Perrin se despertó antes de que amaneciera, como era habitual en él, y, también como ocurría siempre, Faile ya estaba levantada. Cuando quería, podía hacer que un ratón pareciera ruidoso en comparación, y Perrin sospechaba que si se despertara una hora después de haberse acostado, ella seguiría arreglándoselas para levantarse antes. Las solapas de la entrada de la tienda estaban recogidas a los lados, y los paneles laterales se habían levantado un poco por debajo, de manera que corría una leve corriente que ascendía por el agujero de ventilación del techo, lo suficiente para crear una ilusión de frescor. De hecho, Perrin tiritó mientras buscaba la camisa y los pantalones. Bueno, se suponía que era invierno, aunque el tiempo no lo supiera.
Se vistió y se frotó los dientes con sal en la oscuridad, sin necesitar lámparas, y cuando salió de la tienda, pateando para meterse bien las botas, Faile tenía a sus nuevos criados reunidos alrededor bajo la gris penumbra del alba, algunos sosteniendo linternas encendidas. La hija de un lord necesitaba sirvientes; debería haberse encargado él del asunto antes. Había dos personas de Dos Ríos en Caemlyn a las que Faile había entrenado personalmente, pero a causa de la necesidad de mantener en secreto el viaje no había sido posible llevarlas con ellos. Maese Gill querría regresar a casa lo antes posible, y Lamgwin y Breane con él, pero quizá Maighdin y Lini se quedarían.
Aram se incorporó de donde había permanecido sentado de piernas cruzadas, junto a la tienda, pendiente de él. Si Perrin no se lo hubiese impedido, el antiguo gitano habría dormido tumbado a la puerta de la tienda. Esa mañana llevaba una chaqueta de rayas rojas y blancas, si bien el blanco se notaba un poco sucio; incluso allí, la espada con el pomo de la empuñadura en forma de cabeza de lobo asomaba por encima de su hombro. Perrin había dejado el hacha en la tienda, agradecido de poder librarse de ella. Tallanvor seguía con la espada ceñida a la cintura por encima de la chaqueta, pero no así maese Gill y los otros dos hombres.
Faile debía de haber estado atenta ya que, tan pronto como Perrin salió, señaló hacia la tienda, obviamente impartiendo instrucciones. Maighdin y Breane pasaron presurosas junto a Aram y él con sendas linternas, el gesto firme y oliendo a resolución por algún motivo. Ninguna le hizo reverencias; una sorpresa agradable. Lini sí, una rápida flexión de rodilla antes de ir apresuradamente en pos de las otras mientras murmuraba algo sobre «saber cuál es su sitio». Perrin sospechaba que Lini era una de esas mujeres que entendían que su sitio era estar al mando. Pensándolo bien, la mayoría de las mujeres pensaban de ese modo. Así era en todo el mundo, por lo visto, no sólo en Dos Ríos.
Tallanvor y Lamgwin siguieron enseguida a las mujeres, y Lamgwin se tomó tan en serio lo de inclinar la cabeza como Tallanvor, cuya expresión era sombría. Perrin suspiró y devolvió el saludo del mismo modo, cosa que sorprendió a ambos y los dejó boquiabiertos. Un seco grito de Lini los sacó de su estupor y los hizo entrar en la tienda sin demora.
Tras dedicarle una fugaz sonrisa, Faile se encaminó hacia las carretas hablando alternativamente con Basel Gill, que caminaba a un lado, y Sebban Balwer, que iba al otro. Los dos hombres portaban linternas para alumbrarle el camino. Ni que decir tiene que más de dos puñados de esos jovenzuelos idiotas los siguieron a una distancia desde la que podrían oírla si alzaba la voz, pavoneándose y toqueteando las empuñaduras de las espadas y escudriñando en derredor bajo la penumbra como si esperaran un ataque o estuvieran ansiosos porque se produjese uno. Perrin se tiró de la corta barba. Su mujer siempre encontraba ocupaciones para llenar de sobra las horas del día, y nadie se las quitaba de las manos como a él. Nadie se atrevería.
Apenas asomaban los primeros retazos de la aurora, pero los cairhieninos ya se movían entre las carretas, y lo hacían con mayor rapidez cuanto más cerca se encontraba Faile. Para cuando su mujer llegó junto a ellos, dio la impresión de que trotaban, con las linternas meciéndose y brincando en la oscuridad. Los hombres de Dos Ríos, acostumbrados a la jornada de los granjeros, preparaban ya el desayuno, algunos riendo y alborotando alrededor de las lumbres, otros gruñendo malhumorados, pero la mayoría ocupándose de realizar las tareas diarias. A unos pocos que remoloneaban entre las mantas los sacaron de ellas sin contemplaciones. Grady y Neald también se habían levantado, separados del resto como siempre, unas sombras con chaquetas negras entre los árboles. Perrin no recordaba haberlos visto sin esas prendas, siempre abrochadas hasta arriba, siempre limpias y sin arrugas al despuntar el día, sin importar el aspecto que hubiesen tenido la noche anterior. Ejecutando los ejercicios al unísono, ambos realizaban sus prácticas con la espada como hacían cada mañana. Eso era mejor que el entrenamiento vespertino, cuando se sentaban cruzados de piernas, con las manos sobre las rodillas y la mirada perdida en el vacío. Durante esas prácticas no hacían nada que los demás pudiesen ver, pero no había una sola persona en el campamento que no supiera a qué se dedicaban y todos se mantenían lo más lejos posible. Ni siquiera las Doncellas se ponían en su línea visual en esos momentos.
De repente, Perrin cayó en la cuenta de que faltaba algo en la rutina diaria. Faile tenía siempre a uno de los hombres esperándola con un cuenco rebosante de las gachas de avena que desayunaban, pero por lo visto había estado demasiado atareada esa mañana. Regocijado, se encaminó a buen paso hacia una de las lumbres con la esperanza de poder, al menos, servirse él mismo el desayuno, para variar. Vana esperanza.
Flinn Barstere, un tipo larguirucho con una marca en la barbilla, le salió al paso a mitad de camino y le puso en las manos un cuenco tallado. Flinn era de Colina del Vigía, y Perrin no lo conocía mucho, pero habían cazado juntos un par de veces, y en cierta ocasión Perrin lo había ayudado a sacar una de las vacas de su padre de un hoyo cenagoso del Bosque de las Aguas, en el que se había quedado atrapada.
—Lady Faile me encargó que te trajera esto, Perrin —informó con preocupación—. No le contarás que me olvidé, ¿verdad? ¿Se lo dirás? Encontré un poco de miel y le he echado una buena cucharada.
Perrin procuró no suspirar. Al menos Flinn había recordado su nombre de pila. Bien, quizá no pudiera realizar las tareas más simples, pero seguía siendo responsable de los hombres que desayunaban bajo los árboles. Sin él, se encontrarían con sus familias, preparándose para dar comienzo a los quehaceres diarios en la granja, ordeñando vacas y cortando leña en lugar de preguntarse si tendrían que matar o los matarían antes de ponerse el sol. Engulló rápidamente las gachas de avena con miel y le dijo a Aram que desayunara sin prisas, pero el joven se quedó tan cabizbajo que cedió, de modo que Aram lo siguió en su recorrido por el campamento. No fue un paseo del que Perrin disfrutó.
Los hombres soltaban sus cuencos cuando se acercaba o incluso se ponían de pie hasta que pasaba de largo. Apretaba los dientes cada vez que un joven con el que había crecido o, peor aún, un hombre que lo había mandado con recados siendo un crío lo llamaba lord Perrin. No todos lo hacían, pero sí muchos. Demasiados. Al cabo de un rato, renunció por puro hastío a decirles que dejaran de tratarlo así; las más de las veces la respuesta era: «¡Como digáis, lord Perrin!». ¡Era para hartar a cualquiera!
Aun así, se paró para dirigir unas palabras a cada hombre. Ante todo, sin embargo, estaba ojo avizor. Y afinado el olfato. Todos ellos se tomaban muy en serio lo de mantener en buen estado sus arcos así como repasar las plumas y las puntas de las flechas, pero algunos no se daban cuenta de que llevaban las suelas de las botas o los bajos de los pantalones desgastados; o dejaban que se les infectasen ampollas por no encontrar el momento adecuado para ocuparse de eso. Unos pocos solían comprar brandy cuando se presentaba la ocasión, y dos o tres de ellos no aguantaban nada el alcohol. Habían pasado por un pueblo pequeño un día antes de llegar a Bethal, en el que había no menos de tres tabernas.
La situación era chocante. Siempre le había resultado embarazoso que la señora Luhhan o su madre le dijeran que necesitaba botas nuevas o un remiendo en los pantalones, y no le cabía duda de que le habría irritado que cualquier otra persona le hubiese dicho eso mismo, pero desde el viejo y canoso Jondyn Barran para abajo, los hombres de Dos Ríos se limitaban a contestar: «Vaya, tenéis razón, lord Perrin. Me ocuparé inmediatamente de ello», o algo por el estilo. Pilló a varios intercambiando sonrisitas cuando continuaba con su ronda. ¡Y olían a sentirse complacidos! Cuando sacó un jarro de arcilla, con brandy de peras, de las alforjas de Jori Congar —un tipo flaco que comía el doble que los demás y que siempre daba la impresión de no haber probado bocado en una semana—, Jori lo miró con inocencia y abrió las manos como si no supiese de dónde había salido el jarro. Sin embargo, mientras Perrin seguía adelante a la par que vertía el brandy en el suelo, Jori rió antes de comentar:
—¡A lord Perrin no se le pasa nada por alto!
¡Y su tono sonaba enorgullecido! A veces Perrin pensaba que era la única persona cuerda que quedaba. Y observó algo más. Todos, del primero al último, se mostraban muy interesados en lo que no decía. Uno tras otro, lanzaban ojeadas hacia las dos banderas que de vez en cuando ondeaban en sus mástiles al soplar breves ráfagas, el Lobo Rojo y el Águila Roja. Miraban los estandartes y lo observaban a él, esperando la orden que había venido dando cada vez que aparecían las banderas desde que entraron en Ghealdan. Y muy a menudo antes de eso. Sólo que la víspera no había dicho nada y tampoco lo decía entonces, y vio reflejadas en sus rostros las conjeturas que se hacían. Dejaba atrás grupos de hombres echando vistazos a los estandartes y a él mientras hablaban en excitados murmullos. No intentó escuchar. ¿Qué dirían si se equivocaba, si los Capas Blancas o el rey Ailron decidían que podían dejar de momento a un lado al Profeta y a los seanchan para sofocar una supuesta rebelión? Era responsable de ellos, y ya había conseguido que mataran a muchos.
Para cuando terminó, el sol asomaba un buen trecho sobre el horizonte y arrojaba una intensa luz matinal; en la tienda, Tallanvor y Lamgwin cargaban con baúles bajo la dirección de Lini, en tanto que Maighdin y Breane parecían estar organizando el contenido sobre un amplio parche de hierba seca, mantas y ropas blancas en su mayor parte, así como brillantes colgaduras de satén que estaban destinadas a adornar el enorme lecho que él había «extraviado». Faile debía de estar dentro, porque la pandilla de idiotas esperaba impaciente, plantada a corta distancia. Nada de cargar ni acarrear para ellos. Tan útiles como las ratas en un granero.
Perrin pensó echar un vistazo a Recio y Brioso, pero cuando miró hacia las hileras de caballos entre los árboles, lo localizaron. No menos de tres de los herradores se adelantaron con aire ansioso, observándolo. Eran hombres recios, compactos, con delantales de cuero, semejantes a huevos en un cesto, aunque Falton sólo tenía una fina orla de cabello blanco alrededor de la cabeza, Aemin empezaba a encanecer, y Jesarid ni siquiera había llegado a la madurez. Perrin gruñó al verlos. Rondarían alrededor si ponía la mano en cualquiera de los dos caballos, y abrirían los ojos como platos si levantaba un casco. La única vez que había intentado cambiar una herradura desgastada a Recio, los seis herradores al completo habían corrido de un lado a otro cogiendo herramientas antes de que él tuviese ocasión de tocarlas y casi derribaron al castaño en su prisa por hacer el trabajo ellos.
—Temen que no confíes en ellos —dijo de repente Aram, por lo que se ganó una mirada sorprendida de Perrin; se encogió de hombros—. He hablado con ellos un poco. Creen que si un lord cuida de sus caballos personalmente es porque no se fía de su destreza, y que podrías despedirlos sin medio de regresar a casa. —Su tono ponía de manifiesto que eran estúpidos por pensar así, pero dirigió una mirada de soslayo a Perrin y volvió a encogerse de hombros, incómodo—. Me parece que también se sienten avergonzados. Si no actúas como se espera que lo haga un lord, entonces repercute en ellos, a su modo de ver.
—¡Luz! —rezongó Perrin.
Faile había dicho lo mismo —al menos sobre eso de sentirse avergonzados— pero él había pensado que eran cosas de la hija de un noble. Faile había crecido rodeada de sirvientes, pero ¿cómo iba a saber una dama lo que pensaba un hombre que tenía que trabajar para ganarse el pan? Miró ceñudo hacia las hileras de caballos. Ahora eran cinco los herradores que estaban agrupados, observándolo. Avergonzados porque quisiera ocuparse de sus caballos y molestos porque no quisiera tratarlos como siervos.
—¿Crees que debo actuar como un necio lechuguino con ropa interior de seda? —preguntó. Aram parpadeó y empezó a mirarse las botas con profunda atención—. ¡Luz! —gruñó Perrin.
Al ver a Basel Gill, que llegaba presuroso de las carretas, se acercó a su encuentro. Creía que no lo había hecho muy bien en su intento de tranquilizarlo el día anterior. El corpulento posadero hablaba consigo mismo y de nuevo se enjugaba la cabeza con el pañuelo, sudoroso con su chaqueta gris oscuro. El calor del día ya empezaba a notarse. No vio a Perrin hasta que casi lo tuvo encima, y entonces pegó un brinco, se guardó el pañuelo en un bolsillo de la chaqueta e hizo una reverencia. Parecía tan almohazado y cepillado como un caballo para un día de fiesta.
—Ah, milord Perrin. Vuestra esposa me ha ordenado que vaya con una carreta hasta Bethal. Dice que he de encontrar tabaco de Dos Ríos si puedo, pero lo dudo. La hoja de Dos Ríos ha sido siempre muy atesorada, y el comercio ya no es lo que era.
—¿Que os envía a por tabaco? —preguntó Perrin, extrañado. Suponía que el secreto se había ido al fondo del pozo, pero aun así…—. Compré tres barriletes, dos pueblos antes de llegar aquí. Es suficiente para todos.
—No de la hoja de Dos Ríos —contestó Gill sacudiendo la cabeza—. Y vuestra esposa dice que es el que más os gusta. La hoja ghealdana servirá para vuestros hombres. Voy a ser vuestro shambayan, como lo llamó, y a ocuparme de proveeros a vos y a ella de lo que necesitéis. No hay mucha diferencia con lo que hacía dirigiendo La Bendición, en realidad. —La similitud pareció divertirle, y su orondo vientre se sacudió con quedas risitas—. Tengo una larga lista de cosas, aunque ignoro cuántas podré conseguir. Buen vino, hierbas aromáticas, fruta, velas, aceite de lámparas, hule, cera, papel y tinta, agujas, alfileres… En fin, todo tipo de cosas. Vamos Tallanvor, Lamgwin y yo, con algunos otros servidores de vuestra esposa.
Otros servidores de su esposa. Tallanvor y Lamgwin sacaban a cuestas otro de los baúles para que las mujeres ordenaran su contenido. Tuvieron que pasar delante de la pandilla de idiotas puestos en cuclillas, quienes en ningún momento se ofrecieron a echarles una mano. De hecho, los muy haraganes no les hicieron el menor caso, como si no los vieran.
—No quitéis ojo a esa pandilla —advirtió Perrin—. Si uno de ellos se mete en problemas, incluso si parece que va a meterse, haced que Lamgwin le parta la cabeza. —¿Y si era una de las mujeres? Eran igual de pendencieras que ellos, tal vez más. Perrin gruñó. Los «servidores» de Faile todavía iban a conseguir que tuviera un dolor de estómago permanente. Lástima que no se conformara con ayudar a gente semejante a maese Gill y a Maighdin—. No habéis mencionado a Balwer. ¿Ha decidido continuar el viaje solo?
Justo en ese momento, un soplo de brisa le trajo el efluvio de Balwer, un olor a alerta nada acorde con el aspecto acartonado del tipo. Aun para alguien tan enteco como él, Balwer hacía poquísimo ruido en las hojas secas que pisaba. Con su chaqueta de color pardusco, le dedicó una corta reverencia; su cabeza ladeada contribuía a darle aspecto de pájaro.
—Me quedo, milord —informó cautamente. O tal vez fueran sólo sus modales—. Como secretario de vuestra gentil esposa. Y vuestro, si lo tenéis a bien. —Se acercó más, casi como si diese un salto—. Soy muy versado en ese puesto, milord. Poseo una gran memoria y buena letra, y milord puede tener la seguridad de que cualquier cosa que me confíe jamás saldrá de mis labios. Saber guardar secretos es una cualidad primordial en un secretario. ¿No teníais tareas urgentes de nuestra nueva señora, maese Gill?
El posadero miró ceñudo a Balwer, abrió la boca y luego la cerró con un chasquido. Giró sobre sus talones y se dirigió a buen paso hacia la tienda. Balwer lo siguió con la mirada un momento, la cabeza ladeada, los labios apretados en un gesto pensativo.
—También puedo ofreceros otros servicios, milord —dijo finalmente—. Información. He oído por casualidad lo que hablaban algunos de vuestros hombres y deduzco que milord podría tener ciertas… dificultades con los Hijos de la Luz. Un secretario se entera de muchas cosas. Y yo sé muchísimas sobre los Hijos.
—Con un poco de suerte podré eludir a los Capas Blancas —respondió Perrin—. Mejor sería que supieseis el paradero del Profeta. O de los seanchan.
Naturalmente, no esperaba nada en ese sentido, pero Balwer lo sorprendió.
—No puedo asegurarlo, por supuesto, pero creo que los seanchan no se han desplegado mucho más allá de Amador todavía. Es difícil separar los hechos reales de los rumores, milord, pero siempre tengo bien abiertos los oídos. Claro que parecen moverse con inesperada rapidez, inopinadamente. Gente peligrosa, con numerosos soldados taraboneses. Tengo entendido, a través de maese Gill, que milord los conoce, pero yo los he observado con suma atención en Amador, y lo que vi está a disposición de milord. En cuanto al Profeta, corren tantos rumores sobre él como sobre los seanchan, pero creo poder afirmar sin miedo a equivocarme que se encontraba recientemente en Abila, una ciudad grande a unos doscientos kilómetros al sur de aquí. —Balwer esbozó una fría y breve sonrisa ufana.
—¿Cómo estáis tan seguro? —inquirió lentamente Perrin.
—Como he dicho, milord, mantengo abiertos los oídos. Se habló de que el Profeta había cerrado varias posadas y tabernas y que había derribado las que consideraba que tenían demasiada mala fama. Se mencionaron varias y, por casualidad, resulta que sé que hay posadas con esos nombres en Abila. Creo poco probable que existan posadas con los mismos nombres en otra ciudad. —De nuevo la fugaz sonrisa. Ciertamente olía a estar muy complacido consigo mismo.
Perrin se rascó la cabeza pensativamente. Ese hombre sólo recordaba dónde se encontraban algunas posadas que supuestamente Masema había echado abajo. Y si resultaba que Masema no se hallaba allí después de todo… Bueno, en la actualidad los rumores crecían como hongos después de llover. Y Balwer parecía el tipo de persona que intentaba darse importancia.
—Gracias, maese Balwer. Lo tendré presente. Si os enteráis de algo más, no dudéis en contármelo.
Cuando se daba media vuelta para marcharse, el tipo lo agarró de la manga. Balwer retiró los flacos dedos de inmediato, como si se hubiese quemado, e hizo uno de aquellos gestos de pájaro mientras se frotaba las manos.
—Disculpadme, milord. No quisiera insistir, pero no toméis a la ligera a los Capas Blancas. Eludirlos es sensato, pero quizá no sea posible hacerlo. Se encuentran mucho más cerca que los seanchan. Elmon Valda, el nuevo capitán general, salió a la cabeza de la mayor parte de sus fuerzas antes de que Amador cayera, hacia el norte de Amadicia. También perseguía al Profeta, milord. Valda es un hombre peligroso, y Rhadam Asunawa, el Inquisidor Supremo, hace que Valda parezca afable en comparación. Y me temo que ninguno de los dos siente mucho afecto por vuestro señor. Perdonadme. —Volvió a inclinar la cabeza, vaciló y después continuó suavemente—. Si se me permite decirlo, la exhibición que hace milord de la bandera de Manetheren es todo un acierto. Milord podrá dar mucha guerra a Valda y Asunawa, si tiene cuidado.
Tras hacer una nueva reverencia, se alejó. Mientras lo seguía con la mirada, Perrin creyó que ahora sabía parte de la historia de Balwer. Obviamente, también huía de los Capas Blancas por algún delito, lo que con esa gente podía ser simplemente encontrarse en la misma calle que ellos, un ceño a destiempo u otra nimiedad por el estilo, pero además parecía que el hombrecillo albergaba cierto rencor. Y tenía una mente muy despierta; había pillado enseguida lo de la bandera del Águila Roja. Y trataba a maese Gill de manera cortante.
Gill se encontraba de rodillas al lado de Maighdin, hablando rápidamente a pesar de los intentos de Lini de hacerlo callar. Maighdin se había vuelto para mirar a Balwer mientras el tipo caminaba apresuradamente entre los árboles, en dirección a las carretas, pero de vez en cuando volvía los ojos hacia Perrin. Los demás se agrupaban alrededor de la mujer y echaban ojeadas a Balwer y a Perrin alternativamente. Si alguna vez había visto a un grupo de personas preocupadas por lo que una de ellas podía contar, eran ellos. Pero ¿qué les preocupaba que pudieran haberle contado? Chismorreos, seguramente. Cuentos de resentimientos y fechorías, ya fuesen reales o imaginarios. La gente que formaba grupos muy cerrados acababa por picotearse entre sí, como gallinas metidas en un gallinero pequeño. Si tal era el caso, tal vez él podía hacer algo para frenarlo antes de que alguno saliese herido. ¡Tallanvor toqueteaba de nuevo la empuñadura de su espada! ¿Qué pensaba hacer Faile con ese tipo?
—Aram, quiero que vayas a charlar con Tallanvor y esa pandilla. Cuéntales lo que me ha dicho Balwer. Deslízalo entre la conversación, pero cuéntaselo todo. —De esa forma calmaría los temores de que lo hablado tuviese algo que ver con ellos. Faile decía que los criados necesitaban que se los hiciese sentir como en casa—. Hazte amigo de ellos si puedes, Aram. Pero si decides soñar con alguna de las mujeres, asegúrate de que sea Lini. Las otras dos están cogidas.
Al joven le encantaba tontear con cualquier mujer bonita, pero se las ingenió para adoptar una expresión sorprendida y ofendida por igual.
—Como ordenéis, lord Perrin —murmuró malhumorado—. Os alcanzaré enseguida.
—Estaré con los Aiel.
—Ah, sí. —Aram parpadeó—. Bueno, a decir verdad, quizá tarde un poco si quiero entablar amistad con ellos. No los veo con muchas ganas de hacer nuevos amigos.
Y eso lo decía un hombre que miraba con recelo a cualquiera que se acercara a Perrin excepto Faile, y que jamás sonreía a nadie que no llevara faldas.
Sin embargo, se dirigió hacia allí y se puso en cuclillas para hablar con Gill y los demás. Incluso desde esa distancia, saltaba a la vista la actitud distante del grupo. Siguieron con sus quehaceres, dirigiendo una o dos palabras a Aram de vez en cuando y mirándose unos a otros tanto como al joven. Asustadizos como una perdiz en verano, cuando los zorros enseñaban a sus cachorros a cazar. Pero al menos estaban hablando.
Perrin se preguntó en qué lío se habría metido Aram con los Aiel —¡pero si no había habido tiempo material para eso!—, si bien relegó el asunto enseguida. Cualquier problema serio con los Aiel acababa por lo general con la muerte de alguien, y no de uno de ellos. Para ser sincero, tampoco él tenía muchas ganas de reunirse con las Sabias. Rodeó la curva de la colina, pero en lugar de subir la pendiente sus pies lo llevaron hasta los mayenienses. También se había mantenido alejado de su campamento todo lo posible, y no simplemente por Berelain. Poseer un olfato agudo tenía sus desventajas.
Afortunadamente, una brisa refrescante se llevaba gran parte del hedor, aunque no aliviaba el calor gran cosa. El sudor corría por las caras de los centinelas montados que hacían guardia con sus armaduras rojas. Al verlo, se sentaron aún más erguidos, que no era decir poco. Mientras que los hombres de Dos Ríos cabalgaban como amigos que se dirigen a los campos, los mayenienses semejaban estatuas ecuestres. Sabían luchar, no obstante. Quisiera la Luz que no fuera necesario.
Havien Nurelle se acercó corriendo mientras se abotonaba la chaqueta, bastante antes de que Perrin hubiese pasado la línea de centinelas. Los otros oficiales, alrededor de una docena, iban pisándole los talones a Nurelle, todos ellos con chaqueta y algunos abrochándose las correas de los petos rojos. Dos o tres llevaban bajo el brazo el yelmo adornado con cimera roja. Casi todos eran mayores que Nurelle —algunos le doblaban la edad—, hombres canosos, de rostros duros y marcados con cicatrices, pero la recompensa a Nurelle por ayudar en el rescate de Rand había sido nombrarlo segundo de Gallenne, su primer teniente, como ellos lo llamaban.
—La Principal no ha regresado todavía, lord Perrin —informó Nurelle al tiempo que hacía una reverencia, repetida de inmediato por los otros. Alto y delgado, había perdido su aspecto juvenil a raíz de lo ocurrido en los pozos de Dumai. En sus ojos se translucía que había visto más sangre derramada que muchos veteranos en veinte batallas. Pero si su semblante se había endurecido, en su olor aún quedaba la ansiedad de complacer. Para Havien Nurelle, Perrin Aybara era un hombre que podía volar o caminar sobre el agua a su antojo—. Las patrullas matinales, que ya han regresado, no vieron nada. De otro modo os habría informado.
—Por supuesto —contestó Perrin—. Sólo quería echar un vistazo por aquí.
Su único propósito era caminar un rato hasta armarse de valor para enfrentarse a las Sabias, pero el joven mayeniense lo siguió, junto con los demás oficiales, observando con ansiedad por si lord Perrin encontraba algún fallo en la Guardia Alada, encogiéndose cada vez que topaban con hombres con los torsos desnudos que jugaban a los dados sobre una manta o algún tipo que aún roncaba estando el sol fuera. No tendrían que haberse preocupado; para Perrin, el campamento parecía instalado con plomada y nivel. Cada hombre tenía sus mantas, con la silla de montar de almohada, a no más de dos pasos de donde su caballo estaba atado a una de las largas cuerdas, sostenidas entre estacas clavadas en la tierra. Había una lumbre cada veinte pasos, y en el espacio intermedio se alzaban pabellones de lanzas. El conjunto del campamento formaba un cuadrado alrededor de cinco tiendas, una de rayas doradas y azules y más grande que las otras cuatro juntas. Todo muy diferente de la disposición al tuntún del campamento de los hombres de Dos Ríos.
Perrin caminaba a buen paso, tratando de no parecer demasiado necio; ignoraba hasta qué punto estaba consiguiéndolo. Ansiaba detenerse y echar un vistazo a uno o dos caballos —sólo con tal de levantar un casco sin que alguien se desmayase prácticamente— pero, consciente de lo que Aram le había dicho, dejó quietas las manos. Allí por donde pasaba, todo el mundo parecía tan sobresaltado como Nurelle. Los soldados, apremiados por portaestandartes de mirada dura para que se pusieran de pie, saludaban a Perrin con una inclinación de cabeza antes incluso de haberse incorporado del todo. Tras de sí iba dejando un reguero de murmullos desconcertados, y sus oídos captaron algunos comentarios sobre los oficiales, y los lores en particular, que se alegró de que Nurelle y los demás no oyeran. Finalmente se encontró al borde del campamento, mirando la breñosa ladera que conducía a las tiendas de las Sabias. Allá arriba sólo se veía a unas pocas Doncellas entre los dispersos árboles, así como algunos gai’shain.
—Lord Perrin —empezó, vacilante, Nurelle—. Las Aes Sedai… —Se acercó más y bajó la voz convirtiéndola en un ronco susurro—. Sé que juraron fidelidad al lord Dragón y que… He visto cosas, lord Perrin. ¡Realizan tareas de campamento! ¡Unas Aes Sedai! ¡Esta mañana, Masuri y Seonid bajaron a coger agua! Y ayer, después de vuestro regreso… Eh… me pareció oír gritar a alguien. No pudo ser una de las hermanas, claro —se apresuró a añadir, y rió para demostrar lo ridícula que era semejante idea—. ¿Os… os encargaréis de que… les vaya todo bien?
Aquel hombre había cargado contra cuarenta mil Shaido a la cabeza de doscientos lanceros, pero hablar de ese tema le había hecho encorvar los hombros y rebullir con inquietud. Claro que si había cargado contra cuarenta mil Shaido fue porque así lo quiso una Aes Sedai.
—Haré lo que pueda —murmuró Perrin. Quizá las cosas iban peor de lo que pensaba. Ahora tenía que impedir que empeorasen más. Si estaba en su mano. Preferiría tener que enfrentarse de nuevo a los Shaido.
Nurelle asintió como si le hubiese prometido todo lo que había pedido y más.
—Perfecto, entonces —dijo con tono de alivio. Miró de soslayo a Perrin mientras cobraba ánimo para hablar de otro asunto, pero al parecer ése no era tan peliagudo como el de las Aes Sedai—. Oí que dejasteis que siga izada el Águila Roja.
Perrin casi dio un brinco. Las noticias viajaban rápido, aunque sólo fuera a la vuelta de la colina.
—Me pareció oportuno —contestó lentamente. Habría que decirle la verdad a Berelain, pero cuantas más personas la supieran, esa verdad se extendería desde el siguiente pueblo por el que pasaran, desde la siguiente granja—. Antaño, esto formaba parte de Manetheren —añadió, como si Nurelle no lo supiese perfectamente bien. ¡La verdad! Había llegado a disfrazarla como cualquier Aes Sedai, y a hombres que estaban de su parte—. No es la primera vez que esa bandera se ha izado en estos lares, os lo garantizo, pero ninguno de esos tipos tenía al Dragón Renacido respaldándolo. —Y si eso no plantaba las semillas necesarias, entonces es que él no sabía arar un surco.
De repente se dio cuenta de que, en apariencia, todos los componentes de la Guardia Alada, incluidos los oficiales, lo estaban observando de hito en hito. Sin duda se preguntaban qué estaría comentando después de su casi exhaustiva visita al campamento. Hasta el viejo soldado, enjuto y medio calvo, al que Gallenne llamaba su «perro guión», había salido para mirar, al igual que las doncellas de Berelain, un par de mujeres metidas en carnes y con caras insulsas que iban vestidas a juego con la tienda de su señora. Perrin apenas si había reparado en nada, pero sabía que tenía que regalarles los oídos con algún elogio.
—La Guardia Alada —comenzó, alzando la voz para que todos lo oyeran— hará que Mayene se sienta orgullosa si volvemos a afrontar otros pozos de Dumai.
Fueron las primeras palabras que se le ocurrieron, pero torció el gesto al pronunciarlas. Para su sorpresa y espanto, los vítores y aclamaciones se alzaron de inmediato entre los soldados.
—¡Perrin Ojos Dorados!
—¡Mayene por Ojos Dorados!
—¡Ojos Dorados y Mayene!
Los hombres saltaban y brincaban, y algunos empuñaron lanzas de los pabellones y las agitaron para que los rojos banderines ondearan con la brisa. Los canosos portaestandartes los observaban cruzados de brazos, asintiendo con aprobación. Nurelle sonrió satisfecho, y no sólo él. Los oficiales con hebras grises en el pelo y cicatrices en los rostros sonrieron como niños elogiados por saberse bien la lección. ¡Luz, él debía de ser el único hombre cuerdo que quedaba! ¡Rezaba para no ver ninguna otra batalla!
Preguntándose si aquel suceso no le acarrearía problemas con Berelain, se despidió de Nurelle y los demás y empezó a subir la pendiente entre arbustos muertos y moribundos, que no le llegaban a la cintura. Bajo sus botas crujían los hierbajos resecos. La algarabía continuaba en el campamento mayeniense. Aun después de que supiera la verdad, quizás a la Principal no le haría gracia que sus soldados lo aclamaran de ese modo. Claro que eso también tenía su parte positiva. Tal vez se enfadase tanto que dejaría de darle la lata.
A corta distancia de la cima hizo un alto, escuchando cómo los gritos se apagaban finalmente. Allí arriba nadie iba a jalearlo. Todos los laterales de las tiendas pardas de las Sabias estaban bajados, con ellas dentro. Ahora sólo se veía a unas cuantas Doncellas; en cuclillas bajo un cedro que todavía conservaba cierto verdor, lo miraron con curiosidad. Sus manos se movieron rápidamente, en aquel lenguaje de señas con el que se comunicaban. Un momento después Sulin se levantó, se colocó bien el pesado cuchillo del cinturón y se encaminó en su dirección; era una mujer alta y nervuda, con una cicatriz rosácea que le cruzaba la curtida mejilla. Echó un vistazo hacia atrás y pareció aliviada al comprobar que estaba sola, aunque con los Aiel nunca se sabía.
—Una buena idea, Perrin Aybara —dijo quedamente—. A las Sabias no les complace que las hagas acudir ante ti. Sólo un necio contraría a las Sabias, y no te tengo por necio.
Perrin se rascó la barba. Había evitado a las Sabias —y a las Aes Sedai— todo lo posible, pero en ningún momento había tenido intención de hacerlas ir a verlo. Su compañía le resultaba incómoda. Por no decir algo peor.
—Bien, pues ahora necesito ver a Edarra —le contestó—. Es sobre las Aes Sedai.
—Tal vez estaba equivocada, después de todo —comentó secamente Sulin—, pero se lo comunicaré. —Dio media vuelta y se detuvo—. Explícame una cosa. Teryl Ivierno y Furen Alharra están muy unidos a Seonid Traighan, como primeros hermanos con una primera hermana, ya que a ella los hombres no le gustan como hombres, y, sin embargo, se ofrecieron a recibir el castigo en su lugar. ¿Cómo pudieron avergonzarla de ese modo?
Perrin abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. Una pareja de gai’shain apareció por la otra ladera, cada cual llevando del ronzal dos mulos de carga de los Aiel; los hombres vestidos de blanco pasaron a corta distancia, en dirección al arroyo. Perrin no podría asegurarlo, pero le pareció que ambos eran Shaido. La pareja mantuvo los ojos bajados sumisamente, apenas alzando la vista para ver por dónde iban. Tenían muchas oportunidades de huir ocupándose de ese tipo de tareas, sin estar bajo la vigilancia de nadie. Qué gente tan peculiar.
—Veo que a ti también te asombra —dijo Sulin—. Esperaba que tú pudieses explicármelo. Le diré a Edarra que estás aquí. —Mientras se dirigía a las tiendas, añadió volviendo la cabeza a medias—: Vosotros, los habitantes de las tierras húmedas, sois muy raros, Perrin Aybara.
Él la miró con el entrecejo fruncido, y cuando la mujer desapareció en el interior de una tienda, se volvió para dirigir su ceñuda mirada a los dos gai’shain que llevaban a las bestias a beber. ¿Que los habitantes de las tierras húmedas eran raros? ¡Luz! De modo que Nurelle tenía razón en lo que había oído. Había llegado el momento de que metiese la nariz en lo que ocurría entre las Sabias y las Aes Sedai. Debería haberlo hecho antes. Ojalá no tuviera la sensación de que sería igual que meter las narices en un avispero.
Le dio la impresión de que Sulin tardaba mucho en salir, y cuando lo hizo no contribuyó a que su ánimo mejorara. Sosteniendo en alto la solapa de la tienda para que entrara, pasó un dedo por el cuchillo del cinto con aire desdeñoso mientras él pasaba agachado.
—Deberías ir armado para esta danza, Perrin Aybara —comentó.
Dentro, se sorprendió al encontrar a las seis Sabias sentadas, con las piernas cruzadas, sobre cojines con borlas de colores muy vivos, los chales atados al talle y las faldas extendidas en perfectos abanicos sobre las alfombras. Había esperado que estuviese Edarra sola. Ninguna parecía cuatro o cinco años mayor que él, y algunas ni eso; aun así, de algún modo, siempre lo hacían sentirse como si se encontrara ante las componentes de mayor edad del Círculo de Mujeres, las mismas que se habían pasado años aprendiendo a olfatear todo aquello que quería ocultarles. Distinguir el efluvio de una mujer del de otra era casi imposible, pero la verdad es que tampoco le hacía falta. Seis pares de ojos se clavaron en él, desde los azules pálidos de Janina hasta los purpúreos de Marline, por no mencionar los verdes y penetrantes de Nevarin. Todos podrían haber pasado por punzones.
Edarra le indicó con un gesto brusco que se sentara, cosa que Perrin agradeció, aunque así se quedaba cara a cara con todas ellas, que formaban un semicírculo. Quizá las Sabias habían diseñado esas tiendas para obligar a los hombres a tener doblado el cuello si querían quedarse de pie. Curiosamente, hacía más fresco en el oscuro interior, pero él seguía sintiéndose sudoroso. Tal vez no pudiese distinguir un efluvio de otro, pero esas mujeres olían como lobos acechando una cabra atada. Un gai’shain de rostro cuadrado, que debía de sacarle dos cabezas, se arrodilló para ofrecerle una copa dorada con un ponche oscuro, sobre una bandeja de plata labrada. Las Sabias ya tenían copas de plata disparejas. Sin saber qué podría significar que a él se la dieran de oro —quizá nada, pero ¿quién sabía, con los Aiel?—, Perrin la cogió con cuidado. Olía a ciruelas. El tipo inclinó la cabeza con gran humildad cuando Edarra dio unas palmadas, y salió agachado de la tienda, caminando hacia atrás; el tajo medio curado que tenía en el rostro debía de datar de los pozos de Dumai.
—Ahora que estás aquí —empezó Edarra tan pronto como la solapa de la entrada cayó detrás del gai’shain—, volveremos a explicarte por qué debes matar al hombre llamado Masema Dagar.
—No deberíamos explicarlo otra vez —intervino Delora. Su cabello y sus ojos eran casi del mismo tono que los de Maighdin, pero nadie podría calificar de bonita su cara afilada. Su actitud era gélida—. Ese tal Masema Dagar es un peligro para el Car’a’carn. Debe morir.
—Las caminantes de sueños nos lo han dicho, Perrin Aybara. —Carelle sí era bonita, y aunque su cabello pelirrojo y sus penetrantes ojos revelaban un gran temperamento, siempre se mostraba afable. Para ser una Sabia, se entiende. Y desde luego no era blanda—. Han leído el sueño. El hombre debe morir.
Perrin tomó un sorbo de ponche de ciruelas para ganar tiempo; de algún modo, el ponche estaba frío. El asunto se repetía cada vez que estaba con ellas. Rand no había mencionado ninguna advertencia de las caminantes de sueños, y era lo que había comentado la primera vez que surgió el tema. No volvió a hacerlo; habían pensado que dudaba de su palabra, e incluso Carelle se había encrespado. No es que pensara que mentían. No exactamente. No les había pillado en ningún renuncio, en cualquier caso. Pero, lo que ellas querían para el futuro y lo que quería Rand —y lo que quería él mismo, ya puestos—, podrían ser cosas distintas. Tal vez era Rand el que se reservaba secretos.
—Si al menos pudieseis darme alguna idea de cuál es ese peligro —dijo finalmente—. La Luz sabe que Masema está loco, pero él apoya a Rand. Eso faltaría, que fuera por ahí matando personas que están de nuestra parte. A buen seguro que así convencería a la gente de que se uniera a Rand.
No entendieron el sarcasmo. Se limitaron a mirarlo fijamente, sin parpadear.
—El hombre debe morir —insistió finalmente Edarra—. Basta con que lo hayan dicho tres caminantes de sueños, y que seis Sabias te lo digan a ti.
Lo mismo de siempre. Quizá no conocían otra canción. Y quizás él debería entrar en el tema que lo había llevado allí.
—Quiero hablar de Seonid y Masuri —manifestó, y seis rostros se tornaron fríos como escarcha. ¡Luz, las miradas impertérritas de esas mujeres podían lograr que hasta una piedra apartara la vista! Dejó la copa a un lado y se inclinó hacia ellas, obstinadamente—. Se supone que he de demostrar a la gente que las Aes Sedai han jurado fidelidad a Rand. —De hecho, se suponía que debía demostrárselo a Masema, pero ahora no parecía el momento adecuado para mencionar tal cosa—. ¡No se mostrarán muy dispuestas a colaborar si vosotras las golpeáis! ¡Luz! ¡Son Aes Sedai! En lugar de hacerles acarrear agua, ¿por qué no aprendéis algo de ellas? Deben de saber todo tipo de cosas que vosotras ignoráis. —Demasiado tarde, se mordió la lengua. Las Aiel no se ofendieron, sin embargo; al menos, no lo exteriorizaron.
—Saben algunas cosas que nosotras no sabemos —respondió con firmeza Delora—. Y nosotras sabemos otras que ellas ignoran. —Tan firme como la punta de una lanza en sus costillas.
—Aprendemos lo que hay que aprender, Perrin Aybara —dijo sosegadamente Marline mientras se peinaba con los dedos el cabello casi negro. Era uno de los pocos Aiel que Perrin había visto con un pelo tan oscuro, y a menudo la mujer jugueteaba con él—. Y enseñamos lo que hay que enseñar.
—En cualquier caso —intervino Janina—, no es de tu incumbencia. Los hombres no interfieren entre las Sabias y las aprendizas. —Sacudió la cabeza desdeñosamente por la necedad del varón.
—Puedes dejar de escuchar desde fuera y entrar, Seonid Traighan —dijo de repente Edarra.
Perrin parpadeó sorprendido, pero ninguna de las mujeres movió una sola pestaña. Hubo un instante de silencio y luego la solapa de la entrada se apartó a un lado; Seonid se agachó para pasar y se arrodilló rápidamente en las alfombras. La tan cacareada serenidad Aes Sedai se había hecho añicos en ella. Su boca era una fina línea, sus ojos estaban apretados y sus mejillas ardían. Olía a ira, a frustración y a una docena más de emociones, todas sucediéndose con tal rapidez que Perrin apenas las distinguía.
—¿Puedo hablar con él? —preguntó con voz tensa.
—Si tienes cuidado con lo que dices… —respondió Edarra. La Sabia sorbió un poco de vino sin dejar de mirar por encima del borde de la copa. ¿Una maestra observando a su pupila? ¿Un halcón observando a un ratón? Perrin no habría sabido decirlo. Excepto que Edarra estaba muy segura de cuál era su lugar, fuese lo uno o lo otro. Al igual que Seonid. Pero eso mismo no rezaba en su caso. La Aes Sedai se giró sobre las rodillas para mirarlo a la cara, con la espalda bien recta y los ojos echando chispas. La rabia privaba sobre las demás emociones.
—Sea lo que sea lo que sepas, lo que crees que sabes —dijo coléricamente—, ¡lo olvidarás! —No, no quedaba en ella ni una brizna de serenidad—. ¡Lo que quiera que ocurra entre las Sabias y nosotras es asunto nuestro! ¡Te quedarás al margen, apartarás la vista y mantendrás la boca cerrada!
Estupefacto, Perrin se pasó los dedos por el cabello.
—Luz, ¿te enfadas porque sé que te han dado de varazos? —preguntó con incredulidad. Bueno, a él le habría pasado igual, aunque no si esa circunstancia se unía a todo lo demás—. ¿No sabes que estas mujeres podrían cortarte el cuello con la misma indiferencia con que te miran? ¡Te degollarían y te dejarían tirada a un lado del camino! ¡Bien, pues yo me prometí a mí mismo que no permitiría que ocurriera tal cosa! ¡No me caes bien, pero prometí protegeros de las Sabias o de los Asha’man o del propio Rand, así que deja de alzar el gallo conmigo!
Al caer en la cuenta de que estaba gritando, inhaló profundamente, avergonzado, y se echó hacia atrás; cogió la copa y bebió un buen trago.
La expresión de Seonid se había vuelto progresivamente más tormentosa a medida que él hablaba, y antes de que hubiese acabado, los labios de la mujer formaban una prieta línea.
—¿Que lo prometiste? —increpó con aire despectivo—. ¿Crees que una Aes Sedai necesita tu protección? ¿Que tú…?
—Basta —la cortó Edarra sin alterar el tono, y Seonid cerró la boca con un chasquido, pero se le pusieron los nudillos blancos de tanto apretar los pliegues de la falda.
—¿Qué te hace pensar que la mataríamos, Perrin Aybara? —inquirió Janina con curiosidad. Los Aiel rara vez dejaban translucir algo en la expresión de sus rostros, pero las otras lo miraron con franca incredulidad.
—Sé lo que sentís hacia ellas —contestó lentamente—. Lo supe desde que os vi con las hermanas después de los pozos de Dumai. —No pensaba explicar que había olido su odio, su desprecio, cada vez que una Sabia miraba a una Aes Sedai en aquel entonces. Ahora no percibía ese olor, pero nadie podía mantener ese nivel de ira durante mucho tiempo sin estallar. Eso no significaba que hubiera desaparecido, sólo que había profundizado muy hondo, quizás hasta la médula.
Delora soltó un resoplido que sonó como un trozo de lino desgarrándose.
—Primero dices que hay que mimarlas porque las necesitas, y ahora, porque son Aes Sedai y has prometido protegerlas. ¿Cuál es verdad, Perrin Aybara?
—Ambas cosas. —Perrin sostuvo la dura mirada de Delora durante unos larguísimos instantes, y después hizo otro tanto con las demás—. Las dos son verdad, y las he dicho muy en serio.
Las Sabias intercambiaron una mirada de esas en las que hasta el mínimo parpadeo comunica cientos de cosas y ningún hombre es capaz de pillar una sola. Finalmente, en medio de tintineos de brazaletes y ajustarse chales atados, parecieron llegar a un acuerdo.
—Nosotras no matamos aprendizas, Perrin Aybara —manifestó Nevarin, que parecía escandalizada por la idea—. Cuando Rand al’Thor nos pidió que las tomáramos de pupilas quizá pensó que sólo se trataba de hacer que nos obedecieran, pero nosotras no hablamos por hablar. Ahora son aprendizas.
—Y seguirán siéndolo hasta que cinco Sabias convengan que están preparadas para ser algo más —añadió Marline, echándose el largo cabello hacia atrás con una leve sacudida de cabeza—. Y reciben el mismo trato que cualquiera de las otras.
Edarra asintió sin retirar la copa de los labios.
—Dile qué consejo le darías con respecto a Masema Dagar, Seonid Traighan —indicó luego.
La mujer arrodillada se había encogido prácticamente durante los cortos discursos de Nevarin y Marline, apuñando la falda con tanta fuerza que Perrin creyó que la seda se desgarraría, pero no perdió un segundo en obedecer la orden de Edarra.
—Las Sabias tienen razón, sean cuales fueren sus razones. Y no lo digo porque lo quieran así. —Se irguió de nuevo y relajó la expresión con evidente esfuerzo, aunque en su voz aún sonaba un dejo de ira—. Vi lo que hicieron los supuestos Juramentados del Dragón antes incluso de conocer a Rand al’Thor. Muerte y destrucción, inútilmente. Incluso a un perro fiel hay que sacrificarlo si empieza a echar espuma por la boca.
—¡Rayos y centellas! —gruñó Perrin—. Después de eso, ¿cómo voy a dejarte siquiera que veas al hombre? Juraste fidelidad a Rand; ¡sabes que no es eso lo que él quiere! ¿Qué hay de esas «miles de personas que podrían morir si no logro llegar hasta él»?
¡Luz, si Masuri pensaba del mismo modo, entonces había tenido que soportar Aes Sedai y Sabias para nada! No, peor aún. ¡Tendría que proteger a Masema de ellas!
—A Masuri le consta que Masema es un perro rabioso tanto como a mí —contestó Seonid cuando le planteó la pregunta. Había recuperado por completo la serenidad y lo miraba con expresión fría, impenetrable. Olía a estar tremendamente alerta. Muy atenta. ¡Como si necesitase su olfato, con aquellos ojos, grandes, oscuros e insondables, prendidos en los suyos!—. Juré servir al Dragón Renacido, y el mejor servicio que puedo prestarle ahora es apartarlo de esa alimaña. Ya es bastante malo que los dirigentes sepan que Masema lo apoya, pero será peor si lo ven abrazar a ese hombre. Y morirán miles de personas si no logras llegar hasta él… para matarlo.
Perrin pensó que iba a volverse tarumba. De nuevo una Aes Sedai le daba vueltas a las palabras como a una peonza, hacía parecer que había dicho negro cuando lo que quería decir era blanco. Entonces las Sabias pusieron su granito de arena.
—Masuri Sokawa cree que a ese perro rabioso se lo puede atar con correa y someterlo para que sea útil sin que resulte peligroso.
Durante un instante, Seonid pareció tan sorprendida como Perrin, pero la mujer se recobró de inmediato. Al menos, exteriormente; de repente olía a cautela, como si presintiese una trampa allí donde no había esperado que hubiese ninguna.
—También quiere tomarte medida para ponerte un dogal, Perrin Aybara —añadió Carelle aún con más tranquilidad—. Cree que se te debe someter igualmente, para que no seas peligroso.
Su rostro pecoso no dejaba translucir si estaba o no de acuerdo con eso. Edarra alzó una mano en dirección a Seonid.
—Puedes irte ya, pero no sigas escuchando fuera. Pide de nuevo a Gharadin que te deje Curar la herida de su cara. Recuerda que si se sigue negando, debes aceptarlo. Es un gai’shain, no uno de tus servidores. —Puso en esa última palabra un gran desdén.
Seonid taladró a Perrin con su intensa y fría mirada. Luego volvió los ojos hacia las Sabias y sus labios temblaron a punto de hablar. Al final, sin embargo, lo único que pudo hacer fue salir con toda la dignidad de la que fue capaz; hacia el exterior era considerable: una Aes Sedai conduciéndose como tal, hasta el punto de hacer palidecer de envidia a una reina. Pero el efluvio a frustración que dejó tras de sí era tan penetrante como una cuchilla afilada.
Tan pronto como se hubo marchado, las seis Sabias volvieron a enfocar su atención en Perrin.
—Y ahora —dijo Edarra—, puedes explicarnos por qué pondrías una alimaña rabiosa junto al Car’a’carn.
—Sólo un necio obedece la orden de otro de que lo empuje por un precipicio —agregó Nevarin.
—Tú no escuchas nuestras razones —intervino Janina—, así que nosotras escucharemos las tuyas. Habla, Perrin Aybara.
Perrin se planteó la posibilidad de correr hacia la solapa de la entrada. Si lo hacía, no obstante, dejaría atrás una Aes Sedai que tal vez podría prestar una dudosa ayuda, y otra más, junto con seis Sabias, todas ellas resueltas a echar por tierra todo aquello que había venido a hacer. Volvió a soltar la copa y puso las manos sobre las rodillas. Necesitaba tener la cabeza bien despejada si quería demostrar a esas mujeres que él no era un mulo uncido.