27 El compromiso

Sentada con las piernas cruzadas en el sillón de respaldo alto y profusamente dorado, Min intentó ensimismarse en el ejemplar encuadernado en cuero de Razón y sinrazón, de Herid Fel. No era cosa fácil. Oh, el libro en sí resultaba fascinante; la obra de maese Fel la sumergía siempre en mundos del pensamiento que jamás habría imaginado cuando trabajaba en establos. Lamentaba muchísimo la muerte del hombre mayor, tan encantador. Esperaba encontrar una pista en sus libros del motivo por el que había sido asesinado. Los oscuros rizos de la joven se mecieron cuando sacudió la cabeza e intentó concentrarse.

El libro era fascinante, pero el cuarto la agobiaba. La pequeña sala del trono de Rand en el Palacio del Sol estaba cargada de dorado, desde las anchas cornisas hasta los espejos de las paredes, que reemplazaban los que Rand había destrozado; desde las dos hileras de sillones, iguales al ocupado por ella, hasta el estrado y el Trono del Dragón instalado en él. Éste era una monstruosidad, al estilo de Tear según lo imaginaban los artesanos cairhieninos; el asiento descansaba sobre los lomos de dos dragones, otro par formaba los brazos y varios más trepaban por el respaldo, todos con grandes piedras del sol como ojos; todos reluciendo con el pan de oro y el esmalte rojo.

El enorme y dorado Sol Naciente de rayos ondulados, embutido en el suelo de piedra pulida, incrementaba la sensación de pesadez. Al menos, las lumbres encendidas en las dos grandes chimeneas, lo bastante altas para meterse en ellas sin agacharse, proporcionaban un agradable calor, sobre todo habida cuenta de la nieve que caía copiosamente en el exterior. Además, eran los aposentos de Rand; el bienestar de este hecho superaba por sí solo la sensación de agobio, por abrumadora que fuese. Una idea irritante. Muy irritante. ¡Estar enamorada de un hombre parecía consistir sobre todo en admitir ante una misma un montón de cosas irritantes!

Rebullendo en un vano intento de sentirse cómoda en el duro sillón, procuró leer, pero sus ojos no dejaban de desviarse hacia las altas puertas, ambas adornadas de arriba abajo con dorados Soles Nacientes. Esperaba ver entrar a Rand; temía ver a Sorilea o a Cadsuane. En un gesto inconsciente se ajustó la chaqueta de color azul pálido, toqueteando las minúsculas florecillas blancas bordadas en las solapas. También en las mangas se había bordado el mismo motivo, y los pantalones eran tan ajustados que tenía que embutírselos. No había mucha diferencia con los atuendos que había usado siempre. No realmente. Hasta entonces había evitado ponerse vestidos, por abundantes que fueran los bordados de sus ropas, pero mucho se temía que, si hubiera dependido de Sorilea, la Sabia la habría metido en un vestido, aunque para ello hubiese tenido que quitarle con sus propias manos lo que llevaba puesto.

Esa mujer lo sabía todo sobre Rand y ella. Todo. Sintió enrojecer sus mejillas. Sorilea parecía estar intentando decidir si Min Farshaw era una… amante adecuada para Rand al’Thor. Esa palabra la hacía sentirse tontamente mareada; ¡ella no era una cabeza de chorlito! Esa palabra la hacía desear mirar hacia atrás, con culpabilidad, buscando a las tías que la habían criado. «No —pensó mordazmente—, no eres una cabeza de chorlito. ¡Un chorlito tiene juicio, comparado contigo!»

O quizá Sorilea quería saber si Rand era adecuado para ella; a veces daba esa impresión. Las Sabias la aceptaban como una de ellas, o casi, pero en las últimas semanas Sorilea la había exprimido como un rodillo de la lavandería. La Sabia de cabello blanco y tez curtida como cuero viejo quería saber hasta el mínimo detalle de ella, y de Rand. ¡Darles la vuelta a los bolsillos para sacar hasta la más pequeña pelusilla que hubiese en ellos! En dos ocasiones Min había intentado eludir el incesante interrogatorio, ¡y en ambas ocasiones Sorilea había echado mano a una vara! Esa terrible anciana se limitó a empujarla sobre un lado de la mesa más cercana, y después le había dicho que quizás eso le refrescaría la memoria y se acordaría de otro pequeño detalle. ¡Ninguna de las otras Sabias pronunció una sola palabra de conmiseración! ¡Luz, las cosas que una tenía que aguantar por un hombre! ¡Y ni siquiera podía tenerlo para ella sola!

Cadsuane era absolutamente otro cantar. A la enormemente circunspecta Aes Sedai, de cabello tan entrecano como blanco era el de Sorilea, no parecía importarle un pimiento Min ni Rand, pero se pasaba casi todo el día en el Palacio del Sol, de manera que evitarla por completo era del todo imposible; al parecer, se movía por el palacio como si fuese su casa, yendo allí donde le apetecía. Y cuando Cadsuane la miraba, aunque lo hiciera brevemente, Min no podía evitar verla como una mujer capaz de enseñar a bailar a los toros y a cantar a los osos. Siempre esperaba que la mujer la señalara mientras manifestaba que era el momento de que Min Farshaw aprendiera a sostener una pelota en equilibrio sobre la punta de la nariz. Antes o después, Rand tenía que encontrarse con Cadsuane de nuevo, y la mera idea le producía un nudo en el estómago.

Se obligó a poner atención en el libro. Una de las puertas se abrió y Rand entró con el Cetro del Dragón apoyado en el doblez del brazo. Llevaba una corona dorada, un ancho aro de hojas de laurel —debía de ser la Corona de Espadas de la que todo el mundo hablaba—, calzas que hacían lucir al máximo sus piernas, y una chaqueta de seda verde, bordada en oro, que le sentaba estupendamente. Estaba guapísimo.

Marcó la hoja con la nota que maese Fel había escrito diciendo que era «demasiado bonita», cerró tranquilamente el libro y lo soltó con igual tranquilidad en el suelo, a un lado del sillón. Luego se cruzó de brazos y esperó. Si se hubiese encontrado de pie, habría dado golpecitos impacientes en el suelo, pero no estaba dispuesta a que el hombre pensara que se levantaba de un brinco porque finalmente se dignaba aparecer.

Él se quedó un momento parado, sonriendo y dándose tironcillos del lóbulo de la oreja por alguna razón —¡parecía estar canturreando entre dientes!— y después se giró bruscamente para mirar ceñudo hacia las puertas.

—Las Doncellas que montan guardia fuera no me dijeron que estabas aquí. En realidad, apenas pronunciaron palabra. Luz, parecían a punto de velarse el rostro cuando me vieron.

—Quizá se sienten molestas —contestó con calma—. Quizá se preguntaban dónde te habías metido. Igual que yo. Quizá se preguntaban si estarías herido, o enfermo o congelado. —«Igual que yo», pensó amargamente. ¡Y encima parecía desconcertado!

—Te escribí —contestó despacio, y ella resopló.

—¡Dos veces! Dos notas despachadas por Asha’man, Rand al’Thor. ¡Si a eso llamas escribir!

Él se tambaleó como si lo hubiese abofeteado —no, como si le hubiese atizado una patada en la tripa— y parpadeó. Min se controló y se recostó en el respaldo del sillón. Si una se mostraba comprensiva con un hombre en el momento equivocado nunca recuperaba el terreno perdido. Una parte de su ser deseaba arrojarse en sus brazos, consolarlo, compartir sus penas, aliviar sus angustias. Tenía muchas, pero rehusaba admitir una sola. Pero ella no iba a saltar del sillón y correr hacia él, ni a inquirir anhelante qué iba mal o… Luz, tenía que encontrarse bien.

Algo la tomó suavemente por las axilas y la levantó del sillón. Colgando en el aire, flotó hacia él. El Cetro del Dragón se apartó flotando de Rand. Vaya, de modo que creía que con una sonrisa se arreglaba todo, ¿verdad? ¿Pensaba que con eso la haría cambiar de humor? Abrió la boca para decirle lo que opinaba. Sin andarse con contemplaciones. Rodeándola con los brazos, la besó.

Cuando la joven pudo respirar de nuevo, alzó los ojos hacia él.

—La primera vez… —Tragó saliva para aclararse la voz—. La primera vez, Jahar Narishma entró, intentando traspasar con la mirada el cráneo de todo el mundo, del modo que él sabe hacer, y desapareció después de entregarme un trozo de papel. Veamos. Decía: «He reclamado la corona de Illian. No confíes en nadie hasta que regrese. Rand». No puede decirse que fuera una carta de amor, exactamente.

Él volvió a besarla.

En esta ocasión, recobrar el aliento le costó un poco más de tiempo. Aquello no estaba saliendo como había esperado, ni mucho menos. Por otro lado, tampoco iba demasiado mal.

—La segunda vez, Jonan Adley me entregó un trocito de papel que decía: «Regresaré cuando termine aquí. No confíes en nadie. Rand». Por cierto, Adley entró en mi baño —añadió—, y no sintió ningún apuro en echar una buena ojeada.

Rand siempre fingía que no se sentía celoso —como si hubiese un solo hombre en el mundo que no lo fuera—, pero ella se había fijado en las miradas ceñudas que lanzaba a los que la miraban. Y también que su ya considerable ardor era aún más intenso después. Se preguntó cómo sería el siguiente beso. Tal vez debería sugerirle que se retiraran al dormitorio. Ni hablar; no pensaba ser tan descarada, por mucho que…

Rand la soltó en el suelo; su semblante se había tornado sombrío de repente.

—Adley ha muerto —anunció.

De pronto la corona salió disparada de su cabeza y cruzó toda la sala, como si la hubiesen lanzado por el aire. Justo cuando Min creía que iba a estrellarse contra el respaldo del Trono del Dragón, quizás a atravesar el mueble, el ancho aro de oro se frenó de golpe y se posó suavemente sobre el asiento.

La joven se quedó sin aliento cuando miró a Rand. La sangre brillaba en los mechones rojizos, encima de la oreja izquierda. Sacó un pañuelo de puntillas de la manga y alzó la mano hacia su sien, pero él le agarró la muñeca.

—Lo maté —musitó.

Su voz sonó de un modo que le produjo un escalofrío. Tan quedo. Como la quietud de la tumba. Tal vez lo de ir al dormitorio era una estupenda idea. Por atrevida que fuera. Obligándose a sonreír —y enrojeciendo al darse cuenta de la facilidad con que había esbozado la sonrisa al pensar en la enorme cama— agarró la pechera de la camisa, dispuesta a arrancarle camisa y chaqueta en ese mismo momento.

Alguien llamó a la puerta.

Las manos de Min se retiraron prestamente de la camisa de Rand. Y también ella se apartó de un salto. Se preguntó, irritada, quién sería. Las Doncellas entraban para anunciar las visitas cuando Rand estaba allí o simplemente las hacían pasar.

—Adelante —contestó él en voz alta al tiempo que le dirigía una sonrisa apesadumbrada. Lo cual la hizo enrojecer de nuevo.

Dobraine asomó la cabeza por la puerta antes de entrar y la cerró tras de sí al ver que estaban de pie, juntos. El noble cairhienino era un hombre pequeño, poco más alto que ella, con la parte delantera de la cabeza afeitada y el resto del cabello, gris en su mayor parte, cayéndole sobre los hombros. Franjas azules y blancas decoraban la pechera de su chaqueta negra hasta más abajo de la cintura. Incluso antes de ganarse el favor de Rand, había sido una figura poderosa en el país. Ahora lo gobernaba; al menos hasta que Elayne pudiese reclamar el trono.

—Milord Dragón —saludó, haciendo una reverencia—. Milady ta’veren.

—Es una broma —murmuró Min cuando Rand la miró enarcando una ceja.

—Quizá —dijo Dobraine al tiempo que se encogía levemente de hombros—. Sin embargo, la mitad de las nobles de la ciudad llevan ahora colores vivos, a imitación de lady Min. Y calzas que les marcan las piernas, y muchas con chaquetas que ni siquiera les cubren las… —Tosió discretamente al reparar en que la chaqueta de Min tampoco le tapaba del todo las caderas.

A la joven se le pasó por la cabeza decirle que él tenía unas piernas muy bonitas, aunque en realidad eran huesudas, pero después cambió de idea. Los celos de Rand podían arder en una llama maravillosa cuando se encontraban solos, pero no quería que arremetiera contra Dobraine. Y mucho temía que era muy capaz de hacerlo. Además, sería realmente una equivocación. Lord Dobraine Taborwin no era la clase de hombre al que se podía gastar una broma grosera ni por asomo.

—Tú también estás cambiando el mundo, Min. —Sonriente, Rand le dio un golpecito en la punta de la nariz. ¡Habríase visto! ¡Como si fuese una niña que le hiciera gracia! ¡Encima ella le sonrió, como una idiota!—. Y de una manera mejor que la mía, al parecer —continuó. Aquella breve sonrisa de niño se desvaneció como niebla.

—¿Todo va bien en Tear e Illian, milord Dragón? —inquirió Dobraine.

—En Tear e Illian va todo bien —contestó sombríamente Rand—. ¿Qué tenéis para mí, Dobraine? Sentaos, hombre, sentaos. —Señaló uno de los sillones colocados en hilera y tomó asiento a su vez en otro.

—He obrado conforme a todas vuestras misivas —empezó Dobraine, sentándose enfrente de Rand—, pero me temo que hay mucho de lo que informaros.

—Prepararé algo de beber —se ofreció Min con voz tensa. ¿Misivas? No resultaba fácil caminar indignada con las botas de tacón alto; se había acostumbrado, pero esas malditas cosas la hacían balancearse caminara como caminara. No era fácil, pero la rabia hacía posible casi todo. Se dirigió, pisando fuerte, hacia la pequeña mesa dorada, situada debajo de uno de los enormes espejos de pared, en la que había una jarra de plata y copas. Se puso a servir ponche, con tanta furia que el líquido salpicó fuera. Los sirvientes siempre dejaban copas de más, por si había visitas, aunque rara vez las había, con excepción de Sorilea o alguna estúpida noble. El vino apenas estaba caliente, pero era más que suficiente para lo que se merecía ese par. ¡De modo que ella había recibido dos notas, pero apostaba que Dobraine había recibido diez cartas por lo menos! ¡O veinte! Mientras manipulaba jarra y copas dándoles golpes, prestó atención a lo que hablaban. ¿Qué se habían traído entre manos a su espalda, con sus docenas de cartas?

—Al parecer, Toram Riatin ha desaparecido —decía Dobraine—, aunque según los rumores, al menos, sigue vivo. ¡Qué se le va a hacer! También se rumorea que Daved Hanlon y Jeraal Mordeth, o Padan Fain como vos lo llamáis, lo han abandonado. Por cierto, he instalado a la hermana de Toram, lady Ailil, en unos espléndidos aposentos, atendida por sirvientes que son… de confianza. —Por su tono, resultaba obvio que eran de su confianza. La noble no podría ni cambiarse de vestido sin que él lo supiera—. Entiendo que se la haya traído aquí, así como a lord Bertome y a los demás, pero ¿por qué a lord Weiramon o a la Gran Señora Anaiyella? Naturalmente, huelga decir que también la servidumbre que los atiende es de confianza.

—¿Cómo sabe uno cuando una mujer quiere matarte? —caviló Rand.

—¿Cuando ella sabe el nombre de uno? —Dobraine no hablaba como si bromease.

Rand ladeó pensativamente la cabeza y luego asintió. ¡Asintió! Min esperaba que no siguiese oyendo voces. Rand gesticuló como descartando a las mujeres que querían matarlo. Una actitud peligrosa, estando ella cerca. No quería matarlo, naturalmente, ¡pero no le importaría ver a Sorilea ir hacia él con aquella vara! Las calzas no ofrecían mucha protección.

—Weiramon es un necio que comete demasiados errores —contestó Rand, y Dobraine asintió seriamente, de acuerdo con él—. Y mi error fue haber pensado que podía utilizarlo. En cualquier caso, parece contentarse con estar cerca del Dragón Renacido. ¿Qué más hay?

Min le tendió una copa, y él le sonrió a despecho de que el ponche le resbaló por la muñeca. A lo mejor pensaba que había sido por accidente.

—Poco más y, a la vez, demasiado —empezó Dobraine, y luego se echó prestamente hacia atrás en el sillón para evitar salpicaduras de vino mientras Min le tendía otra copa con brusquedad. A la joven no le había gustado el breve período que trabajó como camarera—. Muchas gracias, milady Min —murmuró cortésmente, pero la miró con recelo mientras cogía la copa. Min regresó tranquilamente hacia la mesita para coger la suya. Tranquilamente.

»Me temo que lady Caraline y el Gran Señor Darlin se encuentran en el palacio de lady Arilyn, aquí, en la ciudad —prosiguió el noble cairhienino—, bajo la protección de Cadsuane Sedai. Quizá «protección» no sea el término correcto. Se me ha negado permiso para entrar a verlos, pero he oído que han intentado abandonar la ciudad y que se los ha traído de vuelta como a sacos. De hecho, uno de los rumores afirma que los trajeron dentro de sacos. Conociendo a Cadsuane, casi lo daría por cierto.

—Cadsuane —murmuró Rand, y Min sintió frío. Su tono no sonaba asustado, precisamente, pero aun así Rand parecía inseguro—. ¿Qué crees que debería hacer con Caraline y Darlin, Min?

La joven, que se había sentado dejando un sillón vacío entre los dos, dio un respingo al incluirla tan de improviso en la conversación. De mala gana, contempló fijamente el vino que había salpicado su mejor blusa de seda, de color crema, y también las calzas.

—Caraline apoyará a Elayne en su pretensión de ocupar el Trono del Sol —contestó con desánimo. Para ser ponche la sensación contra su piel era fría, y dudaba que la mancha saliera de la blusa—. No es una visión, pero la creo.

No miró hacia Dobraine, aunque el noble asintió sabiamente. Ahora ya todo el mundo estaba enterado de lo de sus visiones. El único resultado había sido un chorreo continuo de damas nobles que deseaban conocer su futuro, y también las reacciones malhumoradas cuando contestaba que no podía decírselo. A la mayoría no le habría hecho gracia lo poco que había visto; nada funesto, pero en absoluto las halagüeñas perspectivas pronosticadas por las adivinas en las ferias.

—En cuanto a Darlin —siguió—, aparte del hecho de que se casará con Caraline, después de que lo haya retorcido y tendido en la cuerda para secarse, lo único que puedo añadir es que algún día será rey. Vi la corona en su cabeza, algo con una espada en el centro de la frente, pero ignoro a qué país pertenece. Oh, sí. Y que morirá en el lecho, y ella lo sobrevivirá.

Dobraine se atragantó con el ponche; tosió y se enjugó los labios con un sencillo pañuelo de lino. La mayoría de los que estaban enterados de su don no creían en él. Muy satisfecha consigo misma, Min apuró el poco ponche que quedaba en su copa, y entonces le tocó a ella atragantarse y toser mientras sacaba el pañuelo de la manga para limpiarse la boca. ¡Luz, mira que tragarse los posos!

Rand se limitó a asentir, sin apartar la vista de su copa.

—Así que vivirán para darme problemas —murmuró. Fue un sonido muy suave para unas palabras tan duras. Oh, sí, su pastor era duro como el acero—. ¿Y qué hago con respecto a…?

Se calló de golpe y se giró hacia las puertas. Una de las hojas se abría. Tenía un oído finísimo. Min no había oído nada.

Ninguna de las dos Aes Sedai que entraron era Cadsuane, y Min sintió que sus hombros perdían tensión. Mientras Rafela cerraba la puerta, Merana hizo una profunda reverencia a Rand, aunque los ojos color avellana de la hermana Gris abarcaron a Min y a Dobraine, tomando nota. Un momento después, la carirredonda Rafela extendía la falda de color azul profundo y se inclinaba también. Ninguna se incorporó hasta que Rand hizo un gesto. Se deslizaron hacia él haciendo gala de una fría serenidad, aunque la regordeta Azul toqueteó fugazmente su chal como para recordarse que estaba allí. Min ya había visto ese gesto con anterioridad, en otras hermanas que habían jurado fidelidad a Rand. No debía de resultar fácil para ellas esa situación. Sólo la Torre Blanca mandaba en las Aes Sedai, pero Rand movía un dedo y ellas acudían, apuntaba, y se marchaban. Las Aes Sedai hablaban a reyes y reinas como a iguales, quizá ligeramente como sus superiores, pero las Sabias las llamaban aprendizas y esperaban que obedecieran con el doble de prontitud de la que pedía el propio Rand. Nada de eso se traslucía en el sosegado semblante de Merana.

—Milord Dragón —saludó respetuosamente—. Acabamos de enterarnos de vuestro regreso y pensamos que quizás estuvieseis impaciente por saber cómo fueron las cosas con las Atha’an Miere. —Se limitó a mirar de soslayo a Dobraine, pero el noble se puso de pie inmediatamente. Los cairhieninos estaban acostumbrados a que la gente quisiera hablar en privado.

—Dobraine puede quedarse —manifestó secamente Rand.

¿Se había notado en él cierta vacilación? No se levantó; sus ojos semejaban dos pedazos de hielo. Estaba siendo el Dragón Renacido, sin la menor concesión. Min le había dicho que esas mujeres eran suyas de verdad, que las cinco que lo habían acompañado al barco de los Marinos eran suyas, absolutamente leales a su juramento y, en consecuencia, obedientes a su voluntad; aun así parecía resultarle difícil confiar en ninguna Aes Sedai. La joven lo entendía, pero Rand iba a tener que aprender a hacerlo.

—Como queráis —contestó Merana con una ligera inclinación de cabeza—. Rafela y yo hemos llegado a un compromiso con los Marinos. El Compromiso, lo llaman ellos. —La diferencia resultaba obvia al oído. A pesar de que sus manos reposaban relajadamente sobre la falda verde con cuchilladas grises, la mujer respiró hondo. Lo necesitaba—. Harine din Togara Dos Vientos, Señora de las Olas del clan Shodein, hablando en nombre de Nesta din Reas Dos Lunas, Señora de los Barcos de los Atha’an Miere, ha prometido proporcionar tantos barcos como el Dragón Renacido necesite, para navegar cuando y donde lo necesite, con cualesquiera propósitos que requiera. —Merana parecía mostrarse un tanto pomposa al no haber Sabias presentes; éstas no permitían tal cosa—. A cambio, Rafela y yo, hablando en vuestro nombre, prometimos que el Dragón Renacido no cambiará ninguna ley de los Atha’an Miere, como ha hecho con los… —Vaciló un momento—. Disculpadme. Estoy acostumbrada a comunicar los acuerdos exactamente como se han hecho. La locución que utilizaron fue «confinados en tierra», pero se referían a lo que habéis hecho en Tear y Cairhien. —Un interrogante apareció en sus ojos y desapareció al momento. Quizá se preguntaba si habría hecho lo mismo en Illian. Había expresado su alivio porque no hubiese realizado cambios en su Andor natal.

—Supongo que puedo aguantar eso —murmuró Rand.

—En segundo lugar —tomó la palabra Rafela, que enlazó las regordetas manos a la altura de la cintura—, tenéis que ceder tierras a los Atha’an Miere, un área de un kilómetro y medio de lado, en todas las ciudades con aguas navegables que están bajo vuestro control ahora o que controléis en el futuro. —Hablaba con menos pomposidad que su compañera, pero sólo un poco. Tampoco parecía muy complacida con lo que estaba diciendo. Era teariana, después de todo, y pocos puertos tenían un control tan férreo sobre su comercio como Tear—. Dentro de esa área, las leyes de los Atha’an Miere prevalecerán por encima de cualesquiera otras. Este acuerdo ha de ser ratificado por los dirigentes de dichos puertos a fin de que… —Ahora le tocó a ella vacilar, y sus mejillas atezadas adquirieron un leve tinte ceniciento.

—¿De que el acuerdo me sobreviva? —dijo secamente Rand, que a continuación soltó una risotada—. Eso también puedo sobrellevarlo.

—¿Todas las ciudades portuarias? —exclamó Dobraine—. ¿Se refieren también a ésta? —Se puso de pie bruscamente y empezó a pasear, tan agitado que derramó aún más ponche que Min, aunque no pareció darse cuenta—. ¿Un kilómetro y medio cuadrado? ¿Y bajo sólo la Luz sabe qué leyes? He viajado en un barco de los Marinos, ¡y sólo puedo decir que resultó muy peculiar! ¡Sin incluir en ello las piernas desnudas! ¿Y qué pasa con los derechos arancelarios, las tasas de atraque y…? —De pronto se volvió hacia Rand; miró ceñudo a las Aes Sedai, que no le hicieron el menor caso, pero fue a Rand a quien se dirigió, y en un tono que rayaba la aspereza—. Arruinarán Cairhien en un año, milord Dragón. Arruinarán cualquier ciudad portuaria en la que les permitáis hacer eso.

Min asintió en silencio, pero Rand se limitó a agitar una mano y volvió a reír.

—Puede que lo crean así, pero yo no soy un pardillo en negociaciones, Dobraine. No han especificado quién elige el trozo de tierra, de modo que no tiene por qué ser al borde del agua, en absoluto. Os tendrán que comprar sus provisiones y aceptar vuestras leyes cuando se marchen, así que no pueden mostrarse demasiado arrogantes. En el peor de los casos, podréis cobrar vuestros impuestos cuando las mercancías salgan de su… refugio. En cuanto a lo demás… Si yo puedo aguantarme con ello, vosotros también podéis. —Ahora no había regocijo en su voz, y Dobraine inclinó la cabeza. Rand se dirigió entonces a las Aes Sedai—. «En segundo lugar» implica que hay más.

Merana y Rafela intercambiaron una mirada mientras toqueteaban inconscientemente las faldas y los chales. La que habló fue Merana, y sin el menor asomo de pomposidad en su voz. De hecho, sonó ligera en exceso:

—En tercer lugar, el Dragón Renacido accede a mantener una embajadora, elegida por las Atha’an Miere, a su lado en todo momento. Harine din Togara se ha nombrado a sí misma para el puesto. Irá acompañada por su Detectora de Vientos, su Maestro de Espadas y una escolta.

—¿Qué? —bramó Rand al tiempo que se incorporaba de un salto.

—Y en cuarto lugar —se apresuró a intervenir Rafela, continuando como si temiera que él la cortara—, el Dragón Renacido accede a acudir prontamente al emplazamiento de la Señora de los Barcos, pero no más de dos veces en tres años consecutivos. —Finalizó jadeando un poco, tratando de que lo último sonase como agotamiento.

El Cetro del Dragón se alzó del suelo, detrás de Rand, y éste lo asió en el aire sin mirar. Sus ojos ya no eran pedazos de hielo, sino fuego azul.

—¿Una embajadora de los Marinos pegada a mis talones? —gritó—. ¿Que obedezca a emplazamientos? —Sacudió el fragmento de lanza en su dirección, y los borlones verdes y blancos se mecieron en el aire—. ¡Ahí fuera hay gentes que quieren conquistarnos a todos, y cabe la posibilidad de que lo consigan! ¡Los Renegados andan sueltos por el mundo! ¡El Oscuro está al acecho! ¿Por qué no accedisteis también a que les calafatee las quillas de sus barcos, ya puestas?

Normalmente, Min intentaba aplacar sus estallidos de ira, pero en esta ocasión se sentó echada hacia adelante y lanzó una mirada furibunda a las Aes Sedai. Estaba completamente de acuerdo con él. ¡Habían regalado el establo para vender un caballo!

Rafela se sacudió por la embestida, pero Merana se irguió; sus propios ojos hicieron una buena imitación de fuego marrón moteado en oro.

—¿Nos censuráis a nosotras? —espetó en un tono tan gélido como abrasadores eran sus ojos. Era la Aes Sedai tal como una Min niña las había visto: más regias que una reina, poderosas por encima de cualquier poder—. Estabais presente al inicio de la negociación, un ta’veren, y las ahormasteis a vuestro antojo. ¡Podríais haberlas tenido a todas de hinojos ante vos! ¡Pero os marchasteis! No les hizo gracia saber que habían bailado al son de un ta’veren. En alguna parte han aprendido a tejer escudos, y antes de que hubieseis abandonado el barco, Rafela y yo fuimos escudadas. Para que no sacásemos ventajas con el Poder, adujeron. En más de una ocasión, Harine nos amenazó con colgarnos por los dedos de los pies en las vergas hasta que entrásemos en razón, y, al menos en lo que a mí respecta, ¡la creí muy capaz de hacerlo! Consideraos afortunado de que podáis contar con los barcos que queréis, Rand al’Thor. ¡Si hubiera sido por Harine, sólo os habría cedido un puñado! ¡Daos por satisfecho de que no quisiera vuestras botas nuevas y también ese horrendo trono vuestro! Oh, y por cierto, os reconoció formalmente como el Coramoor, ¡así os dé un dolor de barriga por ello!

Min la miró de hito en hito. Rand y Dobraine la miraron de hito en hito, el cairhienino boquiabierto. Rafela la miró de hito en hito, abriendo y cerrando la boca sin emitir sonido alguno. A decir verdad, el fuego se extinguió en los ojos de Merana, que empezó a abrirlos más y más al darse cuenta de lo que había dicho.

El Cetro del Dragón temblaba en la mano crispada de Rand. Min lo había visto enfurecerse, a punto de estallar, por mucho menos. Rezó para encontrar un modo de contener el estallido, pero no se le ocurrió nada.

—Al parecer —dijo Rand finalmente—, las palabras que un ta’veren hace soltar a la gente no son siempre las que desea escuchar. —Daba la impresión de estar… tranquilo; Min no quería pensar en la palabra «cuerdo»—. Lo habéis hecho bien, Merana. Os pasé un asunto espinoso, pero Rafela y tú os habéis esforzado para que saliese bien.

Las dos Aes Sedai se tambalearon ligeramente y por un instante Min creyó que iban a desplomarse de puro alivio.

—Al menos conseguimos ocultar los detalles a Cadsuane —dijo Rafela a la par que se alisaba la falda de manera vacilante—. Era imposible guardar en secreto completamente que habíamos hecho algún tipo de acuerdo, pero al menos hemos logrado que no se enterara del contenido.

—Sí —abundó Merana, falta de aliento—. Incluso nos abordó cuando veníamos hacia aquí. Es difícil ocultarle nada, pero lo hicimos. Pensamos que no querríais que ella… —Dejó la frase en el aire ante la expresión pétrea de Rand.

—Otra vez Cadsuane —dijo él con voz monótona. Contempló ceñudo el fragmento de lanza que sostenía en la mano y luego lo arrojó sobre un sillón, como si no se fiara de lo que podría hacer con él—. Se encuentra en el Palacio del Sol, ¿verdad? Min, diles a las Doncellas que hay en la puerta que lleven un mensaje a Cadsuane. Que se presente de inmediato ante el Dragón Renacido.

—Rand, no creo que… —empezó, inquieta, Min, pero él la interrumpió. No con dureza, pero sí firmemente.

—Hazlo, Min, por favor. Esa mujer es como un lobo observando el aprisco. Me propongo descubrir qué es lo que quiere.

Min se levantó con lentitud y caminó hacia la puerta como si le costase trabajo andar. No era la única que pensaba que era una mala idea. O, al menos, que quisiera hallarse en cualquier otro sitio cuando el Dragón Renacido y Cadsuane Melaidhrin se encontraran cara a cara. Dobraine se le adelantó en el camino hacia la puerta, haciendo una precipitada reverencia sin apenas una pausa, e incluso Merana y Rafela abandonaron la sala antes que ella, si bien lo hicieron de manera que no pareciera que se apresuraban; al menos, dentro de la sala, porque cuando Min asomó la cabeza al pasillo, las dos hermanas habían alcanzado a Dobraine y se alejaban casi al trote.

Curiosamente, el número de Doncellas —media docena— que montaban guardia fuera cuando Min entró un rato antes, había aumentado al punto de cubrir el corredor en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista; filas de mujeres altas, de rostros duros, con los cadin’sor pardos, los shoufa enrollados en la cabeza y los velos negros colgando por una punta. Muchas portaban las lanzas y las adargas, como si esperaran una batalla. Algunas se entretenían con el juego de dedos «cuchillo, papel, piedra», y las demás las observaban atentamente.

No tan atentamente como para no verla, sin embargo. Cuando transmitió el mensaje de Rand, el lenguaje de manos corrió por las filas y después dos larguiruchas Doncellas se marcharon trotando. Las otras volvieron a enfrascarse en el juego enseguida, ya fuera participando u observando.

Min regresó a la sala, rascándose la cabeza con desconcierto. A menudo las Doncellas la ponían nerviosa, pero siempre le decían algo, a veces con respeto, como si fuese una Sabia, y a veces bromeando, aunque su sentido del humor era extraño, y se quedaba corta. Jamás habían hecho caso omiso de ella de esa forma.

Rand se encontraba en el dormitorio. Ese simple hecho consiguió que el corazón le latiera más deprisa. Se había quitado la chaqueta, y llevaba desanudados los lazos del cuello y los puños de la blanquísima camisa, con los faldones por fuera de las polainas. Min se sentó a los pies de la cama, recostó la espalda en uno de los gruesos pilares y alzó las piernas, cruzándolas por los tobillos. No había tenido ocasión de ver desnudarse a Rand, y se proponía disfrutar de ello. Sin embargo, en lugar de continuar, él se quedó quieto, mirándola.

—¿Qué demonios puede enseñarme Cadsuane? —preguntó inopinadamente.

—A ti y a todos los Asha’man —contestó ella. Ésa había sido la visión que había tenido—. Lo ignoro, Rand. Sólo sé que tienes que aprenderlo. Todos vosotros. —No parecía que tuviese intención de llegar más allá de sacarse la camisa de las calzas. Suspirando, la joven siguió—. La necesitas, Rand. No puedes permitirte el lujo de enfurecerla. No puedes permitirte el lujo de echarla de tu lado. —En realidad, no creía que medio centenar de Myrddraal y un millar de trollocs pudieran echar a Cadsuane de ningún sitio, pero el fondo del asunto no tenía vuelta de hoja.

En los ojos de Rand apareció una expresión ausente, como si contemplase algo lejano, y al cabo de un momento sacudió la cabeza.

—¿Por qué habría de hacer caso a un loco? —rezongó entre dientes. Luz, ¿de verdad creía que Lews Therin hablaba dentro de su cabeza?—. Deja que alguien sepa que lo necesitas, Min, y te tendrá agarrado. Con una correa, para llevarte hacia donde quiera. No pondré un dogal en mi propia garganta por ninguna Aes Sedai. ¡Ni por nadie! —Lentamente, relajó los puños—. A ti sí te necesito, Min —dijo simplemente—. No por tus visiones. Te necesito a ti.

¡Luz, ese hombre era capaz de hacerle perder el seso con unas pocas palabras!

Con una sonrisa tan anhelante como la de ella, Rand agarró los faldones de la camisa con las dos manos y se inclinó ligeramente para empezar a sacarse la prenda por la cabeza. Enlazando los dedos sobre el estómago, Min se recostó para observar.

Las tres Doncellas que entraron en el dormitorio ya no llevaban los shoufa que les había tapado el corto cabello en el corredor. Venían con las manos vacías, y tampoco llevaban los largos cuchillos del cinturón. Eso fue todo lo que le dio tiempo a ver a Min.

Rand seguía con la cabeza y los brazos metidos en la camisa a medio sacar, y Somara, rubísima y alta incluso para ser Aiel, agarró el blanco lino y lo retorció, dejándolo atrapado dentro. Casi en el mismo momento, le atizó una patada en la entrepierna. Con un gemido estrangulado, Rand se dobló más, tambaleándose.

Nesair, de cabello rojo como el fuego y hermosa pese a las blanquecinas cicatrices en ambas mejillas morenas, le asestó un puñetazo en el costado derecho, tan contundente que lo hizo trastabillar.

Min gritó y saltó de la cama. No sabía a qué venía aquella locura, aquel sin sentido, pero sus cuchillos salieron velozmente de cada una de las mangas y se abalanzó contra las Doncellas.

—¡Socorro! —gritó al tiempo—. ¡Oh, Rand! ¡Que alguien me ayude!

O, al menos, eso fue lo que intentó gritar. La tercera Doncella, Nandera, se giró como una serpiente y Min recibió una patada en el estómago. El aire salió de sus pulmones como el soplido de un fuelle. Los cuchillos le desaparecieron de las manos en un abrir y cerrar de ojos, dio una vuelta de campana por encima del pie de la Doncella, yendo a caer de espaldas, y el batacazo acabó sacándole el poco aire que le quedaba en los pulmones. Intentando moverse, intentando respirar —¡intentando comprender!— sólo pudo yacer allí y presenciar la escena.

Las tres mujeres actuaban concienzudamente. Nesair y Nandera descargaban puñetazos mientras Somara lo mantenía doblado y atrapado con su propia camisa. Una vez, y otra, y otra, asestaban golpes intencionados en el duro estómago de Rand, en el lado derecho. Min habría reído histéricamente si hubiese tenido resuello. Intentaban matarlo a golpes y ponían buen cuidado en no dar cerca de la tierna cicatriz redonda, con el tajo medio curado que la cruzaba, del costado izquierdo.

Ella sabía muy bien lo duro que era el cuerpo de Rand, lo fuerte, pero nadie podía aguantar aquello. Lentamente, las rodillas se le doblaron, y cuando se clavaron en el suelo, Nandera y Nesair se apartaron. Ambas asintieron en silencio, y Somara soltó la camisa. Rand cayó de bruces. Min lo oía jadear, tratando de contener los gemidos que brotaban de su garganta a pesar de sus esfuerzos. Somara se arrodilló a su lado y le retiró la camisa casi con ternura. Él permaneció tendido, con la mejilla contra las baldosas, los ojos desorbitados, luchando para llevar aire a sus pulmones.

Nesair se inclinó para agarrarlo por el cabello y tiró hacia atrás.

—Nos ganamos el derecho a esto —gruñó—, pero todas las Doncellas deseaban ponerte las manos encima. Dejé mi clan por ti, Rand al’Thor. ¡No permitiré que me escupas!

Somara movió una mano como si fuese a retirarle los mechones que le caían sobre la cara, pero luego los agarró y tiró.

—Así es como tratamos a un primer hermano que nos deshonra, Rand al’Thor —manifestó firmemente—. La primera vez. A la próxima, utilizaremos correas.

Nandera permanecía erguida junto a Rand, con el pie plantado sobre su cadera y el semblante pétreo.

—Llevas el honor de las Far Dareis Mai, hijo de una Doncella —dijo seriamente—. Prometiste llamarnos a la danza de las lanzas por ti, y luego corres a la batalla y nos dejas atrás. No volverás a hacerlo.

Pasó por encima de él, pisándolo, para dirigirse a la puerta, y las otras dos la siguieron. Sólo Somara miró atrás, y si en sus azules ojos asomó algo de compasión, no ocurrió lo mismo en su voz cuando habló.

—No hagas necesario esto otra vez, hijo de una Doncella.

Rand se había incorporado trabajosamente sobre manos y rodillas para cuando Min consiguió gatear hasta él.

—Deben de haberse vuelto locas —dijo con voz ronca. ¡Luz, cómo le dolía el estómago!—. ¡Rhuarc les…! —No sabía qué podría hacer Rhuarc. Pero no sería bastante, fuese lo que fuese—. Sorilea. —¡Sorilea las pondría a secar al sol! ¡Eso, para empezar!—. Cuando se lo contemos…

—No se lo contaremos a nadie —acotó él. Casi hablaba como si hubiese recobrado el resuello, aunque aún tenía los ojos algo desorbitados. ¿Cómo lo hacía?—. Tenían derecho. Se lo habían ganado.

Min reconocía ese tono más que de sobra. ¡Cuando un hombre decidía ser testarudo, se sentaría desnudo en un rodal de ortigas y negaría que le escocía el culo! Casi se alegró de oírlo gemir cuando lo ayudó a levantarse. Es decir, cuando se ayudaron mutuamente. ¡Si el muy idiota iba a comportarse como un necio, merecía unos cuantos cardenales!

Rand se tendió en la cama, recostado sobre el montón de almohadas, y Min se acurrucó a su lado. No era lo que había esperado, pero no iba a pasar nada más, de eso no le cabía duda.

—No era así como esperaba usar la cama —murmuró él.

Min no estaba segura de que el comentario estuviese destinado a sus oídos. Se echó a reír.

—Disfruto cuando me tienes abrazada tanto como… como con lo otro. —Cosa extraña, él sonrió como si supiera que mentía. ¡Pues su tía Miren afirmaba que ésa era una de las tres mentiras que cualquier hombre creería a una mujer!

—Si interrumpo, supongo que puedo volver cuando sea más conveniente —dijo una fría voz femenina desde la puerta.

Min se retiró bruscamente de Rand como si se hubiese quemado, pero cuando él la atrajo de nuevo hacia sí, volvió a acurrucarse a su lado. Reconocía a la Aes Sedai plantada en el umbral, una cairhienina baja y regordeta, con cuatro finas franjas de color cruzándole el amplio busto y cuchilladas blancas en la falda oscura. Daigian Moseneillin era una de las hermanas que habían llegado con Cadsuane. Y era casi tan autoritaria como ella, en opinión de Min.

—No sé en qué casa te criaste ni a qué estamento pertenecías —dijo perezosamente Rand—. Pero ¿nadie te enseñó a llamar a las puertas?

A pesar de su aparente calma, Min notaba todos los músculos del brazo con el que la rodeaba tensos como cables. La piedra de la luna que colgaba de una cadenilla de plata sobre la frente de Daigian se meció cuando la mujer sacudió lentamente la cabeza. Obviamente, no se sentía complacida.

—Cadsuane Sedai recibió vuestra petición —anunció en un tono aún más frío que antes—, y me pide que transmita sus excusas. Está ansiosa por terminar el bordado en el que trabaja. Quizá pueda veros otro día. Si encuentra un rato libre.

—¿Es eso lo que dijo? —preguntó Rand en un tono peligroso.

Daigian resopló con desprecio.

—Os dejaré para que prosigáis con… lo que quiera que estuvieseis haciendo.

Min se preguntó si podría abofetear a una Aes Sedai sin sufrir después las consecuencias. Daigian le dirigió una gélida mirada, como si hubiese oído su pensamiento, y se volvió para salir del cuarto. Rand se sentó, ahogando un gemido.

—¡Dile a Cadsuane que puede irse a la Fosa de la Perdición! —bramó a la espalda de la hermana—. ¡Dile que puede pudrirse!

—Eso no servirá de nada, Rand —musitó Min. Aquello iba a ser más duro de lo que había pensado—. Necesitas a Cadsuane. Ella no te necesita a ti.

—Conque no, ¿eh? —dijo quedamente él.

Min se estremeció. Ahora sí que había un timbre peligroso en su voz.


Rand volvió a vestirse despacio, evitando movimientos bruscos, y envió a Min con mensajes para que las Doncellas los transmitieran. Al menos eso lo harían todavía. Las costillas del costado derecho le dolían casi tanto como las heridas del lado izquierdo, y la zona abdominal la sentía como si se la hubiesen molido a golpes con un palo. Les había hecho una promesa. Asió el saidin en el dormitorio, cuando se encontró solo; no quería que ni siquiera Min lo viera tambalearse otra vez. Tenía que ser fuerte, por el bien de ella. Tenía que ser fuerte, por bien del mundo. Aquel puñado de emociones en el fondo de su mente que era Alanna le recordó el precio de descuidarse. Justo en ese momento, Alanna estaba enfurruñada. Tenía que haber excedido el límite de paciencia de una Sabia, porque, si estaba sentada, debía de haberlo hecho suavemente y con mucha precaución.

—Aún pienso que es una locura, Rand al’Thor —insistió Min mientras él se ponía la Corona de Espadas con cuidado; no quería que las minúsculas hojas se le clavaran, haciéndolo sangrar—. ¿Me estás escuchando? Bien, si te propones seguir adelante con ello, te acompaño. Has admitido que me necesitas, ¡y me necesitarás más que nunca para esto! —Estaba muy engallada, puesta en jarras, daba golpecitos en el suelo con el pie y sus ojos casi echaban chispas.

—Tú te quedas aquí —repuso firmemente. Todavía no tenía muy claro lo que intentaba hacer, no del todo, y no quería que ella lo viera dar un traspié. Temía darlo. No obstante, esperaba una discusión.

La joven lo miró ceñuda y dejó de dar golpecitos con el pie. El brillo furioso de sus ojos se apagó para dar paso a la preocupación, si bien desapareció en un visto y no visto.

—Bien, supongo que eres lo bastante mayor para cruzar el patio del establo sin que te lleven de la mano, pastor. Además, me estoy retrasando en la lectura.

Se dejó caer en uno de los sillones dorados, con las piernas cruzadas debajo, y cogió el libro que había estado leyendo cuando él entró. Unos segundos después, parecía totalmente absorta en la página.

Rand asintió. Eso era lo que quería, que se quedase allí, a salvo. Con todo, no tenía que olvidarse de él tan completamente.

Había seis Doncellas acuclilladas en el pasillo, al otro lado de la puerta. Lo miraron fríamente, sin decir palabra. La mirada de Nandera era la más fría de todas; aunque la de Somara y la de Nesair no le andaban lejos. Le parecía recordar que Nesair era Shaido; tendría que vigilarla estrechamente.

También esperaban los Asha’man —Lews Therin murmuró algo sobre matar dentro de su cabeza—, todos ellos salvo Narishma con el alfiler del dragón en el cuello de la chaqueta, así como el de la espada. Secamente, ordenó a Narishma que montara guardia a la puerta de sus aposentos, y el hombre saludó formalmente, con aquellos oscuros y enormes ojos que veían demasiado trasluciendo un velado reproche. Rand no creía que las Doncellas trasladaran su desagrado en contra de Min, pero no quería correr ningún riesgo. Luz, le había dicho a Narishma todo lo referente a las trampas que había tejido en la Ciudadela cuando lo envió a recoger a Callandor. El hombre se imaginaba cosas. Así lo abrasara la Luz, aquello había sido un riesgo absurdo.

«Sólo los locos nunca se fían». Lews Therin parecía divertido. Y bastante ido. Las heridas del costado le daban punzadas; parecían resonar una en la otra en un dolor distante.

—Mostradme dónde puedo encontrar a Cadsuane —ordenó.

Nandera se incorporó sin brusquedad y echó a andar sin mirar atrás. Rand la siguió, y los otros —Dashiva, Flinn, Morr y Hopwil— fueron en pos de él. Les dio instrucciones mientras caminaban. Flinn —¡quién lo habría pensado!— intentó protestar, pero Rand lo cortó de manera rotunda; no era momento de acobardarse. Era el último de quien habría esperado algo así. De Morr y de Hopwil, quizá. Aunque ya habían perdido la ingenuidad, aún eran lo bastante jóvenes para no utilizar sus cuchillas de afeitar la mitad de los días. Pero no Flinn. Las suaves botas de Nandera no hacían el menor ruido, en tanto que las de ellos resonaban en el alto techo, ahuyentando a cualquiera con el más leve motivo para tener miedo. Las heridas no dejaban de darle punzadas.

A esas alturas, todos en el Palacio del Sol conocían de vista al Dragón Renacido, y también sabían quiénes eran los hombres de chaqueta negra. Sirvientes con uniforme negro hacían profundas reverencias antes de alejarse apresuradamente. La mayoría de los nobles ponían distancia entre ellos y los cinco hombres que encauzaban casi con igual precipitación, dirigiéndose hacia donde fuera con un gesto decidido en sus semblantes. Ailil los vio pasar con una expresión indescifrable. Anaiyella sonrió tontamente, ni que decir tiene, pero cuando Rand miró hacia atrás vio que la mujer lo observaba con un gesto que no tenía nada que envidiar al de Nandera. Bertome sonrió al tiempo que hacía una reverencia; un gesto en el que no había nada de risueño ni de grato.

Nandera ni siquiera pronunció palabra cuando llegaron a su destino, limitándose a señalar, con una de las lanzas, una puerta cerrada, tras lo cual giró sobre sus talones y emprendió el regreso por donde habían llegado. El Car’a’carn sin una sola Doncella de escolta. ¿Consideraban que cuatro Asha’man bastaban para protegerlo? ¿O la marcha de Nandera era otra muestra de su desagrado?

—Haced lo que os he dicho —advirtió Rand.

Dashiva dio un respingo, como si de repente tomara conciencia de dónde se encontraba, y entonces asió la Fuente. La ancha puerta, tallada en líneas verticales, se abrió violentamente, empujada por un flujo de Aire. Los otros tres asieron el saidin y siguieron a Dashiva al interior, con los rostros sombríos.

—El Dragón Renacido —anunció Dashiva en voz alta, amplificada ligeramente por el Poder—, rey de Illian, Señor de la Mañana, viene a ver a la mujer llamada Cadsuane Melaidhrin.

Rand entró majestuosamente, la cabeza alta. No reconocía el otro tejido creado por Dashiva, pero el aire parecía cargado de amenaza, una sensación de algo inexorable aproximándose, cada vez más cerca.

—Os mandé llamar, Cadsuane —dijo Rand. No utilizó tejidos; su voz sonaba dura e impasible de sobra, sin necesidad de ayudas.

La hermana Verde se encontraba sentada junto a una mesita, con el bastidor de bordar en las manos y un cestillo de costura abierto sobre el pulido tablero, las madejas de hilos de vivos colores rebosando de alguno de sus numerosos compartimientos. Estaba exactamente como la recordaba, el rostro de rasgos firmes coronado por un moño gris acerado, adornado con pequeños colgantes dorados en forma de peces, pájaros, estrellas y lunas. Aquellos oscuros ojos, que parecían casi negros en contraste con la blanca tez. Unos ojos fríos, calculadores. Lews Therin soltó un gemido y desapareció al verla.

—Vaya —dijo mientras dejaba el bastidor en la mesa—, he de decir que he visto mejores entradas en escena sin pagar. Con todo lo que he oído sobre ti, muchacho, lo menos que esperaba eran truenos, relámpagos surcando el cielo y toques de trompeta empíreos. —Contempló con calma a los cinco hombres de semblante pétreo, varones que encauzaban, lo que habría bastado para que cualquier Aes Sedai se encogiera. Contempló con calma al Dragón Renacido—. Confío en que uno de vosotros haga al menos juegos malabares. O que trague fuego. Siempre me ha gustado ver a los juglares tragando fuego.

Flinn soltó una carcajada antes de poder contenerse, e incluso entonces se pasó la mano por el ralo cabello, al parecer haciendo un esfuerzo para reprimir la risa. Morr y Hopwil intercambiaron una mirada entre desconcertada e indignada. Dashiva esbozó una sonrisa desagradable y el tejido que sujetaba se hizo más fuerte, hasta el punto de que Rand sintió deseos de mirar hacia atrás para ver qué se le echaba encima.

—Basta con que sepáis que soy quien soy —respondió Rand—. Dashiva, todos vosotros, esperad fuera.

Dashiva abrió la boca como para protestar. La orden no formaba parte de las instrucciones impartidas por Rand, pero no iban a intimidar a la mujer; no de ese modo. El hombre se marchó, sin embargo, mascullando para sí. De hecho, Hopwil y Morr salieron a buen paso, lanzando ojeadas de soslayo a Cadsuane. Flinn fue el único que hizo una retirada digna, a pesar de su cojera. ¡Y todavía parecía regocijado!

Rand encauzó y un sillón pesado, con tallas de leopardos, flotó por el aire desde su lugar junto a la pared, dando vueltas y vueltas antes de posarse como una pluma delante de Cadsuane. Al mismo tiempo, una jarra de plata se alzó de una mesa alargada que había al otro lado del cuarto, soltando un chasquido metálico, seco y breve, como si se hubiese calentado de golpe; el vapor salió por la boca del recipiente y se volcó, girando y girando lentamente como un trompo, a la par que una copa de plata salía disparada de la mesa para coger, por muy poco, el oscuro líquido que se vertía.

—Demasiado caliente, creo —dijo Rand, y los revestimientos de cristal saltaron de los altos ventanales. Los copos de nieve entraron arremolinados en una ráfaga helada, y la copa flotó a través de una de las ventanas y después volvió al interior, directamente a su mano, mientras él tomaba asiento. A ver si ahora se mostraba tan tranquila, con la mirada de un hombre demente clavada en ella. El oscuro líquido era té, demasiado fuerte después de haberlo hecho cocer, y tan amargo como para darle dentera; sin embargo, la temperatura era perfecta. Se le había puesto carne de gallina a causa de las ráfagas que penetraban en la estancia, sacudiendo los tapices contra las paredes, pero dentro del vacío era una sensación lejana, el frío de otra persona.

—La Corona de Laurel es más bonita que otras —comentó Cadsuane con una leve sonrisa. Los adornos del cabello se mecían cada vez que soplaba una ráfaga, y algunos mechones sueltos del moño se agitaban, pero su única reacción a las acometidas de aire fue coger el bastidor de bordar justo antes de que lo tirara de la mesa—. Prefiero ese nombre. Pero no esperarás impresionarme con coronas. He azotado los traseros de dos reyes y tres reinas gobernantes, aunque no pudieron sentarse en sus tronos en dos o tres días cuando hube acabado con ellos, ya me entiendes. Pero sí conseguí que me prestaran atención. Comprenderás por qué no me impresionan las coronas.

Rand aflojó las mandíbulas. Rechinar los dientes no le serviría de nada. Abrió mucho los ojos, esperando que su aspecto fuera el de un demente o el de un hombre furioso, simplemente.

—Casi todas las Aes Sedai evitan el Palacio del Sol —empezó—. Salvo aquellas que me han jurado lealtad. Y las que tengo prisioneras. —Luz, ¿qué iba a hacer con ésas? Mientras las Sabias se ocuparan de ellas y se las quitasen de encima, la cosa no iba mal.

—Al parecer los Aiel creen que puedo ir y venir a mi antojo —contestó distraídamente, mirando el bastidor que tenía en la mano como si estuviera pensando en coger la aguja de nuevo—. Algo relacionado con la insignificante ayuda que le presté a cierto muchacho. Aunque me cuesta encontrar una razón por la que cualquier persona, excepto su madre, lo consideraría merecedor de ello.

Rand tuvo que esforzarse de nuevo para no rechinar los dientes. La mujer le había salvado la vida. Ella y Damer Flinn, así como otros muchos involucrados en el asunto, Min entre ellos. Pero aun así seguía estando en deuda con Cadsuane. Maldita mujer.

—Quiero que seáis mi consejera. Ahora soy rey de Illian, y los reyes tienen consejeras Aes Sedai.

La mujer dirigió una mirada desdeñosa a la corona.

—De ninguna manera. Demasiado a menudo para mi gusto, una consejera tiene que ver cómo la persona a su cargo mete la pata sin poder hacer nada para evitarlo. También debe acatar órdenes, algo que a mí no se me da muy bien hacer. ¿No te serviría alguna otra? ¿Alanna, tal vez?

A despecho de sí mismo, Rand se puso tieso en el sillón. ¿Sabía lo del vínculo? Merana había dicho que no era nada fácil ocultarle algo. No; ya se preocuparía después sobre lo que sus «fieles» Aes Sedai le estaban contando a Cadsuane. Luz, ojalá Min estuviera equivocada, para variar. Sin embargo, antes creería que era capaz de respirar en el agua.

—Yo… —Le resultaba imposible decirle que la necesitaba. ¡Nada de correas ni ronzales!—. ¿Y si no tuvieseis que prestarme ningún juramento?

—Supongo que eso podría funcionar —contestó, dubitativa, sin apartar la vista de la maldita costura. Alzó los ojos hacia él. Calculadora—. Pareces… inquieto. No me gusta decirle a un hombre que está asustado ni siquiera cuando tiene motivos para estarlo. ¿Inquieto por la posibilidad de que una hermana a la que no has convertido en un perrillo faldero amaestrado te esté tendiendo algún tipo de trampa? Veamos. Puedo hacerte algunas promesas; quizás eso te tranquilice. Espero que atiendas mis consejos, naturalmente; hazme gastar saliva en balde, y lo sentirás. Sin embargo, no te obligaré a hacer lo que quiera. Huelga decir que no tolero que nadie me mienta; ésa es otra cosa que te traería consecuencias desagradables. Pero tampoco espero que me cuentes los anhelos más íntimos de tu corazón. Ah, sí. Haga lo que haga, será por tu propio bien; no por el mío ni por el de la Torre Blanca, sino por el tuyo. Bien, ¿mitiga esto tus temores? Perdona. Tu inquietud.

Preguntándose si se suponía que tenía que reírse, Rand la miró de hito en hito.

—¿Os enseñan cómo hacer eso? —demandó—. Conseguir que una promesa suene a amenaza, me refiero.

—Oh, entiendo. Quieres reglas. Casi todos los chicos las quieren, digan lo que digan. Muy bien. Veamos. No aguanto los malos modales, así que serás debidamente cortés conmigo, con mis amigos y mis invitados. Eso incluye no encauzar en ellos, por si acaso no lo habías adivinado, y controlar tu genio, que tengo entendido es memorable. Y lo mismo reza para tus… compañeros de chaqueta negra. Sería una lástima que tuviera que darte una zurra por algo que hubiera hecho uno de ellos. ¿Son suficientes reglas? Puedo estipular más, si las necesitas.

Rand soltó la copa junto al sillón. El té se había quedado frío, además de amargo. La nieve empezaba a amontonarse debajo de las ventanas.

—Se supone que soy yo quien va a volverse loco, Aes Sedai, pero vos ya lo estáis. —Se puso de pie y se encaminó hacia la puerta.

—Confío sinceramente en que no hayas intentado utilizar Callandor —dijo con suficiencia a su espalda—. He oído que ha desaparecido de la Ciudadela. Conseguiste escaparte una vez, pero puede que no lo logres una segunda.

Rand se frenó en seco y miró hacia atrás. La mujer estaba empujando esa maldita aguja a través de la tela estirada en el bastidor. ¡Tan tranquila! Sopló una ráfaga de viento que arremolinó la nieve alrededor, pero ella ni siquiera levantó la cabeza.

—¿Escapar? ¿A qué os referís?

—¿Cómo? —No levantó la vista de la costura—. Oh. Muy pocas personas, incluso en la Torre, sabían lo que era Callandor antes de que la blandieses, pero hay cosas sorprendentes escondidas en rincones recónditos y mohosos de la biblioteca de la Torre. Estuve rebuscando hace algunos años, cuando sospeché por primera vez que podrías estar mamando del pecho de tu madre, justo antes de decidir volver a retirarme. Los bebés son algo muy sucio, y no se me ocurría cómo dar contigo antes de que dejaras de gotear por uno u otro sitio.

—¿A qué os referís? —demandó bruscamente.

Cadsuane alzó la vista entonces, y a pesar de los mechones ondeando y la nieve posándose en su vestido, parecía una reina.

—Te dije que no aguanto los malos modales. Si vuelves a pedirme ayuda, espero que lo hagas con educación. ¡Y espero una disculpa por tu comportamiento de hoy!

—¿Qué quisisteis decir con respecto a Callandor?

—Es defectuosa —replicó, cortante—, le falta el amortiguador que hace que otros sa’angreal puedan usarse sin peligro. Y aparentemente acrecienta la infección, provocando el desenfreno de la mente. Siempre y cuando la utilice un varón, en cualquier caso. El único modo seguro de utilizar La Espada que no es una Espada, el único modo de usarla sin correr el riesgo de matarte a ti mismo o intentar hacer sólo la Luz sabe qué locura, es vincularte con dos mujeres y que una de ellas sea la que dirija los flujos.

Tratando de no encorvar los hombros, se alejó de ella. Así que no había sido sólo el extraño comportamiento del saidin en Ebou Dar lo que había matado a Adley. Él lo había matado ya en el momento en que envió a Narishma a buscar esa cosa.

—Recuerda, muchacho —sonó tras él la voz de Cadsuane—. Debes pedirlo con mucha educación y disculparte. Puede que acceda a tu petición si tu disculpa suena realmente sincera.

Rand apenas la escuchó. Había esperado utilizar de nuevo a Callandor, había confiado en que fuera bastante fuerte. Ahora sólo quedaba una opción, y le aterraba. Le pareció oír la voz de otra mujer; la voz de una mujer muerta: «Podrías desafiar incluso al Creador».

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