El campamento se encontraba a unos cinco kilómetros, lejos de la calzada, entre las colinas bajas y arboladas, justo al otro lado de un arroyo que tenía unos ocho metros de anchura de piedras y sólo cuatro de agua, sin que su profundidad llegase en ningún punto más arriba de las rodillas de una persona. Pececillos verdes y plateados se alejaron velozmente de los cascos de los caballos. Era poco probable que algún transeúnte fortuito topara con ellos por casualidad. La granja habitada más próxima se encontraba a unos dos kilómetros, y Perrin se había encargado personalmente de comprobar que esas personas llevaban a sus animales a beber agua a otra parte.
Realmente había procurado evitar todo lo posible llamar la atención, viajando por caminos secundarios e incluso senderos cuando no podían seguir la marcha a través de los bosques. Un esfuerzo inútil, a decir verdad. Los caballos podían pastar siempre que había hierba, pero al menos necesitaban un poco de grano, y hasta un pequeño ejército precisaba comprar víveres, y bastantes. Los rumores debían de haber corrido por todo Ghealdan, aunque, con suerte, nadie habría sospechado quiénes eran. Perrin torció el gesto. Tal vez nadie lo imaginó, hasta que él abrió la bocaza. Aun así, no habría actuado de otra manera.
En realidad había tres campamentos, próximos entre sí y ninguno lejos del arroyo. Viajaban juntos, todos siguiéndolo y, supuestamente, obedeciéndole, pero había demasiados personalismos involucrados, y ninguno estaba completamente seguro de que los otros tuvieran marcada la misma meta. Unos novecientos soldados de la Guardia Alada tenían las lumbres apiñadas entre hileras de caballos estacados, en un amplio prado de pisoteada hierba amarillenta. Perrin intentó cerrar la nariz a la mezcla de olores a sudor, caballos, estiércol y carne de cabra cociéndose, una combinación desagradable en un día caluroso. Una docena de centinelas montados recorría lentamente el circuito en parejas, con las largas lanzas, adornadas con banderines rojos, inclinadas en el mismo ángulo preciso, pero los restantes mayenienses se habían quitado petos y yelmos. Sin chaqueta, y a menudo sin camisa, bajo el sol, yacían despatarrados en las mantas o jugaban a los dados mientras esperaban que terminara de hacerse la comida. Algunos alzaron la vista al paso de Perrin, unos cuantos dejaron lo que estaban haciendo para observar las nuevas incorporaciones al grupo, pero nadie acudió corriendo, de modo que las patrullas continuaban ausentes. Éstas eran pequeñas y no llevaban lanzas; así podían ver sin ser vistas. En fin, al menos ésa era la idea. La había sido.
Un puñado de gai’shain realizaba diversas tareas entre las tiendas bajas y pardas de las Sabias, en la cima de la colina apenas arbolada que se alzaba junto al campamento de los mayenienses. A esa distancia, las figuras vestidas de blanco parecían inofensivas, gachos los ojos y sumisas. De cerca, ofrecerían la misma actitud, pero la mayoría era Shaido. Las Sabias sostenían que los gai’shain eran gai’shain; Perrin no confiaba en ningún Shaido que no tuviera a la vista. A un lado de la ladera, debajo de un tupelo, unas doce Doncellas en cadin’sor estaban arrodilladas formando un círculo alrededor de Sulin, la más dura de todas a pesar de su cabello blanco. También ella había enviado exploradoras, mujeres que podían moverse tan deprisa a pie como los mayenienses en sus caballos y que probablemente tendrían muchas más posibilidades de pasar inadvertidas. No había ninguna Sabia fuera de las tiendas allí arriba, pero una mujer esbelta, que removía el guiso en una gran olla, enderezó la espalda y se frotó los riñones mientras observaba el paso de Perrin y los demás. La mujer vestía un traje de montar de seda verde.
A él no le pasó inadvertida la mirada fulminante de Masuri. Las Aes Sedai no removían guisos ni realizaban otras muchas tareas que las Sabias les encargaban a Seonid y a ella. Masuri culpaba de ello a Rand, pero Rand no estaba allí y Perrin sí. De tener la menor oportunidad, seguro que lo despellejaría.
Edarra y Nevarin giraron en aquella dirección, y a pesar de sus amplias faldas, apenas alteraron las capas de hojas secas que alfombraban el suelo. Seonid las siguió, todavía con las mejillas hinchadas a causa del pañuelo metido en la boca. Se giró en la silla para mirar a Perrin. Si hubiese creído posible que una Aes Sedai transluciera ansiedad, sería así como habría descrito su expresión. Detrás de ella, Furen y Teryl exhibían sendos ceños.
Masuri los vio llegar y de inmediato volvió a inclinarse sobre la negra olla, removiéndola con renovado vigor y procurando fingir que no había dejado de hacerlo un solo momento. Mientras Masuri estuviese a cargo de las Sabias, Perrin creía que no tendría que preocuparse por su piel. Las Sabias sabían cómo mantener atado corto a alguien.
Nevarin giró la cabeza hacia atrás para lanzarle otra de aquellas miradas severas que ella y Edarra le habían dedicado desde que envió al tipo de la chaqueta grande con su mensaje de advertencia, de amenaza. Perrin exhaló exasperado. No tenía que preocuparse de su pellejo siempre y cuando las Sabias no decidieran que ellas lo querían. Demasiados personalismos. Demasiadas metas.
Maighdin cabalgaba al lado de Faile, en apariencia sin prestar atención a aquello ante lo que pasaban, pero Perrin no habría apostado ni un céntimo en ello. Los ojos de la mujer se habían abierto un poco más de la cuenta al reparar en los centinelas mayenienses. Sabía lo que significaban esos petos rojos y yelmos en forma de olla, tan seguro como que había reconocido el rostro de una Aes Sedai. La mayoría de la gente tampoco habría sabido eso, en especial alguien vestido como ella. La tal Maighdin era todo un misterio. Por alguna razón, le resultaba vagamente familiar.
Lini y Tallanvor —así había oído que Maighdin llamaba al tipo que la había seguido; «joven» Tallanvor, para ser exactos, aunque no podía haber más de cuatro o cinco años de diferencia entre ellos, si acaso— iban detrás de ella, manteniéndose lo más cerca posible, aunque Aram los estorbaba al intentar no apartarse de Perrin. Lo mismo hacía un tipo menudo y enjuto, que siempre tenía los labios apretados, llamado Balwer, el cual parecía prestar menos atención a lo que los rodeaba de lo que Maighdin pretendía. Con todo, Perrin pensó que Balwer veía más que la mujer. No habría sabido decir exactamente por qué, pero las pocas veces que había captado el olor del huesudo individuo, le había recordado un lobo olisqueando el aire. Cosa extraña, no había miedo en Balwer, sólo repentinos brotes de irritación, reprimidos de inmediato, unidos al vibrante efluvio de la impaciencia. Los otros compañeros de Maighdin venían bastante más retrasados. La tercera mujer del grupo, Breane, hablaba en feroces susurros con el hombre corpulento, que mantenía agachados los ojos y asentía en silencio de vez en cuando y en otras ocasiones sacudía la cabeza. Un guardia a sueldo, un duro de las calles si los había, pero la mujer baja también tenía un ribete de dureza en su porte. El último hombre, que se resguardaba detrás de ambos, era corpulento y llevaba un astroso sombrero de paja, bien calado para ocultar sus rasgos. En él, la espada que todos los hombres del grupo llevaban resultaba tan chocante como en Balwer.
El tercer campamento, extendido entre los árboles justo detrás de la curva de la colina donde estaban instalados los mayenienses, ocupaba tanto espacio como el de la Guardia Alada, aunque el número de personas que albergaba era muy inferior. Allí, las hileras de caballos estacados se encontraban bastante separadas de las lumbres, de manera que el olor a comida flotaba en el aire sin mezclarse con otros. La cena de ese día consistía en cabra asada a las brasas y nabos duros, con los que seguramente los granjeros habían pensado alimentar a sus cerdos a pesar de los malos tiempos que corrían. Alrededor de trescientos hombres de Dos Ríos, que habían seguido a Perrin desde la comarca, se ocupaban de la carne ensartada en espetones o remendaban ropas o revisaban flechas y arcos, repartidos en grupos de cinco o seis amigos alrededor de una lumbre. Casi todos ellos saludaban con la mano y gritaban palabras de bienvenida, aunque sonaban demasiados «lord Perrin» y «Perrin Ojos Dorados» para su gusto. Faile sí tenía derecho a los títulos que le daban.
Grady y Neald, sin sudar y con sus chaquetas negras puestas, no vitorearon; de pie junto a la lumbre que habían preparado un poco separada de los demás, se limitaron a mirarlo. De manera expectante, le pareció a Perrin. ¿Expectación por qué? Era la misma pregunta que siempre se hacía con respecto a ellos. Los Asha’man lo hacían sentirse intranquilo, más que las Aes Sedai o las Sabias. Que las mujeres encauzaran el Poder era natural, aunque no fuese algo con lo que cualquier hombre se sintiese cómodo. Grady, con su rostro vulgar, parecía un granjero a pesar de la chaqueta negra y la espada, y Neald un presumido, con su bigote retorcido en las puntas; empero, Perrin no podía olvidar lo que eran, lo que habían hecho en los pozos de Dumai. Claro que también él había estado allí. La Luz lo amparara, también había estado. Apartó la mano del hacha que llevaba colgada al cinto y desmontó.
Los criados, hombres y mujeres procedentes de las heredades de lord Dobraine en Cairhien, acudieron presurosos desde las hileras de caballos estacados para ocuparse de sus monturas. Ninguno le llegaba a Perrin al hombro; gentes vestidas con ropas de campesino que siempre estaban haciendo reverencias e inclinaciones en actitud servil. Faile decía que sólo conseguía ofenderlos cuando intentaba que dejaran de hacerlo o, al menos, que no doblaran la cerviz ante él tan a menudo; verdaderamente, así era como olían cuando se lo decía, y siempre volvían a las reverencias e inclinaciones al cabo de una o dos horas. Otros, casi tantos como los hombres de Dos Ríos, trabajaban con los caballos o alrededor de las filas de carretas que transportaban las provisiones. Unos pocos entraban y salían con premura de una gran tienda roja y blanca.
Como ocurría siempre, esa tienda hizo que Perrin gruñera sombríamente. Berelain tenía una más grande en la parte del campamento mayeniense, además de otra para sus dos doncellas y una más para la pareja de rastreadores que había insistido en llevar. Annoura tenía tienda propia, al igual que Gallenne, pero sólo Faile y él tenían tienda en esa parte del campamento. De ser por él, habría dormido al raso como los otros hombres de la comarca, con sólo una manta para taparse por las noches. Ciertamente, no había miedo de que lloviese. Los criados cairhieninos se acostaban debajo de las carretas. Sin embargo, no podía pedirle a Faile que hiciera tal cosa; no si Berelain tenía una tienda. Ojalá hubiese podido dejar a la Principal en Cairhien. Claro que, en ese caso, habría tenido que enviar a Faile a Bethal.
Los estandartes en altos postes recién cortados y plantados en el centro de un espacio despejado cerca de la tienda agriaron aún más su humor. La brisa había empezado a moverse, aunque seguía siendo caliente; le pareció oír de nuevo un trueno, apagado, hacia el oeste. Las banderas se desplegaban y ondeaban lentamente para después volver a colgar por su propio peso, y vuelta a ondear. Una vez más y en contra de sus órdenes, se exhibían su estandarte del Lobo Rojo y el Águila Roja de la largamente desaparecida Manetheren. Tal vez había dejado de intentar taparlo, en cierto modo, pero lo que entonces era Ghealdan había formado parte de Manetheren; ¡si Alliandre se enteraba de lo de esa bandera, su recelo no se apaciguaría precisamente! Se las ingenió para mostrar un semblante apacible y dedicar una sonrisa a la mujer baja y fornida que hizo una profunda reverencia antes de llevarse a Brioso, pero su gesto estaba de más. A los lores se les tenía que obedecer, y si se suponía que él era un lord… En fin, que no lo estaba haciendo muy bien.
Con los puños en las caderas, Maighdin observaba los estandartes mientras se llevaban su yegua con las demás monturas. Cosa sorprendente, Breane cargaba con los fardos de las dos y mostraba una expresión ceñuda y malhumorada, dirigida a la otra mujer.
—He oído hablar de estandartes como ésos —dijo inopinadamente Maighdin. Y furiosa. Su voz y su expresión eran tan suaves y plácidas como un estanque helado, pero la rabia penetró en la nariz de Perrin con intensidad—. Los izaron hombres en Andor, en Dos Ríos, que se rebelaron contra su legítima dirigente. Aybara es un nombre de Dos Ríos, creo.
—En Dos Ríos no sabemos mucho sobre dirigentes legítimos, señora Maighdin —gruñó. Iba a desollar a quienquiera que los hubiese puesto esta vez. Si los cuentos sobre rebeliones se habían propagado hasta tan lejos…—. Supongo que Morgase era una buena reina, pero tuvimos que valernos por nosotros mismos, defendernos solos, y lo hicimos. —De repente supo a quién le recordaba la mujer. A Elayne. Tampoco es que significara nada; había visto hombres a miles de kilómetros de Dos Ríos que podrían haber pertenecido a familias de allí. Con todo, debía de haber una razón para que estuviera enfadada. Y su acento sonaba andoreño—. Las cosas no están tan mal en Andor como pueden haberos contado —le dijo—. La calma reinaba en Caemlyn cuando me marché, y Rand, es decir, el Dragón Renacido, quería sentar en el Trono del León a la hija de Morgase, Elayne.
Lejos de aplacarse, Maighdin se volvió bruscamente hacia él, con sus azules ojos echando chispas.
—¿Que quería sentarla en el trono? ¡Ningún hombre «pone» a una reina en el Trono del León! ¡Elayne reclamará el trono de Andor por derecho propio!
Perrin se rascó la cabeza; ojalá Faile dejara de mirar a la mujer tan tranquilamente y dijese algo. Pero su mujer se limitó a guardar los guantes debajo del cinturón. Antes de que tuviese tiempo de pensar qué contestar, Lini se adelantó, cogió a Maighdin por el brazo y la sacudió con bastante fuerza como para que le chocaran los dientes.
—¡Pide disculpas! —bramó la mujer mayor—. ¡Este hombre te ha salvado la vida, Maighdin, y te has excedido al hablar de ese modo a un lord, siendo una simple mujer de campo! Si este joven señor estaba enfrentado con Morgase, bueno, todo el mundo sabe que está muerta, ¡y no es asunto tuyo de ningún modo!
Maighdin contemplaba a Lini aun más atónita que Perrin, a quien volvió a sorprender, sin embargo. En lugar de replicarle duramente a la mujer mayor, se irguió lentamente, cuadró los hombros, y lo miró a los ojos.
—Lini tiene razón. No tengo derecho a hablaros así, lord Aybara. Me disculpo humildemente. Y pido vuestro perdón.
¿Humildemente? Su gesto era tozudo, su tono tan orgulloso como el de una Aes Sedai, y su olor ponía de manifiesto que habría clavado las uñas a cualquiera.
—Lo tenéis —se apresuró a responder Perrin. Lo cual no pareció aplacarla en absoluto. Ella sonrió; tal vez intentaba mostrar gratitud, pero podía oír cómo rechinaban sus dientes. ¿Es que todas las mujeres estaban locas?
—Tienen calor y necesitan refrescarse y descansar un poco, esposo —intervino Faile, echándole por fin una mano—. Las últimas horas han sido penosas y agotadoras para ellos, lo sé. Aram puede mostrar a los hombres dónde asearse. Yo acompañaré a las mujeres. Haré que traigan paños húmedos para que os lavéis la cara y las manos —dijo dirigiéndose a Maighdin y a Lini. Llamó a Breane con un ademán y empezó a conducirlas hacia la tienda. A un gesto de asentimiento de Perrin, Aram indicó a los hombres que lo siguieran.
—Tan pronto como acabéis de asearos, maese Gill, me gustaría hablar con vos —dijo Perrin.
La reacción fue como si hubiese hecho surgir otra rueda de fuego. Maighdin giró hacia él y lo miró boquiabierta, y las otras dos mujeres se frenaron en seco. Tallanvor volvió a asir la empuñadura de su espada, y Balwer se puso de puntillas para asomarse por encima de su fardo, ladeando la cabeza hacia uno y otro lado. Un lobo no, quizá; más bien un ave alerta a la aparición de gatos. El hombre corpulento, Basel Gill, dejó caer sus pertenencias y saltó dos palmos en el aire.
—Vaya, Perrin —balbuceó mientras se quitaba bruscamente el sombrero de paja. El sudor había dejado churretes de polvo en sus mejillas. Se agachó para recoger el fardo, cambió de idea y se irguió de nuevo con premura—. Quiero decir, lord Perrin. Yo… Eh… Me pareció que eras tú, pero… Pero como te llamaban lord, no estaba seguro de que quisieras reconocer a un viejo posadero. —Se pasó un pañuelo por el cráneo casi calvo y rió con nerviosismo—. Pues claro que hablaremos. Lo de asearme puede esperar un poco más.
—Hola, Perrin —saludó el hombretón. Con sus ojos de párpados cargados, Lamgwin Dorn parecía perezoso a despecho de sus músculos y las cicatrices en la cara y las manos—. Maese Gill y yo oímos que el joven Rand se había convertido en el Dragón Renacido. Tendríamos que habernos imaginado que tú también vendrías a más. Perrin Aybara es un buen hombre, señora Maighdin. Creo que podríais confiar en él sobre cualquier cosa que tengáis en mente.
No era perezoso, y tampoco tenía nada de estúpido. Aram señaló con la cabeza bruscamente, con impaciencia, y los otros dos hombres lo siguieron, pero Tallanvor y Balwer iban arrastrando los pies y echaban ojeadas pensativas a Perrin y a maese Gill. Miradas preocupadas. Y a las mujeres. Faile también las había hecho ponerse en marcha, aunque no dejaban de lanzar miradas a Perrin y a maese Gill, así como a los hombres que seguían a Aram. De repente no les hacía gracia separarse.
Maese Gill se enjugó el sudor de la frente y esbozó una sonrisa forzada. Perrin se preguntó por qué olía a miedo. ¿De él? De un hombre vinculado al Dragón Renacido, que se hacía llamar lord y dirigía un ejército, por pequeño que fuera, amenazando al Profeta. Tal vez también entraba en el lote lo de amordazar Aes Sedai; acabarían achacándoselo a él de un modo u otro. «No —pensó con sarcasmo—. Ninguna de esas cosas asustaría a nadie». Puede que todos ellos temieran que los matara.
En un intento de tranquilizar a maese Gill, condujo al hombre hasta un gran roble, a cien pasos de la tienda roja y blanca. Casi todas las hojas del enorme árbol se habían caído y la mitad de las que quedaban estaban marrones, pero las gruesas ramas proporcionaban un poco de sombra, y algunas de las raíces retorcidas se alzaban lo suficiente para servir de asiento. Perrin ya había utilizado una para eso mientras se montaba el campamento; cada vez que intentaba hacer algo útil, siempre había diez manos que se lo quitaban de en medio.
Basel Gill no se relajó a pesar de que Perrin se interesó por la marcha de La Bendición de la Reina, su posada en Caemlyn, o evocó su visita al establecimiento. Claro que, quizá Gill recordaba que esa visita no había sido lo más indicado para tranquilizar a un hombre, con Aes Sedai y conversaciones sobre el Oscuro y una huida en plena noche. Paseaba con nerviosismo, apretando el fardo contra su pecho, cambiándoselo de un brazo a otro y contestando con pocas palabras, lamiéndose los labios entremedio.
—Maese Gill —dijo finalmente—, dejad de llamarme lord Perrin. No soy un lord. Es complicado, pero no lo soy. Y lo sabéis.
—Desde luego —contestó el orondo posadero, que por fin tomó asiento en una de las raíces. Parecía reacio a soltar el fardo con sus cosas, y apartó las manos de él lentamente—. Como digáis, lord Perrin —añadió, no sólo usando el título sino también el tratamiento. Rand, eh… el Dragón Renacido, ¿realmente quiere que lady Elayne ocupe el trono? No es que dude de vuestra palabra, en absoluto —agregó presto. Se quitó el sombrero para enjugarse el sudor otra vez. Aunque era un hombre grueso, sudaba el doble de lo que podría justificar el calor que hacía—. Sin duda, el lord Dragón hará lo que decís. —Su risa sonó temblorosa—. Queríais hablar conmigo, y no sobre mi vieja posada, estoy seguro.
Perrin suspiró cansado. Había pensado que no podía haber nada peor que viejos amigos y vecinos haciendo reverencias y pamemas, pero al menos ellos olvidaban a veces y decían lo que pensaban. Y ninguno le tenía miedo.
—Estáis muy lejos de casa —empezó suavemente. No había por qué precipitarse; no con un hombre al que no le llegaba la camisa al cuerpo—. Me pregunto qué os trajo aquí. Espero que ningún problema.
—Responde directamente, Basel Gill, sin florituras —intervino Lini en tono brusco mientras se acercaba al roble. No había estado ausente mucho rato, pero había tenido tiempo para lavarse la cara y las manos y arreglarse el cabello en un moño bajo. Y para sacudirse la mayor parte del polvo del vestido de sencillo paño. Haciendo una somera reverencia a Perrin, se volvió hacia Gill y agitó el huesudo índice ante su nariz—. «Hay tres cosas molestas que sacan de quicio: un dolor de muelas, un dolor de pies y un hombre charlatán». Así que ve al grano y no marees al joven lord con tu cháchara. —Durante un instante clavó una mirada admonitoria en el estupefacto posadero, y después, bruscamente, hizo otra rápida reverencia a Perrin—. Le encanta el sonido de su propia voz, como a la mayoría de los hombres, pero ahora os lo contará como es debido, milord.
Maese Gill le dirigió una mirada fulminante y masculló entre dientes cuando la mujer lo urgió a hablar con un gesto brusco. «Viejo saco de huesos…» fue lo que Perrin oyó.
—Lo que ocurrió, en dos palabras y para abreviar —el orondo posadero volvió a asestar una mirada fulminante a Lini, pero la mujer no pareció advertirlo—, es que tenía un asunto de negocios en Lugard. Una ocasión para importar vino. Pero eso no os interesará. Me llevé a Lamgwin, desde luego, y a Breane, porque a ella no le gusta perderlo de vista ni una hora si puede remediarlo. En el camino conocimos a la señora Dorlain, la señora Maighdin, como la llamamos, y a Lini y a Tallanvor. Y a Balwer, por supuesto. En la calzada. Cerca de Lugard.
—Maighdin y yo servíamos en Murandy —intervino, impaciente, Lini—. Hasta que surgieron los problemas. Tallanvor era un guardia de la casa, y Balwer el secretario. Los bandidos prendieron fuego a la mansión, y nuestra ama no pudo mantenernos a su servicio, así que decidimos viajar juntos para mayor protección.
—Lo estaba contando yo, Lini —gruñó maese Gill mientras se rascaba la oreja—. El mercader de vinos había abandonado Lugard y se había marchado al campo, por alguna razón, y… —Sacudió la cabeza—. Son demasiadas cosas para hablar de ellas, Perrin. Lord Perrin, quiero decir. Disculpad. Sabéis que hay jaleo en todas partes hoy en día, de una clase o de otra. Total, que parecía que cada vez que huíamos de uno nos encontrábamos metidos en otro, y siempre alejándonos más y más de Caemlyn. Y aquí estamos, cansados pero agradecidos. Y, en resumen, eso es todo.
Perrin asintió despacio con la cabeza. Podía ser cierto, pero había aprendido que la gente tenía un montón de razones para mentir o simplemente para enturbiar la verdad. Haciendo una mueca, se pasó los dedos por el cabello. ¡Luz! Se estaba volviendo tan receloso como un cairhienino, y cuanto más lo enredaba Rand, su desconfianza aumentaba. ¿Por qué diablos iba a mentirle, precisamente, alguien como Basel Gill? La doncella de una dama, acostumbrada a ciertos privilegios perdidos en tiempos difíciles como los que corrían; eso explicaba lo de Maighdin. Algunas cosas eran simples.
Lini tenía las manos enlazadas a la altura del talle, pero observaba todo sin perder detalle, ojo avizor, casi como un halcón, y la inquietud de maese Gill se había hecho patente tan pronto como dejó de hablar; parecía interpretar la mueca de Perrin como si le demandase más información. Se echó a reír, más por nerviosismo que por regocijo.
—No había visto gran cosa del mundo desde la Guerra de Aiel, y por entonces estaba bastante más delgado. Vaya, pero si hemos llegado hasta la propia Amador. Claro que nos marchamos de allí después de que esos seanchan tomaran la ciudad, aunque, a decir verdad, no son peores que los Capas Blancas, por lo que pude…
Enmudeció de golpe cuando Perrin se echó hacia adelante bruscamente y lo asió por la solapa.
—¿Seanchan, maese Gill? ¿Estáis seguro de eso? ¿O se trata de otro rumor, como los que corren sobre los Aiel o las Aes Sedai?
—Los vi —contestó el posadero mientras intercambiaba una mirada incierta con Lini—. Y así es como se llaman a sí mismos. Me sorprende que no lo sepáis. La noticia nos ha precedido todo el camino, desde que salimos de Amador. Esos seanchan quieren que la gente se entere de su presencia y de lo que se proponen. Son gentes raras, con criaturas aún más extrañas. —Su voz cobró un tono más agudo—. Como Engendros de la Sombra. Cosas grandes con alas coriáceas que vuelan y transportan hombres. Y esos otros que parecen lagartos, sólo que son tan grandes como caballos y tienen tres ojos. ¡Los vi! ¡De verdad!
—Os creo —lo tranquilizó Perrin al tiempo que soltaba la solapa de su chaqueta—. También yo los he visto.
En Falme, donde un millar de Capas Blancas murieron en cuestión de minutos y fue necesario que regresaran los legendarios héroes muertos, convocados por el Cuerno de Valere, para rechazar a los seanchan. Rand había predicho que regresarían, pero ¿cómo habían podido volver tan pronto? ¡Luz! Si habían tomado Amador, entonces también debían tener en su poder Tarabon, o gran parte del país. Sólo un necio perdía el tiempo matando a un ciervo sabiendo que tenía un oso herido a su espalda. ¿Cuánto territorio habían ocupado?
—No puedo enviaros a Caemlyn de inmediato, maese Gill, pero si os quedáis conmigo un poco más, me ocuparé de que lleguéis allí a salvo.
Si es que permanecer a su lado era seguro, daba igual durante cuánto tiempo. El Profeta, los Capas Blancas y ahora, por si fuera poco, quizá también los seanchan.
—Creo que sois un buen hombre —manifestó Lini de repente—. Me temo que no os hemos contado toda la verdad, y quizá deberíamos hacerlo.
—Pero ¿qué dices, Lini? —exclamó el posadero a la par que se incorporaba de un salto—. Creo que el calor la está afectando —añadió, dirigiéndose a Perrin—. Y todo el viaje. A veces tiene fantasías raras. Sabéis que eso le ocurre a la gente mayor. ¡Calla, Lini!
Lini apartó de un manotazo los dedos que intentaba ponerle sobre la boca.
—¡Cuidado con lo que dices, maese Gill! ¡Ya te daré yo «gente mayor»! Maighdin «huía» de Tallanvor, por así decirlo, y él la «perseguía». Todos íbamos tras ella, desde hacía cuatro días, y casi nos matamos y reventamos a los caballos. En fin, no es de extrañar que no sepa lo que quiere la mitad del tiempo; vosotros, los hombres, atontáis a una mujer hasta el punto de que apenas puede ni pensar, y luego pretendéis no haber hecho nada en absoluto. Habría que daros de bofetadas a todos, por principio. ¡La criatura tiene miedo de sus propios sentimientos! Esos dos deberían casarse, y cuanto antes mejor.
Maese Gill la miraba absorto, y Perrin no estaba seguro de que a él no le ocurriera lo mismo.
—No tengo muy claro qué queréis de mí —contestó despacio, y la mujer de pelo blanco saltó antes de que hubiese terminado de hablar.
—No finjáis ser duro de entendederas. No creería eso de vos ni un solo momento. Veo que tenéis mucha más inteligencia que la mayoría de los hombres. Ése es el peor vicio que tenéis los varones, pretender que no veis lo que tenéis delante de las narices.
¿Qué había pasado con todas esas reverencias? La mujer se cruzó de brazos y lo miró severamente antes de proseguir.
—De acuerdo, si no os queda más remedio que disimular, os lo expondré clara y llanamente: ese lord Dragón vuestro hace lo que quiere, según tengo entendido. Vuestro Profeta coge a la gente y la casa en el acto. Bien, pues, agarrad a Maighdin y a Tallanvor y casadlos. Él os lo agradecerá, y ella también. Cuando se aplaque y vuelva a pensar con claridad.
Estupefacto, Perrin volvió la vista hacia maese Gill, que se encogió de hombros y esbozó una sonrisa forzada.
—Si me disculpáis —dijo Perrin a la ceñuda mujer—. He de ocuparme de ciertos asuntos.
Se alejó deprisa y sólo miró hacia atrás una vez. Lini sacudía el índice ante las narices de maese Gill y lo reprendía a pesar de sus protestas. La brisa soplaba en su contra, de manera que Perrin no pudo oír lo que decían. Sinceramente, no quería saberlo. ¡Todos estaban locos!
Berelain tendría sus dos doncellas y sus husmeadores, pero Faile contaba con sus propios ayudantes, por describirlos de algún modo. Unos veinte jóvenes tearianos y cairhieninos se encontraban sentados en el suelo, cruzados de piernas, cerca de la tienda; las mujeres vestían con chaqueta y pantalón como los hombres, y también llevaban espadas al cinto. A ninguno el cabello le llegaba más abajo de los hombros, y tanto ellos como ellas se lo ataban con una cinta, imitando el largo mechón de los Aiel. Perrin se preguntó dónde estaría el resto; rara vez se alejaban de Faile donde no pudiesen oír su voz. Esperaba que no estuviesen creando problemas. Faile los había tomado bajo su protección para, según ella, evitar que se metiesen en líos, y la Luz sabía que les habría pasado exactamente eso si se hubieran quedado en Cairhien, con montones de estúpidos jovenzuelos como ellos. En su opinión, todos, del primero al último, necesitaban una azotaina o una patada en el trasero para meterles un poco de sentido común en sus cabezotas. Duelos, jugar al ji’e’toh, pretender ser algún tipo de Aiel… ¡Idioteces!
Lacile se puso de pie al ver acercarse a Perrin; era una joven menuda y pálida, con cintas rojas prendidas en las solapas, pequeños aros de oro en las orejas y una mirada desafiante que a veces hacía pensar a los hombres de Dos Ríos que quizá le gustaría recibir un beso a despecho de su espada. En ese momento, la expresión de desafío era dura como una piedra. Un instante después de hacerlo ella, Arrela también se puso de pie; ésta era alta y de tez oscura, con el cabello muy corto, como el de una Doncella, y sus ropas más sencillas incluso que las de la mayoría de los hombres. A diferencia de Lacile, con Arrela no cabía duda de que antes besaría a un perro que a un hombre. La pareja hizo intención de situarse ante la entrada de la tienda para cerrar el paso a Perrin, pero un tipo de mandíbula cuadrada, vestido con una chaqueta de mangas abullonadas, bramó una orden y las dos volvieron a sentarse. A regañadientes. En realidad, Parelean se dio golpecitos con el pulgar en la cuadrada barbilla como si reconsiderara la conveniencia de su orden. Tenía barba la primera vez que Perrin lo había visto —por entonces varios de los jóvenes tearianos la llevaban—, pero los Aiel no se dejaban crecer el vello facial.
Perrin masculló entre dientes algo sobre la estupidez. Eran de Faile total y exclusivamente, y el hecho de que él fuera su marido contaba poco. Aram quizá se sintiese celoso de sus atenciones con ella, pero al menos sentía cariño por Faile. Advirtió los ojos de los jóvenes necios clavados en su espalda mientras entraba en la tienda. Faile lo despellejaría vivo si llegaba a enterarse de que esperaba que esos chicos evitaran que ella se metiera en problemas.
La tienda era alta y espaciosa, con una alfombra floreada como suelo y contadas piezas de mobiliario, la mayoría de las cuales se plegaban para cargarlas en una carreta. El pesado espejo de cuerpo entero no era una de ellas, naturalmente. A excepción de los arcones reforzados con bronce y cubiertos con telas bordadas, que servían como mesas extras, todo estaba decorado con líneas rectas doradas, desde el palanganero hasta su espejo. Una docena de lámparas azogadas lograban que dentro hubiese tanta luz como en el exterior, aunque resultaba bastante más fresco, e incluso había un par de colgaduras de seda que pendían de los postes del techo, demasiado ornamentadas para el gusto de Perrin. Demasiado rígidas, con los pájaros y las flores colocados en líneas y ángulos. Dobraine lo había planeado todo para que viajaran como nobles cairhieninos, si bien Perrin se las había ingeniado para «perder» los peores detalles. El enorme lecho, para empezar; era ridículo viajar con algo así. Había ocupado casi una carreta entera.
Faile y Maighdin se encontraban sentadas, con unas tazas de plata labrada en las manos. Tenían el aire de mujeres que se están tanteando, todo sonrisas hacia el exterior, pero con un punto de intensidad en la mirada, un atisbo de suma atención a lo que pudiera haber detrás de las palabras, y ni el menor indicio de si se abrazarían de un momento a otro o sacarían los cuchillos. Bueno, en su opinión la mayoría de las mujeres no llegarían a tanto como sacar el cuchillo, pero Faile sí. El aspecto de Maighdin había mejorado, después de lavarse, peinarse y sacudir el polvo del vestido. Entre ambas había una mesita con la superficie de mosaico, ocupada con más copas y una alta jarra de plata cubierta por una capa de condensación y de la que se desprendía el aroma a menta de un té de hierbas. Las dos mujeres se volvieron hacia él cuando entró y, durante un instante, casi tuvieron la misma expresión, preguntándose quién entraba sin llamar y en absoluto complacidas por la interrupción. Al menos Faile la suavizó de inmediato con una sonrisa.
—Maese Gill me relató vuestra historia, señora Dorlain —empezó Perrin—. Habéis pasado días muy duros, pero podéis tener la seguridad de que estaréis a salvo aquí hasta que decidáis marcharos.
La mujer le dio las gracias, pero olía a recelo y sus ojos intentaban leer sus pensamientos como si fuese un libro.
—También Maighdin me ha contado lo que les ha ocurrido, Perrin —intervino Faile—, y querría proponerle algo. Maighdin, tú y tus amigos lo habéis pasado muy mal durante los últimos meses y me has dicho que no tenéis perspectivas de futuro. Entrad a mi servicio, todos vosotros. Tendréis que seguir viajando, pero será en circunstancias mucho mejores. Pago bien y no soy un ama severa con mis criados.
Perrin se mostró de acuerdo de inmediato. Si Faile quería darse el capricho de satisfacer su inclinación a ocuparse de personas descarriadas, al menos él también deseaba ayudar a ese grupo. Además, quizá se encontraran más a salvo con él que vagando solos por ahí.
Maighdin se atragantó con el té y faltó poco para que se le cayese la taza. Parpadeó al mirar a Faile mientras se limpiaba la barbilla con un pañuelo rematado con puntilla; la silla en la que estaba sentada crujió levemente cuando se giró para, cosa curiosa, estudiar a Perrin.
—Os lo… agradezco. —Unos instantes más de detenido examen a Perrin y luego su voz cobró fuerza—. Sí, acepto vuestra amable oferta con gratitud. Debo informar a mis compañeros. —Se puso de pie y vaciló antes de dejar cuidadosamente la taza en la bandeja; después se puso erguida sólo para extender el vuelo de la falda en una reverencia apropiada para cualquier palacio—. Intentaré serviros bien, milady —dijo con voz ponderada—. ¿Puedo retirarme?
Al asentir Faile, la mujer hizo una segunda reverencia y retrocedió dos pasos antes de darse media vuelta. Perrin se rascó la barba. Otra persona más que haría inclinaciones y venias en su presencia.
Tan pronto como la solapa de la tienda cayó detrás de Maighdin, Faile soltó su taza y se echó a reír mientras golpeaba con los talones en la alfombra.
—Oh, me gusta, Perrin. ¡Tiene carácter! Apuesto que te habría chamuscado la barba por lo de esas banderas si no hubiese intervenido yo. Oh, sí. ¡Tiene mucho brío!
Perrin gruñó. Justo lo que le faltaba; otra mujer para chamuscarle la barba.
—Le prometí a maese Gill ocuparme de ellos, Faile, pero… ¿A que no te imaginas lo que me pidió Lini? Quería que casara a Maighdin con ese hombre, Tallanvor. ¡Que los trajera ante mí y los uniera en matrimonio, al margen de lo que ellos opinaran! Afirmó que ambos lo desean. —Se sirvió té en una taza y se dejó caer en la silla que había ocupado antes Maighdin, haciendo caso omiso de los alarmantes crujidos del mueble bajo su peso—. En cualquier caso, esa estupidez es lo que menos me preocupa. Maese Gill me contó que los seanchan han tomado Amador, y le creo. ¡Luz! ¡Los seanchan!
Faile unió las manos por las puntas de los dedos y se quedó mirando al vacío, pensativa.
—Quizá sería lo mejor —murmuró—. En la mayoría de las casas, todo va mejor si la servidumbre está casada. Quizá debería organizar ese matrimonio. Y también para Breane. A juzgar por el modo en que salió corriendo de aquí, tan pronto como se hubo lavado la cara, para comprobar cómo le iba a ese tipo grandullón, deberían estar casados ya. En sus ojos había un brillo significativo. No admitiré esa clase de comportamiento en mi servidumbre. Sólo conduce a recriminaciones, llantos y enfurruñamientos. Y con Breane será peor que en el caso de él.
Perrin la miró fijamente.
—¿Me has oído? —preguntó despacio—. ¡Los seanchan han tomado Amador! ¡Los seanchan, Faile!
Ella dio un respingo —¡verdaderamente se había estado planteando casar a esas mujeres!—, y luego le sonrió con expresión divertida.
—Amador se encuentra todavía muy lejos, y si topamos con esos seanchan estoy convencida de que te ocuparás de ellos. Después de todo, me enseñaste a que me posara en tu muñeca ¿no es verdad?
Eso era lo que ella decía, aunque Perrin no había visto señal alguna de que fuese así.
—Es posible que se muestren un poco más difíciles de lo que fuiste tú —repuso secamente, y su mujer volvió a sonreír. Por alguna razón, olía a extremadamente complacida—. Estoy planteándome enviar a Grady o a Neald a avisar a Rand, en contra de lo que dijo. —Continuó, a pesar de que Faile sacudió enérgicamente la cabeza, borrada por completo su sonrisa—. Si supiera cómo dar con él, lo haría. Tiene que haber algún modo de ponerlo al corriente sin que nadie se entere.
Rand había insistido en ese punto más incluso que sobre la necesidad de acercarse en secreto a Masema. Supuestamente, Rand lo había exiliado, y nadie debía saber que entre los dos quedaba otra cosa que no fuese enemistad.
—Lo sabe, Perrin. No me cabe duda. Maighdin vio palomares por doquier en Amador, y aparentemente los seanchan no les dieron ninguna importancia. A estas alturas, cualquier mercader que tenga relaciones comerciales con Amador ya se habrá enterado, al igual que la Torre Blanca. Créeme, Rand debe de estar enterado también. Debes confiar en que él sabe lo que hace. En esto sí.
No siempre estaba tan convencida de eso.
—Tal vez —murmuró, irritado. Procuraba no preocuparse por la cordura de Rand, pero su amigo de la infancia conseguía despertar sus mayores recelos cuando, por su actitud, le recordaba a un niño brincando por un prado. Además, ¿hasta qué punto confiaba Rand incluso en él? Se reservaba cosas, hacía planes que nunca revelaba.
Perrin suspiró, se recostó en la silla y tomó un sorbo de té. Lo cierto era que, loco o cuerdo, Rand tenía razón. Si los Renegados —o la Torre Blanca— se olían lo que se proponía, encontrarían algún modo de tirar el yunque para que le cayera sobre el pie.
—Bueno, al menos haré que los espías de la Torre tengan una cosa menos de la que informar. Esta vez voy a quemar esa jodida bandera. —Y también la del Lobo Rojo. Si tenía que jugar a ser un lord, de acuerdo, ¡pero para eso no le hacía falta ninguna maldita bandera!
Los carnosos labios de Faile se fruncieron en un gesto circunspecto. Se levantó de la silla y se arrodilló a su lado, cogiéndole las muñecas. Perrin sostuvo, receloso, su mirada serena y firme. Cuando lo miraba de aquel modo tan intenso, tan serio, estaba a punto de decirle algo importante. O de intentar hacerle ver lo que no era y darle vueltas hasta desorientarlo al punto de no saber cuál era su mano derecha y cuál su izquierda. Su efluvio no le aclaraba nada. Intentó dejar de olerla, porque resultaba facilísimo ensimismarse en eso, y entonces sí le haría ver blanco lo que era negro. Si algo había aprendido desde que se había casado, era que un hombre necesitaba poner los cinco sentidos para discutir un asunto con una mujer. A menudo ni siquiera así era suficiente; para salirse con la suya, las mujeres no tenían nada que envidiar a una Aes Sedai.
—Quizá deberías reconsiderar esa idea, esposo —musitó. Una leve sonrisa curvó las comisuras de sus labios, como si, una vez más, le hubiese leído el pensamiento—. Dudo que nadie que nos haya visto desde que entramos en Ghealdan sepa lo que significa la bandera del Águila Roja. Aunque sí es posible que algunos la reconozcan en una ciudad del tamaño de Bethal. Además, cuanto más tiempo pasemos buscando a Masema, más probabilidades habrá.
Perrin ni se molestó en comentar que, precisamente por eso, mayor razón para librarse del estandarte. Faile no tenía un pelo de tonta, y era mucho más despierta que él.
—Entonces, ¿por qué conservarla si con ello sólo se consigue atraer la atención hacia el idiota que todo el mundo pensará que está intentando resucitar Manetheren? —preguntó en cambio. Otros hombres y mujeres ya habían intentado hacer eso mismo en el pasado; el nombre de Manetheren conllevaba recuerdos muy poderosos, algo conveniente para quien deseara iniciar una rebelión.
—Justamente por esa razón. —Se acercó, clavándole una mirada intensa—. Porque un hombre que intente resucitar Manetheren despertará interés. La gente corriente te sonreirá a la cara, esperará que sigas adelante enseguida e intentará olvidarte tan pronto como te hayas marchado. En cuanto a las personas importantes, ahora están demasiado pendientes de otras cosas como para fijarse en ti, a no ser que les pellizques la nariz para llamar su atención. Comparado con los seanchan o el Profeta o los Capas Blancas, un hombre que trata de resucitar Manetheren es una minucia. Y diría que también es más seguro que no atraiga sobre sí la atención de la Torre. No ahora. —Su sonrisa se ensanchó y el brillo de sus ojos anunció que se disponía a exponer su argumento más contundente—. Pero lo más importante es que nadie pensará que ese hombre está haciendo otra cosa. —Su sonrisa se borró de forma repentina; le plantó el índice en la punta de la nariz, con contundencia—. Y no te califiques de idiota, Perrin t’Bashere Aybara. Ni siquiera de refilón. No lo eres, y no me gusta oírtelo decir. —Su aroma era como minúsculas espinas, no verdadera ira pero, sin lugar a dudas, de desagrado.
Azogue. Un martín pescador más veloz que el pensamiento. Desde luego, mucho más rápido que el suyo. A él jamás se le habría ocurrido ocultarse de manera tan… flagrante. Pero sí se daba cuenta de que tenía sentido. Era como ocultar el hecho de ser un asesino al proclamar que se era un ladrón. Con todo, podía funcionar.
Riendo quedamente, le besó las puntas de los dedos.
—La bandera seguirá ondeando —dijo. Supuso que ello implicaba asimismo la permanencia de la del Lobo Rojo. ¡Rayos y centellas!—. Alliandre debe saber la verdad, sin embargo. Si piensa que Rand se propone erigirme en rey de Manetheren y tomar sus tierras…
Faile se puso de pie tan repentinamente, dándose media vuelta, que Perrin temió haber cometido un error al sacar a colación a la reina. No era difícil relacionarla con Berelain, y el aroma de su esposa era… encrespado. Cauteloso. No obstante, se limitó a responder sin volverse para mirarlo:
—Alliandre no representará el menor problema para Perrin Ojos Dorados. Ese pájaro se puede dar por atrapado en la red, esposo, así que es hora de que nos centremos en encontrar a Masema.
Se arrodilló grácilmente ante un pequeño arcón que había colocado contra la pared de la tienda, el único sin cubrir con telas bordadas; levantó la tapa y empezó a rebuscar entre los mapas enrollados.
Perrin esperaba que estuviera en lo cierto con respecto a Alliandre, pues ignoraba qué haría si se equivocaba. Y ojalá tuviese, aunque sólo fuera, la mitad de capacidad que ella le atribuía: Alliandre era un pájaro atrapado en su red, los seanchan se inclinarían como marionetas ante Perrin Ojos Dorados, y atraparía al Profeta y lo llevaría en presencia de Rand aunque Masema tuviera diez mil hombres alrededor. No por primera vez comprendió que, por mucho que sus arrebatos de ira lo hiriesen y desconcertaran, lo que temía era decepcionarla. Si alguna vez veía decepción en los ojos de su mujer, se le partiría el corazón.
Se arrodilló junto a ella y la ayudó a extender el mapa más grande, que abarcaba el sur de Ghealdan y el norte de Amadicia, y lo contempló fijamente, como si el nombre de Masema fuese a surgir de repente ante su vista, resaltando en el pergamino. Tenía más motivos que Rand para querer alcanzar el éxito en su empresa. Triunfara o no en todo lo demás, no podía decepcionar a Faile.
Faile yació despierta en la oscuridad, escuchando hasta que estuvo segura de que la respiración de Perrin tenía el ritmo constante y profundo del sueño, y entonces salió de entre las mantas que compartían. Esbozó una triste sonrisa mientras se sacaba por la cabeza el camisón de lino. ¿De verdad pensaba Perrin que no iba a descubrir que había escondido la cama en lo profundo de un bosquecillo una mañana, mientras se cargaban las carretas? Tampoco es que le importara; al menos, no demasiado. A buen seguro, había dormido en el suelo tantas veces como él. Había fingido sorpresa, por supuesto, y apenas dio importancia al asunto o, en caso contrario, él se habría disculpado, puede que incluso hubiese vuelto a buscar la dichosa cama. Saber llevar a un marido era un arte, según su madre. ¿Le había resultado tan difícil a Deira ni Ghaline?
Metió los pies descalzos en las zapatillas, se puso una bata de seda y vaciló un instante mientras miraba a Perrin. La vería claramente si se despertaba, pero ella sólo distinguía una forma oscura tumbada. Ojalá su madre estuviese allí en ese momento para aconsejarla. Lo amaba con todo su ser, y él la turbaba profundamente al no ajustarse a sus conceptos sobre los hombres. Comprenderlos era imposible, por supuesto, pero Perrin era totalmente diferente a todos los que había conocido desde su infancia. Jamás hacía alarde de sus cualidades ni se vanagloriaba de nada, sino que era modesto. ¡Nunca habría creído capaz a un hombre de ser modesto! Insistía en que sólo se había convertido en un líder por puro azar, y aseguraba que no sabía dirigir, cuando en realidad los hombres que lo conocían estaban dispuestos a seguirlo al cabo de una hora. Desestimaba su discernimiento al considerarse poco despierto, cuando su razonamiento lento y reflexivo profundizaba de tal modo que ella tenía que hacer malabares para guardar algún secreto. Era un hombre maravilloso; su lobo de rizado pelo. Tan fuerte. Y tan gentil. Suspirando, salió de puntillas de la tienda. El fino oído de su marido ya le había causado problemas antes.
El silencio envolvía el campamento bajo la media luna, que daba tanta luz en el despejado cielo como lo habría hecho en su fase llena, una brillantez que desdibujaba las estrellas. Algún pájaro nocturno lanzó su grito estridente, pero enmudeció al sonar el profundo ululato de un búho. Soplaba una ligera brisa y, maravilla de maravillas, parecía un poco fresca. Seguramente eran imaginaciones suyas. Las noches eran frescas sólo en comparación con las horas diurnas.
Casi todos los hombres dormían, figuras oscuras entre las sombras bajo los árboles. Unos cuantos permanecían en vela, charlando alrededor de las contadas lumbres que aún ardían. Faile no hizo el menor esfuerzo por ocultarse, pero ninguno reparó en ella. Algunos parecían estar medio dormidos donde se encontraban sentados, dando cabezadas. Si no supiera lo bien que cumplían con su turno de vigilancia los hombres que estaban de servicio, habría pensado que hasta una manada de ganado en estampida habría pillado por sorpresa al campamento. Además, las Doncellas montarían guardia durante la noche también. Aunque tampoco importaba si ellas la veían.
Las grandes carretas formaban largas y oscuras hileras, y los criados ya roncaban debajo de ellas. La mayoría de los criados. Allí aún chisporroteaba una lumbre. Maighdin y sus amigos se encontraban sentados alrededor del fuego. Tallanvor estaba hablando y gesticulando bruscamente, pero sólo los otros hombres parecían prestarle atención, a pesar de que sus palabras iban dirigidas aparentemente a Maighdin. No era de extrañar que llevasen mejores ropas en sus hatillos que los casi andrajos con los que habían viajado, pero su anterior señora había debido de ser muy pródiga para que su servicio vistiera de seda, y Maighdin llevaba un vestido de raso verdaderamente excelente, en un color azul apagado. Ninguno de los otros vestía tan bien, así que, quizá, Maighdin había sido la favorita de su señora.
Una ramita crujió bajo el pie de Faile, y las cabezas del grupo se giraron rápidamente; Tallanvor hizo amago de ponerse de pie y desenvainó a medias su espada antes de verla a la luz de la luna. Estaban más alerta que los hombres de Dos Ríos que Faile había dejado atrás. Durante un instante todos ellos se limitaron a mirarla, y entonces Maighdin se incorporó con donaire e hizo una profunda reverencia; los demás siguieron su ejemplo prestamente, con distintos grados de pericia. Sólo Maighdin y Balwer parecían relajados. Una sonrisa nerviosa dividía la cara redonda de Gill.
—Seguid con lo que estabais haciendo —les dijo amablemente—. Pero no trasnochéis demasiado; mañana os espera un día muy ocupado.
Siguió caminando, pero cuando miró hacia atrás ellos seguían de pie, observándola. Su viaje debía de haberles vuelto tan cautelosos como conejos, siempre alerta a la presencia del zorro. Se preguntó si encajarían bien. En las semanas siguientes tendría que dedicarse a ellos para que se habituaran a sus costumbres y viceversa. Lo uno era tan importante como lo otro para la buena marcha de una casa. Tendría que sacar tiempo de donde fuera.
Esa noche no ocuparon mucho sus pensamientos, ya que enseguida dejó atrás las carretas, no del todo fuera del radio vigilado estrechamente por los hombres de Dos Ríos, subidos a los árboles. Sólo un ratón habría pasado inadvertido entre ellos —alguna vez habían detectado incluso a una Doncella—, pero estaban al acecho de intrusos que intentaran entrar a hurtadillas en el campamento, no de quienes tenían todo el derecho a encontrarse en él. En un pequeño claro iluminado por la luna la aguardaba su gente.
Algunos hombres inclinaron la cabeza, y Parelean casi hincó la rodilla en el suelo antes de que pudiera impedírselo. Varias mujeres hicieron reverencias de manera instintiva, gesto por demás chocante al ir vestidas con ropas masculinas, y después agacharon los ojos o rebulleron avergonzadas al darse cuenta de lo que habían hecho. Llevaban imbuidos en la sangre los modales cortesanos, a pesar de su denodado empeño en adoptar costumbres Aiel. O, al menos, lo que ellos tenían por costumbres Aiel. A veces, esas creencias horrorizaban a las Doncellas. Perrin los llamaba necios, y en ciertos aspectos lo eran, pero esos cairhieninos y tearianos le habían jurado fidelidad —con el juramento del agua, como lo denominaban, en imitación de los Aiel o intentándolo— y eso los hacía suyos. Entre ellos, habían dado en llamar a su «asociación guerrera» Cha Faile, la Garra del Halcón, si bien habían comprendido la necesidad de mantener aquello en secreto. No eran necios en todos los sentidos. En realidad, tampoco eran tan diferentes de los jóvenes con los que Faile había crecido; rozando el límite, en cualquier caso.
Aquellos a los que había destacado esa mañana acababan de regresar, ya que las mujeres que había entre ellos aún se estaban cambiando los vestidos que habían tenido que ponerse por fuerza. Una mujer con ropas masculinas habría llamado la atención en Bethal, y mucho más cinco. Había un gran trajín de faldas y enaguas, chaquetas, camisas y pantalones en el claro. Las jóvenes fingían que no les afectaba estar desnudas delante de otras personas, incluidos hombres, ya que los Aiel no parecían darle importancia, pero sus prisas y sus agitadas respiraciones dejaban patente la mentira. Por su parte, ellos rebullían con nerviosismo y volvían las cabezas, divididos entre el comportamiento decente de apartar la vista hacia otro lado y el deseo de mirarlas, como pensaban que hacían los Aiel, mientras fingían no estar observando a las mujeres medio desnudas. Faile se ajustó la bata; no había podido vestirse más sin correr el riesgo de despertar a Perrin, pero no disimulaba sentirse cómoda. No era domani, para recibir a sus sirvientes en el baño.
—Disculpadnos por llegar tarde, milady Faile —jadeó Selande mientras se ponía la chaqueta. La menuda mujer tenía un fuerte acento cairhienino. Aun para alguien de su nacionalidad, era de estatura baja, pero se las arreglaba para tener un aire arrogante, una adecuada audacia en la manera de erguir la cabeza y la postura de los hombros—. Habríamos regresado antes, pero los guardias de las puertas nos pusieron problemas para dejarnos salir.
—¿Problemas? —instó Faile. Ojalá hubiese podido ver la ciudad, en lugar de ellos. Ojalá Perrin la hubiese enviado allí en lugar de a esa mujerzuela. No, no quería pensar en Berelain. No era culpa de Perrin. Se repetía eso mismo veinte veces diarias, como una plegaria. Pero ¿por qué estaría tan ciego ese hombre?—. ¿Qué tipo de problemas? —Suspiró disgustada. Tener dificultades con el esposo no debía afectar jamás el tono con que se hablaba a los vasallos.
—Nada en particular, milady. —Selande se abrochó el cinto de la espada y se lo ajustó a las caderas—. Delante de nosotros pasaron unos tipos con sus carretas sin ningún impedimento, pero les preocupaba dejar salir a mujeres de noche.
Algunas de las mujeres se echaron a reír. Los cinco hombres que habían ido a Bethal rebulleron, irritados, sin duda porque no los hubiesen considerado suficiente protección. Los restantes Cha Faile formaban un apretado semicírculo detrás de esos diez, observando atentamente a Faile, escuchando con gran interés. El juego de luz y sombras de la luna dejaba en penumbra sus rostros.
—Contadme lo que visteis —ordenó Faile en un tono más calmado. Mucho mejor.
Selande presentó su informe concisamente, y a pesar del afán de Faile de haber ido ella personalmente, tuvo que admitir que habían observado casi tanto como habría podido desear. Las calles de Bethal permanecían casi desiertas incluso en horas de comercio. Las gentes se quedaban en sus casas todo lo posible. Había un goteo mercantil entrando y saliendo de la ciudad, pero muy pocos mercaderes se aventuraban a viajar por esa parte de Ghealdan, y apenas llegaban los suficientes productos del campo para alimentar a todos. La mayoría de los vecinos parecían aturdidos, temerosos de lo que pudiera haber fuera de las murallas, hundiéndose más y más en la apatía y el desánimo. Nadie quería hablar por miedo a los espías del Profeta, y tampoco querían ver nada, por miedo a que los tomasen por espías. El Profeta había causado un profundo impacto en la población. Por ejemplo, por muchos bandidos que merodearan en las colinas, los rateros y asaltantes habían desaparecido de Bethal. Se decía que el castigo del Profeta para un ladrón era cortarle las manos. Aunque eso no parecía aplicable a su propia gente.
—La reina recorre la ciudad a diario, dejándose ver para levantar el ánimo de los suyos, pero no creo que sirva de mucho —comentó Selande—. Está haciendo una gira por el sur para recordar al pueblo que tiene una reina; puede que haya tenido más éxito en otros sitios. Su guardia se ha sumado a los centinelas de las murallas, así como todos sus soldados excepto un puñado. Quizás eso hace que los vecinos se sientan más seguros. Hasta que se marche. A diferencia de todos los demás, aparentemente la propia Alliandre no tiene miedo de que el Profeta entre a saco en la ciudad. Pasea sola por los jardines del palacio de lord Telabin, mañana y tarde, y sólo tiene a su servicio unos pocos soldados, los cuales pasan casi todo el día metidos en las cocinas. Toda la ciudad parece tan preocupada por los víveres y por el tiempo que durarán, como por el Profeta. A decir verdad, milady, a pesar de los guardias en las murallas creo que si Masema apareciese solo a las puertas, le entregarían la ciudad.
—Lo harían —manifestó desdeñosamente Meralda mientras se ceñía la espada a la cintura—. Y suplicarían clemencia. —Morena y fornida, Meralda era tan alta como Faile, pero la teariana agachó la cabeza ante el ceño de Selande y musitó una disculpa. No cabía duda de quién dirigía Cha Faile, después de la propia Faile.
La complació que no hubiese necesidad de cambiar el precedente establecido por ellos. Selande era la más inteligente, con excepción quizá de Parelean, y únicamente Arrela y Camaille eran más rápidas. Y Selande tenía algo más, cierta entereza, como si ya se hubiese enfrentado al peor terror de su vida y jamás pudiera repetirse nada tan malo. Huelga decir que Selande deseaba tener una cicatriz como algunas de las Doncellas. Faile tenía varias pequeñas, distintivos de honor en su mayoría, pero ciertamente buscarlo a propósito era una estupidez. Al menos la cairhienina no se mostraba demasiado ansiosa en lograrlo.
—Hicimos un mapa, como pedisteis, milady —terminó la menuda mujer tras una última mirada de advertencia a Meralda—. Hemos trazado en lo posible la parte posterior del palacio de lord Telabin, pero me temo que no hay mucho más aparte de jardines y establos.
Faile no intentó distinguir las líneas dibujadas en el papel que la mujer desplegó a la luz de la luna. Lástima que no hubiese podido ir personalmente; así habría hecho un croquis del interior. No. Lo hecho, hecho estaba, como le gustaba decir a Perrin. Y era suficiente.
—¿Seguro que nadie registra las carretas que salen de la ciudad?
Aun con la pálida luz de la luna vio las expresiones desconcertadas en muchos de los rostros que tenía delante. Nadie sabía por qué había enviado a unos cuantos de ellos a Bethal. Pero Selande no mostraba desconcierto alguno.
—Sí, milady —respondió sosegadamente. Muy inteligente, y muy despierta.
Sopló una corta ráfaga de viento que agitó las hojas de los árboles y alborotó las que estaban caídas en el suelo; Faile deseó tener la agudeza auditiva de su marido. Y también su olfato y su vista. No importaba que la vieran allí con sus servidores, pero que alguien escuchara la conversación a escondidas era otra cosa muy distinta.
—Bien hecho, Selande. Todos vosotros.
Perrin conocía los peligros que había allí, tan reales como los de más al sur; pero, al igual que casi todos los hombres, pensaba con el corazón tantas veces como con la cabeza. Una esposa tenía que ser práctica si quería evitar que su marido se metiera en problemas. Ése había sido el primer consejo de su madre para la vida de casada.
—Con las primeras luces regresaréis a Bethal, y si recibís noticias mías, esto es lo que deberéis hacer…
Hasta Selande abrió mucho los ojos por la impresión a medida que hablaba, pero nadie articuló la menor protesta. Faile se habría sorprendido si alguno lo hubiese hecho. Sus instrucciones eran precisas. El plan entrañaba cierto peligro, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, ni de lejos el que podría haber habido.
—¿Alguna pregunta? —dijo finalmente—. ¿Todo el mundo lo ha entendido?
—Vivimos para servir a lady Faile —respondió al unísono Cha Faile.
Y eso significaba que servirían a su adorado lobo, tanto si él lo quería como si no.
Maighdin rebulló entre las mantas tendidas sobre el duro suelo, incapaz de conciliar el sueño. Ahora ése era su nombre; un nombre nuevo para una nueva vida. Maighdin por su madre, y Dorlain por una familia de una heredad que antes fue suya. Una vida nueva para suplir la pasada, pero los vínculos del corazón no podían cortarse. Y ahora… Ahora…
Un débil crujido de las hojas muertas la hizo levantar la cabeza, y vio una figura borrosa pasando entre los árboles. Lady Faile, que regresaba a su tienda de dondequiera que hubiese ido. Una joven agradable, bondadosa y con lenguaje culto. Fuera cual fuese el linaje de su esposo, casi con toda seguridad ella procedía de noble cuna. Pero era joven. E inexperta. Eso podría ser ventajoso.
Maighdin recostó de nuevo la cabeza en la capa que utilizaba como almohada. Luz, ¿qué estaba haciendo allí? ¡Entrar al servicio de una dama como doncella! No. Se aferraría a la confianza en sí misma, al menos. Todavía le quedaba eso. Todavía. Si escarbaba hondo. Contuvo la respiración al oír el sonido de unos pasos cercanos.
Tallanvor se arrodilló ágilmente a su lado. Iba sin camisa y la luz de la luna brillaba en los músculos de su torso y sus hombros, dejando en sombras su rostro. Una leve brisa le revolvía el cabello.
—¿Qué locura es ésta? —preguntó quedamente—. ¿Entrar al servicio de una dama? ¿Qué te propones? Y no me vengas con esas tonterías sobre empezar una nueva vida. No me lo creo. Ninguno de los otros lo cree.
Ella intentó darse media vuelta, pero Tallanvor le puso una mano sobre el hombro. No ejerció presión, pero aun así la frenó tan certeramente como un dogal. Rogó a la Luz que no se pusiera a temblar. La Luz no escuchó su súplica, pero al menos Maighdin se las ingenió para mantener la voz firme.
—Por si no te has fijado, he de ganarme la vida ahora. Mejor hacerlo como doncella de una dama que como camarera de taberna. Eres libre de marcharte si el servicio aquí no te complace.
—No renunciaste a tu inteligencia y a tu orgullo cuando abdicaste al trono —murmuró él. ¡Maldita Lini por haber revelado eso!—. Si tienes intención de fingir que sí lo hiciste, sugiero que evites que Lini te pille a solas. —¡El hombre se echó a reír quedo! ¡De ella! ¡Oh, y qué risa tan profunda, tan rica!—. Quiere hablar dos palabras con Maighdin, y sospecho que no será tan afable con ella como lo era con Morgase.
Furiosa, se sentó en las mantas y le retiró bruscamente la mano.
—¿Es que eres ciego y sordo? ¡El Dragón Renacido tiene planes para Elayne! ¡Luz, no me gustaría siquiera que conociera su nombre! No puede haber sido puro azar lo que me trajo hasta uno de sus esbirros, Tallanvor. ¡Tiene que ser algo más!
—Maldición, sabía que tenía que ser por eso. Confiaba en estar equivocado, pero… —Su voz sonaba tan furiosa como la de ella. ¡Y no tenía derecho a enfurecerse!—. Elayne está a salvo en la Torre Blanca. La Amyrlin no permitirá que se acerque a un hombre que puede encauzar, aunque sea el Dragón Renacido, principalmente si es él, y Maighdin Dorlain no puede hacer nada respecto a la Sede Amyrlin, el Dragón Renacido ni el Trono del León. Lo único que puede conseguir es acabar con el cuello partido o la garganta cortada o…
—¡Maighdin Dorlain puede observar! —lo interrumpió, al menos en parte para cortar aquella horrible letanía—. ¡Puede oír! ¡Puede…! —Irritada, dejó la frase en el aire. ¿Qué podía hacer realmente? De repente cayó en la cuenta de que estaba sentada allí, cubierta sólo por una fina enagua, y rápidamente se envolvió en la manta. De hecho, la noche parecía un tanto fresca. O quizá la carne de gallina era por tener clavados en ella los ojos de Tallanvor. La idea ruborizó sus mejillas, aunque esperó que él no lo advirtiera. Por suerte, también puso brío en su voz. ¡No era una muchachita, para que se pusiera colorada porque un hombre la mirase!—. Haré lo que esté en mi mano, sea lo que sea. Acabará presentándose la ocasión de que me entere de algo o pueda hacer algo para ayudar a Elayne, ¡y la aprovecharé!
—Una decisión peligrosa —contestó sosegadamente él. Maighdin habría deseado que la luna iluminara su rostro. Sólo para ver su expresión, por supuesto—. Lo oíste amenazar con ahorcar a quien lo mirara mal —continuó Tallanvor—. Y lo creo, de un hombre con esos ojos. Como los de una alimaña. Me sorprendió que dejara marchar a ese tipo. ¡Pensé que lo degollaría con sus propias manos! Si descubre quién eres, quién fuiste… Balwer podría traicionarte. Nunca llegó a explicar por qué nos ayudó a escapar de Amador. Quizá pensó que la reina Morgase le daría una nueva posición de importancia. Ahora sabe que no hay oportunidad de conseguirlo, y podría querer ganarse el favor de sus nuevos amos.
—¿Acaso te asusta lord Perrin Ojos Dorados? —demandó desdeñosamente. ¡Luz, a ella sí la asustaba! Esos ojos eran de lobo—. Balwer sabe muy bien que le conviene mantener cerrada la boca. Cualquier cosa que diga repercutirá en él; después de todo, venía conmigo. ¡Si tienes miedo, coge tu caballo y márchate!
—Siempre me echas eso en cara —musitó mientras se sentaba sobre los talones. Ella no podía verle los ojos, pero sí los sentía—. «Márchate si quieres», repites. Antaño hubo un soldado que amaba a su reina de lejos, consciente de que era un amor imposible, de que jamás osaría revelarlo. Ahora la reina ha desaparecido y sólo queda una mujer. Y la esperanza. ¡Ardo en esa esperanza! Si deseas que me marche, Maighdin, dilo. Una palabra. «¡Vete!» Sólo una palabra.
Ella abrió la boca. «Sólo una palabra —pensó—. ¡Luz, sólo es una palabra! ¿Por qué no puedo pronunciarla? ¡Luz, por favor!»
Por segunda vez en esa noche la Luz hizo oídos sordos a su ruego. Permaneció sentada, arrebujada en la manta como una estúpida, con la boca abierta y las mejillas cada vez más ruborizadas.
Si él se hubiese reído otra vez, le habría clavado el cuchillo de su cinturón. Si se hubiese reído o hubiese mostrado el menor gesto de triunfo… Por el contrario, el hombre se inclinó hacia adelante y le besó suavemente los ojos. Maighdin emitió un profundo sonido gutural; parecía incapaz de moverse. Con los ojos desorbitados, lo vio ponerse de pie. Parecía muy alto bajo la luz de la luna. Ella era una reina —lo había sido—, acostumbrada a mandar, a tomar duras decisiones en momentos difíciles, pero justo en ese momento los latidos del corazón le retumbaban en la cabeza, aturdiéndola.
—Si hubieses dicho «vete», habría enterrado la esperanza, pero jamás te habría abandonado —susurró él.
Hasta que el hombre no se encontró de nuevo entre su manta, Maighdin fue incapaz de tumbarse, arropada en la suya. Respiraba como si hubiese estado corriendo. La noche era realmente fría; estaba tiritando, no temblando. Tallanvor era demasiado joven. ¡Demasiado joven! Peor aún: tenía razón. ¡Así se abrasara por eso! La doncella de una dama no podía hacer nada para influir en los acontecimientos, y si el lobo asesino del Dragón Renacido descubría que tenía a Morgase de Andor en su poder, podría utilizarla contra Elayne, en lugar de servirle de ayuda. ¡Ese hombre no tenía derecho a tener razón cuando ella quería que estuviese equivocado! Lo ilógico de la idea la enfureció. ¡Existía la posibilidad de que pudiera hacer algo! ¡Tenía que haberla!
En el fondo de su mente sonó una risita burlona y se oyó una voz. No puedes olvidar que eres Morgase Trakand, le dijo con sorna, y aun después de haber abdicado, la reina Morgase no se resigna a no tomar parte en los asuntos de los poderosos, por desastrosa que haya sido su intervención hasta ahora. Y tampoco puede decir a un hombre que se vaya, porque le es imposible dejar de pensar cuán fuertes son sus manos y cómo se curvan sus labios cuando sonríe y…
Furiosa, se cubrió la cabeza con la manta, intentando acallar la voz. No se quedaba porque no pudiera renunciar al poder. En cuanto a Tallanvor… ¿Cuál era su lugar con respecto a una mujer que había dejado de ser reina? Intentó no pensar en él, no hacer caso de esa vocecilla burlona que no se callaba, pero, cuando finalmente llegó el sueño, aún podía sentir la suave presión de sus labios en los párpados.