30 Comienzos

Manteniendo cerrada la capa forrada de piel con una mano, Perrin dejó que Recio avanzara al paso marcado por el propio animal. El sol de media mañana apenas proporcionaba calor, y la nieve surcada de roderas en la calzada que conducía a Abila presentaba una superficie irregular y resbaladiza que dificultaba la marcha. Sus doce compañeros y él compartían el camino con sólo dos carros tirados por yuntas de bueyes, que se movían lenta y pesadamente. En realidad, todos avanzaban penosamente, gachas las cabezas, sujetando sombreros o gorros cada vez que soplaba una ráfaga, pero aparte de eso iban concentrados en el terreno bajo sus pies.

Detrás de él, oyó a Neald hacer un comentario procaz en voz baja; Grady respondió con un gruñido, y Balwer aspiró el aire por la nariz con actitud remilgada. Ninguno de los tres parecía sentirse afectado por lo que habían visto y oído en el transcurso del último mes, desde que habían cruzado la frontera y entrado en Amadicia, o por lo que aún estaba por llegar. Edarra reprendía severamente a Masuri por dejar que su capucha resbalara. Edarra y Carelle llevaban sus chales puestos encima de las capas, cubriéndoles cabeza y hombros, pero incluso después de haber admitido la necesidad de ir a caballo, se habían negado en redondo a cambiar las amplias faldas por prendas más acordes, de manera que iban enseñando las piernas, enfundadas en medias oscuras, hasta la rodilla. El frío no parecía incomodarlas en absoluto; sólo lo que para ellas tenía de insólito la nieve en sí. Carelle empezó a advertir a Seonid lo que ocurriría si no mantenía bien oculto el rostro.

Por supuesto, si dejaba que se viesen sus rasgos demasiado pronto, una dosis de correazos sería lo menos que podía temer que le pasara, como la Sabia y ella sabían muy bien. Perrin no tenía que mirar hacia atrás para saber que los tres Guardianes de las hermanas, en la retaguardia, abrigados con capas corrientes, eran hombres a la expectativa de que en cualquier momento surgiese la necesidad de desenvainar las armas o abrirse paso a golpe de espada. Tal había sido su actitud desde que partieron del campamento al amanecer. Perrin pasó el pulgar, enfundado en el guante, a lo largo del hacha colgada al cinto, y después se agarró la capa justo antes de que una repentina ráfaga la hinchara como una vela. Si eso salía mal, quizá los Guardianes tuvieran razón.

A la izquierda, a corta distancia de donde la calzada cruzaba un puente de madera por encima de un arroyo helado, el cual se curvaba siguiendo el trazado de la ciudad, unos maderos carbonizados sobresalían del blanco manto, encima de una gran plataforma cuadrada de piedra, con la nieve apilada en sus bases. Remiso en proclamar su lealtad al Dragón Renacido, el señor del lugar había tenido suerte de ser meramente flagelado y que se le requisara todo cuanto poseía. Un puñado de hombres apostados en el puente observaba al grupo que se aproximaba. Perrin no vio yelmos ni armaduras, pero todos ellos empuñaban lanza o ballesta, aferrándolas con tanto empeño como sus capas. No hablaban entre ellos, sólo observaban; el vaho de sus respiraciones formaba volutas ante sus rostros. Había más guardias agrupados por el perímetro de la ciudad, en cada arranque de calzada, en cada hueco entre dos edificios. Éste era territorio del Profeta, pero los Capas Blancas y el ejército del rey Ailron todavía controlaban grandes extensiones del país.

—Hice bien en no traerla aquí —murmuró Perrin—, pero en cualquier caso pagaré por ello.

—Por supuesto que lo pagarás —resopló Elyas. Para ser un hombre que había pasado la mayor parte de los últimos quince años desplazándose a pie, dominaba bien su castrado pardusco. Se había agenciado una capa forrada con piel de zorro negro jugando a los dados con Gallene. Aram, que marchaba al otro lado de Perrin, dirigió una mirada sombría a Elyas, pero el barbudo hombre no le hizo el menor caso. No congeniaban—. Con una mujer, un hombre siempre paga antes o después, tanto si lo merece como si no. Pero yo tenía razón, ¿a que sí?

Perrin asintió. A regañadientes. Seguía sin parecerle correcto aceptar el consejo de otro hombre con respecto a su esposa, incluso con comedimiento, indirectamente; sin embargo, parecía funcionar. Ni que decir tiene que levantarle la voz a Faile era tan difícil como no levantársela a Berelain, pero había conseguido hacer esto último con bastante frecuencia, y lo primero en varias ocasiones. Había seguido el consejo de Elyas al pie de la letra. Bueno, casi al pie de la letra. Hasta donde le fue posible. Aquel penetrante aroma de celos seguía surgiendo en presencia de Berelain, pero, por otro lado, el efluvio a sentirse dolida había desaparecido durante el lento avance hacia el sur. Aun así, se sentía inquieto. Cuando le dijo firmemente que no iría con él esa mañana, ¡no había pronunciado una sola palabra de protesta! Incluso olió a… ¡complacida! Entre otras cosas, incluido un repentino sobresalto. Además ¿cómo podía sentirse complacida y furiosa a la vez? Ni el menor indicio de ello había asomado a su semblante, pero su olfato no fallaba nunca. ¡De algún modo, parecía que cuanto más conocía a las mujeres, menos sabía!

Los guardias del puente se pusieron ceñudos y toquetearon sus armas mientras los cascos de Recio sonaron sobre los tablones con un ruido hueco. Era la clásica mezcolanza de tipos que seguía al Profeta, hombres de caras sucias, con chaquetas de seda demasiado grandes para ellos, camorristas callejeros con cicatrices en el rostro y aprendices de mejillas sonrosadas, antiguos mercaderes y artesanos, con aspecto de llevar meses durmiendo con sus otrora finas ropas de paño puestas. No obstante, se notaba que sus armas estaban bien cuidadas. Algunos tenían un brillo febril en los ojos; los otros mostraban una expresión cautelosa, inflexible. Además de a suciedad, olían a ansiedad, impaciencia, fervor, miedo, en un confuso revoltijo.

No hicieron movimiento alguno para cerrarles el paso, limitándose a mirarlos, sin apenas pestañear. Por lo que Perrin había oído, todo tipo de gentes, desde damas vestidas con sedas hasta pordioseros cubiertos de andrajos, acudían al Profeta con la esperanza de que al someterse personalmente contarían en su favor. O quizá para obtener una mayor protección. Tal era la razón de que hubiese ido por ese camino, con sólo un puñado de acompañantes. Asustaría a Masema si la situación lo requería —y si es que había algo que asustara a ese hombre—, pero le había parecido mejor intentar llegar hasta él sin tener que librar una batalla. Pudo sentir los ojos de los guardias clavados en su espalda hasta que él y los demás hubieron cruzado el corto puente y entrado en las calles pavimentadas de Abila. Dejar atrás aquella opresiva vigilancia, sin embargo, no significó que experimentara alivio.

Abila era una ciudad bastante grande, con varias torres de vigilancia altas y muchos edificios de hasta cuatro pisos, todos ellos techados con pizarra. Aquí y allí, montones de piedras y vigas llenaban un hueco entre dos construcciones, donde una posada o la tienda de algún mercader había sido derribada. El Profeta desaprobaba la riqueza obtenida comerciando tanto como las francachelas o, como sus seguidores lo llamaban, la conducta lasciva. Desaprobaba un montón de cosas, y dejaba claras sus opiniones con duros castigos ejemplares.

Las calles estaban abarrotadas de gente, pero Perrin y sus compañeros eran los únicos que iban a caballo. La nieve pisoteada hacía mucho que se había convertido en una masa medio congelada que llegaba a la altura del tobillo. La abundancia de carros tirados por bueyes hacía lento su avance entre la muchedumbre, pero apenas se veían carretas y ni un solo carruaje. Excepto los que vestían ropas desechadas o posiblemente robadas, todo el mundo llevaba prendas de lana, pardas y sin gracia. La mayoría caminaba apresuradamente, pero al igual que las gentes en la calzada, con la cabeza gacha. Los que no iban con prisa eran grupos dispersos de hombres armados. En las calles, el olor predominante era a suciedad y a miedo, e hizo que a Perrin se le pusiera de punta el vello de la nuca. Al menos, llegado el caso, salir de una ciudad sin muralla no resultaría más difícil que entrar en ella.

—Milord —murmuró Balwer mientras pasaban ante uno de aquellos montones de escombros. Apenas aguardó el gesto de asentimiento de Perrin antes de dar media vuelta a su montura, separándose del grupo y encaminándose en otra dirección, encorvado sobre la silla y arrebujado en la capa marrón. A Perrin no le preocupaba que el reseco hombrecillo deambulara solo, ni siquiera allí. Para ser un secretario, se las ingeniaba muy bien para enterarse de un increíble montón de cosas durante sus correrías. Parecía saber muy bien lo que hacía.

Apartando a Balwer de sus pensamientos, Perrin se concentró en lo que él hacía allí.

Sólo tuvieron que preguntarlo una vez, a un joven larguirucho con una expresión extasiada en el rostro, para saber dónde se albergaba el Profeta, y a otros tres tipos en las calles para dar con la casa de la mercader, un edificio de cuatro pisos, de piedra, con molduras y marcos de ventanas de mármol. Masema desaprobaba que se amasara dinero, pero sí parecía dispuesto a aceptar alojamiento de aquellos que lo hacían. Por otro lado, Balwer afirmaba que también había dormido en chozas con goteras con igual frecuencia y se había dado por satisfecho. Masema sólo bebía agua y, allí adonde fuera, contrataba a una pobre viuda y comía los alimentos que ésta le preparaba, mejores o peores, sin protestar. El hombre era responsable de que hubiese muchas viudas como para que ese gesto caritativo tuviera peso en opinión de Perrin.

A diferencia de la multitud que abarrotaba las calles en otros lugares de la ciudad, no había gente frente a la alta casa; sin embargo, el número de guardias armados, iguales a los del puente, casi compensaba esa ausencia. Miraron a Perrin con gesto sombrío, cuando no con insolente mofa. Las dos Aes Sedai mantenían los rostros ocultos y las cabezas gachas, el vaho de la respiración saliendo entre los pliegues de las capuchas. Con el rabillo del ojo, Perrin vio a Elyas toquetear la empuñadura de su largo cuchillo. A decir verdad, a él le costó un gran esfuerzo no acariciar su hacha.

—Traigo un mensaje del Dragón Renacido para el Profeta —anunció. Al ver que ninguno de los hombres se movía, añadió—: Soy Perrin Aybara. El Profeta me conoce.

Balwer le había advertido del peligro que implicaba llamar a Masema por su nombre o de referirse a Rand de otro modo que no fuese el Dragón Renacido. No había ido allí para provocar un disturbio.

Su afirmación de que conocía a Masema hizo reaccionar a los guardias. Varios intercambiaron miradas y uno de ellos corrió al interior de la casa. Los demás se quedaron mirándolo de hito en hito, como si fuese un juglar. En cuestión de segundos, una mujer salió a la puerta. Atractiva, con un toque blanco en las sienes y luciendo un vestido de cuello alto, en paño azul de buena calidad pero sin adornos, podría haber sido la propia mercader en persona. Masema no echaba a las calles a quienes le ofrecían hospitalidad, pero sus sirvientes o peones de labranza por lo general acababan formando parte de una de las bandas que «difundían las glorias del lord Dragón».

—Si tenéis a bien seguirme, maese Aybara —empezó tranquilamente la mujer—, vos y vuestros amigos, os conduciré ante el Profeta del lord Dragón, que la Luz ilumine su nombre.

Su voz sonaría tranquila, pero el olor a terror emanaba de ella. Tras ordenar a Neald y a los Guardianes que se quedaran vigilando los caballos hasta que regresaran, Perrin siguió a la mujer al interior de la casa, seguido por los otros. Dentro estaba oscuro, con muy pocas lámparas encendidas, y la temperatura no era mucho más cálida que en la calle. Hasta las Sabias parecían apocadas. No es que oliesen a miedo, pero sí a algo muy parecido, al igual que las Aes Sedai, y Grady y Elyas olían a cautela, a vello de la nuca erizado y orejas echadas hacia atrás. Curiosamente, el efluvio de Aram era de impaciente ansiedad. Perrin esperaba que el chico no desenvainara la espada a su espalda.

La amplia y alfombrada estancia a la que la mujer los condujo, con lumbres encendidas en sendas chimeneas a ambos extremos, podría haber pasado por el estudio de un general, con todas las mesas y la mitad de las sillas cubiertas de mapas y papeles; la temperatura era lo bastante alta como para que Perrin se retirara la capa hacia atrás y lamentara llevar dos camisas debajo de la chaqueta. Sin embargo, fue Masema, de pie en mitad de la habitación, quien atrajo su mirada de inmediato como atraería un imán las virutas de hierro: un hombre atezado, ceñudo, con la cabeza afeitada y una pálida cicatriz triangular en una mejilla, vestido con una arrugada chaqueta gris y botas raspadas. Sus ojos oscuros, muy hundidos, ardían como negras ascuas, y su olor… El único calificativo que se le ocurría a Perrin para ese efluvio, duro como acero, afilado como una cuchilla y vibrante de intensidad, era locura. ¿Y Rand creía que él podría ponerle una correa a eso?

—Así que eres tú —gruñó Masema—. No pensé que te atrevieses a aparecer por aquí. ¡Sé lo que has estado haciendo! Hari me lo contó hace más de una semana y me he mantenido informado.

Un hombre se movió en una esquina de la habitación, un tipo de ojos juntos, con una prominente nariz, y Perrin se recriminó por no haber reparado antes en él. La chaqueta de seda verde de Hari era mucho más fina que la que había llevado cuando negó que coleccionase orejas. El individuo se frotó las manos y sonrió ferozmente a Perrin, pero guardó silencio ya que Masema siguió hablando, la voz creciendo en ardor con cada palabra, pero no con ira, sino como si quisiera grabar a fuego cada sílaba en la piel de Perrin.

—Sé que has asesinado a hombres que acudieron a las filas del lord Dragón. ¡Sé que intentas forjar tu propio reino! ¡Sí, sé lo de Manetheren! ¡Tu ambición! ¡Tus ansias de gloria! ¡Has vuelto la espalda a…!

De repente los ojos de Masema se desorbitaron y, por primera vez, la ira impregnó su olor. Hari soltó un sonido ahogado y se pegó a la pared como si quisiera retroceder a través de ella. Seonid y Masuri se habían retirado las capuchas y mostraban sus rostros, sosegados y fríos, y obviamente de Aes Sedai para cualquiera que conociera su aspecto. Perrin se preguntó si estarían abrazando el Poder. Habría apostado que las Sabias lo hacían. Edarra y Carelle miraban en todas direcciones a la vez, y con sus rostros relajados o no, si Perrin había visto alguna vez a una persona lista para luchar, eran ellas. A decir verdad, ese estar aprestado a la lucha era en Grady algo tan natural como el respirar; tal vez también aferraba el Poder. Elyas estaba recostado en la pared, junto a las puertas abiertas, aparentemente tan tranquilo como las hermanas, pero olía a estar listo para morder. ¡Y Aram observaba a Masema boquiabierto! ¡Luz!

—¡De modo que eso también es verdad! —espetó Masema, saliéndole gotitas de saliva—. ¡Además de ir difundiendo sucios rumores contra el sagrado nombre del lord Dragón, te atreves a viajar con esas… esas…!

—Han jurado lealtad al lord Dragón, Masema —lo interrumpió Perrin—. ¡Le sirven! ¿Lo haces tú? Me envió para detener las matanzas. Y para llevarte a su presencia. —Como nadie le ofrecía una silla, tiró el montón de papeles de una y se sentó. Ojalá los demás hicieran lo mismo; parecía más difícil gritar cuando uno estaba sentado.

Hari lo miraba con los ojos abiertos como platos, y Masema temblaba de ira. ¿Por haberse sentado sin que se lo pidiera? Ah, sí. Ahora lo entendía.

—He renunciado a los nombres mundanales —manifestó fríamente Masema—. Soy simplemente el Profeta del lord Dragón, que la Luz lo ilumine y el mundo se arrodille ante él. —Por su tono, tanto la Luz como el mundo lamentarían no hacer lo uno o lo otro—. Queda mucho por hacer aquí. Grandes empresas. Todos deben obedecer cuando el lord Dragón llama, pero el invierno entorpece los viajes. Un retraso de unas pocas semanas no tendrá mucha importancia.

—Puedo situarte en Cairhien hoy —dijo Perrin—. Una vez que el lord Dragón haya hablado contigo, podrás regresar del mismo modo y estar de vuelta aquí en unos pocos días. —Si es que Rand lo dejaba volver.

Masema reculó enseñando los dientes y asestando una mirada feroz a las Aes Sedai.

—¿Con alguna artimaña del Poder? ¡No entraré en contacto con el Poder! ¡Es una blasfemia que los mortales lo toquen!

Faltó poco para que Perrin se quedara boquiabierto.

—¡El Dragón Renacido encauza, hombre!

—¡El bendito lord Dragón no es un hombre cualquiera, Aybara! —bramó Masema—. ¡Es la Luz hecha carne! ¡Obedeceré a su llamada, pero no dejaré que me toque la inmundicia que hacen estas mujeres!

Recostándose pesadamente en la silla, Perrin suspiró. Si el tipo se tomaba así de mal que las Aes Sedai encauzaran, ¿qué haría cuando se enterara de que Grady y Neald podían hacerlo? Durante un instante se planteó la posibilidad de atizarle un golpe en la cabeza simplemente y… Por el corredor pasaban hombres que se detenían para echar una ojeada antes de seguir caminando apresuradamente. Con que sólo uno de ellos lanzase un grito de alarma, Abila se convertiría en un matadero.

—Entonces iremos a caballo, Profeta —dijo secamente. ¡Luz, Rand había insistido en que todo se mantuviese en secreto hasta que Masema se encontrase ante él! ¿Cómo iba a conseguirse eso yendo a caballo todo el camino hasta Cairhien?—. Pero sin demora. El lord Dragón está deseoso de hablar contigo.

—Yo estoy deseoso de hablar con el lord Dragón, que la Luz bendiga su nombre. —Sus ojos se desviaron fugazmente hacia las dos Aes Sedai. Trató de ocultarlo, nada menos que sonriéndole a Perrin. Pero olía a… rigor—. Muy, muy deseoso.


—¿Desea milady que pida a uno de los adiestradores que os traiga un halcón? —preguntó Maighdin. Uno de los cuatro cuidadores de halcones de Alliandre, todos tan enjutos como las aves de rapiña, hizo pasar a su mano enguantada un esbelto borní encaperuzado desde la percha, situada en la parte delantera de la silla de montar, y ofreció el ave de color ceniciento a Faile. El azor, con su hermoso plumaje, estaba posado en la muñeca enguantada de Alliandre. Esa ave estaba reservada para ella, por desgracia. Alliandre sabía cuál era su sitio como vasalla, pero Faile comprendía que no quisiera ceder un ave favorita.

Se limitó a sacudir la cabeza, y Maighdin hizo una inclinación en la silla antes de apartar su yegua ruana, lo bastante para no importunar pero suficientemente cerca para oír a Faile si la llamaba, sin que tuviera que levantar la voz. La majestuosa mujer de cabello dorado había demostrado ser una doncella tan buena como Faile había esperado, competente, entendida, dominando su cometido. Al menos, lo fue después de enterarse de que, fueran cuales fuesen sus posiciones con su anterior señora, ahora Lini era la primera doncella y encargada de las mujeres al servicio de Faile, y muy dispuesta a ejercer su autoridad. Sorprendentemente, aquello había desembocado en un episodio con una vara de por medio, pero Faile fingía no estar enterada de ello. Sólo una estúpida de remate avergonzaba a su servidumbre. Todavía quedaba pendiente el asunto entre Maighdin y Tallanvor, naturalmente. A Faile no le cabía duda de que Maighdin había empezado a compartir el lecho con él, y si encontraba una prueba de ello, se casarían aunque para conseguirlo tuviera que dejar que Lini se encargara de los dos. Sin embargo, eso era un asunto sin importancia y no permitiría que le estropease la mañana.

Practicar la cetrería había sido idea de Alliandre, pero Faile no había puesto objeciones a cabalgar por ese bosque ralo, en el que la nieve formaba un ondulado y blanco manto que lo cubría todo y se amontonaba en las desnudas ramas. El verde de los árboles que todavía conservaban las hojas parecía más intenso. El aire era límpido, cristalino, y olía a nuevo, a fresco.

Bain y Chiad habían insistido en acompañarla, pero aguardaban en cuclillas a un lado, envueltas las cabezas en los shoufa y observándola con expresión contrariada. Sulin habría querido ir con todas las Doncellas, pero debido a las historias que corrían por doquier sobre los expolios de los Aiel, la presencia de un solo Aiel bastaba para que casi cualquiera en Amadicia saliera corriendo para coger una espada. Debía de haber algo de cierto en esos rumores, o no habría tanta gente que conociese a los Aiel, aunque sólo la Luz sabía quiénes eran o de dónde venían; sin embargo, incluso Sulin estuvo de acuerdo en que quienesquiera que fuesen se habían desplazado hacia el este, quizás entrando en Altara.

En cualquier caso, encontrándose tan cerca de Abila, los veinte soldados de Alliandre y otros tantos mayenienses de la Guardia Alada eran escolta de sobra. Las cintas de los banderines —rojos o verdes— de las lanzas ondeaban cada vez que soplaba el aire. La presencia de Berelain era la única nube que empañaba el día. Aunque, bien pensado, ver a esa mujer tiritar bajo su capa roja forrada de pieles, tan gruesa como dos mantas, resultaba ciertamente divertido. En Mayene no había un verdadero invierno. Era un día como en las postrimerías del otoño. En Saldaea, en pleno invierno, podía congelarse la carne expuesta a los rigores del frío hasta parecer un pedazo de madera. Faile respiró hondo. Sentía ganas de reír.

Por algún extraño milagro, su marido, su amado lobo, había empezado a comportarse como debía. En lugar de gritar a Berelain o huir de ella, ahora toleraba las lisonjas y gracias de esa mujerzuela, de manera obvia, como haría con un niño que jugara entre sus piernas. Y, lo mejor de todo, ya no era necesario que ella se tragara la rabia cuando quería darle rienda suelta. Si ella le gritaba, él contestaba del mismo modo. Sabía que no era saldaenino, pero había resultado muy duro pensar en su fuero interno que él la consideraba demasiado débil para hacerle frente. Hacía unas pocas noches, mientras cenaban, había estado a punto de comentarle que Berelain acabaría saliéndose por el escote del vestido si se inclinaba más sobre la mesa. Bueno, la verdad era que no habría llegado a tanto, no con Berelain; la muy… zorra todavía pensaba que podía conquistarlo. Y esa misma mañana, Perrin había actuado con tranquila autoridad, sin consentir discusión alguna, el tipo de hombre que una mujer sabía que debía ser fuerte para merecerle, para estar a su altura. Naturalmente, tendría que pincharlo por eso. Un hombre autoritario era maravilloso, siempre y cuando no llegara a creer que era él quien tenía que mandar siempre. ¿Ganas de reír? ¡Lo que tenía era ganas de cantar!

—Maighdin, después de todo creo que…

Maighdin se encontró a su lado de inmediato, con una sonrisa interrogante, pero Faile dejó la frase sin terminar al ver a tres jinetes un poco más adelante, abriéndose paso a través de la nieve tan deprisa como podían hacer avanzar a sus monturas.

—Al menos hay muchas liebres, milady —dijo Alliandre mientras acercaba su castrado blanco para situarlo junto a Golondrina—. Sin embargo, había esperado… ¿Quiénes son? —Su azor se movió sobre el grueso guante, haciendo tintinear las campanillas de los grillos—. Vaya, parecen ser de los vuestros, milady.

Faile asintió con gesto serio. También ella los había reconocido. Parelean, Arrela y Lacile. Pero ¿qué hacían allí?

Los tres frenaron los caballos delante de ella; los animales exhalaban vaho por los ollares, jadeantes. Parelean parecía tener los ojos tan desorbitados como los de su rodado. Lacile, el pálido rostro oculto casi por completo bajo la amplia capucha de su capa, tragaba saliva con ansiedad, y la oscura tez de Arrela tenía un tinte ceniciento.

—Milady —empezó Parelean en tono urgente—, ¡terribles noticias! ¡El Profeta Masema ha estado reunido con los seanchan!

—¡Los seanchan! —exclamó Alliandre—. ¡No pensará en serio que ellos acaten la autoridad del lord Dragón!

—El motivo puede ser más simple —opinó Berelain mientras adelantaba su blanca yegua para ponerse al otro lado de Alliandre. Sin la presencia de Perrin que la impulsara a intentar impresionarlo, su traje de montar azul oscuro era de corte muy modesto, con el cuello subiéndole hasta la barbilla. Aun así, tiritaba—. Masema detesta a las Aes Sedai, y los seanchan retienen como prisioneras a las mujeres que encauzan.

Faile chasqueó la lengua con irritación. Si eran ciertas, desde luego las noticias no podían ser más terribles. Al menos confiaba en que Parelean y los otros hubieran tenido el suficiente sentido común para fingir que las habían oído por casualidad. Con todo, tenía que estar segura, y cuanto antes. Perrin podría encontrarse ya ante Masema.

—¿Qué pruebas hay de ello, Parelean?

—Hablamos con tres granjeros que vieron a una gran criatura voladora aterrizar hace cuatro noches, milady. Transportaba a una mujer que fue conducida en presencia de Masema y estuvo reunida con él durante tres horas.

—Pudimos rastrearla hasta donde Masema reside en Abila —añadió Lacile.

—Los tres granjeros creían que la criatura era un Engendro de la Sombra —intervino Arrela—, pero parecían personas fiables, de las que no se inventarían una cosa así. —Para ella, decir que cualquiera que no perteneciese a Cha Faile era fiable se equiparaba a que cualquier otro afirmara que alguien era honrado a carta cabal.

—Creo que debo ir a Abila —manifestó Faile, asiendo las riendas de Golondrina—. Alliandre, llevad a Maighdin y a Berelain con vos. —En otras circunstancias, el gesto de la mayeniense de apretar los labios le habría resultado divertido—. Parelean, Arrela y Lacile me acompañarán…

Un hombre gritó, y todos ellos dieron un respingo. A cincuenta metros, uno de los soldados de Alliandre se desplomó de la silla, y un instante después caía uno de la Guardia Alada, con una flecha atravesándole la garganta. Entre los árboles aparecieron Aiel, velados y disparando arcos al tiempo que corrían. Cayeron más soldados. Bain y Chiad se habían incorporado; los negros velos tapaban sus rostros hasta los ojos. Metieron las lanzas en las correas de los estuches de sus arcos, atados a la espalda, y sacaron éstos con gran agilidad, aunque echaron ojeadas a Faile. Había Aiel por todas partes, cientos, al parecer; un cerco que se iba cerrando. Los soldados montados pusieron lanzas en ristre al tiempo que formaban un círculo alrededor de Faile y los otros, pero enseguida empezaron a aparecer brechas a medida que las flechas Aiel daban en el blanco.

—Alguien debe llevar esta información sobre Masema a lord Perrin dijo Faile a Parelean y a las dos mujeres—. ¡Uno de vosotros tiene que llegar hasta él! ¡Cabalgad como el viento! —Su mirada se detuvo en Alliandre y Maighdin. Y también en Berelain—. ¡Todas vosotras, cabalgad como el viento o moriréis aquí! —Sin apenas esperar los gestos de asentimiento de las otras mujeres, clavó talones en los flancos de Golondrina y pasó a través del inútil círculo de jinetes—. ¡A galope! —gritó—. ¡A galope!

Inclinada sobre el cuello de Golondrina, azuzó a la negra yegua para que acelerara. Los cascos levantaron la nieve cuando el animal cabalgó a galope tendido, haciendo honor a su nombre. Tras un centenar de zancadas, Faile pensó que quizá lograría huir; entonces Golondrina relinchó y tropezó, cayendo hacia adelante con un seco chasquido a pata rota. Faile salió lanzada por el aire y aterrizó violentamente, de cara, y el impacto contra el suelo la dejó sin resuello. Jadeando, se incorporó trabajosamente mientras sacaba un cuchillo del cinturón. Golondrina había relinchado antes de tropezar, antes de que sonara el espantoso chasquido.

Un Aiel velado surgió ante ella como si saliese del aire y le golpeó la muñeca con el canto de la mano rígida. El cuchillo cayó de sus dedos, que de repente se habían quedado enervados, y antes de que Faile tuviera tiempo de sacar otro con la mano izquierda, el hombre se le echó encima.

Se resistió, lanzando patadas, puñetazos e incluso asestándole mordiscos, pero el tipo era tan corpulento como Perrin y una cabeza más alto. También parecía igual de duro, a juzgar por el nulo efecto que sus golpes tuvieron en él. Habría llorado de frustración por la facilidad con que la manejó, primero despojándola de todos sus cuchillos y guardándoselos en su propio cinturón, y luego utilizando uno de ellos para cortarle las ropas de arriba a abajo. Casi antes de darse cuenta de lo que ocurría, se encontró desnuda en la nieve, con los brazos atados a la espalda, codo contra codo, con una de sus medias, y la otra ceñida a su cuello como una correa.

No tuvo más remedio que seguirlo, tiritando y tropezando a través de la nieve. Se le puso carne de gallina por el frío. Luz, ¿cómo habría pensado antes que hacía buen día, que la temperatura no era gélida? ¡Luz, ojalá alguien hubiese conseguido escapar con la noticia sobre Masema! Y para informar a Perrin de su captura, naturalmente; pero podría escapar de algún modo. Lo otro era más importante.

El primer cuerpo que vio fue el de Parelean, despatarrado de espaldas, con la espada en una de las manos y la sangre empapando su fina chaqueta con cuchilladas de satén en las mangas. Después fueron muchos más cadáveres, de hombres de la Guardia Alada con sus petos rojos, de soldados de Alliandre con sus yelmos de color verde oscuro, el de uno de los halconeros, con el borní encapuchado aleteando en un esfuerzo inútil de soltarse de los grillos, todavía sujetos prietamente en el puño cerrado del muerto. Sin embargo, se aferró a la esperanza.

Las primeras personas capturadas que vio, arrodilladas entre hombres y mujeres Aiel, que ya habían bajado los velos, fueron Bain y Chiad, ambas desnudas, con las manos sin atar reposando sobre las rodillas. La sangre se deslizaba por la cara de Bain y apelmazaba su pelo rojo. Chiad tenía la mejilla izquierda hinchada y amoratada, y sus grises ojos parecían algo vidriosos. Permanecían arrodilladas, recta la espalda, impasibles y sin mostrar vergüenza por su desnudez, pero cuando el corpulento Aiel la empujó rudamente para que se pusiera de rodillas junto a ellas, ambas reaccionaron.

—Esto no es correcto, Shaido —masculló, furiosa, Chiad.

—Ella no sigue el ji’e’toh —instó Bain—. No podéis hacerla gai’shain.

—Las gai’shain deben guardar silencio —manifestó distraídamente una Doncella de cabello canoso.

Bain y Chiad dirigieron una mirada de disculpa a Faile y luego volvieron a su tranquila espera. Acurrucada, procurando tapar su desnudez, Faile no supo si reír o llorar. Habría escogido a esas dos mujeres para escapar de cualquier sitio, y ninguna de ellas movía un dedo para intentarlo a causa del ji’e’toh.

—Te lo repito, Efalin —rezongó el Aiel que la había capturado—, esto es una insensatez. Avanzamos muy lentamente con esta… nieve. —Pronunció la palabra con dificultad—. Hay demasiados hombres armados en la zona. Deberíamos dirigirnos al este, no tomar más gai’shain que nos retrasarán más aún.

—Sevanna quiere más gai’shain, Rolan —respondió la Doncella canosa. Sin embargo, frunció el entrecejo y en sus duros ojos grises asomó una expresión desaprobadora durante un instante.

Temblando, Faile parpadeó cuando los nombres cobraron sentido en su mente. Sevanna. Shaido. ¡Pero si estaban en la Daga del Verdugo de la Humanidad, a la mayor distancia posible de allí, salvo que cruzaran la Columna Vertebral del Mundo! Pero, obviamente, no se encontraban en aquel lugar. Eso era algo que Perrin debía saber; una razón más para escapar cuanto antes. No parecía que tuviera muchas posibilidades de hacerlo, acurrucada en la nieve y preguntándose qué parte de su cuerpo se congelaría antes. La Rueda se vengaba de su anterior regocijo por la tiritera de Berelain. De hecho, la idea de cubrirse con las túnicas de lana de los gai’shain se le antojaba muy apetecible. No obstante, los Aiel no hicieron intención de emprender la marcha. Había más cautivos a los que debían llevar.

La primera fue Maighdin, en cueros y atada como Faile, y resistiéndose a cada paso. Hasta que la Doncella que iba empujándola la zancadilleó violentamente. Maighdin se dio una tremenda culada en la nieve, y sus ojos se abrieron tanto que Faile se habría reído si no hubiese sentido tanta pena por ella. Alliandre llegó a continuación, casi doblada por la mitad en un intento de cubrirse, y luego fue Arrela, que parecía tan paralizada por su desnudez que dos Doncellas casi tenían que llevarla a rastras. Finalmente, otro alto Aiel apareció con Lacile, que pateaba furiosamente, cogida por debajo del brazo como si fuese un fardo.

—Los demás están muertos o han huido —informó el hombre mientras dejaba caer a la menuda cairhienina junto a Faile—. Sevanna tendrá que conformarse, Efalin. Da mucha importancia a tomar gente que lleva sedas.

Faile no se resistió un ápice cuando la obligaron a ponerse de pie y a emprender la trabajosa marcha a través de la nieve, a la cabeza de las otras prisioneras. Estaba demasiado conmocionada para luchar. Parelean muerto, Arrela y Lacile cautivas, así como Alliandre y Maighdin. Luz, alguien tenía que avisar a Perrin sobre Masema. Alguien… La idea fue como un último mazazo. Allí estaba, tiritando y apretando los dientes para que no le castañetearan, haciendo todo lo posible para aparentar que no estaba tan desnuda como su madre la trajo al mundo y atada, de camino hacia una incierta cautividad. Y como si todo eso no fuera suficiente, además tenía que confiar en que esa provocativa gata —¡esa sobona pelandusca!—, Berelain, hubiese logrado escapar para avisar a Perrin. En comparación con todo lo demás, eso le parecía lo peor.


Egwene condujo a Daishar a lo largo de la columna de iniciadas, hermanas a caballo entre las carretas, Aceptadas y novicias a pie a pesar de la nieve. El sol brillaba en un cielo casi sin nubes, pero de los ollares de su castrado salían nubecillas de vapor. Sheriam y Siuan iban detrás de ella, hablando en voz baja sobre las noticias recibidas de los informadores de Siuan. Egwene ya había adivinado que la mujer pelirroja sería una eficaz Guardiana una vez que comprendiera que no era la Amyrlin, pero, día a día, Sheriam parecía mostrarse más diligente con sus obligaciones. Chesa las seguía en su rechoncha yegua por si acaso la Amyrlin necesitaba algo, y, cosa rara en ella, rezongaba porque Meri y Selane se hubiesen fugado, las muy ingratas, dejándola a ella el trabajo de las tres. Iban al paso, y Egwene ponía gran empeño en no mirar hacia la columna detenida.

Un mes de inscribir, de tener el libro de novicias abierto para todas, había resultado en una cifra sorprendente, un río de mujeres ansiosas de convertirse en Aes Sedai, de todas las edades y algunas procedentes de lugares a cientos de kilómetros de distancia. Ahora había el doble de novicias que antes. ¡Casi un millar! Muchas, muchísimas, nunca llevarían el chal, pero aun así su número había sorprendido a todo el mundo. Algunas podrían ocasionar pequeños problemas, y una de ellas, una abuela llamada Sharina con un potencial superior incluso al de Nynaeve, había dejado estupefactas a todas las hermanas; sin embargo, la razón de no querer mirar hacia la columna no era el hecho de ver a una madre y a una hija enzarzadas porque la hija sería mucho más fuerte algún día, ni a las nobles que empezaban a pensar que habían cometido un gran error al pedir que se les hiciera la prueba, ni siquiera las miradas directas e inquietantes de Sharina. La mujer canosa obedecía todas las reglas y mostraba el debido respeto, pero había dirigido a su numerosa familia a fuerza de un carácter enérgico; incluso algunas de las hermanas la evitaban recelosamente. Lo que Egwene no quería ver era el grupo de jóvenes que se les había unido unos días antes. Las dos hermanas que las llevaron se habían quedado más que estupefactas al saber que Egwene era la Amyrlin, pero las chicas a su cargo no podían creerlo; no de Egwene al’Vere, la hija del alcalde de Campo de Emond. No quería ordenar que se castigase a nadie más, pero tendría que hacerlo si pillaba a otra de ellas sacándole la lengua.

Gareth Bryne también tenía a su ejército situado en una ancha columna, caballería e infantería en formación, que se extendía hasta perderse de vista entre los árboles. El pálido sol arrancaba destellos en petos, yelmos y puntas de picas. Los caballos pisoteaban impacientemente la nieve.

Bryne condujo su robusto bayo a su encuentro antes de que Egwene llegara hasta donde esperaban las Asentadas montadas en sus caballos, en un amplio claro que se abría un poco más adelante de la posición de las dos columnas. El general le sonrió tras las barras de la visera del yelmo. Una sonrisa animosa, a su entender.

—Una excelente mañana para ello, madre —dijo—. Aquí al menos.

Ella se limitó a asentir con la cabeza, y el general se situó detrás, junto a Siuan, la cual no empezó a escupirlo de inmediato. Egwene no sabía exactamente a qué acuerdo había llegado con el hombre, pero rara vez rezongaba sobre él cuando Egwene podía oírla, y jamás en presencia del general. Se alegró de que estuviese allí en ese momento. La Sede Amyrlin no podía dar a entender que necesitaba su apoyo moral, pero sentía necesidad de él esa mañana.

Las Asentadas tenían sus caballos en línea al borde de los árboles, y otras trece hermanas aguardaban en los suyos a corta distancia, observando con atención a las Asentadas. Romanda y Lelaine espolearon sus monturas casi al mismo tiempo, y Egwene no pudo contener un suspiro al verlas acercarse, con las capas ondeando tras ellas, los cascos de los animales levantando nieve como si los hubiesen lanzado a la carga. La Antecámara le obedecía porque no tenía más remedio. Lo hacía en lo relativo a la guerra contra Elaida, pero, Luz, ¡qué de peros ponían sobre lo que tenía relación o no con la contienda! ¡Cuando era que no, entonces sacar algo en limpio con ellas era como intentar sacar dientes a un pato! De no ser por Sharina, habrían encontrado un modo de detener la inscripción de mujeres de cualquier edad. Incluso Romanda estaba impresionada con Sharina.

Las dos mujeres frenaron delante de ella, pero antes de que tuviesen tiempo de abrir la boca, Egwene se les adelantó.

—Es hora de que os pongáis a ello, hijas, y no hay tiempo que perder en charlas inútiles. Proceded.

Romanda resopló, aunque quedamente, y a Lelaine le faltó poco.

Hicieron volver grupas a sus caballos a la par, y entonces se asestaron una mirada furibunda. Los sucesos del último mes sólo habían conseguido acentuar el recíproco desagrado. Lelaine echó bruscamente la cabeza hacia atrás en un gesto de concesión y Romanda sonrió, una mínima mueca curvando las comisuras de sus labios. También Egwene estuvo a punto de sonreír. Esa animosidad mutua seguía siendo su mayor fuerza en la Antecámara.

—La Sede Amyrlin ordena que procedáis —anunció Romanda al tiempo que alzaba la mano con gesto pomposo.

El brillo del saidar irradió de golpe alrededor de las trece hermanas que estaban cerca de las Asentadas, envolviéndolas juntas, y una gruesa línea plateada apareció en el centro del claro, rotando hasta formar un acceso de diez metros de alto y cien de ancho. Se colaron copos de nieve del otro lado. Gritos de órdenes impartidas sonaron entre los soldados, y los primeros jinetes con armadura de la caballería pesada pasaron a través del acceso. La densa nevada del otro lado no permitía ver a mucha distancia, pero Egwene imaginó que podía vislumbrar las Murallas Resplandecientes de Tar Valon.

—Ha empezado, madre —dijo Sheriam en un tono que sonaba casi sorprendido.

—Ha empezado —convino Egwene. Y, si la Luz quería, Elaida caería muy pronto. Se suponía que debía esperar hasta que Bryne dijera que habían pasado suficientes soldados, pero no pudo contenerse. Clavó talones en los ijares de Daishar y entró bajo la nevada en la llanura donde el Monte del Dragón se perfilaba negro y humeante contra el blanco cielo.

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