Elayne se hizo a un lado tan pronto como cruzó el acceso, pero Nynaeve avanzó por el claro, ahuyentando saltamontes marrones de la hierba marchita y oteando aquí y allí en busca de los Guardianes. De un Guardián, mejor dicho. Un pájaro de plumaje rojo intenso pasó volando sobre el claro y desapareció. No se movía nada aparte de las hermanas; una ardilla gritó furiosamente en los árboles casi desnudos de hojas, y luego reinó el silencio. A Elayne le parecía imposible que esos tres pudieran haber pasado por la hierba sin dejar tras de sí un camino tan ancho como el que dejaba Nynaeve y, sin embargo, no distinguía señal alguna de que hubiesen estado allí.
Percibía a Birgitte en algún lugar a su izquierda, más o menos hacia el sudoeste, le parecía, y en buen estado de ánimo, obviamente sin encontrarse en peligro inminente. Careane, que formaba parte del círculo protector en torno a Sareitha y el Cuenco, ladeaba la cabeza casi como si percibiera algo. Por lo visto, su Cieryl se encontraba al sudeste. Lo que significaba que Lan estaba al norte. Curiosamente, el norte era la dirección hacia la que Nynaeve escudriñaba, sin dejar de murmurar entre dientes. Tal vez el matrimonio había despertado en ella alguna clase de percepción del hombre. Lo más probable era que hubiese captado un rastro que a ella se le había pasado por alto. Nynaeve era tan diestra en conocimientos de la vida del bosque como en las hierbas.
Desde donde Elayne se había situado al principio podía ver claramente a Aviendha a través del acceso; la Aiel escudriñaba las zonas altas de palacio como si esperase una emboscada. Por su postura, podría haber portado las lanzas, lista para lanzarse a la lucha vestida con su traje de montar. Sonrió al ver su empeño en ocultar la angustia por los problemas que tenía con el acceso, cuando era mucho más valiente que ella. Sin embargo, no podía evitar preocuparse al mismo tiempo. Aviendha era valerosa, sí, y Elayne no conocía a nadie que mantuviese la calma como la Aiel, pero también podría decidir que el ji’e’toh le exigía luchar cuando no quedaba más remedio que huir. El brillo que la envolvía era tan intenso que resultaba obvio que no podía absorber más saidar. Si uno de los Renegados apareciese…
«Debí quedarme con ella». Elayne rechazó la idea de inmediato. Diese la excusa que diese, Aviendha se daría cuenta de la verdad y a veces era tan susceptible como un hombre. Casi siempre, en realidad. Sobre todo cuando tenía que ver con su honor. Suspirando, Elayne dejó que las Atha’an Miere la apartaran del acceso a medida que lo cruzaban, si bien se mantuvo lo bastante cerca para oír si alguien gritaba al otro lado. Lo bastante para acudir en ayuda de Aviendha en un abrir y cerrar de ojos. Y por otra razón.
Las Detectoras de Vientos cruzaron por orden de rango, esforzándose por mantener el gesto impasible, pero incluso Renaile relajó los hombros tensos una vez que sus pies descalzos pisaron la alta hierba agostada. Algunas se sacudieron con un leve estremecimiento, rápidamente contenido, o volvieron la vista hacia atrás contemplando con los ojos muy abiertos el acceso. Todas, de la primera a la última, dirigieron una mirada desconfiada a Elayne al pasar ante ella, y dos o tres abrieron la boca, tal vez para preguntar qué hacía allí o quizá para pedirle —o decirle— que se moviera. Se alegró de que se apresuraran a seguir adelante obedeciendo las secas y apremiantes palabras de Renaile. Ya era bastante que pronto pudieran decir a las Aes Sedai lo que debían hacer para que, encima, empezaran ya con ella.
Aquella idea le provocó un vacío en el estómago, y lo nutrido de su número la hizo sacudir la cabeza. Poseían el conocimiento del clima para utilizar adecuadamente el Cuenco, pero aun así hasta Renaile había convenido —aunque a regañadientes— en que cuanto más Poder se dirigiese a través del Cuenco mayores posibilidades habría de arreglar el clima. Debía dirigirse con una precisión imposible excepto para una mujer sola o un círculo, sin embargo. De modo que tenía que ser un círculo completo de trece, entre las que, por supuesto, estarían incluidas Nynaeve, Aviendha y ella misma, y tal vez algunas Allegadas, pero obviamente Renaile intentaba saltar a la parte del acuerdo que decía que se les permitiría aprender cualquier habilidad que las Aes Sedai pudiesen enseñarles. La creación del acceso había sido la primera, y formar un círculo sería la segunda. Lo extraño era que no hubiese llevado a todas las Detectoras de Vientos que había en la bahía. ¡Imagina, intentar tratar con trescientas o cuatrocientas mujeres de ésas! Elayne dio las gracias a la Luz de que sólo hubiera veinte.
Pero no estaba allí para contarlas. A medida que cada Detectora de Vientos cruzaba el acceso, a poco más de un paso de distancia entre sí, Elayne se abrió para percibir la fuerza de cada una con el Poder. Con el lío de convencer a Renaile de que fuera y todo lo demás, antes sólo había tenido oportunidad de aproximarse lo bastante a unas pocas para comprobarlo. Por lo visto, el grado de rango entre las Detectoras de Vientos no se relacionaba con la edad ni con la fuerza; Renaile estaba lejos de ser la más fuerte, ni siquiera se contaba entre las tres o cuatro primeras; por otro lado, Senine, una mujer de cabello muy canoso y mejillas ajadas, se situaba casi al final. Hecho curioso, por las marcas en sus orejas parecía que Senine habría llevado en algún momento más de seis pendientes, y más gruesos de los que en ese momento lucía.
Clasificó y guardó información de rostros y nombres que conocía con una creciente sensación de complacencia. Era posible que las Detectoras de Vientos se hubiesen asegurado la primera mano de la partida, si se la podía llamar así, y Nynaeve y ella podrían encontrarse metidas en un buen problema, tanto con Egwene como con la Antecámara de la Torre, cuando las condiciones de su acuerdo se supieran, pero ninguna de esas mujeres se encontrarían en una posición particularmente alta entre las Aes Sedai. No baja, pero tampoco alta. Se exhortó para sus adentros a no ser petulante —no cambiaba nada lo que habían acordado—, pero resultaba muy difícil no hacerlo. Después de todo, aquéllas eran la flor y nata entre las Atha’an Miere. Al menos allí, en Ebou Dar. Y si hubiesen sido Aes Sedai, todas ellas, desde Kurin, con su pétrea mirada, hasta la propia Renaile, habrían escuchado cuando ella hablase y se habrían puesto de pie cuando hubiese entrado en una habitación. Si fueran Aes Sedai y se comportaran como debieran.
Y entonces llegó el final de la fila, y Elayne dio un respingo cuando una joven Detectora de Vientos de uno de los barcos más pequeños, una mujer de mejillas llenas llamada Rainyn, con la ropa de sencilla seda azul y apenas media docena de adornos colgando en la cadena que unía un pendiente de la oreja al de la nariz, pasó ante ella. Las dos aprendizas, la delgada Talaan con aspecto de chico y Metarra, de enormes ojos, cruzaron las últimas con expresión acosada. Aún no se habían ganado el anillo de la nariz, y menos la cadena, y un único aro fino de oro en la oreja izquierda equilibraba los tres de la derecha. Los ojos de Elayne las siguieron a las tres contemplándolas casi de hito en hito. Y sin casi.
Las Atha’an Miere se agruparon junto a Renaile de nuevo, casi todas, como ella, mirando ansiosamente a las Aes Sedai y el Cuenco. Las tres últimas mujeres se situaron detrás del todo, las aprendizas con el aire de quien duda de si tiene derecho a estar allí, mientras que Rainyn, cruzada de brazos a imitación de Renaile, no mostraba más seguridad que las otras dos. La Detectora de Vientos de una centella, el tipo de nave menor de los Marinos, rara vez se encontraba en compañía de la Detectora de Vientos de la Señora de las Olas de su clan, por no mencionar a la Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos. Rainyn igualaba en fuerza a Lelaine o a Romanda, y Metarra estaba al mismo nivel de la propia Elayne, en tanto que Talaan… Talaan, tan sumisa con su blusa de lino rojo y los ojos bajos casi siempre, se acercaba mucho a Nynaeve. Muchísimo. Lo que era más, Elayne sabía que ella aún no había alcanzado todo su potencial, al igual que Nynaeve. ¿Cuánto les faltaba a Metarra y a Talaan? Se había acostumbrado a la idea de que sólo Nynaeve y los Renegados la superaban en fuerza. Bueno, y Egwene, pero ella se había visto forzada, y su propio potencial, y el de Aviendha, igualaban el de Egwene. «Adiós a la propia complacencia», se dijo compungida. Lini le habría dicho que era lo que merecía por dar las cosas por sentadas.
Riendo para sí, Elayne se volvió para comprobar cómo le iba a Aviendha, pero las componentes del Círculo se encontraban paradas, como si hubiesen echado raíces en un punto delante del acceso, encogidas bajo las frías miradas de Careane y Sareitha. Todas excepto Sumeko, y tampoco ella se movía a pesar de sostener las miradas de las hermanas. Kirstian parecía a punto de echarse a llorar.
Reprimiendo un suspiro, Elayne condujo a las Allegadas para quitarlas del camino de los mozos de cuadra, que esperaban a pasar con los caballos. Las mujeres de Círculo la siguieron como corderos —ella era la pastora, y Merilille y las otras, los lobos— y se habrían movido más rápido de no ser por Ispan.
Famelle, una de las únicas cuatro componentes del Círculo que no tenían canas o el cabello blanco, y Eldase, una mujer de ojos fieros salvo cuando miraba a una Aes Sedai, sostenían a Ispan por los brazos. Parecían incapaces de decidirse entre sujetarla lo suficiente para mantenerla erguida y no apretarla demasiado, con el resultado de que la hermana Negra se movía arriba y abajo, como una boya en el agua, hundiéndose al flexionar las rodillas cuando aflojaban los dedos y luego irguiéndose de nuevo antes de caerse del todo.
—Perdonadme, Aes Sedai —murmuraba sin cesar Famelle a Ispan con un ligero acento tarabonés—. Oh, lo siento, Aes Sedai.
Eldase se encogía y soltaba un pequeño gemido cada vez que Ispan tropezaba. Como si Ispan no hubiese tenido que ver en el asesinato de dos de las suyas y sólo la Luz sabía de cuántos otros. Se preocupaban por una mujer que iba a morir. Los asesinatos en los que había conspirado en la Torre bastaban para condenarla por sí mismos.
—Llevadla a un lado —ordenó Elayne haciendo un ademán hacia el claro.
La obedecieron, realizando reverencias y a punto de dejar caer a Ispan, musitando disculpas a Elayne y a la prisionera encapuchada. Reanne y las demás las siguieron presurosas, sin dejar de lanzar miradas ansiosas a las hermanas agrupadas junto a Merilille.
Casi de inmediato la guerra de miradas comenzó de nuevo: las Aes Sedai a las Allegadas, éstas a las Detectoras de Vientos, y las Atha’an Miere a cualquiera sobre quien posaran sus ojos. Elayne apretó los dientes. No iba a gritarles. Nynaeve siempre obtenía mejores resultados con gritos, pero ella no quería meterles un poco de sentido común sacudiéndolas de una en una, hasta que los dientes les castañetearan. Incluida Nynaeve, que se suponía debería estar organizando a todo el mundo, en lugar de escudriñar los árboles. Pero ¿qué pasaría si fuese Rand el que pudiera morir a menos que ella encontrase un modo de salvarlo?
De repente se le llenaron los ojos de lágrimas ardientes. Rand iba a morir, y no había nada que ella pudiese hacer para impedirlo.
—Gracias, Lini —musitó. A veces su vieja nodriza era irritante, jamás admitía que alguna de las niñas que había tenido a su cargo había crecido, pero sus consejos siempre eran buenos. Sólo porque Nynaeve no cumpliera con sus obligaciones no era motivo para que ella descuidara las suyas.
Los criados habían empezado a cruzar con los caballos al trote nada más haber pasado las Allegadas, comenzando con los animales de carga. Ninguno de esos animales transportaban cosas tan frívolas como vestidos. Podían caminar si los caballos para montar se tenían que dejar al otro lado del acceso, y llevar la misma ropa si los restantes de carga tenían que quedarse atrás, pero lo que iba en aquellos primeros no se podía dejar a los Renegados. Elayne llamó con un gesto a la mujer de tez curtida como el cuero que conducía al primero para que la siguiera, quitándose del paso de los demás.
Desató y retiró la rígida cubierta de una de las alforjas de mimbre, dejando a la vista un montón de lo que parecían ser desechos metidos de modo que cupiese la mayor cantidad posible de ellos, algunos envueltos en trapos que se caían a trozos. Probablemente la mayor parte era cochambre. Elayne abrazó el saidar y empezó la clasificación. Un peto oxidado fue a parar al suelo, junto con la pata rota de una mesa, una fuente rajada, una jarra de peltre muy abollada y un rollo de tela podrida que casi se deshizo entre sus dedos.
El almacén donde habían encontrado el Cuenco de los Vientos había estado abarrotado con cosas que deberían estar en la basura, mezcladas con otros objetos de Poder aparte del Cuenco, algunos guardados en barriles y baúles comidos por la carcoma y otros amontonados de cualquier manera. Durante cientos y cientos de años las Allegadas habían escondido todas las cosas que encontraron que tenían conexión con el Poder, temerosas de utilizarlas y también de entregarlas a las Aes Sedai. Hasta aquella mañana. Era la primera ocasión que tenía Elayne de ver lo que merecía la pena guardarse. Quisiera la Luz que los Amigos Siniestros no se hubiesen llevado nada importante; habían arramplado con algo, si bien menos de una cuarta parte de lo que contenía la habitación, porquería incluida. Quisiera la Luz que encontrara algo que les fuese útil. Había muerto gente por sacar esas cosas del Rahad.
No encauzó, sino que se limitó a asir el Poder mientras sacaba cada objeto. Una taza de barro desportillada, tres platos rotos, un vestido de niño apolillado y una vieja bota con un agujero en un lado también acabaron en el suelo. Una piedra cincelada, poco más grande que su mano —al tacto daba la impresión de ser piedra, y podría estar cincelada, aunque por alguna razón no parecía obra del cincel—, toda ella llena de curvas de color azul profundo, vagamente semejantes a raíces, pareció calentarse ligeramente al tocarla; tenía una… resonancia con el saidar. Era el término más preciso que se le ocurría. No tenía ni idea de la función para la que servía, pero indudablemente se trataba de un ter’angreal. Lo dejó al otro lado, separado del montón de desechos.
Éste siguió creciendo, pero también lo hizo el otro, aunque más despacio, con cosas que no tenían nada en común salvo la reacción de un débil aumento de temperatura al tocarlo y la sensación de reflejar el Poder como un eco: una caja pequeña que tenía el tacto de marfil, cubierta de franjas rojas y verdes de intensidad irregular, que dejó en el suelo cuidadosamente, sin abrir la tapa de bisagras, ya que nunca se sabía qué podía accionar un ter’angreal; una varita negra, no más gruesa que su dedo meñique y de tres palmos de largo, rígida pero aun así tan flexible que seguramente habría podido doblarla hasta que se tocaran sus puntas; un frasquito que podría ser cristal, con tapón, que contenía un líquido rojo oscuro; la estatuilla de un hombre robusto, barbudo, con una sonrisa jovial, que sostenía un libro; esta talla, que medía unos cincuenta centímetros, parecía de bronce oscurecido por el paso del tiempo, y Elayne tuvo que sacarla con las dos manos. Y más cosas, en su mayoría, desechos. Ninguna era lo que quería realmente. Todavía.
—¿Es un buen momento para hacer esto? —preguntó Nynaeve, que se había inclinado sobre el pequeño montón de ter’angreal y se irguió prestamente mientras torcía el gesto y se frotaba la mano contra la falda—. Esa varita comunica… dolor —murmuró.
La mujer de rostro severo que sujetaba el arreo del caballo de carga parpadeó y se apartó de la varita. Elayne miró el objeto —las sensaciones que Nynaeve percibía de vez en cuando al tocar objetos podían resultar útiles—, pero siguió clasificando los que había en el cesto. Desde luego, había habido mucho dolor últimamente para tener que soportar más. Tampoco es que las percepciones de Nynaeve fueran siempre tan precisas. Tal vez la varita había estado donde se había infligido un gran dolor sin ser ella la causa. Casi había vaciado la alforja de mimbre, y algo de lo cargado al otro lado del caballo tendría que cambiarse para equilibrar el peso.
—Si hay un angreal entre todo esto, Nynaeve, me gustaría encontrarlo antes de que Moghedien nos dé un toquecito en el hombro.
La antigua Zahorí gruñó ásperamente, pero se asomó al cesto de mimbre.
Tras echar al suelo otra pata de mesa —con ésta ya sumaban tres, todas diferentes—, Elayne echó una ojeada al claro. Todos los animales de carga habían cruzado y las monturas estaban pasando por el acceso, abarrotando los espacios entre los árboles en medio de mucha confusión y bullicio. Merilille y las otras Aes Sedai ya habían subido a las suyas, disimulando apenas su impaciencia por partir, en tanto que Pol se afanaba con las alforjas de su señora; pero las Detectoras de Vientos… Garbosas a pie y garbosas en sus barcos, no estaban acostumbradas a los caballos. Renaile intentaba montar por el lado equivocado, y la apacible yegua elegida para ella giraba en lentos círculos alrededor del caballerizo que sujetaba la brida con una mano mientras con la otra se tiraba del pelo por la frustración e intentaba en vano corregir a la Detectora de Vientos. Dos de las mujeres que trabajaban en los establos trataban de aupar a Dorile, que servía a la Señora de las Olas del clan Somarin, a la silla, en tanto que una tercera agarraba la cabeza del rucio y mostraba el gesto tirante de quien procura no reírse. Rainyn había subido a un castrado pardo de patas largas, pero, a saber cómo, sin meter ningún pie en los estribos ni asir las riendas, y con muchos problemas para encontrar cualquiera de ellos. Y esas tres parecían las que menos dificultades habían tenido. Los caballos relinchaban, caracoleaban y giraban los ojos, y las Detectoras de Vientos gritaban maldiciones en voz tan alta que podrían haberse oído por encima de un vendaval. Una de ellas asestó tal puñetazo a uno de los criados que el hombre cayó grogui al suelo, y otros tres caballerizos intentaban coger los caballos que se habían soltado y andaban libres.
También vio lo que esperaba, puesto que Nynaeve había dejado de otear los árboles. Lan se encontraba junto a su caballo de batalla negro, Mandarb, dividiendo la vigilancia entre la línea de árboles, el acceso y Nynaeve. Birgitte salió del bosque caminando a buen paso y sacudiendo la cabeza, y al cabo de un momento, Cieryl apareció trotando, pero sin aire de urgencia. No había nada ahí fuera que los amenazase o pudiera causarles molestias.
Nynaeve la observaba atentamente, enarcadas las cejas.
—No he dicho nada —manifestó Elayne. Su mano se cerró sobre algo pequeño. Envuelto en un trapo apolillado que quizás en otro tiempo fuera blanco. O marrón. Al punto supo lo que había debajo.
—Más te vale —rezongó Nynaeve, sin molestarse en bajar la voz—. No soporto a las mujeres que meten sus narices en los asuntos de otros.
Elayne pasó por alto el comentario sin respingar siquiera; se enorgullecía de no haber tenido que morderse la lengua.
Retiró el trozo de tela podrido y dejó a la vista un pequeño broche de ámbar con forma de tortuga. Al menos parecía ámbar, y tal vez lo había sido en algún momento, pero cuando la joven se abrió a la Fuente a través de él, el saidar fluyó impetuoso dentro de ella, un torrente en comparación con lo que habría absorbido por sí misma sin correr peligro. No era un angreal potente, pero sí mucho mejor que nada. Con él podía asimilar el doble de Poder que Nynaeve, y ésta lo haría aún mejor. Soltó el flujo extra de saidar y deslizó el broche en su escarcela con una sonrisa de felicidad antes de reanudar la búsqueda. Donde había uno, podía haber más. Y ahora que tenía uno para estudiarlo, tal vez fuese capaz de dilucidar cómo crear un angreal. Eso era algo que deseaba desde hacía tiempo. Tuvo que esforzarse para no sacar de nuevo el broche y empezar a sondearlo allí mismo.
Vandene, que había estado observando a Nynaeve y a ella durante un rato, taconeó a su castrado en su dirección; al llegar a su lado desmontó. La caballeriza que iba a la cabeza de los caballos de albardón se las ingenió para hacer una reverencia decente aunque con torpeza, que era más que lo que había hecho con Nynaeve y ella.
—Eres prudente, y eso está bien —dijo Vandene a Elayne—. Pero quizá sería mejor dejar esas cosas en paz hasta que se encuentren en la Torre.
Elayne apretó los labios. ¿En la Torre? Hasta que pudieran ser examinadas por otras, eso era realmente lo que quería decir. Alguien de más edad y supuestamente con más experiencia.
—Seguiré con ello, Vandene. Después de todo, yo he creado ter’angreal, algo que ninguna otra persona viva ha sido capaz de hacer. —Había enseñado las nociones básicas a algunas hermanas, pero ninguna había cogido el truco para cuando se marchó hacia Ebou Dar.
La Verde mayor asintió mientras se golpeaba la palma de la mano con las riendas en actitud ociosa.
—Martina Janata también sabía lo que hacía, según tengo entendido —comentó como sin darle importancia—. Fue la última hermana que realmente se dedicó a estudiar los ter’angreal. Lo hizo durante cuarenta años, casi desde el momento que alcanzó el chal. También era muy cuidadosa, al parecer. Entonces, un día, la doncella de Martina la encontró inconsciente en el suelo de su sala de estar. Víctima de la consunción. —Incluso en un tono coloquial aquellas palabras fueron como una bofetada. Empero, la voz de Vandene no se alteró un ápice—. Su Guardián murió de la impresión, algo que no resulta sorprendente en casos así. Cuando Martina volvió en sí, tres días después, no recordaba en qué había estado trabajando, ni nada de lo ocurrido la semana anterior. De eso hace más de veinte años, y nadie desde entonces ha tenido coraje suficiente para tocar cualquiera de los ter’angreal que se encontraban en su cuarto. Sus notas mencionaban hasta el último de ellos, y todo lo que había descubierto era inocuo, inocente, incluso frívolo, pero… —Vandene se encogió de hombros—. Dio con algo que no esperaba.
Elayne echó una ojeada a Birgitte y se encontró con que ésta la estaba mirando también. No necesitaba ver el ceño preocupado de la arquera; se reflejaba en su mente, en esa pequeña parte que era Birgitte y en el resto. La mujer percibía su preocupación y viceversa, hasta el punto en que a veces resultaba difícil distinguir cuál pertenecía a quién. Ponía en riesgo algo más que a sí misma, pero sabía lo que hacía. Más que cualquiera, al menos. E incluso si ninguno de los Renegados aparecía, necesitaban todos los angreal que pudiese encontrar.
—¿Qué le ocurrió a Martina? —preguntó en voz queda Nynaeve—. Posteriormente, quiero decir. —Le resultaba casi imposible saber que alguien había sufrido un mal sin desear curarlo; quería Curar todo.
Vandene torció el gesto. Había sido ella la que había sacado a colación el caso de Martina, pero a las Aes Sedai no les gustaba hablar de mujeres que se habían consumido o habían sido neutralizadas. No les hacía gracia recordarlas.
—Desapareció una vez que se encontró bien para marcharse de la Torre —se apresuró a contestar—. Lo que importa recordar es que era muy cuidadosa. No la conocí, pero me contaron que manejaba cada ter’angreal como si no supiese cómo iba a reaccionar a continuación, hasta el que fabrica el paño de las capas de los Guardianes, y nadie ha sido capaz de lograr que realice otra cosa distinta. Era muy precavida, pero no le sirvió de nada.
Nynaeve puso un brazo alrededor del canasto casi vacío.
—Quizá realmente deberías… —empezó.
—¡Noooo! —chilló Merilille.
Elayne giró velozmente sobre sí misma a la par que se abría de nuevo a través del angreal, consciente sólo a medias de que el saidar también fluía en Nynaeve y Vandene. El brillo del Poder surgió en torno a todas las mujeres del claro que podían abrazar la Fuente. Merilille estaba echada hacia adelante en la silla de montar, con los ojos desorbitados y una mano extendida hacia el acceso. Elayne frunció el entrecejo. Allí no había nadie, excepto Aviendha y los últimos cuatro Guardianes, todos sobresaltados cuando empezaban a alejarse del acceso y buscando el peligro con las espadas medio desenvainadas. Entonces reparó en lo que Aviendha estaba haciendo y casi perdió contacto con el saidar por la impresión.
El acceso temblaba mientras Aviendha deshacía cuidadosamente el tejido que había hecho. Se estremeció y se dobló, los bordes se tornaron irregulares. Los últimos flujos se soltaron y, en lugar de desvanecerse de golpe, el agujero titiló, de manera que la imagen del patio a través de él se fue borrando hasta acabar evaporándose como niebla al sol.
—¡Eso es imposible! —dijo Renaile con incredulidad. Un murmullo estupefacto de acuerdo se alzó entre las Detectoras de Vientos.
Las Allegadas miraban atónitas a Aviendha, abriendo y cerrando la boca sin emitir sonidos. Elayne asintió lentamente a despecho de sí misma. Obviamente era posible, pero una de las primeras cosas que le habían advertido de novicia era que nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia, intentara lo que Aviendha acababa de realizar. Le habían dicho que deshacer un tejido, cualquier tejido, en lugar de dejar que se disipase, siempre acarreaba un desastre inevitable. Inevitable.
—¡Muchacha estúpida! —barbotó Vandene con una expresión tormentosa en el semblante. Se acercó a zancadas a Aviendha arrastrando tras de sí a su castrado—. ¿Eres consciente de lo que has estado a punto de provocar? ¡Un desliz, uno solo, y quién sabe cómo se habría partido el tejido y las consecuencias que habría tenido! ¡Podrías haber destruido todo lo que hay en cien pasos a la redonda! ¡En quinientos! ¡Todo! Podrías haberte provocado la consunción y…
—Era necesario —la interrumpió Aviendha. Un coro de protestas se alzó entre las Aes Sedai montadas que se agolpaban alrededor de Vandene, pero la Aiel las miró ferozmente y alzó su voz sobre las de ellas—. Conozco el peligro, Vandene Namelle, pero era necesario. ¿Es ésta otra de las cosas que vosotras, las Aes Sedai, no sabéis hacer? Las Sabias dicen que cualquier mujer puede aprender, si se le enseña, algunas más y otras menos, pero cualquiera puede si sabe cómo deshacer un bordado. —Hablaba sin tono de sorna. Casi.
—¡Esto no es ningún bordado, muchacha! —La voz de Merilille sonaba como el hielo en pleno invierno—. ¡Cualquiera que sea el supuesto entrenamiento que se imparte entre tu gente, es imposible que sepáis con lo que estáis jugando! ¡Tendrás que prometerme, que jurarme, que no volverás a hacerlo!
—Su nombre debería estar en el libro de novicias —dijo con tono firme Sareitha, que seguía sosteniendo el Cuenco contra su pecho—. Siempre lo he dicho. Debería apuntársela en el libro.
Careane asintió mientras su mirada severa parecía tomar medidas a Aviendha para el vestido de novicia.
—De momento tal vez no sea necesario —dijo Adeleas a la Aiel mientras se inclinaba sobre la silla de montar—, pero debes dejar que te guiemos. —El tono de la hermana Marrón era mucho más suave que el de las otras; sin embargo, no estaba haciendo ninguna sugerencia.
Tal vez un mes antes Aviendha habría empezado a encogerse bajo todas aquellas miradas desaprobadoras de Aes Sedai, pero no en ese momento. Elayne se abrió paso apresuradamente entre los caballos antes de que su amiga decidiera desenvainar el cuchillo que acariciaba en ese momento. O hacer algo peor.
—Quizás alguien debería preguntar por qué pensó que era necesario —intervino al tiempo que rodeaba los hombros de la Aiel, tanto para mantenerle los brazos pegados al cuerpo como en un gesto de consuelo.
Aviendha no la incluyó en la mirada exasperada que dirigió a las otras hermanas.
—Así no quedan residuos —contestó en tono paciente. Demasiado—. Los residuos de un tejido de este tamaño podrían distinguirse hasta dentro de dos días.
Merilille resopló, un sonido muy fuerte para salir de un cuerpo tan menudo.
—Ése es un Talento muy escaso, muchacha. Ni Teslyn ni Joline lo tienen. ¿O es que acaso vosotras, las Aiel, también aprendéis eso?
—Pocas pueden hacerlo —admitió sosegadamente Aviendha—. Pero yo sí. —Sus palabras suscitaron otra clase de mirada, incluso de Elayne; verdaderamente era un Talento muy poco corriente. Pero ella no pareció advertirlo—. ¿Es que afirmáis que ninguno de los Depravados de la Sombra puede hacerlo? —continuó. La tensión de su hombro bajo la mano de Elayne denotaba que no estaba tan serena como aparentaba—. ¿Sois tan necias como para dejar rastros que puedan seguir vuestros enemigos? Cualquiera que sea capaz de interpretar los residuos podría abrir un acceso en este mismo lugar.
Eso habría requerido una gran destreza, una destreza enorme, pero la sugerencia bastó para que Merilille parpadease. Adeleas abrió la boca y luego la cerró sin decir nada, y Vandene frunció el entrecejo con gesto pensativo. Sareitha sólo dejó translucir preocupación. ¿Quién sabía qué Talentos tenían los Renegados y la medida de su pericia?
Cosa extraña, toda la ferocidad de Aviendha desapareció de golpe. Sus ojos se bajaron y sus hombros aflojaron la tensión.
—Quizá no debí correr el riesgo —musitó—. Con aquel hombre observándome no era capaz de pensar con claridad, y cuando desapareció… —Parte de su empuje reapareció, pero no mucho—. No creo que un hombre pueda interpretar mis tejidos —le explicó a Elayne—, pero si era uno de los Depravados de la Sombra o incluso el gholam… Los Depravados de la Sombra saben mucho más que cualquiera de nosotras. Si me equivoqué, tengo un gran toh. Pero no lo creo. No, no lo creo.
—¿Qué hombre? —demandó Nynaeve.
Llevaba el sombrero torcido de haber pasado entre los caballos, y ello, junto con el ceño con que miró a todas sin excepción, la hacían parecer lista para una pelea. A lo mejor era así. El castrado de Careane la empujó de manera accidental con el hombro y ella le atizó un manotazo en el hocico.
—Algún criado —dijo Merilille, quitándole importancia—. A pesar de las órdenes de Tylin, los sirvientes altaraneses son un puñado de rebeldes. O tal vez era su hijo; ese chico es demasiado curioso.
Las hermanas que estaban alrededor asintieron.
—Difícilmente uno de los Renegados se habría limitado a observar —añadió Careane—. Tú misma lo dijiste. —No dejaba de dar palmaditas al cuello del castrado mientras dirigía una mirada acusadora a Nynaeve. Careane era una de esas personas que sentían por su caballo la clase de afecto que la mayoría de la gente reservaba para los bebés.
—Tal vez fuera un criado o tal vez Beslan. Tal vez —dijo Nynaeve.
Sin embargo, el modo en que aspiró el aire por la nariz dejó claro que no lo creía así. O que quería que las otras pensaran que no lo creía; era capaz de decir a alguien a la cara que era idiota de remate, pero si a cualquier otra persona se le ocurría decir lo mismo, salía en defensa de aquél hasta quedarse ronca. Por supuesto, todavía no parecía haber decidido si Aviendha le caía bien, pero lo que sí tenía muy claro era que no le gustaban las Aes Sedai de más edad. Se colocó el sombrero casi derecho y su mirada ceñuda pasó sobre todas antes de seguir hablando.
—Tanto si fue Beslan como el Oscuro en persona, no tiene sentido quedarnos aquí todo el día. Hemos de prepararnos y partir hacia la granja. ¿Y bien? ¡Moveos! —Dio una fuerte palmada e incluso Vandene respingó.
Poco quedaba por preparar cuando finalmente las hermanas se apartaron con sus caballos. Lan y los otros Guardianes no se habían quedado sentados una vez que comprendieron que no había peligro. Algunos de los criados habían regresado a través del acceso antes de que Aviendha lo deshiciera, pero el resto permanecía con la docena, más o menos, de animales de carga y miraban de vez en cuando a las Aes Sedai, obviamente preguntándose qué maravilla harían a continuación. Todas las Detectoras de Vientos estaban montadas, aunque torpemente, y sostenían las riendas como si esperaran que sus caballos salieran disparados en cualquier momento, o quizá que les creciesen alas y alzaran el vuelo. También habían montado ya las componentes del Círculo, con bastante más gracia, sin preocuparles que las faldas y enaguas les quedaran subidas más arriba de las rodillas, y con Ispan todavía encapuchada y atada sobre una silla, atravesada como un fardo. De todos modos no habría podido ir sentada en un caballo; sin embargo, hasta Sumeko abría mucho los ojos cada vez que los ponía en ella.
Nynaeve dirigió una mirada fulminante alrededor, dispuesta a flagelar con su hiriente lengua a todo el mundo para que hiciera lo que ya estaba hecho, pero entonces Lan le tendió las riendas de su gorda yegua marrón. Había rehusado categóricamente el regalo de un caballo mejor por parte de Tylin. Su mano tembló un poco al tocar la de Lan, y su cara cambió de color mientras se tragaba la ira que había estado a punto de soltar. Cuando él unió las manos para que apoyara el pie y montara, la mujer lo miró un instante como preguntándose qué pretendía y luego enrojeció de nuevo mientras la impulsaba hasta la silla. Elayne sacudió la cabeza; confiaba en que ella no se volvería idiota al casarse. Si es que se casaba.
Birgitte llevó su yegua gris plateada y el alazán claro que montaba Aviendha, pero pareció entender que quería hablar en privado con la Aiel. Asintió, casi como si Elayne hubiese dicho algo, se encaramó a su castrado pardo y fue a reunirse con los otros Guardianes que esperaban. Éstos la recibieron con leves inclinaciones de cabeza y todos empezaron a deliberar sobre algo en voz baja. A juzgar por las ojeadas que echaban a las hermanas, tenía «algo» que ver con proteger a las Aes Sedai tanto si éstas querían como si no. Incluida ella, advirtió malhumorada Elayne. Sin embargo, no había tiempo para ocuparse de eso. Aviendha manoseaba torpemente las riendas de su caballo y miraba al animal del modo que una novicia miraría una cocina llena de ollas grasientas. A buen seguro, para la Aiel no había gran diferencia entre tener que fregar ollas y tener que cabalgar.
Mientras se ajustaba los guantes verdes, Elayne se las ingenió para desplazar a Leona como por casualidad, de manera que interpuso al animal entre los demás y ellas dos, y entonces rozó el brazo de Aviendha.
—Hablar con Adeleas y Vandene podría ser de ayuda —comentó con delicadeza. Tenía que abordar el asunto con mucho cuidado, tanto como para examinar cualquier ter’angreal—. Son lo bastante mayores para saber más de lo que imaginas. Ha de haber una razón para que hayas tenido… dificultades con el Viaje. —Era un modo muy suave de plantearlo. Al principio, Aviendha había estado a punto de no conseguir que el tejido funcionara ni poco ni mucho. Mucho cuidado. Aviendha era muchísimo más importante que cualquier ter’angreal—. Tal vez pueden ayudarte.
—¿Y cómo? —La Aiel tenía la vista prendida en la silla de su montura—. No saben Viajar. ¿Cómo van a poder ayudarme? —De repente sus hombros se hundieron y volvió la cabeza hacia Elayne. Increíblemente, las lágrimas brillaban en sus verdes ojos—. Eso no es verdad, al menos no del todo. Ellas no pueden ayudarme, pero… Tú eres mi medio hermana y tienes derecho a saberlo. Creen que me dejé asustar por un criado. Si pido ayuda, todo saldrá a relucir. Se sabrá que una vez Viajé para huir de un hombre, un hombre que en el fondo de mi corazón esperaba que me alcanzara. Que huí como un conejo. Que huí deseando ser atrapada. ¿Cómo voy a confesarles semejante vergüenza? Aun en el caso de que pudieran ayudarme, ¿cómo iba a decírselo?
Elayne deseó no haberse enterado. Al menos de la parte de darle alcance, del hecho de que Rand la había pillado. Cogiendo la chispa de celos que de pronto había prendido en su corazón, Elayne la enterró en el rincón más recóndito de su mente y, para más seguridad, pisoteó la tierra en sentido figurado. «Si una mujer hace el tonto, busca el motivo y darás con un hombre». Era uno de los refranes favoritos de Lini. Otro era: «Los gatitos te enredan el hilo, los hombres el entendimiento, y para unos y otros hacerlo es tan sencillo como respirar». Respiró hondo.
—Nadie lo sabrá por mí, Aviendha. Te ayudaré todo lo posible, si es que se me ocurre cómo. —A decir verdad, no se le ocurría qué podía hacer. Aviendha era extraordinariamente rápida en pillar cómo se formaban los tejidos, mucho más que ella.
La Aiel se limitó a asentir con la cabeza y subió torpemente a la silla, aunque con un poco más de gracia que las Atha’an Miere.
—Había un hombre observando, Elayne, y no era un criado. —Luego, mirando a los ojos a su amiga, añadió—: Me asustó. —Una confesión que seguramente no habría hecho a ninguna otra persona en el mundo.
—Ahora estamos a salvo de él, quienquiera que fuese —contestó Elayne al tiempo que hacía dar la vuelta a Leona para seguir a Nynaeve y a Lan fuera del claro. Lo más probable era que se tratara de un sirviente, aunque eso no se lo diría a nadie, y menos a Aviendha—. Estamos a salvo, y dentro de poco llegaremos a la granja de las mujeres del Círculo, utilizaremos el Cuenco y el mundo volverá a la normalidad. —Bueno, hasta cierto punto. El sol parecía encontrarse más bajo, pero sabía que sólo eran imaginaciones suyas. Por una vez, le habían ganado la mano a la Sombra.
Detrás de una celosía blanca de hierro forjado, Moridin vio cómo el último caballo desaparecía a través del acceso, y luego la joven mujer alta y los cuatro Guardianes. Cabía la posibilidad de que llevaran con ellos algún objeto que le fuera de utilidad —un angreal adaptado para los varones, por ejemplo— pero las posibilidades eran escasas. En cuanto al resto, los ter’angreal, lo más probable era que se mataran a sí mismas intentando dilucidar cómo usarlos. Sammael era un necio por haber arriesgado tanto para apoderarse de una colección de quién sabía qué. Claro que Sammael nunca había sido ni la mitad de listo de lo que él se creía. En cuanto a él, no alteraría sus planes sólo por un si acaso, por ver qué migajas de civilización podía hallar. Únicamente la curiosidad lo había llevado allí; le gustaba saber lo que otros consideraban importante. Pero todo era basura.
Iba a volverse cuando de repente el perfil del acceso empezó a doblarse y a temblar. Petrificado, no apartó la vista hasta que el acceso se… disolvió, simplemente. Nunca había sido un hombre dado a soltar palabras malsonantes, pero varias acudieron a su mente. ¿Qué había hecho la mujer? Esas bárbaras incultas guardaban demasiadas sorpresas. Un modo de Curar la sección del Poder, por imperfecto que fuese el resultado. ¡Algo imposible de hacer! Pero se había hecho. Formar anillos involuntarios. Los Guardianes y el vínculo que compartían con las Aes Sedai. Eso lo sabía hacía mucho, mucho tiempo, pero cada vez que creía que les tenía tomadas las medidas, esas primitivas revelaban una nueva habilidad, hacían algo que ni en sueños había imaginado nadie de su propia Era. ¡Algo desconocido para el pináculo de la civilización! ¿Qué había hecho esa chica?
—¿Gran Amo?
Moridin apenas volvió la cabeza de la ventana.
—¿Sí, Madic? —Maldita fuese su alma, ¿qué había hecho la chica?
El hombre calvo y de rostro alargado, vestido con uniforme verde y blanco, que había entrado en la habitación hizo una profunda reverencia antes de caer de rodillas. Madic era uno de los sirvientes principales de palacio y poseía una dignidad pomposa que incluso en ese momento intentó mantener. Moridin había visto hombres a los que, ocupando una posición mucho más alta, el intento no les había salido tan bien como a él.
—Gran Amo, me he enterado de lo que las Aes Sedai trajeron a palacio esta mañana. Se comenta que encontraron un gran tesoro escondido en los viejos tiempos, oro, joyas y piedras del corazón, artefactos de Shiota, Eharon e incluso de la Era de Leyenda. Cuentan que entre ellos hay cosas que utilizan el Poder Único. Se dice que uno puede controlar el clima. Nadie sabe dónde se dirigen, Gran Amo. El palacio bulle de hablillas, pero de cada boca sale un destino distinto.
Moridin había vuelto a examinar el patio de las caballerizas cuando Madic empezó a hablar. Los chismes ridículos sobre oro y cuendillar no tenían interés para él. Nada haría que un acceso se comportara de ese modo. A menos que… ¿Habría sido capaz esa chica de destejer la trama? La muerte no lo asustaba. Fríamente, consideró la posibilidad de haber visto una trama desenredándose. Y con éxito. Otro imposible llevado a cabo por una de ésas… Algo dicho por Madic atrajo su atención.
—¿El clima, Madic?
Las sombras de las torres de palacio apenas habían empezado a alargarse desde sus bases, pero no había una sola nube que escudara a la ciudad de cocerse bajo el sol.
—Sí, Gran Amo. Se llama el Cuenco de los Vientos.
El nombre no significaba nada para él, pero… ¿Un ter’angreal para controlar el clima? En su propia Era, el tiempo se había regulado cuidadosamente mediante ter’angreal. Una de las sorpresas de la era presente —de las menores, al parecer— era que había quienes podían manipular el tiempo hasta un grado que habría requerido uno de aquellos ter’angreal. Un artilugio de ese tipo no bastaría para afectar siquiera una zona amplia de un continente, pero ¿qué serían capaces de hacer esas mujeres con él? ¿Qué? ¿Y si formaban un anillo?
Aferró el Poder Verdadero sin pensarlo y los saa pasaron ante su vista como una negra cellisca. Sus dedos se cerraron fuertemente sobre las rejas de la celosía de hierro; el metal crujió y se retorció, no por su presión, sino por la de los zarcillos del Poder Verdadero, absorbido del propio Gran Señor, que se ceñían en torno a la obra de forja y apretaban a medida que lo hacía su mano por la ira. Al Gran Señor no le complacería eso. Había ejercido una gran presión desde su prisión a fin de alcanzar el mundo lo suficiente para detener las estaciones. Estaba impaciente por tocar más el mundo, por romper el vacío que lo retenía, y eso no le gustaría. La cólera envolvía a Moridin, la sangre le palpitaba en los oídos. Un instante antes no le había importado adónde iban esas mujeres, pero ahora… Algún lugar distante de allí. La gente que huía corría tan lejos y tan deprisa como podía. En algún lugar en el que se sintieran a salvo. Era inútil enviar a Madic a indagar, así como intentar sacar información a nadie de palacio; no eran tan tontas como para dejar atrás a nadie vivo que supiera su destino. A Tar Valon, no. ¿Y con al’Thor? ¿O con ese grupo de Aes Sedai rebeldes? En esos tres sitios tenía espías; algunos ni siquiera sabían que trabajaban para él. Antes de que llegase el final, todos estarían a su servicio. No permitiría que un fallo casual echara a perder sus planes.
De pronto le llegó otro sonido distinto al atronador pálpito de su furia, una especie de borboteo. Miró con curiosidad a Madic y se retiró un paso del charco que se extendía en el suelo. Al parecer, en su cólera había asido algo más que la celosía con el Poder Verdadero. Curioso, la cantidad de sangre que podía extraerse de un cuerpo humano al estrujarlo.
Dejó caer lo que quedaba del hombre sin lamentarlo; sólo pensó que cuando encontraran a Madic sin duda culparían a las Aes Sedai. Una pequeña contribución más al caos creciente en el mundo. Abrió un agujero en la urdimbre del Entramado y Viajó mediante el Poder Verdadero. Tenía que encontrar a esas mujeres antes de que utilizaran el Cuenco de los Vientos. Y si eso fallaba… No le gustaba la gente que se entremetía en sus planes. Quienes lo hacían y seguían vivos, vivían para pagarlo.
El gholam entró en la habitación con sigilo, agitando las aletas de la nariz al percibir el olor a sangre caliente. La quemadura lívida de su mejilla era como una brasa ardiente. El gholam parecía simplemente un hombre delgado, un poco más alto que la estatura media de la época, pero jamás había topado con nada que pudiera hacerle daño. Hasta que apareció ese hombre con el medallón. Lo que podría pasar por una sonrisa o el inicio de un gruñido dejó a la vista sus dientes. Escudriñó con curiosidad la habitación, pero no había nada aparte del cuerpo despachurrado sobre las baldosas. Y una… sensación… de algo. No del Poder Único, pero sí algo que le provocaba… ansia, aunque no del mismo modo. La curiosidad lo había llevado allí. Partes de la celosía estaban aplastadas, de manera que toda ella se había soltado de los lados. El gholam creyó recordar algo que le causaba esa misma picazón, pero lo que recordaba era vago, borroso. El mundo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. Había habido un mundo de guerra y matanza a gran escala, con armas que tenían un alcance de miles de kilómetros, y después lo siguió… esto. Pero el gholam no había cambiado; seguía siendo el arma más peligrosa de todas.
Las aletas de su nariz se agitaron de nuevo, aunque no por el olor del rastro de quienes podían encauzar. El Poder Único se había utilizado allí abajo, y kilómetros al norte. ¿Para seguirlo o no? El hombre que lo había herido no se encontraba con ellas; de eso se había asegurado bien antes de abandonar su ventajosa posición alta. La persona que lo mandaba quería muerto al hombre que lo había herido tal vez tanto como quería muertas a las mujeres, pero ellas eran un blanco mucho más fácil. Se había nombrado también a las mujeres, y de momento estaba sujeto a la compulsión. A lo largo de toda su existencia había estado obligado a obedecer a uno u otro humano, pero su mente albergaba el concepto de no ser objeto de coacción. Debía seguir a las mujeres. Quería seguirlas. El momento de la muerte, cuando percibía que la habilidad de encauzar se desvanecía en ellas junto con su vida, le producía una sensación de éxtasis. De arrobamiento. Pero también tenía hambre, y era la hora. Allí donde huyeran, él podía seguirlas. Acomodándose ágilmente al lado del cadáver despachurrado, empezó a alimentarse. La sangre fresca, caliente, era necesaria, pero la sangre humana era la que tenía un sabor más dulce.