’angreal otra vez.
Elaida apretó la boca. No se preocupaba por cosas imposibles, y si ninguna hermana había logrado descubrir de nuevo la creación de los ter’angreal durante tres mil años, nadie lo lograría, y con eso estaba todo dicho. Lo que la irritaba era que la información se filtrara entre sus dedos cuando quería tenerla más amarrada. A pesar de todos sus esfuerzos, hasta la última iniciada de la Torre estaba enterada de lo de la horcaria. A nadie le gustaba ni pizca saberlo. A nadie le hacía gracia descubrir de repente que era vulnerable a cualquiera con ciertos conocimientos sobre hierbas y un poco de agua caliente. Esa certeza era peor que el veneno, como bien claro lo habían dejado las Asentadas.
Al oír mencionar la hierba, los ojos grandes y oscuros de Duhara traslucieron inquietud en su rostro cobrizo, y la mujer adoptó una postura más envarada que de costumbre, con las manos prietas sobre la falda de color rojo tan oscuro que casi parecía negro. De hecho, Sedore tragó saliva, y sus dedos se crisparon sobre la carpeta de cuero repujado que Elaida le había entregado, aunque la carirredonda hermana Amarilla por lo general se comportaba con fría elegancia. ¡Andaya tembló! Incluso se ciñó convulsivamente con el chal de flecos grises.
Elaida se preguntó qué harían si se enteraran de que los Asha’man habían descubierto el olvidado Talento del Viaje. Tal como estaban las cosas, apenas si eran capaces de hablar sobre esos hombres. Por lo menos había conseguido que esa información la conociera sólo un puñado de hermanas.
—Creo que lo mejor sería que nos preocupáramos exclusivamente de las cosas que tenemos como ciertas, ¿no os parece? —dijo Andaya con firmeza, recobrado de nuevo el autocontrol. Su cabello castaño claro, cepillado hasta hacerlo brillar, colgaba en ondas por su espalda. Aunque su vestido azul con pliegues plateados era de estilo andoreño, la mujer todavía conservaba un fuerte acento tarabonés. A pesar de tener una constitución ni demasiado pequeña ni demasiado delgada, de algún modo a Elaida siempre le recordaba un gorrión a punto de empezar a dar saltitos en la rama. Y si a primera vista no parecía la persona indicada para llevar a cabo negociaciones, su fama como mediadora era bien merecida. Dirigió una sonrisa muy poco agradable a las otras, y hasta ese gesto reforzó su apariencia de gorrión. Tal vez se debía al modo de ladear la cabeza—. Las conjeturas inútiles son una pérdida de tiempo. El destino del mundo pende de un hilo y, en lo que a mí respecta, no quisiera malgastar horas valiosas chachareando sobre supuesta lógica o de lo que es de sobra sabido por cualquier necio y novicia. ¿Alguien tiene que decir algo que sea útil?
Para ser un gorrión, podía dar una mordacidad considerable a sus palabras. El semblante de Velina enrojeció, y el de Shevan se tornó sombrío. Rubinde torció los labios al mirar a la Gris; quizá su intención era sonreír, pero lo que consiguió fue esbozar una mueca retorcida. De cabello negro como el carbón y los ojos tan azules como zafiros, por lo general la mayeniense daba la impresión de que se proponía caminar a través de una pared de piedra, y ahora, puesta en jarras, parecía lista para atravesar no una, sino dos.
—Nos hemos ocupado de todo lo que podemos por el momento, Andaya. O de casi todo, en cualquier caso. Las rebeldes están inmovilizadas por la nieve en Murandy, y les daremos un invierno lo bastante caliente como para que en primavera vengan arrastrándose para pedir perdón y someterse a la penitencia que merecen. De Tear nos ocuparemos tan pronto como encontremos dónde se ha metido el Gran Señor Darlin, y de Cairhien, una vez que saquemos de sus escondrijos a Caraline Damodred y a Toram Riatin. Al’Thor tiene la corona de Illian por el momento, pero eso está en vías de solución. Así que, a menos que tengas un plan para reducir al hombre y traerlo a la Torre o para hacer desaparecer a esos supuestos Asha’man, hay asuntos de mi Ajah que he de atender.
Andaya se irguió, obviamente encrespada. En realidad, Duhara estrechó los ojos; se la llevaban los demonios cada vez que se hablaba de hombres que encauzaban. Shevan chasqueó la lengua como si estuviese ante unas niñas peleándose —aunque parecía que la complacía verlo— y Velina frunció el entrecejo al considerar, por alguna razón, que lo había hecho por ella. La situación resultaba divertida, pero empezaba a írseles de las manos.
—Los asuntos de los Ajahs son importantes, hijas. —Elaida no alzó la voz, pero todas las cabezas giraron hacia ella. Puso la figurilla de marfil junto a las otras de su colección, en el cofrecillo adornado con rosas y volutas doradas, ajustó la posición de la escribanía y de la caja de correspondencia, de manera que los tres objetos lacados quedaron perfectamente alineados en la mesa, y una vez que el silencio fue absoluto, continuó—. Sin embargo, los asuntos de la Torre lo son más. Confío en que llevéis a cabo mis decretos sin demora. Aprecio demasiada indolencia en la Torre. Me temo que Silviana puede encontrarse muy atareada si las cosas no se arreglan pronto. —No expresó más amenazas; se limitó a sonreír.
—Como ordenéis, madre —murmuraron seis voces no tan firmes como sus propietarias habrían deseado. Incluso el semblante de Duhara tenía una palidez evidente cuando hizo la reverencia. Dos Asentadas habían sido destituidas del cargo, y media docena había realizado durante días el servicio de Trabajos Domésticos como castigo, lo que era bastante humillante de por sí en su posición, sin añadir la Mortificación del Espíritu; Shevan y Sedore tenían apretados los labios, demasiado fresco el recuerdo de fregar suelos y trabajar en la lavandería, pero ninguna había sido enviada ante Silviana para la Mortificación de la Carne. Y ninguna quería que la enviaran. La Maestra de Novicias recibía dos o tres visitas a la semana de hermanas a las que había castigado su Ajah o que se habían impuesto una penalización ellas mismas, por dolorosa que fuera, una dosis de correa acababa mucho antes que rastrillar paseos del jardín durante un mes, pero Silviana mostraba bastante menos clemencia con las hermanas que con las novicias o las Aceptadas a su cargo. Más de una hermana se había pasado unos cuantos días preguntándose si un mes manejando un rastrillo no habría sido preferible, después de todo.
Se escabulleron hacia la puerta, ansiosas por salir. Asentadas o no, nadie pondría los pies en ese piso alto de la Torre sin ser convocado personalmente por Elaida. Toqueteando su estola de rayas, Elaida acentuó la sonrisa, que se tornó complacida. Sí, era la señora de la Torre Blanca. Como le correspondía a la Sede Amyrlin.
Antes de que el grupo de Asentadas llegara a la puerta, la hoja izquierda se abrió y dio paso a Alviarin; la blanca estola de Guardiana casi pasaba inadvertida con el níveo vestido de seda, que hacía parecer sucio el de Velina en comparación.
Elaida sintió que su sonrisa se torcía y empezaba a borrarse de su rostro. Alviarin llevaba una única hoja de papel en su esbelta mano. Era extraño en lo que una se fijaba en un momento así. La mujer había estado ausente casi dos semanas, desapareciendo de la Torre sin decir nada ni dejar una nota, y nadie la había visto siquiera marcharse; Elaida había empezado a albergar vanas ilusiones, imaginando a la Blanca tendida en un ventisquero o arrastrada por las aguas de un río, debajo de una capa de hielo.
Las seis Asentadas se frenaron de golpe, indecisas, cuando Alviarin no se apartó del umbral. Ni siquiera una Guardiana con la influencia de la Blanca obstruía el paso a las Asentadas. No obstante, Velina, por lo general la mujer más dueña de sí misma de toda la Torre, se encogió por alguna razón. Alviarin miró primero a Elaida, con frialdad, después estudió a las Asentadas un momento, y lo entendió todo.
—Creo que deberías dejarme eso a mí —le dijo a Sedore en un tono sólo una fracción más cálido que la nieve del exterior—. A la madre le gusta considerar cuidadosamente sus decretos, como sabes. No sería la primera vez que cambia de opinión después de haberlos firmado.
Tendió la esbelta mano y Sedore, cuya arrogancia era notable incluso entre las Amarillas, apenas vaciló antes de entregarle la carpeta de cuero.
Elaida rechinó los dientes de rabia. Sedore había detestado pasar cinco días con los brazos metidos hasta los codos en agua caliente y fregando suelos, pero encontraría algo menos cómodo para ella la próxima vez. Quizá, después de todo, una visita a Silviana. ¡Incluso limpiar pozos negros!
Alviarin se apartó a un lado sin decir palabra y las Asentadas salieron ajustándose chales, murmurando entre dientes, recuperando la dignidad de la Antecámara. La Guardiana cerró enérgicamente la puerta a sus espaldas y se encaminó hacia Elaida al tiempo que hojeaba los papeles guardados en la carpeta, los decretos que había firmado confiando en que Alviarin estuviera muerta. Por supuesto, no lo había dejado todo a la esperanza. No había hablado con Seaine, por si acaso alguien la veía y se lo contaba a Alviarin cuando regresara, pero indudablemente Seaine estaba actuando según las instrucciones, siguiendo el camino de la traición que irremediablemente la llevaría hasta Alviarin Freidhen. Pero realmente había tenido esperanzas. ¡Oh, sí, cómo había esperado que se cumplieran sus vanas ilusiones!
—Esto puede tramitarse, supongo —murmuró para sí Alviarin mientras revolvía la carpeta—. Pero esto no. Ni esto. ¡Y, por supuesto, esto ni pensarlo! —Arrugó un decreto, firmado y sellado por la Sede Amyrlin, y lo tiró al suelo con desdén. Se detuvo junto al sillón dorado de Elaida, cuyo alto respaldo estaba rematado con la Llama de Tar Valon hecha en piedras de la luna incrustadas, y soltó bruscamente la carpeta y la hoja que había llevado sobre el escritorio. Después abofeteó a Elaida tan fuerte que ésta vio motitas negras.
»Creía que habíamos dejado esto bien claro, Elaida. —La voz de la monstruosa mujer hacía que la ventisca del exterior pareciera cálida—. Sé cómo salvar a la Torre de tus errores garrafales, pero no permitiré que cometas otros a mi espalda. Si persistes en esta actitud, ¡ten por seguro que haré que se te destituya, se te neutralice y se te haga aullar bajo la vara delante de todas las iniciadas e incluso de toda la servidumbre!
No sin esfuerzo, Elaida logró no llevarse la mano a la mejilla. No necesitaba un espejo para saber que la tenía enrojecida. Debía ser prudente. Seaine no había encontrado nada todavía, o en caso contrario habría acudido al despacho. Alviarin podía abrir la boca y revelar a la Antecámara todo el desastroso secuestro del chico al’Thor. Podía conseguir que la destituyeran, la neutralizaran y la varearan sólo con eso, pero la Blanca tenía otra cuerda en su arco. Toveine Gazal conducía a cincuenta hermanas y doscientos hombres de la Guardia de la Torre contra la Torre Negra que, en el momento de dar la orden, Elaida había estado convencida de que sólo albergaba dos o tres varones capaces de encauzar. Con todo, y aunque fuesen cientos —¡cientos!; bajo la fría mirada de Alviarin, esa idea todavía le revolvía el estómago—, aun siendo cientos de esos Asha’man, tenía esperanzas en la misión de Toveine. Había tenido la Predicción que la Torre Negra sería arrasada con fuego y sangre y que las hermanas caminarían por su recinto. A buen seguro, eso significaba que, de algún modo, Toveine triunfaría. Más aún, el resto de la Predicción le había revelado que la Torre recobraría toda su antigua gloria bajo su dirección y que al propio al’Thor le daría pavor su ira. Alviarin había oído las palabras saliendo de su boca cuando la Predicción se apoderó de ella. Pero no lo había recordado después, cuando empezó a hacerle chantaje, no había comprendido su propia perdición. ¡Lo pagaría con creces! Pero debía tener paciencia. Por ahora.
Sin intentar siquiera disimular su desdén, Alviarin apartó a un lado la carpeta y colocó la hoja suelta delante de Elaida. A continuación abrió la escribanía verde y dorada, mojó la pluma de Elaida en el tintero y se la tendió bruscamente.
—Firma.
Elaida cogió la pluma preguntándose en qué locura plasmaría su nombre esta vez. ¿Otro incremento de la Guardia de la Torre, cuando las rebeldes serían aplastadas antes de que los soldados fueran de utilidad? ¿Otro intento de hacer que los Ajahs revelaran públicamente qué hermana dirigía cada uno de ellos? ¡Eso sí que se había estrellado por su propio peso! Leyó rápidamente la hoja y, a medida que lo hacía, sintió un nudo en el estómago que crecía conforme avanzaba en la lectura. Dar a cada Ajah autoridad absoluta sobre cualquier hermana que se encontrara en su área, sin importar a qué Ajah perteneciera, había sido la peor barbaridad hasta ese momento —¿de qué modo podía salvar a la Torre cortar en pedazos su propia estructura?—, pero ¡esto!
«Sepa el mundo que Rand al’Thor es el Dragón Renacido. Sepa el mundo que es un varón que puede tocar el Poder Único. Hombres así han sido y son competencia de la Torre, que ha ejercido esa potestad desde tiempos inmemoriales. Al Dragón Renacido se le garantiza la protección de la Torre, pero aquellos que intenten una aproximación a él sin la mediación de la Torre son convictos de traición contra la Luz, y se pronuncia anatema contra ellos ahora y para siempre. El mundo puede descansar tranquilo sabiendo que la Torre Blanca guiará sin peligro al Dragón Renacido a la Última Batalla y al inevitable triunfo».
Aturdida, añadió «de la Luz» a continuación de «triunfo» de manera automática, pero entonces su mano se quedó paralizada. Que se reconociera públicamente a Rand al’Thor como el Dragón Renacido, pase, puesto que lo era, y ello quizás indujera a muchos a aceptar como cierto el rumor de que ya se había arrodillado ante ella, lo cual resultaría muy útil, pero en cuanto al resto, le parecía increíble que pudiera derivarse tanto daño de tan pocas palabras.
—Que la Luz tenga piedad de nosotras —imploró fervientemente—. Si esto se proclama, será imposible convencer a al’Thor de que su secuestro no fue sancionado. —Sin eso ya resultaría difícil, pero no sería la primera vez que veía convencido a alguien de que no había ocurrido lo que había ocurrido hallándose presente mientras ocurría—. Y estará diez veces más alerta contra cualquier otro intento. Alviarin, en el mejor de los casos, esto asustará y hará huir a algunos de sus seguidores. ¡En el mejor! —Probablemente, muchos se habrían implicado tan a fondo con él que no se atreverían a dar marcha atrás. Y, por supuesto, ¡menos aún si creían que el anatema ya pendía sobre sus cabezas!—. ¡Firmar esto sería tanto como prender fuego a la Torre con mis propias manos!
Alviarin suspiró con impaciencia.
—No habrás olvidado tu catecismo, ¿verdad? A ver, recítalo para que yo te oiga.
Los labios de Elaida se apretaron motu proprio. Uno de sus placeres en ausencia de esa mujer —no el mayor, pero sí un verdadero placer— había sido no verse obligada a repetir aquella asquerosa letanía a diario.
—Haré lo que se me mande —empezó finalmente, con voz inexpresiva. ¡Era la Sede Amyrlin!—. Diré lo que tú ordenes que diga y nada más. —Su Predicción estipulaba su triunfo, pero, ¡oh, Luz, que llegara pronto!—. Firmaré lo que me ordenes que firme. Me… —Se atragantó sin poder remediarlo—. Me someto a tu voluntad.
—Lo dices como si necesitaras que se te recuerde la verdad de esas palabras —manifestó Alviarin con otro suspiro—. Supongo que te he dejado sola demasiado tiempo. —Dio unos golpecitos perentorios con el dedo en el documento—. Firma.
Elaida lo hizo, arrastrando la pluma sobre el papel. No tenía opción. Alviarin apenas esperó a que la punta de la pluma se levantara para coger el decreto.
—Yo misma lo sellaré —dijo mientras se encaminaba a la puerta—. No tendría que haber dejado el sello de la Amyrlin donde pudieras encontrarlo. Quiero hablar contigo más tarde. Verdaderamente, te he dejado a tu libre albedrío demasiado tiempo. Asegúrate de estar aquí cuando regrese.
—¿Más tarde? —preguntó Elaida—. ¿Cuándo? ¡Alviarin!
La puerta se cerró detrás de la mujer, dejando a Elaida consumida por la rabia. ¡Que estuviera allí cuando regresara! ¡Confinada en sus aposentos como una novicia en una celda de castigo!
Durante un rato, toqueteó la caja de correspondencia, con sus halcones dorados luchando entre nubes blancas en un cielo azul, pero fue incapaz de abrirla. En ausencia de Alviarin, esa caja había empezado de nuevo a contener cartas e informes importantes, no sólo las sobras del mantel que la Blanca le echaba, pero con su regreso, habría dado igual que hubiese estado vacía. Se levantó del sillón y se puso a arreglar las rosas en los jarrones blancos, cada uno de ellos colocado encima de un pedestal de mármol del mismo color, en las cuatro esquinas de la estancia. Rosas azules; las más raras.
De pronto se dio cuenta de que miraba fijamente el tallo roto de una rosa en sus manos, partido en dos. Había otra media docena caída sobre las baldosas. Emitió un sonido gutural. Había estado imaginando sus manos rodeando el cuello de Alviarin. No era la primera vez que se planteaba la idea de asesinar a la mujer. Pero la Blanca habría tomado precauciones, a buen seguro. Documentos sellados que deberían abrirse si le pasaba algo, y sin duda se los habría entregado a la última hermana en la que ella pensaría. Aquélla había sido su única preocupación de verdad durante la ausencia de Alviarin, que alguien más pensara que había muerto y sacara a relucir la prueba que la despojaría de la estola. Antes o después, sin embargo, de uno u otro modo, Alviarin acabaría tronchada, como esas rosas…
—No respondíais a mi llamada a la puerta, madre, así que entré —dijo ásperamente una mujer a su espalda.
Elaida se volvió, dispuesta a reconvenirla con dureza, pero al ver a la baja y fornida mujer de rostro cuadrado, con chal de flecos rojos, que se encontraba en el cuarto, se quedó pálida.
—La Guardiana me dijo que queríais hablar conmigo —continuó en tono irritado Silviana— con respecto a una penitencia privada. —Aun tratándose de la Sede Amyrlin, no hizo esfuerzo alguno por disimular su desagrado. Silviana consideraba que la penitencia privada era una afectación ridícula. La penitencia era algo público; sólo el castigo ocurría en privado—. También me pidió que os recordase algo, pero se marchó rápidamente sin decirme qué. —Terminó con un resoplido. Silviana consideraba cualquier cosa que le restase tiempo de sus novicias y Aceptadas como una interrupción innecesaria.
—Creo que lo recuerdo —contestó Elaida en tono apagado.
Cuando Silviana se hubo marchado finalmente —sólo media hora después, según el toque del reloj de Cemaile, aunque le pareció una eternidad— lo único que frenó a Elaida de convocar a la Antecámara de inmediato a fin de exigir que se le quitase la estola de Guardiana a Alviarin, fue la certeza de su Predicción y el convencimiento de que Seaine seguiría el rastro de traición hasta la Blanca. También el hecho indudable de que tanto si Alviarin caía en la confrontación como si no, ella sí caería. En consecuencia, Elaida do Avriny a’Roihan, Vigilante de los Sellos, la Llama de Tar Valon, a buen seguro la dirigente más poderosa del mundo, yació boca abajo en su cama lloriqueando contra la almohada, segura de que cuando Alviarin regresara insistiría en que estuviera sentada durante toda la entrevista. Lloriqueó y rezó para que la caída de la Blanca ocurriera pronto.
—No te ordené que hicieses… varear a Elaida —manifestó la voz cristalina—. ¿Te has excedido en tus atribuciones?
Alviarin, puesta de rodillas, se postró boca abajo en el suelo ante la mujer que parecía hecha de sombras y luz plateada. Cogió el repulgo del vestido de Mesaana y lo cubrió de besos. El tejido de Ilusión —tenía que serlo, aunque no veía un solo hilo de saidar ni tampoco percibía la habilidad de encauzar en la mujer— fluctuó, inestable, con su desesperado toqueteo del borde de la falda. Seda de color broncíneo, con un estrecho remate de volutas bordadas en negro, se hizo visible en parpadeos intermitentes y fugaces a través de la Ilusión creada.
—Vivo para serviros y obedeceros, Insigne Señora —jadeó Alviarin entre beso y beso—. Sé que estoy entre los más bajos de los bajos, un gusano en vuestra presencia, y sólo aspiro a merecer vuestra sonrisa.
Ya había sido castigada una vez por «excederse en sus atribuciones», no por desobediencia, ¡gracias al Gran Señor de la Oscuridad!, y sabía que aunque Elaida estuviese chillando en ese momento, no sería ni la mitad de fuerte que lo que había chillado ella. Mesaana dejó que el besuqueo del repulgo continuara unos segundos más y finalmente le puso fin empujando la barbilla de Alviarin con la puntera del escarpín para que levantase la cabeza.
—El decreto ha sido despachado.
—Sí, Insigne Señora. —Se apresuró a contestar a pesar de que no era una pregunta—. Se enviaron copias a Puerto del Norte y Puerto del Sur antes incluso de que Elaida lo firmara. Los primeros correos han salido, y ningún mercader partirá de la ciudad sin copias para distribuirlas. —Mesaana estaba enterada de eso, naturalmente. Lo sabía todo. Alviarin sintió un calambre en la nuca por la postura forzada del cuello, pero no se movió. Mesaana le diría cuándo podía hacerlo—. Insigne Señora, Elaida es una cáscara vacía. Con toda humildad, ¿no sería mejor no tener que utilizarla? —Contuvo el aliento. Con los Elegidos, hacer preguntas podía resultar peligroso.
Un dedo de sombras y luz plateada dio golpecitos sobre los labios plateados, fruncidos en una sonrisa divertida.
—¿Quieres decir que sería mejor si tú llevases la estola de Amyrlin, pequeña? —dijo por último—. Una ambición lo bastante insignificante para que sea apropiada para ti, pero cada cosa a su tiempo. Por el momento, tengo una pequeña tarea que encomendarte. A pesar de los muros que se han alzado entre los Ajahs, sus cabezas parecen encontrarse con sorprendente frecuencia. Hacen que parezca como por casualidad. Al menos todas, excepto la Roja; lástima que Galina hiciera que la mataran, porque te habría dicho lo que se traen entre manos. Casi con toda seguridad será algo trivial, pero has de enterarte por qué enseñan los dientes en público y después intercambian susurros en privado.
—Escucho y obedezco, Insigne Señora —repuso Alviarin, agradecida de que Mesaana lo considerase poco importante. El gran «secreto» de quién dirigía cada Ajah no era tal para ella, hasta a una hermana Negra se le exigía transmitir al Consejo Supremo todo lo que se comentaba en su supuesto Ajah, pero de ellas sólo Galina había sido Negra. Eso significaba preguntar a las hermanas Negras que había en la Antecámara, lo que a su vez significaba pasar por todas las capas existentes entre esas mujeres y ella. Llevaría tiempo, y el éxito no estaba asegurado. Con excepción de Ferane Neheran y Suana Dragand, que eran cabezas de sus Ajahs, las Asentadas rara vez parecían saber qué pensaba la cabeza de su Ajah hasta que se les comunicaba—. Os informaré tan pronto como me entere, Insigne Señora.
Pero archivó un dato. Fuese o no trivial, Mesaana no sabía todo lo que pasaba en la Torre Blanca. Y ella estaría muy pendiente por si veía a una hermana con falda de color bronce y el repulgo bordado en volutas negras. Mesaana se ocultaba en la Torre, y el conocimiento era poder.