18 Una llamada peculiar

Durante un momento, después de que Egwene bajó del cajón, nadie se movió. Y entonces andoreños y murandianos se encaminaron hacia las Asentadas, todos a la vez. Por lo visto, una Amyrlin adolescente —una muchacha que era una marioneta, una figura decorativa— no albergaba el menor interés, sobre todo teniendo delante de ellos rostros intemporales que al menos les aseguraban que hablaban realmente con Aes Sedai. Dos o tres nobles se apiñaron alrededor de cada Asentada, algunos adelantando la barbilla en actitud exigente, otros inclinando la cabeza con deferencia, pero todos insistiendo en ser escuchados. La cortante brisa se llevaba el vaho de sus respiraciones y agitaba las capas sueltas, olvidadas por la importancia de plantear sus preguntas. Sheriam se encontró igualmente abordada por el congestionado lord Donel, que se engallaba y hacía reverencias alternativamente.

Egwene agarró a la Guardiana y la apartó del lord.

—Entérate discretamente de todo lo que puedas sobre esas hermanas y los soldados de la Guardia de la Torre que han entrado supuestamente en Andor —le susurró deprisa.

Tan pronto como le soltó el brazo, Donel la reclamó. De hecho, Sheriam pareció resentida, pero su ceño desapareció rápidamente. Donel parpadeó, inquieto, cuando la mujer empezó a hacerle preguntas a él, en lugar de a la inversa.

Romanda y Lelaine miraban a Egwene a través de la multitud; sus semblantes parecían tallados en hielo, pero cada una de ellas tenía un par de nobles que querían… algo. Confirmación de que en las palabras de Egwene no había un ardid oculto, tal vez. Cómo detestarían tener que hacer algo así, pero por esquivas y elusivas que estuvieran —¡y lo estarían!— no había realmente forma de evitar esa confirmación sin repudiarla en el acto. Ni siquiera esas dos llegarían tan lejos. No allí, no públicamente.

Siuan se acercó a Egwene, con expresión sumisa, pero sin dejar de lanzar rápidas ojeadas, quizá para ver si Romanda o Lelaine iban por ellas, sin importar ley, costumbre, corrección y quién había delante.

—Shein Chunla —siseó casi en un susurro.

Egwene asintió, pero sus ojos buscaron a Talmanes. La mayoría de los presentes, hombres y mujeres, eran lo bastante altos para taparlo, y estando todo el mundo moviéndose de un lado para otro… Se puso de puntillas. ¿Dónde se habría metido?

Segan se plantó delante de ella, en jarras, mirando dubitativamente a Siuan. Egwene plantó los talones en el suelo bruscamente. La Amyrlin no podía brincar arriba y abajo como una muchachita en un baile buscando a un chico. Un capullo de rosa abriéndose al sol. Calma. Serenidad. ¡Malditos fueran todos los hombres!

La noble murandiana, una mujer esbelta, con el cabello oscuro y largo, parecía haber nacido con aquel gesto irascible, los gruesos labios apretados en un mohín. Su vestido era de buena lana azul y pensado para abrigar, pero llevaba demasiado bordado verde intenso en la pechera, y sus guantes eran lo bastante chillones para pertenecer a un gitano. Miró a Egwene de arriba abajo, con los labios fruncidos y una expresión tan incrédula como la que había dirigido a Siuan.

—Vuestro comentario con respecto al libro de novicias —inquirió bruscamente—, ¿os referíais a cualquier mujer de cualquier edad? ¿Quiere eso decir que cualquiera puede ser Aes Sedai?

Una pregunta que llegaba de cerca al corazón de Egwene, y una respuesta que deseaba ardientemente dar —junto con un bofetón por la duda implícita—, pero justo en ese momento se abrió una brecha entre la multitud que iba y venía y localizó a Talmanes, cerca de la parte trasera del pabellón. ¡Y hablaba con Pelivar! La actitud de ambos era tensa, como mastines no del todo dispuestos a enseñar los dientes, pero muy atentos para asegurarse de que nadie se acercaba lo bastante para oír lo que decían.

—Cualquier mujer de cualquier edad, hija —respondió absorta. ¿Pelivar?

—Gracias —dijo Segan, y añadió titubeando—, madre.

Hizo un amago de cortesía, un mínimo indicio, antes de alejarse presurosa. Egwene la siguió con la mirada. Bueno, era un comienzo. Siuan resopló.

—No me importa navegar por los Dedos del Dragón de noche si hay que hacerlo —rezongó entre dientes—. Hablamos de eso; sopesamos los peligros y, de todos modos, no parece que haya siquiera la elección de la última cena de la gaviota. Sin embargo, teníais que prender fuego en cubierta para animar más las cosas. No os bastaba con echar las redes a unas escorpinas. También teníais que meteros por el escote un espinosillo. No os contentáis con intentar nadar entre un banco de barracudas…

—Siuan —la interrumpió Egwene—, creo que debería contarle a lord Bryne que estás perdidamente enamorada de él. Es justo que él lo sepa ¿no te parece? —Los azules ojos de Siuan se desorbitaron, y su boca se abrió y se cerró, pero el único sonido que emitió fue una especie de gluglú. Egwene le dio palmaditas en el hombro—. Eres Aes Sedai, Siuan. Trata de mantener al menos un poco de dignidad. E intenta sonsacar algo sobre esas hermanas en Andor.

La multitud volvió a separarse. Egwene vio a Talmanes en un sitio distinto, pero todavía al borde del pabellón. Y ahora, solo.

Procurando no apretar el paso, caminó en su dirección, dejando a Siuan haciendo ruidos atragantados. Un sirviente guapo, de cabello negro, cuyos pantalones de grueso paño no ocultaban del todo las bien formadas pantorrillas, ofreció a Siuan una copa de plata humeante de una bandeja. Otros criados iban de un lado para otro con más bandejas plateadas. Aunque con retraso, se les ofrecía un refrigerio. Demasiado tarde ya, sin embargo, para el beso de paz. No oyó lo que Siuan dijo al coger bruscamente la copa, pero por el respingo que dio el joven criado y el modo en que empezó a hacerle reverencias, recibió al menos una muestra del mal humor de Siuan. Egwene suspiró.

Talmanes estaba cruzado de brazos, observando los tejemanejes con una sonrisa divertida que no se reflejaba en sus ojos. Parecía listo para entrar súbitamente en acción, pero su mirada reflejaba cansancio. Al verla aproximarse, hizo una respetuosa reverencia.

—Habéis cambiado la frontera hoy —dijo, con un dejo agrio en la voz. Cerró más su capa para resguardarse del cortante aire—. Siempre ha sido… inestable entre Andor y Murandy, independientemente de lo que señalen los mapas, pero Andor nunca se había desplazado al sur con una fuerza tan numerosa. Salvo en la Guerra de Aiel y en la Guerra de los Capas Blancas, en cualquier caso, pero entonces sólo iban de paso. Una vez que hayan estado aquí un mes, habrá mapas nuevos que señalarán una nueva línea. Fijaos en los murandianos; andan a la rebatiña para hablar con Pelivar y sus compañeros, adulándolos tanto como a las hermanas. Esperan hacer nuevos amigos para el nuevo día.

A Egwene, que procuraba disimular cuidadosamente que observaba a quienes podrían estar observándola a su vez, le pareció que todos los nobles, murandianos y andoreños, estaban volcados en las Asentadas, arremolinándose en torno a ellas. En cualquier caso, tenía en mente cosas ligeramente más importantes que las fronteras. Para ella al menos, ya que no para los nobles. Excepto durante breves segundos, a las Asentadas no se les veía más que la parte superior de la cabeza. Sólo Halima y Siuan parecían pendientes de ella, y un parloteo semejante al de una bandada de excitados gansos llenaba el aire. Bajó la voz y eligió las palabras cuidadosamente.

—Los amigos son siempre importantes, Talmanes. Habéis sido un buen amigo para Mat, y creo que también para mí. Confío en que eso no haya cambiado. Y espero que no hayáis dicho a nadie lo que no debíais. —Luz, estaba preocupada, o no habría sido tan directa. ¡Sólo le faltaba ir directamente al grano y preguntarle de qué habían hablado Pelivar y él!

Afortunadamente, Talmanes no se rió de ella por hablar con la franqueza de una provinciana. Aunque eso no quería decir que no lo pensara. La observó seriamente antes de hablar, en voz queda. También sabía ser cauto.

—No todos los hombres chismorrean. Decidme, ¿cuando enviasteis a Mat al sur sabíais lo que harías hoy aquí?

—¿Cómo iba a saberlo hace dos meses? No, las Aes Sedai no somos omniscientes, Talmanes. —Había esperado algo que la pusiera donde estaba, había hecho planes para que ocurriera, pero no lo había sabido tan al principio. También había confiado en que él no se fuese de la lengua. Algunos hombres no lo hacían.

Romanda echó a andar en su dirección con zancadas firmes y el semblante gélido, pero Arathelle la interceptó, agarrando a la Asentada Amarilla por el brazo y rehusando ser relegada, para estupefacción de Romanda.

—¿Me diréis al menos dónde se encuentra Mat? —preguntó Talmanes—. ¿De camino a Caemlyn, con la heredera del trono? ¿Por qué os sorprendéis? Una criada hablará con un soldado mientras cogen agua en el mismo arroyo. Incluso si ese hombre es un horrible Juramentado del Dragón —añadió secamente.

¡Luz! Los hombres eran realmente… inoportunos en ocasiones. Hasta los mejores hallaban el modo de decir justo lo más inadecuado o hacer la pregunta más inconveniente en el peor momento. Por no mencionar el engatusar criadas para que parlotearan más de la cuenta. Resultaría mucho más fácil si pudiesen mentir, simplemente, pero él le había dejado holgura suficiente para moverse en el ámbito de los Juramentos sin tener que quebrantar los límites. Bastaría la mitad de la verdad e impedir que saliese corriendo para Ebou Dar. Quizá menos incluso que la mitad.

En la esquina opuesta del pabellón, Siuan conversaba con un joven pelirrojo, alto, con las puntas del bigote retorcidas, que la observaba tan dubitativamente como había hecho antes Segan. Por lo general, los nobles conocían el aspecto de las Aes Sedai. Sin embargo, Siuan no tenía puesta en él toda su atención; sus ojos se desviaban una y otra vez hacia Egwene. Parecían gritarle, alto y claro como la voz de la conciencia. Lo más fácil. Lo conveniente. Lo que significaba ser Aes Sedai. ¡Lo de hoy no lo había sabido de antemano, sólo había esperado que ocurriera! Egwene soltó el aire con exasperación. ¡Maldita mujer!

—Lo último que supe es que seguía en Ebou Dar —murmuró—. Pero a estas alturas debería estar dirigiéndose hacia el norte a toda velocidad. Todavía cree que debe salvarme, Talmanes, y Matrim Cauthon no es de los que pierden la ocasión de estar ahí para decir «te lo advertí».

Talmanes no pareció sorprendido en absoluto.

—Es lo que imaginaba —comentó—. He… sentido algo, desde hace semanas. También les ocurre a otros de la Compañía. No es una sensación de urgencia, pero siempre está presente. Como si me necesitara. Como si debiera volverme y mirar hacia el sur, en cualquier caso. Seguir a un ta’veren puede resultar peculiar.

—Supongo que sí —convino Egwene, esperando que no se notase su incredulidad. Ya era bastante extraño pensar en el gandul Mat como el cabecilla de la Compañía de la Mano Roja, cuanto menos como ta’veren, pero en cualquier caso un ta’veren tenía que estar presente, o cerca al menos, para que su influencia surtiera efecto.

—Mat se equivocaba al creer que podríais necesitar ser rescatada. Jamás tuvisteis intención de acudir a pedirme ayuda, ¿verdad?

Todavía hablaba en voz baja, pero aun así Egwene echó una rápida ojeada en derredor. Siuan seguía observándolos. Y también Halima. Paitir estaba demasiado cerca de la mujer, pavoneándose y sacando pecho y atusándose el bigote —por el modo en que clavaba la vista en su corpiño, no la había confundido con una hermana, ¡eso seguro!— pero Halima apenas le prestaba atención, y lanzaba miradas de reojo hacia Egwene al tiempo que sonreía al hombre. Todos los demás parecían ocupados y no había nadie lo bastante cerca para oírlos.

—Sería impropio de la Sede Amyrlin acudir corriendo en busca de amparo, ¿verdad? Sin embargo, ha habido veces en que ha sido reconfortante saber que estabais ahí —admitió. De mala gana. No era de suponer que la Amyrlin necesitase un refugio, pero mientras las Asentadas no lo supieran, admitirlo no perjudicaría a nadie—. Realmente habéis sido un amigo, Talmanes, y espero que continuéis siéndolo. Lo digo de corazón.

—Habéis sido más… franca conmigo de lo que esperaba —dijo lentamente Talmanes—, así que os contaré algo. —Su gesto no varió; para cualquier observador debía de parecer que sostenía una conversación intrascendente, pero aun así bajó más el tono de voz—. He recibido propuestas del rey Roedran con respecto a la Compañía. Al parecer, alberga esperanzas de ser el primer monarca verdadero de Murandy. Quiere contratarnos. En otras circunstancias no lo habría tenido en cuenta, pero nunca hay dinero suficiente, y con esta… sensación de que Mat nos necesita… Quizá lo mejor sería quedarnos en Murandy. Tan claro como la luz del día, vos estáis donde queréis estar y lo tenéis todo controlado.

Guardó silencio cuando una joven criada hizo una reverencia para ofrecerles ponche caliente. La chica llevaba un vestido de paño verde, finamente bordado, y una capa forrada con piel de conejo. Otros sirvientes del campamento también estaban ayudando, sin duda para hacer algo más que seguir plantados y tiritando. La muchacha tenía la cara contraída por el frío.

Talmanes rechazó la bebida con un ademán y volvió a ajustarse la capa, pero Egwene cogió una copa de plata a fin de ganar tiempo para pensar. En realidad ya no necesitaba a la Compañía. A pesar de sus rezongos, ahora las hermanas aceptaban su presencia como algo normal y corriente, aunque fuesen Juramentados del Dragón; ya no temían un ataque, y no había sido realmente necesario de usar la presencia de la Compañía para azuzarlas a seguir adelante una vez que partieron de Salidar. Para lo único que servía en verdad Shen an Calhar era para atraer reclutas al ejército de Bryne, hombres que creían que la presencia de dos ejércitos significaba una batalla y querían encontrarse de parte del más numeroso. No los necesitaba, pero Talmanes había actuado como un amigo. Y ella era la Amyrlin. A veces, la amistad y el deber iban en la misma dirección.

Cuando la joven criada se hubo alejado, Egwene puso la mano sobre el brazo de Talmanes.

—No lo hagáis. Ni siquiera la Compañía puede conquistar Murandy por sí sola, y tendréis a todos en contra. Sabéis muy bien que lo único que une a los murandianos es tener extranjeros en su suelo. Seguidnos a Tar Valon, Talmanes. Mat irá allí; de eso no me cabe duda. —Mat no creería que era la Amyrlin hasta verla con la estola en la Torre Blanca.

—Roedran no es estúpido —contestó sosegadamente—. Sólo quiere que nos quedemos y esperemos. Un ejército extranjero, sin Aes Sedai, y sin que nadie sepa qué se propone. No le resultaría muy difícil unir a los nobles contra nosotros. Entonces, según él, la Compañía cruzaría la frontera sin armar jaleo. Cree que puede controlarlos después.

—¿Y qué le impide traicionaros? —Egwene no pudo evitar cierta vehemencia en su voz —. Si la amenaza desaparece sin un combate, su sueño de unificar Murandy también podría desvanecerse. —¡El muy necio parecía divertido!

—Tampoco yo soy estúpido. Roedran no podrá estar preparado antes de la primavera. Esos que han acudido a la reunión no habrían salido de sus casas solariegas si los andoreños no hubiesen viajado hacia el sur, y se pusieron en marcha cuando aún no habían empezado las nevadas. Antes de que llegue ese momento, Mat nos encontrará. Si viene hacia el norte, entonces tiene que saber dónde nos encontramos. Roedran habrá de conformarse con lo que haya conseguido para entonces. Así que, si Mat tiene intención de viajar a Tar Valon, quizá vuelva a veros allí.

Egwene hizo un ruido de irritación. Era un buen plan, del tipo que Siuan discurriría, y, en su opinión, la clase de maniobra que Roedran Almaric do Arreloa a’Naloy difícilmente sería capaz de llevar a cabo. De él se decía que era tan disoluto que hacía que Mat pareciese pudoroso. Claro que tampoco habría creído capaz a Roedran de fraguar un plan así. Lo único indudable era que Talmanes había tomado una decisión.

—Quiero que me prometáis que no dejaréis que Roedran os arrastre a una guerra, Talmanes. —Responsabilidad. La estrecha estola que le rodeaba el cuello parecía pesar diez veces más que su capa—. Si actúa antes de lo que pensáis, os marcharéis tanto si Mat se ha reunido con vosotros como si no.

—Ojalá pudiera prometéroslo, pero es imposible —protestó—. Como mucho, espero la primera incursión contra mis suministros tres días después de que empiece a alejarme del ejército de Bryne. Cualquier noblecillo de tres al cuarto pensará que puede escamotear unos pocos caballos al amparo de la noche, ocasionarme un pequeño inconveniente y salir corriendo a esconderse.

—No me refiero a defenderos y lo sabéis bien —dijo firmemente—. Dad vuestra palabra, Talmanes, o no permitiré vuestro acuerdo con Roedran. —El único modo de impedirlo era traicionando el secreto que le había confiado, pero no estaba dispuesta a dejar una guerra tras de sí, un conflicto iniciado por ella al llevar allí a Talmanes.

Él la miró como si la viese por primera vez y finalmente inclinó la cabeza. Cosa extraña, aquel gesto pareció más formal que su reverencia anterior.

—Como ordenéis, madre. Decidme, ¿estáis segura de que no sois también ta’veren?

—Soy la Sede Amyrlin —contestó—. Eso es más que suficiente y de sobra para una sola persona. —Volvió a tocarle el brazo—. Que la Luz os acompañe, Talmanes.

La sonrisa del hombre casi se reflejó en sus ojos en esta ocasión. Inevitablemente, a pesar de haber hablado en susurros, su conversación no había pasado inadvertida. O quizá fuera por los susurros. La muchacha que afirmaba ser Amyrlin, una rebelde contra la Torre Blanca, conversando con el cabecilla de diez mil Juramentados del Dragón. ¿Habría hecho más difícil o más fácil el plan de Talmanes y Roedran? ¿La posibilidad de una guerra en Murandy era mayor o menor ahora? ¡Siuan y su maldita Ley de consecuencias no pretendidas! Mientras caminaba entre la muchedumbre, calentándose los dedos con la copa de ponche, cincuenta pares de ojos la siguieron para después apartarse rápidamente. Bueno, casi todos. Los semblantes de las Asentadas eran la serenidad intemporal Aes Sedai personificada, pero Lelaine le recordaba un cuervo de ojos castaños acechando a un pez atrapado en un bajío, en tanto que los ojos de Romanda, un poco más oscuros, habrían podido taladrar una plancha de hierro.

Procurando no perder de vista el sol, recorrió lentamente la zona protegida bajo el pabellón. Los nobles seguían importunando a las Asentadas, pero iban de una a otra como si buscasen respuestas mejores, y Egwene empezó a reparar en pequeños detalles. Donel hizo un alto en su camino de Janya a Moria para saludar con una inclinación de cabeza a Aemlyn, quien respondió con un elegante cabeceo. Cian, que se alejaba de Takima, hizo una profunda reverencia a Pelivar y recibió una ligera inclinación de cabeza a cambio. Y había más, además de ellos; siempre un murandiano mostrando deferencia a un andoreño, que respondía con igual formalidad. Los andoreños procuraban hacer caso omiso de Bryne, excepto para asestarle alguna que otra mirada ceñuda, pero varios murandianos lo buscaron, de uno en uno y muy aparte de todo el mundo, y a juzgar por la dirección de sus miradas, resultaba obvio que hablaban de Pelivar o Arathelle o Aemlyn. A lo mejor Talmanes tenía razón.

También recibió inclinaciones de cabeza y reverencias, aunque ninguna tan pronunciada como las dedicadas a Arathelle, Pelivar y Aemlyn, y mucho menos que las dirigidas a las Asentadas. Media docena de mujeres le dijeron lo agradecidas que estaban de que las cosas se hubiesen resuelto pacíficamente, aunque, a decir verdad, casi otras tantas respondieron con ruidos evasivos que no las comprometían a nada o se encogieron de hombros, inquietas, cuando ella expresó el mismo sentimiento, como si no estuviesen seguras de que todo fuese a acabar tan pacíficamente. Sus reiteradas garantías de que ocurriría así, fueron recibidas con un ferviente «¡La Luz os oiga!» o un resignado «Si la Luz quiere». Cuatro la llamaron «madre», una de ellas sin vacilar. Otras tres le dijeron que era encantadora, que tenía unos ojos preciosos y que tenía donaire. En ese orden; cumplidos adecuados quizá para su edad, pero no para su condición.

Al menos recibió una satisfacción realmente placentera. Segan no era la única a la que había intrigado su anuncio sobre el libro de novicias. Resultaba evidente que ése era el motivo de que la mayoría de las mujeres se decidiesen a hablarle, para empezar. A la postre, las otras hermanas se habrían revelado contra la Torre, pero ella afirmaba ser la Sede Amyrlin. Su interés tenía que ser profundo para que superasen tal cosa, si bien ninguna dejó que se notara. Arathelle hizo la pregunta con un ceño que marcó más arrugas en su rostro. Aemlyn sacudió la canosa cabeza cuando le respondió. La fornida Cian también preguntó, y la siguió una murandiana de grandes ojos, llamada Jennet, y otras. Ninguna lo preguntaba para sí misma —algunas aclararon eso rápidamente, en especial las más jóvenes— pero enseguida hasta la última noble presente había preguntado, así como varias sirvientas, aprovechando la excusa de ofrecerle más ponche. Una de ellas, una mujer enjuta llamada Nildra, había llegado desde el campamento de las Aes Sedai.

Egwene se sentía muy complacida con la semilla que había plantado allí. No lo estaba tanto con los hombres. Unos pocos le hablaron, pero sólo cuando se encontraron frente a frente con ella, dando la impresión de que no les quedaba otro remedio. Unas palabras intrascendentes sobre el tiempo, ya fuera celebrando el final de la sequía o lamentando las repentinas nevadas, una musitada esperanza de que el problema de los bandidos llegara pronto a su fin, quizá con una mirada significativa a Talmanes, y luego se escurrían como cerdos engrasados. Un andoreño, grande como un oso, llamado Macharan, tropezó con sus propios pies para evitarla. En cierto modo, no era de sorprender. Las mujeres tenían una justificación, aunque sólo fuese ante sí mismas, con lo del libro de novicias, pero los hombres sólo tenían la idea de que ser vistos conversando con ella podría cortarlos por el mismo patrón.

Resultaba realmente desalentador. No le importaba lo que los hombres pensaran sobre las novicias, pero deseaba muchísimo saber si ellos temían tanto como las mujeres que aquello acabara desembocando en un conflicto armado. Ese tipo de temores podía acabar haciéndose realidad por sí mismos con gran facilidad. Finalmente, decidió que sólo había un modo de averiguarlo.

Pelivar se giró tras coger otra copa de vino de una bandeja y reculó bruscamente, a la par que soltaba una maldición ahogada, para no tropezar con ella; si Egwene hubiese estado un palmo más cerca, le habría pisado las botas. El vino caliente salpicó su mano enguantada y resbaló por debajo de la bocamanga de la chaqueta, provocando otra maldición no tan ahogada. Más alto que Egwene, lo bastante para resultar imponente, sacó buen partido de ello. Su ceño era el de un hombre que desea apartar sin contemplaciones a una jovencita molesta. O un hombre que casi ha pisado una víbora roja. Egwene se mantuvo erguida y se lo imaginó como un chiquillo que no servía para nada; eso siempre ayudaba; la mayoría de los hombres parecían percibirlo. Él volvió a murmurar algo —podría haber sido un amable saludo u otra maldición— e hizo una leve inclinación de cabeza, tras lo cual trató de pasar por un lado. Egwene se desplazó en la misma dirección para cerrarle el paso. Él retrocedió y la joven lo siguió. La expresión del hombre empezó a tornarse acosada. Egwene decidió tranquilizarlo antes de plantearle la pregunta que le interesaba. Quería respuestas, no más balbuceos mascullados entre dientes.

—La noticia de que la heredera del trono está de camino a Caemlyn debe de haberos complacido, lord Pelivar. —Había oído mencionar ese punto a varias Asentadas.

El semblante del noble se tornó inexpresivo.

—Elayne Trakand tiene derecho a presentar su reivindicación al Trono del León —contestó con tono impasible.

Egwene abrió los ojos con sorpresa, y el hombre volvió a retroceder con inseguridad. Quizá pensaba que se había enfadado por no dirigirse a ella por su título, pero la joven apenas reparó en el detalle. Pelivar había apoyado a la madre de Elayne en su reclamación al trono, y Elayne se había mostrado convencida de que también la respaldaría a ella. Hablaba con afecto de Pelivar, como si fuese un tío favorito.

—Madre —musitó Siuan a su lado—, debemos marcharnos si queréis que lleguemos al campamento antes del ocaso. —Se las ingenió para dar un timbre de urgencia a sus quedas palabras. El sol había sobrepasado el cenit.

—Este tiempo no es para encontrarse a la intemperie al caer la noche —se apresuró a decir Pelivar—. Si me excusáis, debo prepararme para partir. —Apoyó la copa sobre la bandeja que llevaba un criado y vaciló antes de hacer una ligerísima reverencia, tras lo cual se alejó con el aire de un hombre que se ha escabullido de una trampa.

Egwene se sentía tan frustrada que le rechinaron los dientes. ¿Qué pensaban los hombres del acuerdo? Si es que podía llamarlo así, considerando que los había obligado a aceptarlo. Arathelle y Aemlyn tenían más poder que la mayoría de sus compañeros varones; sin embargo, eran Pelivar, Culhan y otros semejantes a ellos quienes dirigían soldados; podían hacer que esto les estallara en la cara como un barril de aceite de lámparas.

—Encuentra a Sheriam —gruñó— y dile que consiga que todo el mundo suba a las monturas ya, ¡no importa lo que tenga que hacer!

No les daría a las Asentadas una noche para reflexionar sobre lo ocurrido ese día, ni para hacer planes ni para maquinar.

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