23 Niebla de guerra, tormenta de batalla

No llovía, por el momento. Rand guió a Tai’daishar alrededor de un árbol arrancado de raíz, atravesado en la ladera, y miró ceñudo al hombre muerto que yacía despatarrado, boca arriba, detrás del tronco. El tipo era bajo y fornido, con el rostro surcado de arrugas, y llevaba una armadura de placas imbricadas, lacadas en azul y verde; sin embargo, el hecho de que sus ojos muertos estuviesen clavados en las oscuras nubes le hacía parecerse bastante a Eagan Padros, incluso en la pierna que le faltaba. Saltaba a la vista que había sido un oficial. La espada tirada junto a su mano extendida tenía la empuñadura de marfil, tallada a semejanza de una mujer, y su yelmo lacado, con forma de cabeza de insecto, lucía dos largas plumas azules.

Árboles desgajados de raíz o hechos pedazos, y otros muchos ardiendo de punta a punta, sembraban la ladera de la montaña en un tramo de quinientos pasos. También estaba cubierta de cadáveres, hombres que habían sido despedazados cuando el saidin surcó la ladera montañosa como un escarificador. La mayoría llevaba velos de malla cubriéndoles la cara y petos pintados con rayas horizontales. No había ninguna mujer, gracias a la Luz. Los caballos heridos habían sido sacrificados, otra cosa por la que dar gracias. Era increíble lo fuerte que podía relinchar de dolor un caballo.

«¿Es que crees que los muertos guardan silencio? —La risa de Lews Therin sonó áspera en su cabeza—. ¿De verdad lo crees? —La voz adquirió un timbre mezcla de pena y rabia—. ¡A mí me gritan!»

«También a mí —pensó tristemente Rand—. No puedo permitirme el lujo de escucharlos, pero ¿cómo se los puede hacer callar?»

Lews Therin empezó a llorar por su perdida Ilyena.

—Una gran victoria —entonó Weiramon detrás de Rand, aunque a continuación rezongó—. Pero con escaso honor. Los métodos clásicos son mejores.

El barro cubría literalmente la chaqueta de Rand, mientras que, cosa por demás sorprendente, Weiramon aparecía tan pulcro como lo había estado en el Camino de la Plata. Su yelmo y su peto relucían de limpios. ¿Cómo se las arreglaba? Al final, los taraboneses habían cargado, armados con lanzas y mucho coraje, contra el Poder Único, y Weiramon había lanzado su propia carga para destrozarlos. Sin órdenes de hacerlo y seguido por todos los tearianos con excepción de los Defensores, incluido, quién lo hubiera dicho, un Torean medio borracho. También por Semaradrid y Gregorin Panar, con la mayoría de los cairhieninos e illianos. En esos momentos, había resultado duro quedarse al margen, sin hacer nada, y todos los hombres querían enfrentarse a algo real contra lo que luchar. Los Asha’man podrían haberlo hecho más deprisa, aunque también de un modo más sucio, en cierto sentido.

Rand no había tomado parte en la lucha, excepto para situarse allí donde los hombres pudieran verlo. Le había dado miedo asir el Poder. No se atrevía a mostrar debilidad ante ellos. Ni la más mínima. Lews Therin había balbuceado espantado ante la mera idea.

Tan sorprendente como la chaqueta impoluta de Weiramon resultaba el hecho de que Anaiyella cabalgara junto a él y, por una vez, sin hacer mohines ñoños. Su semblante se mostraba crispado y desaprobador. Cosa curiosa, eso no estropeaba su belleza, ni mucho menos, tanto como lo hacían sus sonrisitas untuosas. Ni que decir tiene que la noble no había participado en la carga, como tampoco Ailil, pero el Maestro de Caballos de Anaiyella sí lo había hecho, y el hombre estaba absoluta y definitivamente muerto, con una lanza tarabonesa atravesándole el pecho. Eso no le había hecho ninguna gracia a la noble. Pero ¿por qué ir en compañía de Weiramon? ¿Era sólo cuestión de estar agrupados los tearianos? Quizá. La última vez que Rand la había visto, se encontraba con Sunamon.

Bashere condujo a su bayo ladera arriba, sorteando los cadáveres sin que en apariencia les hiciera más caso que a un tronco astillado o a un tocón ardiendo. Llevaba el yelmo colgado de la perilla de la silla, y los guanteletes metidos debajo del cinturón. Tenía todo el lado derecho pringado de barro, al igual que su montura.

—Aracome ha muerto —informó—. Flinn intentó Curarlo, pero dudo que Aracome quisiera vivir así. Hasta ahora las bajas ascienden a cincuenta, y algunos de los heridos posiblemente no sobrevivirán.

Anaiyella palideció. Rand la había visto cerca de Aracome, vomitando. Los plebeyos muertos no parecían afectarla tanto.

Rand sintió lástima por un momento. No por ella, ni tampoco mucha por Aracome, sino por Min, a pesar de que la joven se hallaba a salvo en Cairhien. Min había predicho la muerte de Aracome en una de sus visiones, así como la de Gueyam y Maraconn. Por su bien, fuera lo que fuera lo que hubiese visto, Rand esperaba que hubiese sido lo menos parecido a la realidad.

La mayoría de los soldados Asha’man estaban de nuevo explorando; pero abajo, en el amplio pradal, los accesos tejidos por los Dedicados de Gedwyn daban paso a los carros de suministros y a los animales de remonta. Los hombres que los conducían se quedaban boquiabiertos tan pronto como salían lo bastante para ver el panorama. El suelo embarrado no estaba tan arrasado como la ladera de la montaña, aunque surcos ennegrecidos, de dos pasos de anchura y cincuenta de longitud, hendían la hierba marchita, y había agujeros que posiblemente no habría podido saltar un caballo. No habían encontrado damane hasta ese momento. Rand pensaba que sólo tenía que haber habido una; si hubiesen sido más habrían causado un daño mucho mayor, considerando las circunstancias.

Los hombres se movían en torno a pequeñas lumbres donde se hervía agua para hacer té, entre otras cosas. Por una vez, se mezclaban tearianos, cairhieninos e illianos. Y no sólo los plebeyos. Semaradrid compartía su frasco de licor con Gueyam, quien se pasaba cansinamente la mano por la calva cabeza. Maraconn y Kiril Drapaneos, un hombre zanquilargo y narigudo, cuya barba cuadrada resultaba chocante en su rostro alargado, se encontraban sentados en cuclillas cerca de una de las lumbres. ¡Jugando a las cartas, aparentemente! Torean tenía a un círculo de risueños noblecillos cairhieninos alrededor, aunque seguramente sus chistes no causaban tanta risa como su modo de tambalearse y de frotarse la enorme nariz de patata. Los legionarios se mantenían aparte, pero habían acogido a los «voluntarios» que habían seguido a Padros bajo la Enseña de la Luz. Ese grupo parecía más ansioso que nadie desde que se supo cómo había muerto Padros. Los legionarios de chaquetas azules les estaban enseñando cómo cambiar de dirección al tiempo para que la unidad no se deshiciera como una bandada de gansos.

Flinn estaba con los heridos, acompañado por Adley, Morr y Hopwil. Narishma sólo era capaz de Curar cortes superficiales, poco más o menos que Rand, y Dashiva ni siquiera eso. Gedwyn y Rochaid charlaban aparte de todos los demás, sujetando sus caballos por las riendas en lo alto de la colina que se alzaba en el centro del valle. La misma en la que habían esperado coger por sorpresa a los seanchan cuando salieron a la carga por los accesos, rodeándola. Casi cincuenta muertos, más los heridos que se sumarían a esas bajas, pero la cifra habría aumentado a doscientos de no ser por Flinn y los otros que podían Curar en mayor o menor grado. Gedwyn y Rochaid no habían querido mancharse las manos y habían torcido el gesto cuando Rand los obligó a hacerlo. Uno de los muertos era uno de sus soldados Asha’man, y otro de ellos, un cairhienino carirredondo, permanecía sentado junto a una lumbre, donde se había dejado caer, con cara de ido; Rand esperaba que se debiera al hecho de haber sido lanzado por el aire al explotarle el suelo casi a los pies.

Allá abajo, en el herboso llano roturado por los surcos del Poder, Ailil conferenciaba con su Capitán de Lanzas, un hombrecillo pálido llamado Denharad. Se encontraban tan cerca que sus caballos casi se tocaban, y de vez en cuando alzaban la vista hacia la ladera, en su dirección. ¿Qué estarían tramando?

—Lo haremos mejor la próxima vez —murmuró Bashere. El general recorrió el valle con la mirada y sacudió la cabeza—. El peor error es cometer el mismo dos veces, y no caeremos en eso.

Weiramon le oyó y repitió lo mismo, pero reiterándolo veinte veces y utilizando una prosa tan florida que habría hecho palidecer de envidia a un jardín en primavera. Y sin admitir que había habido errores por su parte, naturalmente. Eludió los errores de Rand con igual habilidad.

Rand asintió, prietos los labios. La próxima vez lo harían mejor. No les quedaba más remedio, a menos que quisiera dejar enterrados a la mitad de sus hombres en esas montañas. Se preguntó qué hacer con los prisioneros.

La mayoría de los que habían escapado de la muerte en la ladera se las habían ingeniado para retirarse entre los árboles que seguían en pie. Una retirada sorprendentemente ordenada considerando las circunstancias, afirmó Bashere, aunque no parecía probable que ahora representaran una amenaza. A no ser que tuvieran damane con ellos. En cualquier caso, había unos cien hombres sentados en el suelo, apiñados, despojados de armas y armaduras, bajo la atenta vigilancia de dos docenas de Compañeros y Defensores montados. En su mayor parte taraboneses, no habían combatido como hombres obligados por sus conquistadores. Un buen número de ellos mantenía alta la cabeza y se mofaba de sus guardianes. Gedwyn había querido matarlos después de someterlos a interrogatorio. A Weiramon le importaba poco si los degollaban, pero consideraba una pérdida de tiempo torturarlos. Ninguno sabría nada útil, aseguraba; ni uno solo era de noble cuna.

Rand miró a Bashere. Weiramon seguía con su grandilocuente perorata, «… limpiar de indeseables estas montañas para vos, milord Dragón. Los aplastaremos bajo los cascos de nuestros caballos, y…», mientras Anaiyella asentía con gesto sombrío.

—Seis más, media docena menos —musitó Bashere. Se quitó barro de la punta del espeso bigote con la uña—. O, como dicen algunos de mis arrendatarios, lo que no va en lágrimas va en suspiros.

¡Pues menuda ayuda! Justo entonces una de las patrullas de Bashere empeoró las cosas. Los seis hombres aparecieron empujando a una prisionera cuesta arriba, delante de sus caballos, con el extremo romo de sus lanzas. Era una mujer de cabello negro, que llevaba un vestido azul oscuro, sucio y desgarrado, con piezas de color rojo en la pechera y la falda, sobre las que aparecían rayos. También tenía sucia la cara, y llena de churretes de lágrimas. Tropezó y casi cayó, a pesar de que el aguijoneo de las lanzas era un amago que no la tocaba realmente. La mujer dirigió una mirada desdeñosa a sus captores e incluso escupió. También miró a Rand con aire despectivo.

—¿La habéis herido? —instó. Una pregunta extraña, quizá, tratándose de un enemigo, después de lo ocurrido en el valle. Tratándose de una sul’dam. Pero le salió sin pensar.

—Nosotros no, milord Dragón —respondió el jefe de patrulla con gesto hosco—. La encontramos así. —Se rascó la mandíbula cubierta por una negra barba y miró a Bashere, como buscando apoyo—. Afirma que matamos a su Gille. Un perro favorito o un gato o algo por el estilo, a juzgar por el escándalo que ha metido. Se llama Nerith. Es lo que hemos conseguido sacarle.

La mujer se giró y volvió a enseñarle los dientes. Rand suspiró. Nada de un perro favorito. ¡No! ¡Ese nombre no pertenecía a su lista! Sin embargo, podía oír la letanía de nombres enumerándose por sí misma dentro de su cabeza, y «Gille, la damane» se encontraba entre los demás. Lews Therin gimoteó por su Ilyena. Su nombre también estaba en la lista. Rand pensaba que tenía derecho.

—¿Ésta es una Aes Sedai seanchan? —inquirió Anaiyella de repente, inclinándose sobre la perilla de la silla para mirar detenidamente a Nerith. Ésta le escupió también, con los ojos desorbitados por la indignación.

Rand explicó lo poco que sabía de las sul’dam, que controlaban mujeres capaces de encauzar, con la ayuda de un ter’angreal en forma de collar y correa, pero que ellas no podían encauzar. Para su sorpresa, la remilgada y ñoña Gran Señora manifestó fríamente:

—Si milord Dragón siente reparos, yo me encargaré de ahorcarla, en su lugar.

¡Nerith volvió a escupir a la noble! En esta ocasión, con desprecio. No le faltaba valor a la mujer.

—¡No! —bramó Rand. ¡Luz, las cosas que haría la gente para congraciarse con él! O tal vez era porque Anaiyella había mantenido una relación más estrecha con su Maestro de los Caballos que la propia entre señora y servidor. El hombre había sido un tipo robusto y algo calvo, y plebeyo, cosa que se tenía muy en cuenta entre los tearianos, pero a veces las mujeres tenían gustos raros con respecto a los hombres. Eso lo sabía él muy bien.

»Tan pronto como estemos preparados para reemprender la marcha —le dijo a Bashere—, soltad a esos hombres ahí abajo. —Llevar prisioneros cuando lanzaran el siguiente ataque quedaba descartado, y dejar a cien hombres, cien ahora, pero seguro que habría más después, para que los siguieran con los carros de suministros era arriesgarse a cincuenta percances distintos. No podían causar problemas si los dejaban atrás. Ni siquiera los que habían huido a caballo podían transmitir la alarma más deprisa de lo que se desplazaban con el Viaje.

Bashere se encogió levemente de hombros; quizá Rand tenía razón y no les causarían problemas, pero siempre existía el azar. Ocurrían cosas raras sin que hubiera necesariamente un ta’veren cerca.

Weiramon y Anaiyella abrieron la boca casi al tiempo, dispuestos a protestar, pero Rand los cortó.

—¡He hablado, y no hay nada más que añadir! Sin embargo, llevaremos a la mujer. Y a cualquier otra mujer que capturemos.

—¡Que me aspen! —exclamó Weiramon—. ¿Por qué? —El noble parecía atónito, y Bashere giró la cabeza bruscamente, sobresaltado. Anaiyella apretó los labios en un gesto de desprecio antes de que la mujer se las ingeniara para transformarlo en una sonrisa tonta para el lord Dragón. Obviamente, lo creía demasiado blando para abandonar a una mujer con los otros. Los aguardaba una dura caminata en aquel terreno, por no mencionar las raciones escasas. Y el tiempo no era el indicado para dejar a la intemperie a una mujer.

—Ya tengo suficientes Aes Sedai en mi contra para además dejar sueltas sul’dam que volverían a realizar la misma labor —les dijo. ¡La Luz sabía que era verdad! Asintieron, aunque Weiramon tardó un poco en entender; Bashere parecía aliviado, y Anaiyella decepcionada. Pero ¿qué hacer con la mujer y con las otras que capturaran? No tenía intención de convertir la Torre Negra en una prisión. Los Aiel podían ocuparse de ellas. Sólo que las Sabias quizá las degollaran en cuanto él se diera media vuelta. ¿Y las hermanas que Mat conducía a Caemlyn, con Elayne?—. Cuando esto haya acabado, se las entregaré a unas Aes Sedai escogidas por mí. —A lo mejor lo veían como un gesto de buena voluntad, un poco de miel para endulzar el mal trago de aceptar su protección.

No bien acababan de salir las palabras de su boca cuando Nerith se puso mortalmente pálida y empezó a chillar a voz en cuello. Aullando sin cesar, se lanzó cuesta abajo, saltando sobre árboles derribados, cayendo y levantándose de nuevo.

—¡Maldita sea! ¡Cogedla! —bramó Rand, y la patrulla saldaenina salió disparada en pos de la mujer, azuzando sus monturas por la ladera sembrada de árboles sin pensar en patas o cuellos rotos. La seanchan, que seguía chillando, corrió haciendo quiebros entre los caballos, aún con menos precaución.

En la boca del paso más oriental se abrió un acceso en medio de un destello de luz plateada. Un soldado de chaqueta negra lo cruzó tirando de su montura, se subió de un salto a la silla mientras el acceso se desvanecía, y se lanzó a galope hacia la cumbre de la colina, donde Gedwyn y Rochaid esperaban. Rand observó impasible. Dentro de su cabeza, Lews Therin bramaba sobre matar, matar a todos los Asha’man antes de que fuese demasiado tarde.

Para cuando los tres hombres empezaron a subir la ladera en dirección a Rand, cuatro de los saldaeninos tenían a Nerith tirada en el suelo e intentaban atarla de pies y manos. Y no sobraba ninguno de los cuatro, habida cuenta de las patadas y los mordiscos que les propinaba. A un divertido Bashere se le hicieron apuestas sobre si no sería ella la que los reduciría, en lugar de a la inversa. Anaiyella masculló algo sobre partirle la cabeza a la mujer. ¿Lo diría literalmente? Rand la miró ceñudo.

El soldado, que iba entre Gedwyn y Rochaid, lanzó una mirada inquieta a Nerith cuando pasaron a caballo junto a ella. Rand recordaba vagamente haberlo visto en la Torre Negra, el día que había llevado por primera vez los alfileres de espadas de plata y le dio a Taim el primer alfiler de dragón. Era un tarabonés joven, llamado Varil Nensen, que todavía llevaba un fino velo para tapar el espeso bigote. Sin embargo, no había dudado a la hora de combatir contra sus compatriotas. Ahora su lealtad era para la Torre Negra y el Dragón Renacido, como repetía Taim. La segunda parte de la frase sonaba siempre a añadido, a ocurrencia tardía.

—Se te concede el honor de presentar tu informe al Dragón Renacido, soldado Nensen —dijo Gedwyn. Con sorna.

Nensen se sentó más erguido en la silla.

—¡Milord Dragón! —bramó al tiempo que llevaba el puño al pecho—. Hay más a unos cincuenta kilómetros al oeste, milord Dragón. —Cincuenta kilómetros era la distancia máxima que Rand había indicado rastrear a los exploradores antes de regresar. ¿De qué serviría que un soldado encontrara seanchan mientras que el resto seguía desplazándose más al oeste?—. Alrededor de la mitad de los que había aquí —continuó Nensen—. Y… —Sus oscuros ojos se desviaron de nuevo, fugazmente, hacia Nerith, que ahora ya estaba atada; los saldaeninos forcejeaban para subirla a un caballo—. Y no vi señal de que hubiera mujeres, milord Dragón.

Bashere miró hacia arriba y escudriñó el cielo. Nubes oscuras se extendían como un manto de cumbre a cumbre, pero el sol debía de seguir alto.

—Hora de alimentar a los hombres antes de que los demás regresen —dijo mientras asentía con satisfacción. Nerith se las había arreglado para morder la muñeca de un saldaenino y se aferraba a ella como tejón rabioso.

—Que coman deprisa —instó, irritado, Rand. ¿Serían igual de difíciles todas las sul’dam que capturaran? Seguramente. Luz, ¿y si cogían a una damane?—. No quiero pasarme el invierno en esas montañas. —Gille la damane. No podía borrar un nombre una vez que había entrado en la lista.

«Los muertos nunca guardan silencio —susurró Lews Therin—. Los muertos nunca duermen».

Rand condujo su caballo hacia las lumbres. No le apetecía comer.


Desde la punta de un saliente rocoso, Furyk Karede examinó cuidadosamente las montañas arboladas que se alzaban alrededor, picos afilados como oscuros colmillos. Su caballo, un castrado rodado, irguió las orejas como si hubiese captado un ruido que a él le hubiera pasado por alto, pero aparte de eso el animal permaneció inmóvil. Cada dos por tres, Karede tenía que interrumpir el reconocimiento y limpiar las lentes de su visor. Caía una lluvia ligera del encapotado cielo matinal. Las dos plumas negras de su yelmo estaban dobladas, en lugar de erguidas, y le corría agua por la espalda. Una lluvia ligera comparada con la de la víspera, en cualquier caso, y seguramente comparada con la del siguiente. O con la de esa tarde, tal vez. Los truenos retumbaban ominosamente por el sur. Sin embargo, la preocupación de Karede no tenía nada que ver con el tiempo.

Allá abajo, los últimos hombres de un contingente de dos mil trescientos avanzaban serpenteando por los pasos sinuosos, hombres reunidos de cuatro puestos avanzados. Con buenas monturas y razonablemente bien dirigidos, sin embargo apenas doscientos eran seanchan, y sólo dos, aparte de él mismo, lucían los colores rojo y verde de la Guardia. Casi todos los demás eran taraboneses —conocía su arrojo—, pero un buen tercio lo constituían amadicienses y altaraneses, demasiado nuevos en sus juramentos para estar seguro de cómo aguantarían. Algunos altaraneses y amadicienses habían cambiado su lealtad dos o tres veces ya. O lo habían intentado, en cualquier caso. La gente a ese lado del Océano Aricio no tenía pundonor. Una docena de sul’dam cabalgaba al frente de la columna, y Karede habría querido que las doce llevaran damane en correa caminando junto a sus caballos, en lugar de sólo dos.

Cincuenta pasos más allá, los diez hombres de vanguardia vigilaban las laderas que se alzaban sobre ellos, aunque no con el cuidado necesario. Demasiados hombres que cabalgaban en vanguardia contaban con los exploradores avanzados para que descubrieran cualquier clase de peligro. Karede tomó nota de hablar personalmente con ellos. Cumplirían con su deber correctamente después de eso, o los enviaría a las levas de trabajo.

Un raken apareció por el este, deslizándose en un vuelo raso sobre las copas de los árboles, girando y desviándose para seguir las curvas del terreno como haría la mano de un hombre al deslizarse por la espalda de una mujer. Qué curioso. A los morat’raken, los voladores, les gustaba volar muy alto siempre, a menos que los rayos surcaran el cielo. Karede bajó el visor para observar.

—Quizá tengamos por fin otro informe de reconocimiento del terreno —comentó Jadranka. A los otros oficiales que esperaban detrás de Karede, no a él. Tres de los diez igualaban en rango a Karede, pero eran pocos, excepto la Sangre, los que osaban molestar a un hombre con el uniforme rojo sangre y verde casi negro de la Guardia de la Muerte. Tampoco había muchos de la Sangre que lo hicieran.

Según las historias que había oído de niño, uno de sus antepasados, un noble, había seguido a Luthair Paendrag hasta Seanchan, por orden de Artur Hawkwing, pero doscientos años después, cuando sólo estaba asegurado el norte, otro antepasado había intentado forjar un reino para sí mismo y acabó vendido en subasta. Quizás ocurriera así; muchos da’covale afirmaban tener antepasados nobles. Al menos, lo hacían entre ellos; pocos miembros de la Sangre encontraban divertida esa clase de cháchara. En cualquier caso, Karede se había considerado afortunado cuando los Escogedores lo seleccionaron, siendo un robusto chiquillo que aún no tenía edad para que se le asignaran tareas, y todavía se sentía orgulloso de los cuervos tatuados en sus hombros. Muchos Guardias de la Muerte iban sin chaqueta ni camisa cuando las circunstancias lo permitían, a fin de exhibirlos. Los humanos, por lo menos. A los Jardineros Ogier no se los marcaba ni se los poseía, pero eso era un asunto entre ellos y la emperatriz.

Karede era da’covale y estaba orgulloso de ello, como cualquier hombre de la Guardia, propiedad del Trono del Cristal en cuerpo y alma. Luchaba donde la emperatriz indicaba y moriría el día que ella dijera que lo hiciera. Sólo a la emperatriz obedecía la Guardia, y allí donde aparecía lo hacía como la mano de la emperatriz, un recordatorio visible de ella. No era de extrañar que incluso entre la Sangre algunos se sintieran inquietos al ver pasar un destacamento de Guardias de la Muerte. Era una vida mucho mejor que estar limpiando los establos de un lord o sirviendo kaf a una lady. Sin embargo, maldecía la suerte que lo había llevado a esas montañas para inspeccionar los puestos avanzados.

El raken siguió volando velozmente hacia el oeste, con las dos voladoras inclinadas sobre la silla. No era un informe de exploración, ningún mensaje para él. Furyk sabía que eran imaginaciones suyas, pero tuvo la impresión de que el largo cuello de la criatura, extendido, denotaba cierta… ansiedad. Si hubiese sido cualquier otro hombre, también se habría sentido inquieto. Había habido pocos mensajes para él desde que recibió la orden, tres días antes, de asumir el mando y desplazarse hacia el este, y cada mensaje sólo había espesado la niebla en lugar de aclararla.

Los lugareños, esos altaraneses, se habían agrupado en gran número en las montañas, al parecer, pero ¿cómo? Las calzadas a lo largo del límite septentrional de la cordillera estaban patrulladas y vigiladas casi hasta la frontera de Illian por voladores y morat’torm así como por partidas a caballo. ¿Qué podría haber inducido a los altaraneses a enseñar así los dientes? ¿Qué los había empujado a unirse? Un hombre podía encontrarse involucrado en un duelo con ellos por una mirada —aunque ya habían empezado a aprender que desafiar a un Guardia era sólo un modo más lento de suicidarse—, pero había visto nobles de esa mal llamada nación intentando venderse unos a otros y a su reina por la mera sugerencia de que sus propias tierras estarían protegidas y tal vez su posible expansión con la incorporación de las de su vecino.

Nadoc, un hombretón con un engañoso rostro apacible, se giró en la silla para seguir con la mirada al raken.

—No me gusta avanzar a ciegas —murmuró—. No cuando los altaraneses se las han apañado para situar aquí arriba cuarenta mil hombres, como poco.

Jadranka resopló tan fuerte que su alto castrado blanco se movió. Jadranka era el capitán más veterano de los tres que estaban detrás de Karede, con tantos años de servicio como el propio Furyk. Era bajo y delgado, con una nariz prominente, y se daba unos aires que cualquiera habría dicho que era de la Sangre. Ese caballo blanco destacaría a un kilómetro.

—Cuarenta mil o cien, Nadoc, están desperdigados desde aquí hasta el otro extremo de la cordillera, demasiado separados para apoyarse unos a otros. Así me arranquen los ojos, seguramente la mitad de ellos ya estarán muertos. Deben de andar enzarzados con nuestras avanzadas por todas partes. Por eso no nos llegan informes. De nosotros se espera que barramos los restos.

Karede se tragó un suspiro. Había esperado que Jadranka no fuera un imbécil además de un engreído. Las alabanzas por las victorias se propagaban con rapidez, tanto si eran sobre un ejército como sobre medio batallón. Eran las derrotas excepcionales las que se tragaban en silencio y se olvidaban. Y tanto silencio resultaba… ominoso.

—El último informe no me pareció que hablara de ningún «resto» —insistió Nadoc. Él no era estúpido—. Hay cinco mil hombres a ochenta kilómetros, delante de nosotros, y dudo que podamos quitarlos de en medio con escobas.

Jadranka volvió a resoplar.

—Los aplastaremos, con espadas o con escobas. Así la Luz me abrase, estoy impaciente por sostener un combate decente. Ordené a los exploradores que siguieran buscando hasta dar con ellos. No permitiré que se escabullan.

—¿Que hiciste qué? —inquirió suavemente Karede.

Sus palabras hicieron que todas las cabezas se volvieran hacia él. Nadoc y unos pocos más tuvieron que esforzarse para dejar de mirar boquiabiertos a Jadranka. Exploradores con la orden de seguir adelante, con la orden específica de buscar algo en concreto. ¿Qué podía haberse pasado por alto a costa de esas órdenes?

Antes de que ninguno tuviese tiempo de abrir la boca, sonaron gritos de los hombres en el paso; gritos y relinchos de caballos.

Karede se llevó el tubo de cuero del visor al ojo. A lo largo del paso, al frente, hombres y animales morían bajo una lluvia de lo que le pareció tenían que ser saetas de ballestas, a juzgar por el modo en que atravesaban petos de acero y reventaban pechos sin protección de cota de mallas. Ya habían caído cientos, y otros tantos se tambaleaban heridos en las sillas o a pie y corrían alejándose de caballos que pateaban en el suelo. Corrían demasiados. Mientras observaba por el visor, hombres todavía montados hacían volver grupas a los caballos en un intento de huir de regreso al paso. ¿Dónde infiernos estaban las sul’dam? No conseguía divisarlas. Se había enfrentado a rebeldes que tenían sul’dam y damane, y eran las que había que matar cuanto antes. Quizá los lugareños habían aprendido eso.

De manera repentina, espantosa, el suelo empezó a explotar en rugientes surtidores de tierra a lo largo de la serpentina columna de soldados a su mando, surtidores que lanzaban al aire hombres y caballos con tanta facilidad como la tierra y las piedras. Del cielo se descargaron rayos, líneas zigzagueantes de luz blanco azulada que destrozaban tierra y hombres por igual. Otros hombres simplemente estallaban en pedazos sin motivo aparente. ¿Tenían los lugareños damane propias? No, serían esas Aes Sedai.

—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Nadoc. Parecía impresionado. Y con razón.

—¿Es que piensas abandonar a tus hombres? —gruñó Jadranka—. ¡Los reagruparemos y atacaremos, pedazo de…!

La frase se cortó de golpe, con un gorgoteo, cuando la punta de la espada de Karede se hundió en su garganta. En ciertos momentos podía tolerarse a un necio. En otros, no. Al tiempo que el hombre se desplomaba de la silla, Karede limpió hábilmente su acero en la blanca crin del castrado antes de que el animal saliera disparado. También había momentos para un pequeño alarde.

—Reagruparemos lo que podamos reagrupar, Nadoc —manifestó como si Jadranka no hubiese hablado. Como si no hubiese existido—. Salvaremos lo que podamos salvar, y nos replegaremos.

Hizo dar media vuelta al caballo para descender al paso donde los rayos centelleaban y los truenos retumbaban, y ordenó a Anghar, un joven de mirada firme que montaba un caballo veloz, que cabalgara hacia el este e informara de lo que había ocurrido allí. Un volador tal vez podría verlo o tal vez no, aunque Karede creía saber ahora por qué volaban tan bajo. E imaginaba que la Augusta Señora Suroth y los generales del acuartelamiento de Ebou Dar también sabían ya lo que estaba sucediendo en las montañas. ¿Sería ése el día señalado para morir por la emperatriz? Taconeó los flancos de su caballo.


Desde la cresta llana y escasamente arbolada, Rand oteaba hacia el oeste el bosque que se extendía a sus pies. Henchido de Poder —la vida, tan dulce; la infección, oh, cuán repulsiva— podía distinguir cada hoja por separado. Tai’daishar pateó el suelo con un casco. Los escarpados picos que se alzaban detrás, a ambos lados y en derredor se erguían casi dos mil metros por encima de la cresta, pero ésta se encontraba muy por encima de las copas de los árboles del fondo, que cubrían un ondulado valle de más de una legua de longitud y casi otro tanto de anchura. Allí abajo todo estaba en silencio. Una quietud que igualaba la del vacío en el que él flotaba. Por el momento en silencio, al menos. Aquí y allí se alzaban columnas de humo, donde dos o tres árboles contiguos ardían como antorchas. Sólo la gran humedad que lo empapaba todo impedía que el fuego se propagara, convirtiendo el valle en una conflagración.

Flinn y Dashiva eran los únicos Asha’man que permanecían con él. Todos los demás se encontraban en el valle. Los dos se hallaban a cierta distancia, al borde de los árboles, a pie y sujetando las riendas de sus caballos, observando el bosque allá abajo. Es decir, Flinn lo observaba con igual fijeza que él; Dashiva echaba ojeadas de vez en cuando, torcía la boca y, de tanto en tanto, mascullaba entre dientes de un modo que hacía que Flinn rebullera intranquilo y lo mirara de soslayo. El Poder los henchía a los dos, casi a rebosar, pero, para variar, Lews Therin no decía nada. En los últimos días parecía que el hombre hubiera ido replegándose progresiva y paulatinamente a su escondrijo.

El cielo estaba parcialmente despejado, y entre las dispersas nubes grises se colaba la luz del sol. Habían pasado cinco días desde que Rand condujo a su pequeño ejército a Altara, cinco días desde que vio al primer seanchan muerto. Había visto muchos más desde entonces. La idea se deslizó por el exterior del vacío. A través del guante notaba la garza marcada en su palma, ceñida alrededor del Cetro del Dragón. Silencio. No se divisaba ninguna de las criaturas voladoras. Tres de ellas habían muerto, derribadas en el aire por los rayos antes de que sus jinetes aprendieran la lección y dejaran de acercarse. Silencio.

—Quizás ha terminado, milord Dragón. —La voz de Ailil sonaba fría y tranquila, pero la mujer palmeó el cuello de su yegua a pesar de que el animal no necesitaba que lo tranquilizaran. Miró de reojo a Flinn y a Dashiva y se puso erguida, no queriendo mostrar la mínima inquietud delante de ellos.

Rand se encontró canturreando entre dientes y se interrumpió de golpe. Ésa era una costumbre de Lews Therin cuando miraba a una mujer bonita, no de él. ¡De él no! ¡Luz, si empezaba a adoptar los hábitos del hombre, y encima sin estar siquiera presente…!

De pronto, un violento estampido retumbó en el valle. Estalló una llamarada por encima de los árboles, a tres kilómetros o más de distancia, y a continuación otra, y otra más, y una cuarta. Los rayos cayeron sobre el bosque, cerca de los puntos donde habían saltado las altas llamas, destellos separados, como lanzas irregulares, de color azul blanquecino. Una ráfaga de relámpagos y fuego, y después se hizo de nuevo el silencio. En esta ocasión no se incendiaron árboles.

Parte de aquello había sido saidin. Sólo parte.

Se alzaron gritos, apagados y distantes; en otra parte del valle, le dio la impresión. Demasiado lejos incluso para que su sentido del oído, aguzado por el saidin, captara el vibrante choque de los aceros. A pesar de los pesares, no toda la lucha la llevaban a cabo Asha’man, Dedicados y soldados de chaqueta negra.

Anaiyella soltó el aire que debía de haber estado conteniendo desde que empezó el intercambio entre las dos partes del Poder. Los hombres combatiendo con armas de acero no le causaban incomodidad. Entonces también ella palmeó el cuello de su montura. El castrado había movido sólo una oreja. Rand había advertido que las mujeres solían hacer eso. Cuando estaban agitadas, intentaban tranquilizar a otros, tanto si lo necesitaban como si no. Un caballo podía servir para ese propósito. ¿Dónde estaba Lews Therin?

Irritado, se inclinó hacia adelante para escudriñar de nuevo el dosel del bosque. Gran parte de los árboles eran perennes —alerces, abetos y cedros— y, a pesar de la última sequía, formaban una pantalla eficaz, incluso para su vista intensificada. Como por casualidad, tocó el envoltorio alargado, metido bajo la correa del estribo. Podía intervenir. ¿Y acometer a ciegas? Pero podía cabalgar hasta el bosque. ¿Y ver a diez pasos, como mucho? Allí abajo, su actuación no sería más eficaz que la de uno de los soldados Asha’man.

Se abrió un acceso entre los árboles de la cresta, a cierta distancia; la línea plateada se ensanchó hasta formar un agujero por el que se veían otros árboles diferentes y densa maleza con los tonos marrones del invierno. Un soldado de tez cobriza, con un fino bigote y una perla pequeña en la oreja, salió a pie por él y dejó que el acceso desapareciera. Iba empujando a una sul’dam que iba maniatada a la espalda, una mujer de rasgos hermosos, estropeados por un chichón purpúreo a un lado de la frente. La contusión sí encajaba con su gesto ceñudo y su vestido arrugado y manchado de hojas secas. Giraba la cabeza y le gruñía al soldado cada vez que éste la empujaba para que siguiera avanzando a lo largo de la cresta hasta llegar ante Rand, y después alzó la vista hacia éste, con desdén.

El joven de la chaqueta negra saludó marcialmente.

—Soldado Arlen Nalaam, milord Dragón —bramó, fija la vista en la silla de montar de Rand—. Las órdenes de milord Dragón eran traer a su presencia a cualquier mujer capturada.

Rand asintió. Sólo era para que tuviese la impresión de que hacía algo, inspeccionar prisioneras a fin de asegurarse de que eran lo que habría resultado obvio para cualquier idiota.

—Llévala a los carros, soldado Nalaam, y después regresa a la lucha. —Casi le rechinaron los dientes al decir eso último. ¡Mandaba a luchar a otros y, mientras tanto, él, Rand al’Thor, el Dragón Renacido y rey de Illian, se quedaba sentado en su caballo contemplando las copas de los árboles!

Nalaam volvió a saludar antes de retirarse, empujando ante él a la mujer, y sin perder tiempo. Ella no dejó de echar ojeadas hacia atrás, pero no al soldado esta vez, sino a Rand. Con los ojos desorbitados y boquiabierta por la estupefacción. Por alguna razón, Nalaam no la hizo detenerse hasta que llegó al punto del que había salido. Para abrir un acceso sólo tenía que apartarse un corto trecho, sólo lo suficiente a fin de evitar hacer daño a los caballos.

—¿Qué demonios haces? —demandó Rand mientras el saidin llenaba al joven.

Nalaam se volvió a medias hacia él, vacilando un instante.

—Parece más fácil si uso un sitio en el que ya he abierto un acceso, milord Dragón. Aquí, el saidin es… Lo noto… extraño.

Su prisionera se volvió y lo miró con el entrecejo fruncido. Al cabo de un momento, Rand le indicó con un gesto que procediera. Flinn simuló examinar la silla de su caballo con interés, pero esbozó un atisbo de sonrisa. Con petulancia. Y Dashiva soltó una risita tonta. Flinn había sido el primero en mencionar una sensación extraña con el saidin en ese valle. Por supuesto, Narishma y Hopwil lo habían oído, y Morr contribuyó con sus historias sobre la «peculiaridad» percibida en Ebou Dar. No era de extrañar que ahora todos afirmaran notar algo, aunque ninguno sabía explicar qué, sólo que el saidin se sentía… raro. Luz, con la infección que contaminaba la mitad masculina del Poder, ¿qué otra cosa podía notarse? Rand esperaba que los demás no estuviesen empezando a contraer la nueva enfermedad que lo aquejaba a él.

El acceso de Nalaam se abrió y luego desapareció tras él y su prisionera. Rand dejó que sus sentidos percibieran realmente el saidin. La vida y la corrupción se mezclaban; hielo que haría parecer cálido el crudo invierno, fuego que haría parecer frías las llamas de una forja; muerte, esperando que se descuidara. Queriendo que se descuidara. No se notaba nada distinto. ¿Oh sí? Miró ceñudo hacia donde Nalaam había desaparecido. Nalaam y la mujer.

La cuarta sul’dam apresada esa tarde. Con ella eran ya veintitrés las sul’dam prisioneras en los carros. Y dos damane, ambas con el collar y la correa plateados todavía puestos, retenidas en un carro aparte; con esos collares no podían dar tres pasos sin sufrir unas náuseas tan fuertes como las que lo asaltaban a él al asir la Fuente. Después de todo, ya no estaba seguro de que las hermanas que iban con Mat se sintieran complacidas de que se las entregara. A la primera damane que le habían llevado, dos días antes, no la había visto como una prisionera. Era una mujer esbelta, con el cabello muy rubio y grandes ojos azules, y la consideró una cautiva de los seanchan a la que había que liberar. Eso creyó. Pero cuando obligó a la sul’dam a quitarle el collar, el a’dam, la mujer rubia empezó a gritar a la sul’dam que la ayudara y al instante se puso a arremeter con el Poder. ¡Incluso ofreció el cuello a la sul’dam para que volviera a ponerle el artilugio! Nueve Defensores y un soldado Asha’man murieron antes de que se la pudiera escudar. Gedwyn la habría matado en ese mismo momento si Rand no se lo hubiese impedido. Los Defensores, que se sentían casi tan incómodos en presencia de mujeres que encauzaban como los demás se sentían cerca de hombres que utilizaban el Poder, todavía querían verla muerta. Habían sufrido bajas en los combates de los últimos días, pero que sus hombres murieran a manos de una prisionera parecía ofenderlos.

Había habido más bajas de las que Rand esperaba. Más de doscientas entre legionarios y mesnaderos. Treinta y un Defensores y cuarenta y seis Compañeros. Siete soldados de chaqueta negra y un Dedicado, hombres a los que Rand no había visto nunca hasta que acudieron a su convocatoria en Illian. Demasiados, considerando que todas las heridas, excepto las muy graves, podían Curarse sólo con que un hombre aguantara hasta que hubiera tiempo para atenderle. Sin embargo, estaba empujando a los seanchan hacia el oeste. Y con dureza.

Se alzaron más gritos en algún lugar del valle, a lo lejos. El fuego estalló a unos cinco kilómetros hacia el oeste, y los rayos se descargaron, derribando árboles. Árboles y piedras saltaron por el aire en la ladera de la montaña, más adelante, extraños surtidores que se sucedían a lo largo de la pendiente. Los atronadores estallidos ahogaron los gritos. Los seanchan se retiraban.

—Id allí abajo —ordenó Rand a Flinn y a Dashiva—. Los dos. ¡Encontrad a Gedwyn y comunicadle que he dicho que presione! ¡Que presione!

Dashiva torció el gesto al mirar el bosque allá abajo y después empezó a conducir torpemente su montura a lo largo de la cresta. El hombre era desmañado con los caballos, ya fuera conduciéndolos o montándolos. ¡Incluso tropezó con la punta de su espada! Flinn miró preocupado a Rand.

—¿Vais a quedaros solo, milord Dragón?

—No estoy solo, precisamente —replicó Rand con sequedad mientras miraba de soslayo a Ailil y a Anaiyella. Las dos mujeres habían regresado con sus mesnaderos, casi doscientos lanceros que esperaban cerca de donde la cresta empezaba a descender hacia el este. Al frente de ellos, Denharad frunció el entrecejo tras las barras de la visera. Ahora estaba al mando de los dos grupos, y si su principal preocupación era la seguridad de Ailil y Anaiyella, la mera presencia de sus hombres bastaba para disuadir a casi cualquier atacante. Además, Weiramon tenía asegurado el extremo norte de la cresta para que, según él, no pasara ni una mosca, y Bashere guardaba el flanco sur. Sin ostentación; el general saldaenino había levantado un muro de lanzas sin hablar de ello. Y los seanchan se estaban retirando—. Y, en cualquier caso, no estoy precisamente indefenso, Flinn.

El hombre mayor no pareció convencido y se rascó el ralo cabello blanco antes de saludar y conducir su montura hacia donde el acceso de Dashiva empezaba a formarse, cojeando. Flinn iba mascullando entre dientes como solía hacer Dashiva. Rand habría querido bramar de rabia. No podía volverse loco aún, y ellos tampoco.

El acceso se desvaneció tras los dos Asha’man, y Rand volvió a escudriñar las copas de los árboles. Volvía a reinar el silencio. Una quietud que se prolongó. La idea de tomar los puestos avanzados en las montañas no había sido buena; ahora estaba dispuesto a admitirlo. En ese terreno, uno podía encontrarse a un kilómetro de un ejército enemigo sin saberlo. ¡En esa frondosa maraña de allí abajo uno podía estar a diez metros de ellos sin saberlo! Necesitaba enfrentarse a los seanchan en mejor terreno. Necesitaba…

De pronto se encontró luchando contra el saidin, contra aterradoras oleadas que intentaban traspasarle el cerebro, reventarle el cráneo. El vacío empezó a desvanecerse, debilitado por la violenta arremetida. Frenético, aturdido, soltó la Fuente antes de que lo matara. La náusea le atenazó el estómago. La doble visión le mostró dos Coronas de Espadas, ¡tiradas en la espesa capa de mantillo, delante de su cara! ¡Estaba tendido en el suelo! Le costaba respirar y se esforzó por llevar aire a los pulmones. Una de las doradas hojas de laurel de la corona tenía roto un trocito, y la sangre manchaba varias de las minúsculas espadas de oro. Un dolor ardiente en el costado le descubrió que aquellas heridas que nunca curaban del todo se habían vuelto a abrir. Intentó incorporarse y gritó de dolor. En un aturdido estupor vio las negras plumas de una flecha clavada en su brazo derecho. Se desplomó con un gruñido. Algo le resbalaba por la cara. Algo le goteaba delante del ojo. Sangre.

Vagamente, fue consciente de unos gritos clamorosos. Aparecieron jinetes entre los árboles, por el norte, galopando a lo largo de la cresta, algunos con las lanzas en ristre, otros manejando ballestas tan deprisa como podían cargar y disparar. Jinetes con armaduras azules y amarillas, de placas imbricadas, y yelmos semejantes a cabezas de inmensos insectos. Seanchan, varios cientos de ellos, al parecer. Procedían del norte. ¡Y eso que no pasaría ni una mosca, según Weiramon!

Rand se esforzó por asir la Fuente. Demasiado tarde ya para preocuparse por las náuseas o irse de bruces al suelo. En otro momento, quizás esa idea le habría hecho reír. Se esforzó… Pero fue como buscar un alfiler con los dedos entumecidos en la oscuridad.

«Llegó la hora de morir», susurró Lews Therin. Rand había sabido siempre que Lews Therin estaría allí al final.

A menos de cincuenta pasos, tearianos y cairhieninos vociferantes chocaron contra los seanchan.

—¡Luchad, perros! —chilló Anaiyella mientras desmontaba junto a él—. ¡Luchad!

La elegante noble, con sus sedas y sus encajes, soltó una sarta de maldiciones que habrían dejado seca la boca a un carretero. Anaiyella sujetaba las riendas de su montura, mirando ora al remolino de hombres y acero, ora a Rand. Fue Ailil quien lo volvió boca arriba. Arrodillada a su lado, lo observó con una expresión insondable en sus grandes ojos negros. Rand era incapaz de moverse; se sentía exhausto. Ni siquiera se creía capaz de parpadear. Los gritos y el entrechocar de las armas aún llegaban a sus oídos.

—¡Si muere estando en nuestras manos, Bashere nos colgará a las dos! —Desde luego, Anaiyella no soltaba risitas tontas ahora—. ¡Si esos monstruos de chaqueta negra nos cogen…! —se estremeció. Se inclinó hacia Ailil, gesticulando con un cuchillo en el que Rand no había reparado hasta entonces. Un rubí resplandecía en la empuñadura—. Tu Capitán de Lanzas podría apartar suficientes hombres para que nos escoltaran lejos de aquí. Podríamos estar a kilómetros de distancia antes de que lo encuentren, y de vuelta en nuestras tierras para cuando…

—Creo que puede oírnos —la interrumpió sosegadamente Ailil. Su mano enguantada fue hacia su cintura. ¿Enfundando un cuchillo? ¿O para desenvainarlo?—. Si muere aquí… —Se interrumpió tan de golpe como la otra mujer antes y su cabeza giró bruscamente.

El atronador repiqueteo de cascos a galope pasó a ambos lados de Rand. Hacia el norte, hacia los seanchan. Espada en mano, Bashere apenas sofrenó su caballo antes de bajar de un salto de la silla. Gregorin Panar desmontó más despacio, pero agitó la espada al tiempo que gritaba a los hombres que seguían pasando a caballo.

—¡A la carga, por el rey y por Illian! —gritó—. ¡Duro con ellos! ¡Por el Señor de la Mañana! ¡Por el Señor de la Mañana!

El estrépito de las armas se hizo más intenso. Y el griterío.

—Tenía que pasar precisamente cuando todo ha acabado —gruñó Bashere, dedicando miradas suspicaces a las dos mujeres. Sin embargo no perdió tiempo y alzó la voz por encima del fragor del combate—. ¡Morr! ¡Maldito sea tu pellejo de Asha’man! ¡Aquí, deprisa!

No gritó que el lord Dragón estaba malherido, gracias a la Luz. Con esfuerzo, Rand giró la cabeza, apenas unos centímetros. Lo suficiente para ver a illianos y saldaeninos presionando y avanzando hacia el norte. Los seanchan debían de estar cediendo terreno.

—¡Morr! —El nombre retumbó a través del bigote de Bashere, y el joven Asha’man desmontó de un caballo a galope, casi encima de Anaiyella. A la mujer pareció contrariarla que Morr no le pidiera disculpas y se arrodillara junto a Rand, retirándose el oscuro cabello de la cara. Sin embargo, al darse cuenta de que el joven Asha’man se proponía encauzar, la noble se retiró con premura, prácticamente saltando. Ailil se incorporó sin brusquedad, pero tampoco anduvo muy remisa en apartarse. Y enfundó un cuchillo con empuñadura de plata en la vaina que colgaba de su cinturón.

Curar no era un asunto complicado, aunque sí desagradable. Se partió el astil por el penacho, y la flecha se sacó por detrás con un tirón seco que hizo soltar un grito ahogado a Rand, pero eso sólo era un preámbulo necesario para despejar la zona lacerada. La arenilla y las pequeñas astillas que estuvieran incrustadas en los músculos saldrían a medida que la carne se uniera hasta cerrar la herida, pero sólo Flinn y unos cuantos más eran capaces de utilizar el Poder para extraer lo que se había clavado profundamente. Morr puso dos dedos sobre el pecho de Rand, se mordió la punta de la lengua con un gesto de concentración y empezó a tejer la Curación. Así lo hacía siempre; no le funcionaba de otra manera. No eran los complejos tejidos utilizados por Flinn. Muy pocos eran capaces de realizarlos, y ninguno tan bien como Flinn, hasta el momento. Los de Morr eran más simples. Más rudos. Oleadas de calor recorrieron el cuerpo de Rand, lo bastante fuertes para hacerlo gruñir y que transpirara por cada poro de su cuerpo; los temblores lo sacudieron violentamente de pies a cabeza. Así debía de sentirse un trozo de carne dentro de un horno.

La repentina embestida de calor disminuyó poco a poco, y Rand yació jadeante. Dentro de su cabeza Lews Therin jadeaba también, «¡Mátalo! ¡Mátalo!», una y otra vez.

Rand ahogó aquella voz hasta reducirla a un débil zumbido, le dio las gracias a Morr —¡el joven parpadeó sorprendido!— y después cogió el Cetro del Dragón, tirado en el suelo, y se obligó a ponerse de pie. Una vez erguido, se tambaleó ligeramente. Bashere hizo ademán de ofrecerle el brazo, pero lo apartó ante su gesto negativo. Rand podía sostenerse sin ayuda. A duras penas. Y encauzar le habría resultado tan imposible como echar a volar agitando los brazos. Cuando se tocó el costado, notó la humedad de la sangre en la camisa, y sin embargo la vieja herida redonda y el más reciente tajo que la cruzaba estaban como acorchados, apenas sensibles. Sólo curados a medias, pero nunca habían estado mejor que en ese momento desde que se los infligieron.

Durante unos segundos miró fijamente a las dos mujeres. Anaiyella murmuró algo que sonó a congratulación y le dedicó una sonrisa que Rand se preguntó si no se propondría lamerle la mano. Ailil se mostraba muy erguida, muy fría, como si no hubiese ocurrido nada. ¿Habían tenido intención de abandonarlo a su suerte para que muriera? ¿O incluso acabar con él? En tal caso, ¿por qué enviar a sus mesnaderos a la carga y la premura en comprobar su estado? Por otro lado, Ailil había sacado su cuchillo una vez que había empezado la conversación sobre su posible muerte.

La mayoría de los saldaeninos e illianos galopaban hacia el norte o descendían por la ladera de la cresta, persiguiendo a los últimos seanchan. Y entonces Weiramon apareció por el norte, a lomos de un caballo alto y negro como el azabache, a un medio galope lento, que aceleró al ver a Rand. Sus mesnaderos marchaban en fila de a dos detrás de él.

—Milord Dragón —entonó el Gran Señor mientras desmontaba. Increíble, pero su aspecto era tan impoluto como en Illian. Las ropas de Bashere estaban arrugadas y un tanto sucias aquí y allí, mientras que las de Gregorin aparecían pringadas de tierra y polvo, además de tener una manga de la chaqueta desgarrada. Weiramon hizo una reverencia con tantas florituras que no habría desentonado en la corte de un rey—. Perdonad, milord Dragón. Creí divisar seanchan avanzando frente a la cresta y salí a su encuentro. Ni por un momento sospeché la presencia de otra compañía. No sabéis cuánto me apenaría que os hubiesen herido.

—Oh, creo que sí lo sé —replicó secamente Rand, y Weiramon parpadeó. ¿Seanchan avanzando? Tal vez. Weiramon nunca resistiría la oportunidad de alcanzar la gloria en una carga de caballería—. Bashere, ¿qué quisisteis decir con eso de «cuando todo ha acabado?»

—Se están retirando —contestó Bashere. En el valle, fuego y rayos estallaron un instante como para contradecirlo, pero era casi en el extremo opuesto.

—Vuestros… exploradores afirman que se baten en retirada —añadió Gregorin mientras se rascaba la barba y dirigía una mirada de soslayo, incómoda, a Morr. Éste le sonrió enseñando los dientes. Rand había visto al illiano en lo más reñido de la batalla dirigiendo a sus hombres, lanzando gritos de ánimo y blandiendo desenfrenadamente su espada, pero se encogió ante la mueca de Morr.

En ese momento apareció Gedwyn, conduciendo a su caballo por las riendas con aire despreocupado e insolente. Dirigió una mirada casi de mofa a Bashere y a Gregorin, que se tornó ceñuda al posarse en Weiramon, como si supiera ya su metedura de pata, y observó a Ailil y a Anaiyella como si fuera a pellizcarlas. Las dos mujeres se apartaron rápidamente de él; claro que también lo hicieron los hombres, excepto Bashere. Incluso Morr. El saludo que dedicó a Rand se limitó a un golpecito superficial en el pecho, hecho como de pasada.

—Envié exploradores tan pronto como vi que este grupo estaba acabado. Hay otras tres columnas a menos de veinte kilómetros.

—Que se dirigen hacia el oeste —intervino sosegadamente Bashere, pero la mirada que clavó en Gedwyn habría hendido una piedra—. Lo habéis conseguido —dijo a Rand—. Todos se baten en retirada. Dudo que paren hasta llegar a Ebou Dar. Las campañas no siempre acaban con una entrada triunfal en la ciudad, y ésta ha terminado.

Sorprendentemente —o tal vez no— Weiramon empezó a abogar por el avance, a fin de «tomar Ebou Dar para gloria del Señor de la Mañana», según sus palabras, pero lo realmente inesperado fue oír decir a Gedwyn que no le importaría dar unos cuantos golpes más a esos seanchan y que, desde luego, tampoco le importaría ver Ebou Dar. Hasta Ailil y Anaiyella sumaron sus voces en favor de «acabar con los seanchan de una vez por todas», aunque Ailil añadió que preferiría no tener que volver otra vez para poner fin al problema y que estaba convencida de que el lord Dragón insistiría en contar con su presencia para tal fin. Esto último lo dijo en un tono tan seco y frío como las noches en el Yermo de Aiel.

Sólo Bashere y Gregorin hablaron a favor de regresar, y fueron levantando el tono de la voz a medida que se prolongaba el silencio de Rand.

—Llevamos a cabo lo que vinimos a hacer —insistió Gregorin—. Por amor de la Luz, ¿estáis pensando en tomar la propia Ebou Dar?

Tomar Ebou Dar, pensó Rand. ¿Por qué no? Nadie esperaría esa maniobra. Sería una sorpresa total, para los seanchan y para todos los demás.

—En ciertos momentos se aprovecha la ventaja y se sigue adelante —gruñó Bashere—. En otros, se cogen las ganancias y se vuelve a casa. Yo digo que es el momento de regresar.

«No me importaría tenerte dentro de mi cabeza si no estuvieses a todas luces loco», susurró Lews Therin de un modo que sonaba casi cuerdo.

Ebou Dar. Rand apretó con fuerza el Cetro del Dragón, y Lews Therin rió socarronamente.

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