17 En el hielo

A la mañana siguiente, antes de amanecer, una columna salió a caballo desde el campamento de las Aes Sedai hacia el norte, en silencio, salvo por los crujidos de las sillas de montar y el de los cascos de los caballos al romper la costra de nieve. De vez en cuando uno de los animales resoplaba o tintineaba alguna pieza metálica de los arreos, que enseguida se acallaba. La luna ya se había metido, pero las estrellas brillaban en el cielo y su reflejo en el blanco manto que lo cubría todo bastaba para alumbrar la oscuridad. Cuando las primeras luces del alba asomaron por el este, llevaban una hora o más de camino, lo que no significaba que hubiesen llegado muy lejos. Por algunos tramos abiertos Egwene podía dejar que Daishar avanzara a medio galope, salpicando partículas blancas como si chapotease en el agua, si bien durante la mayor parte de la marcha los caballos iban al paso, y no muy deprisa, a través de florestas poco densas donde la nieve se amontonaba en profundos ventisqueros y se acumulaba sobre las ramas de los árboles. Robles y pinos, tupelos y cedros y otras especies que no conocía ofrecían un aspecto aún más deslucido que el que tenían con la sequía y el calor. Ese día se celebraba la Fiesta de Abram, pero no habría premios metidos en la masa de las tortas de miel. Sin embargo, quisiera la Luz que algunas personas encontraran sorpresas ese día.

El sol, una esfera dorada pálida que no daba calor, siguió subiendo. Con cada inhalación el aire aún pinchaba la garganta, y al exhalar, el aliento se condensaba en vaho. Soplaba un viento no muy fuerte pero cortante, y por el oeste negros nubarrones se desplazaban hacia el norte en su camino a Andor. Sintió cierta lástima por quienquiera que sufriera las consecuencias cuando aquellas nubes descargaran, y al mismo tiempo alivio porque se alejaban de ellos. Tener que esperar un día más habría sido exasperante. No había podido pegar ojo en toda la noche, y no por culpa de las jaquecas, sino por la impaciencia y la inquietud. Eso y los zarcillos del miedo que se habían deslizado por los resquicios de la tienda como un aire frío. Sin embargo, no estaba cansada. Se sentía como un muelle comprimido, como el resorte tenso de la cuerda de un reloj, rebosante de energía que necesitaba desesperadamente soltar. Luz, todo podía salir terriblemente mal aún.

Era una columna impresionante, detrás del estandarte de la Torre Blanca, la blanca Llama de Tar Valon centrada en una espiral de siete colores, uno por cada Ajah. Confeccionado secretamente en Salidar, había permanecido guardado en el fondo de un arcón desde entonces, con las llaves en poder de la Antecámara. Egwene creía que no lo habrían sacado de no haber sido por la necesaria pompa de esa mañana. La caballería pesada que les proporcionaba escolta estaba compuesta por mil jinetes vestidos con peto y cota de malla; una colección de lanzas, espadas, mazas y hachas rara vez vista al sur de las Tierras Fronterizas. Su comandante era un shienariano tuerto, con un parche de vivos colores sobre la cuenca vacía, un hombre al que había conocido tiempo atrás, lo que ahora le parecía una era. Ino Nomesta lanzaba miradas fulminantes a los árboles a través de las hendiduras de la visera del casco, como si esperase que les tendieran una emboscada en cualquier momento, y sus hombres parecían igualmente alertas, muy rectos en sus sillas.

Delante, casi fuera del alcance de la vista, marchaba un grupo de hombres a través de los árboles; llevaban peto y espaldar, pero ninguna otra pieza de armadura. Sus capas ondeaban libremente al viento, sin ofrecerles protección contra el frío, ya que tenían ocupadas ambas manos, una sujetando las riendas y la otra sosteniendo un arco corto. También marchaban más grupos, otro millar de hombres en total, por la izquierda, por la derecha y por atrás, todos fuera de la vista de la columna, para explorar y proteger. Gareth Bryne no esperaba traición por parte de los andoreños, pero, según él mismo dijo, ya se había equivocado en ocasiones anteriores y, además, los murandianos eran otro cantar. También existía la posibilidad de asesinos a sueldo pagados por Elaida, e incluso Amigos Siniestros. Sólo la Luz sabía cuándo o por qué podría decidir asesinar un Amigo Siniestro. En realidad, aunque se suponía que los Shaido se encontraban lejos, nadie parecía saber dónde se hallaban hasta que comenzaban las matanzas. Incluso los bandidos podrían intentar probar suerte con un grupo reducido. Lord Bryne no era hombre que corriese riesgos innecesarios, de lo que Egwene se alegraba mucho. Ese día quería tener el mayor número posible de testigos.

Ella marchaba delante del estandarte, con Sheriam, Siuan y Bryne. Los tres parecían absortos en sus pensamientos. Lord Bryne se sostenía en su silla con fácil soltura; el vaho de su respiración uniforme formaba una ligera capa de escarcha en la visera del yelmo, pero Egwene podía verlo analizando mentalmente el terreno. Por si acaso tenía que combatir en él. Siuan montaba tan rígida que tendría los músculos agarrotados mucho antes de que llegasen a su destino, pero miraba fijamente hacia el norte, como si pudiese ver ya el lago, y a veces asentía o sacudía la cabeza para sí misma. No habría hecho tal cosa si no se sintiera inquieta. Sheriam ignoraba tanto como las Asentadas lo que iba a ocurrir, pero daba la impresión de estar más nerviosa incluso que Siuan, rebullendo sin parar sobre su silla y encogiéndose. Por alguna razón, en sus verdes ojos también había un brillo de ira.

Inmediatamente detrás del estandarte marchaban todas las Asentadas de la Antecámara de la Torre, en fila de a dos, luciendo sedas recamadas, ricos terciopelos, pieles y capas con el símbolo de la Llama bordado en el centro. Mujeres que por lo general no llevaban más joyas que el anillo de la Gran Serpiente, ese día lucían los más finos aderezos que guardaban los cofres de alhajas del campamento. Sus Guardianes ofrecían un espléndido despliegue simplemente con sus capas de colores cambiantes, que al agitarse con el aire creaban la ilusión de que partes de los cuerpos de los hombres desaparecían. Los seguían sirvientes, tres o cuatro por cada hermana, en los mejores caballos que habían podido proporcionarles; se habían registrado a fondo todos los baúles del campamento para vestirlos con ropas de vivos colores, de manera que habrían podido pasar por nobles de segunda fila si no hubiera sido porque algunos tiraban de las riendas de animales de carga.

Tal vez debido a que era una de las Asentadas que no tenía Guardián, Delana había llevado a Halima, que montaba una briosa yegua blanca. Las dos mujeres marchaban juntas, casi rodilla contra rodilla. A veces Delana se inclinaba para hablar en privado con Halima, aunque ésta parecía demasiado excitada para escucharla. Supuestamente, era la secretaria de Delana, pero todo el mundo consideraba la relación como un acto de caridad o una posible amistad —por improbable que pudiese parecer— entre la circunspecta hermana de cabello claro y la irascible mujer de campo de cabello oscuro. Egwene había visto la escritura de Halima, y tenía la apariencia de la de un niño que está empezando a aprender las primeras letras. En esta ocasión vestía ropas tan finas como las de la hermana, y llevaba joyas que igualaban fácilmente las de Delana, de quien debían de proceder. Cada vez que una ráfaga de aire abría su capa de terciopelo, dejaba a la vista una escandalosa porción de su generoso busto; ella se echaba a reír sin darse prisa alguna en volver a taparse, negándose a admitir que sintiese el frío más que las hermanas.

Por una vez Egwene se alegró de que le hubiesen regalado tanta ropa, que le permitía superar a las Asentadas. Su atuendo de seda verde y azul tenía cuchilladas en blanco e iba bordado con aljófares. Incluso los guantes estaban adornados con perlas. En el último minuto Romanda le había proporcionado una capa forrada con pieles de armiños, y Lelaine le facilitó un collar y unos pendientes de esmeraldas y ópalos. Las piedras de la luna que adornaban su cabello eran una aportación de Janya. La Amyrlin tenía que estar resplandeciente ese día. Hasta Siuan parecía arreglada para asistir a un baile, con terciopelo azul y encaje de color crema, una ancha banda de perlas en la garganta y muchas más entrelazadas en el pelo.

Romanda y Lelaine encabezaban el grupo de Asentadas, tan pegadas al soldado que portaba el estandarte que el hombre echaba ojeadas nerviosas hacia atrás y a veces taconeaba su caballo para que se acercara a los que iban delante. Egwene se las arregló para no mirar atrás más que una o dos veces, pero aun así notaba sus ojos clavados en la espalda, cada una de ellas convencida de tenerla bien atada en un esmerado paquete, pero también tenían que estar preguntándose de quién era la cuerda con la que se había hecho la atadura. Oh, Luz, eso no podía salir mal. Ahora no.

Aparte de la columna, era escaso el movimiento en aquel paisaje cubierto de nieve. Un halcón giró en círculos un rato, perfilado contra el azul del cielo, antes de volar hacia el este. En dos ocasiones Egwene divisó zorros de cola negra trotando a lo lejos, todavía con el manto de verano, y una vez a un gran ciervo de majestuosa cornamenta que desapareció entre los árboles como un fantasma. Una liebre, que apareció de repente junto a las patas de Bela y huyó a grandes saltos, hizo que la hirsuta yegua sacudiese la cabeza arriba y abajo; Siuan chilló y agarró las riendas como si esperara que Bela fuera a lanzarse a galope. Por supuesto, la yegua se limitó a soltar un resoplido de reproche y siguió con su tranquilo paso. El ruano castrado de Egwene respingó más asustado, y eso que la liebre no saltó cerca de él.

Siuan empezó a rezongar entre dientes después de que la liebre se alejase corriendo, y pasó un buen rato antes de que aflojara las riendas de Bela. Ir a caballo la ponía siempre de mal humor —viajaba en una de las carretas cada vez que podía— pero rara vez estaba tan alterada. Sólo había que fijarse en lord Bryne o en las feroces ojeadas que ella le echaba para saber el motivo. Si el hombre advirtió las miradas de Siuan no lo demostró. Era el único que no se había engalanado; tenía la misma estampa de siempre, sencilla y ligeramente deteriorada. Por alguna razón, Egwene se alegraba de que se hubiese resistido a los intentos de vestirlo con ropas mejores. Necesitaban realmente ofrecer una imagen que causara impacto, pero aun así Egwene creía que la del hombre era excelente tal cual.

—Es una buena mañana para montar —comentó Sheriam al cabo de un rato—. No hay nada mejor que un buen paseo a caballo por la nieve para despejar la cabeza. —Su tono no era bajo, y sus ojos se posaron en la todavía rezongante Siuan a la par que esbozaba una sonrisa.

Siuan no dijo nada —difícilmente podía hacerlo delante de tantos ojos—, pero asestó a la Guardiana una dura mirada que prometía una respuesta cortante para más tarde. La mujer pelirroja se giró bruscamente, casi encogiéndose. Alada, su torda rodada, cabrioleó unos pasos, y Sheriam la calmó con cierta dureza. Había mostrado poca gratitud hacia la mujer que la había nombrado su Maestra de Novicias y al igual que la mayoría en su situación, buscaba razones para culpar a Siuan. Era la única falta que Egwene le encontraba desde el juramento. Bueno, había protestado porque, en su posición de Guardiana, consideraba que no debería tener que obedecer órdenes de Siuan como hacían las demás que habían prestado juramento, pero Egwene había visto de inmediato adónde conduciría eso. No era la primera vez que Sheriam había intentado clavar una pulla. Siuan insistía en manejar personalmente a Sheriam, y su amor propio era tan frágil que Egwene no tuvo valor de negárselo; a no ser que las cosas se pasaran de la raya.

Egwene deseó que hubiese alguna forma de acelerar la marcha. Siuan volvía a rezongar entre dientes, y Sheriam intentaba dar con algo que decir que no acarreara exactamente una reprimenda. Todo aquel refunfuñar y sus miradas de reojo empezaban a irritar a Egwene. Al cabo de un rato, hasta la equilibrada compostura de Bryne comenzó a resultarle cargante. La joven se sorprendió discurriendo qué podría decirle para romper su aplomo. Desgraciadamente —o quizá por fortuna— no creía que hubiese algo que lo hiciera. Pero si tenía que esperar mucho más, tal vez fuera ella la que estallara de impaciencia.

El sol ascendía hacia el cenit, y los kilómetros quedaban atrás con desesperante lentitud; por fin, uno de los jinetes de la vanguardia se volvió y levantó la mano. Tras una precipitada disculpa a Egwene, Bryne galopó hacia él. Más bien avanzó pesadamente a través de la nieve con su robusto castrado bayo, Viajero, pero llegó a la altura de la avanzadilla, intercambió unas cuantas palabras y después los mandó seguir adelante y esperó a que Egwene y los demás lo alcanzaran.

Mientras volvía a ocupar su puesto junto a la joven Amyrlin, Romanda y Lelaine se reunieron con ellos. Las dos Asentadas apenas hicieron caso de Egwene y clavaron los ojos en Bryne con la fría serenidad que había hecho flaquear a tantos hombres al verse ante Aes Sedai. Salvo que de vez en cuando se echaban miradas de reojo la una a la otra. No parecían darse cuenta de lo que estaban haciendo. Egwene esperaba que estuviesen la mitad de nerviosas que ella; con eso se conformaría.

Las miradas fríamente serenas resbalaron en Bryne como la lluvia sobre una roca. Saludó a las Asentadas con una ligerísima inclinación de cabeza, pero se dirigió a Egwene.

—Ya han llegado, madre. —Eso era de esperar—. Han traído casi tantos hombres como nosotros, aunque están apostados en la orilla norte del lago. He mandado exploradores para asegurarnos de que nadie intenta rodearnos, pero en realidad no espero que lo hagan.

—Confiemos en que no os equivoquéis —repuso con acritud Romanda.

—Últimamente vuestro criterio no ha sido muy atinado, lord Bryne —añadió Lelaine en un tono mucho más frío. Cortante y gélido, a decir verdad.

—Como digáis, Aes Sedai. —Hizo otra leve inclinación sin apartar la mirada de Egwene. Como Siuan, ahora estaba vinculado claramente a ella, al menos en lo que a la Antecámara concernía. Ojalá no supieran hasta qué punto lo estaba. Ojalá pudiese estar segura ella de hasta qué punto lo estaba—. Otra cosa, madre —continuó—. Talmanes se encuentra también en el lago. Hay alrededor de cien soldados de la Compañía a cada lado. Son insuficientes para causar problemas, aunque quisieran, y en mi opinión no es probable que lo intenten.

Egwene se limitó a asentir con la cabeza. ¿Insuficientes para causar problemas? ¡Sólo Talmanes sería suficiente! Sintió un regusto a bilis en la garganta. ¡No… podía… salir… mal… ahora!

—¡Talmanes! —exclamó Lelaine, su serenidad saltando en pedazos. Debía de estar tan nerviosa como Egwene—. ¿Cómo se enteró? ¡Si habéis incluido a los Juramentados del Dragón en vuestra intriga, lord Bryne, entonces sí que sabréis lo que significa llegar demasiado lejos!

—¡Esto es vergonzoso! —gruñó Romanda, casi sin dejar que terminara de hablar—. ¿Y decís que acabáis de enteraros de su presencia? ¡Si eso es cierto, vuestra reputación está más inflada que un furúnculo!

Por lo visto, para algunas la calma Aes Sedai era una fina gasa que se rasgaba fácilmente.

Continuaron en esa línea, pero Bryne siguió cabalgando y musitando de vez en cuando «Como digáis, Aes Sedai», cuando tenía que decir algo. Esa misma mañana había tenido que aguantar cosas peores en presencia de Egwene, y su reacción había sido igual de impasible. Fue Siuan la que finalmente resopló y luego enrojeció cuando las Asentadas la miraron con sorpresa. Faltó poco para que Egwene sacudiera la cabeza. Siuan estaba enamorada, definitivamente y sin remedio. ¡Y ella tenía que hablar con esa mujer, también definitivamente y sin remedio! Por alguna razón, Bryne sonrió, pero quizá se debiera sólo a que había dejado de ser el objeto de atención de las Asentadas.

Los árboles dieron paso a un espacio abierto, más amplio que la mayoría, y ya no hubo tiempo para pensamientos frívolos.

Aparte de un ancho borde de cañizos altos y pardos y espadañas asomando entre la nieve, nada indicaba que hubiese un lago. Podría haber sido un gran prado, llano y de forma más o menos ovalada. A cierta distancia de la línea de árboles, sobre el estanque helado, se alzaba un amplio baldaquín azul, sostenido por altos postes; alrededor se arremolinaba una pequeña multitud y docenas de caballos atendidos por sirvientes. La brisa hacía tremolar un montón de estandartes y banderas, y acercaba gritos ahogados que sólo podían ser órdenes. Más sirvientes se adelantaron apresuradamente. Al parecer, no llevaban tiempo suficiente allí para haber terminado los preparativos.

A un kilómetro, más o menos, empezaba de nuevo la fronda, y allí, el débil brillo del sol se reflejó en metal. Mucho metal, que se extendía a lo largo de la orilla opuesta. Hacia el este, casi a la misma distancia que el pabellón, el centenar de hombres de la Compañía no hacía el menor esfuerzo por pasar inadvertido, de pie junto a sus monturas, muy cerca de donde empezaban las espadañas. Unos cuantos apuntaron cuando apareció el estandarte de Tar Valon. La gente del pabellón se paró para mirar.

Egwene no hizo pausa alguna antes de entrar en el hielo cubierto de nieve. Se imaginó a sí misma como un capullo abriéndose al sol, sin embargo; aquel viejo ejercicio de novicia. En realidad no abrazó el saidar, pero la calma que llegó con él fue bienvenida.

Siuan y Sheriam la siguieron, así como las Asentadas con sus Guardianes, y los sirvientes. Lord Bryne y el portaestandarte fueron los dos únicos soldados que las acompañaron. Los gritos que se alzaron a su espalda le indicaron que Ino situaba a su caballería armada a lo largo de la orilla. Los hombres equipados con armaduras más ligeras —los que no vigilaban en previsión de un ataque traicionero— se desplegaron a los lados. Una de las razones para escoger el lago como punto de reunión era que el hielo tenía suficiente grosor para aguantar el peso de muchos caballos, pero no de cientos y menos aún de miles. Con ello se reducían las posibles argucias. Naturalmente, un pabellón fuera del alcance de las flechas no lo estaba del alcance del Poder Único, mientras se tuviese a la vista. Salvo porque hasta el hombre más vil del mundo se sabía a salvo de eso a menos que amenazase a una hermana. Egwene respiró hondo y empezó a recobrar la calma.

Un recibimiento apropiado para la Sede Amyrlin habría sido con sirvientes adelantándose presurosos con bebidas calientes y paños envolviendo ladrillos calientes, y los propios lores y ladies para tomar las riendas y ofrecer un beso en recuerdo de Abram. Cualquier visitante con cierto rango habría tenido como mínimo la asistencia de los sirvientes, pero nadie se acercó desde el pabellón. El propio Bryne desmontó y se acercó para coger la brida de Daishar, y el mismo joven larguirucho que había entrado en la tienda el día anterior para cargar los braseros con carbón corrió para sujetar el estribo de Egwene. Su nariz seguía congestionada, pero con la chaqueta de terciopelo rojo, sólo un poquito grande para él, y la brillante capa azul eclipsaba a cualquiera de los nobles que contemplaban la escena bajo el baldaquín. La mayoría de ellos parecían vestir con gruesa tela de lana, sin apenas bordados y aún menos puntillas o sedas. Seguramente habían pasado apuros para encontrar atuendos apropiados una vez que las nevadas habían empezado estando ellos ya en marcha. Aunque la pura verdad era que el joven sirviente habría eclipsado a un gitano.

Se habían extendido alfombras para cubrir el suelo debajo del baldaquín y había braseros encendidos, aunque el viento se llevaba el calor y el humo por igual. Se habían colocado dos hileras de sillas, una frente a la otra, para las delegaciones, ocho en cada una. No habían esperado que acudieran tantas hermanas. Algunos de los nobles intercambiaron miradas de consternación, y varios sirvientes llegaron incluso a retorcerse las manos, preguntándose qué hacer. No tendrían por qué haberse preocupado.

Las sillas eran una mezcolanza despareja, pero todas tenían el mismo tamaño y ninguna estaba notablemente más estropeada o destartalada que las otras. El joven larguirucho y otros cuantos sirvientes se adelantaron trotando y, sin dejarse impresionar por los ceños de los nobles y sin pedir permiso, trasladaron las destinadas a las hermanas fuera, sobre la nieve, y luego corrieron a ayudar a descargar los caballos albardones. Aún nadie había pronunciado una palabra.

Rápidamente, se colocaron asientos suficientes para toda la Antecámara y para Egwene. Sólo simples bancos, aunque lustrados hasta sacarles brillo, pero cada uno se alzaba sobre una amplia caja cubierta con paños del color del Ajah de la Asentada, en una fila tan larga como el baldaquín. La caja situada delante, para el banco de Egwene, estaba tapada con una tela de franjas, como su estola. Durante la noche había habido mucho ajetreo, empezando por encontrar cera de abeja para los bancos y buen paño de colores adecuados.

Cuando Egwene y las Asentadas ocuparon sus sitios, se hallaron un palmo más altas que todos los demás. La joven había albergado dudas al respecto, pero la ausencia de bienvenida por parte de los nobles las había borrado. Hasta el granjero más mezquino habría ofrecido una copa y un beso a un vagabundo en la Fiesta de Abram. Ellas no eran suplicantes y tampoco eran sus iguales. Eran Aes Sedai.

Los Guardianes se situaron detrás de sus Aes Sedai, y Siuan y Sheriam flanquearon a Egwene. Las hermanas se quitaron los guantes y se echaron ostentosamente las capas hacia atrás a fin de poner de relieve que el frío no las afectaba, en marcado contraste con los nobles que se arrebujaban en las suyas. Fuera, la Llama de Tar Valon ondeaba con el entumecedor viento. Únicamente Halima, de pie junto al asiento de Delana, al borde del cajón cubierto con un paño gris, estropeaba la grandiosa imagen; a decir verdad, sus verdes ojos se clavaban en andoreños y murandianos tan desafiantes que tampoco la deslucía gran cosa.

Se cruzaron unas cuantas miradas intensas cuando Egwene ocupó el asiento delantero, pero sólo unas pocas. De hecho, nadie parecía realmente sorprendido. «Supongo que todos han oído hablar de la chica Amyrlin», pensó con acritud. Bueno, había habido reinas más jóvenes, incluidas soberanas de Andor y Murandy. Sosegadamente, inclinó apenas la cabeza, y Sheriam hizo un gesto hacia la línea de sillas. Con independencia de quién hubiera llegado antes o hubiera proporcionado el baldaquín, no había duda de quién había convocado esa reunión. Quién estaba al mando.

Su acción no fue bien recibida, naturalmente. Se produjo un momento de silenciosa vacilación mientras los nobles intentaban discurrir un modo de recobrar una posición en igualdad de condiciones, y no fueron pocos los que torcieron el gesto al comprender que tal cosa era imposible. Ocho de ellos tomaron asiento, cuatro hombres y cuatro mujeres, hoscos los semblantes y mucho ajustar capas y arreglar faldas con aire enojado. Los de menor rango se quedaron de pie, detrás de las sillas, y resultó evidente el escaso afecto que existía entre andoreños y murandianos. De hecho, estos últimos, hombres y mujeres por igual, rezongaron y se empujaron unos a otros por cuestión de preeminencia, como hicieron sus «aliados» del norte. Las Aes Sedai recibieron también muchas miradas desabridas, y unos cuantos asestaron otras ceñudas a Bryne, que se encontraba a un lado, con el yelmo bajo el brazo. Era bien conocido a ambos lados de la frontera e incluso respetado por la mayoría de aquellos a los que les habría gustado verlo muerto. Al menos, así había sido antes de convertirse en el que dirigía el ejército de las Aes Sedai. El general hizo caso omiso de sus agrias miradas igual que había hecho con las agrias palabras de las Aes Sedai.

Había otro hombre que no se unió a ninguno de los dos grupos. Era de tez pálida, apenas un palmo más alto que Egwene, y llevaba afeitada la parte superior de la cabeza, en el inicio de la frente; vestía chaqueta oscura y peto y lucía un pañuelo rojo anudado en el brazo izquierdo. Su capa gris oscura tenía una gran mano roja bordada a un lado de la pechera. Talmanes se hallaba enfrente de Bryne, apoyado contra uno de los postes que sostenían el baldaquín, en una actitud flemática que resultaba arrogante, observándolo todo sin traslucir nada de lo que pensaba. Egwene habría querido saber qué estaba haciendo allí y qué había dicho antes de que ellas llegasen. Sea como fuere, tenía que hablar con él. Podría arreglarse para hacerlo sin que hubiese un centenar de oídos escuchando.

Un hombre delgado y curtido, con chaqueta roja, sentado en el centro de la fila de sillas, se inclinó hacia adelante y abrió la boca, pero Sheriam se le anticipó hablando con voz clara y alta:

—Madre, permitidme que os presente, por la parte de Andor, a Arathelle Renshar, Cabeza Insigne de la casa Renshar, a Pelivar Coelan, Cabeza Insigne de la casa Coelan, a Aemlyn Carand, Cabeza Insigne de la casa Carand, y a su esposo, Culhan Carand. —Los nombrados hicieron una leve inclinación de cabeza a medida que se pronunciaron sus nombres, sin borrar el gesto hosco. Pelivar era el hombre delgado; tenía unas entradas incipientes en su oscuro cabello. Sheriam continuó sin hacer pausa alguna; menos mal que Bryne había podido facilitar los nombres de los elegidos para hablar—. Os presento, por la parte de Murandy, a Donel do Morny a’Lordeine, a Cian do Mehon a’Macansa, a Paitir do Fearna a’Conn y a Segan do Avharin a’Roos.

Los murandianos parecieron acusar la omisión de sus títulos más aún que los andoreños. Donel, que llevaba más encajes que la mayoría de las mujeres, se retorció las puntas enroscadas del bigote con aire furioso, y Paitir daba la impresión de que quisiera arrancarse el suyo a tirones. Segan apretó los gruesos labios y sus oscuros ojos llamearon, en tanto que Cian, una mujer fornida y canosa, resopló de manera audible. Sheriam no se dio por enterada de nada de ello.

—Os encontráis bajo la mirada de la Vigilante de los Sellos, ante la Llama de Tar Valon. Podéis presentar vuestras súplicas a la Sede Amyrlin.

Bien. Eso no les hizo gracia. Ni pizca. Egwene creía que antes sus semblantes estaban sombríos, pero ahora parecían haberse comido un caqui agrio. Quizás habían pensado que podrían pretender que ella no era en absoluto la Amyrlin. Ya aprenderían. Claro que antes tenía que enseñárselo a la Antecámara.

—Existen antiguos lazos entre Andor y la Torre Blanca —empezó, en voz alta y firme—. Las hermanas siempre han esperado una buena acogida en Andor o en Murandy. ¿Por qué, entonces, traer un ejército contra las Aes Sedai? Os estáis inmiscuyendo donde tronos y naciones temen intervenir. Han caído monarquías por entrometerse en asuntos de Aes Sedai.

Aquello sonaba adecuadamente amenazador, tanto si Myrelle y las demás se las habían ingeniado para prepararle el camino como si no. Con suerte, todas estarían de regreso en el campamento, sin que nadie se hubiese enterado. A menos que uno de esos nobles pronunciase el nombre equivocado. Tal cosa le haría perder ventaja con la Antecámara, pero en comparación con todo lo demás, sólo era una paja al lado de un pajar entero.

Pelivar intercambió una mirada con la mujer sentada a su lado y ésta se puso de pie. Las arrugas de su rostro no ocultaban que Arathelle había sido, de joven, una mujer bella, de delicada estructura ósea; ahora, en su cabello había abundantes hebras grises y su mirada poseía tanta dureza como la de un Guardián. Sus manos, protegidas con guantes rojos, aferraban los bordes de la capa, pero obviamente el gesto no denotaba preocupación. Prietos los labios en una fina línea, recorrió con la vista la hilera de Asentadas y sólo entonces habló, pasando por alto a Egwene, a las hermanas que se sentaban detrás. La joven apretó los dientes y adoptó una actitud atenta.

—Estamos aquí precisamente porque no queremos vernos envueltos en los asuntos de la Torre Blanca. —Su voz tenía un timbre autoritario, lo que no era de sorprender en una Cabeza Insigne de una casa poderosa. No había atisbo alguno de la deferencia que habría sido de esperar, aun tratándose de una poderosa Cabeza Insigne, en presencia de tantas hermanas, por no mencionar la Sede Amyrlin—. Si todo lo que hemos oído es cierto, entonces, en el mejor de los casos, permitiros pasar a través de Andor sin obstáculos podría interpretarse por respaldo, o incluso una alianza, a los ojos de la Torre Blanca. No presentar oposición podría ponernos en situación de entender muy bien lo que sienten las uvas en el lagar.

Varios murandianos la miraron ceñudos. Nadie en Murandy había intentado ocultar el paso de las hermanas por su territorio. Probablemente nadie había considerado las posibilidades más allá del día que pasaran a las tierras de otros. Arathelle continuó como si no lo hubiese advertido, pero Egwene dudaba mucho que fuera así.

—En el peor de los casos… Nos han llegado… informes de Aes Sedai entrando secretamente en Andor, así como soldados de la Guardia de la Torre. Sería más adecuado el término «rumores», pero proceden de muchos lugares. A ninguno de nosotros nos gustaría presenciar una batalla entre Aes Sedai en Andor.

—¡La Luz nos ampare y nos proteja! —exclamó Donel, congestionado. Paitir asintió en un gesto de ánimo mientras se deslizaba hacia el borde de su silla, y Cian parecía lista para lanzarse al debate—. ¡Aquí tampoco quiere verla nadie! —espetó Donel—. ¡No entre Aes Sedai! ¡Hemos oído lo que ha pasado en el este, desde luego! ¡Y esas hermanas…!

Egwene respiró más tranquila cuando Arathelle lo interrumpió firmemente.

—Si hacéis el favor, lord Donel. Tendréis vuestro turno para hablar. —Se volvió hacia Egwene, o mejor dicho, hacia las Asentadas, sin esperar respuesta del hombre, dejándolo farfullando y a los otros tres murandianos mirándola ceñudos. Ella parecía muy tranquila, como si estuviera exponiendo hechos. Exponiéndolos y dando a entender que deberían verse como los veía ella—. Como estaba diciendo, ésos son nuestros peores temores, si lo que se cuenta es cierto. Y también si no lo es. Unas Aes Sedai pueden estar reuniéndose secretamente en Andor, con soldados de la Guardia de la Torre. Otras Aes Sedai, con un ejército, se disponen a entrar en Andor. Demasiado a menudo, la Torre Blanca ha dado la impresión de apuntar hacia un blanco, con el resultado de que hemos descubierto tarde que apuntaba a otro desde el principio.

»Me cuesta imaginar que incluso la Torre Blanca llegue tan lejos, pero si alguna vez hubo un blanco al que apuntar dando todas las vueltas que fuesen necesarias para no señalarlo como vuestro objetivo, es la Torre Negra. —La recorrió un ligero escalofrío, y Egwene no creyó que se debiese al frío—. Una batalla entre Aes Sedai podría acabar destruyendo el entorno en kilómetros a la redonda. Esa otra batalla arrasaría la mitad de Andor.

Pelivar se incorporó como impulsado por un resorte.

—Hablando lisa y llanamente, debéis ir por otro lado. —Su voz sonó sorprendentemente aguda, pero no menos firme que la de Arathelle—. Si he de morir para defender mi tierra y mi gente, mejor entonces aquí que donde también ellas podrían perecer.

Se moderó ante el gesto tranquilizador de Arathelle, y volvió a sentarse en su silla. Su dura mirada, sin embargo, denotaba que no se había aplacado. Aemlyn, una mujer metida en carnes, con un vestido de grueso paño oscuro, asintió mostrándose de acuerdo con él, al igual que su esposo.

Donel miró de hito en hito a Pelivar, como si tampoco se le hubiese ocurrido esa idea nunca, y no fue el único. Algunos de los murandianos que estaban de pie empezaron a discutir en voz alta hasta que otros los hicieron callar. A veces amenazándolos con el puño. ¿Qué habría llevado a esa gente a aunar fuerzas con los andoreños?

Egwene respiró hondo. Un capullo abriéndose al sol. No se habían dirigido a ella como la Sede Amyrlin —¡Arathelle había obviado su presencia hasta el punto de faltarle sólo apartarla de un empujón!—, si bien le había dado todo lo demás que podría haber deseado. Calma. Ahora era cuando Lelaine y Romanda estarían esperando que nombrase a una de ellas para llevar las negociaciones. Confiaba en que tuviesen un nudo en el estómago por la incertidumbre de saber cuál sería elegida. No habría negociaciones. No podía haberlas.

—Elaida es una usurpadora que ha violado la propia esencia de la Torre Blanca —empezó desapasionadamente, mirando a Arathelle y a los nobles sentados por turno—. Yo soy la Sede Amyrlin. —Le sorprendió la dignidad, la frialdad, que consiguió dar a su voz. Pero no tanto como se habría sorprendido anteriormente. La Luz la asistiera, era la Amyrlin—. Vamos a Tar Valon para destituir a Elaida y juzgarla, pero eso es asunto de la Torre Blanca, no vuestro, excepto en lo concerniente a saber la verdad. Esa, así llamada, Torre Negra también es de nuestra incumbencia; los hombres que encauzan siempre han sido incumbencia de la Torre Blanca. Nos ocuparemos de ellos como consideremos oportuno, cuando sea el momento propicio, pero os aseguro que ese momento aún no ha llegado. Hay asuntos más importantes a los que debe darse prioridad.

Oyó movimiento entre las Asentadas que tenía detrás: un rebullir en los bancos y el frufrú de las faldas pantalón al ser alisadas. Al menos algunas debían de estar muy alteradas. Bueno, varias habían sugerido que podía solucionarse el tema de la Torre Negra de paso. Ninguna creía que hubiese más de una docena de esos hombres, como mucho, dijesen lo que dijesen los rumores; después de todo, era imposible que cientos de hombres quisieran encauzar. Claro que la agitación también podía deberse a que hubieran comprendido que no iba a nombrar ni a Romanda ni a Lelaine para que hablasen en su nombre.

Arathelle frunció el entrecejo, tal vez captando algo que flotaba en el aire. Pelivar se movió, a punto de volver a levantarse de la silla, y Donel se irguió, ofendido. No había más remedio que seguir adelante. Nunca había habido otra opción.

—Comprendo vuestras preocupaciones —continuó en el mismo tono formal— y voy a abordarlas. —¿Cómo era el extraño lema de la Compañía? Ah, sí: «Es hora de tirar los dados»—. Como Sede Amyrlin os garantizo esto: permaneceremos aquí, descansando, durante un mes y luego partiremos de Murandy, pero no cruzaremos la frontera de Andor. No volveremos a ser una molestia para Murandy después de eso, y no se molestará ni poco ni mucho a Andor. Estoy segura —añadió— de que los lores y las ladies murandianos accederán gustosos a abastecernos de lo que necesitamos a cambio de buena plata. Pagaremos precios justos. —No tenía sentido apaciguar a los andoreños si por otro lado los murandianos robaban los caballos y asaltaban las caravanas de suministros.

Los murandianos, mirando con incertidumbre alrededor, se encontraban claramente en un dilema. Había posibilidad de ganar dinero, y mucho, tratándose de proveer a un ejército tan grande, pero, por otro lado, ¿quién podía regatear con éxito contra la oferta que hiciese un contingente de esa magnitud? De hecho, Donel parecía a punto de vomitar, mientras Cian daba la impresión de estar sumando cifras mentalmente. Se alzaron murmullos entre los espectadores. Más que murmullos; casi lo bastante altos para que Egwene pudiese entenderlos.

Deseaba mirar atrás. El silencio entre las Asentadas resultaba atronador. Siuan miraba fijamente al frente y apuñaba la falda como para obligarse a mantener la vista en esa dirección. Al menos ella sabía lo que iba a ocurrir. Sheriam, que lo ignoraba, observaba a los andoreños y a los murandianos con aire regio, sosegado, como si hubiese esperado oír hasta la última palabra.

Egwene necesitaba que olvidaran a la muchacha que veían ante ellos, y que oyeran a una mujer que tenía las riendas del poder asidas firmemente. ¡Si no lo estaban ahora, no tardarían en estarlo! Dio entereza a su voz.

—Tened esto en cuenta. He tomado mi decisión; de vosotros depende aceptarla, o afrontar lo que sin duda acarreará vuestra negativa.

Cuando acabó de hablar, sopló una ráfaga de viento que sonó como un aullido y sacudió el baldaquín y las ropas de los presentes. Egwene se alisó sosegadamente el cabello. Algunos de los nobles tiritaron y se arrebujaron en sus capas; la joven esperó que sus temblores no se debieran exclusivamente al frío.

Arathelle intercambió una mirada con Pelivar y Aemlyn, y los tres observaron a las Asentadas antes de asentir con la cabeza. ¡Creían que ella se había limitado a pronunciar las palabras dictadas por las Asentadas! Aun así, Egwene casi soltó un suspiro de alivio.

—Será como decís —manifestó la noble de mirada dura; de nuevo, dirigiéndose a las Asentadas—. No ponemos en duda la palabra de las Aes Sedai, naturalmente, pero entenderéis que nosotros también nos quedemos. A veces, lo que uno oye no es lo que cree que ha oído. Y no es que sea así en este caso, estoy segura. Empero, nos quedaremos hasta tanto partáis.

Donel parecía estar realmente a punto de vomitar. Seguramente sus tierras se encontraban cerca. Los ejércitos andoreños estacionados en Murandy rara vez habían pagado por nada.

Egwene se puso de pie y oyó el apagado sonido de las Asentadas haciendo lo mismo a su espalda.

—Entonces, queda acordado. Todos habremos de marcharnos pronto si queremos estar en nuestros lechos antes de que haya caído la noche, pero podríamos prolongar unos minutos la reunión para conversar. Conocernos un poco mejor ahora podría evitar malentendidos más adelante. —Y ese retraso podría darle la oportunidad de llegar hasta Talmanes—. Oh, hay algo que todos deberíais saber. El libro de novicias está abierto ahora a cualquier mujer, tenga la edad que tenga, si demuestra que es válida. —Arathelle parpadeó. No así Siuan, aunque a Egwene le pareció oírle un ahogado gruñido. Eso no estaba planeado, pero nunca se presentaría una ocasión mejor—. Adelante, estoy segura de que todos querréis hablar con las Asentadas. Dejemos a un lado las formalidades.

Sin esperar a que Sheriam le ofreciera la mano, se bajó del cajón. Casi sintió ganas de reír. La noche anterior le atemorizaba la idea de no alcanzar jamás su objetivo, pero ya se encontraba a mitad de camino, o casi, y no había resultado tan difícil como había temido. Claro que todavía quedaba la otra mitad.

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