Graendal deseó que hubiese habido algo tan simple como un transcriptor entre las cosas que sacó de Illian tras la muerte de Sammael. La era actual era por lo general espantosa, primitiva e incómoda. No obstante, había cosas que le agradaban. En una gran jaula de bambú, al otro extremo de la estancia, un centenar de pájaros de llamativos colores cantaban melodiosamente, igualando casi en hermosura a sus dos animalitos de compañía con sus ropas transparentes, que aguardaban a cada lado de la puerta, prendidos los ojos en ella, ansiosos por complacerla. Si las lámparas de aceite no daban tanta luz como los globos radiantes, reforzadas por los grandes espejos de las paredes proporcionaban cierto esplendor primitivo con el techo de escamas doradas. Habría sido agradable no tener más que pronunciar las palabras, pero, en realidad, ponerlas sobre papel con su propia mano le producía un placer semejante al que sentía bosquejando. La escritura de esa época era muy simple, y aprender a copiar el estilo de otra persona, falsificándolo, tampoco le había costado mucho.
Firmó con una rúbrica —no con su nombre, por supuesto—, espolvoreó arena sobre la gruesa hoja y luego la dobló y la selló con uno de los anillos, de diferentes tamaños, que formaban una decorativa fila sobre el escritorio. La Mano y la Espada de Arad Doman quedaron impresas en un círculo irregular de cera azul verdosa.
—Lleva esto a lord Ituralde con la mayor rapidez —ordenó—. Y di sólo lo que te indiqué.
—Tan rápido como los caballos puedan llevarme, milady. —Nazran inclinó la cabeza y cogió la carta mientras se atusaba con un dedo el fino bigote negro que enmarcaba su sonrisa. Membrudo, de tez muy morena, vestido con chaqueta azul, era apuesto, aunque no suficientemente atractivo—. Esta misiva me la entregó lady Tuva, que murió por las heridas recibidas después de contarme que era un correo de Alsalam y que la había atacado un Hombre Gris.
—Asegúrate de que tenga manchas de sangre humana —advirtió. Dudaba que nadie en ese momento supiera distinguir la sangre humana de cualquier otra, pero se había encontrado con tantas sorpresas que no quería correr riesgos innecesarios—. Sólo la suficiente para dar realismo a la historia, no te excedas y vayas a emborronar lo que he escrito.
Mientras el hombre volvía a inclinarse, sus ojos negros se quedaron prendidos en ella afectuosamente, pero nada más erguirse, se encaminó hacia la puerta a buen paso, las botas resonando sobre el mármol amarillo pálido del suelo. No reparó en los sirvientes apostados en el umbral, con la ardiente mirada fija en ella, o fingió no verlos, aunque en otro tiempo había sido amigo del joven. Sólo había hecho falta un toque de Compulsión para que Nazran se mostrara casi tan ansioso de obedecer como ellos, por no mencionar la certeza de que aún podría gozar de sus encantos otra vez. Rió quedamente. Bueno, él creía que ya los había disfrutado; si sólo hubiese sido un poquito más hermoso, habría sido así. Claro que, en tal caso, no le habría sido útil para nada más. Reventaría caballos para llegar hasta Ituralde, y si ese mensaje, despachado por el primo de Alsalam y proveniente supuestamente del rey en persona y con Hombres Grises intentando interceptarlo, no satisfacía la exigencia del Gran Señor de acrecentar el caos, entonces es que nada menos contundente que el fuego compacto lo conseguiría. Y también serviría muy bien a sus propósitos. A sus propios fines.
La mano de Graendal fue hacia el único anillo sobre la mesa que no era un sello, un sencillo aro de oro, demasiado pequeño para cualquier otro dedo salvo el meñique. Había sido una agradable sorpresa encontrar un angreal femenino entre las pertenencias de Sammael. Una agradable sorpresa disponer de tiempo para hallar cualquier cosa útil, con al’Thor y esos cachorros que se llamaban a sí mismos Asha’man entrando y saliendo constantemente de los aposentos de Sammael, en la Gran Cámara del Consejo. Habían desvalijado todo lo que ella no había cogido. Cachorros peligrosos, del primero al último, en especial al’Thor. Y no había querido correr el riesgo de que nadie diera con una pista que conectase a Sammael con ella. Sí, debía acelerar el proceso de sus planes y distanciarse del desastre de Sammael.
De repente apareció una plateada línea vertical al fondo de la habitación, reluciente en contraste con los tapices que colgaban entre los dorados espejos, y sonó un tintineo cristalino. Sus cejas se enarcaron por la sorpresa. Alguien recordaba los buenos modales de una era más civilizada, al parecer. Se puso de pie, se metió el aro de oro junto al anillo de rubí que llevaba en el meñique y abrazó el saidar a través de él antes de crear un tejido que haría sonar un repique de respuesta para quienquiera que quisiera abrir el acceso. El angreal no brindaba gran ayuda, pero cualquiera que pensara que conocía su fuerza podría llevarse una sorpresa desagradable.
El acceso se abrió, y dos mujeres ataviadas con vestidos de seda rojos y negros casi idénticos lo cruzaron cautelosamente. Al menos, Moghedien se movía con cautela, pasando sus oscuros ojos de un lado a otro con rapidez, en busca de trampas, y alisándose con las manos la amplia falda; el acceso desapareció un instante después, pero no soltó el saidar. Una precaución sensata, aunque Moghedien siempre había sido una fanática de las precauciones. Tampoco Graendal soltó la Fuente. La compañera de Moghedien, una mujer baja, con largo cabello plateado y ojos de un intenso color azul, miraba fríamente a su alrededor, sin dirigir más que ligeras ojeadas a Graendal. Por su actitud, habríase dicho que era una Primera Consejera obligada a soportar la compañía de vulgares trabajadores e intentara hacer como si no los viera. Una muchacha estúpida, si imitaba a la Araña. El rojo y el negro no iban bien con su tez ni con el color de sus cabellos, y podría sacar más partido de su impresionante busto.
—Ésta es Cyndane, Graendal —la presentó Moghedien—. Estamos… trabajando juntas.
No sonrió cuando dijo el nombre de la altanera joven, pero Graendal sí. Un bonito nombre para una chica más que bonita, si bien ¿qué capricho del azar habría inducido a una madre de esa época a dar a su hija un nombre que significaba «última oportunidad»? La expresión de Cyndane permaneció fría e impasible, pero sus ojos centellearon. Una preciosa muñequita tallada en hielo, con fuego oculto. Al parecer, conocía el significado de su nombre y no le gustaba.
—¿Qué os trae a tu amiga y a ti, Moghedien? —preguntó. La Araña era la última persona que había esperado ver salir de las sombras—. No tengas miedo de hablar delante de mis servidores. —Señaló a la pareja de la puerta, y los dos se hincaron de rodillas, con los rostros casi pegados al suelo. No caerían muertos por una simple orden suya, pero casi.
—¿Qué atractivo encuentras en ellos si destruyes todo lo que podría hacerlos interesantes? —preguntó Cyndane mientras caminaba con aire arrogante por la habitación. Se mantenía muy estirada, esforzándose por alcanzar hasta el último milímetro de estatura—. ¿Sabes que Sammael ha muerto?
Graendal mantuvo el gesto impasible sin mayor esfuerzo. Había supuesto que la chica era una Amiga de la Sombra a la que Moghedien había escogido para hacer recados, tal vez una noble que creía que su título contaba, pero ahora que se encontraba más cerca… ¡La muchacha era más fuerte que ella en el Poder! Incluso durante su propia era, eso habría sido poco frecuente entre los varones, y realmente excepcional entre mujeres. Al punto, instintivamente, cambió su intención de negar cualquier contacto con Sammael.
—Lo sospechaba —contestó, dirigiendo una sonrisa falsa a Moghedien por encima de la cabeza de la joven. ¿Cuánto más sabía? ¿Dónde había encontrado la Araña una chica cuya fuerza superaba con creces la suya, y por qué viajaban juntas? Moghedien siempre había tenido envidia de cualquiera que fuese más fuerte. O más de cualquier cosa—. Solía visitarme, importunándome con la pretensión de que lo ayudara en uno u otro plan absurdo. Nunca rehusé categóricamente; ya sabes que Sammael es… un hombre peligroso si se lo rechaza. Aparecía cada pocos días, sin fallar, y cuando dejó de venir deduje que le había ocurrido algo grave. ¿Quién es esta joven, Moghedien? Un hallazgo notable.
La muchacha se acercó más y alzó hacia ella los ojos que semejaban fuego azul.
—Te dijo mi nombre. No necesitas saber más.
La chica era consciente de que hablaba con una de las Elegidas y, sin embargo, su tono seguía siendo gélido. Aun contando con su fuerza en el Poder, ésa no era simplemente una Amiga de la Sombra. A menos que estuviese loca.
—¿Has reparado en el tiempo, Graendal? —preguntó.
De pronto, Graendal cayó en la cuenta de que Moghedien estaba dejando que la muchacha llevase la voz cantante. Quedándose en segundo plano hasta que fuera evidente alguna debilidad, sin duda. ¡Y ella se lo había permitido!
—Supongo que no has venido sólo para informarme de la muerte de Sammael, Moghedien —instó, cortante—. O para hablar sobre el tiempo. Sabes que rara vez salgo al exterior. —La naturaleza era anárquica, carente de orden. En la estancia ni siquiera había ventanas, ni en la mayoría de las habitaciones que utilizaba—. ¿Qué quieres?
La mujer de cabello negro se desplazaba hacia un lado, a lo largo de la pared; el brillo del Poder Único seguía envolviéndola. Graendal cambió de posición como al desgaire, de manera que siguió teniendo a la vista a las dos.
—Cometes un error, Graendal. —Una fría sonrisa apenas curvó los labios turgentes de Cyndane; estaba disfrutando con ello—. De las dos, soy yo la que manda. Moghedien está a mal con Moridin por sus recientes equivocaciones.
Con los brazos ceñidos en torno a sí, Moghedien le lanzó una mirada ceñuda a la mujer de pelo plateado tan esclarecedora como una confirmación en voz alta. De pronto, los grandes ojos de Cyndane se abrieron aún más, y ésta dio un respingo, estremecida. La mirada hosca de la Araña se tornó maliciosa.
—Estás al mando de momento —se burló—. Tu posición ante él no es mucho mejor que la mía.
Y entonces le tocó el turno de dar un respingo y temblar, a la par que se mordía el labio.
Graendal se preguntó si no estarían jugando con ella; sin embargo, el odio mutuo reflejado en los rostros de las dos mujeres no parecía fingido. En cualquier caso, se vería cuánto les gustaba que jugasen con ellas. Frotándose las manos en un gesto inconsciente —frotando el angreal que llevaba en el meñique— se desplazó hacia un sillón sin quitar ojo a la pareja. La dulzura del saidar que fluía en su interior era reconfortante. No es que la necesitara, pero allí pasaba algo raro. El recto y alto respaldo, profusamente tallado y dorado, hacía que el sillón semejase un trono, aunque no era distinto a los otros que había en la habitación. Esa clase de cosas afectaban incluso a los más sofisticados, y en un grado del que no llegaban a ser conscientes.
Tomó asiento, recostada y con las piernas cruzadas, meciendo ociosamente el pie; la viva imagen de una mujer completamente a gusto y tranquila.
—Puesto que la que está al mando eres tú, pequeña —comentó, dando un tono aburrido a su voz—, dime, cuando ese hombre que se llama a sí mismo Muerte está en su propia piel, ¿quién es? ¿Qué es?
—Moridin es el Nae’blis. —La voz de la chica sonó sosegada, fría y arrogante—. El Gran Señor ha decidido que ya es hora de que tú también sirvas al Nae’blis.
Graendal levantó bruscamente la cabeza.
—Eso es ridículo. —No pudo evitar que la ira se transluciera en su voz—. ¿Que un hombre del que jamás he oído hablar ha sido nombrado Regente del Gran Señor en el Mundo? —No le importaba cuando otros intentaban manipularla, ya que siempre encontraba el modo de volver sus intrigas contra ellos, ¡pero Moghedien debía de haberla tomado por una completa estúpida! Ahora no le cabía duda de que era la Araña la que dirigía a esa chica detestable, dijeran lo que dijeran ellas, ni se lanzasen las miradas que se lanzasen—. Sirvo al Gran Señor y a mí misma, ¡a nadie más! Creo que las dos deberíais marcharos, ya. Id con vuestro jueguecito a otra parte. Tal vez a Demandred le divierta. O puede que a Semirhage. Y cuidado con cómo encauzáis al iros; he puesto unas cuantas redes invertidas, y supongo que no querréis hacer saltar alguna.
Eso era mentira, pero muy creíble, de modo que fue toda una sorpresa cuando Moghedien encauzó de repente y todas las lámparas de la estancia se apagaron, sumiéndolas en la oscuridad. Al instante, Graendal saltó del sillón para no estar donde la habían visto por última vez, y también encauzó mientras se movía, tejiendo un tejido de luz que se quedó suspendido a un lado, una esfera de pura luz blanca que arrojaba pálidas sombras por la habitación. Y que reveló claramente la posición de la pareja. Sin vacilar, volvió a encauzar, absorbiendo con toda la fuerza del pequeño anillo. No la necesitaba toda, ni siquiera mucha, pero quería tener todas las ventajas posibles. ¡Atacarla, nada menos! Sendas redes de Compulsión se ciñeron en torno a ambas antes de que les diera tiempo de mover un músculo.
Las había tejido fuertes, por mor de la ira, casi tanto como para hacerles daño, y las mujeres la miraban con adoración, los ojos y las bocas abiertas en un gesto de adulación, ebrias de veneración. Ahora estaban a sus órdenes; si les decía que se cortaran el cuello, lo harían. De repente, Graendal reparó en que Moghedien ya no abrazaba la Fuente. Tanta Compulsión debía de haberle causado una conmoción y la había soltado. Los sirvientes situados en la puerta no se movieron, desde luego.
—Y ahora —empezó, algo falta de aliento—, responderéis a mis preguntas. —Tenía unas cuantas que hacer, incluida quién era ese tal Moridin, si es que existía tal persona, y de dónde había salido Cyndane, pero había una incógnita que la intrigaba más que el resto—. ¿Qué esperabas ganar con esto, Moghedien? Podría decidir atar esos tejidos sobre ti. Puedes pagar tu jueguecito sirviéndome a mí.
—No, por favor —gimió la Araña mientras se retorcía las manos. ¡De hecho, se puso a llorar!—. ¡Nos matarás a todas! ¡Por favor, debes servir al Nae’blis! Por eso vinimos. ¡Para que te pongas al servicio de Moridin!
El rostro de la joven de cabello plateado era una máscara de terror bajo la pálida luz, y su busto subía y bajaba por la agitada respiración.
Repentinamente inquieta, Graendal abrió la boca. Aquello tenía cada vez menos sentido. Abrió la boca y la Fuente Verdadera desapareció; el Poder Único la abandonó, y la oscuridad se tragó de nuevo la estancia. En la jaula de los pájaros se desató de pronto un frenesí de píos y aleteos contra los barrotes de bambú.
A su espalda sonó una voz, áspera como una piedra que se tritura hasta convertirse en polvo.
—El Gran Señor pensó que quizá no darías crédito a lo que ellas te dijeran, Graendal. Tu tiempo de libre albedrío ha pasado.
Una bola de… algo apareció en el aire, un negro globo muerto, pero sin embargo una luz plateada llenaba la estancia. Los espejos no brillaban; parecían opacos bajo esa luz. Los pájaros se habían quedado quietos, callados; de algún modo, Graendal supo que estaban paralizados de terror.
Miró boquiabierta al Myrddraal que se había plantado allí en medio, pálido y sin ojos, vestido de un negro más profundo que el globo, y más grande que todos los que había visto en su vida. Tenía que ser la razón de que no percibiese la Fuente, ¡pero eso era imposible! Salvo que… ¿De dónde había salido aquella extraña esfera de luz negra, sino de él? Jamás había sentido el miedo que otros experimentaban bajo la mirada de un Myrddraal, no en el mismo grado, pero sus manos se alzaron por voluntad propia y tuvo que esforzarse para bajarlas y evitar que le taparan la cara. Al echar una ojeada hacia Moghedien y Cyndane, se encogió. Habían adoptado la misma postura que sus sirvientes, postradas de rodillas, las cabezas contra el suelo. En señal de respeto al Myrddraal. Le costó trabajo llevar algo de saliva a su boca.
—¿Eres un mensajero del Gran Señor? —La voz no le temblaba, pero sonó débil. Que ella supiera, el Gran Señor nunca había enviado como mensajero a un Myrddraal, pero… La cobardía de Moghedien era evidente, pero seguía siendo una Elegida, y sin embargo se postraba como la chica. Y estaba la luz. Graendal se encontró deseando para sus adentros que su vestido no tuviese un escote tan bajo. Ridículo, desde luego; los apetitos de los Myrddraal por las mujeres eran bien conocidos, pero ella era una de los… Sus ojos se desviaron de nuevo hacia Moghedien.
El Myrddraal pasó a su lado sinuosamente, en apariencia sin prestarle la menor atención. Su larga y negra capa colgaba inmóvil a pesar de sus movimientos. Aginor había pensado que esos seres no estaban en el mundo exactamente como todo lo demás; «ligeramente desfasados con el tiempo y la realidad», lo había llamado, fuera lo que fuera eso.
—Soy Shaidar Haran. —Deteniéndose junto a los sirvientes de Graendal, el Myrddraal se inclinó para agarrarlos por la nuca, uno en cada mano—. Cuando hablo, considéralo como si oyeses la voz del Gran Señor de la Oscuridad. —Aquellas manos apretaron y sonó el ruido de huesos al partirse, sorprendentemente fuerte. El joven sufrió un espasmo y pataleó mientras moría; la muchacha colgó inerte, sin más. Habían sido dos de sus favoritos. El Myrddraal se desentendió de los cadáveres y se incorporó—. Soy su mano en este mundo, Graendal. Cuando estás ante mí, estás ante él.
Graendal reflexionó detenidamente, pero con rapidez. Estaba asustada, una emoción que, por costumbre, inspiraba ella a otros, no al contrario, pero sabía cómo controlar su miedo. Si bien nunca había dirigido ejércitos, como algunos de los otros habían hecho, tampoco le era desconocido el peligro ni era cobarde, pero esto era algo más que una simple amenaza. Moghedien y Cyndane continuaban postradas, con las cabezas pegadas al suelo de mármol, la primera temblando visiblemente. Graendal creyó al Myrddraal. O lo que quiera que fuese realmente. El Gran Señor estaba interviniendo de manera más directa en los acontecimientos, como ella había temido que acabaría haciendo. Y si descubría su confabulación con Sammael… Si decidía tomar medidas, mejor dicho, ya que apostar a que no lo supiese a esas alturas era un envite absurdo. Se arrodilló ante el Myrddraal.
—¿Qué quieres que haga? —Su voz había recuperado la firmeza. Ser flexible cuando no había alternativa no era cobardía; quienes no se sometían al Gran Señor por propia voluntad acababan doblegados por la fuerza. O partidos en dos—. ¿He de llamarte Gran Amo o prefieres otro título? No me sentiría cómoda dirigiéndome a alguien, incluso a la mano del Gran Señor, con el mismo tratamiento que le daría a él.
Increíblemente, el Myrddraal se echó a reír. Sonaba como hielo resquebrajándose. Los Myrddraal jamás reían.
—Eres más valiente que la mayoría. Y más lista. En tu caso, bastará con Shaidar Haran. Siempre y cuando recuerdes quién soy. Siempre y cuando no dejes que tu arrojo supere tu miedo más de lo debido.
Mientras el ser impartía sus órdenes —una visita al tal Moridin era la primera y principal, al parecer; tendría que estar en guardia contra Moghedien y quizá también contra Cyndane, por si buscaban vengarse del breve uso de la Compulsión; dudaba que la chica fuera más indulgente que la Araña—, Graendal decidió no mencionar la carta que había enviado a Rodel Ituralde. Nada de lo que se le estaba diciendo indicaba que sus actos pudieran contrariar al Gran Señor, y todavía debía considerar su propia posición. Moridin, quienquiera que fuese, podría ser el Nae’blis hoy por hoy, pero siempre había un mañana.
Agarrándose para evitar las sacudidas del carruaje de Arilyn, Cadsuane retiró una de las cortinillas de cuero lo suficiente para ver el exterior. Caía una lluvia menuda sobre Cairhien desde un cielo cubierto de nubes plomizas, arrastradas por vientos arremolinados. Pero no soplaban sólo allá arriba. Más que debido a su movimiento de avance, el carruaje se zarandeaba por las fuertes ráfagas. Sintió en la mano las punzadas de gotitas menudas, frías como hielo. Si la temperatura bajaba un poco más, nevaría. Se arrebujó en la capa de lana; se había alegrado de encontrarla en el fondo de sus alforjas. Iba a hacer más frío.
Los tejados de pizarra, con sus pronunciados caballetes, así como los adoquines de las calles, brillaban húmedos, y aunque la lluvia no era fuerte, pocas personas estaban dispuestas a hacer frente al fuerte viento. Una mujer que conducía un carro tirado por un buey, al que daba golpecitos de una larga aguijada, se movía tan pacientemente como su animal, pero casi todos los que iba a pie se arrebujaban en sus capas, llevaban bien caladas las capuchas y caminaban a paso vivo entre los porteadores de palanquines, cuyos con ondeaban al viento. Sin embargo, otros, aparte de la mujer del carro y su buey, no veían razón para apresurarse. Plantado en medio de la calle, un altísimo Aiel contemplaba boquiabierto el cielo, con incredulidad, mientras la llovizna lo empapaba, tan absorto que un osado ratero cortó la cinta de su bolsa de dinero atada al cinturón y se alejó raudamente sin que su víctima se percatara. Una mujer, cuyo complejo peinado alto de rizos y bucles la señalaba como una noble, caminaba sin prisa, con la capa ondeando violentamente, al igual que la larga capucha. Seguramente ésa era la primera vez en su vida que iba a pie por la calle, pero reía alegremente mientras la lluvia resbalaba por sus mejillas. Desde el umbral de una tienda de perfumes, la comerciante miraba hacia fuera desconsoladamente; ese día haría poco negocio. Casi todos los vendedores ambulantes habían desaparecido de las calles por la misma razón, pero unos cuantos seguían voceando sus mercancías —té caliente y empanadas de carne— desde los carros resguardados bajo toldos improvisados. Cualquiera que comprase una empanada de carne en la calle en ese momento se merecía el dolor de tripa que le produciría.
Un par de chuchos hambrientos salieron corriendo de un callejón, con el pelo del lomo erizado, ladrando y gruñendo al carruaje. Cadsuane dejó caer la cortinilla. Los perros parecían reconocer a las mujeres que podían encauzar tan fácilmente como los gatos, pero parecían pensar que las mujeres eran gatos, aunque anormalmente grandes. Las dos mujeres sentadas enfrente de ella seguían conversando.
—Perdona —decía Daigian—, pero la lógica es ineludible. —Inclinó la cabeza, disculpándose, y la piedra de la luna, colgada de una cadenilla de plata enganchada al cabello, se meció sobre su frente. Sus dedos quitaron motitas inexistentes en los fuelles blancos de la oscura falda, y habló rápidamente, como si temiese ser interrumpida—. Si se acepta que el persistente calor era obra del Oscuro, entonces este cambio ha de deberse a otros medios. Él no habría cejado en su propósito. Podría argumentarse que había decidido congelar o anegar el mundo en lugar de recalentarlo, pero ¿por qué? De haber seguido el calor durante toda la primavera, los muertos habrían superado a los vivos, sin que importara si en verano nevaba. En consecuencia, lógicamente, es otra mano la que está actuando.
La seguridad en sí misma de la regordeta mujer a veces resultaba desquiciante, pero, como ocurría siempre, Cadsuane encontró impecable su lógica. Ojalá supiera la mano de quién y con qué fin.
—¡Paz! —rezongó Kumira—. Preferiría unos gramos de prueba poco concluyente que toneladas de tu lógica de Ajah Blanco. —Ella pertenecía al Marrón, aunque era poco dada a caer en los defectos habituales de sus hermanas de Ajah. Atractiva, con el cabello corto, era práctica y realista, una perspicaz observadora, y nunca se abstraía hasta el punto de perder de vista el mundo que la rodeaba. No bien había acabado de hablar cuando dio unas palmaditas a Daigian en la rodilla y le dirigió una sonrisa que cambió la expresión de sus azules ojos de brusca a cordial. Los shienarianos eran corteses, por regla general, y Kumira ponía cuidado en no ofender. Sin querer, al menos—. Pon a trabajar tu gran intelecto en lo que podemos hacer con respecto a las hermanas retenidas por los Aiel. Sé que se te ocurrirá algo, si hay una posibilidad.
—Se merecen lo que les pase —resopló despectivamente Cadsuane. No la habían dejado acercarse a las tiendas de los Aiel, como tampoco a ninguna de sus compañeras, pero algunas de las necias que habían jurado lealtad al chico al’Thor se habían aventurado a entrar en el extenso campamento y habían salido de él pálidas y debatiéndose entre la indignación y las ganas de vomitar. En condiciones normales, también a ella la habría encolerizado la afrenta a la dignidad Aes Sedai, fueran cuales fueren las circunstancias; entonces no. Para lograr su objetivo habría hecho desfilar en cueros por las calles a toda la Torre Blanca. ¿Cómo iba, pues, a preocuparle el malestar de unas mujeres que podrían haber echado todo a perder?
Kumira abrió la boca para protestar a pesar de saber lo que Cadsuane pensaba, pero ésta continuó, tranquila pero implacable:
—Quizá lloren bastante para expiar el desaguisado que han hecho, pero lo dudo. No están a nuestro cuidado, y si estuviesen a mi cargo, puede que se las entregara a los Aiel. Olvídalas, Daigian, y emplea ese estupendo intelecto tuyo en la tarea que te he encomendado.
Las pálidas mejillas de la cairhienina enrojecieron por el halago. Gracias a la Luz que no era así, excepto con otras hermanas. Kumira guardaba silencio, el semblante sosegado, las manos sobre el regazo. Puede que ahora estuviera circunspecta, pero había pocas cosas que refrenaran mucho tiempo su brío habitual. Eran exactamente las dos mujeres que Cadsuane quería a su lado ese día.
El carruaje se inclinó hacia atrás al empezar a subir la larga rampa que conducía al Palacio del Sol.
—Recordad lo que os he dicho —advirtió con firmeza—. ¡Y tened cuidado!
Contestaron que lo tendrían, y más les valía. Si las circunstancias lo requiriesen las utilizaría como mantillo, y también a otras, pero no pensaba perder a ninguna de las dos porque se volvieran descuidadas.
No hubo retrasos ni paradas para permitir el paso del carruaje al patio de palacio. Los guardias reconocieron el emblema de Arilyn en las puertas, y sabían quién debía de ir dentro. El carruaje había ido a palacio con frecuencia la semana previa. En el momento en que los caballos se detuvieron, un lacayo de mirada inquieta, uniformado de riguroso negro, abrió la puerta del vehículo, sosteniendo una amplia sombrilla de tela impermeable. La lluvia goteaba desde el borde sobre su cabeza descubierta; claro que no era para protegerse él del agua.
Tras tocar rápidamente los adornos que colgaban de su moño para asegurarse de que todos seguían allí —jamás había perdido uno, pero ello se debía a que tenía mucho cuidado—, Cadsuane asió las asas de su costurero de mimbre, que llevaba debajo del asiento, y bajó del carruaje. Seis lacayos aguardaban detrás del primero, todos ellos con sombrillas. Habría resultado muy incómodo viajar en el vehículo con tantas pasajeras, pero los lacayos no estaban dispuestos a quedarse cortos, y los que sobraban no se alejaron hasta que resultó evidente que sólo venían ellas tres.
Obviamente, habían visto llegar el carruaje. Sirvientes vestidos de negro, ellos y ellas, formaban una perfecta fila en el gran vestíbulo, con sus baldosas de color azul profundo y dorado y su techo de cúpula cuadrada, de diez metros de altura. Salieron a su encuentro prestamente para coger las capas, ofrecer pequeñas toallas de lino por si alguna necesitaba secarse la cara o las manos, y presentando copas de porcelana de los Marinos con ponche caliente, que despedía un intenso aroma a especias. Una bebida de invierno, si bien la repentina caída de la temperatura la hacía adecuada. Y, después de todo, era invierno. Por fin.
Tres Aes Sedai esperaban a un lado, entre las macizas columnas cuadradas de mármol oscuro, delante de altos y pálidos frisos que representaban batallas sin duda importantes para Cairhien, pero Cadsuane no hizo caso del trío. Uno de los jóvenes criados llevaba una pequeña figura, roja y dorada, bordada en el lado izquierdo de la pechera de la chaqueta, lo que la gente llamaba un dragón. Corgaide, la mujer de gesto grave y cabello gris que dirigía el cuerpo de servicio del Palacio del Sol, no lucía ornamento alguno, salvo el gran aro con pesadas llaves que colgaba de su cintura. Nadie más llevaba decoración en sus uniformes, y, a pesar del aparente entusiasmo del joven, era Corgaide, la Depositaria de las Llaves, la que marcaría la disposición de ánimo de los criados. Con todo, había permitido al joven su bordado; un punto que había que recordar. Cadsuane habló con ella en voz baja, preguntándole por una estancia en la que pudiese trabajar con su bastidor de bordar sin que la molestaran, y la mujer ni siquiera parpadeó ante semejante petición. Claro que, sirviendo en ese sitio, sin duda habría oído cosas más raras.
Cuando los criados, con las capas y las bandejas, hicieron reverencias e inclinaciones de cabeza para marcharse, Cadsuane se volvió finalmente hacia las tres hermanas que estaban entre las columnas. Todas la miraban, haciendo caso omiso de Kumira y Daigian. Corgaide se quedó, pero a cierta distancia para que las Aes Sedai tuviesen intimidad.
—No esperaba encontraros paseando a vuestras anchas —comentó Cadsuane—. Creía que las Aiel hacían trabajar de firme a sus aprendizas.
Faeldrin apenas reaccionó, excepto por un leve gesto con la cabeza que hizo repicar apagadamente las cuentas multicolores que adornaban sus trencillas, pero Merana enrojeció, azorada, y apuñó la falda con fuerza. Los acontecimientos la habían alterado tan profundamente que Cadsuane no estaba segura de que pudiera recobrarse nunca. Bera, por supuesto, se mostraba imperturbable.
—A casi todas nos dieron el día libre por la lluvia —respondió con calma Bera.
Robusta, con su vestido sencillo —de paño fino y bien cortado, pero decididamente simple—, podría pensarse que se sentiría más a gusto en una granja que en un palacio. Sería una necedad. Bera tenía una mente perspicaz y una voluntad de hierro, y Cadsuane no creía que hubiese cometido el mismo error dos veces. Como la mayoría de las hermanas, no había superado del todo encontrarse con Cadsuane Melaidhrin, viva y en carne y hueso, pero no permitía que el sobrecogimiento la dominara. Tras coger aire un instante, continuó.
—No entiendo por qué sigues viniendo, Cadsuane. Obviamente, quieres algo de nosotras, pero a menos que nos digas qué es, no podremos ayudarte. Sabemos lo que hiciste por el lord Dragón —se atrancó un poco con el título; todavía no sabían cómo llamar al chico—, pero es evidente que viniste a Cairhien por él, y hasta que nos digas por qué y qué te propones, debes entender que no encontrarás ayuda en nosotras.
Faeldrin, otra Verde, dio un respingo ante el tono atrevido de Bera, pero asintió en conformidad antes de que su compañera hubiese acabado de hablar.
—También debes entender otra cosa —añadió Merana, recobrada ya la serenidad—. Si decidimos que debemos oponernos a ti, lo haremos.
El semblante de Bera no cambió, pero los labios de Faeldrin se apretaron durante un instante. Quizá no estaba de acuerdo, y tal vez no quería revelar demasiado.
Cadsuane les dedicó una sonrisa apenas esbozada. ¿Decirles por qué y qué? ¿Que si decidían? Hasta ahora, lo que habían conseguido era meterse en las alforjas del joven al’Thor, atadas de pies y manos, incluso Bera. ¡Mala recomendación para dejarles que decidieran siquiera qué ponerse por la mañana!
—No vine a veros a vosotras —dijo—. Aunque supongo que Kumira y Daigian disfrutarían con una visita, ya que tenéis el día libre. Si me disculpáis.
Haciendo un ademán a Corgaide para que le indicara el camino, siguió a la mujer a través del vestíbulo principal. Sólo miró atrás una vez. Bera y las otras ya se habían hecho cargo de Kumira y Daigian y las conducían fuera del vestíbulo, pero no precisamente como invitadas bien recibidas. Más bien como gansos llevados al corral. Cadsuane sonrió. La mayoría de las hermanas consideraban a Daigian poco mejor que una espontánea y la trataban poco mejor que a una criada. En semejante compañía, Kumira no salía mucho mejor parada. Ni siquiera las más desconfiadas sospecharían que estaban allí para intentar convencer de algo a alguien. Así pues, Daigian serviría el té y guardaría silencio salvo cuando alguien le hablara, y aplicaría su excelente inteligencia en todo lo que oyera. Por su parte, Kumira dejaría que cualquiera, salvo Daigian, hablara antes que ella, y tomaría nota y clasificaría cada palabra, cada gesto y cada mueca. Bera y las otras cumplirían el juramento hecho al chico, por supuesto —eso se daba por sentado— pero con cuánta diligencia era otra cuestión. Hasta Merana podría no sentirse muy inclinada a ir más allá de la mera obediencia. Bastante malo era, si bien les dejaba bastante libertad de acción para maniobrar. O para que las manejaran.
Sirvientes de uniforme oscuro iban y venían presurosos en sus tareas por los amplios pasillos adornados con tapices, y se apartaban para dejar paso a Cadsuane y a Corgaide; las dos avanzaron en medio de profundas reverencias e inclinaciones de cabeza realizadas por encima de cestos, bandejas y montones de toallas. Por el modo en que todos los ojos observaban a Corgaide, Cadsuane sospechaba que la deferencia era tanto por la Depositaria de las Llaves como por una Aes Sedai. También había unos cuantos Aiel por los pasillos, hombres muy grandes, de ojos fríos como leones, y mujeres semejantes con ojos aún más fríos, de leopardos. Algunas de aquellas miradas la siguieron con suficiente frialdad como para hacer caer la nieve que amenazaba fuera, pero otros Aiel la saludaron con un serio cabeceo, y aquí y allí una de las mujeres de mirada feroz llegó incluso a sonreír. En ningún momento se había atribuido ser quien había salvado la vida a su Car’a’carn, pero las historias cambiaban al contarlas una y otra vez, y dicha creencia le otorgaba más respeto que a cualquier otra hermana y, ciertamente, más libertad de movimientos por palacio. Se preguntó qué opinarían si supieran que, de haber tenido delante al chico en ese momento, le habría resultado muy difícil contenerse para no arrancarle la piel. Apenas había pasado una semana desde que casi lo habían matado, y no sólo se las había ingeniado para esquivarla completamente, sino que había hecho su tarea aún más difícil, si la mitad de lo que había oído era verdad. Lástima que no se hubiese criado en Far Madding. Claro que eso podría haber conducido a la catástrofe.
El cuarto al que Corgaide la condujo estaba gratamente caldeado, con el fuego ardiendo en chimeneas de mármol a ambos extremos de la estancia y las lámparas encendidas, llamas reflejadas en torres de cristal que ahuyentaban la penumbra del día. Era evidente que Corgaide había impartido órdenes previamente para que lo prepararan, mientras esperaba en el vestíbulo de entrada. Una criada apareció casi al mismo tiempo que ellas, con té caliente, ponche de especias sobre una bandeja y pastelillos glaseados con miel.
—¿Deseáis algo más, Aes Sedai? —preguntó Corgaide al tiempo que Cadsuane dejaba su cesto de labor junto a la bandeja, sobre una mesa con el borde y las patas profusamente dorados. Y también severamente tallados, al igual que la ancha cornisa, asimismo dorada. Siempre que visitaba Cairhien, Cadsuane tenía la sensación de encontrarse en un estanque de peces dorados. A pesar de la luz y la agradable temperatura, la lluvia resbalando en el exterior de las altas y estrechas ventanas y el cielo gris acentuaban la impresión.
—Con el té será suficiente —contestó—. Si hacéis el favor, decidle a Alanna Mosvani que quiero verla. Comunicádselo sin demora.
Las llaves de Corgaide tintinearon cuando la mujer saludó con una reverencia al tiempo que murmuraba con tono respetuoso que buscaría personalmente a «Alanna Aes Sedai». Su expresión grave no varió al marcharse. Muy probablemente estaría examinando la petición buscando sutilezas. Cadsuane prefería ser directa, cuando era posible. Había hecho meter la pata a muchas personas listas que no habían creído que decía exactamente lo que quería decir.
Abrió la tapa del cesto de costura y sacó el bastidor de bordar, con una labor a medias envuelta alrededor. El cesto tenía bolsillos cosidos en el interior para guardar artículos que no tenían nada que ver con la costura. Su espejo de marfil, un cepillo y un peine, un estuche de plumas y un tintero firmemente cerrado, distintas cosas que a lo largo de los años le había resultado útil tener a mano, incluidas algunas que habrían sorprendido a cualquiera con el valor necesario para registrar el interior del cesto. Tampoco es que lo dejara fuera de su vista muy a menudo. Puso con cuidado la cajita de plata para guardar hilos en la mesa, seleccionó las madejas que necesitaba y se sentó de espaldas a la puerta. El motivo principal de su bordado —una mano masculina asiendo el antiguo símbolo Aes Sedai— estaba terminado. Unas grietas surcaban el disco blanco y negro, y era imposible discernir si la mano intentaba mantenerlo de una pieza o romperlo en pedazos. Ella sabía lo que quería representar, pero el tiempo diría cuál era la verdad.
Enhebró una aguja y se puso a trabajar en uno de los motivos secundarios, una rosa de color rojo intenso. Rosas, crisantemos y jacintos se alternaban con margaritas, trinitarias y caléndulas, todas separadas por bandas de punzantes ortigas y brezo de afiladas púas. Cuando estuviese terminada, sería una pieza inquietante.
Antes de que hubiese bordado medio pétalo de la rosa, un fugaz movimiento, reflejado en la tapa pulida de la caja de hilos, atrajo su atención. La había colocado cuidadosamente para que reflejase la puerta. No levantó la cabeza del bastidor, Alanna se encontraba allí, mirando hoscamente su espalda. Cadsuane siguió el lento trabajo con la aguja, pero observó cada movimiento con el rabillo del ojo. Dos veces, Alanna se volvió a medias, como para marcharse, y luego, finalmente, se puso erguida, armándose de valor de manera ostensible.
—Entra, Alanna. —Sin alzar todavía la cabeza, Cadsuane señaló un punto frente a ella—. Ponte ahí. —Sonrió irónicamente cuando la otra mujer dio un respingo. Tenía sus ventajas ser una leyenda viviente; la gente rara vez se fijaba en lo obvio cuando trataba con un mito.
Alanna se internó en la habitación envuelta en el frufrú de la falda de seda y se situó en el lugar indicado por Cadsuane, pero en sus labios había un rictus malhumorado.
—¿Por qué insistes en importunarme? —demandó—. No puedo decirte nada más de lo que ya te he contado. ¡Y aunque pudiese, no sé si lo haría! ¡Él es m…!
Se interrumpió bruscamente y se mordió el labio inferior, pero habría dado igual si hubiese terminado la frase. El chico al’Thor era suyo, le pertenecía; era su Guardián. ¡Tenía la desfachatez de pensar eso!
—He guardado en secreto tu delito —manifestó quedamente Cadsuane—, pero sólo porque no vi razón para complicar más las cosas. —Alzó los ojos hacia la otra mujer y mantuvo el tono suave—. Si crees que ello significa que no voy a calarte como a una berza para sacarle el cogollo, piénsalo otra vez.
Alanna se puso tensa y el brillo del saidar la envolvió.
—Allá tú, si quieres actuar como una redomada estúpida. —Cadsuane sonrió, fríamente. No hizo intención de abrazar la Fuente. Uno de los adornos del cabello, unas medias lunas de oro entretejidas, tenía un tacto frío contra su sien—. Hasta ahora conservas entero el pellejo, pero mi tolerancia tiene un límite. De hecho, pende de un hilo.
Alanna luchó consigo misma e, inconscientemente, se alisó la falda de seda azul. De repente, el brillo del Poder se desvaneció, y la mujer giró hacia un lado la cabeza tan rápidamente que su negro cabello se meció.
—No sé nada más. —Las hoscas palabras salieron entrecortadas—. Estaba herido, y luego dejó de estarlo, aunque no creo que fuese una hermana la que realizó la Curación. Las heridas que nadie ha podido sanarle, siguen igual. Va de un lado a otro, Viajando, pero continúa en el sur. En alguna parte de Illian, creo, pero a esta distancia podría encontrarse en Tear, que yo sepa. Está lleno de rabia, de dolor y de desconfianza. No hay nada más, Cadsuane. ¡Nada!
Con cuidado por si la tetera de plata quemaba, Cadsuane se sirvió la infusión y tocó la fina taza de porcelana para comprobar la temperatura. Como era de esperar, el té se había enfriado enseguida en un recipiente de plata. Encauzó un momento y volvió a calentarlo. El oscuro té sabía demasiado a menta; en su opinión, los cairhieninos usaban en exceso esa hierba aromática. No le ofreció una taza a Alanna. Viajando. ¿Cómo había podido ese chico descubrir de nuevo lo que había estado perdido para la Torre Blanca desde el Desmembramiento?
—Sin embargo, me mantendrás informada ¿verdad, Alanna? —No era una pregunta—. ¡Mírame, mujer! ¡Si sueñas con él, si percibes algo, quiero saber cada detalle!
El brillo de las lágrimas empañaba los ojos de Alanna.
—¡Habrías hecho lo mismo, de estar en mi lugar!
Cadsuane frunció el entrecejo por encima de la taza. Quizá sí. No había diferencia entre lo que Alanna había hecho y un hombre que se imponía a la fuerza a una mujer, pero, que la Luz la perdonara, quizá lo habría hecho si hubiese creído que ello ayudaría a lograr su objetivo. Ahora había dejado de considerar la idea de obligar a Alanna a pasarle el vínculo a ella. La experiencia había demostrado lo inútil que era para controlarlo.
—No me tengas esperando, Alanna —instó en tono frío. No sentía lástima por ella. Era otra en una lista de hermanas, desde Moraine hasta Elaida, que habían metido la pata, con el resultado de empeorar lo que deberían haber arreglado. Y entre tanto ella había estado dando caza primero a Logain Ablar y después a Mazrim Taim. Lo cual no apaciguaba precisamente su humor.
—Te mantendré informada —musitó Alanna, haciendo un mohín como si fuese una niña.
Cadsuane ardió en deseos de abofetearla. Esa mujer llevaba el chal desde hacía casi cuarenta años; debería haber madurado a esas alturas. Claro que, era arafelina. En Far Madding, pocas chicas con veinte años se enfurruñaban y hacían tantos mohines como una arafelina postrada en el lecho de muerte por ancianidad.
Inopinadamente, los ojos de Alanna se desorbitaron en un gesto de alarma, y Cadsuane vio otra cara reflejada en la tapa de la caja de hilos. Dejó la taza en la bandeja y el bastidor sobre la mesa antes de ponerse de pie y volverse hacia la puerta. No se apresuró, pero tampoco se entretuvo con jueguecitos como antes había hecho con Alanna.
—¿Has acabado con ella, Aes Sedai? —inquirió Sorilea mientras entraba en el cuarto. La Sabia de cabello blanco y tez arrugada como un cuero viejo habló a Cadsuane, pero sus ojos no se apartaron de Alanna. Los brazaletes de marfil y oro tintinearon suavemente cuando la mujer se puso en jarras, y el chal se deslizó hasta sus codos.
Cuando Cadsuane respondió que, efectivamente, había acabado, Sorilea hizo un seco ademán a Alanna, que abandonó la habitación; en realidad, salió indignada, con la irritación y el resentimiento reflejados en su rostro. Sorilea le dirigió una mirada ceñuda. Cadsuane se había encontrado con la Sabia en otras ocasiones y, aunque breves, esos encuentros habían sido interesantes. No había conocido a muchas personas que considerara formidables, pero Sorilea era una de ellas. Quizás incluso estaba a su altura, en ciertos aspectos. Y también sospechaba que era tan mayor como ella, tal vez más, y eso era algo que nunca había esperado encontrar.
En cuanto Alanna salió, apareció Kiruna en la puerta, a buen paso y echando una ojeada al pasillo, en la dirección por la que Alanna se marchaba. Llevaba una bandeja de oro de compleja talla, sobre la que reposaba una jarra de cuello largo, también dorada y aún más trabajada, así como dos tazas de loza blanca, incongruentemente pequeñas.
—¿Por qué va corriendo Alanna? —preguntó—. Habría venido antes, Sorilea, pero… —Entonces reparó en Cadsuane y sus mejillas se pusieron rojas como la grana. La turbación resultaba chocante en la escultural mujer.
—Deja la bandeja sobre la mesa, muchacha —indicó Sorilea—. Y ve a reunirte con Chaelin. Te estará esperando para darte las clases.
Con fría formalidad, Kiruna soltó su carga, evitando los ojos de Cadsuane. Mientras se volvía para marcharse, Sorilea la cogió de la barbilla con sus dedos huesudos.
—Has empezado a esforzarte realmente, muchacha —dijo firmemente la Sabia—. Si sigues así, lo harás muy bien. Muy bien. Ahora, vete. Chaelin no tiene tanta paciencia como yo.
Sorilea realizó un ademán hacia el corredor, pero Kiruna permaneció mirándola de hito en hito unos instantes, con una expresión rara. Si Cadsuane hubiese tenido que apostar, habría dicho que a Kiruna la complacía el halago y que la sorprendía sentirse así. La mujer de cabello blanco abrió la boca, y Kiruna se obligó a reaccionar y salió apresuradamente del cuarto. Un espectáculo increíble.
—¿Piensas realmente que aprenderán vuestros modos de tejer el saidar? —preguntó Cadsuane, disimulando su incredulidad. Kiruna y las otras le habían hablado de las lecciones, pero muchos de los tejidos de las Sabias eran diferentes de los que se enseñaban en la Torre Blanca. El primer modo en que se aprendía a tejer para algo en particular dejaba su impronta; aprender un segundo modo era casi imposible, e incluso si se conseguía, el segundo tejido casi nunca funcionaba, ni de lejos, tan bien como el primero. Ésa era una de las razones por las que algunas hermanas no acogían de buen grado a las espontáneas, tuviesen la edad que tuviesen; podría ser mucho lo que habían aprendido ya, y eso no podía borrarse.
—Quizá. —Sorilea se encogió de hombros—. Aprender un segundo modo ya es bastante difícil de por sí, sin contar con todo ese agitar de manos que las Aes Sedai hacéis. Lo más importante que Kiruna Nachiman debe aprender es que es dueña de su orgullo, no al contrario. Será una mujer muy fuerte una vez que aprenda eso.
Movió una silla para situarla enfrente de la que había ocupado Cadsuane, la miró dubitativamente y luego se sentó. Su actitud era tan tiesa e incómoda como la de Kiruna, pero gesticuló autoritariamente indicando a Cadsuane que tomara asiento; se notaba que era una mujer de carácter, voluntariosa, acostumbrada a mandar.
Cadsuane contuvo una risita desganada mientras se sentaba. No estaba de más recordar que, espontáneas o no, las Sabias distaban mucho de ser unas ignorantes salvajes. Pues claro que tenían que conocer las dificultades. En cuanto a lo de «todo ese agitar de manos»… Muy pocas habían encauzado cuando podía verlas, pero había advertido que creaban algunos tejidos sin los gestos que usaban las hermanas. El movimiento de manos no formaba parte realmente del tejido, pero en cierto modo sí lo era porque se utilizaba durante su aprendizaje. Antaño, quizás hubo Aes Sedai que pudieron, por ejemplo, arrojar una bola de fuego sin realizar algún ademán de lanzamiento, pero, si fue así, llevaban mucho tiempo muertas y sus enseñanzas habían desaparecido con ellas. Actualmente, algunas cosas no podían llevarse a cabo sin los gestos apropiados. Había hermanas que afirmaban ser capaces de discernir quién había sido la maestra de otra hermana merced a los movimientos que realizaba para crear un tejido.
—Enseñar cualquier cosa a nuestras nuevas aprendizas ha sido difícil en el mejor de los casos —continuó Sorilea—. No digo esto con intención de ofender, pero vosotras, las Aes Sedai, prestáis un juramento y parece que de inmediato intentáis encontrar un modo de soslayarlo. Alanna Mosvani es particularmente difícil. —De repente sus ojos, de color verde claro, clavaron una intensa mirada en Cadsuane—. ¿Cómo podemos castigar sus reiteradas faltas si hacerlo significa dañar al Car’a’carn?
Cadsuane entrelazó las manos sobre el regazo. Ocultar la sorpresa no le fue fácil. Adiós al secreto del delito de Alanna. Pero ¿por qué esa mujer le descubría lo que sabía? Quizás una revelación requería otra.
—El vínculo no funciona así —aclaró—. Si la matáis, él morirá, al mismo tiempo o poco después. Aparte de eso, él será consciente de lo que le ocurre, pero no lo sentirá realmente. De hecho, con lo lejos que está ahora sólo lo percibirá vagamente.
Sorilea asintió despacio. Sus dedos tocaron la bandeja de oro que había sobre la mesa, pero se apartaron enseguida. Su expresión resultaba tan difícil de descifrar como el semblante de una estatua, pero Cadsuane sospechó que Alanna iba a encontrarse con una desagradable sorpresa la próxima vez que se dejara llevar por un acceso de ira o diera rienda suelta a sus enfurruñamientos de arafelina. Eso no tenía importancia, sin embargo. Lo único importante era el chico.
—La mayoría de los hombres tomarán lo que se les ofrezca si parece atractivo o agradable —dijo Sorilea—. Hubo un tiempo en que pensamos que Rand al’Thor era así. Por desgracia, es demasiado tarde para cambiar el camino escogido en su momento. Ahora, sospecha de todo lo que se le ofrece de buen grado. Ahora, si quiero que acepte algo, he de fingir que no quiero que lo tenga. Si quiero estar cerca de él, fingiré que me es indiferente si vuelvo a verlo o no.
De nuevo sus ojos se clavaron en Cadsuane cual taladros verdes. Pero no intentaron leerle los pensamientos. Esa mujer lo sabía. Parte, al menos. Suficiente. Tal vez demasiado.
Con todo, Cadsuane sintió un creciente entusiasmo por las posibilidades. Si había albergado alguna duda de que Sorilea quería tantearla, desapareció. No se tanteaba a alguien así a menos que se esperara alcanzar algún acuerdo.
—¿Crees que un hombre ha de ser duro? —preguntó, sabiendo el riesgo que corría—. ¿O fuerte? —Su tono dejó muy claro que, a su entender, lo uno era distinto de lo otro.
Una vez más, Sorilea tocó la bandeja; un mínimo atisbo de sonrisa pareció curvar sus labios un instante. O quizá no.
—Casi todos los hombres consideran que son la misma cosa, Cadsuane Melaidhrin, pero lo fuerte resiste, y lo duro se hace pedazos.
La Aes Sedai respiró hondo. De haber corrido ese riesgo cualquier otra persona, se habría explayado a gusto, vapuleándola por su temeridad. Pero ella no era cualquiera, y a veces había que arriesgarse.
—El chico las confunde —dijo—. Necesita ser fuerte, y se hace cada vez más duro. Ya lo es demasiado, y no parará hasta que se lo frene. Ha olvidado reír, excepto con amargura; no le quedan lágrimas. A menos que vuelva a encontrar la risa y el llanto, el mundo se enfrenta al desastre. Debe aprender que hasta el Dragón Renacido es de carne y hueso. Si va al Tarmon Gai’don tal como está ahora, incluso su victoria puede ser tan aciaga como su derrota.
Sorilea escuchó atentamente y guardó silencio aun después de que Cadsuane hubo acabado. Aquellos verdes ojos la estudiaron.
—Vuestro Dragón Renacido y vuestra Última Batalla no están en nuestras profecías —dijo finalmente—. Hemos intentado que Rand al’Thor conozca su linaje, su sangre, pero me temo que sólo nos ve como otra lanza. Si una lanza se rompe en tu mano, no te detienes a llorar su pérdida antes de empuñar otra. Tal vez tú y yo tenemos metas que no difieren tanto.
—Tal vez —contestó cautamente la Aes Sedai. Unas metas que tuvieran diferencias, por pocas que fueran, podrían no ser iguales en absoluto.
De repente, el brillo del saidar envolvió a la Sabia. Era lo bastante débil en el Poder para que Daigian pareciese moderadamente fuerte, como poco. Claro que la fuerza de Sorilea no residía en el Poder.
—Hay algo que quizá te resulte útil —dijo—. Yo soy incapaz de hacerlo funcionar, pero puedo tejer los flujos para mostrártelo.
Hizo eso exactamente, situando débiles hilos que ocuparon su lugar y desaparecieron, demasiado pobres para realizar su cometido.
—Se llama Viajar —manifestó Sorilea.
Esta vez, Cadsuane se quedó boquiabierta. Alanna, Kiruna y las demás negaban haber enseñado a las Sabias la coligación o cualquiera de las otras habilidades que de repente parecían poseer, y Cadsuane había dado por sentado que las Aiel se las habían ingeniado para sacárselas a las hermanas retenidas en las tiendas. Pero esto era…
Imposible, habría dicho; sin embargo, no creía que Sorilea estuviese mintiendo. Se moría de ganas por probar el tejido, si bien tampoco es que fuera muy útil de inmediato. Aunque supiera exactamente dónde se encontraba el condenado chico, tenía que conseguir que acudiera a ella. En eso, Sorilea tenía razón.
En esta ocasión no hubo duda de la fugaz sonrisa que asomó a los labios de la Sabia. Sabía muy bien que estaba en deuda con ella. A continuación, cogió con ambas manos la pesada jarra de oro y llenó cuidadosamente las dos tacitas. Con agua clara. No derramó ni una gota.
—Te ofrezco el juramento del agua —dijo solemnemente mientras cogía uno de los pequeños recipientes—. Con esto, quedamos unidas como una sola para enseñar a Rand al’Thor la risa y el llanto. —Bebió y Cadsuane hizo otro tanto.
—Quedamos unidas como una sola. —¿Y si las metas resultaban no ser iguales en absoluto? No subestimaba a Sorilea como aliada ni como adversaria, pero Cadsuane sabía cuál era la meta que había que alcanzar. A toda costa.