14 Mensaje del M’Hael

A unos dos kilómetros al oeste del altozano comenzaban los campamentos, hombres y caballos, lumbres y estandartes agitados por el viento, y unas cuantas tiendas desperdigadas, agrupadas por nacionalidades, por casas, cada campamento un barrizal separado de los otros por extensiones de ásperos brezos. Hombres montados y a pie observaron el paso de la comitiva de Rand con sus estandartes y escudriñaron hacia otros campamentos para evaluar las reacciones. Cuando los Aiel habían estado presentes, esos hombres habían levantado un único y gran campamento, inducidos por una de las pocas cosas que realmente tenían en común: su miedo a los Aiel, por mucho que lo negaran. Rand sabía que el mundo perecería a menos que él tuviera éxito, pero no se hacía ilusiones de que compartieran la lealtad a él en una u otra medida, ni siquiera que creyeran que el destino del mundo no pudiera acomodarse a sus propios intereses, sus deseos de oro o gloria o poder. Un puñado sí, quizá; sólo un puñado. La gran mayoría lo seguía porque le temía mucho más que a los Aiel. Tal vez más incluso que al Oscuro, en el que algunos no creían realmente; no en el fondo de sus corazones; no que la Sombra pudiera o fuera a tocar al mundo con más dureza de lo que ya lo había hecho. Por el contrario, a él lo tenían delante, y en eso sí creían. Ahora ya lo aceptaba. Lo aguardaban demasiadas batallas para malgastar energías en una que estaba perdida de antemano. Mientras lo siguieran y obedecieran, bastaría.

El campamento más grande era el suyo, y allí, Compañeros illianos de uniforme verde con puños amarillos se mezclaban con Defensores de la Ciudadela tearianos con chaquetas de mangas abullonadas a rayas negras y doradas, así como otros tantos cairhieninos procedentes de unas cuarenta casas, de oscuro, algunos con el rígido con cimbreando sobre sus cabezas. Cocinaban en lumbres aparte, dormían aparte, estacaban sus caballos aparte y se observaban cautelosamente unos a otros, pero se mezclaban. La seguridad del Dragón Renacido era su responsabilidad, y se tomaban el trabajo en serio. Cualquiera de ellos podría traicionarlo, pero no mientras los otros estuvieran allí para verlo. Viejos odios y nuevas antipatías inducirían a denunciar cualquier conspiración antes de que el delator se parara a pensarlo.

Un anillo de acero montaba guardia alrededor de la tienda de Rand, un armatoste de techo picudo, en seda verde, lleno de bordados de abejas en hilo de oro. Había pertenecido a su predecesor, Mattin Stepaneos, e iba incluida con la corona, por así decir. Haciendo caso omiso del viento, Compañeros con bruñidos yelmos cónicos estaban apostados junto a Defensores de yelmos en cresta y rematados con reborde saliente, y a cairhieninos con cascos en forma de campana; las viseras de hendiduras ocultaban sus rostros, las alabardas se inclinaban en un ángulo exacto. Ninguno de ellos movió un músculo cuando Rand detuvo el caballo, pero una parva de criados acudió corriendo para atenderlos, a él y a los Asha’man. Una mujer huesuda, con el chaleco verde y amarillo de los caballerizos del Palacio Real de Illian, cogió sus riendas, en tanto que el estribo lo sujetaba un tipo de nariz protuberante, vestido con el uniforme negro y oro de la Ciudadela de Tear. Lo saludaron con sendas reverencias e intercambiaron una única y penetrante mirada. Boreane Carivin, una mujer robusta y baja, de tez pálida, vestida de oscuro, le ofreció con afectación una bandeja de plata con paños húmedos que desprendían vapor. Cairhienina, observó a los otros dos, aunque más como para asegurarse de que realizaban bien su labor que con la animosidad recíproca y apenas disimulada. Pero, aun así, con cuidado. Lo que funcionaba con los soldados también funcionaba con la servidumbre.

Rand se quitó los guantes y rechazó con un ademán la bandeja de Boreane. Damer Flinn se había levantado de un banco profusamente tallado que había enfrente de la tienda mientras Rand desmontaba. Calvo excepto por un ralo cerquillo de pelo blanco, Flinn tenía más aspecto de abuelo que de Asha’man. Un abuelo correoso como el cuero, con una pierna rígida, que había visto más mundo aparte de una granja. La espada a la cadera parecía formar parte de su cuerpo, y con razón, ya que otrora había sido soldado de la Guardia Real. Rand confíaba en él más que en la mayoría. Después de todo, Flinn le había salvado la vida.

El hombre mayor saludó, con el puño en el pecho, y cuando Rand contestó con un gesto de la cabeza, se acercó cojeando y esperó hasta que los mozos de cuadra se marcharon con los caballos antes de hablar en voz baja.

—Torval está aquí. Dice que lo ha enviado el M’Hael. Quiso esperar en la tienda del consejo, y le encargué a Narishma que lo vigilase. —Ese procedimiento se seguía por orden de Rand, aunque éste no sabía muy bien por qué la había dado: no se debía dejar solo a nadie procedente de la Torre Negra. Vacilante, Flinn toqueteó el dragón del cuello de su chaqueta—. No le gustó la noticia de que nos habíais ascendido a todos.

—Vaya, así que no le gustó ¿eh? —comentó quedamente Rand mientras se metía los guantes debajo del cinturón. Y como Flinn seguía denotando incertidumbre añadió—: Todos lo merecíais. —Había estado a punto de enviar a uno de los Asha’man a Taim, el líder o M’Hael, como todos los Asha’man lo llamaban, pero ahora Torval podría llevarle el mensaje. ¿En la tienda del consejo?—. Haz que traigan un refrigerio —le ordenó a Flinn, y a continuación indicó con un ademán a Hopwil y a Dashiva que lo siguieran.

Flinn volvió a saludar, pero Rand ya se alejaba a grandes pasos, las botas chapoteando en el negro barro. No se alzaron vítores por él en el borrascoso viento. Recordaba cuando sí los había. Si no era uno de los recuerdos de Lews Therin. Si es que Lews Therin había sido real. Un fugaz centelleo de color justo en el límite visual; la sensación de alguien a punto de tocarle la espalda desde atrás. Haciendo un esfuerzo, se concentró en sí mismo.

La tienda del consejo era un pabellón grande, a rayas rojas, que en otro tiempo se levantó en los llanos de Maredo y que ahora se alzaba en el centro del campamento de Rand, rodeado por un espacio abierto de treinta pasos. Allí nunca había guardias, a no ser que Rand estuviese reunido con los nobles. Cualquiera que hubiese intentado colarse dentro habría sido descubierto por miles de ojos acechantes. Tres banderas izadas en altos astiles formaban un triángulo alrededor del pabellón: el Sol Naciente de Cairhien, la Tres Lunas Crecientes de Tear y las Abejas Doradas de Illian. Y encima del techo carmesí, más altos que el resto, se encontraban el Estandarte del Dragón y la Enseña de la Luz. El viento las hacía tremolar a todas, con fuertes chasquidos, y las paredes de la tienda temblaban con las ráfagas. Dentro, alfombras multicolores de flecos formaban el suelo, y el único mueble era una gran mesa, profusamente tallada y dorada, con incrustaciones de marfil y turquesas. Un revoltijo de mapas ocultaba casi por completo el tablero.

Torval levantó la cabeza de los mapas, claramente dispuesto a descargar lo peor de su vocabulario contra quienquiera que hubiera entrado sin llamar. Rondando la madurez y más alto que cualquiera excepto Rand o un Aiel, miró con altanería, alzando la afilada nariz que casi temblaba de indignación. El dragón y la espada brillaban en el cuello de su chaqueta a la luz de las lámparas de pie. Vestía una chaqueta de brillante seda negra, de confección lo bastante fina para complacer a un lord. Su espada tenía guarniciones de plata bañada en oro, y una reluciente gema roja remataba el pomo de la empuñadura. Otra piedra preciosa centelleaba en un anillo. No se podía entrenar a hombres para que fueran armas sin esperar cierta dosis de arrogancia, pero aun así a Rand no le gustaba Torval. Claro que no necesitaba la voz de Lews Therin para desconfiar de cualquier hombre de chaqueta negra. ¿Hasta qué punto se fiaba realmente incluso de Flinn? Y, sin embargo, tenía que dirigirlos. Los Asha’man era obra suya, su responsabilidad.

Cuando Torval vio a Rand, se enderezó despreocupadamente y saludó, pero su expresión apenas cambió. Ya tenía una mueca burlona la primera vez que Rand lo vio.

—Milord Dragón —dijo con acento tarabonés; lo hizo como si saludase a un igual, o incluso mostrándose cortés con un inferior. Su arrogante inclinación abarcó a Hopwil y a Dashiva—. Os felicito por la conquista de Illian. Una gran victoria, ¿no es verdad? Habría tenido vino esperando para recibiros, pero este joven… Dedicado no parece entender las órdenes.

En un rincón, las campanillas de plata prendidas en las puntas de las dos largas y oscuras trenzas de Narishma emitieron un débil sonido cuando éste se movió. Su tez se había bronceado profundamente bajo el sol meridional, pero algunas cosas no habían cambiado en él. Mayor que Rand, su rostro lo hacía parecer más joven que Hopwil, pero el enrojecimiento que teñía sus mejillas no era de turbación, sino de rabia. Su orgullo por la recién ganada espada en su cuello era callado, pero profundo. Torval le sonrió, con una mueca lenta, divertida y peligrosa por igual. Dashiva soltó una risa corta y seca.

—¿Qué haces aquí, Torval? —inquirió bruscamente Rand. Tiró el Cetro del Dragón y sus guantes sobre uno de los mapas, seguidos del cinturón de su espada y el arma en su vaina. Los mapas que Torval no tenía motivo para examinar. No; no necesitaba la voz de Lews Therin.

Encogiéndose de hombros, Torval sacó una carta del bolsillo de la chaqueta y se la tendió a Rand.

—El M’Hael envía esto. —El papel era blanco como la nieve y grueso, con el sello de un dragón impreso en un gran óvalo de cera azul que brillaba con motitas doradas. Cualquiera habría pensado que provenía del propio Dragón Renacido. Taim tenía un alto concepto de sí mismo—. El M’Hael me encargó que os dijera que las historias sobre Aes Sedai en Murandy con un ejército son ciertas. Según los rumores, se han rebelado contra Tar Valon —la mueca burlona de Torval se intensificó por la incredulidad—, pero marchan hacia la Torre Negra. Muy pronto podrían convertirse en un peligro, ¿verdad?

Rand estrujó entre sus dedos el magnífico sello y lo hizo añicos.

—Van a Caemlyn, no a la Torre Negra, y no representan una amenaza. Mis órdenes fueron claras: dejar en paz a las Aes Sedai a menos que os persigan.

—Pero ¿cómo estáis seguro de que no son una amenaza? —insistió Torval—. Quizá vayan a Caemlyn, como decís, pero si os equivocáis, nos estarán atacando antes de que nos demos cuenta.

—Torval podría tener razón —intervino, pensativo, Dashiva—. No podría fiarme de mujeres que te meten en un arcón, y éstas no han prestado ningún juramento. ¿O sí?

—¡He dicho que las dejéis en paz! —Rand golpeó con la palma el tablero, muy fuerte, y Hopwil dio un brinco, sobresaltado.

Dashiva frunció el entrecejo, irritado, antes de borrar rápidamente el gesto, pero a Rand no le importaban los cambios de humor de Dashiva. Por casualidad —estaba seguro que era casualidad— su mano había caído sobre el Cetro del Dragón. El brazo le tembló por el deseo de empuñarlo y hundirlo en el corazón de Torval. No hacía falta la voz de Lews Therin, en absoluto.

—Los Asha’man son un arma para dirigirla donde yo diga —continuó Rand—, no para revolotear como gallinas cada vez que Taim se asusta por un puñado de Aes Sedai que cenan juntas en la misma posada. Si no queda más remedio, puedo volver para dejarlo todo aún más claro.

—Estoy seguro de que eso no será necesario —se apresuró a decir Torval. Por fin algo había borrado la irónica mueca de su boca. Se notaba la tensión en sus ojos y en las manos extendidas casi con timidez, incluso con aire de disculpa. Y claramente asustado—. El M’Hael quería simplemente informaros. Vuestras órdenes se leen diariamente en las Directivas Matinales, después del Credo.

—Eso está bien. —Rand mantuvo fría la voz, y sólo gracias a un gran esfuerzo no frunció el entrecejo. Era a su precioso M’Hael a quien el hombre temía, no al Dragón Renacido. Miedo de que Taim tomara a mal que cualquier cosa que dijera diera pie a que Rand descargara su ira sobre él—. Porque mataré a cualquiera de vosotros que se acerque a esas mujeres de Murandy. Cortáis donde yo dirijo el golpe.

—Como digáis, milord Dragón —murmuró Torval a la par que se inclinaba rígidamente.

Enseñó los dientes en un intento de sonrisa, pero se notaba que estaba pasando un momento de apuro, y evitó los ojos de todos mientras trataba de aparentar lo contrario. Dashiva soltó otra risa, y Hopwil esbozó una sonrisilla.

Narishma no estaba disfrutando con el malestar de Torval, sin embargo, ni prestaba atención. Miraba a Rand sin parpadear, como si percibiese unas corrientes profundas que a los demás les pasaban inadvertidas. La mayoría de las mujeres, y no pocos hombres, lo consideraban un chico guapo y nada más, pero aquellos ojos enormes a veces parecían más conocedores que otros cualesquiera.

Rand apartó la mano del Cetro del Dragón y desplegó la carta. Sus manos no temblaban exactamente. Torval sonrió amarga, débilmente, sin advertir nada. Junto a la pared de la tienda, Narishma aflojó la tensión.

En ese momento llegaron las bebidas, llevadas por un majestuoso desfile encabezado por Boreane, una hilera de illianos, cairhieninos y tearianos con sus distintos uniformes. Uno de los criados portaba una bandeja de plata y jarros para cada clase de vino, y otros dos cargaban con bandejas llenas de jarras con ponche caliente y vinos con especias y finas copas de cristal para las otras bebidas. Había frutos secos y frutas confitadas, quesos y aceitunas, cada clase acarreada por un criado o criada. Bajo la dirección de Boreane, se movieron como si siguieran los pasos de un baile, inclinándose, haciendo reverencias, uno dando paso a otro a medida que ofrecían las bandejas.

Rand cogió una jarra de vino con especias, se sentó en el borde de la mesa y dejó el humeante recipiente a su lado, sin probarlo, enfrascado en la carta. No había nombre ni tratamiento, ni tampoco preámbulo alguno. Taim detestaba darle cualquier tipo de título, si bien intentaba disimularlo.

«Tengo el honor de informar que en la actualidad hay alistados veintinueve Asha’man, noventa y siete Dedicados y trescientos veintidós soldados en la Torre Negra. Lamentablemente, ha habido un puñado de desertores, cuyos nombres han sido suprimidos, pero las bajas durante el adiestramiento siguen siendo aceptables.

Actualmente tengo hasta cincuenta grupos de reclutamiento actuando de manera ininterrumpida, con el resultado de tres o cuatro incorporaciones a la lista casi a diario. Dentro de pocos meses, la Torre Negra igualará a la Blanca, como os dije que ocurriría. Dentro de un año, Tar Valon temblará ante lo nutrido de nuestras filas.

Yo personalmente he recolectado las negras bayas de esa zarzamora. Un arbusto pequeño y espinoso, pero con un número sorprendente de frutos para su tamaño.

Mazrim Taim

M’Hael.

Rand torció el gesto y apartó de su mente el… arbusto de negras bayas. Lo que tenía que hacerse, tenía que hacerse. El mundo entero pagaba un precio por su existencia. Él moriría por el mundo, pero la humanidad lo pagaba.

De todos modos, había otras cosas por las que poner mal gesto. ¿Tres o cuatro reclutas nuevos al día? Taim era optimista. A ese ritmo, en unos pocos meses habría más hombres capaces de encauzar que Aes Sedai, cierto, pero la hermana más reciente contaba con años de entrenamiento a su favor. Y una parte de esa instrucción enseñaba específicamente cómo encargarse de un hombre que podía encauzar. No quería ni imaginar un encuentro entre Asha’man y Aes Sedai que supieran a qué se enfrentaban; tendría como único resultado sangre y pesar, ocurriera lo que ocurriese. Pero los Asha’man no tenían como objetivo la Torre Blanca, con independencia de lo que pensara Taim. Sin embargo, era conveniente tal creencia, si hacía que Tar Valon pensara mejor las cosas antes de actuar. Un Asha’man sólo necesitaba saber cómo matar. Si había suficientes para hacer eso en el lugar y el momento oportunos, si vivían bastante para llegar a hacerlo, era la única razón para la que habían sido creados.

—¿Cuántos desertores, Torval? —inquirió sosegadamente. Cogió la jarra de vino y dio un sorbo, como si la respuesta careciese de importancia. El vino debería haber sido un agradable tonificador, pero el jengibre, el anís y la macis le supieron amargos—. ¿Cuántas bajas durante el adiestramiento?

Torval estaba recuperando su talante habitual gracias el refrigerio; se frotaba las manos y, mirando con una ceja enarcada la selección de vinos, hacía un gran alarde de sus conocimientos de los mejores caldos, jactándose de dominar el tema. Por su parte, Dashiva había cogido del primero que le ofrecieron y miraba ceñudo el contenido de su copa de pie retorcido como si fuese bazofia. Mientras señalaba una de las bandejas, Torval ladeó la cabeza en actitud pensativa, pero ya tenía preparada la respuesta.

—Diecinueve desertores, hasta el momento. El M’Hael ha ordenado matarlos allí donde se los encuentre y que sus cabezas cortadas se lleven a la Torre Negra, para que sirvan de ejemplo. —Picó un trozo de pera confitada de la bandeja que le presentaban, se lo metió en la boca y sonrió alegremente—. Ya son tres las que cuelgan como frutas del Árbol de los Traidores en este momento.

—Bien —dijo, impasible, Rand. No se podía confiar en que los hombres que huían ahora no lo hicieran después, cuando otras vidas dependerían de su firmeza. Además, a esos hombres no se les podía permitir que anduviesen sueltos por ahí. Si los soldados de las colinas escaparan juntos en bloque serían menos peligros que un solo varón entrenado en la Torre Negra. ¿El Árbol de los Traidores? Taim era único para poner nombres a las cosas. Sin embargo, los Asha’man necesitaban los símbolos, los ritos y los nombres, las chaquetas negras y los alfileres, para reforzar su unidad como grupo. Hasta que llegara el momento de morir—. La próxima vez que visite la Torre Negra quiero ver las cabezas de todos los desertores.

Un segundo trozo de pera confitada, a mitad de camino de la boca de Torval, cayó de los dedos de éste y manchó la pechera de su excelente chaqueta.

—Realizar ese tipo de esfuerzo podría interferir en el reclutamiento —argumentó lentamente—. Los desertores no van anunciándose por ahí.

Rand sostuvo la mirada del otro hombre hasta que éste bajó los ojos.

—¿Cuántas bajas en los entrenamientos? —demandó. El Asha’man de nariz afilada vaciló, y Rand insistió—. ¿Cuántas?

Narishma se echó hacia adelante, mirando intensamente a Torval. Hopwil hizo otro tanto. Los criados siguieron con su silenciosa y particular danza, ofreciendo bandejas a hombres que ya no les prestaban la menor atención. Boreane aprovechó la preocupación de Narishma para asegurarse de que su jarra de plata contuviera más agua caliente que vino de especias. Torval se encogió de hombros con una actitud demasiado indiferente.

—Cincuenta y una, en total. Trece se carbonizaron, y veintiocho murieron de golpe en el sitio. El resto… El M’Hael les añadió algo al vino y no se despertaron. —De repente su tono se tornó malicioso—. Puede pasar de pronto, en cualquier momento. Un hombre empezó a chillar que le andaban arañas por debajo de la piel. —Sonrió malévolamente a Narishma y a Hopwil, y casi a Rand, pero fue a los otros dos a los que se dirigió, girando la cabeza hacia uno y otro alternativamente—. ¿Veis? Que no os preocupe si caéis en la locura. No os haréis daño a vosotros mismos ni a ninguna otra persona. Os dormiréis… para siempre. Más piadoso que amansar, aun en el caso de que supiésemos cómo hacerlo. Más que dejarte vivo, loco y cortado el acceso a la Fuente.

—Sí, mucho más piadoso —manifestó Rand con voz carente de inflexión mientras dejaba su jarra en la mesa, junto a él. Algo en el vino. «Mi alma está negra con sangre, y condenada». No fue un pensamiento cruel ni mordaz ni incisivo; simplemente la exposición de un hecho—. Una última gracia que cualquiera de nosotros desearía para sí, Torval.

La risa cruel de Torval se borró, y su respiración se tornó agitada. Los cálculos eran fáciles: un hombre de cada diez, destruido; uno de cada cincuenta, demente, y el porcentaje aumentaría. Aún estaban en los comienzos, y no había modo de que uno supiera si había entrado a formar parte de la estadística hasta el día de su muerte. Lo quisiera o no Torval, esa espada de Damocles también pendía sobre su cabeza.

De repente Rand reparó en Boreane. Tardó unos instantes en identificar la expresión de su cara y, cuando lo hizo, tuvo que tragarse unas frías palabras. ¡Cómo osaba sentir lástima! ¿Acaso pensaba que el Tarmon Gai’don podía ganarse sin sangre? ¡Las Profecías del Dragón demandaban sangre a raudales!

—Dejadnos —le ordenó, y la mujer reunió en silencio a los criados. Pero en sus ojos seguía habiendo compasión mientras los conducía fuera.

Rand miró en derredor tratando de hallar el modo de cambiar de humor, pero no encontró nada. La lástima debilitaba tanto como el miedo, y ellos debían ser fuertes. Para afrontar lo que les esperaba, tenían que ser como el acero. Obra suya, su responsabilidad.

Perdido en sus pensamientos, Narishma contemplaba sin ver el vapor que subía de su vino, y Hopwil seguía con los ojos clavados en la pared de la tienda, como si quisiera atravesarla con la mirada. Torval echaba miradas de reojo a Rand y trataba con empeño de recobrar la mueca burlona en sus labios. Sólo Dashiva no parecía afectado; cruzado de brazos, examinaba a Torval como haría un hombre con un caballo que está en venta.

El silencio desesperantemente prolongado que sobrevino fue roto por un mocetón de negro, con la espada y el dragón en el cuello de la chaqueta. De la misma edad que Hopwil, todavía demasiado joven para casarse en casi cualquier sitio, Fedwin Morr llevaba la tensión más ceñida a su ser que la camisa al cuerpo; caminaba de puntillas, y sus ojos tenían la expresión de un gato cazando que se sabe acechado a su vez. Hubo un tiempo en que había sido distinto, y no hacía mucho.

—Los seanchan emprenderán la marcha de Ebou Dar muy pronto —anunció al tiempo que saludaba—. Se proponen atacar Illian a continuación.

Hopwil dio un brinco y soltó una exclamación ahogada al salir bruscamente de sus sombrías meditaciones. De nuevo, Dashiva reaccionó con una risa, en esta ocasión amarga. Asintiendo, Rand cogió el Cetro del Dragón. Después de todo, lo llevaba como recordatorio. Los seanchan bailaban a su son, no al que él hubiese querido.

Si Rand acogió la noticia en silencio, no así Torval, que de nuevo exhibía la mueca burlona, acentuada por una ceja enarcada.

—Vaya, ¿es que te contaron ellos todo eso? —inquirió con sorna—. ¿O es que has aprendido a leer las mentes? Deja que te diga algo, chico. He luchado contra amadicienses y domani, ¡y ningún ejército toma una ciudad para luego hacer el equipaje y emprender un viaje de casi dos mil kilómetros! ¡Más de dos mil kilómetros! ¿O acaso piensas que pueden Viajar?

Morr acogió el escarnio de Torval con tranquilidad. O, si acaso lo alteró, la única señal que dio de ello fue pasar el pulgar a lo largo de la empuñadura de la espada.

—Hablé con algunos de ellos. En su mayoría, taraboneses. Y siguen llegando más en barco casi a diario, por no decir todos los días. —Pasó junto a Torval, haciéndolo a un lado con el hombro, y dedicó al tarabonés una mirada impasible mientras se dirigía hacia la mesa—. Todos se apartaban al instante cada vez que alguien con un acento extraño, arrastrando las palabras, abría la boca. —El hombre de más edad abrió la suya, furioso, pero Morr continuó apresuradamente, dirigiéndose a Rand—. Están situando soldados a todo lo largo de las montañas Vemir. Quinientos, a veces mil a la vez. Han cubierto ya todo el trecho hasta Punta de Arran. Y están comprando o requisando todos los carros y carretas que hay en un radio de cien kilómetros alrededor de Ebou Dar, así como los animales de tiro.

—¡Carros! —exclamó Torval—. ¡Carretas! ¿Será que quieren organizar una gran feria de mercado? ¿Y a qué necio se le ocurriría mandar un ejército a través de las montañas cuando existen unas calzadas estupendas? —Advirtió que Rand lo observaba, y se calló, inquieto de repente.

—Te dije que pasaras inadvertido, Morr. —Rand dejó que su voz transluciera un leve dejo de ira. El joven Asha’man tuvo que retroceder un paso cuando él se bajó de la mesa—. No que fueras por ahí preguntando a los seanchan sus planes. Que observaras y fueras discreto.

—Tuve cuidado. Me quité los alfileres. —Los ojos de Morr no cambiaron al mirar a Rand, todavía los del cazador y los de la presa acechada a la par. Parecía estar hirviendo por dentro. De no haber sabido a qué atenerse, Rand habría dicho que asía el Poder, luchando para no acabar consumido por el saidin mientras éste le daba la vida multiplicada por diez. Su rostro daba la impresión de que iba a empezar a sudar copiosamente en cualquier momento—. Si alguno de los hombres con los que hablé sabía hacia dónde se dirigían a continuación, no lo dijo, y yo no lo pregunté, pero sí estaban bien dispuestos para protestar sobre tener que marchar todo el tiempo, sin quedarse nunca en ningún sitio, mientras bebían cerveza. En Ebou Dar tragaban como esponjas la cerveza de la ciudad porque afirmaban que tendrían que reanudar la marcha otra vez. Y están reuniendo carretas y animales de tiro, como ya he dicho. —Soltó de un tirón la parrafada y apretó los dientes al terminar, como para frenar más palabras que pugnaban por salir de su boca.

Con una sonrisa inopinada, Rand le palmeó el hombro.

—Bien hecho. Con lo de las carretas habría sido suficiente, pero lo hiciste bien. Las carretas son importantes —añadió, volviéndose hacia Torval—. Si un ejército se alimenta de los productos del campo, come lo que encuentra en el camino. O no, si no hay nada. —Torval no había movido ni una pestaña al oír que los seanchan estaban en Ebou Dar. Si la noticia había llegado a la Torre Negra, ¿por qué no lo había mencionado Taim en la carta? Rand confió en que su sonrisa no pareciera una mueca amenazadora—. Es más difícil preparar caravanas de suministros, pero cuando se cuenta con una se sabe que hay forraje para los animales y judías para los hombres. Los seanchan lo organizan todo.

Revolvió los mapas hasta dar con el que quería y lo extendió, sujetándolo a un extremo con su espada y al otro con el Cetro del Dragón. La costa entre Illian y Ebou Dar se mostraba ante él, bordeaba en su mayor parte por colinas y montañas, salpicada de pueblos pesqueros y villas. Los seanchan eran organizados. Ebou Dar estaba en su poder hacía menos de una semana, pero los informadores de los mercaderes hablaban de reparaciones muy adelantadas en los daños sufridos por la ciudad durante su toma, de casas de salud limpias montadas para los enfermos, de comida y trabajo para los pobres y para los refugiados que se habían visto obligados a abandonar sus hogares por los conflictos de tierra adentro. Se patrullaban las calles y los campos aledaños, para que nadie temiera un encuentro con asaltantes o bandidos, de día y de noche, y mientras que los mercaderes eran bien recibidos, el contrabando se había reducido a un mínimo, por no decir que se había cortado por completo. Aquellos honrados mercaderes illianos se habían quedado sorprendentemente cabizbajos por lo del contrabando. ¿Qué estaban organizando ahora los seanchan?

Los demás se reunieron alrededor de la mesa mientras Rand examinaba el mapa. Había calzadas a lo largo de la costa, pero malas, señaladas en el mapa como poco más que caminos de carros. Las amplias calzadas de comercio se encontraban en el interior, evitando lo peor del terreno y lo peor que el Mar de las Tormentas podía ofrecer.

—Jinetes haciendo incursiones desde esas montañas podrían obstaculizar el paso de cualquiera que quisiera utilizar las calzadas hacia el interior —dijo finalmente—. Controlando las montañas, hacen tan seguras las calzadas como una calle de ciudad. Tienes razón, Morr. Vienen a Illian.

Apoyado en los puños, Torval lanzó una mirada fulminante a Morr, que había acertado en lo que él se había equivocado. Un pecado imperdonable, tal vez, en el libro de Torval.

—Aun así, pasarán meses antes de que puedan ocasionaros problemas aquí —manifestó hoscamente—. Cien Asha’man, cincuenta incluso, destacados en Illian, podrían destruir cualquier ejército antes de que un solo hombre cruzase los pasos elevados.

—Dudo mucho que un ejército con damane pueda destruirse tan fácilmente como matar Aiel volcados en un ataque y cogidos por sorpresa —argumentó sosegadamente Rand, y Torval se puso tenso—. Además, tengo que defender todo Illian, no sólo la ciudad.

Haciendo caso omiso del hombre, Rand trazó líneas en el mapa con el índice. Entre Punta de Arran y la ciudad de Illian había varios centenares de kilómetros de leguas de aguas profundas, a través de la boca de Sima de Kabal, donde, según decían los capitanes de Illian, ni las sondalezas más largas tocaban fondo a sólo una milla, más o menos, de la costa. Allí, la fuerza del oleaje podría echar a pique un barco en su violento avance hacia el norte, para finalmente batir contra la costa en rompientes de quince metros de altura. Con el tiempo que hacía, sería aún peor. Rodear la Sima era una ruta de mil kilómetros para llegar a la ciudad, incluso siguiendo el derrotero más directo, pero si los seanchan seguían la ruta desde Punta de Arran, podrían alcanzar la frontera en dos semanas, a pesar del temporal de lluvia. Tal vez menos. Mejor combatir donde él escogiera, no al contrario. Su dedo se deslizó a lo largo de la costa sur de Altara, siguiendo la cordillera de las Vemir, hasta donde las montañas se convertían en colinas, lindando con Ebou Dar. Quinientos aquí, mil allí. Una tentadora sarta de cuentas repartidas a lo largo de las montañas. Un golpe seco, duro, podría lanzarlas rodando de vuelta a Ebou Dar; incluso confinarlas mientras intentaban entender qué se traía entre manos. O…

—Hay algo más —dijo de repente Morr, que habló precipitadamente otra vez—. Corrían comentarios sobre un tipo de arma Aes Sedai. Descubrí dónde se había utilizado, a unos pocos kilómetros de la ciudad. El suelo estaba calcinado, arrasado en el centro, un área de trescientos pasos de anchura o más, y destrozadas las plantaciones de árboles que la rodeaban. La arena estaba fundida en capas cristalinas. Allí, el saidin era peor.

Torval hizo un ademán displicente.

—Podría haber habido Aes Sedai cerca cuando la ciudad cayó, ¿no? O quizá los mismos seanchan lo hicieron. Una hermana con un angreal habría…

—¿Qué has querido decir con lo de que el saidin era peor allí? —lo interrumpió Rand. Dashiva se movió y miró de un modo raro a Morr, alargando la mano como para agarrar al joven, pero Rand lo apartó sin contemplaciones—. ¿A qué te referías, Morr?

El muchacho se quedó mirándolo fijamente, con la boca muy cerrada y pasando el pulgar arriba y abajo a lo largo de la empuñadura de su espada. El calor interior del chico parecía a punto de estallar. Ahora sí tenía la cara llena de gotitas de sudor.

—El saidin era… extraño —dijo con voz enronquecida. Las palabras le salían atropelladas, a saltos—. Peor allí… Podía… sentirlo… en el aire, a mi alrededor… pero raro por doquier en torno a Ebou Dar. E incuso a cientos de kilómetros de distancia. Tuve que combatirlo; no como siempre; era diferente. Como si estuviese vivo. A veces… A veces no hacía lo que yo quería. A veces… hacía algo distinto. De verdad. ¡No estoy loco! ¡Lo hacía!

El viento sopló con fuerza, aullando brevemente, zarandeando las paredes de la tienda, y Morr enmudeció.

—Eso es imposible —musitó Dashiva en pleno silencio, pero en voz casi inaudible—. Imposible.

—¿Quién sabe lo que es posible? —acotó Rand—. ¡Yo no! ¿Y tú? —Dashiva levantó la cabeza sorprendido, pero Rand se volvió hacia Morr, moderando el tono—. No te preocupes, hombre. —No fue un tono afable, pues era incapaz de eso, pero sí alentador, esperaba. Su creación, su responsabilidad—. Estarás conmigo en la Última Batalla, te lo prometo.

El joven asintió y se frotó la cara con la mano, como si le sorprendiera encontrarla sudorosa, pero miró a Torval, que se había quedado inmóvil como una piedra. ¿Sabía Morr lo del vino? Realmente podía considerarse una última gracia, teniendo en cuenta las alternativas. Una gracia pequeña y amarga, eso sí.

Rand cogió la carta de Taim, dobló la hoja, y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cincuenta ya que habían perdido la cordura, y los que seguirían. ¿Sería Morr el próximo? Dashiva estaba muy cerca, desde luego. Las miradas ausentes de Hopwil cobraron un nuevo significado, e incluso el habitual mutismo de Narishma. La locura no se manifestaba siempre con gritos sobre arañas. En cierta ocasión había preguntado, con cautela, a quien sabía que le contestaría sinceramente, cómo limpiar la infección del saidin, y recibió un acertijo como respuesta. Herid Fel había afirmado que el acertijo rezaba «sólidos principios, tanto en la filosofía moral como en la natural», pero él no había visto ningún modo de aplicarlo al problema en cuestión. ¿Fue asesinado Fel porque había descifrado la adivinanza? Rand tenía un indicio de la solución, o eso creía; una hipótesis que podría resultar desastrosamente errónea. Los indicios y los acertijos no eran respuestas, pero aun así tenía que hacer algo. Si la infección no se limpiaba de algún modo, el día del Tarmon Gai’don podría encontrarse un mundo ya destruido por hombres dementes. Lo que tenía que hacerse, se hacía.

—Eso sería portentoso —musitó muy quedo Torval—, pero ¿cómo podría nadie, con excepción del Creador o…? —Enmudeció, inquieto.

Rand no se había dado cuenta de que había expresado en voz alta sus pensamientos. Los ojos de Narishma, los de Morr y los de Hopwil brillaban con idéntica emoción: una súbita esperanza. Dashiva se había quedado de una pieza. Rand esperó no haber dicho demasiado. Ciertos secretos había que guardarlos; incluido lo que haría a continuación.

Poco después, Hopwil corría hacia su corcel para cabalgar hasta el altozano con órdenes para los nobles apostados allí. Morr y Dashiva salían a toda prisa a buscar a Flinn y a los demás Asha’man, y Torval se dirigía a largos pasos hacia un lado del claro, para Viajar de regreso a la Torre Negra con órdenes para Taim. Narishma fue el último, y pensando en Aes Sedai, seanchan y armas prodigiosas, Rand también lo mandó con instrucciones muy precisas que hicieron que la boca del joven se tensara.

—No hables con nadie —acabó en voz baja Rand, asiendo con fuerza el brazo de Narishma—. Y no me falles. Ni en un ápice.

—No lo haré —dijo Narishma sin pestañear. Tras un rápido saludo, se marchó también.

«Peligroso —susurró una voz en la mente de Rand—. Oh, sí, muy peligroso, quizá demasiado. Pero tal vez funcione; tal vez. En cualquier caso, debes matar a Torval ahora. Tienes que hacerlo».

Weiramon entró en la tienda del consejo, apartando con el hombro a Gregorin y a Tolmeran e intentando hacer lo mismo con Rosana y Semaradrid, todos ellos ansiosos de informar a Rand que los hombres de las colinas habían decidido con buen tino, después de todo. Lo encontraron riendo con tantas ganas que las lágrimas le corrían por las mejillas. Lews Therin había vuelto. O si no, es que efectivamente se había vuelto loco. De cualquier forma, lo uno o lo otro era motivo para reír.

Загрузка...