Lograr que las Asentadas subieran a sus monturas no costó trabajo alguno; estaban tan deseosas de marcharse como Egwene, en especial Romanda y Lelaine, ambas más frías que el viento y con una expresión borrascosa en los ojos. Las demás eran la viva imagen de la impasible serenidad Aes Sedai, irradiando compostura como un intenso perfume, si bien se dirigieron hacia sus caballos tan prestamente que dejaron boquiabiertos a los nobles, y los criados tuvieron que cargar los albardones a toda prisa para no quedarse atrás.
Egwene puso a Daishar a paso rápido por la nieve, y sin más indicaciones que una mirada y un breve cabeceo por su parte, lord Bryne se aseguró de que la escolta avanzara igualmente deprisa. Siuan azuzó a Bela y Sheriam a Alada para alcanzarla. Atravesaron largos tramos, en los que las patas de los animales se hundían hasta los menudillos, casi al trote, con el estandarte de la Llama de Tar Valon flameando en el frío aire, e incluso cuando se hizo necesario aflojar la marcha porque los caballos se hundían hasta las rodillas sobre la nieve encostrada, lo hicieron a buen paso.
Las Asentadas no tuvieron más opción que mantener el ritmo, y la velocidad no les dio oportunidad de hablar en el camino. A aquel paso vivo, la falta de atención a la montura podía acabar con una pata rota para el animal y el cuello roto para su amazona. Aun así, Romanda y Lelaine se las arreglaron para reunir en torno a sí a sus partidarias, y los dos grupos avanzaron por la nieve rodeados de salvaguardias contra oídos indiscretos. Ambas parecían estar soltando invectivas. Egwene imaginó el motivo. En realidad, varias Asentadas se las ingeniaron para cabalgar juntas durante un rato, intercambiando unas palabras quedas y lanzando miradas frías a veces a ella y a veces a las hermanas aisladas tras una barrera de saidar. Únicamente Delana no se sumó a aquellas breves conversaciones. Permaneció junto a Halima, quien por fin admitía que tenía frío. La mujer de campo, con el rostro tirante, se ceñía prietamente la capa, aunque seguía intentando confortar a Delana, susurrándole cosas al oído casi continuamente. Delana parecía necesitar que la reconfortaran; llevaba fruncido el entrecejo, de manera que se le marcaba una arruga en la frente, lo cual la hacía parecer mayor.
No era la única que estaba preocupada. Las demás lo ocultaban inflexiblemente, irradiando un aplomo absoluto, pero sus Guardianes cabalgaban como si esperasen lo peor a cada paso, con los ojos escudriñando en derredor en constante vigilancia, dejando ondear al viento las cambiantes capas a fin de tener libres las manos. Cuando una Aes Sedai se preocupaba, también lo hacía su Guardián, y las Asentadas estaban demasiado absortas para pensar en tranquilizar a sus Gaidin. A Egwene le alegró verlo; si las Asentadas estaban preocupadas, entonces todavía no habían formado un juicio definitivo.
Cuando Bryne se alejó para conferenciar con Ino, Egwene aprovechó la oportunidad para preguntar qué habían descubierto las dos mujeres sobre las Aes Sedai y los soldados de la Guardia de la Torre que supuestamente estaban en Andor.
—No mucho —contestó Siuan en voz tensa. La peluda Bela no parecía tener dificultad en mantener el paso, pero sí su amazona, que aferraba las riendas prietamente con una mano, mientras con la otra se agarraba a la perilla de la silla—. La única conclusión es que existen cincuenta rumores distintos y ningún hecho probado. Es la clase de historia que surge de no se sabe dónde, pero aun así podría ser cierta. —Bela se tambaleó al hundirse profundamente las patas delanteras, y Siuan dio un respingo—. ¡La Luz se lleve a todos los caballos!
Tampoco Sheriam se había enterado de mucho. La mujer sacudió la cabeza y suspiró con irritación.
—A mí me parecen paparruchas y disparates, madre. Siempre hay rumores sobre hermanas que van y vienen a hurtadillas por cualquier parte. ¿Es que nunca aprendiste a montar, Siuan? —añadió, su voz rezumando mofa de repente—. ¡A la noche estarás demasiado dolorida para caminar!
Sheriam debía de tener los nervios de punta o de otro modo no habría saltado de ese modo. A juzgar por la forma en que rebullía sobre la silla, ya se encontraba en el estado que había predicho para Siuan. Los ojos de ésta adquirieron una expresión dura, y la mujer abrió la boca para replicar de mala manera, sin importarle quién estuviese observándolas desde atrás.
—¡Callaos las dos! —espetó Egwene. Respiró hondo para calmarse. También ella estaba algo tensa. Creyera lo que creyera Arathelle, cualquier fuerza que Elaida enviase para interceptarlas sería demasiado numerosa como para moverse subrepticiamente. Eso dejaba sólo a la Torre Negra como posible objetivo, un desastre en potencia. Se llegaba más lejos desplumando el pollo que se tenía delante que intentando empezar con uno encaramado a un árbol. Especialmente si ese árbol estaba en otro país y cabía la posibilidad de que no hubiese otro pollo.
No obstante, moderó sus palabras al darle instrucciones a Sheriam para cuando hubiesen llegado al campamento. Era la Sede Amyrlin, y eso significaba que era responsable de todas las Aes Sedai, incluso las que seguían a Elaida. No obstante, su voz sonó firme como una roca. Cuando se había agarrado al lobo por las orejas, ya era demasiado tarde para asustarse. Los ojos rasgados de Sheriam se abrieron como platos al oír las órdenes.
—Madre, ¿puedo preguntaros por qué…? —Enmudeció bajo la inflexible mirada de Egwene, y tragó saliva—. Se hará como decís, madre —musitó lentamente—. Qué extraño. Recuerdo el día que vos y Nynaeve llegasteis a la Torre, dos muchachitas que no sabían si brincar de alegría o encogerse de miedo. Cuántas cosas han cambiado desde entonces. Todo.
—Nada es inmutable —contestó Egwene, al tiempo que dirigía una mirada significativa a Siuan, la cual rehusó darse por enterada.
Parecía enfurruñada, como si estuviese rumiando algo. Sheriam tenía mala cara. Lord Bryne regresó entonces, y debió de percibir el ambiente cargado. Aparte de comentar que avanzaban muy deprisa, no dijo esta boca es mía. Un hombre listo.
A pesar de haber ido a buen ritmo, el sol empezaba a meterse tras las copas de los árboles cuando finalmente pasaron a través del extenso campamento del ejército. Carretas y tiendas proyectaban largas sombras sobre la nieve, y no pocos hombres trabajaban afanosos en la construcción de más cobijos con ramas y arbustos. No había, ni con mucho, suficientes tiendas ni siquiera para los soldados, y el campamento albergaba un número casi igual de guarnicioneros, lavanderas, flecheros y demás, todos aquellos que inevitablemente acompañaban a un ejército. El martilleo sobre los yunques hablaba de herradores, armeros y ferreros todavía en plena faena. Las lumbres ardían por doquier, y los soldados de caballería se despojaban de las armaduras, ansiosos de sentarse junto al fuego y de comer algo caliente, tan pronto como se atendía a sus agotadas monturas. Sorprendentemente, Bryne siguió a caballo junto a Egwene después de que ésta le diera permiso para retirarse.
—Si me lo permitís, madre, querría acompañaros un poco más —argumentó.
Sheriam se giró en la silla para mirarlo estupefacta. También Siuan miraba fijamente al frente, como si no se atreviese a volver hacia él sus ojos repentinamente abiertos de par en par.
¿Qué creía que podía hacer él? ¿Actuar como su guardia personal? ¿Contra las hermanas? El chico de la nariz acatarrada serviría igual. ¿Poner de manifiesto hasta qué punto estaba de su parte? Mañana habría tiempo de sobra para ello, si todo iba bien esa noche; tal revelación ahora podría provocar que la Antecámara se precipitase en direcciones que ni siquiera se atrevía a imaginar.
—Esta noche es una noche indicada para los asuntos de Aes Sedai —dijo firmemente. Sin embargo, por estúpida que fuera la sugerencia, él se había ofrecido a ponerse a sí mismo en peligro por ella. Imposible adivinar sus razones, pues ¿quién sabía por qué hacía cualquier cosa un hombre?, pero aun así estaba en deuda con él. Y no sólo por eso—. A menos que os envíe a Siuan esta noche, lord Bryne, deberéis marcharos antes de que amanezca. Si la culpabilidad de los sucesos de hoy se me atribuye a mí, podría repercutir también en vos. Quedarse resultaría demasiado peligroso. Incluso fatal. No creo que les haga falta una excusa. —No era necesario decir a quiénes se refería.
—Di mi palabra —repuso tranquilamente mientras palmeaba a Viajero en el cuello—. Hasta Tar Valon. —Hizo una pausa y miró a Siuan. Más que una vacilación fue un momento de consideración—. Sean cuales fueren los asuntos de esta noche —dijo finalmente—, recordad que tenéis treinta mil hombres y a Gareth Bryne respaldándoos. Eso debería tener cierto peso, incluso entre Aes Sedai. Hasta mañana, madre. —Hizo volver grupas a su bayo y añadió mirando hacia atrás—. También espero veros a vos mañana, Siuan. Nada cambia eso.
Siuan lo miró mientras se alejaba. En sus ojos había angustia. Egwene no pudo menos de seguirlo también con la vista. Nunca había dejado tan claro su postura, ni de lejos. ¿Por qué ahora, precisamente?
Tras cruzar los cuarenta o cincuenta pasos que separaban el campamento del ejército del de las Aes Sedai, hizo un gesto con la cabeza a Sheriam, que tiró de las riendas al llegar a las primeras tiendas. Siuan y ella siguieron adelante. Detrás se alzó la voz de la Guardiana, sorprendentemente clara y firme:
—La Sede Amyrlin convoca a la Antecámara hoy en sesión oficial. Que se hagan los preparativos a la mayor rapidez.
Egwene no miró atrás. En su tienda, una caballeriza huesuda se acercó corriendo para ocuparse de Daishar y Bela. La mujer estaba aterida, y apenas inclinó la cabeza antes de alejarse con los caballos tan rápidamente como había acudido. El calor de los ardientes braseros en el interior fue como una bofetada. Hasta ese momento Egwene no se había dado cuenta realmente del frío que hacía fuera. O de lo aterida que estaba ella misma. Chesa le cogió la capa, y al tocarle las manos exclamó:
—¡Luz, estáis helada, madre! —Sin dejar de parlotear, se afanó de aquí para allí doblando la capa de Egwene y la de Siuan, alisando las ropas ya abiertas del catre de la joven, tocando una bandeja colocada sobre uno de los baúles que se habían apartado de la pila—. Yo me metería de cabeza en la cama, rodeada de ladrillos calientes, si estuviese tan aterida. Tan pronto como hubiese comido algo, claro. Calentarse por fuera sin hacerlo por dentro no sirve de mucho. Iré a traer más ladrillos para ponéroslos bajo los pies mientras cenáis. Y también para Siuan Sedai, desde luego. Oh, si tuviese tanta hambre como debéis de tener vos, sé que sentiría la tentación de tragarme la comida, pero eso siempre me da dolor de estómago. —Se detuvo junto a la bandeja, miró a Egwene, y asintió satisfecha cuando la joven dijo que no comería demasiado deprisa.
Responder seriamente no le resultó empresa fácil. Chesa siempre era reconfortante, pero después de una jornada como la de ese día Egwene casi no podía evitar una sonrisa de alegría. Nada de complicaciones con Chesa. En la bandeja había dos cuencos blancos con guiso de lentejas, junto con una jarra alta de vino con especias, dos copas de plata y dos panecillos. De algún modo, la mujer había sabido que Siuan cenaría con ella. De los cuencos y la jarra salía humo. ¿Cuántas veces había tenido que cambiar Chesa la bandeja para asegurarse de que a Egwene la estaría esperando una comida caliente? Sencilla y sin complicaciones. Y tan atenta como una madre. O como una amiga.
—He de renunciar a la cama por ahora, Chesa. Todavía tengo trabajo que hacer esta noche. ¿Quieres dejarnos solas, por favor?
Siuan sacudió la cabeza cuando la lona de la entrada se cerró tras la oronda mujer.
—¿Estáis segura de que no la habéis tenido a vuestro servicio desde que erais un bebé? —murmuró.
Egwene cogió un cuenco, un panecillo y una cuchara y se sentó en la silla con un suspiro. También abrazó la Fuente y aisló la tienda con una salvaguardia para no ser oídas. Por desgracia, el saidar también la hizo ser más consciente de las manos y los pies medio congelados. Y el resto del cuerpo no estaba mucho más caliente. En contraste, tanto el cuenco como el panecillo parecieron quemarle las manos. ¡Oh, cómo le habría gustado tener esos ladrillos!
—¿Hay algo más que podamos hacer? —preguntó y, acto seguido, se metió una cucharada de lentejas guisadas en la boca. Estaba hambrienta, lo que no era de extrañar habida cuenta de que no había comido nada desde el desayuno, y eso fue muy temprano. Las lentejas y las leñosas zanahorias le supieron como el guiso más exquisito de su madre—. No se me ocurre nada. ¿Y a ti?
—Lo que podía hacerse, ya se ha hecho. No hay nada más, si no es que el Creador toma cartas en el asunto. —Siuan cogió su cuenco y se dejó caer en la banqueta pequeña, pero se quedó mirando fijamente el estofado de lentejas, removiéndolo con la cuchara—. No se lo diríais realmente, ¿verdad? —dijo por último—. No soportaría que lo supiera.
—¿Y por qué no?
—Se aprovecharía —contestó, sombría, Siuan—. ¡Oh, no de ese modo! No creo que hiciese eso. —Era muy mojigata en ciertas cosas—. ¡Pero haría de mi vida la Fosa de la Perdición!
¿Y lavarle la ropa interior y limpiarle las botas no lo era? Egwene suspiró. ¿Cómo podía una mujer tan sensata, tan inteligente, tan capaz, volverse una atolondrada en ese tema? Una imagen surgió en su mente como una víbora desenroscándose y siseando. Se vio a sí misma, sentada en las rodillas de Gawyn, jugueteando y besuqueándose. ¡En una taberna! La apartó con brusquedad.
—Siuan, necesito tu experiencia. Necesito tu cerebro. No puedo permitirme tenerte medio idiotizada por culpa de lord Bryne. Si no puedes serenarte, le pagaré la deuda que tienes con él y te prohibiré verlo. Lo haré.
—Prometí que trabajaría para pagar la deuda —insistió tozudamente la otra mujer—. ¡Tengo tanto honor como el maldito lord Gareth Bryne! ¡Tanto o más! ¡Él cumple su palabra, y yo la mía! Además, Min me dijo que tenía que estar cerca de él o ambos moriríamos. O algo por el estilo. —El rubor de sus mejillas la traicionó, sin embargo. Dejando a un lado su honor y la visión de Min, ¡simplemente estaba dispuesta a aguantar cualquier cosa con tal de no separarse de él!
—Muy bien. Es evidente que estás perdidamente enamorada, y si te prohíbo que te acerques a ese hombre, me desobedecerás o acabarás ahogando con tonterías el poco seso que te queda. ¿Qué piensas hacer con respecto al general?
Con un ceño de indignación, Siuan continuó rezongando un poco más sobre todo lo que le gustaría hacer con respecto al maldito Gareth Bryne. Al general no le habría gustado ninguna de sus ideas. A unas pocas ni siquiera habría podido sobrevivir.
—Siuan —advirtió Egwene—, como niegues una vez más lo que está más claro que el agua, se lo contaré y le daré el dinero.
Siuan se amohinó; hoscamente. ¡Se amohinó! ¡Hoscamente! ¡Siuan!
—No tengo tiempo para el amor. Apenas lo tengo para pensar, entre trabajar para vos y para él. Incluso si todo sale bien esta noche, tendré el doble de cosas que hacer. Además… —Su expresión se tornó decaída; rebulló en la banqueta—. ¿Y si él no… corresponde a mis sentimientos? —murmuró—. No ha intentado siquiera besarme. Lo único que le importa es si sus camisas están limpias.
Egwene pasó la cuchara por el fondo del cuenco y al levantarla se sorprendió de encontrarla vacía. Del panecillo sólo quedaban migajas sobre su vestido. Luz, y todavía sentía vacío el estómago. Miró el cuenco de Siuan con esperanza; la otra mujer sólo parecía interesada en remover las lentejas con la cuchara.
Se le ocurrió una idea de repente. ¿Por qué lord Bryne había insistido en que Siuan saldase su deuda trabajando, aun después de descubrir quién era realmente? ¿Sólo porque ella hubiese dicho que lo haría así? Era un arreglo ridículo. Salvo porque la mantenía unida a él cuando no lo habría conseguido de ningún otro modo. En realidad, ella misma se había preguntado a menudo por qué razón había aceptado Bryne reunir un ejército. Tenía que haber sabido de sobra que existía la posibilidad, nada remota, de que acabara con la cabeza en el tajo del verdugo. ¿Y por qué le había ofrecido el ejército a ella, una jovencísima Amyrlin sin verdadera autoridad y sin una amiga entre las hermanas excepto Siuan, que él supiera? ¿La respuesta a todas esas preguntas podría ser tan simple como que… amaba a Siuan? No; los hombres, en su mayoría, eran frívolos y superficiales, ¡pero eso era realmente ridículo! Aun así, hizo la sugerencia, aunque sólo fuera para divertir a Siuan. A lo mejor se animaba un poco.
Siuan resopló con incredulidad. Sonó extraño, viniendo de su bonita cara, pero nadie sabía dar tanta expresión a un resoplido como ella.
—No es tonto de remate —comentó secamente—. De hecho, tiene la cabeza en su sitio. Piensa como una mujer, la mayor parte del tiempo.
—Todavía no te he oído decir que enmendarás tu conducta en esta situación, Siuan —insistió Egwene—. Has de hacerlo, de un modo u otro.
—Vaya, pues claro que lo haré. No sé qué demonios ha podido pasarme. No es como si no hubiese besado a un hombre nunca. —Estrechó repentinamente los ojos, como si esperara que Egwene pusiese en duda tal cosa—. No me he pasado toda la vida en la Torre. ¡Esto resulta ridículo! ¡Mira que estar badajeando sobre hombres, precisamente esta noche! —Miró su cuenco y pareció darse cuenta por primera vez de que tenía comida. Llenó la cuchara y gesticuló con ella señalando a la joven—. Debéis ir con cuidado para calcular con acierto cada movimiento y ser oportuna, ahora más que nunca. Si Romanda o Lelaine cogen el timón, jamás lo tendréis en vuestras manos.
Ridículo o no, saltaba a la vista que algo había devuelto el apetito a Siuan. Engulló sus lentejas más deprisa incluso que Egwene y ni siquiera se le escapó una miguita del panecillo. La joven se dio cuenta de que había pasado los dedos por su cuenco vacío, rebañándolo; ya no tenía remedio, y lo único que podía hacer era chupar las contadas lentejas que tenía pegadas en las yemas.
Hablar de lo que podía ocurrir esa noche no servía realmente para nada. Ya habían afinado y pulido todo lo que Egwene tenía que decir —y cuándo— tantas veces que le sorprendía no haber soñado con ello. Ciertamente, habría sido capaz de hacer la parte que le tocaba en sueños. De todos modos, Siuan insistió hasta casi llegar al límite en el que Egwene habría tenido que llamarle la atención, repitiendo lo mismo una y otra vez, sacando a relucir posibilidades que ya habían discutido un centenar de veces. Cosa extraña, la mujer mayor estaba de muy buen humor. Incluso probó a bromear un poco, algo inusitado en ella últimamente, aunque en parte era humor negro.
—Sabéis que Romanda quiso ser Amyrlin en una ocasión —dijo en cierto momento—. Oí decir que el motivo fue que Tamra obtuviese la Vara y la Estola por lo que se retiró muy ofendida, como una gaviota con las plumas de la cola cortadas. Apuesto un marco de plata, que no tengo, contra una escama de pez a que sus ojos se desorbitan el doble que los de Lelaine.
Luego siguió diciendo:
—Ojalá estuviera allí para oírlas aullar. Alguien va a hacerlo a no tardar, y prefiero que sean ellas a que seamos nosotras. Nunca he tenido buena voz para el canto.
De hecho cantó un fragmento sobre estar contemplando a un chico a través del río y no tener una barca. No se equivocaba; su voz era agradable a su manera, pero nunca se ganaría la vida con ello.
Más tarde, añadió:
—Menos mal que ahora tengo una cara muy dulce. Si la cosa sale mal, nos vestirán a las dos como muñecas y nos sentarán en una estantería para que nos admiren. Claro que también podemos «sufrir accidentes». Las muñecas se rompen. Gareth Bryne tendría que buscarse a otra a quien mangonear. —Aquello la hizo reír de verdad.
Egwene sintió un gran alivio cuando el faldón de la entrada se abultó hacia dentro levemente, anunciando a alguien que sabía que no debía entrar donde había una salvaguardia. ¡Realmente no quería saber hasta dónde podía llegar el humor de Siuan!
Tan pronto como anuló la salvaguardia, Sheriam entró en la tienda, acompañada por una ráfaga de aire que parecía diez veces más frío que antes.
—Es la hora, madre. Todo está dispuesto. —Tenía muy abiertos los ojos rasgados, y se pasaba la punta de la lengua por los labios.
Siuan se incorporó de un salto y cogió su capa de encima del catre de Egwene, pero se detuvo a medio echársela por los hombros.
—He navegado por los Dedos del Dragón de noche, ¿sabéis? —empezó seriamente—. Y una vez pesqué una escorpina en la red, con mi padre. Puede hacerse.
Sheriam frunció el entrecejo mientras Siuan salía presurosa, dejando entrar más aire frío.
—A veces creo —empezó la Guardiana, pero lo que fuera que pensase a veces no lo compartió—. ¿Por qué hacéis esto, madre? —preguntó en cambio—. Todo ello, lo de hoy en el lago, el convocar a sesión a la Antecámara esta noche. ¿Por qué nos hicisteis pasarnos todo el día de ayer hablando sobre Logain con todo el mundo con el que nos encontrábamos? Creo que deberíais hacerme partícipe de ello. Soy vuestra Guardiana. Os juré fidelidad.
—Te informo de lo que necesitas saber —repuso Egwene mientras se echaba la capa sobre los hombros. No tenía por qué añadir que sólo confiaba en un juramento obligado hasta cierto punto, incluso por parte de una hermana. Y Sheriam podría encontrar una razón para dejar caer algún comentario al oído equivocado a pesar de su promesa. Después de todo, las Aes Sedai tenían fama de encontrar escapatorias en lo que habían dicho. Realmente no creía que pasara eso, pero, al igual que le ocurría con lord Bryne, no podía correr el menor riesgo a menos que no le quedara más remedio.
—He de deciros algo —manifestó amargamente Sheriam—. Creo que mañana Romanda o Lelaine, una de las dos, será vuestra Guardiana de las Crónicas, y yo estaré cumpliendo un castigo por no advertir a la Antecámara. Y puede que vos me envidiéis.
Egwene asintió con la cabeza. Era más que posible.
—¿Vamos?
El sol proyectaba una roja cúpula sobre las copas de los árboles, y sobre la nieve se reflejaba una luz cárdena.
Los criados señalaron el paso de Egwene a lo largo de las profundas sendas llevando a cabo reverencias e inclinaciones. En sus rostros se reflejaba preocupación o, si no, inexpresividad; los criados percibían el estado de ánimo de aquellos a quienes servían casi con la misma rapidez que los Guardianes.
Al principio no vio a ninguna hermana; y entonces las encontró a todas allí, una gran concurrencia agrupada de tres en fondo alrededor de un pabellón, que se había levantado en el único espacio despejado que había en el campamento lo bastante grande, la misma zona utilizada por las hermanas para Rasar hasta los palomares de Salidar y Viajar de vuelta con informes de los confidentes.
Era una extensa pieza de gruesa lona, muy remendada, sin punto de comparación con la magnificencia del baldaquín junto al lago, y montarla costaba un considerable esfuerzo. En los últimos dos meses, la Antecámara se había reunido más a menudo, como lo había hecho la víspera por la mañana, o quizás apiñándose en una de las tiendas más amplias. El pabellón se había levantado sólo dos veces desde que salieron de Salidar. En ambas ocasiones para un juicio.
Al advertir que Egwene y Sheriam se acercaban, las hermanas situadas detrás murmuraron algo a las que estaban delante, y se abrió un hueco para dejarlas pasar. Ojos inexpresivos las observaron a ambas, sin traslucir el menor indicio de si sabían o incluso sospechaban lo que estaba pasando. Ni indicio alguno de lo que pensaban. Egwene notó que empezaba a ponerse nerviosa. Un capullo de rosa. Tranquilidad.
Llegó hasta las alfombras extendidas sobre el suelo, tejidas con vivos colores y una docena de dibujos distintos, y avanzó a través del círculo de braseros mientras Sheriam empezaba con el consabido «¡Aquí llega, aquí llega!». No era de extrañar que su voz sonase un poquito menos solemne, un tanto nerviosa.
Los bancos lustrados y los cajones cubiertos con paños utilizados en el lago volvían a usarse. Daban una imagen mucho más formal que el montón de sillas desparejadas que habían utilizado anteriormente; aparecían colocados en dos filas —inclinadas y casi convergentes en un extremo— de nueve asientos, agrupados de tres en tres: Verde, Gris y Amarillo a un lado; Blanco, Marrón y Azul al otro. En el extremo divergente, el más alejado de la posición de Egwene, se encontraban la caja cubierta con un paño de franjas y el banco para la Sede Amyrlin. Sentada allí, sería el centro donde confluirían todas las miradas, en todo momento consciente de ser una frente a dieciocho. Por suerte no se había cambiado de ropa; todas las Asentadas todavía llevaban encima sus mejores galas lucidas en el lago, con el único añadido del chal correspondiente. Un capullo de rosa. Tranquilidad.
Uno de los bancos estaba vacío, aunque sólo fue un momento. Delana llegó apresuradamente justo cuando Sheriam terminaba de recitar la fórmula del procedimiento. Con aspecto agitado y falto de aliento, la Asentada Gris ocupó su sitio, entre Varilin y Kwamesa, con muy poca de su gracia habitual. Esbozaba una mueca forzada, enfermiza, y jugueteaba nerviosamente con las gotas de fuego que adornaban su garganta. Cualquiera habría pensado que era ella a la que se juzgaba. Tranquilidad. No se estaba procesando a nadie. Todavía.
Egwene empezó a cruzar sobre las alfombras con paso lento, entre las dos filas de bancos, con Sheriam siguiéndola muy cerca. Kwamesa se puso de pie; de pronto el brillo del saidar envolvió a la esbelta y morena mujer, la más joven de las Asentadas. Esa noche no se escatimaría ninguna formalidad.
—Lo que se presenta a debate a la Antecámara de la Torre es competencia exclusiva de la Antecámara —anunció Kwamesa—. Sepa todo aquel que se inmiscuya sin mediar requerimiento, sea mujer u hombre, iniciada o extraño, venga en son de paz o con ira, que lo retendré conforme a la ley por transgredirla y ante ella dará cuenta. Ténganse por ciertas mis palabras; así se prescribe y así se hará.
Aquella fórmula era más antigua que el juramento contra la mentira, se remontaba a una época en la que las Amyrlin que morían asesinadas eran casi tantas como las que fallecían por todas las demás causas juntas. Egwene siguió avanzando con pasos mesurados. Le costó un gran esfuerzo no tocar la estola, como recordatorio, e intentó concentrarse en el banco hacia el que caminaba.
Kwamesa tomó asiento de nuevo, todavía envuelta en el brillo del Poder. En el grupo de las Blancas, Aledrin se levantó, igualmente rodeada por la reluciente aureola. Con su cabello dorado oscuro y sus grandes ojos de color avellana, resultaba realmente bella cuando sonreía, pero esa noche hasta una piedra habría tenido más expresión que ella.
—Hay concurrentes ajenas a la Antecámara que pueden oír todo lo que va a someterse a debate —manifestó en voz fría, con fuerte acento tarabonés—. Lo que se discute en la Antecámara de la Torre sólo a ella concierne, a menos que la Antecámara determine lo contrario. Nos procuraré aislamiento, garantizando la confidencialidad de lo que aquí se diga.
Tejió una salvaguardia que incomunicó todo el pabellón y luego se sentó. Se produjo cierta agitación entre las hermanas que se encontraban fuera y que ahora veían moverse a la Antecámara en el más absoluto silencio.
Resultaba extraño que entre las Asentadas hubiese tantas cosas que dependían de la edad, cuando hacer distinciones por esa causa rayaba el anatema entre las restantes Aes Sedai. ¿Habría podido ver Siuan alguna pauta en las edades de las Asentadas? No, fuera distracciones. Concentración. Tranquilidad y concentración.
Egwene agarró los bordes de su capa, subió al cajón cubierto con el paño rayado y se volvió. Lelaine ya estaba de pie, con el chal de flecos azules en torno a los antebrazos, y Romanda empezaba a levantarse sin esperar siquiera a que Egwene tomara asiento. No podía permitir que ninguna de las dos agarrara el timón.
—Presento una moción a la Antecámara —dijo en voz alta, firme—. ¿Quién está a favor de declarar la guerra a la usurpadora Elaida do Avriny a’Roihan?
Se retiró la capa, la dejó caer sobre el banco y tomó asiento. De pie a su lado, Sheriam se mostraba fría y muy serena, pero soltó un apagado sonido, casi un quejido; Egwene creía que nadie más lo había escuchado. O eso esperaba.
Se produjo un momento de consternación, durante el cual las mujeres se quedaron paralizadas en sus asientos, mirándola de hito en hito con estupor, quizá tanto por el hecho de que hubiese planteado una cuestión como por el tema en sí. Nadie presentaba una moción a la Antecámara antes de sondear la opinión de las Asentadas sobre el asunto; sencillamente, no se hacía, y no sólo por tradición sino por razones prácticas. Fue Lelaine la que rompió el silencio.
—Nosotras no declaramos la guerra a «personas individuales» —arguyó en voz fría—. Ni siquiera a traidores como Elaida. En cualquier caso, pido que se retire vuestra moción para discutir asuntos más urgentes que no admiten dilación. —Había tenido tiempo de recobrar la compostura durante el viaje de vuelta; ahora su expresión era dura, simplemente, no tormentosa. Se pasó los dedos por la falda azul como si quitase unas motas de polvo, dando la impresión de que con ese gesto apartaba a un lado a Elaida, o tal vez a Egwene, y pasó a concentrar su atención en las otras Asentadas—. Lo que nos trae a sesión esta noche es… Iba a decir «simple», pero no lo es. ¿Abrir el libro de novicias? Nos encontraríamos con abuelas pidiendo a gritos la prueba de aptitud. ¿Quedarnos aquí un mes? No es necesario enumerar las dificultades, empezando por gastar la mitad de nuestro oro sin acercarnos un paso a Tar Valon. En cuanto a no atravesar la frontera de Andor…
—Mi hermana Lelaine, en su ansiedad, ha olvidado quién tiene derecho a tomar la palabra en primer lugar —la interrumpió suavemente Romanda. Su sonrisa consiguió hacer que el semblante de la otra Asentada pareciese alegre en comparación. Aun así, se arregló el chal con toda parsimonia, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo—. Hay dos cuestiones que requieren la atención de la Antecámara, y en la segunda trataré los temas que preocupan a Lelaine. Desgraciadamente para ella, la primera que plantearé concierne a la discutible idoneidad de la propia Lelaine para continuar en la Antecámara. —Su sonrisa se ensanchó sin que aumentara un ápice su calidez. Lelaine se sentó lentamente sin disimular su ceño.
—Una moción sobre declaración de guerra no puede retirarse en modo alguno —anunció Egwene en tono vibrante—. Debe dársele respuesta antes de entrar en otra cuestión presentada posteriormente. Así es como lo estipula la ley.
Las hermanas intercambiaron miradas rápidas, interrogantes.
—¿Es eso cierto? —preguntó finalmente Janya. Con el entrecejo fruncido pensativamente, se giró en su banco para dirigirse a la mujer que ocupaba el de al lado—. Takima, tú recuerdas todo lo que lees, y estoy segura de haberte oído decir que habías leído la Normativa de Guerra. ¿Es como ella dice?
Egwene contuvo la respiración. La Torre Blanca había enviado soldados a varias guerras a lo largo de los últimos mil años, pero lo hacía siempre en respuesta a una petición de ayuda de, por lo menos, dos tronos, y en todos los casos habían sido guerras de ellos, no de la Torre por sí misma. La última vez que la propia Torre declaró la guerra había sido contra Artur Hawkwing. Siuan afirmaba que en la actualidad sólo unas cuantas bibliotecarias sabían algo más sobre la Normativa de Guerra aparte de que había habido una.
Baja, con el cabello oscuro y largo hasta la cintura y la tez del color del marfil envejecido, Takima hacía recordar con frecuencia un pájaro, cuando ladeaba la cabeza pensativamente. Ahora parecía un pájaro que desease salir volando, rebullendo en su asiento, ajustándose el chal, enderezando sin necesidad su tocado de perlas y zafiros.
—Lo es —dijo por fin, y cerró bruscamente la boca.
Egwene soltó con disimulo el aire que había estado reteniendo.
—Al parecer —intervino Romanda en tono cortante—, Siuan Sanche os ha estado instruyendo bien. Madre. ¿En qué argumentos apoyáis esa declaración de guerra? Contra una mujer. —Hablaba como si intentara quitarse del medio algo desagradable, y se sentó a esperar que se apartara de su camino.
De todos modos, Egwene asintió con un gesto deferente y digno y se puso de pie. Miró a los ojos a las Asentadas, una por una, firme, desapasionadamente. Takima eludió la mirada. ¡Luz, esa mujer lo sabía! Pero no había dicho nada. ¿Seguiría guardando silencio el tiempo suficiente? Ya era demasiado tarde para cambiar de plan.
—Hoy nos hallamos frente a un ejército dirigido por personas que recelan de nosotras, que nos ponen en duda. De otro modo, ese ejército no estaría allí. —Egwene había querido poner un timbre de pasión a su voz, dejar que saliera libremente, pero Siuan le había aconsejado hablar con absoluta frialdad, y finalmente había accedido. Tenían que ver a una mujer con pleno dominio de sí misma, no a una muchacha que se dejaba llevar por el corazón. Sin embargo, las palabras le salían del corazón—. Oísteis decir a Arathelle que no querían verse involucrados en asuntos de Aes Sedai. Pero sí han estado dispuestos a conducir un ejército hasta Murandy para cerrarnos el paso. Porque no están seguros de quiénes somos ni de lo que nos proponemos. ¿Alguna de vosotras notó realmente que os tomaban por Asentadas?
Malind, una mujer carirredonda y de ojos fieros, rebulló en su asiento entre las Verdes, al igual que Salima, que apuñaba el chal de flecos amarillos, aunque se las arreglaba para mantener inexpresivo su oscuro rostro. Berana, otra Asentada elegida en Salidar, frunció pensativamente el entrecejo. Egwene no mencionó la reacción hacia ella como Amyrlin demostrada por los nobles; si esa idea no estaba ya en sus cabezas, no quería recordársela.
—Hemos enumerado los delitos de Elaida a incontables nobles —continuó—. Les hemos dicho que nos proponemos destituirla. Pero lo dudan. Piensan que quizá, sólo quizá, somos quienes decimos ser. Que quizá nuestras palabras son un señuelo. Quizá sólo somos la mano ejecutora de Elaida, tejiendo algún complejo plan. La duda hace a la gente irresoluta, le causa inseguridad. La duda proporcionó coraje a Pelivar y Arathelle para plantarse ante unas Aes Sedai y decir «no podéis seguir adelante». ¿Quiénes más nos saldrán al paso o interferirán porque no están seguros y la incertidumbre los conduce a actuar en una bruma de confusión? Sólo tenemos un modo de disipar su confusión. Todo lo demás ya lo hemos hecho. Una vez que nos declaremos en guerra contra Elaida, no habrá lugar a dudas. No digo que Arathelle, Pelivar y Aemlyn emprendan el regreso tan pronto como lo hagamos, pero ellos y todos los demás sabrán quiénes somos. Nadie osará volver a manifestar sus dudas tan abiertamente cuando digáis que sois la Antecámara de la Torre. Nadie osará cerrarnos el paso, interfiriendo en los asuntos de la Torre llevado por la incertidumbre o la ignorancia. Hemos llegado a la puerta y hemos puesto la mano en el picaporte. Si tenéis miedo de cruzar el umbral, entonces estaréis pidiendo a voces al mundo que os tome por unas marionetas de Elaida, y nada más.
Se sentó, sorprendida de lo tranquila que se sentía. Más allá de las dos filas de Asentadas, se produjo movimiento entre las hermanas que estaban fuera, acercando las cabezas para hablar. Podía imaginar los murmullos excitados que la salvaguardia montada por Aledrin impedía oír. Ahora únicamente hacía falta que Takima mantuviese la boca cerrada el tiempo suficiente.
Romanda gruñó con impaciencia y se puso de pie sólo lo suficiente para preguntar:
—¿Quién se levanta en apoyo de la declaración de guerra contra Elaida? —Su mirada se volvió hacia Lelaine, y su fría y petulante sonrisa reapareció. Era obvio lo que ella consideraba importante, una vez que esta tontería se hubiese resuelto.
Janya se puso de pie con tanto brío que los largos flecos marrones de su chal se mecieron.
—No veo por qué no. Total, ¿qué más da? —manifestó. Se suponía que no podía hablar, pero su gesto firme y su mirada penetrante desafiaban a cualquiera que intentara hacerla callar. Normalmente no se mostraba tan resuelta, pero, como siempre, las palabras le salieron atropelladas—. Arreglar lo que el mundo ya sabe no será ni más ni menos arduo que esto. ¿Y bien? No tiene sentido esperar.
Al otro lado de Takima, Escaralde asintió y se puso de pie.
Moria casi se incorporó de un salto y lanzó una ojeada ceñuda a Lyrelle, que se recogió la falda como si fuera a levantarse, pero entonces vaciló y miró a Lelaine con expresión interrogante. Lelaine estaba demasiado ocupada en mirar hoscamente a Romanda, situada en la fila de enfrente, como para darse cuenta.
Entre las Verdes, Samalin y Malind se pusieron de pie al tiempo, y Faiselle alzó la cabeza con una sacudida. Una domani fornida, de tez cobriza, había pocas cosas que sobresaltasen a Faiselle, pero ahora sí parecía estarlo, y su rostro cuadrado se giraba a izquierda y a derecha para mirar con los ojos muy abiertos ora a Samalin ora a Malind.
Salima se levantó, arreglando cuidadosamente los flecos amarillos de su chal a la par que ponía idéntico cuidado en evitar la ceñuda mirada de Romanda. Kwamesa se incorporó, y a continuación lo hizo Aledrin al tiempo que tiraba de la manga a Berana, haciendo que se levantara también. Delana se giró completamente en su banco y dirigió una ojeada escrutadora hacia las hermanas que se encontraban fuera. A pesar del silencio, la expectación de las mujeres agrupadas en torno al pabellón se transmitía en el continuo rebullir, el acercarse unas cabezas a otras, en los ojos lanzando miradas rápidas e intensas a las Asentadas. Delana se incorporó lentamente, con ambas manos apretadas contra el estómago, con aire de estar a punto de vomitar allí mismo. Takima hizo una mueca y contempló fijamente sus manos, que tenía apoyadas sobre las rodillas. Saroiya observó a las otras dos Blancas mientras se daba tironcitos de la oreja, como acostumbraba hacer cuando estaba sumida en hondas reflexiones. Pero nadie más se movió.
Egwene sintió el sabor de la bilis subiéndole por la garganta. Diez. Sólo diez. ¡Había estado tan segura! Siuan lo había estado. Sólo con el asunto de Logain tendría que haber sido suficiente, dada la ignorancia de las hermanas con respecto a la ley implicada. El ejército de Pelivar y la negativa de Arathelle de aceptar que eran Asentadas debería haberlas levantado como el agua impulsada por una bomba.
—¡Por amor de la Luz! —barbotó Moria. Se volvió hacia Lyrelle y Lelaine, puesta en jarras. Si Janya al hablar había ido en contra de la costumbre, esto la rompía por completo. Los estallidos de ira estaban estrictamente prohibidos en la Antecámara, pero los ojos de Moria lanzaban chispas, y su acento illiano estaba saturado de rabia—. ¿A qué esperáis? ¡Elaida robó la Vara y la Estola! ¡El Ajah de Elaida hizo de Logain un falso Dragón, y sólo la Luz sabe a cuántos hombres más! ¡Ninguna mujer en la historia ha merecido más que ella esta declaración de guerra! ¡Poneos en pie o guardad silencio a partir de ahora sobre vuestro firme propósito de destituirla!
Lelaine no la miró de hito en hito, pero por su expresión habríase dicho que se veía sorprendida por el ataque de un gorrión.
—Esto casi no merece una votación, Moria —replicó con voz tensa—. Después hablaremos sobre decoro, tú y yo. Sin embargo, si necesitas una demostración de resolución… —Aspiró sonoramente y se puso de pie, tras lo cual hizo un gesto seco con la cabeza que impulsó a Lyrelle a incorporarse como si la hubiesen tirado de unas cuerdas.
A Lelaine pareció sorprenderle que no tirase también de Faiselle y Takima. Lejos de levantarse, ésta gruñó como si hubiese recibido un golpe. Con una expresión de incredulidad, recorrió con la mirada la fila de mujeres que estaban de pie, contándolas de manera obvia. Y volvió a contarlas por segunda vez. Takima, que había recordado todo desde el principio.
Egwene respiró profundamente aliviada. Se había conseguido. Casi no podía creerlo. Al cabo de un momento, carraspeó y, de hecho, Sheriam dio un brinco de sobresalto. Con los verdes ojos abiertos como platos, la Guardiana se aclaró la garganta también.
—Alcanzado el consenso simple, se declara la guerra a Elaida do Avriny a’Roihan. —Su voz no sonaba demasiado firme, pero bastaba—. En interés de la unidad, pido que se levante toda la Antecámara para llegar al consenso plenario.
Faiselle pareció a punto de incorporarse, pero después apretó los puños sobre el regazo y siguió sentada. Saroiya abrió la boca y luego la cerró sin decir nada, con gesto preocupado. Nadie más se movió.
—No lo conseguiréis —manifestó Romanda sin alterarse. La mueca burlona que lanzó a Lelaine era tanto como proclamar por qué ella, al menos, no se levantaría—. Ahora que ese pequeño asunto está resuelto, podemos entrar en…
—Me parece que es imposible —la interrumpió Egwene—. Takima, ¿qué indica la Normativa de Guerra sobre la Sede Amyrlin?
Romanda se había quedado boquiabierta. Los labios de Takima se pusieron pálidos; la diminuta Marrón parecía más que nunca un pájaro que quisiera alzar el vuelo.
—La Normativa… —empezó, y luego respiró hondo y se sentó muy derecha—. La Normativa de Guerra consigna: «Así como unas manos han de guiar una espada, del mismo modo la Sede Amyrlin dirigirá y llevará adelante la campaña por decreto. Pedirá el consejo de la Antecámara de la Torre, pero la Antecámara ejecutará sus decretos a la mayor rapidez posible, y por bien de la unidad, sus componentes deberán… —titubeó, y resultó obvio que hubo de obligarse a continuar—, deberán aprobar cualquier decreto de la Sede Amyrlin relativo a la prosecución de la guerra por consenso plenario».
Se produjo un larguísimo silencio. Todos los ojos estaban desorbitados. Delana se giró rápidamente y vomitó sobre las alfombras, detrás de su banco. Kwamesa y Salima bajaron de los cajones y dieron un paso hacia ella, pero Delana las rechazó con un ademán y sacó un pañuelo de la manga para limpiarse la boca. Magla, Saroiya y otras cuantas de las que seguían sentadas tenían un aspecto como si fuesen a seguir su ejemplo en cualquier momento; no así otras de las que habían sido elegidas en Salidar, sin embargo. Romanda parecía a punto de comerse las uñas.
—Muy lista —dijo finalmente Lelaine en tono seco y, tras una pausa deliberada, añadió—: Madre. ¿Querréis explicarnos lo que la gran sabiduría de vuestra vasta experiencia os aconseja hacer? Con respecto a la guerra, me refiero. Quiero que quede bien claro.
—Yo también quiero dejar muy claro algo —replicó fríamente Egwene. Se echó hacia adelante y clavó una severa mirada en la Asentada Azul—. Se exige cierto grado de respeto hacia la Sede Amyrlin, y de ahora en adelante me lo «mostrarás», hija. Éste no es momento de que me vea obligada a destituirte como Asentada e imponer un correctivo.
Los ojos de Lelaine se desorbitaron aún más por causa de la conmoción. ¿De verdad habría pensado esa mujer que todo iba a seguir como antes? ¿O acaso era que después de tanto tiempo de no atreverse a demostrar más que un mínimo de entereza, Lelaine había creído simplemente que carecía de ella? Egwene no deseaba realmente destituirla; casi con toda seguridad, las Azules volverían a presentarla para el puesto. Además, todavía tenía que vérselas con la Antecámara en asuntos que no podían disfrazarse de forma convincente como parte de la guerra contra Elaida. Con el rabillo del ojo Egwene advirtió que en los labios de Romanda asomaba una sonrisa al ver rebajada a Lelaine. De poco le serviría tanto esfuerzo si lo único que conseguía era que Romanda ganase más prestigio entre las demás.
—Lo que le he dicho a Lelaine es válido para todas, Romanda —anunció—. Si es preciso, Tiana puede encontrar dos varas en lugar de una.
La sonrisa de la Asentada Amarilla se borró de golpe.
—Si se me permite hablar, madre —intervino Takima mientras se levantaba despacio. Ensayó una sonrisa, pero por su aspecto seguía sintiéndose fatal—. Personalmente creo que habéis empezado bien. Es posible que sea beneficioso que nos quedemos aquí un mes. O más. —La cabeza de Romanda se giró con brusquedad hacia ella para mirarla fijamente, pero por primera vez Takima no pareció darse cuenta—. Si pasamos el invierno aquí, evitaremos el peor tiempo que hará más al norte, y también podremos planear cuidadosamente…
—Se acabaron los retrasos, hija —la cortó Egwene—. Se acabó dar largas al asunto. —¿Sería otra Gerra u otra Shein? Todavía podía ocurrir cualquiera de las dos cosas—. Dentro de un mes Viajaremos desde aquí. —No; ella era Egwene al’Vere, y sólo la Luz sabía lo que dirían las historias secretas sobre sus defectos y virtudes, pero serían suyos, no copias de cualquier otra mujer—. Dentro de un mes empezaremos el asedio a Tar Valon.
En esta ocasión, el silencio sólo se rompió con los sollozos de Takima.