Seaine deambulaba por los pasillos de la Torre con una creciente sensación de estar perdida a cada paso. La Torre Blanca era muy grande, cierto, pero aquello duraba varias horas. Ansiaba encontrarse en su acogedor cuarto. A pesar de las vidrieras que aislaban todas las ventanas, había corrientes en los anchos corredores adornados con tapices que hacían titilar las llamas de las lámparas de pie. Corrientes frías, y no resultaba fácil hacer caso omiso de ellas cuando se colaban por debajo de la falda. En sus aposentos estaba caliente, cómoda y segura.
Las doncellas saludaban con reverencias y los criados inclinaban la cabeza a su paso, sin que apenas reparara en ellos. La mayoría de las hermanas se encontraban en los sectores de sus Ajahs, y las pocas que habían salido de ellos caminaban con cauteloso orgullo, a menudo en parejas y siempre del mismo Ajah, con los chales bien extendidos por los brazos, exhibiéndolos como una bandera. Sonrió y saludó con la cabeza a Talene, pero la escultural Asentada de cabello dorado le dirigió una mirada dura que convirtió su belleza en una talla de hielo, y después se alejó ajustándose el chal de flecos verdes.
Demasiado tarde ya para plantear a la Verde tomar parte en la investigación, aun en el caso de que Pevara hubiese estado de acuerdo. Pevara aconsejó ir con precaución, mucha precaución, y, a decir verdad, Seaine estaba más que dispuesta a hacerle caso considerando las circunstancias. Sólo que Talene era una amiga. Había sido una amiga.
La reacción de la Verde no era de las peores. Varias hermanas se habían mostrado desdeñosas con ella, sin disimulo. ¡A una Asentada! Ninguna Blanca, por supuesto, pero ser de otro Ajah no justificaba tal comportamiento. Las normas debían observarse, fuese cual fuese la situación que atravesara la Torre. Juilaine Madome, una mujer alta y atractiva, con el oscuro cabello corto, que había ocupado un asiento en la Antecámara en representación de las Marrones hacía menos de un año, le rozó al pasar a su lado y continuó adelante con aquellas zancadas hombrunas, sin disculparse siquiera. Saerin Asnobar, otra Asentada Marrón, le lanzó una mirada ceñuda y hosca mientras toqueteaba el cuchillo curvo, que siempre llevaba metido debajo del cinturón, antes de desaparecer por un pasillo lateral. Saerin era altaranesa; unos leves toques blancos en las sienes resaltaban una fina y desvaída cicatriz que le cruzaba la tez olivácea, y sólo un Guardián podía igualar su expresión ceñuda.
Quizá todo aquello era de esperar. Se habían producido varios incidentes desafortunados recientemente, y ninguna hermana olvidaría haber sido echada sin contemplaciones de los pasillos adyacentes al sector de otro Ajah, y mucho menos lo que a veces acompañaba a eso. Corría el rumor de que las Rojas habían herido algo más que el orgullo de una Asentada —¡una Asentada!—, aunque no quién era. Lástima que la Antecámara no pudiera obstaculizar el absurdo decreto de Elaida, pero un Ajah detrás de otro se habían lanzado a aprovechar las nuevas prerrogativas, y pocas Asentadas estaban dispuestas a derogarlas ahora que se habían instaurado; el resultado era una Torre dividida casi en campamentos armados. Si anteriormente Seaine había pensado que el ambiente de la Torre era un hervidero de murmuraciones y desconfianza, ahora, además, estaba aderezado con acritud.
Chasqueó la lengua, irritada, y se ajustó el chal de flecos blancos mientras Saerin desaparecía. Era ilógico dar un respingo porque una altaranesa mirase ceñuda —ni siquiera Saerin llegaría más lejos; seguro que no— y aún más ilógico preocuparse por lo que no estaba en sus manos cuando tenía una tarea que llevar a cabo.
Y entonces, después de toda una mañana de infructuosa búsqueda, dio un paso y vio a la mujer que intentaba localizar caminando hacia ella. Zerah Dacan era una joven delgada, de cabello negro y aire orgulloso, adecuadamente dueña de sí misma y, a juzgar por las apariencias, inmune a las corrientes encrespadas que corrían por la Torre en esos días. Bueno, no era exactamente una joven, pero Seaine estaba convencida de que aún no hacía cincuenta años que llevaba el chal de flecos blancos. Era inexperta. Relativamente. Eso podría ser de ayuda.
Zerah no hizo intención de eludir a una Asentada de su propio Ajah, e inclinó respetuosamente la cabeza cuando Seaine llegó a su altura. Las mangas de su níveo vestido, así como una ancha banda al borde de la falda, llevaban mucho bordado en oro, una ostentación poco corriente entre las hermanas del Ajah Blanco.
—Asentada —saludó. ¿Había en sus azules ojos un atisbo de preocupación?
—Te necesito para algo —dijo Seaine más tranquila de lo que se sentía. Probablemente estaba trasladando sus propios sentimientos a los ojos de Zerah—. Ven conmigo.
No había nada que temer; no en pleno corazón de la Torre Blanca. Pero mantener las manos enlazadas a la altura de la cintura, sin crisparlas, requirió un gran esfuerzo por su parte. Como era de esperar, Zerah la siguió con sólo un murmullo de aquiescencia. Caminó al lado de Seaine con notable gracia mientras bajaban amplias escaleras de mármol y anchas rampas curvadas; sólo frunció ligeramente el entrecejo cuando Seaine abrió una puerta de la planta baja, que daba a una escalera estrecha que descendía en espiral hacia la oscuridad.
—Tú primero, hermana —dijo Seaine mientras encauzaba una pequeña esfera de luz. Según el protocolo, debería haber precedido a la otra mujer, pero se sentía incapaz de hacer tal cosa.
Zerah empezó a bajar sin vacilación. Lógicamente, no tenía nada que temer de una Asentada, una Asentada Blanca. Lógicamente, Seaine le diría lo que quería cuando llegara el momento oportuno, y no sería nada que ella no pudiese hacer. Ilógicamente, Seaine sintió un cosquilleo en el estómago, como si tuviese dentro una enorme polilla revoloteando. Luz, estaba asiendo el saidar, y la otra mujer, no. En cualquier caso, Zerah era más débil que ella. No había nada que temer. Pero eso no sirvió para que cesara el nervioso cosquilleo en su estómago.
Bajaron más y más, cruzaron puertas que llevaban a sótanos y subsótanos, hasta que llegaron al nivel más profundo, debajo incluso del lugar donde las Asentadas pasaban las pruebas. El oscuro corredor sólo estaba alumbrado por la pequeña esfera luminosa de Seaine. Llevaban recogidas las faldas, pero sus escarpines levantaban pequeñas nubes de polvo a pesar del cuidado con que pisaban. Puertas de madera lisas jalonaban las suaves paredes de piedra, muchas de ellas con grandes pegotes de herrumbre en lugar de goznes y cerraduras.
—Asentada, ¿qué nos trae aquí abajo? —preguntó Zerah, mostrando finalmente cierta duda—. No creo que nadie haya venido a este sitio desde hace años.
Seaine estaba segura de que su visita, unos cuantos días antes, había sido la primera a ese nivel durante el último siglo. Ésa era una de las razones por la que Pevara y ella habían elegido el lugar.
—Es aquí —dijo mientras empujaba una puerta, que se abrió rechinando sólo un poco. No se conseguiría quitar toda la herrumbre por mucho aceite que se le echara, y los intentos de utilizar el Poder habían sido infructuosos. Su habilidad con la Tierra era mejor que la de Pevara, pero eso no quería decir que fuera mucha.
Zerah entró y parpadeó con sorpresa. En un cuarto, por lo demás vacío, Pevara estaba sentada detrás de una raída aunque sólida mesa, con tres pequeñas banquetas alrededor. No había resultado fácil bajar esos pocos muebles, sobre todo cuando no podía confiarse en los sirvientes. Quitar el polvo había sido más sencillo, aunque no menos desagradable, y eliminar el polvo del corredor, cosa necesaria después de cada visita, era sencillamente oneroso.
—Estaba a punto de renunciar a seguir sentada en la oscuridad —gruñó Pevara. El brillo del saidar la rodeó mientras alzaba una linterna que había debajo de la mesa y la encendía, proporcionando tanta luz como el antiguo almacén de toscas paredes merecía. En cierto modo regordeta y generalmente bonita, la Asentada Roja semejaba un oso con dolor de muelas—. Queremos hacerte unas preguntas, Zerah.
Acto seguido escudó a la mujer al tiempo que Seaine cerraba la puerta. El semblante de Zerah conservó la calma, pero ella tragó saliva de manera audible.
—¿Sobre qué, Asentadas? —También había un leve temblor en su voz. Sin embargo, podía deberse simplemente al ambiente de la Torre.
—Sobre el Ajah Negro —repuso fríamente Pevara—. Queremos saber si eres una Amiga Siniestra.
La estupefacción y la indignación rompieron la calma de Zerah. La mayoría habría considerado aquello suficiente como negativa, pero la mujer más joven espetó:
—¡No tengo por qué aguantar eso de ti! ¡Vosotras, las Rojas, habéis estado creando falsos Dragones durante años! ¡Si queréis saber mi opinión, no tenéis que salir del sector de las Rojas para encontrar hermanas Negras!
La ira ensombreció el rostro de Pevara. Su lealtad a su Ajah era fuerte, ni que decir tiene, pero lo peor es que su familia había muerto a manos de Amigos Siniestros. Seaine decidió intervenir antes de que Pevara recurriese a la fuerza bruta. No tenían pruebas contra Zerah. Todavía.
—Siéntate, Zerah —dijo con toda la afabilidad posible—. Siéntate, hermana.
Zerah se giró hacia la puerta como si pudiese desobedecer la orden de una Asentada —¡y de su propio Ajah!— pero finalmente tomó asiento en uno de los bancos, muy tiesa, justo al borde.
Antes de que Seaine hubiese acabado de sentarse, dejando a Zerah entre las dos, Pevara soltó la Vara Juratoria de marfil blanco sobre el estropeado tablero de la mesa. Seaine suspiró. Eran Asentadas, con pleno derecho a utilizar el ter’angreal que quisieran, pero había sido ella quien lo había escamoteado —no podía evitar pensar en ello como un escamoteo al no haber seguido ninguno de los procedimientos marcados— y todo el tiempo, en el fondo de su mente, había tenido la certeza de que se daría media vuelta y se encontraría con Sereille Bagand, muerta mucho tiempo antes, plantada delante de ella, dispuesta a sacarla del estudio de la Maestra de Novicias cogida por la oreja. Irracional, pero no menos real.
—Queremos asegurarnos de que dices la verdad —manifestó Pevara, que todavía parecía un oso enfurecido—, así que prestarás juramento con esto y después volveré a preguntártelo.
—No debería someterme a esto —replicó Zerah, lanzando una mirada acusadora a Seaine—, pero volveré a prestar todos los Juramentos, si es lo que hace falta para satisfaceros. Y luego exigiré una disculpa a las dos. —No hablaba como una mujer que estaba escudada y a la que se le había hecho semejante pregunta. Casi con desprecio, extendió la mano hacia la fina vara, que brillaba a la débil luz de la linterna.
—Jurarás obedecernos a las dos sin reservas —dijo Pevara, y la mano de la mujer más joven se retiró rápidamente, como si la vara fuese una víbora enroscada. Pevara continuó al tiempo que empujaba el ter’angreal hacia ella, con dos dedos—. De ese modo, podemos pedirte que respondas sinceramente y sabremos que así lo harás, y si das la respuesta equivocada, sabemos que obedecerás y nos ayudarás a dar caza a tus hermanas Negras. La Vara puede utilizarse para liberarte del juramento, si das la respuesta correcta.
—¿Liberarme? —exclamó Zerah—. No sé de nadie que se haya desvinculado de un juramento prestado sobre la Vara Juratoria.
—Ése es el motivo por el que tomamos estas precauciones —intervino Seaine—. Lógicamente, una hermana Negra tiene que poder mentir, lo que significa que debe haberse desvinculado al menos de ese Juramento y probablemente de los otros dos también. Pevara y yo hicimos pruebas y descubrimos que el procedimiento es muy semejante a prestar juramento. —No mencionó lo doloroso que había sido, sin embargo; tanto como para hacerlas llorar a ambas. Tampoco mencionó que a Zerah no se la liberaría del nuevo juramento, fuese cual fuese su respuesta; no hasta que la búsqueda del Ajah Negro llegase a su fin. Para empezar, no podían dejarla que saliera de allí para ir a protestar por el interrogatorio, cosa que sin duda haría, y con toda razón, si no era una Negra. Si no lo era.
¡Luz, cómo deseaba Seaine haber encontrado a una hermana de otro Ajah que encajase con los criterios que habían establecido! Una Verde o una Amarilla habría ido de perillas. Las unas y las otras eran altaneras en el mejor de los casos, ¡y últimamente…! No. No iba a caer presa de la enfermedad que se extendía por toda la Torre. Sin embargo, no podía evitar que ciertos nombres le pasaran por la cabeza, los de una docena de Verdes y el doble de Amarillas, y todas ellas sobrepasando con creces el punto en que se hacía necesario bajarles los humos y ponerlas en su sitio. ¡Mira que demostrar desdén a una Asentada!
—¿Decís que os habéis liberado de uno de los Juramentos? —Zerah parecía escandalizada, inquieta y sobresaltada al mismo tiempo. Reacciones perfectamente razonables.
—Y lo prestamos de nuevo —contestó Pevara, impaciente. Asió la fina vara y encauzó un pequeño flujo de Energía hacia uno de los extremos, todo ello manteniendo el escudo de Zerah—. Por la Luz, juro no pronunciar una sola palabra que no sea verdad. Por la Luz, juro no crear armas para que un hombre mate a otro. Por la Luz, juro no utilizar el Poder Único como arma excepto contra los Engendros de la Sombra o como último recurso en defensa de mi vida, la vida de mi Guardián o la de otra hermana. —No torció el gesto en la parte referente al Guardián; las nuevas hermanas destinadas a integrarse en el Ajah Rojo a menudo lo hacían cuando prestaban el juramento—. No soy una Amiga Siniestra. Espero que eso te satisfaga. —Enseñó los dientes a Zerah, pero no quedó muy claro si se trataba de una sonrisa o de una especie de gruñido.
A su vez, Seaine prestó de nuevo los Juramentos, y cada uno de ellos le produjo una leve y momentánea presión en todo su cuerpo, desde el cuero cabelludo hasta las plantas de los pies. En realidad, apenas si notó la presión, teniendo aún la sensibilidad a flor de piel por haber mentido después de repetir el Juramento de no decir mentiras. Afirmar que Pevara tenía barba o que las calles de Tar Valon estaban pavimentadas con queso había resultado extrañamente regocijador durante un rato —incluso Pevara había reído—, pero ahora no merecía la pena el malestar. Hacer esa prueba no había sido realmente necesario, a su entender. Lógicamente, tenía que ser así. Decir que no era una Negra casi le enredó la lengua —le parecía repugnante verse obligada a negar tal cosa— pero le tendió la Vara Juratoria a Zerah con un firme cabeceo.
Rebullendo en el banco, la esbelta mujer giró la suave vara blanca entre sus dedos y tragó saliva con esfuerzo. La pálida luz de la linterna le daba un color enfermizo a su tez. Las miró alternativamente, con los ojos muy abiertos, y después sus manos se cerraron sobre el ter’angreal al tiempo que asentía.
—Exactamente como he dicho —gruñó Pevara al tiempo que volvía a encauzar Energía en la Vara—, o repetirás el juramento hasta que lo hagas correctamente.
—Juro obedeceros a las dos sin reservas —pronunció Zerah con voz tensa, y después se estremeció cuando el juramento ejerció su control. Siempre se notaba más presión con el primero—. Peguntadme sobre el Ajah Negro —exigió; sus manos temblaban sobre la Vara—. ¡Preguntad sobre el Ajah Negro! —La intensidad de la mujer reveló la respuesta a Seaine antes de que Pevara soltara el flujo de Energía e hiciera la pregunta, ordenando absoluta sinceridad—. ¡No! —gritó Zerah—. ¡No soy del Ajah Negro! ¡Y ahora, cancelad este juramento! ¡Libradme de él!
Seaine se hundió con desaliento, apoyando los codos en la mesa. Ciertamente no había querido que Zerah respondiese que sí, pero había tenido la seguridad de que la pillarían en una mentira. Una mentira descubierta, o eso había parecido, tras semanas de investigación. ¿Cuántas semanas más de búsqueda tenían por delante? ¿Y de mirar hacia atrás desde que se despertaba hasta que se dormía? Cuando conseguía conciliar el sueño.
Pevara señaló a la mujer más joven con aire acusador.
—Les dijiste a otras que venías del norte.
—Cierto —contestó lentamente Zerah, cuyos ojos se habían abierto mucho otra vez—. Bajé por la orilla del Erinin hasta Jualdhe. ¡Ahora, liberadme de este juramento!
—En la sudadera de tu montura se encontraron ajonjeras y cardos estrellados. Ninguna de esas dos plantas se ven a ciento cincuenta kilómetros al sur de Tar Valon.
Zerah se puso de pie bruscamente.
—¡Siéntate! —espetó Pevara.
La mujer se dejó caer en el banco pesadamente, pero ni siquiera se encogió. Estaba temblando. No, tiritaba. Tenía la boca prieta; de otro modo, a Seaine no le cabía duda de que sus dientes habrían castañeteado. Luz, la pregunta sobre el norte o el sur la asustaba más que una acusación de ser Amiga Siniestra.
—¿Desde dónde partiste? —preguntó lentamente—. ¿Y por qué? —Su intención era aclarar por qué había estado dando un rodeo, lo que obviamente había hecho, sólo para ocultar de qué dirección procedía, pero las respuestas salieron a borbotones de la boca de Zerah.
—Desde Salidar —chirrió. No había un término mejor para el sonido de su voz. Todavía asiendo la Vara Juratoria, se retorció en el banco. Las lágrimas desbordaron sus ojos, que estaban desorbitados y clavados en Pevara. Las palabras fluyeron imparables, aunque ahora los dientes le castañeteaban de verdad—. Vi-vine para ase-asegurarme de que todas las hermanas su-supieran lo de las R-Rojas y Logain, y que así dep-depusieran a Elaida y la T-Torre pueda recobrar la unidad. —Con un gemido, empezó a gritar sin parar, con la vista prendida en la Asentada Roja.
—Bien —dijo Pevara. Luego repitió en tono más severo—. ¡Bien! —Su semblante era la viva imagen de la compostura, pero el brillo de sus oscuros ojos distaba mucho del travieso que Seaine recordaba de la época en que una era novicia y la otra Aceptada—. Así que tú eres la fuente de ese… rumor. ¡Vas a presentarte ante la Antecámara y lo confesarás como la mentira que es! ¡Admite que es una mentira, muchacha!
Los ojos de Zerah, ya abiertos de par en par, casi se salieron de las órbitas. La Vara cayó de sus manos y rodó sobre el tablero de la mesa, y la joven Blanca se asió la garganta. Un sonido ahogado salió de su boca abierta. Pevara la miraba estupefacta, pero de repente Seaine comprendió.
—Por la Luz bendita —exclamó—. No tienes que mentir, Zerah. —Las piernas de Zerah se sacudían debajo de la mesa como si la Blanca intentara ponerse de pie y le resultara imposible—. Díselo, Pevara. ¡Cree que es verdad! Le has ordenado decir la verdad y mentir. ¡No me mires así! ¡Ella lo cree! —Los labios de Zerah habían adquirido un tinte azulado. Sus párpados aletearon. Seaine alzó las manos en un gesto tranquilizador—. Pevara, le diste la orden así que, al parecer, debes retirarla, o se asfixiará ante nuestros ojos.
—Es una rebelde —masculló la Roja, que dio a esa palabra todo el desprecio que pudo. Pero luego suspiró—. Aún no se le ha sometido a la prueba. No tienes que… mentir, muchacha.
Zerah se desplomó hacia adelante, con la mejilla contra el tablero, inhalando entre sollozos entrecortados.
Seaine sacudió la cabeza, asombrada. No había considerado la posibilidad de juramentos contradictorios. ¿Y si el Ajah Negro no se limitaba a anular el Juramento contra la mentira, sino que lo reemplazaba por otro propio? ¿Y si reemplazaban los Tres, por los suyos? Pevara y ella tendrían que ir con mucho cuidado si daban con una hermana Negra, o podrían provocar su muerte antes de saber cuál era el conflicto. ¿Quizás, ante todo, una renuncia a cualquier juramento prestado —imposible llevarlo a cabo con más precisión al ignorar qué juraban las hermanas Negras— y a continuación prestar nuevamente los Tres? Luz, el dolor de ser liberada de todos a la vez no distaría mucho de someterla a interrogatorio. Quizá no se diferenciara ni poco ni mucho. Pero, ciertamente, una Amiga Siniestra merecía eso y mucho más. Si es que conseguían encontrar una.
Pevara contemplaba a la mujer jadeante sin el menor atisbo de compasión en su rostro.
—Cuando se la someta a juicio por rebelión, me propongo formar parte del tribunal.
—Después de haberla sometido a la prueba —adujo pensativamente Seaine—. Sería una lástima perder la ayuda de una que sabemos que no es Amiga Siniestra. Y, puesto que es una rebelde, no debería preocuparnos mucho utilizarla. —Habían tenido varias discusiones, sin llegar a una conclusión en ninguna, con respecto a la segunda razón para mantener operativo el nuevo juramento. A una hermana sujeta por juramento a obedecer se la podía compeler, Seaine rebulló inquieta; aquello se parecía demasiado a la execrable Compulsión, una práctica prohibida, se la podía inducir a ayudar en la búsqueda, siempre y cuando no importara obligarla a aceptar el peligro, tanto si quería como si no—. No creo que enviaran sólo a una —continuó—. Zerah, ¿cuántas vinisteis a propagar esa historia?
—Diez —farfulló la mujer contra el tablero de la mesa; entonces se irguió bruscamente y las miró desafiante—. ¡No traicionaré a mis hermanas! ¡No les…! —Enmudeció de golpe y sus labios se fruncieron en un gesto de amargura al caer en la cuenta de que acababa de hacerlo.
—¡Nombres! —bramó Pevara—. ¡Dame sus nombres o te desollaré en este mismo momento!
Los nombres salieron de los labios de Zerah en contra de su voluntad. Obedeciendo la orden, ciertamente, más que por la amenaza. No obstante, ante la expresión severa del rostro de Pevara, Seaine tuvo la certeza de que la Roja no necesitaba mucha provocación para arrancarle la piel a tiras como a una novicia a la que se sorprende robando. Cosa curiosa, ella no sentía la misma animosidad. Repulsa sí, pero ni mucho menos tan fuerte. La mujer era una rebelde que había contribuido a romper la unidad de la Torre Blanca, cuando lo que una hermana debía hacer era aceptar cualquier cosa con tal de mantenerla íntegra. Sin embargo… Muy extraño.
—¿Estás conforme, Pevara? —preguntó cuando acabó la lista. La tozuda mujer sólo respondió con un seco cabeceo—. Muy bien. Zerah, traerás a Bernaile a mis aposentos esta tarde. —Había dos de cada Ajah, excepto del Azul y del Rojo, al parecer, pero mejor sería empezar con la otra Blanca—. Dirás únicamente que quiero hablar con ella de un asunto privado. No le advertirás por ningún medio, ni de palabra, acción u omisión. Después guardarás silencio y dejarás que Pevara y yo hagamos lo que es necesario. Has sido reclutada para una causa mejor que vuestra equivocada rebelión, Zerah. —Pues claro que era equivocada; a pesar de que Elaida estuviese llevando a extremos su poder—. Vas a ayudarnos a dar caza al Ajah Negro.
Zerah, con el rostro afligido, asintió involuntariamente a cada mandato, pero ante la mención de descubrir al Ajah Negro dio un respingo. ¡Luz, tenía que estar totalmente desquiciada por sus experiencias para no haberlo adivinado!
—Y dejarás de propagar esas… historias —añadió severamente Pevara—. A partir de este momento, no mencionarás al Ajah Rojo ni a falsos Dragones asociados. ¿Me has entendido?
El semblante de Zerah adoptó una expresión de hosca obstinación, pero su boca respondió:
—Os he entendido, Asentada. —Parecía a punto de romper a llorar otra vez de pura frustración.
—Entonces, quítate de mi vista —le espetó Pevara, soltando al mismo tiempo el escudo y el saidar—. ¡Y recobra la compostura! ¡Límpiate la cara y arréglate el cabello! —Esto último lo dijo cuando la mujer más joven ya se había vuelto y se alejaba rápidamente de la mesa. Zerah tuvo que retirar las manos del cabello para abrir la puerta. Cuando ésta se cerró tras ella en medio de chirridos, Pevara resopló—. La creo completamente capaz de haberse presentado ante esa tal Bernaile toda desaliñada, con la esperanza de así advertirla.
—Tienes razón —admitió Seaine—. Pero ¿a quién pondremos sobre aviso si vamos por ahí lanzando miradas ceñudas a esas mujeres? En el mejor de los casos, llamaríamos la atención.
—Tal como están las cosas, Seaine, no llamaríamos la atención aunque fuésemos dándoles patadas por todo el recinto de la Torre—. Por su tono, habríase dicho que la idea le resultaba atractiva—. ¡Son rebeldes, y me propongo tenerlas atadas tan corto que chillarán si a una de ellas se le ocurre siquiera tener un mal pensamiento!
Siguieron dando vueltas sobre lo mismo. Seaine insistió en que bastaba con tener cuidado al dar las órdenes para no dejar abiertas escapatorias. Pevara hizo hincapié en que estaban dejando que diez rebeldes —¡diez!— se pasearan por la Torre sin recibir el merecido castigo. Seaine dijo que finalmente tendrían su castigo, y Pevara gruñó que finalmente no era lo bastante pronto para ella. Seaine siempre había admirado la fuerza de voluntad de la otra mujer, pero, sinceramente, a veces sólo era pura tozudez.
El débil chirrido de un gozne fue toda la advertencia que Seaine necesitó para poner la Vara en su regazo, ocultándola entre los pliegues de la falda, mientras la puerta se abría de par en par. Pevara y ella abrazaron la Fuente al unísono.
Saerin entró en el cuarto sosegadamente, sosteniendo una linterna, y se apartó a un lado para dejar paso a Talene; a ésta la siguió Yukiri, con otra luz, y Doesine, delgada como un muchacho y alta para ser cairhienina, la cual cerró la puerta con bastante contundencia para después apoyar la espalda en la hoja, como para impedir que alguien saliera. Cuatro Asentadas, representando a todos los otros Ajahs de la Torre. Parecieron pasar por alto el hecho de que Seaine y Pevara asieran el saidar. La Blanca tuvo la repentina sensación de que el cuarto estaba muy abarrotado. Imaginación suya, irracional, pero…
—Qué extraño veros juntas a vosotras dos —comentó Saerin. Su semblante estaría sereno, pero sus dedos acariciaron la empuñadura del cuchillo curvo metido en el cinturón. Había conservado su asiento en la Antecámara durante cuarenta años, más tiempo que ninguna otra hermana, y todas habían aprendido a tener cuidado con su temperamento.
—Lo mismo podríamos decir de vosotras —replicó secamente Pevara. A ella nunca le impresionó el genio de Saerin—. ¿O es que habéis bajado aquí para ayudar a Doesine a intentar recuperar algo que ha perdido? —El repentino sonrojo de la Amarilla acentuó más si cabe la apariencia de muchachito guapo a pesar de su porte elegante, y reveló a Seaine qué Asentada se había aventurado demasiado cerca del sector de las Rojas con resultados lamentables—. Sin embargo, jamás habría pensado que algo así lograra reuniros. Las Verdes a la gresca con las Amarillas, las Marrones con la Grises… ¿O acaso las has traído aquí únicamente para sostener un duelo discreto, Saerin?
Seaine trató desesperadamente de encontrar la razón que había empujado a esas cuatro a bajar a lo más profundo de los cimientos rocosos de Tar Valon. ¿Qué podía vincularlas? Sus Ajahs —todos los Ajahs— estaban realmente como perro y gato. Elaida les había impuesto una penitencia a las cuatro. A ninguna Asentada le hacía gracia cumplir un castigo de Trabajos Domésticos, en especial cuando todo el mundo sabía por qué estaba fregando suelos o restregando ollas, pero algo así difícilmente podía considerarse un vínculo. ¿Qué otra cosa podía ser? Ninguna era de noble cuna. Saerin y Yukiri eran hijas de posaderos, Talene de granjeros, en tanto que el padre de Doesine había sido cuchillero. A Saerin la habían instruido en primer lugar las Hijas del Silencio, siendo la única de ese grupo que había alcanzado el chal. Todo un montón de tonterías absolutamente inútiles. De pronto, se le ocurrió algo que le dejó la boca seca: Saerin a menudo controlaba a duras penas el temperamento; Doesine había huido tres veces siendo novicia, si bien nunca había llegado más lejos de los puentes; Talene con seguridad había sido merecidamente castigada en más ocasiones que cualquier otra novicia en la historia de la Torre; Yukiri era siempre la última Gris en sumarse al consenso de sus hermanas cuando quería hacer las cosas de otra manera. A decir verdad, siempre era la última en sumarse a las decisiones de la Antecámara. A las cuatro se las consideraba rebeldes en cierto modo, y Elaida las había humillado a todas ellas. ¿Se habrían planteado que habían cometido un error apoyando la destitución de Siuan y el nombramiento de Elaida? ¿Habrían descubierto lo de Zerah y las otras? De ser así, ¿qué se proponían hacer?
Mentalmente, Seaine se preparó para tejer el saidar, aunque sin demasiada esperanza de conseguir escapar. Pevara igualaba en fuerza a Saerin y a Yukiri, pero ella era más débil que cualquiera de las presentes, con excepción de Doesine. Se preparó. Y Talene adelantó un paso e hizo pedazos todas sus deducciones lógicas.
—Yukiri advirtió que vosotras dos andáis a hurtadillas de aquí para allí y queremos saber por qué. —El timbre de su voz, sorprendentemente profundo, denotaba un dejo iracundo a pesar de que su rostro parecía una máscara de hielo—. ¿Acaso las cabezas de vuestros Ajahs os han encomendado alguna tarea secreta? Públicamente, las cabezas de los Ajahs están a la greña más que cualesquiera de las demás, pero al parecer han estado escondiéndose por los rincones para hablar. Sea lo que fuere que estén tramando, la Antecámara tiene derecho a saberlo.
—Oh, ya está bien, Talene. —La voz de Yukiri era siempre aún más sorprendente que la de Talene. La mujer parecía una reina minúscula, con su atuendo de oscura seda plateada y encaje marfileño, pero hablaba como una acomodada granjera. Ella afirmaba que el contraste ayudaba en las negociaciones. Sonrió a Seaine y a Pevara como haría una soberana quizás insegura de hasta qué punto debía mostrarse deferente—. Os vi a las dos husmeando como hurones a la puerta de un gallinero, pero me callé. Podríais ser amigas «íntimas», que yo sepa, un asunto exclusivamente de vuestra incumbencia. Sí, me callé hasta que Talene empezó a alborotar sobre quiénes se escondían en los rincones. Yo misma he visto bastantes corrillos, y sospecho que algunas de esas mujeres podrían ser también cabezas de sus Ajahs, de modo que… A veces seis y seis suman doce, y a veces dan un resultado erróneo. Decídnoslo si lo sabéis, ahora. La Antecámara está en su derecho.
—Y nadie se mueve de aquí hasta que lo digáis —intervino Talene aún más acaloradamente que antes.
Pevara resopló y se cruzó de brazos.
—Si la cabeza de mi Ajah habla conmigo, no veo razón para que os cuente qué me dice. En cualquier caso, lo que Seaine y yo estábamos discutiendo no tiene nada que ver con el Rojo o el Blanco. Id a fisgonear a otro sitio. —Pero no soltó el saidar. Y tampoco Seaine.
—Esto no sirve para un carajo, y así me condene si no lo sabía —rezongó Doesine desde su posición junto a la puerta—. ¿Por qué puñetas me dejé convencer para meterme en…? Igual que lo sabía jodidamente bien todo el mundo, o ya nos habríamos llevado una somanta de palos en presencia de toda la jodida Torre.
A veces también tenía tan mala lengua como un muchacho; un muchacho al que habría que lavarle la boca con jabón. Seaine se habría levantado para marcharse si no hubiese temido que las rodillas no la sostuvieran. Pevara se puso de pie y enarcó una ceja con gesto impaciente hacia las mujeres que se interponían entre ella y la puerta. Saerin toqueteó la empuñadura de su cuchillo y les clavó una mirada entre inquisitiva y perpleja, sin moverse un centímetro.
—Un acertijo —murmuró. De repente se adelantó y con la mano libre hurgó en los pliegues de la falda de Seaine tan súbitamente que ésta dio un respingo.
Seaine intentó mantener oculta la Vara, con el resultado de que Saerin acabó sosteniendo el ter’angreal por un extremo, a la altura de la cintura mientras ella agarraba la otra punta y un puñado de la falda.
—Me encantan los acertijos —dijo Saerin.
Seaine soltó y se arregló el vestido; no creía que pudiera hacer otra cosa. La aparición de la Vara provocó un momentáneo alboroto cuando casi todas se pusieron a hablar a la vez.
—Rayos y centellas —gruñó Doesine—. ¿Estáis aquí abajo ascendiendo al jodido chal a nuevas hermanas?
—Oh, déjalo ya, Saerin —rió Yukiri, interrumpiéndola—. Sea lo que fuere lo que se traen entre manos, es asunto suyo.
—¿Y por qué otra cosa están reuniéndose en secreto, si no es algo relacionado con las cabezas de los Ajahs? —bramó Talene, casi sin dejar que acabara de hablar.
Saerin agitó una mano y, al cabo de unos instantes, consiguió que se callaran. Todas las presentes eran Asentadas, pero ella tenía derecho a hablar primero en la Antecámara, y sus cuarenta años en el puesto también tenían su peso.
—Ésa es la clave del acertijo, creo —manifestó mientras acariciaba la Vara con el pulgar—. ¿Por qué este ter’angreal, después de todo? —De repente la envolvió el brillo del saidar y encauzó Energía en la Vara—. Por la Luz, juro no pronunciar una sola palabra que no sea verdad. No soy una Amiga Siniestra.
En el silencio que siguió, hasta el estornudo de un ratón habría sonado fuerte.
—Se trata de eso, ¿no es así? —dijo Saerin mientras soltaba el Poder para, a continuación, tenderle la Vara a Seaine.
Por tercera vez, Seaine repitió el Juramento contra la mentira, y por segunda vez repitió que no pertenecía al Ajah Negro. Pevara hizo otro tanto con gélida dignidad. Y con unos ojos penetrantes como los de un águila.
—Esto es ridículo —argumentó Talene—. No hay un Ajah Negro.
Yukiri tomó la Vara de manos de Pevara y encauzó.
—Por la Luz, juro que no pronunciaré una sola palabra que no sea verdad. No pertenezco al Ajah Negro.
El brillo del saidar que la envolvió parpadeó y desapareció; luego le tendió la Vara a Doesine. Talene frunció el entrecejo con desagrado.
—Apártate, Doesine. Yo, desde luego, no pienso aguantar esta sórdida insinuación.
—Por la Luz, juro que no pronunciaré una sola palabra que no sea verdad —entonó Doesine casi reverentemente, mientras el brillo la envolvía como un halo—. No soy del Ajah Negro.
Cuando las cosas estaban serias, su lenguaje era todo lo correcto que cualquier Maestra de Novicias podría desear. Le tendió la Vara a Talene. La mujer rubia retrocedió como haría ante una serpiente venenosa.
—Incluso sugerir algo así es injurioso. ¡Peor que injurioso! —Algo salvaje asomaba en sus ojos. Una idea irracional, quizá, pero eso fue lo que Seaine vio—. Quitaos de en medio y dejadme paso —demandó con toda la autoridad de una Asentada en la voz—. ¡Me marcho!
—Creo que no —dijo sin alterarse Pevara, y Yukiri asintió lentamente, de acuerdo con ella. Saerin no acarició el puño de su cuchillo; lo aferró tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.
Cabalgando a través del profundo manto de nieve que cubría todo Andor, avanzando a trancas y barrancas por él, Toveine Gazal maldijo el día que nació. Baja y ligeramente regordeta, con una tersa piel cobriza y largo y lustroso cabello, a muchos les había parecido bonita a lo largo de los años, pero nadie la había llamado hermosa. Ahora, desde luego, ninguno lo haría. Sus ojos, que antes fueron francos, ahora traspasaban aquello sobre lo que se posaban. Eso cuando no estaba furiosa. Y ese día lo estaba. Cuando Toveine se sentía furiosa, hasta las serpientes huían.
Otras cuatro Rojas cabalgaban —avanzaban a trancas y barrancas— detrás de ella, y a continuación veinte soldados de la Guardia de la Torre, con chaquetas y capas oscuras. A los hombres no les hacía gracia que sus armaduras viajaran empaquetadas en los animales de carga, y vigilaban el bosque que flanqueaba la calzada como si esperasen un ataque en cualquier momento. ¿Cómo esperaban cruzar quinientos kilómetros de territorio andoreño sin llamar la atención llevando chaquetas y capas con la Llama de Tar Valon destacando llamativamente en la tela? Sin embargo, el viaje casi había llegado a su fin. Al cabo de un día, tal vez dos, con una capa de nieve en las calzadas que les llegaba hasta las rodillas a los caballos, se reuniría con otros nueve grupos iguales al suyo. Por desgracia, no todas las hermanas que había en ellos eran Rojas, pero eso no le preocupaba demasiado. Toveine Gazal, antaño una Asentada de las Rojas, entraría en la historia como la mujer que había destruido la Torre Negra.
Estaba segura de que Elaida pensaba que agradecía la oportunidad concedida, haciéndola volver del exilio y el oprobio, para redimirse. Esbozó una mueca burlona, y si un lobo hubiese estado observando bajo la profunda capucha de su capa, seguramente habría aullado despavorido. Lo que había hecho hacía veinte años era necesario, y la Luz abrasara a todas las que murmuraban que el Ajah Negro tenía que haber estado involucrado en ello. Había sido necesario y justo, pero a Toveine Gazal la habían expulsado de su asiento en la Antecámara, la habían hecho aullar pidiendo clemencia bajo la vara, con todas las hermanas reunidas para presenciar el castigo, e incluso las novicias y las Aceptadas habían sido testigos de que también las Asentadas estaban sometidas a la ley, aunque no se les dijo a qué ley. Y después la habían enviado a las Colinas Negras, a trabajar los últimos veinte años a la granja aislada de la señora Jara Espigo, una mujer que no consideraba distinta a una Aes Sedai cumpliendo castigo en exilio de cualquier otro jornalero trabajando bajo el sol o la nieve. Las manos de Toveine se movieron sobre las riendas; podía sentir las callosidades de las palmas. La señora Espigo —ni siquiera ahora podía pensar en esa mujer sin anteponer al nombre el tratamiento que había exigido recibir— creía en el trabajo duro. ¡Y una disciplina tan estricta como la que una novicia debía afrontar! No tenía compasión con quien trataba de eludir el trabajo agotador que ella misma compartía, y aún menos con una mujer que se hubiera escabullido para consolarse con un chico guapo. Ésa había sido la vida que Toveine había llevado las últimas dos décadas. Entretanto, Elaida se había escabullido sin que la pillaran, de rositas, y había maniobrado para llegar a la Sede Amyrlin, algo con lo que Toveine había soñado para sí misma. No, no se sentía agradecida. Pero había aprendido a esperar su oportunidad.
De repente, un hombre alto, de cabello oscuro y largo hasta los hombros, vestido con chaqueta negra, salió del bosque en un caballo a la calzada, levantando rociadas de nieve.
—No tiene sentido presentar resistencia —anunció firmemente a la par que levantaba una mano enguantada—. Rendíos pacíficamente y ninguno de vosotros saldrá herido.
Ni su aspecto ni sus palabras fueron el motivo de que Toveine sofrenara su montura, dejando que las demás hermanas se reunieran con ella.
—Cogedlo —ordenó tranquilamente—. Será mejor que os vinculéis. A mí me ha escudado.
Al parecer, uno de esos Asha’man había salido a su encuentro. Qué amable de su parte. De pronto cayó en la cuenta de que no estaba ocurriendo nada y apartó la vista del tipo para mirar ceñuda a Jenare. El rostro cuadrado de la mujer se había quedado muy pálido.
—Toveine —dijo con voz temblorosa—, también yo estoy escudada.
—Y yo —abundó Lemai, sin dar crédito a lo que pasaba.
Las demás repitieron lo mismo, cada vez con un timbre más frenético. Todas escudadas.
Más hombres de chaquetas negras aparecieron entre los árboles, conduciendo lentamente sus caballos, por todos lados. Toveine dejó de contarlos al llegar a quince. Los soldados de la Guardia mascullaban furiosos, esperando la orden de una hermana. Aún no sabían nada salvo que una banda de delincuentes los había asaltado. Toveine chasqueó la lengua, irritada. Todos esos hombres no podían encauzar, desde luego, pero al parecer hasta el último Asha’man que podía hacerlo había salido a su encuentro. No se asustó. A diferencia de algunas hermanas que la acompañaban, no eran los primeros varones que encauzaban a los que se había enfrentado. El hombre alto empezó a acercarse con su caballo hacia ella, sonriente, por lo visto creyendo que habían obedecido su ridícula pretensión.
—A mi orden —dijo en voz baja—, huiremos en distintas direcciones. En cuanto estéis lo bastante apartadas para que el hombre pierda el control del escudo, regresad y ayudad a los soldados. —Los varones que encauzaban creían que tenían que ver sus tejidos para mantenerlos, lo que significaba que debían verlos—. Preparaos. —Entonces gritó—. ¡Guardias, atacadlos!
Con un rugido, los soldados se lanzaron al ataque blandiendo espadas, sin duda con la idea de rodear a las hermanas para protegerlas. Tirando de las riendas hacia la derecha, Toveine clavó talones y se agachó sobre el cuello de Gorrión, pasando entre los estupefactos soldados primero, y luego entre dos jóvenes de chaquetas negras que la miraron boquiabiertos por el asombro. Enseguida se encontró entre los árboles, azuzando su montura para que acelerase más, levantando montones de nieve, sin importarle si el animal se rompía una pata; lo apreciaba, pero ese día habría más muertes que la de un caballo. A su espalda se oían gritos. Y una voz, bramando por encima de la batahola. La del hombre alto.
—¡Cogedlas vivas, por orden del Dragón Renacido! ¡Haced daño a una Aes Sedai y tendréis que responder por ello ante mí!
Por orden del Dragón Renacido. Por primera vez, Toveine sintió el miedo atenazándole las entrañas como unas garras de hielo. El Dragón Renacido. Azotó el cuello de Gorrión con las riendas. ¡Todavía la rodeaba el escudo! ¡Indudablemente había suficientes árboles entre los hombres y ella para tapar el radio de visión del condenado individuo! ¡Oh, Luz, el Dragón Renacido!
Soltó un gruñido cuando algo le golpeó el estómago, una rama que no era tal y que la desmontó de la silla. Se quedó colgada allí, viendo a Gorrión alejándose al galope, todo lo rápido que le permitía el profundo manto de nieve. Se quedó colgada. En el aire, con los brazos pegados y sujetos contra el cuerpo y los pies a un metro o más del suelo. Tragó saliva, con esfuerzo. Tenía que ser la parte masculina del Poder lo que la sostenía. Nunca había sentido el saidin. Podía percibir una mínima ancha banda ceñida prietamente en su tronco. Le pareció notar la infección del Oscuro. La sacudió un escalofrío y tuvo que realizar un gran esfuerzo para contener los gritos que pugnaban por salir de su garganta.
El hombre alto frenó su caballo delante, y ella descendió flotando hasta quedar sentada de lado, en la parte anterior de su silla. Sin embargo, el hombre no parecía muy interesado en la Aes Sedai que había capturado.
—¡Hardlin! —gritó—. ¡Norley! ¡Kajima! ¡Uno de vosotros, malditos pardillos, que venga aquí ahora mismo!
Era muy alto, con unos hombros tan anchos como el mango de un hacha. Así sería como lo habría dicho la señora Espigo. Debía de rondar la madurez, y era apuesto de una manera inquietante, con sus rasgos duros. En absoluto parecido a los chicos guapos que le gustaban a Toveine, tan fáciles de controlar. Un alfiler de plata, en forma de espada, adornaba el cuello alto de su chaqueta de paño negro, y otro, representando una criatura peculiar, en oro y esmalte rojo, brillaba en el lado contrario. Era un varón que podía encauzar. Y la tenía escudada y prisionera.
El chillido que brotó de su garganta la sobresaltó incluso a ella misma. Lo habría contenido si hubiera podido, pero un segundo siguió a ése, todavía más penetrante, y un tercero aún más agudo, y otro y otro más. Pateando salvajemente, se sacudió de un lado a otro. Esfuerzo inútil, contra el Poder. Lo sabía, pero sólo en un pequeño y remoto rincón de su mente. El resto de su ser sólo podía aullar a voz en cuello, clamando súplicas ininteligibles que la rescataran de la Sombra. Sin dejar de chillar, forcejeó como una bestia enloquecida.
Vagamente, fue consciente de que el caballo cabrioleaba y corcoveaba al sentir las patadas que ella le daba en el hombro. Vagamente, oyó hablar al hombre.
—¡Tranquilo, saco de carbón con orejas! Calmaos, hermana. No voy a… ¡Tranquilo, pedazo de penco con esparaván! ¡Luz! Disculpadme, hermana, pero éste es el modo en que hemos aprendido a hacerlo.
Y entonces la besó. Toveine sólo dispuso de un instante para darse cuenta de que los labios del hombre tocaban los suyos, y luego todo se borró y una oleada cálida la inundó de pies a cabeza. Más que cálida. Se sentía por dentro como miel derretida, miel burbujeando, a punto de romper a hervir. Era una cuerda de arpa que vibraba más y más deprisa, hasta hacerse invisible, y la vibración seguía aumentando. Era un jarrón de fino cristal, trepidando y a punto de hacerse añicos. La cuerda del arpa se rompió el jarrón saltó en pedazos.
—¡Aaaaaaaaaaaaah!
Al principio no se dio cuenta de que aquel sonido salía de su boca. Durante un momento fue incapaz de pensar con coherencia. Jadeando, alzó los ojos hacia el rostro masculino, preguntándose a quién pertenecía. Sí. El hombre alto. El hombre que podía…
—Podría haberme pasado sin ese pequeño detalle adicional —suspiró al tiempo que daba palmaditas en el cuello del caballo; el animal resopló, pero había dejado de brincar—. Sin embargo, supongo que era necesario. No sois precisamente una esposa. Tranquilizaos. No intentéis escapar, no ataquéis a nadie con chaqueta negra y no toquéis la Fuente a menos que os dé permiso. Bien, ¿cómo os llamáis?
¿A menos que le diera permiso? ¡Qué desfachatez!
—Toveine Gazal —respondió, y parpadeó. ¡Vaya! ¿Por qué demonios le había contestado?
—Ah, aquí estás —dijo otro hombre de chaqueta negra que se acercó a ellos a través de la nieve. Éste encajaba mucho más con sus gustos; si no encauzara, se entiende. Dudaba que ese muchacho de mejillas sonrosadas se afeitase más de dos veces por semana—. ¡Luz, Logain! —exclamó el chico guapo—. ¿Has tomado una segunda? ¡Al M’Hael no le hará gracia! ¡Creo que no le gusta que ninguno tome una siquiera! Sin embargo, quizá no importe, ya que los dos estáis tan unidos y todo lo demás.
—¿Unidos, Vinchova? —inquirió secamente Logain—. Si fuera por el M’Hael, estaría cosechando nabos con los chicos nuevos. O enterrado en el huerto —añadió en un susurro que Toveine dudaba que él hubiera querido que se oyera.
Fuera lo que fuese que escuchara, el chico guapo se echó a reír con evidente incredulidad. Toveine apenas le prestó atención. Tenía la mirada prendida en el hombre alto. Logain. El falso Dragón. ¡Pero si estaba muerto! ¡Amansado y muerto! Y la sujetaba con una mano, despreocupadamente, en la parte delantera de su silla. ¿Por qué no gritaba ni lo golpeaba? Incluso su cuchillo del cinturón bastaría, a tan corta distancia. Sin embargo, no sentía el menor deseo de llevar la mano a la empuñadura de marfil. Y cayó en la cuenta de que podía hacerlo. La banda que antes le ceñía el tronco había desaparecido. Al menos podría deslizarse del caballo y tratar de… Pero tampoco sentía ningún deseo de intentar eso.
—¿Qué me has hecho? —demandó. Tranquilamente. ¡Por lo menos, se las había arreglado para conservar la calma!
Mientras giraba el caballo para regresar a la calzada, Logain se lo dijo, y Toveine apoyó la cabeza contra el ancho pecho del hombre, sin importarle en absoluto lo grande que era, y rompió a llorar. Elaida se las iba a pagar. ¡Juraba que pagaría por ello! Si Logain la dejaba alguna vez, Elaida lo pagaría con creces. Esta última idea fue especialmente amarga.