16 Ausencias inesperadas

A la mañana siguiente, cuando el sol apenas asomaba por el horizonte, Egwene convocó a la Antecámara de la Torre. En Tar Valon, tal emplazamiento habría estado acompañado de una gran ceremonia, e incluso desde que habían partido de Salidar habían mantenido cierto grado de protocolo a pesar de las dificultades que entrañaba el viaje. En esta oportunidad, Sheriam simplemente fue de una tienda de Asentada a otra cuando todavía estaba oscuro para anunciar que la Sede Amyrlin llamaba a Sesión a la Antecámara. De hecho, no se sentaron. En la penumbra gris que precedía a la salida del sol, dieciocho mujeres se situaron en semicírculo sobre la nieve para oír a Egwene, todas ellas arrebujadas en las ropas para protegerse del frío, que convertía en vaho sus alientos.

Otras hermanas empezaron a aparecer detrás de ellas para escuchar, sólo unas pocas al principio, pero cuando nadie les ordenó que se marchasen el grupo fue aumentando y extendiéndose y empezó a oírse un apagado bisbiseo. Eran contadas las hermanas que se arriesgarían a molestar a una sola Asentada, cuanto menos a la Antecámara al completo. Entre las Aceptadas, con sus vestidos de bandas en el repulgo bajo las capas, que habían aparecido después de las Aes Sedai, el silencio era mayor, naturalmente, y entre las novicias que habían acudido al no tener quehaceres era casi absoluto a pesar de lo nutrido de su número. Para entonces había en el campamento un cincuenta por ciento más de novicias que de hermanas, tantas que eran contadas las que tenían capa blanca y la mayoría había de arreglarse con una falda blanca en lugar del vestido de novicia. Algunas hermanas todavía creían que deberían volver a los métodos antiguos y dejar que las chicas las buscaran, pero muchas más lamentaban los años perdidos, cuando el número de Aes Sedai disminuyó. La propia Egwene casi temblaba cada vez que imaginaba lo que podría haber sido la Torre. Ése era un cambio al que ni siquiera Siuan podría oponerse.

En medio de aquella concentración, Carlinya apareció por la esquina de una tienda y se detuvo en seco al ver a Egwene y a las Asentadas. Normalmente la personificación de la compostura, la hermana Blanca se quedó boquiabierta y su pálida tez enrojeció antes de que diese media vuelta y se alejara, echando ojeadas por encima del hombro. Egwene reprimió una mueca. Todas estaban demasiado preocupadas con lo que se proponía esa mañana como para darse cuenta, pero antes o después alguna caería en la cuenta y empezaría a hacerse preguntas.

Retirando hacia atrás la capa delicadamente bordada a fin de dejar a la vista la estrecha estola azul de Guardiana, Sheriam dedicó a Egwene una reverencia tan formal como se lo permitían sus abultados ropajes antes de situarse a su lado. Enfundada en capas y capas de prendas de fino paño y seda, la mujer pelirroja era la viva imagen de la inmutabilidad. A un gesto de Egwene, adelantó un paso para entonar la antigua fórmula en voz alta y clara:

—¡Aquí llega, aquí llega! La Vigilante de los Sellos, la Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin. ¡Atended todas, pues aquí llega!

Parecía fuera de lugar en ese sitio y, además, no llegaba, pues ya estaba allí. Las Asentadas guardaron silencio, esperando. Unas cuantas fruncían el entrecejo con impaciencia o toqueteaban las capas o las faldas.

Egwene se retiró la capa, descubriendo la estola de siete colores que rodeaba su cuello. Esas mujeres necesitaban cualquier detalle que les recordara que era realmente la Sede Amyrlin.

—Todo el mundo está cansado de viajar con este tiempo —empezó, no en voz tan alta como Sheriam pero sí lo bastante para que todas la oyeran. Sentía un cosquilleo de expectación por lo que se avecinaba, casi exaltación. No se diferenciaba mucho de una sensación de mareo—. He decidido que hagamos aquí un alto de dos días, quizá tres. —Aquello consiguió que algunas cabezas se alzaran y despertó interés. Esperaba que Siuan se encontrara entre el nutrido grupo de mujeres que escuchaban. Realmente intentaba cumplir los Juramentos—. También los caballos necesitan descansar, y a muchas de las carretas les hacen falta reparaciones urgentes. La Guardiana se ocupará de hacer los arreglos oportunos. —Ahora sí que había empezado realmente.

No esperaba discusión ni discrepancia, y no las hubo. Lo que le había dicho a Siuan no eran exageraciones. Demasiadas hermanas esperaban un milagro, para de ese modo no tener que marchar contra Tar Valon a la vista de todo el mundo. Incluso entre las que estaban convencidas de que Elaida debía ser depuesta por el bien de la Torre, a despecho de todo lo que había hecho, muchas —demasiadas— se aferrarían a cualquier posibilidad de retrasarlo, cualquier oportunidad de que tal milagro ocurriera.

Una de estas últimas, Romanda, ni siquiera esperó a que Sheriam pronunciara las frases que cerraban la sesión. Tan pronto como Egwene acabó de hablar, Romanda, que parecía muy joven al llevar el moño canoso oculto bajo la capucha, se alejó sin más. Con las capas ondeando, Magla, Saroiya y Varilin corrieron en pos de ella. Es decir, hasta donde se podía correr cuando una se hundía en la nieve hasta la rodilla a cada paso. De todos modos, no les salió mal; fueran Asentadas o no, parecía que ni siquiera respirasen sin permiso de Romanda.

Cuando Lelaine vio marcharse a Romanda, reunió a Faiselle, Takima y Lyrelle del semicírculo con un gesto de la mano y se fue sin mirar atrás una sola vez, como un cisne seguido por tres ansiosas ansarinas. Si Lelaine no las tenía tan firmemente asidas en sus garras como Romanda tenía a las otras, no le andaban lejos. En realidad, las restantes Asentadas casi no esperaron a que la última frase «Id con la Luz» saliera de los labios de Sheriam. Egwene se volvió para marcharse, con su Antecámara de la Torre desperdigada ya en todas direcciones. El cosquilleo era más intenso. Y cada vez estaba más cerca de convertirse en mareo y estómago revuelto.

—Tres días —dijo Sheriam mientras ofrecía la mano a Egwene para ayudarla a bajar a uno de los surcos abiertos como senderos. Los rabillos de sus ojos rasgados se arrugaron interrogativamente—. Estoy sorprendida, madre. Disculpad, pero os habéis cerrado en banda cada vez que he propuesto detenernos durante más de uno.

—Vuelve a hablar conmigo después de que lo hayas hecho con los carreteros, los herradores y los albéitares —manifestó Egwene—. No llegaremos lejos si los caballos se caen muertos y las carretas se deshacen a pedazos.

—Como ordenéis, madre —respondió la otra mujer, no precisamente con aire sumiso, pero con perfecta aceptación.

Caminar no era más fácil esa mañana de lo que lo había sido la noche anterior, y de vez en cuando resbalaban. Agarrándose del brazo, siguieron avanzando despacio. Sheriam ofrecía más apoyo del que Egwene necesitaba, si bien lo hacía casi subrepticiamente. La Sede Amyrlin no podía caerse de nalgas a la vista de cincuenta hermanas y un centenar de criados, pero tampoco tenía por qué sujetarla como si fuera una inválida.

Casi todas las hermanas que habían jurado lealtad a Egwene, entre ellas Sheriam, en realidad lo habían hecho por miedo, simplemente, por instinto de preservación. Si la Antecámara se enteraba de que habían enviado Aes Sedai a Tar Valon para influir en las hermanas de la Torre a fin de cambiar su opinión y, lo que era peor, mantenerlo en secreto por miedo a que hubiese Amigas Siniestras entre las Asentadas, sin duda pasarían el resto de su vida sancionadas y en el exilio. Lo mismo ocurría con las mujeres que, convencidas de que de algún modo podrían manejar a Egwene como una marioneta, en cambio se encontraron jurándole obediencia después de que se esfumara la mayor parte de su influencia en la Antecámara. Eso ocurría rara vez, por no decir nunca, en las historias secretas; se daba por sentado que las hermanas obedecían a la Amyrlin, pero que le jurasen lealtad era otra cosa. La mayoría todavía se sentía incómoda por ello, aunque obedecía. Unas pocas lo llevaban tan mal como Carlinya; de hecho, Egwene había oído cómo le castañeteaban los dientes a Beonin la primera vez que la vio con Asentadas después de haber prestado juramento. Morvrin parecía estupefacta cada vez que sus ojos se posaban en ella, como si todavía no se lo creyera del todo, y Nisao tenía fruncido el entrecejo casi continuamente. Anaiya chasqueaba la lengua, incómoda por lo del secreto, y a Myrelle se le crispaba el gesto muy a menudo, aunque por más razones que un simple juramento. Sin embargo, Sheriam se había adaptado a su papel de Guardiana de las Crónicas de verdad, no sólo de nombre.

—Si se me permite la sugerencia, convendría aprovechar esta oportunidad para ver qué puede encontrarse de víveres y forraje por los alrededores, madre. Nuestras provisiones empiezan a escasear. —Sheriam frunció el entrecejo con ansiedad—. En especial el té y la sal, aunque dudo que encontremos nada de eso.

—Haz lo que puedas —contestó Egwene en tono tranquilizador. Le resultaba extraño pensar que en otro tiempo Sheriam la intimidaba y le daba mucho miedo incurrir en su desagrado. Por raro que pudiese parecer, ahora que había dejado de ser la Maestra de Novicias y que ya no intentaba empujarla a hacer lo que ella quería, lo cierto es que Sheriam daba la impresión de sentirse más relajada, más feliz—. Tengo plena confianza en ti.

El cumplido puso una sonrisa satisfecha en el rostro de la mujer.

A pesar de que el sol todavía no asomaba por encima de las tiendas y las carretas, el campamento bullía de actividad. En cierto modo. Acabados los desayunos, las cocineras se ocupaban de limpiar los cacharros ayudadas por una caterva de novicias. A juzgar por la energía que ponían en ello, se diría que las jóvenes entraban en calor restregando las ollas con nieve, pero las cocineras se movían trabajosamente, frotándose los riñones, parándose para suspirar y a veces para cerrar más sus capas y contemplar el blanco manto con gesto taciturno. Criados temblorosos, vestidos con casi todas las ropas que poseían, que habían empezado a desmontar tiendas y a cargar carretas automáticamente tan pronto como acabaron a toda prisa sus desayunos, ahora se afanaban en volver a levantar tiendas y en bajar arcones de los vehículos. Los animales a los que se habían puesto los arreos ahora eran conducidos de vuelta a las líneas de estacas por cabizbajos carreteros. Egwene oyó algunos rezongos de hombres que no se habían percatado de que había hermanas cerca, pero la gran mayoría de ellos parecían demasiado cansados para quejarse.

Casi todas las Aes Sedai cuyas tiendas estaban instaladas habían desaparecido dentro de ellas, pero muchas seguían dirigiendo a los trabajadores y otras recorrían a buen paso los senderos abiertos en la nieve ocupadas en sus propias tareas. A diferencia de todos los demás, aparentaban tan poco cansancio como los Guardianes, quienes de algún modo se las arreglaban para dar la impresión de que habían dormido más que suficiente para empezar una nueva jornada. Egwene sospechaba que eso era una parte de cómo una hermana obtenía de verdad energía de su Gaidin, independientemente de lo que pudiese hacer con el vínculo. Cuando un Guardián se negaba a admitir incluso ante sí mismo que estaba cansado, hambriento o con frío, a una no le quedaba más remedio que aguantar también.

Morvrin apareció en uno de los caminos, sujetando el brazo de Takima. Quizá lo hacía para apoyarse, aunque era lo bastante corpulenta para que la otra mujer, más baja, pareciese más pequeña de lo que era realmente. O quizás era para que Takima no se escabullera; cuando Morvrin se proponía un objetivo lo perseguía obstinadamente. Egwene frunció el entrecejo. Era de esperar que Morvrin buscase para ello a una de las Asentadas de su Ajah, el Marrón, pero Egwene habría pensado en Janya o Escaralde como las más probables. Las dos mujeres se perdieron de vista al pasar por detrás de una carrera cubierta, Morvrin inclinada para hablar al oído de su compañera. Imposible saber si Takima le prestaba o no atención.

—¿Ocurre algo, madre?

Egwene esbozó una sonrisa que notó tirante.

—Nada aparte de lo habitual, Sheriam. Nada aparte de lo habitual.

Cuando llegaron al estudio de la Amyrlin, Sheriam se marchó para ocuparse de las tareas que Egwene le había encomendado, y la joven entró en la tienda, donde encontró todo preparado. Lo contrario la habría sorprendido. Selane dejaba en ese momento una bandeja con té sobre el escritorio. La delgada mujer lucía un vestido de corpiño y mangas bordados con cuentas de vivos colores, y con su aire arrogante, alzando mucho la larga nariz, a primera vista no parecía una criada, pero se había ocupado de tener listo todo lo necesario. Dos braseros llenos de brillantes ascuas habían caldeado un poco el ambiente, si bien la mayor parte del calor escapaba por el agujero de ventilación; las hierbas secas echadas a las brasas daban un aroma agradable al humo que no salía por el orificio; la bandeja de la noche anterior ya no estaba, y la linterna y las velas de sebo se habían despabilado y estaban encendidas, ya que con ese frío a nadie se le ocurriría dejar abierta una tienda para que pasase la luz del exterior.

También Siuan se encontraba ya allí, con un montón de papeles en las manos, una expresión tensa en el rostro y una mancha de tinta en la nariz. Su función como secretaria les proporcionaba una razón más para que se las viese hablando, y a Sheriam no le había importado en absoluto cederle el puesto. Sin embargo, la propia Siuan rezongaba a menudo. Para ser una mujer que rara vez había salido de la Torre desde que había entrado en ella como novicia, denotaba un profundo desagrado a estar en un sitio cerrado. En ese instante, era la viva imagen de una mujer que se muestra muy paciente y que quiere que todo el mundo lo sepa.

A pesar de sus aires altaneros, Selane esbozó tantas sonrisas tontas e hizo tantas reverencias que coger la capa y los mitones a Egwene se convirtió en toda una ceremonia. La mujer parloteó sin pausa sobre que la madre pusiera los pies en alto, y que quizá debería ir a buscar alguna otra prenda más abrigada, y que tal vez debería quedarse por si la madre quería algo más, hasta que Egwene prácticamente la echó. El té sabía a menta. ¡Con ese tiempo! Selane era un martirio, y difícilmente se la podía calificar de leal, pero intentaba cumplir con su trabajo.

Sin embargo, no había tiempo para holgazanear y tomar té. Egwene enderezó su estola y ocupó su sitio en el escritorio, dando automáticamente un tirón a la pata de la silla para que no se doblara bajo su peso, como solía ocurrir. Siuan se sentó en una banqueta destartalada al otro lado de la mesa. El té se enfrió. No hablaron de planes ni de Gareth Bryne ni de esperanzas; todo lo que podía hacerse por el momento, estaba hecho. Los informes y los problemas se habían ido amontonando mientras viajaban, y el cansancio había superado los intentos de ocuparse de ellos, y ahora que se habían parado tenían que revisarlo todo y solucionarlo. Ni siquiera tener enfrente un ejército cambiaba aquello.

A veces, Egwene se preguntaba cómo podía encontrarse tanto papel cuando todo lo demás escaseaba. Los informes que Siuan le pasó detallaban la mengua de aprovisionamientos. No sólo los que Sheriam había mencionado, sino carbón, clavos y hierro para los herradores y carreteros, cuero y bramante engrasado para los guarnicioneros, aceite de lámparas y velas y un sinfín de otras cosas, incluso jabón. Y lo que no se estaba acabando se estaba estropeando, desde zapatos hasta tiendas, todo ello anotado en la enérgica escritura de Siuan, que se volvía más agresiva cuanto más palmaria era la necesidad que consignaba. La cifra del dinero que quedaba parecía haber sido plasmada en el papel con innegable furia. Y no había nada que pudiera hacerse al respecto.

Entre los papeles de Siuan había varias notas de Asentadas sugiriendo soluciones al problema del dinero. O, más bien, informando a Egwene de la propuesta que pensaban hacer a la Antecámara. Sin embargo, había pocas ventajas en cualquiera de dichos planes y sí muchos riesgos. Moria Karentanis proponía dejar de pagar a los soldados, una idea que Egwene creía que la Antecámara ya se habría dado cuenta de que conduciría a que el ejército se desvaneciera como rocío bajo un sol de verano. Malind Nachenin presentaba una solicitud a los nobles de los alrededores que sonaba más como una exigencia y que muy bien podría desembocar en que toda la región se pusiera en contra de ellas, al igual que lo haría la intención de Salima Toranes de cobrar un impuesto en las ciudades y pueblos por los que pasaban.

Arrugando las tres propuestas juntas en el puño, Egwene se las tendió a Siuan. Ojalá fuesen las gargantas de las tres Asentadas las que tuviera agarradas así.

—¿Es que creen que todo debe ser como ellas quieren, y al infierno con la realidad? ¡Luz, son ellas las que se comportan como niñas!

—La Torre se las ha ingeniado para que sus deseos se hiciesen realidad muy a menudo —comentó Siuan con suficiencia—. Recordad que algunas dirían que también vos pasáis por alto la realidad.

Egwene resopló. Por suerte, ninguna de las propuestas, fuese cual fuese la que votara la Antecámara, podría llevarse adelante sin un decreto de ella. Aun en sus circunstancias, tenía algo de poder. Muy poco, pero era más que nada.

—¿La Antecámara está siempre así de mal, Siuan?

La otra mujer asintió mientras rebullía en la banqueta para buscar mejor equilibrio. No había dos patas del asiento que tuviesen la misma longitud.

—Pero podría ser peor. Recordadme que os cuente lo del Año de las Cuatro Amyrlin; eso fue unos ciento cincuenta años después de la fundación de Tar Valon. En aquellos días, los enredos de la Torre casi rivalizaban con lo que está ocurriendo hoy. Todas las manos querían agarrar el timón si podían. De hecho hubo dos Antecámaras de la Torre rivales en Tar Valon durante parte de ese año. Casi como ahora. Al final casi todo el mundo acabó mal, incluidas unas pocas que pensaban que iban a salvar la Torre. Algunas de ellas podrían haberlo hecho, si no hubiesen pisado arenas movedizas. La Torre sobrevivió de todos modos, naturalmente. Siempre lo hace.

Mucha era la historia acaecida en más de tres mil años, gran parte de ella suprimida, oculta a todos, salvo a unos pocos ojos; sin embargo, Siuan parecía conocer hasta el último detalle. Debía de haber pasado gran parte de sus años en la Torre enterrándose en aquellos legajos secretos. De algo sí estaba segura Egwene: evitaría acabar como Shein si podía, pero no se quedaría como ahora, poco mejor que Cemaile Sorenthaine. Desde mucho antes del final de su reinado, la decisión más importante que se había dejado en manos de Cemaile era qué vestido ponerse. Iba a tener que pedirle a Siuan que le hablara del Año de las Cuatro Amyrlin, y no lo estaba deseando precisamente.

La inclinación del haz de luz que penetraba por el respiradero del techo señalaba que la mañana se aproximaba al mediodía, pero el montón de papeles apenas había disminuido. Cualquier interrupción habría sido bienvenida, incluso un descubrimiento prematuro de sus planes. Bueno, quizás eso no.

—¿Qué es lo siguiente, Siuan? —gruñó.


Un movimiento atrajo la atención de Aran’gar, y ésta escudriñó entre los árboles, hacia el campamento del ejército, un oscuro anillo alrededor de las tiendas de las Aes Sedai. Una hilera de carretas sobre patines avanzaba lentamente hacia el este, escoltadas por hombres a caballo. El pálido sol se reflejaba en armaduras y moharras. No pudo evitar sonreír burlonamente. ¡Lanzas y caballos! Una chusma primitiva que no podía desplazarse más deprisa que un caminante, dirigida por un hombre que ignoraba lo que ocurría a cien kilómetros de distancia. ¿Aes Sedai? Podría destruirlas a todas e incluso mientras murieran no sospecharían quién las estaba matando. Claro que no las sobreviviría mucho. Esa idea la hizo estremecerse. El Gran Señor daba una segunda oportunidad de vivir muy pocas veces, y ella no pensaba desperdiciar la suya.

Esperó hasta que los jinetes se perdieron de vista en el bosque y entonces emprendió la vuelta al campamento, pensando ociosamente en los sueños de esa noche. A su espalda, la blanda nieve ocultaría lo que había enterrado hasta el deshielo de primavera, tiempo más que suficiente. Al frente, algunos de los hombres del campamento repararon finalmente en ella y dejaron sus tareas para mirarla. A pesar de sí misma, sonrió y se alisó la falda en las caderas. Ahora le resultaba verdaderamente difícil recordar cómo había sido su vida como varón; ¿habría sido entonces un necio tan fácil de manipular? Pasar a través de ese enjambre con un cadáver sin ser vista había sido difícil, incluso para ella, pero disfrutó el paseo de regreso.


La mañana siguió transcurriendo en lo que parecía un interminable abrirse paso trabajosamente a través de papeles, hasta que ocurrió lo que Egwene había sabido que ocurriría. Ciertos acontecimientos cotidianos sucedían inevitablemente: haría un frío intenso, nevaría, habría nubes y cielos grises y viento. Y habría visitas de Lelaine y Romanda.

Cansada de permanecer sentada, Egwene estaba estirando las piernas cuando Lelaine entró en la tienda con Faolain pisándole los talones. El aire frígido penetró con ellas antes de que la lona de la entrada cayera a sus espaldas. Mirando en derredor con una actitud levemente desaprobadora, Lelaine se quitó los guantes de cuero azul mientras dejaba que Faolain le retirara de los hombros la capa orlada con piel de lince. Esbelta y majestuosa en su vestido azul intenso, con ojos penetrantes, habríase dicho que se encontraba en su propia tienda. A un gesto suyo, Faolain se retiró deferentemente a un rincón con la prenda, limitándose a echar hacia atrás su propia capa. Obviamente, estaba preparada para marcharse en el instante que la mano de la Asentada hiciese otro gesto. Sus oscuros rasgos mostraban un indicio de humildad resignada, algo que no cuadraba con su carácter.

La impasibilidad de Lelaine se resquebrajó un instante con una sonrisa sorprendentemente afectuosa a Siuan. Habían sido amigas en otros tiempos, años atrás, y le había ofrecido una especie de patronazgo que Faolain había aceptado, la protección de una Asentada y un brazo en el que refugiarse de la mofa y las acusaciones de otras hermanas. Rozando la mejilla de Siuan, Lelaine musitó algo que sonó compasivo. Siuan enrojeció y su rostro denotó una fugaz y sobresaltada incertidumbre. No era fingido, de eso no le cabía duda a Egwene. A Siuan le resultaba muy difícil aceptar lo que había cambiado realmente en ella y, más aún, la facilidad con la que se estaba adaptando a esos cambios.

Lelaine miró la banqueta colocada delante del escritorio y, como siempre, rehusó ocupar un asiento tan inestable. Sólo entonces se dio por enterada de la presencia de Egwene, con un ligerísimo cabeceo.

—Tenemos que hablar con los Marinos, madre —empezó en un tono demasiado firme para dirigirse a la Sede Amyrlin.

Hasta que desapareció la sensación de tener el corazón en un puño, Egwene no fue consciente de que había temido que Lelaine supiera ya lo que lord Bryne le había dicho. O incluso la reunión que se estaba preparando. Un instante después, el corazón volvió a darle un brinco en el pecho. ¿Los Marinos? Imposible que la Antecámara tuviese conocimiento del absurdo acuerdo que Nynaeve y Elayne habían hecho. No imaginaba qué podía haberlas conducido a tal desastre ni cómo iba a resolverlo ella.

A pesar de tener el estómago agarrotado, ocupó su sitio detrás del escritorio sin traslucir nada de lo que sentía. Y la maldita pata de la silla se dobló y estuvo a punto de darse una culada en las alfombras antes de conseguir enderezarla de un tirón. Esperaba no tener las mejillas arreboladas.

—¿Los Marinos de Caemlyn o los de Cairhien? —Sí; su tono sonaba aceptablemente sereno y compuesto.

—Los de Cairhien, por supuesto. —La penetrante voz de Romanda resonó como un repentino tañido de campanas. Su entrada hizo que la de Lelaine pareciera casi tímida en comparación, y su fuerte personalidad colmó de golpe la tienda. Nada de sonrisas afectuosas en Romanda; a pesar de ser hermoso, aquel rostro no parecía hecho para sonreír.

Theodrin entró detrás de ella y Romanda se quitó la capa con una floritura y se la echó a la esbelta hermana de mejillas de melocotón, acompañada de un gesto perentorio, de manera que Theodrin se apartó apresuradamente hacia el rincón opuesto al que ocupaba Faolain. Ésta se mostraba claramente sumisa, pero los ojos rasgados de Theodrin estaban muy abiertos, como denotando un sobresalto permanente, y sus labios parecían a punto de soltar una exclamación ahogada. Al igual que Faolain, su lugar apropiado en la jerarquía de Aes Sedai requería una ocupación mejor, pero no parecía probable que alguna de las dos fuese a conseguirlo pronto.

La mirada autoritaria de Romanda se detuvo un momento en Siuan, como si considerara la posibilidad de mandarla también a un rincón, después pasó casi desdeñosamente sobre Lelaine antes de detenerse en Egwene.

—Al parecer ese joven ha estado hablando con los Marinos, madre. Los informadores del Amarillo en Cairhien se muestran muy excitados por ello. ¿Tenéis alguna idea de lo que puede interesarle de los Atha’an Miere?

A pesar del título, no parecía que Romanda estuviera dirigiéndose a la Sede Amyrlin; claro que nunca lo hacía. No cabía duda de quién era «ese joven». Todas las hermanas del campamento aceptaban que Rand era el Dragón Renacido, pero cualquiera que las oyese hablar de él pensaría que se referían a un joven gañán, alborotador e indisciplinado, que podría presentarse a cenar borracho y que vomitaría sobre la mesa.

—Difícilmente puede saber ella lo que ronda por la cabeza del chico —intervino Lelaine sin dar tiempo a Egwene a abrir la boca. Su sonrisa no era en absoluto cálida en esta ocasión—. Si hay que buscar una respuesta, Romanda, será en Caemlyn. Los Atha’an Miere que se encuentran allí no están aislados en un barco, y dudo mucho que unos Marinos de ese alto rango vinieran de tan lejos con distintas misiones. Nunca he oído que hiciesen algo semejante por ninguna razón. Tal vez tienen algún interés en él. A estas alturas deben de saber quién es.

Romanda respondió con otra sonrisa, y fue un milagro que las paredes de la tienda no se cubrieran de escarcha.

—No es menester exponer lo obvio, Lelaine. La cuestión es cómo enterarnos.

—Estaba a punto de resolver eso cuando entraste y te metiste en la conversión, Romanda. La próxima vez que la madre se encuentre con Elayne o Nynaeve en el Tel’aran’rhiod puede darles instrucciones. Merilille podría descubrir lo que quieren los Atha’an Miere o tal vez lo que el chico está haciendo cuando llegue a Caemlyn. Lástima que a las muchachas no se les ocurriera programar encuentros regulares, pero tenemos que amoldarnos a lo que hay. Merilille puede reunirse con una Asentada en el Tel’aran’rhiod cuando lo sepa. —Lelaine hizo un ligero ademán; obviamente, ella era la supuesta Asentada—. Creo que Salidar sería un lugar adecuado.

Romanda resopló con sorna. Incluso en eso no había la menor calidez.

—Es más fácil dar instrucciones a Merilille que asegurarse de que obedece, Lelaine. Espero que sepa que se enfrenta a preguntas difíciles. Ese Cuenco de los Vientos debería haberse traído aquí para estudiarlo antes. Ninguna de las hermanas que hay en Ebou Dar posee mucha habilidad en la Danza de la Lluvia, creo, y ahí tienes el resultado, con estos cambios repentinos y el tiempo revuelto. Tengo pensado presentar una ponencia ante la Antecámara sobre todas las involucradas en el asunto. —De pronto la voz de la mujer canosa se tornó suave como mantequilla—. Según recuerdo, apoyaste la elección de Merilille.

Lelaine se irguió bruscamente. Sus ojos centellearon.

—Apoyé a la que el Gris propuso, Romanda, eso es todo —replicó indignada—. ¿Cómo iba a imaginar que decidiría usar el Cuenco allí? ¡Y que incluyera espontáneas de los Marinos en el círculo! ¿Cómo pudo creer que ellas sabían tanto sobre manipular el tiempo como las Aes Sedai? —Su ira desapareció de forma repentina. Se estaba defendiendo ante su más feroz rival en la Antecámara, su única adversaria de verdad. Y, lo que a su modo de ver era peor, se estaba mostrando de acuerdo con ella sobre las mujeres de los Marinos. Ni que decir tiene que lo estaba, pero expresarlo en voz alta era otra cuestión.

La fría sonrisa de Romanda se ensanchó a medida que el semblante de Lelaine palidecía de rabia. Se arregló los frunces de la falda de color bronce con minucioso cuidado, en tanto que Lelaine buscaba un modo de darle la vuelta a las cosas.

—Veremos qué postura toma la Antecámara, Lelaine —dijo finalmente—. Hasta que la moción se delibere y haya un dictamen, creo que lo mejor es que Merilille no se reúna con ninguna de las Asentadas involucradas en su elección. Incluso un indicio de colusión se vería con desconfianza. No me cabe duda de que estarás de acuerdo en que debería ser yo quien hable con ella.

El semblante de Lelaine palideció de modo diferente. No estaba asustada, al menos visiblemente, pero aun así Egwene casi podía verla contar quién tendría a su favor y quién en contra. El cargo de colusión era tan grave como ser acusada de traición, y sólo requería el consenso simple. Seguramente podría evitar eso, pero el debate sería acalorado y enconado. Cabía incluso la posibilidad de que la facción de Romanda se reforzara con nuevas incorporaciones. Eso causaría indecibles problemas tanto si los propios planes de Egwene daban fruto como si no. Y ella no podía hacer nada para evitarlo, salvo que revelara lo que había ocurrido realmente en Ebou Dar. Sería tanto como pedirles que le permitieran aceptar la misma posición que Faolain y Theodrin tenían.

Egwene respiró hondo. Al menos sí estaba en su mano impedir que se utilizara Salidar como lugar de encuentro en el Tel’aran’rhiod. Allí era donde se reunía con Elayne y Nynaeve ahora. Es decir, cuando lo hacía; cosa que no ocurría desde hacía días. Con las Asentadas entrando y saliendo del Mundo de los Sueños constantemente, resultaba difícil dar con un sitio en el que fuera seguro que no apareciesen.

—La próxima vez que me encuentre con Elayne o Nynaeve les transmitiré vuestras instrucciones con respecto a Merilille. Y os comunicaré cuándo puede reunirse con vosotras. —Lo que no ocurriría nunca, una vez que hubiese terminado con esas instrucciones.

Las cabezas de las Asentadas se giraron bruscamente en su dirección y dos pares de ojos se prendieron en ella. ¡Se habían olvidado de su presencia! Esforzándose por mantener el gesto sereno, cayó en la cuenta de que estaba dando golpecitos con el pie en el suelo, irritada, y se detuvo de inmediato. Todavía tenía que seguir actuando como la dócil muchachita por la que la tenían durante un poco más de tiempo. Sólo un poco más. Por lo menos ya no se sentía con náuseas. Sólo encorajinada.

En aquel breve silencio, Chesa entró con la comida de Egwene en una bandeja cubierta con un paño. Morena, rellenita y guapa, la madura Chesa se las ingeniaba para expresar un respeto adecuado sin mostrarse servil. Su reverencia fue tan sobria como su vestido gris oscuro, adornado sólo con un ligero toque de puntilla en el cuello.

—Disculpadme por la interrupción, madre, Aes Sedai. Lamento la tardanza, madre, pero al parecer Meri anda por ahí, zanganeando. —Chasqueó la lengua, exasperada, mientras dejaba la bandeja delante de Egwene. Zanganear no era propio de la desabrida Meri. Aquella seca mujer era tan crítica con sus propios fallos como con los de los demás.

Romanda frunció el entrecejo, pero no dijo nada. Después de todo, difícilmente podía demostrar demasiado interés por una de las doncellas de Egwene. Sobre todo cuando la mujer era su espía; igual que Selane lo era de Lelaine. Egwene evitó mirar a Theodrin y Faolain, quienes todavía seguían plantadas en sus rincones diligentemente, como si fuesen Aceptadas en lugar de Aes Sedai.

Chesa entreabrió la boca, pero volvió a cerrarla sin decir palabra, quizás intimidada por las Asentadas. Egwene sintió un gran alivio cuando la mujer hizo otra reverencia y se marchó tras musitar «Con vuestro permiso, madre». Los consejos de Chesa eran siempre velados, como los de una hermana mayor, cuando había alguien más presente, pero justo en ese momento lo único que le habría faltado a Egwene sería incluso el recordatorio más circunspecto de que comiese antes de que se enfriara.

Lelaine continuó como si no hubiese habido una interrupción.

—Lo importante —manifestó firmemente— es descubrir qué pretenden los Atha’an Miere. O lo que el chico hace. Tal vez también quiere ser su rey. —Extendió los brazos para que Faolain volviera a ponerle la capa, cosa que la joven atezada hizo con cuidado—. ¿Recordaréis ponerme al corriente si se os ocurre algo al respecto, madre? —En su tono no había apenas indicio de petición.

—Pensaré detenidamente en ello —contestó Egwene, lo que no significaba que fuera a compartir sus ideas. Ojalá tuviese un atisbo de la respuesta. Que los Atha’an Miere consideraban a Rand su Coramoor lo sabía, ya que no la Antecámara, pero sobre qué quería él de los Marinos y viceversa no tenía la más remota idea. Según Elayne, los Atha’an Miere que estaban con ellas tampoco tenían ni idea. O eso decían. Egwene casi deseó que una de las contadas hermanas que procedían de los Marinos estuviese en el campamento. Casi. De un modo u otro, esas Detectoras de Vientos iban a ocasionar problemas.

A un gesto de Romanda, Theodrin se adelantó con la capa de la Asentada prestamente, como si la hubiesen azuzado en el trasero. Por la expresión de Romanda, no le complacía precisamente que Lelaine hubiese recuperado la sangre fría.

—Acordaos de decirle a Merilille que quiero hablar con ella, madre.

En esto ni siquiera hubo indicio de petición.

Durante un instante las dos Asentadas se sostuvieron la mirada, Egwene de nuevo olvidada por su mutua animosidad. Se marcharon sin dirigirle una palabra, casi empujándose para ser la primera en salir, aunque fue Romanda la que llegó primero al faldón de la puerta, con Theodrin pisándole los talones. Enseñando los dientes, Lelaine sacó a Faolain prácticamente a empujones.

Siuan soltó un sonoro suspiro y ni siquiera intentó disimular su alivio.

—Si dais vuestro permiso, madre. Con vuestra venia, madre. Podéis iros, hijas —masculló Egwene con sorna. Tras soltar un largo suspiro, volvió a tomar asiento en la silla, que se ladeó, y la joven cayó de nalgas en la alfombra. Se levantó lentamente y se arregló la falda, así como la estola. Por lo menos no había ocurrido estando esas dos presentes—. Ve a buscar algo de comer, Siuan. Todavía tenemos una larga jornada de trabajo ante nosotras.

—Algunas caídas duelen menos que otras —comentó Siuan como si hablase consigo misma antes de salir de la tienda. Suerte que lo hizo deprisa, evitando así que Egwene le echara un rapapolvo.

No tardó en regresar, sin embargo, y comieron panecillos duros y guiso de lentejas con zanahorias y trocitos de algún tipo de carne que Egwene prefirió no mirar con demasiado detenimiento. Sólo hubo unas pocas interrupciones, durante las que guardaron silencio y fingieron estudiar los informes. Chesa entró para llevarse la bandeja, y más tarde para reemplazar las velas, una tarea que realizó sin dejar de refunfuñar, lo que era extraño en ella.

—¿Quién habría imaginado que Selane saldría por allí también? —rezongó casi para sí misma—. Estará besuqueándose con los soldados, supongo. Eso es por la mala influencia de Halima.

Un joven delgaducho, con la nariz congestionada por el constipado, echó más carbón a los mortecinos rescoldos de los braseros —la Amyrlin tenía la tienda más caldeada que la mayoría, aunque tampoco era demasiado— y se tropezó con sus propios pies, mirando boquiabierto a Egwene de una manera que resultaba muy gratificante después de lo de las dos Asentadas. Sheriam apareció para preguntar si Egwene tenía más instrucciones que darle, nada menos, y luego pareció que quería quedarse. Tal vez los pocos secretos que sabía la ponían nerviosa; en realidad sus ojos lanzaban rápidas ojeadas a uno y otro lado, con inquietud.

Y eso fue todo; Egwene no estaba segura si era porque nadie molestaba a la Amyrlin sin necesidad o porque todo el mundo sabía que las verdaderas decisiones las tomaba la Antecámara.

—No sé qué pensar de este informe sobre soldados saliendo de Kandor en dirección al sur —comentó Siuan tan pronto como el faldón de la puerta cayó detrás de Sheriam—. Ha sido el único, y los habitantes de las Tierras Fronterizas rara vez se alejan de la Llaga, pero eso lo sabe hasta el más tonto, así que difícilmente es el tipo de historia que alguien se inventaría. —Ahora no estaba leyendo de una página.

Siuan se las había arreglado para mantener un débil control de la red de informadores de la Amyrlin hasta ese momento, de manera que informes, rumores y hablillas llegaban a ella a un ritmo constante y eran estudiados antes de que Egwene y ella decidiesen cuál pasar o no a la Antecámara. Leane tenía su propia red con la que nutrir ese flujo continuo. La mayoría se transmitía —la Antecámara debía saber ciertas cosas, y no había garantía de que los Ajahs trasladaran a las Asentadas lo que sus propios informadores descubrían—, pero todo ello había que pasarlo por el tamiz para eliminar lo que podría ser peligroso o desviar la atención del verdadero objetivo.

Últimamente, pocos de esos informes comunicaban algo bueno. Desde Cairhien habían llegado infinidad de rumores sobre Aes Sedai aliadas con Rand o, peor aún, sirviéndole, pero al menos ésos podían descartarse. Las Sabias no contaban gran cosa sobre Rand ni cualquiera relacionado con él, pero según ellas Merana estaba aguardando su regreso y, ciertamente, el hecho de que hubiese hermanas en el Palacio del Sol, donde el Dragón Renacido mantenía su primer trono, era semilla más que suficiente para que medraran tales cuentos. Otros no podían pasarse por alto tan alegremente, aun cuando una no supiera qué conclusión sacar de ellos. Un impresor de Illian aseguraba tener pruebas de que Rand había matado a Mattin Stepaneos con sus propias manos y que luego había destruido el cuerpo con el Poder Único, mientras que un trabajador del puerto afirmaba que había visto llevar al anterior rey atado, amordazado y envuelto en una alfombra, a bordo de un barco que zarpó en medio de la noche con el beneplácito del capitán de la guardia del puerto. La primera información parecía más probable que fuera cierta, pero Egwene esperaba que ningún informador de los Ajahs hubiese oído esa historia. Ya había demasiadas marcas negras junto al nombre de Rand en los libros de las hermanas.

Todo era más o menos igual. Al parecer, los seanchan estaban afianzando su dominio en Ebou Dar sin apenas resistencia. Tal cosa era de esperar en un país donde el verdadero poder de la reina terminaba a corta distancia de la capital, pero no resultaba alentador. Los Shaido parecían encontrarse en todas partes, aunque las noticias sobre ellos llegaban siempre de alguien a quien se lo había contado otro que se había enterado por un tercero. La mayoría de las hermanas opinaban que la dispersión de los Shaido era cosa de Rand a pesar de que las Sabias lo negaban, según les dijo Sheriam. Nadie quería comprobar directamente las supuestas mentiras de las Sabias, claro está. Había cientos de excusas, pero ninguna estaba dispuesta a reunirse con ellas en el Tel’aran’rhiod, excepto las hermanas comprometidas con Egwene, y éstas sólo lo hacían obedeciendo órdenes. Anaiya denominó los encuentros como «lecciones de humildad bastante compendiosas», y no parecía en absoluto divertida.

—No puede haber tantos Shaido —murmuró Egwene. No se habían echado hierbas olorosas a la segunda carga de carbón, que empezaba a apagarse en débiles ascuas; los ojos le escocían por el humo que flotaba en el aire. Encauzar para dispersarlo también disiparía el calor—. Parte de esto ha de ser obra de bandidos. —Después de todo, ¿quién distinguiría un pueblo vacío cuyos habitantes han huido de los forajidos de otro que se ha abandonado huyendo de los Shaido? Sobre todo si el rumor provenía de tres, cuatro o cinco bocas distintas—. Ciertamente hay bandidos de sobra por la zona para que sean responsables de algunas de esas cosas. —La mayoría de ellos se autoproclamaban Juramentados del Dragón, cosa que tampoco era una ayuda. Movió los hombros para aliviar los músculos agarrotados.

De repente se dio cuenta de que Siuan tenía la mirada fija en la nada, tan absorta que parecía a punto de caerse de la banqueta.

—Siuan, ¿te estás durmiendo? Puede que hayamos trabajado gran parte del día, pero todavía hay luz fuera. —Se veía por el agujero de ventilación, aunque daba la impresión de que iba menguando.

—Lo siento. —Siuan parpadeó—. Últimamente le estoy dando vueltas a una cosa, intentando decidir si compartirla con vos. Sobre la Antecámara.

—¡La Antecámara! ¡Siuan, si sabes algo de la Antecámara…!

—No sé nada —la interrumpió la otra mujer—. Es algo que sospecho. —Chasqueó la lengua con irritación—. A decir verdad, ni siquiera es una sospecha. Al menos, no sé qué sospechar. Pero veo una pauta.

—Entonces será mejor que me lo cuentes —instó Egwene. Siuan se había mostrado muy hábil en detectar pautas donde otras sólo veían una maraña.

Rebullendo en la banqueta, Siuan se inclinó hacia adelante.

—Es lo siguiente: aparte de Romanda y de Moria, las Asentadas elegidas en Salidar son… demasiado jóvenes. —Mucho había cambiado en ella, pero hablar de la edad de otras hermanas le resultaba obviamente incómodo—. Escaralde es la mayor, y no me cabe duda de que no sobrepasa en mucho los setenta. No puedo asegurarlo sin consultar los libros de novicias en Tar Valon o sin decírselo a ella, pero estoy todo lo segura que es posible dadas las circunstancias. Rara vez la Antecámara ha tenido más de una Asentada que no sobrepasara los cien años, ¡y aquí tenemos nueve!

—Pero Romanda y Moria son nuevas —adujo suavemente Egwene mientras apoyaba los codos en la mesa. Había sido un día muy largo—. Y ninguna de ellas es joven. Quizá deberíamos dar las gracias porque las demás lo son; de otro modo no se habrían mostrado dispuestas a ascenderme. —Podría haber señalado que la propia Siuan había sido elegida Amyrlin cuando tenía la mitad de años que Escaralde, pero habría sido cruel recordárselo.

—Quizá —musitó obstinadamente la otra mujer—. Romanda era una elección segura para la Antecámara tan pronto como apareció. Dudo que haya una Amarilla que se atreva a disputarle el puesto de Asentada. En cuanto a Moria… No adhiere a Lelaine, aunque ésta y Lyrelle probablemente pensaron que lo haría. No lo sé. Pero, tened esto presente: cuando se asciende a una mujer demasiado joven, hay una razón. —Respiró hondo—. Incluyendo cuando lo hicieron conmigo. —El dolor por la pérdida pasó fugazmente por su rostro, la pérdida de su condición de Amyrlin sin lugar a dudas, y quizá de todo lo dejado atrás para siempre, pero desapareció casi al instante. Egwene creía que no conocía a otra mujer con tanta entereza como Siuan Sanche—. En este caso, había suficientes hermanas con la edad adecuada para escoger, y me cuesta imaginar que cinco Ajahs no acaben de llegar a un acuerdo para nombrar a ninguna de ellas. Hay una pauta, y me propongo descifrarla.

Egwene no estaba de acuerdo. El cambio flotaba en el aire, aunque Siuan no quisiera verlo. Elaida había roto la tradición, casi había llegado a quebrantar la ley, al usurparle el puesto. Habían huido hermanas de la Torre y habían permitido que el mundo lo supiera, y eso último ciertamente no había sucedido jamás. Cambio. Las hermanas de mayor edad serían más dadas a aferrarse a las viejas costumbres, pero incluso entre ellas tenía que haber algunas que vieran que todo estaba cambiando. Seguramente ése era el motivo de que se hubiesen elegido mujeres más jóvenes, más abiertas a lo nuevo. ¿Debería ordenar a Siuan que dejase de perder el tiempo con eso? ¿O sería un gesto compasivo dejarla continuar? ¡Era tal su deseo de demostrar que el cambio que veía no estaba ocurriendo realmente!

Antes de que Egwene tuviese tiempo de tomar una decisión, Romanda entró en la tienda y se quedó parada, manteniendo abierto el faldón de la puerta. Fuera, las largas sombras se proyectaban sobre la nieve. La noche se acercaba con rapidez. El semblante de Romanda estaba igual de sombrío y tormentoso. Clavó una dura mirada en Siuan y espetó:

—¡Fuera!

Egwene hizo un mínimo gesto de asentimiento, pero Siuan ya se había levantado de la silla. Dio un paso vacilante y luego salió casi corriendo. Se esperaba de una hermana con la posición de Siuan que obedeciese prestamente no sólo a una Asentada, sino a cualquier otra con la fuerza de Romanda en el Poder.

Romanda dejó caer el faldón y abrazó la Fuente. El brillo del saidar la envolvió y la mujer tejió una salvaguardia contra oídos indiscretos en torno a la tienda, sin molestarse siquiera en fingir pedir permiso a Egwene.

—¡Eres una necia! —bramó—. ¿Durante cuánto tiempo pensabas que podrías mantenerlo en secreto? Los soldados hablan, muchacha. ¡Los hombres siempre hablan! Bryne tendrá suerte si la Antecámara no clava su cabeza en una pica.

Egwene se puso de pie lentamente, alisándose la falda. Esperaba que esto ocurriera, pero todavía tenía que ser cauta. El juego distaba mucho de haber terminado, y todo podía volverse en su contra en un abrir y cerrar de ojos. Tenía que disimular inocencia hasta que pudiera permitirse el lujo de no fingir.

—¿He de recordarte que tratar groseramente a la Sede Amyrlin es un delito, hija? —preguntó en cambio. ¡Llevaba tanto tiempo fingiendo y estaba tan cerca de alcanzar su objetivo!

—La Sede Amyrlin. —Romanda acortó la distancia que las separaba cruzando a zancadas las alfombras y se paró a un metro de ella. A juzgar por su mirada fulminante, la idea de aproximarse más le pasó por la cabeza—. ¡Eres una niña! ¡Tus posaderas aún recuerdan los últimos varazos recibidos de novicia! Después de esto, tendrás suerte si la Antecámara no te castiga en un rincón y te quita tus pocos juguetes. Si quieres evitarlo, me prestarás atención y harás lo que te diga. ¡Y ahora, siéntate!

Egwene hervía de rabia por dentro, pero se sentó. Era demasiado pronto.

Con un brusco y satisfecho cabeceo, Romanda se puso en jarras. Miró a Egwene como una tía severa que echa el sermón a una sobrina que se ha portado mal. Una tía muy, muy severa. O como un degollador con dolor de muelas.

—Esa reunión con Pelivar y Arathelle debe celebrarse, ahora que se ha acordado. Esperan a la Sede Amyrlin, y la verán. Acudirás con toda la pompa y la dignidad debidas a tu título y les dirás que yo hablo en tu nombre, tras lo cual, ¡mantendrás la boca cerrada! Quitarlos de tu camino requiere una mano firme y alguien que sepa lo que hace. Sin duda, Lelaine aparecerá aquí en cualquier momento para intentar hacer lo mismo, pero recuerda el aprieto en el que está. Me he pasado el día hablando con las otras Asentadas, y parece muy probable que los fracasos de Merilille y Merana se atribuyan a Lelaine en la próxima sesión de la Antecámara. De modo que si hay para ti alguna esperanza de ganar la experiencia que necesitarás para que esa estola no te quede grande, se halla conmigo. ¿Has entendido?

—Perfectamente —repuso Egwene en un tono que confiaba sonara sumiso. Si dejaba que Romanda hablase en su nombre, ya no habría lugar a dudas. La Antecámara y el mundo entero sabría quién tenía a Egwene al’Vere agarrada por el pescuezo.

Los ojos de Romanda parecieron taladrarla antes de que la mujer hiciese un gesto brusco de asentimiento.

—Espero que sea así. Me propongo destituir a Elaida de la Sede Amyrlin, y no permitiré que todo se vaya al garete porque una chiquilla cree que sabe lo bastante para cruzar la calle sin que nadie la lleve de la mano. —Resopló, se envolvió en la capa y salió airadamente de la tienda. La salvaguardia desapareció al mismo tiempo que ella.

Egwene se sentó y miró con el entrecejo fruncido el faldón de la entrada. ¿Una chiquilla? ¡Al infierno con ella! ¡Era la Sede Amyrlin! ¡Les gustase o no, la habían investido y tendrían que aceptarlo! Con el tiempo. Cogió el tintero y lo arrojó contra el faldón de la puerta.

Lelaine tuvo que echar la cabeza hacia atrás, evitando por un pelo la rociada de tinta.

—¡Vaya, qué geniecito! —dijo burlona mientras entraba.

Sin pedir permiso, como Romanda, abrazó la Fuente y tejió una salvaguardia para que nadie más oyera lo que tenía que decir. En contraste con la ira demostrada por Romanda, Lelaine parecía muy complacida consigo misma, frotándose las enguantadas manos y sonriendo.

—Supongo que no tengo que decirte que tu pequeño secreto se ha descubierto. Mal asunto para lord Bryne, pero creo que es demasiado valioso para matarlo. Tiene suerte de que opine así. Veamos. Imagino que Romanda te dijo que la reunión con Pelivar y Arathelle se celebrará, pero que tienes que dejar que sea ella la que hable, ¿me equivoco? —Egwene rebulló en la silla, pero Lelaine agitó la mano—. No hace falta que contestes. Conozco a Romanda. Infortunadamente para ella, me enteré de esto antes y, en lugar de venir corriendo hacia aquí, he estado sondeando a las otras Asentadas. ¿Quieres saber cuál es su opinión?

Egwene apretó los puños sobre el regazo, donde esperaba que el gesto pasara inadvertido.

—Deduzco que vas a decírmelo de todos modos.

—No estás en condiciones de adoptar ese tono conmigo —espetó secamente Lelaine, pero, al momento, su sonrisa reapareció—. La Antecámara está disgustada contigo. Muy disgustada. No sé con qué te ha amenazado Romanda, aunque no es difícil de imaginar, pero puedo superarlo. Por otro lado, Romanda ha incomodado a varias Asentadas con sus modos intimidatorios. Por lo tanto, excepto que quieras encontrarte con menos autoridad que la poca que tienes ahora, Romanda se llevará mañana una sorpresa cuando me designes a mí para hablar en tu nombre. Cuesta creer que Arathelle y Pelivar fueran lo bastante necios para poner en marcha algo así, pero se escabullirán con el rabo entre las piernas después de que haya terminado con ellos.

—¿Y cómo sé que no llevarás a cabo esas amenazas de todos modos? —Egwene confiaba en que su hablar entre dientes por la rabia sonase sólo malhumorado. ¡Luz, qué harta estaba de todo eso!

—Porque lo digo yo —espetó Lelaine—. ¿Es que no sabes a estas alturas que no tienes realmente autoridad en nada? La tiene la Antecámara, lo que significa entre Romanda y yo. Dentro de cien años quizá des la talla para llevar la estola, pero, por ahora, quédate callada, crúzate de brazos y deja que alguien que sabe lo que hace se encargue de derrocar a Elaida.

Una vez que Lelaine se hubo marchado, Egwene volvió a mirar al vacío desde su silla. Esta vez no permitió que la ira la dominara. «Quizá des la talla para llevar la estola». Casi lo mismo que Romanda había dicho. «Alguien que sepa lo que hace». ¿Estaría engañándose a sí misma? ¿Sería una chiquilla que podría malograr lo que una mujer con experiencia resolvería fácilmente?

Siuan entró en la tienda y se quedó parada, con expresión preocupada.

—Gareth Bryne acaba de estar aquí para informarme de que la Antecámara lo sabe —explicó amargamente—. Vino con la excusa de preguntar por sus camisas. ¡Él y sus malditas camisas! La reunión se ha acordado para mañana, en un lago situado a unas cinco horas hacia el norte. Pelivar y Arathelle ya se han puesto en camino. Y también Aemlyn. Representa a otra de las casas fuertes.

—Es más de lo que Romanda y Lelaine se han dignado contarme —dijo Egwene con idéntica acritud. No. Cien años dejándose llevar de la mano, agarrada por el pescuezo y mangoneada, o cincuenta o incluso cinco, y ya no estaría en condiciones de hacer otra cosa. Si tenía que dar la talla para llevar la estola, la daría ahora.

—¡Oh, rayos y centellas! —gimió Siuan—. ¡No lo soporto! ¿Qué dijeron? ¿Qué pasó?

—Como esperábamos, más o menos. —Egwene sonrió con una expresión de incredulidad que también se reflejó en su voz—. Siuan, no habrían puesto la Antecámara en mis manos mejor si les hubiese dicho cómo hacerlo.


Estaba oscureciendo cuando Sheriam llegó a su tienda, más pequeña incluso que la de Egwene. Si no hubiese sido la Guardiana, habría tenido que compartirla. Entró agachada y sólo tuvo tiempo para darse cuenta de que no estaba sola cuando se encontró escudada y derribada de bruces sobre el camastro. Aturdida, intentó gritar, pero un pico de la manta se metió dentro de su boca como una mordaza. El vestido y la ropa interior se soltaron de su cuerpo de golpe, como una pompa pinchada. Una mano le acarició la cabeza.

—Se suponía que debías informarme de todo, Sheriam. Esa chica planea algo y quiero saber qué es.

Tardó un buen rato en convencer a la persona que la interrogaba que le había contado cuanto sabía, que jamás se reservaría nada, ni una palabra. Cuando por fin se quedó sola, yació hecha un ovillo y llorando por los dolorosos verdugones, deseando amargamente no haber hablado jamás con ninguna hermana de la Antecámara.

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