Cuando Perrin se marchó de la tienda de las Sabias, consideró la idea de quitarse la chaqueta para comprobar si su piel seguía pegada al cuerpo e íntegra. Un mulo uncido quizá no, pero sí un ciervo con seis lobos pisándole los talones, y no sabía muy bien qué había ganado por tener los pies rápidos. Sin lugar a dudas, ninguna de las Sabias había cambiado de opinión, y sus promesas de no emprender acciones por su cuenta habían sido vagas en el mejor de los casos. En cuanto a las Aes Sedai, no había habido promesas, ni siquiera imprecisas.
Buscó a cualquiera de las dos hermanas y encontró a Masuri. Había una cuerda entre dos árboles, y se había colgado en ella una pequeña alfombra, roja y verde, rematada con flecos. La esbelta Marrón la golpeaba con un sacudidor de madera y levantaba tenues nubes de polvo, motas que flotaban relucientes al sol de media mañana. Su Guardián, un hombre de cuerpo compacto y cabello oscuro con entradas, estaba sentado en el tronco de un árbol caído a corta distancia, observándola taciturno. Normalmente, Rovair Kirklin tenía la sonrisa pronta, pero ese día la había enterrado profundamente. Masuri reparó en Perrin y, sin apenas una pausa en su tarea, le asestó una mirada tan gélida y malévola que él suspiró. Y eso que era la única que opinaba como él. O lo más cerca a su opinión que podría encontrar, en cualquier caso. En lo alto pasó un halcón de cola roja, suspendido en las corrientes ascendentes de aire caliente, planeando de colina en colina sin agitar las alas extendidas. Sería maravilloso poder remontar el vuelo y alejarse de todo aquello. Ante sí tenía la realidad del hierro, no los sueños de la plata.
Tras saludar con un leve cabeceo a Sulin y a las Doncellas, que seguían bajo el cedro como si hubiesen echado raíces, Perrin dio media vuelta para marcharse y entonces se detuvo. Dos hombres subían la colina, uno de ellos un Aiel con el cadin’sor pardo, el arco estuchado colgado a la espalda, una aljaba repleta de flechas a la cadera y las lanzas y la adarga de cuero en la mano. Gaul era un amigo, y el único Aiel varón del campamento que no vestía de blanco. Su compañero, una cabeza más bajo que él, cubierto con un sombrero de ala ancha y vestido con chaqueta y pantalones de color verde apagado, no era Aiel. También llevaba una aljaba llena colgada del cinturón, y un cuchillo aún más largo y pesado que el de Gaul, pero llevaba en la mano el arco, más corto que los de Dos Ríos, pero más largo que los de asta de los Aiel. A pesar de sus ropas, no tenía aspecto de granjero y tampoco de hombre de ciudad. Tal vez fue su cabello gris, atado en la nuca y largo hasta la cintura, o la barba que se extendía sobre su pecho o quizás el modo en que se movía, muy semejante al del hombre que caminaba a su lado, deslizándose alrededor de los arbustos para asegurarse de que ninguna ramita chasquearía a su paso ni ningún hierbajo se quebraría bajo sus pies, por lo que Perrin lo reconoció aunque no lo veía desde lo que a él le parecía muchísimo tiempo.
Al llegar a la cumbre, Elyas Machera miró intensamente a Perrin, con sus ojos dorados brillando débilmente bajo la sombra del ala del sombrero. Sus iris se habían vuelto de ese color años antes que los de Perrin; Elyas le había presentado a los lobos. Por entonces vestía con pieles.
—Me alegra volver a verte, muchacho —saludó quedamente. El sudor le brillaba en el rostro, aunque poco más que a Gaul—. ¿Por fin abandonaste esa hacha? Creía que nunca dejarías de odiarla.
—Aún la odio —contestó Perrin en un tono igualmente bajo. Mucho tiempo atrás, el otrora Guardián le había dicho que conservase el hacha hasta que ya no detestara usarla. ¡Luz, pero todavía la aborrecía! Y ahora tenía más razones para ello—. ¿Qué haces por está parte del mundo, Elyas? ¿Dónde te encontró Gaul?
—Él me encontró a mí —dijo el Aiel—. Ignoraba que lo tenía detrás hasta que tosió. —Habló en voz lo bastante alta para que lo oyeran las Doncellas, y la repentina quietud en ellas fue casi palpable.
Perrin esperaba como poco unos cuantos comentarios hirientes —el humor Aiel podía ser corrosivo, y las Doncellas aprovechaban cualquier oportunidad para lanzar pullas al hombre de ojos verdes—, pero en cambio, algunas de las mujeres cogieron lanzas y adargas para golpearlas entre sí a fin de demostrar su aprobación. Gaul asintió en un gesto de elogio.
Elyas gruñó de forma ambigua y se tocó el ala del sombrero, pero olía a complacido. Era muy poco lo que merecía la aprobación de los Aiel a ese lado de la Pared del Dragón.
—Me gusta moverme —le contestó a Perrin—, y dio la casualidad de que me encontraba en Ghealdan cuando unos amigos comunes me dijeron que viajabas con toda esta procesión. —No nombró a los amigos comunes; no era sensato hablar abiertamente de que se conversaba con los lobos—. Me contaron un montón de cosas. Y que olían un cambio próximo, aunque no sabían qué. A lo mejor tú lo sabes. He oído que has andado en compañía del Dragón Renacido.
—Pues no lo sé —contestó lentamente Perrin. ¿Un cambio? No se le había ocurrido preguntar a los lobos nada más que dónde se encontraban los grandes grupos de hombres, para así evitarlos. Incluso allí, en Ghealdan, a veces se sentía culpable con ellos por los lobos muertos en los pozos de Dumai. ¿Qué clase de cambio?—. Indudablemente Rand está cambiando cosas, pero no sabría decir a qué se refieren. Luz, el mundo entero está dando vueltas de campana, a pesar de él.
—Todo cambia —dijo Gaul displicente—. Hasta que despertamos, los sueños se deslizan en el viento. —Los observó un instante a Elyas y a él, comparando sus ojos, a buen seguro, pero no comentó nada; al parecer, los Aiel consideraban los iris dorados como una peculiaridad más entre los habitantes de las tierras húmedas—. Os dejaré para que podáis hablar. Los amigos largo tiempo separados necesitan conversar a solas. Sulin, ¿están Chiad y Bain por aquí? Las vi cazando ayer, y pensé que podría enseñarles cómo tensar un arco antes de que cualquiera de ellas se dispare a sí misma.
—Me sorprendió verte regresar hoy —respondió la mujer de cabello blanco—. Esas dos salieron a poner trampas para conejos.
Estallaron las risas entre las Doncellas, y los dedos se movieron con rapidez en el lenguaje de señas.
Suspirando, Gaul puso los ojos en blanco de manera ostentosa.
—En ese caso, creo que iré a soltarlas. —Aquello también hizo reír a las Doncellas, incluida Sulin—. Que encuentres sombra en este día —le dijo a Perrin, una despedida habitual entre amigos, pero a Elyas le estrechó el brazo y manifestó—: Mi honor es tuyo, Elyas Machera.
—Un tipo raro —murmuró Elyas mientras seguía con la mirada a Gaul, que descendía al trote por la ladera—. Cuando tosí, se giró, listo para matarme, creo, y entonces, en lugar de eso, se echó a reír. ¿Tienes algún inconveniente en que vayamos a otra parte? No conozco a la hermana que está intentando matar a golpes esa alfombra, pero no me gusta correr riesgos con ninguna Aes Sedai. —Sus ojos se estrecharon—. Gaul me contó que hay tres con vosotros. No planearás encontrarte con ninguna más, ¿verdad?
—Espero que no —contestó Perrin. Masuri miraba en su dirección entre golpe y golpe de sacudidor; no tardaría en enterarse de lo de los ojos de Elyas, y empezaría a tratar de sonsacarle qué más cosas tenían en común y qué vínculos había entre los dos—. Vamos, ya debería estar de regreso en mi propio campamento, de todos modos. ¿Te preocupa encontrarte con alguna Aes Sedai que te conozca?
Los días de Elyas como Guardián habían llegado a su fin cuando se descubrió que podía hablar con los lobos. Algunas hermanas tomaron aquello como la marca del Oscuro, y él tuvo que matar a otros Gaidin para escapar.
El hombre mayor esperó hasta que se hubieron alejado una docena de pasos de las tiendas antes de contestar, e incluso entonces lo hizo en voz baja, como si sospechase que alguien a su espalda tuviese un oído tan agudo como ellos.
—Con que una conozca mi nombre, ya será mal asunto. Los Guardianes no huyen a menudo, muchacho. La mayoría de las Aes Sedai liberarían a un hombre que quisiera marcharse. No todas. Y, en cualquier caso, puede seguirte la pista por muy lejos que huyas si decide darte caza. Pero cualquier hermana que encuentre un renegado, pasará sus ratos de ocio dedicada a hacerle desear no haber nacido. —Tembló ligeramente. Su olor no era de miedo, sino de expectativa del dolor—. Después se lo entregará a su Aes Sedai para que sirva de lección. Un hombre no vuelve a ser el mismo después de eso. —Al inicio de la cuesta, miró hacia atrás. Masuri parecía querer realmente matar la alfombra, enfocando toda su rabia en intentar abrirle un agujero a golpes, pero Elyas volvió a temblar—. Lo peor sería toparme con Rina. Preferiría quedarme atrapado en un incendio forestal, con las dos piernas rotas.
—¿Rina es tu Aes Sedai? Pero ¿cómo ibas a toparte con ella? El vínculo te permite saber dónde se encuentra. —Aquello removió algo en la memoria de Perrin, pero lo que quiera que fuera se desvaneció con la respuesta de Elyas.
—Un buen número de ellas es capaz de atenuar el vínculo. A lo mejor todas saben cómo hacerlo. Uno percibe que sigue con vida y poco más, y eso lo sabría de todas formas porque no me he vuelto loco. —Elyas adivinó la pregunta en la expresión del rostro de su amigo y soltó una risotada—. Luz, hombre, también una hermana es de carne y hueso. Casi todas. Piensa esto: ¿te gustaría tener a alguien dentro de tu cabeza mientras haces arrumacos con una alegre moza? Oh, lo siento. Olvidé que ahora estás casado. No era mi intención ofender. Me sorprendió oír que te habías casado con una saldaenina, sin embargo.
—¿Que te sorprendió? —A Perrin nunca se le había ocurrido considerar eso con respecto al vínculo del Guardián. ¡Luz! En realidad, jamás había pensado en las Aes Sedai de ese modo. Parecía tan imposible como… Como que un hombre hablara con lobos—. ¿Por qué?
Empezaron a bajar entre los árboles que crecían en esa vertiente de la colina, sin prisa y sin hacer ruido. Perrin había sido siempre un buen cazador, acostumbrado a los bosques, y Elyas apenas alteraba las hojas caídas que pisaba, deslizándose ágilmente a través del sotobosque sin mover una rama. Podría haberse colgado el arco al hombro, pero seguía llevándolo en la mano. Era un hombre cauteloso, sobre todo cuando había gente cerca.
—Vaya, pues porque eres tranquilo y callado, y pensé que te casarías con alguien igual. Bueno, a estas alturas sabrás que las saldaeninas no son calladas. Salvo con forasteros y extraños. En cuanto a lo de tranquilas… En un momento es como si el sol estallara, y al siguiente todo está pasado y olvidado. Hacen que las arafelinas parezcan imperturbables, y las domani total y absolutamente sosas. —Elyas sonrió de repente—. En cierta ocasión viví un año con una saldaenina. Merya me reventaba los tímpanos cinco días a la semana, y puede que también me tirara los platos a la cabeza. Sin embargo, cada vez que pensaba en marcharme, quería hacer las paces, y yo nunca acababa de llegar a la puerta. Al final, me dejó ella. Dijo que era demasiado comedido para su gusto. —Su risa ronca tenía algo de nostalgia, pero al mismo tiempo se frotó una cicatriz antigua y casi desdibujada que tenía en la mandíbula, también con nostalgia. Parecía producida por un cuchillo.
—Faile no es así. —¡Sonaba como si estuviese casado con Nynaeve! ¡Con Nynaeve enseñando los dientes!—. No quiero decir que no se enfade de vez en cuando —admitió de mala gana—, pero no grita ni me tira cosas. —Bueno, no gritaba muy a menudo, y en lugar de montar en cólera y pasársele enseguida, su enfado empezaba como un metal al rojo vivo y duraba hasta que se enfriaba.
Elyas lo miró de reojo.
—Si alguna vez he olido a un hombre intentando curarse en salud… Le has estado hablando con palabras suaves todo el tiempo ¿no es cierto? ¿Leche y miel y nunca has aplastado las orejas contra el cráneo ni has gruñido enseñando los dientes? ¿Nunca le has levantado la voz?
—¡Por supuesto que no! —protestó Perrin—. ¡La amo! ¿Cómo iba a gritarle?
Elyas empezó a mascullar entre dientes, aunque, naturalmente, Perrin escuchó cada palabra.
—Que me aspen. No es asunto mío si un hombre quiere sentarse sobre una víbora roja. Allá él, si quiere calentarse las manos mientras el tejado está ardiendo. Es su vida. ¿Acaso me lo agradecería? ¡Pues claro que no, maldita sea!
—¿Por qué sigues dale que dale con lo mismo? —demandó Perrin. Cogió a Elyas del brazo y tiró para detenerse bajo un acebo, cuyas espinosas hojas aún se conservaban verdes en su mayoría. Pocas plantas más lo estaban, salvo algunas tenaces trepadoras. Habían descendido poco más de la mitad de la ladera—. ¡Faile no es una víbora roja ni un tejado en llamas! Espera a conocerla antes de hablar de ella como si ya la hubieses tratado.
Elyas se pasó los dedos por la larga barba con aire irritado.
—Conozco a las saldaeninas, muchacho. Ese año del que antes te hablé no fue el único que pasé allí, y en todo ese tiempo sólo conocí unas cinco mujeres que calificaría de dóciles o incluso afables. No, tu mujer no es una víbora, pero me juego cualquier cosa a que es un leopardo. ¡No gruñas, maldita sea! ¡Te apuesto mis botas que sonreiría si me oyese decir eso!
Perrin abrió la boca para contestar acaloradamente, y entonces la cerró. No se había dado cuenta de que estaba gruñendo con un sonido profundo, gutural. Faile sonreiría al saber que la comparaban con un leopardo.
—No estarás diciéndome en serio que ella quiere que le grite, ¿verdad, Elyas?
—Pues sí. Casi seguro, en cualquier caso. A lo mejor hace la número seis. Tal vez. Deja que termine de hablar. En general, si le levantas la voz a una mujer, los ojos se le salen de las órbitas o adopta una actitud gélida, y antes de que te des cuenta, estás discutiendo porque tienes muy mal genio, no porque hubiese una última gota que colmó tu paciencia y te hizo estallar. Ahora bien, muérdete la lengua con una saldaenina y lo interpretará como que no la consideras lo bastante fuerte para hacerte frente. Insúltala así y tendrás suerte si no te da de desayuno tus propias… mollejas. No es una moza de Far Madding, para que espere que un hombre se siente donde le manda y que salte cuando chasquee los dedos. Es un leopardo, y espera que también su marido lo sea. ¡Luz! No sé qué demonios hago. Aconsejar a un hombre sobre su esposa es un buen modo de acabar con las tripas desparramadas.
Ahora le tocó a Elyas gruñir. Se enderezó bruscamente el sombrero sin necesidad y miró en derredor ceñudo, como planteándose si desaparecer de nuevo en el bosque, y luego le plantó el índice en el pecho.
—Oye, siempre supe que eras algo más que un vagabundo, y juntando lo que los lobos me contaron con el hecho de que te encaminas hacia ese tal Profeta, pensé que quizá no te vendría mal tener un amigo que te guardara las espaldas. Claro que los lobos no mencionaron que estabas al mando de esos bonitos lanceros mayenienses. Tampoco lo mencionó Gaul, hasta que los vimos. Si quieres que me quede, de acuerdo. Si no, queda mucho mundo que todavía no he visto.
—Siempre viene bien contar con otro amigo, Elyas.
¿De verdad querría Faile que le gritara? Siempre había sido consciente de que podría hacer daño a alguien si no tenía cuidado, y siempre había procurado controlar el genio. Las palabras podían herir tanto como los puños, palabras desacertadas, palabras que no se tenía intención de decir pero que se soltaban al perder los estribos. No, imposible. Era de todo punto ilógico. Ninguna mujer toleraría tal cosa, ni de su marido ni de ningún hombre.
El silbo de un pinzón azul hizo que Perrin alzara la cabeza y aguzase el oído. Apenas era audible, incluso para él, pero un instante después el trino se repitió, más cerca, y luego otra vez, aún más próximo. Elyas lo miró enarcando una ceja; él tenía que conocer la llamada de un pájaro de las Tierras Fronterizas. Perrin lo había aprendido de algunos shienarianos, Masema entre ellos, y se lo había enseñado a los hombres de Dos Ríos.
—Se acercan visitas —le dijo a Elyas.
Venían deprisa, cuatro jinetes a medio galope, y llegaron antes de que Elyas y él alcanzaran el pie de la colina. Salpicando agua, Berelain cruzó el arroyo a la cabeza, seguida de cerca por Annoura y Gallenne, y a su lado, una mujer embozada en un pálido guardapolvo con capucha. Pasaron el campamento mayeniense sin mirar siquiera, y no frenaron hasta que estuvieron ante la tienda de rayas rojas y blancas. Algunos sirvientes cairhieninos acudieron presurosos para coger las bridas y sujetar estribos, y Berelain y sus compañeros desaparecieron en el interior de la tienda antes de que se hubiese posado el polvo levantado por sus monturas.
Su llegada había provocado un gran revuelo. Entre los hombres de Dos Ríos se alzó un sonoro murmullo que Perrin sólo pudo calificar de expectación. El inevitable grupito de jóvenes necios se rascó la cabeza y miró de hito en hito la tienda mientras parloteaba excitadamente. Grady y Neald también observaban la tienda desde los árboles, aproximando de vez en cuando las cabezas para hablar, aunque no había nadie cerca para oír lo que decían.
—Parece que tus visitas no son intrascendentes —comentó en voz queda Elyas—. No pierdas de vista a Gallenne; podría ocasionar problemas.
—¿Lo conoces? Me gustaría que te quedaras, pero si crees que podría informar a una de las hermanas de quién eres… —Perrin se encogió de hombros con resignación—. Quizá pueda frenar a Seonid y Masuri —o eso pensaba—, pero creo que Annoura hará lo que le venga en gana. —Y, por cierto, ¿qué opinaba realmente de Masema?
—Oh, Bertain Gallenne ignora la existencia de gente como Elyas Machera —contestó el otro hombre con una sonrisa irónica—. Más payasos conocen a Augusto Bufo que al contrario. Pero sí, lo conozco. No irá contra ti ni actuará a tu espalda, pero la que tiene cerebro es Berelain. Ha impedido que Tear se trague a Mayene enfrentando a los tearianos contra los illianos desde que tenía dieciséis años. Berelain sabe maniobrar, mientras que Gallenne lo único que sabe hacer es atacar. Es bueno en eso, pero nunca ve nada más, y a veces no piensa antes de actuar.
—Ya tenía formada esa idea sobre ellos —murmuró Perrin. Al menos Berelain había llevado una mensajera de Alliandre. No habría acudido tan deprisa con una nueva doncella. La cuestión era por qué necesitaba Alliandre un mensajero—. Será mejor que vaya a ver si son buenas noticias, Elyas. Después hablaremos de lo que hay al sur. Y conocerás a Faile —añadió antes de darse media vuelta.
—La Fosa de la Perdición es lo que hay al sur —repuso el otro hombre a su espalda—, o lo más parecido a ella de lo que espero ver fuera de la Llaga.
Perrin creyó oír de nuevo aquel débil trueno al oeste. Bien, eso sería un cambio agradable.
En la tienda, Breane iba de un lado a otro con una bandeja de plata en la que llevaba un cuenco con agua perfumada de rosas y paños para lavarse la cara y las manos, haciendo una estirada reverencia al ofrecerla. Con reverencias aún más estiradas, Maighdin hacía otro tanto con una bandeja que contenía copas de ponche —hecho con los últimos arándanos secos, a juzgar por el olor—, mientras Lini doblaba el guardapolvo de la recién llegada. Parecía extraño el modo en que Faile y Berelain se habían colocado a ambos lados de la mujer nueva, y Annoura rondaba detrás, todas pendientes de ella. De edad madura, con una cofia de redecilla verde sujetándole el oscuro cabello, que le llegaba casi a la cintura, habría resultado bonita si su nariz no hubiese sido tan larga. Y si no la levantara en un gesto tan altanero. Más baja que Faile y Berelain, sin embargo se las ingenió para mirar a Perrin bajo la punta de aquella nariz, examinándolo fríamente de la cabeza a los pies. No parpadeó siquiera al verle los ojos, aunque casi todo el mundo lo hacía la primera vez.
—Majestad —comenzó Berelain en tono formal tan pronto como Perrin hubo entrado—, permitidme que os presente a lord Perrin Aybara de Dos Ríos, en Andor, amigo personal y emisario del Dragón Renacido. —La mujer de nariz larga inclinó la cabeza leve, fríamente, y Berelain continuó sin apenas hacer una pausa—. Lord Aybara, saludad y dad la bienvenida a Alliandre Maritha Kigarin, por la Gracia de la Luz reina de Ghealdan y Defensora del Muro de Garen, que se complace en recibiros en persona.
Gallenne, de pie cerca de la pared de la tienda, se ajustó el parche del ojo y levantó su copa de vino a Perrin, con una sonrisa de triunfo.
Por alguna razón, Faile asestó a Berelain una dura mirada. Faltó poco para que Perrin se quedase boquiabierto. ¿Alliandre en persona? Se preguntó si debía doblar la rodilla ante ella, y luego se decantó por una respetuosa inclinación de cabeza tras una pausa demasiado larga. ¡Luz! No tenía ni idea de cómo tratar a una reina; especialmente a una que aparecía cuando menos se esperaba, sin escolta, sin joyas a la vista. El traje de montar verde oscuro era de paño liso, ni una puntada de bordado.
—Tras las recientes noticias —empezó Alliandre—, pensé que debería venir a veros, lord Aybara.
Su voz era tranquila, su gesto sosegado, sus ojos distantes. Y observadores, o él era un hombre de Embarcadero de Taren. Más valía que se anduviese con pies de plomo hasta que supiera cómo se presentaba el camino.
—Quizá no lo sepáis —continuó ella—, pero hace cuatro días Illian cayó en poder del Dragón Renacido, la Luz bendiga su nombre. Ha tomado la Corona de Laurel, aunque tengo entendido que ahora se llama la Corona de Espadas.
Faile cogió una copa de la bandeja que sostenía Maighdin y musitó entre dientes:
—Y hace siete días, los seanchan tomaron Ebou Dar.
Ni siquiera Maighdin la oyó. Si Perrin no se hubiese controlado ya, realmente habría abierto la boca por la sorpresa. ¿Por qué se lo contaba Faile así, en lugar de esperar a que le informara la mujer, que debía de habérselo dicho a ella? Alzando la voz de manera que todos lo oyeran, repitió las palabras de su esposa. Sonó dura, pero era el único modo de evitar que le temblara. ¿También Ebou Dar? ¡Luz! ¿Y hacía siete días? El mismo en que Grady y los demás habían visto el Poder Único en el cielo. Coincidencia, tal vez. ¿Es que preferiría que hubiesen sido los Renegados?
Annoura frunció el entrecejo sin quitar la vista de su copa y apretó los labios antes de que él hubiese acabado de hablar, y Berelain le lanzó una mirada estupefacta que borró al instante. Sabían que él ignoraba lo ocurrido en Ebou Dar cuando partieron a caballo hacia Bethal.
Alliandre se limitó a asentir con la cabeza, tan dueña de sí como la Gris.
—Parecéis increíblemente bien informado —dijo mientras se acercaba a él—. Dudo que los primeros rumores hayan llegado ya a Jehannah con el comercio del río. Yo me enteré hace escasos días, a través de comerciantes que me mantienen al corriente de las noticias. Creo —agregó con sequedad—, que esperan que pueda interceder por ellos ante el Profeta del lord Dragón, si llega a ser necesario.
Por fin pudo percibir su olor, y su opinión sobre la mujer cambió, aunque no para peor. Exteriormente, la reina era toda fría reserva, pero una mezcla de incertidumbre y temor colmaba su efluvio. Perrin dudaba que él hubiese sido capaz de mantener tan compuesto el semblante si se hubiese sentido así.
—Siempre es mejor saber todo lo posible —comentó, medio distraído. «Maldición —pensó— ¡tengo que informar de esto a Rand!»
—En Saldaea también nos son muy útiles los comerciantes —intervino Faile, con lo que implicaba que tal era la fuente por la que él sabía lo de Ebou Dar—. Parecen enterarse de lo que ocurre a miles de kilómetros semanas antes de que comiencen los rumores.
No lo miró, pero Perrin comprendió que le hablaba a él tanto como a Alliandre. Rand lo sabía, estaba diciendo. Y, en cualquier caso, no había forma de ponerlo al corriente en secreto. ¿De verdad querría su mujer que le…? No, era inconcebible. Parpadeó al darse cuenta de que se había perdido algo que Alliandre había dicho.
—Os pido disculpas, Alliandre —manifestó cortésmente—. Pensaba en Rand, es decir, en el Dragón Renacido.
¡Pues claro que era inconcebible! Todo el mundo lo miraba, hasta Lini, Maighdin y Breane. Annoura tenía los ojos desorbitados, y Gallenne estaba boquiabierto a más no poder. Entonces cayó en la cuenta. Había llamado a la reina por su nombre. Cogió una copa de la bandeja de Maighdin, que se alzó tan rápidamente tras la reverencia que casi se la tiró. Desestimando su ayuda con gesto absorto, se limpió la mano húmeda en la chaqueta. Tenía que concentrarse, no dejar que su mente divagara en nueve direcciones. Pensara lo que pensara Elyas, Faile jamás… ¡No! ¡Debía concentrarse!
Alliandre recobró la calma rápidamente. A decir verdad, parecía haber sido la menos sorprendida de todos, y su olor no varió un ápice.
—Decía que acudir a reunirme con vos en secreto me pareció lo más prudente, lord Aybara —explicó con voz fría—. Lord Telabin cree que me encuentro en sus jardines buscando un poco de intimidad. De allí he salido por una puerta que rara vez se utiliza. En el trayecto por la ciudad era la doncella de Annoura Sedai. —Pasó los dedos por la falda pantalón de su traje de montar y soltó una corta risa. Hasta eso era frío en ella, tan opuesto a lo que la nariz le revelaba a Perrin—. Varios de mis propios soldados me han visto, pero con la capucha de la capa echada, ninguno me reconoció.
—En los tiempos que corren, actuar así probablemente fue lo más juicioso —respondió Perrin con cuidado—. Pero tendréis que manifestaros abiertamente antes o después, en un sentido u otro. —Cortés y al grano, era lo mejor. Una reina no querría perder el tiempo con un tipo que decía tonterías. Y él no quería decepcionar a Faile comportándose otra vez como un patán—. ¿Por qué vinisteis personalmente? Sólo teníais que enviar una carta o dar vuestra respuesta a Berelain. ¿Os declararéis a favor de Rand o no? En cualquier caso, no temáis en cuanto a regresar sana y salva a Bethal. —Muy acertado eso. Cualesquiera otras cosas que pudieran atemorizarla, encontrarse sola allí debía de ser una.
Faile lo observaba, aunque simulaba lo contrario, mientras bebía el ponche y dirigía sonrisas a Alliandre, pero él captó las fugaces ojeadas que le echaba. Berelain no fingía en absoluto, y lo observaba abiertamente, con los ojos ligeramente entrecerrados, sin apartarlos un momento de su rostro. La mirada de Annoura era igualmente atenta, tan pensativa como la de la Principal. ¿Es que todas creían que iba a cometer otro desliz?
—La Principal me ha hablado mucho de vos, lord Aybara —comentó la reina, sin responder la pregunta importante—, y del lord Dragón Renacido, que la Luz bendiga su nombre. —Eso último sonó a algo aprendido de memoria, a coletilla que se añade sin pensar—. No podía verlo a él antes de tomar mi decisión, de modo que quería veros a vos, formarme un juicio. Se puede descubrir mucho sobre un hombre por los que elige para que hablen en su nombre. —Inclinó la cabeza hacia la copa que tenía en la mano y miró a Perrin a través de las pestañas. Viniendo de Berelain, eso habría sido coquetear, pero Alliandre observaba cautelosamente a un lobo, tan seguro como que estaba frente a ella—. También vi vuestras banderas —añadió quedamente—. La Principal no las mencionó.
A pesar de sí mismo, Perrin frunció el entrecejo. ¿Que Berelain le había contado mucho sobre él? ¿Qué le había dicho?
—Las banderas están para que se vean. —La ira puso un dejo duro en su voz, que requirió un gran esfuerzo por su parte tragárselo. Vaya, Berelain sí que era una mujer que necesitaba que le gritaran—. Creedme, no existen planes de resucitar a Manetheren. —Bien, su tono era tan frío como el de Alliandre—. ¿Cuál es vuestra decisión? Rand puede situar aquí diez mil soldados, o cien mil, en un abrir y cerrar de ojos, o casi. —Y quizá tuviera que hacerlo. ¿Los seanchan en Amador y en Ebou Dar? Luz, ¿cuántos serían?
Alliandre sorbió delicadamente el ponche antes de hablar y de nuevo soslayó la pregunta.
—Corren miles de rumores, como sabréis, e incluso el más disparatado es verosímil cuando el Dragón ha renacido, aparecen gentes extrañas que afirman ser el ejército de Artur Hawkwing que regresa, y la propia Torre está dividida por la rebelión.
—Eso es asunto de las Aes Sedai —espetó bruscamente Annoura—. No le concierne a nadie más.
Berelain lanzó una mirada exasperada a la hermana, que fingió no advertirlo.
El semblante de Alliandre acusó una ligera crispación y la soberana se giró un poco a fin de no tener de frente a la Gris. Ni que fuese reina ni que no, nadie quería oír ese tono en boca de una Aes Sedai.
—El mundo se está volviendo del revés, lord Aybara. Vaya, pero si incluso me han llegado informes de Aiel saqueando un pueblo justo aquí, en Ghealdan.
De pronto Perrin comprendió que había algo más en la mujer que la mera ansiedad por haber ofendido a una Aes Sedai. Alliandre lo miró, esperando. Pero ¿qué? ¿A que le diese alguna seguridad que la tranquilizara?
—Los únicos Aiel en Ghealdan están conmigo —le dijo—. Los seanchan pueden ser descendientes del ejército de Artur Hawkwing, pero Hawkwing lleva mil años muerto. Rand ya se encargó de ellos en una ocasión y volverá a hacerlo. —Recordaba Falme tan claramente como los pozos de Dumai, a pesar de que intentaba olvidarlo. Sin duda no había habido suficientes allí para tomar Amador y Ebou Dar, incluso con sus damane. Balwer aseguraba que también tenían soldados taraboneses—. Y quizás os alegre saber que esas Aes Sedai rebeldes apoyan a Rand. O lo harán pronto.
Eso era lo que Rand decía, un puñado de Aes Sedai que no tenía a donde ir salvo con él. Perrin no lo veía tan claro. Por Ghealdan corría el rumor de que un ejército acompañaba a esas hermanas. Por supuesto, ese mismo rumor hablaba de un número de Aes Sedai en dicho grupo mayor incluso que el que había en todo el mundo, pero aun así… ¡Luz, ojalá hubiese alguien que pudiera darle seguridad a él!
—¿Por qué no nos sentamos? —sugirió—. Responderé cualquier pregunta que queráis plantearme a fin de ayudaros a tomar una decisión, pero podríamos hacer lo mismo estando cómodos.
Se acercó una de las sillas plegables y recordó a tiempo no sentarse de golpe en ella, pero aun así el mueble crujió bajo su peso.
Lini y las otras dos sirvientas corrieron para poner más sillas en un círculo con la suya, pero ninguna de las otras mujeres se acercó a ellas. Alliandre lo miraba, y los demás la miraban a ella, excepto Gallenne, que se sirvió otra copa de ponche de una jarra de plata.
Perrin cayó en la cuenta de que Faile no había vuelto a abrir la boca después del comentario sobre los comerciantes. Agradecía el silencio de Berelain, del mismo modo que agradecía que no le hubiese hecho ojitos delante de la reina, pero le habría venido bien alguna ayuda por parte de su mujer en ese momento. Un pequeño consejo. Luz, Faile sabía diez veces más que él qué hacer o decir en esa situación.
Preguntándose si debería ponerse de pie como los demás, dejó su copa de ponche en una de las mesitas y, de un modo sutil, le pidió que hablase ella con Alliandre.
—Si alguien sabe cómo hacerle ver el mejor curso para seguir, adelante —dijo. Faile le dedicó una sonrisa complacida, pero siguió muda.
Inopinadamente, Alliandre soltó su copa a un lado, sin mirar, como si esperase que hubiese una bandeja allí mismo. Había una, apenas a tiempo de coger la copa, y Maighdin, que era quien la sostenía, murmuró algo que Perrin esperó que Faile no hubiese oído. Su mujer era inflexible con los criados que usaban esa clase de lenguaje. Hizo intención de incorporarse cuando Alliandre se aproximó a él, pero, para su estupefacción, la reina se arrodilló grácilmente ante él y lo cogió de las manos. Antes de que supiera qué hacía, ella giró las muñecas de manera que sus manos se unieron dorso contra dorso entre las palmas de él. Se las aferraba con tal fuerza que debían de dolerle; desde luego, no estaba seguro de que él hubiese podido soltarse sin lastimarla.
—Con la Luz por testigo —empezó en voz firme, mirándolo a los ojos—, yo, Alliandre Maritha Kigarin, prometo fidelidad y servicio a lord Perrin Aybara de Dos Ríos, ahora y para siempre, salvo que él decida exonerarme por propia voluntad. Mis tierras y mi trono son suyos, y los pongo en sus manos. Así lo juro.
Por un instante reinó el silencio, roto únicamente por la ahogada exclamación de Gallenne y el apagado golpe de su copa al caer en la alfombra.
Entonces Perrin oyó a Faile, de nuevo en un susurro tan quedo que ninguna persona cerca de ella podría haber percibido sus palabras: «Con la Luz por testigo, acepto vuestra promesa y juro defenderos y protegeros a vos y a los vuestros a través de la guerra y sus azares, del invierno y sus rigores y de todo lo que el tiempo depare. Las tierras y el trono de Ghealdan os los entrego como mi fiel vasalla. Por la Luz, acepto…». Ésa debía de ser la forma de aceptación de los saldaeninos. Gracias a la Luz que su esposa estaba demasiado concentrada en él para advertir el cabeceo enérgico de Berelain apremiándolo a lo mismo. ¡Parecía como si las dos hubiesen esperado que sucediese aquello! Por el contrario, Annoura, boquiabierta, estaba tan pasmada como él, igual que un pez que ve desaparecer el agua.
—¿Por qué? —preguntó suavemente, haciendo caso omiso del siseo frustrado de Faile y del gruñido exasperado de Berelain. «Maldita sea —pensó—. ¡Soy un puñetero herrero!» Nadie juraba lealtad a los herreros. ¡Las reinas no juraban fidelidad a nadie!—. Me han dicho que soy ta’veren; quizá dentro de una hora, lejos ya de mi influencia, desearíais reconsiderar todo esto.
—Espero que seáis ta’veren, milord. —Alliandre rió, pero no con regocijo, y apretó aún más sus manos, como si sospechara que él quisiera liberarlas—. Lo espero de todo corazón, porque me temo que nada menos poderoso salvará a Ghealdan. Prácticamente tomé esta decisión tan pronto como la Principal me dijo que estabais aquí, y conoceros me ha reafirmado en ella. Ghealdan necesita una protección que yo no puedo darle, así que el deber me exige que la encuentre. Vos podéis proporcionársela, milord. Vos y el lord Dragón Renacido, que la Luz bendiga su nombre. De hecho, le habría prestado juramento a él si se encontrase aquí, pero vos sois su hombre. Al haceros mi promesa, también se la hago a él. —Respiró hondo y se obligó a añadir—: Por favor. —Olía a desesperación ahora, y sus ojos brillaban de miedo.
Aun así, Perrin vaciló. Eso era todo cuanto Rand podría desear y más, pero Perrin Aybara sólo era un herrero. ¡Lo era! ¿Podría seguir diciéndose lo mismo si hacía eso? Alliandre lo observaba en actitud suplicante. ¿Acaso los ta’veren también ejercían influencia sobre sí mismos?
—Con la Luz por testigo, yo, Perrin Aybara, acepto vuestra promesa…
La garganta se le había quedado seca para cuando terminó de pronunciar la fórmula que Faile le había susurrado. Ahora ya era demasiado tarde para pararse a pensar.
Con una ahogada exclamación de alivio, Alliandre le besó las manos. Perrin no creía haberse sentido tan avergonzado en toda su vida. Se puso de pie rápidamente y la ayudó a incorporarse. Y cayó en la cuenta de que ignoraba qué hacer a continuación. Faile, sonriente y rebosando orgullo, no le dio más pistas. Berelain también sonreía y en su semblante se reflejaba un alivio tan intenso que cualquiera habría pensado que acababan de rescatarla de un incendio.
A Perrin no le cabía duda de que Annoura hablaría —las Aes Sedai siempre tenían mucho que decir, en especial cuando ello les daba la oportunidad de tomar el mando—, pero la hermana Gris sostenía la copa de vino con el brazo extendido para que Maighdin se la llenara otra vez y lo observaba intensamente, con expresión indescifrable. De hecho, Maighdin hacía otro tanto, tan pendiente de él que siguió inclinando la jarra hasta que el ponche se derramó sobre la muñeca de la Aes Sedai. Annoura dio un respingo de sobresalto y miró la copa que sostenía como si se hubiese olvidado de ella. Faile frunció el entrecejo y Lini lo frunció aún más; Maighdin corrió en busca de un paño para limpiar la mano de la hermana, de nuevo mascullando entre dientes sin parar. Faile montaría en cólera si llegaba a oír sus murmullos.
Perrin sabía que estaba tardando demasiado. Alliandre se lamió los labios con ansiedad; esperaba algo más, pero ¿qué?
—Ahora que hemos resuelto la cuestión, he de ocuparme de encontrar al Profeta —manifestó, y se encogió para sus adentros. Demasiado brusco. No tenía tacto para tratar con nobles, y menos aún con una reina—. Supongo que querréis regresar a Bethal antes de que alguien advierta vuestra ausencia.
—La última noticia que tengo sobre el Profeta del lord Dragón es que se encontraba en Abila —dijo Alliandre—. Es una ciudad más bien grande, en Amadicia, a unos doscientos kilómetros al sur de aquí.
A su pesar, Perrin arrugó el ceño, si bien lo desfrunció al punto. De modo que Balwer tenía razón. Tenerla en una cosa no quería decir que la tuviese en todas, pero podría merecer la pena escuchar lo que el hombre tuviese que contar con respecto a los Capas Blancas. Y a los seanchan. ¿Cuántos taraboneses?
Faile se deslizó junto a él y puso la mano en su brazo a la par que dirigía una sonrisa afable a Alliandre.
—Querido, no pretenderás realmente que regrese ya, cuando acaba de llegar. Déjanos para que charlemos un rato aquí, a resguardo del sol, antes de que haya de afrontar el bochornoso viaje de vuelta. Sé que tienes otros asuntos importantes que atender.
Perrin se las ingenió, no sin esfuerzo, para no mirarla de hito en hito. ¿Qué podía ser más importante que la reina de Ghealdan? Con toda seguridad, nada de lo que podía hacerse en el campamento y que nadie lo dejaría ocuparse de ello. Era obvio que deseaba hablar con Alliandre sin que él estuviera presente. Con suerte, después le diría por qué, y quizás incluso se lo explicara todo. Puede que Elyas creyera que conocía a las saldaeninas, pero él había aprendido por sí mismo que sólo un necio trata de averiguar todos los secretos de su esposa. O dejar que sepa cuáles ha logrado descubrir ya.
Despedirse de Alliandre requería sin duda tanta ceremonia como la presentación, pero Perrin se las arregló para hacer una reverencia aceptable mientras le pedía disculpas por tener que marcharse; ella hizo una profunda reverencia a su vez, manifestando que la honraba demasiado, y ahí acabó la cosa. Excepto por el gesto breve con la cabeza que le hizo a Gallenne para que lo siguiese fuera. No creía que Faile lo mandara marcharse a él y quisiera que el otro hombre se quedara. ¿De qué querría hablar a solas con la reina?
Fuera, el mayeniense le dio una palmada en el hombro que habría hecho tambalearse a otro hombre más pequeño.
—¡Que me aspen, jamás oí algo igual! Ahora puedo decir que he visto realmente cómo funciona la presencia de un ta’veren. ¿Qué queréis de mí?
¿Qué podía contestar a eso? Justo entonces, se oyó un gran griterío en el campamento mayeniense, lo bastante fuerte para que los hombres de Dos Ríos se pusieran de pie y escudriñaran entre los árboles, a pesar de que la curva de la colina lo ocultaba todo.
—Veamos antes a qué viene ese jaleo —contestó Perrin. Aquello le daría tiempo para pensar. Sobre qué decir a Gallenne y sobre otros asuntos.
Faile esperó unos segundos después de que Perrin se hubiera marchado para decirles a las criadas que no necesitaba de su servicio. Maighdin estaba tan absorta contemplando a Alliandre que Lini tuvo que tirarle de la manga para que se moviera. Se ocuparía de eso después. Faile dejó la copa y fue en pos de las tres sirvientas hacia la puerta de la tienda como si las apremiara a salir, pero se quedó parada allí.
Perrin y Gallenne se dirigían a través de los árboles hacia el campamento mayeniense. Estupendo. Casi todos los Cha Faile se hallaban acuclillados a corta distancia. Al encontrarse con la mirada de Parelean, hizo un gesto con la mano a la altura de la cintura, donde ninguna de las mujeres que estaban detrás de ella pudiese verlo: un rápido movimiento circular, seguido por un puño cerrado. De inmediato, los tearianos y cairhieninos se dividieron en grupos de dos o tres y se dispersaron. Aunque mucho menos complejos que los del lenguaje de señas de las Doncellas, los signos de los Cha Faile bastaban. En cuestión de segundos, un círculo diseminado de los suyos tenía rodeada la tienda, aparentemente al azar, mientras charlaban ociosamente o jugaban a las cunitas. Pero nadie se aproximaría a menos de veinte pasos sin que la pusieran sobre aviso antes de que hubiese llegado a la entrada.
Quien más la preocupaba era Perrin. Había esperado algo trascendental tan pronto como vio a Alliandre en persona, aunque no sabía exactamente qué, pero el juramento de la reina la había dejado estupefacta. Si a su marido se le pasaba por la cabeza regresar, acometido por un sentimiento de culpa, para hacer que Alliandre se sintiese cómoda con su decisión… ¡Oh, él se dejaba guiar por el corazón, cuando debía utilizar la cabeza, y viceversa! La idea hizo que tuviera remordimientos de conciencia.
—Qué sirvientes tan peculiares encontrasteis en el camino —comentó Berelain junto a ella con fingida compasión, y Faile se sobresaltó ya que no había oído a la mujer acercarse a su espalda. Lini y las otras caminaban hacia las carretas, y Lini sacudía el índice a Maighdin. La mirada de Berelain pasó de Faile a las tres mujeres. Mantuvo la voz baja, pero el tono burlón no desapareció—. La mayor parece conocer sus obligaciones, en lugar de haber oído hablar de ellas únicamente, pero Annoura me ha dicho que la más joven es espontánea. Muy débil, insignificante, según Annoura, pero las espontáneas siempre causan problemas. Las otras harán comentarios sobre ella, si están enteradas, y antes o después huirá. Las espontáneas siempre huyen, según tengo entendido. Eso es lo que pasa por tomar doncellas como quien recoge perros callejeros.
—Estoy bastante satisfecha con su labor —replicó fríamente Faile. Aun así, se imponía sostener una larga conversación con Lini. ¿Una espontánea? Aunque fuese débil, podría resultar útil—. Siempre he pensado que erais muy apta para contratar sirvientes. —Berelain parpadeó sin saber qué significaba exactamente aquel comentario, y Faile disimuló perfectamente su satisfacción. Se dio la vuelta y añadió—. Annoura, ¿os importaría proporcionarnos intimidad con una salvaguardia contra oídos indiscretos?
No parecía muy probable que Seonid y Masuri encontraran una oportunidad de escuchar a escondidas mediante el Poder —Faile esperaba el estallido de Perrin cuando descubriera lo corto que las Sabias tenían atadas a esas dos—, pero las propias Sabias podrían haber aprendido a hacerlo. A Faile no le cabía duda de que Edarra y las demás estaban exprimiendo a Seonid y a Masuri como limones.
Las trencillas adornadas con cuentas de la hermana Gris tintinearon cuando la mujer asintió con la cabeza.
—Contad con ello, lady Faile —dijo la Aes Sedai, y Berelain apretó fugazmente los labios. Muy satisfactorio. ¡Qué temeridad la suya al hacer las presentaciones allí, en su propia tienda! Se merecía más que el simple hecho de que alguien se metiera entre su consejera y ella, pero resultaba grato.
Una satisfacción pueril, admitió Faile, cuando lo que tendría que estar haciendo era centrarse en el asunto que se traía entre manos. Casi se mordió los labios, fastidiada. No dudaba del amor de su marido, pero no podía tratar a Berelain como se merecía, lo cual la obligaba, en contra de su voluntad, a entrar en un juego en el que Perrin era el tablero demasiado a menudo. Y el premio, según pensaba Berelain. Ojalá Perrin no actuara a veces como si fuera a serlo realmente. Con firmeza, desechó todas esas ideas de su mente. Allí había que hacer un trabajo que correspondía a una esposa. La parte práctica.
Alliandre observó pensativamente a Annoura cuando se mencionó la salvaguardia —no se había dado cuenta de que era una conversación seria— pero la reina se limitó a comentar:
—Vuestro esposo es un hombre formidable, lady Faile. Sin ánimo de ofender, su aparente rusticidad y su llaneza ocultan una mente astuta. Con Amadicia en nuestra frontera, en Ghealdan no nos queda más remedio que participar en el Da’es Daemar, pero creo que nunca he sido conducida tan rápida o diestramente a tomar una decisión como lo hizo vuestro esposo. Un toque de amenaza insinuada aquí, un ceño allí. Un hombre formidable.
Esta vez, a Faile le costó cierto esfuerzo ocultar la sonrisa. Esos sureños daban mucho valor al Juego de las Casas, y no creía que Alliandre agradeciera la aclaración de que Perrin decía simplemente lo que pensaba —en ocasiones se pasaba de franco— y la gente astuta veía una actitud calculadora en su sinceridad.
—Pasó algún tiempo en Cairhien —dijo. Y que Alliandre sacara de ello las conclusiones que quisiera—. Aquí podemos hablar abiertamente, a salvo tras la salvaguardia de Annoura Sedai. Es obvio que no deseáis regresar a Bethal todavía. ¿Vuestro juramento a Perrin y el que él os ha prestado a su vez no bastan para sellar una alianza entre ambos?
Allí, en el sur, había quienes tenían una idea muy peculiar con respecto a lo que implicaba la lealtad.
En silencio, Berelain se situó a la derecha de Faile, y un instante después Annoura hacia otro tanto a su izquierda, de modo que Alliandre se encontró frente a las tres. A Faile le sorprendió que la Aes Sedai se uniera a su plan sin saber cuál era —a buen seguro, Annoura tenía sus propias razones, y Faile habría dado lo que fuera por saberlas— pero no le extrañó que lo hiciese Berelain. Una frase burlona, dicha al desgaire, podía echarlo todo a rodar, en especial la supuesta destreza de Perrin en el Gran Juego; sin embargo, tenía la total seguridad de que no ocurriría tal cosa. En cierto modo, eso la irritaba. Hubo un tiempo en que despreciaba a la Principal; todavía la odiaba, profunda y ardientemente, pero el desdén había sido sustituido por el respeto, aunque a regañadientes. Esa mujer sabía cuándo había que dejar a un lado el «juego» entre ambas. ¡Pero si de no ser por Perrin, de hecho, le habría caído bien! Fugazmente, y para extinguir aquella odiosa idea, se imaginó a sí misma afeitando la cabeza a Berelain. ¡Era una mujerzuela y una buscona! Pero ahora no podía permitir que la distrajera.
Alliandre observó a las tres mujeres que tenía delante, una por una, pero no dio muestras de nerviosismo. Tomó de nuevo su copa y bebió despreocupadamente antes de hablar, acompañando con suspiros y sonrisas compungidas sus palabras, como si éstas no fuesen realmente tan importantes como sonaban.
—Tengo intención de mantener mi juramento, desde luego, pero debéis entender que espero algo más. Una vez que vuestro esposo haya partido, me quedaré como estaba. Peor, quizás, hasta que llegue alguna ayuda tangible del lord Dragón, que la Luz bendiga su nombre. El Profeta podría destruir Bethal o incluso la propia Jehannah del mismo modo que hizo con Samara, y yo no tengo modo de impedírselo. Y, si de algún modo se entera de mi juramento… Afirma que ha venido para enseñarnos cómo servir al lord Dragón bajo la Luz, pero es él quien enseña ese camino, y no creo que se muestre muy complacido con cualquiera que encuentre otro.
—Está bien que tengáis intención de cumplir vuestro juramento —le contestó secamente Faile—. Si queréis algo más de mi esposo, quizá también deberíais hacer algo más. Tal vez deberíais acompañarlo cuando marche al sur para encontrarse con el Profeta. Naturalmente, querréis tener con vos vuestros propios soldados, pero yo sugeriría un número no mayor que el que la Principal ha traído con ella. ¿Nos sentamos?
Ocupó la silla que Perrin había dejado libre y señaló a Berelain y a Annoura las que estaban a los lados; sólo entonces indicó otra a Alliandre.
La reina se sentó lentamente, contemplando a Faile con los ojos muy abiertos, no nerviosa, sino estupefacta.
—¿Y por qué iba a hacer tal cosa? —exclamó—. Lady Faile, los Hijos de la Luz aprovecharán cualquier excusa para incrementar sus expolios en Ghealdan, y tal vez el rey Ailron podría decidir enviar un ejército al norte también. ¡Es imposible!
—Os lo ordena la esposa de vuestro señor, de quien sois vasalla —manifestó firmemente Faile.
Parecía imposible que los ojos de Alliandre se desorbitaran más, pero lo hicieron. Miró a Annoura y sólo encontró la expresión imperturbable Aes Sedai que le devolvía la mirada con sosiego.
—Por supuesto —dijo al cabo de un momento. Su voz sonaba hueca. Tragó saliva y añadió—. Por supuesto, haré lo que me… ordenáis… milady.
Faile ocultó su alivio con una gentil inclinación de cabeza, aceptándolo. Había esperado que Alliandre se resistiera. Que la reina prestase juramento de lealtad sin darse cuenta de lo que conllevaba —¡que comprendiera la necesidad de manifestar que tenía intención de cumplir su juramento!— sólo venía a confirmar sus sospechas de que no podían dejar atrás a esa mujer. A decir de todos, Alliandre se había librado de la amenaza de Masema sometiéndose a él. Poco a poco, sin duda, sin otra opción y sólo cuando no le quedó más remedio; pero la sumisión podía acabar convirtiéndose en costumbre. De regreso en Bethal, sin que aparentemente hubiese habido cambio alguno, ¿cuánto tardaría en decidir cubrirse las espaldas avisando a Masema? Había sentido el peso de su juramento; ahora podía aligerar la carga.
—Me complace que nos acompañéis —dijo afablemente. Y era sincera—. Mi esposo no olvida a los que le prestan servicio. Y uno de esos servicios sería escribir a vuestros nobles, informándoles de que un hombre en el sur ha izado la bandera de Manetheren.
Berelain casi giró la cabeza hacia ella, sorprendida, y Annoura llegó incluso a parpadear.
—Milady —respondió la reina en tono apremiante—, la mitad de ellos enviarán mensajes al Profeta tan pronto como reciban mi misiva. Le tienen terror, y sólo la Luz sabe qué podría hacer ese hombre.
Era justo la respuesta que Faile esperaba.
—Razón por la cual vos le escribiréis también, añadiendo que habéis reunido unos pocos soldados para ocuparos personalmente de ese hombre. Después de todo, el Profeta del lord Dragón es demasiado importante para que pierda el tiempo con un asunto insignificante.
—Muy bien —murmuró Annoura—. Nadie sabrá quién es quién.
¡Berelain rió con complacida aprobación, así la Luz la abrasara!
—Milady —manifestó Alliandre—, antes dije que milord Perrin era formidable. ¿Me permitís que añada que su esposa es tan formidable como él?
Faile procuró no dejar translucir demasiado su complacencia. Ahora tendría que enviar recado a su gente que esperaba en Bethal. En cierto modo, lamentaba ese plan; de haber tenido que llevarlo a cabo, explicárselo a Perrin habría sido más que difícil, y ni siquiera él habría podido conservar la calma si hubiese raptado a la reina de Ghealdan.
Casi todos los miembros de la Guardia Alada parecían haberse reunido al borde del campamento, rodeando a diez de los suyos que iban a caballo. La ausencia de lanzas indicaba que los jinetes eran exploradores. Los hombres a pie se arremolinaban y empujaban para acercarse más. Perrin creyó percibir de nuevo un trueno, no tan distante, aunque sólo lo advirtió por encima.
Mientras él se disponía a abrirse paso a empellones, Gallenne gritó:
—¡Apartaos, perros sarnosos!
Las cabezas se volvieron prestamente y los hombres recularon con esfuerzo hacia los lados, abriendo un paso estrecho. Perrin se preguntó qué habría pasado si él hubiese llamado perros sarnosos a los hombres de Dos Ríos. Seguramente se habría llevado un puñetazo en la nariz. Quizá mereciese la pena intentarlo.
Nurelle y los otros oficiales se encontraban con los exploradores. También había siete hombres a pie, con las manos atadas a la espalda y una cuerda al cuello como dogal, todos ellos rebullendo intranquilos, encorvando los hombros y fruncido el entrecejo en actitud desafiante o temerosa o ambas. Sus ropas estaban tiesas por la suciedad acumulada, aunque algunas habían sido buenas en su momento. Cosa extraña, despedían un intenso olor a humo. En realidad, algunos de los soldados montados tenían hollín en la cara, y uno o dos parecían haber sufrido quemaduras. Aram observaba atentamente a los prisioneros, con un leve ceño.
Gallenne se plantó con los pies separados y en jarras; su único ojo lanzaba una mirada más fulminante de lo que eran capaces muchos hombres con dos.
—¿Qué ha pasado? —demandó—. ¡Se supone que la misión de mis exploradores es regresar con información, no con desharrapados!
—Dejaré que presente el informe Ortis, milord —contestó Nurelle—. Él se encontraba allí. ¡Jefe de patrulla Ortis!
Un soldado de edad madura descendió del caballo para saludar con una inclinación de cabeza y con la mano enguantada contra el pecho. Su casco era sencillo, sin las finas plumas ni las alas que iban repujadas en los lados de los yelmos de los oficiales. Bajo el borde se apreciaba claramente una quemadura en su cara. En la mejilla contraria tenía una cicatriz que le tiraba de la comisura de los labios.
—Milord Gallenne, milord Aybara —empezó con voz grave—, topamos con estos comedores de nabos a unos diez kilómetros al oeste, milores. Habían prendido fuego a una granja, con los granjeros dentro. Una mujer intentó escapar por una ventana y uno de estos canallas le machacó el cráneo. Sabiendo lo que lord Aybara opina de eso, le pusimos fin. Llegamos demasiado tarde para salvar a nadie, pero capturamos a estos siete. El resto huyó.
—A menudo la gente es tentada a caer de nuevo en la Sombra —habló inopinadamente uno de los prisioneros—. Hay que sacarlos de su error a toda costa. —Era un hombre alto y delgado, con aire señorial, y tenía la voz suave y educada, pero su chaqueta estaba tan sucia como las de los demás y no se había afeitado hacía dos o tres días. El Profeta no parecía apreciar gastar tiempo en cosas como navajas de rasurar. O en lavarse. Con las manos atadas y la cuerda alrededor del cuello, dirigía miradas fulminantes a sus aprehensores sin pizca de miedo. Por el contrario, era todo desafío altanero—. Vuestros soldados no me impresionan. El Profeta de lord Dragón, que la Luz bendiga su nombre, ha destruido ejércitos mucho más grandes que esta apostilla vuestra. Podréis matarnos, pero seremos vengados cuando el Profeta derrame vuestra sangre en el suelo. Ninguno de vosotros nos sobrevivirá mucho tiempo. Él triunfará a sangre y fuego.
Finalizó en un tono vibrante, recta la espalda como una barra de hierro. Los murmullos cundieron entre los soldados que escuchaban. Sabían muy bien que Masema había acabado con ejércitos más grandes que el suyo.
—Colgadlos —ordenó Perrin. De nuevo, volvió a oír el trueno.
Ya que había dado la orden, se obligó a presenciar la ejecución. A pesar de los murmullos, no faltaron manos bien dispuestas a realizar la tarea. Algunos de los prisioneros empezaron a lloriquear cuando las cuerdas que llevaban al cuello fueron lanzadas por encima de las ramas de los árboles. Un tipo otrora gordo, cuya doble barbilla colgaba en pliegues fláccidos, gritó que se arrepentía, que serviría a cualquier señor que le dijeran. Un hombre calvo, con aspecto tan duro como el de Lamgwin, pateó y chilló hasta que la soga le cortó los gritos. Sólo el hombre de voz bien modulada no pateó ni se resistió, ni siquiera cuando el lazo corredizo le apretó el cuello. Su mirada desafiante duró hasta el final.
—Al menos uno de ellos sabía cómo morir —gruñó Gallenne mientras el último cuerpo quedaba inmóvil. Contempló ceñudo a los hombres colgados en los árboles, como si lamentase que no hubiesen ofrecido más resistencia.
—Si esas personas servían a la Sombra —empezó Aram, pero vaciló—. Perdonadme, lord Perrin, pero ¿aprobará esto el lord Dragón?
Perrin dio un respingo y lo miró horrorizado.
—Luz, Aram, ¡ya oíste lo que hicieron! Rand les habría puesto el lazo al cuello personalmente! —Creía que Rand lo habría hecho, esperaba que lo hubiese hecho. Rand estaba decidido a unificar a las naciones antes de la Última Batalla, y no habría reparado mucho en lo que costara conseguirlo.
Los hombres levantaron bruscamente la cabeza cuando sonó un trueno lo bastante fuerte para que todos lo oyeran, y después se repitió más cerca, y después más cerca aún. El viento se levantó, cesó y volvió a soplar, sacudiendo la chaqueta de Perrin a un lado y otro. Los relámpagos surcaron un cielo despejado. En el campo mayeniense, los caballos relincharon y tiraron de las cuerdas que los ataban. Los truenos se sucedieron, y los relámpagos saltaron como serpientes azul plateadas; bajo un sol ardiente, empezó a llover, gruesas gotas dispersas que levantaban polvo al caer en la tierra reseca. Perrin se limpió una de la mejilla y se miró los dedos húmedos con asombro.
En cuestión de segundos la tormenta pasó, y los truenos y relámpagos se desplazaron hacia el este. El sediento suelo absorbió las gotas de lluvia que habían caído, el sol brilló tan abrasador con siempre, y sólo las chispas zigzagueantes y los retumbos cada vez más lejanos indicaban que había ocurrido algo. Los soldados se miraron entre sí con incertidumbre. Gallenne apartó los dedos de la empuñadura de su espada con evidente esfuerzo.
—Esto… Esto no puede ser obra del Oscuro —manifestó Aram, y se encogió. Nadie había visto una tormenta natural como aquélla—. Significa que el tiempo está cambiando, ¿verdad, lord Perrin? ¿A que el clima volverá a ser normal otra vez?
Perrin abrió la boca para decirle que no lo llamara así, pero la cerró de nuevo con un suspiro.
—No lo sé —contestó. ¿Qué era lo que Gaul había dicho?—. Todo cambia, Aram.
Sólo que jamás pensó que él también tendría que cambiar.